Introducción al Vol. II de las Obras Completas de Ramón Emeterio Betances

Arcadio Díaz Quiñones

 

Para Alma, Alicia y Alfonso

 

Estoy desconocido hasta lo más profundo...
Betances, “Carta  a Segundo Ruiz Belvis”, 14 de julio de 1859 (26)

 

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     La imagen parece el comienzo de un relato de Melville, de Carpentier, o de Faulkner.  El 10 de  septiembre  de 1859 el médico puertorriqueño Ramón Emeterio Betances, (1827-1898), entonces  de 32 años, se embarcó en el puerto de Le Havre en un velero con destino a la isla de Saint Thomas, y de ahí a Puerto Rico. Durante los cuarenta días que duró la travesía, acompañó el cadáver de su amada, una  joven puertorriqueña de apenas 21 años, que era su sobrina, y con quien pensaba contraer matrimonio. Ella, María del Carmen Henry y Betances, hija de su hermana Clara y de padre francés domiciliado en Puerto  Rico, había  muerto de fiebre tifoidea  en París en abril del mismo  año,  poco antes de que se pudiera celebrar la boda. En una carta  fechada el 31 de agosto, Betances había escrito: "Embarco en el velero Georgina, desde El Havre. Probablemente, nosotros seremos los únicos pasajeros". (46)(1) En otra, decía: “En fin, todo ha terminado para mí. Llevo muchos libros; leeré”. (40) Dos pasajeros: uno está muriendo por el trauma de la pérdida; la otra, muerta. De no conseguir la indispensable autorización para desembarcar en Puerto Rico, Betances afirma que se proponía “atarme  al féretro de plomo y pedir al mar para nosotros dos lo que la tierra me habrá negado para ella”. (33) ¿Cómo sería ese lento y fúnebre viaje al Caribe? ¿Qué libros leía Betances en aquel velero con la Muerte a su lado?
     El relato no termina ahí. No fue hasta el l3 de noviembre que Carmelita o “Lita”, como la llamaba casi siempre Betances, pudo ser enterrada  en el cementerio de la ciudad de Mayagüez, en Puerto Rico. Fue preciso aguardar quince días más hasta obtener los permisos de las autoridades. Durante esa larga espera, Betances dormía de noche junto al ataúd. Lo cuenta en otra carta:

Heme aquí al final de mi viaje tan largo y tan doloroso. [ ... ] Si veo una vez más todavía algo de ella no será otra cosa que sus tristes restos, los huesos de mi Carmelita adorada. Es imposible, bien imposible, que uno se resigne a tamaña injusticia. Logré introducir su cuerpo, después que hice declarar a los médicos que estaba embalsamado. Luego, obtuve de la autoridad eclesiástica el permiso para depositarlo en el cementerio. Hubo que esperar, quince días, este último permiso, durante  los cuales tuve en mi casa ese depósito sagrado que hubiera querido conservar para siempre. El permiso llegó demasiado pronto y fue preciso hacer el entierro el trece de noviembre (siempre el trece). Mientras estuvo en mi casa, dos cirios estuvieron encendidos junto a ella. Era yo quien dormía cerca de su ataúd para impedir que se apagaran durante la noche (52).

 
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     En la gran mayoría de las cartas reunidas en este volumen, el núcleo central es la trama es la trama de su amor, la muerte ele “Lita” y la angustia  de la pérdida. Betances habla continuamente de la enfermedad, de la muerte, y de su propio desvalimiento. Ha experimentado lo ininteligible, y practica un autoanálisis  constante. Se describe lloroso y meditabundo. Las cartas son la crónica ele una desgracia. La melancolía del narrador es el centro: "Estoy condenado por esa muerte, tan injusta con1o irrevocable, a terminar mi vida en la desesperación del remordimiento  y en los extravíos de la melancolía”. (51) El acontecimiento es la enfermedad, la agonía y la muerte inesperada, que Betances quisiera poder contar en el espacio extremadamente reducido del género epistolar.
     No hay amor fuera del lenguaje, y específicamente del lenguaje poético, es decir, de una manera  de acercarse a los seres y hablar de los sentimientos. Sin duda, Betances conocía el lenguaje  de la sensibilidad y las emociones elaborado por la tradición francesa desde Rousseau hasta románticos como Chateaubriand, Charles Nodier, Lamartine, Victor Hugo, y,  particularmente, la obra de Poe traducida por Baudelaire. ¿Habría leído el gran tratado De L'amour de Stendhal o la narrativa ele Gérard de Nerval? Es evidente que sus cartas se realizan desde el interior de una tradición literaria que inventó un lenguaje para hablar de las pasiones, del recuerdo y de la conciencia del recuerdo, del sueño, la pesadilla y la locura. Betances cuenta la pérdida irreparable de la Amada, e inscribe su experiencia en los arquetipos literarios. Al referirse a carmelita, cita a Petrarca y a Dante: “Dignísima fue de cantos inmortales,  dignísima de verse colocada al lado de Laura pura y de Beatriz divina”. (50) En otras cartas, a pesar de su conocido laicismo, usa la terminología religiosa y fórmulas sagradas: “¡Triste y dolorosa imagen, mártir adorada! ¡Santa virgen que te sacrificaste, ángel puro que diste tu vida por amor y conservas tu celestial sonrisa, contenta con el sacrificio!” (37). En esos días también escribe en francés un texto íntimamente relacionado con las cartas, titulado La vierge de Borinquen, al cual siempre  habrá que volver. En ese texto usa como epígrafe, significativamente, una cita del “Oval Portrait” de Poe. Lo cita en francés, traducido por Baudelaire, cuyas traducciones y ensayos representaban  el descubrimiento  de Poe en Europa. Las Histoires extraordinaires se habían publicado en l856, y las Nouvelles histoires extraordinaires, en 1857. Betances encontró en Le Portrait ovale de Poe lo que le obsesionaba: el retrato imposible y encantado, la muerte, y quizás una manera de hablar con los muertos.
     Antes, Carmelita era el resplandor de las Musas. Ahora, en las cartas de 1859, lo que Betances encuentra es el vacío, y un profundo sentimiento  de culpa: “Yo, que hubiera  regresado con tanta alegría al seno de mi familia, adonde hubiera podido aportar felicidad, no les llevo más que luto y dolor”. (40) La culpa que siente Betances se hace explícita en diversos momentos:  “Jamás me podré perdonar el haber hecho salir la pobre niña de su país y haberla separado de su madre, a quien tantas veces llamó. Luego, tras haber obtenido que ella me sacrificara todos sus afectos, su país, su madre, sus amigos, no supe protegerla, salvarla” (51). Sin embargo, cuando se lee el conjunto de las cartas, el lector advierte que ha triunfado para siempre el Amor, en el sentido que Kierkegaard oponía el ideal del amor al matrimonio. Se podría decir de ellas lo que Deleuze y Guattari dicen de las cartas de Kafka: “Cartas a tal o cual mujer; cartas a los amigos, carta al padre; de todas maneras, siempre hay una mujer en el horizonte de las cartas: es ella la verdadera destinataria”.

 

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     Efectivamente, aquí no se trata del Betances público, conocido como la figura más sobresaliente del separatismo  puertorriqueño del siglo XIX. Betances fue un militante defensor de la Cuba rebelde, un nacionalista republicano afrancesado que ha dejado una huella profunda  en la sociedad puertorriqueña, a pesar de que vivió en el exilio la mayor parte de su vida, al igual que Eugenio María de Hostos y José Martí. Bilingüe, escribió en francés y en castellano  numerosos  textos políticos publicados en  Nueva York y Francia, en una voz dura y pertinazmente crítica del poder autocrático del régimen imperial español. Asimismo, expresó su violenta repulsa de los reformistas que confiaban en una salida negociada. Cuando se enamoró de su sobrina, ya se había labrado una reputación como médico en Puerto Rico, sobre todo durante la epidemia del cólera. Además, se destacó en la lucha antiesclavista, y por ello fue blanco de furibundos ataques por parte del gobierno colonial. El Betances público con frecuencia firmaba sus artículos El Antillano, como si su persona no le perteneciera. Ese nombre era una reivindicación de un proyecto político.
     En cambio, las cartas manuscritas  que leemos aquí van firmadas con su nombre. No obstante, habría que subrayar que lo “privado” tal y como se perfila en ellas es en última instancia inseparable de su vida política y de su vocación literaria. Lo cierto es que, escritas en español o traducidas del francés, en ellas emplea el lenguaje de las pasiones: cuenta – e  interpreta – sus sueños atormentados, y hace una representación de su propio “yo”. Su relato se reitera con pequeñas variaciones según los destinatarios  de las cartas. Pese a las variantes y diferencias, el lector aprende  pronto a reconocer los motivos centrales. Mientras se preparaba para cumplir con el deber de trasladar el cadáver a su país natal, oscilaba entre la descripción del ser perdido y la del sujeto que padecía la pérdida. Ya en Puerto Rico, a la espera de la autorización para enterrarla, escribe: “todos mis sueños se han desvanecido; ya no pienso en porvenir  ninguno. El único deseo que tengo es el de arreglar las cosas de la familia que vive conmigo y después acabar lo más pronto” (47). No podía imaginar ninguna otra forma de trascendencia.
     La Amada muerta se convierte en el fantasma que retorna. Betances reflexiona sobre el poder y la imposibilidad de la imagen que no llega a suplantar lo corpóreo: “Yo la busco en todo lo que el genio humano ha creado, en lo más grande y en lo más bello, y allí, a cada instante, la reconozco, la vuelvo a encontrar en medio de sus hermanas divinizadas. Voy a tocarla, pero la imagen  es impalpable. ¡El divino fantasma desaparece!  ¡Qué desesperación!" (46). Casi un año más tarde, escribe a un amigo: “Siempre, continuamente, hay una cosa que está detrás de todo lo que veo, de todo lo que siento, de todo lo que me ocupa, y es su imagen triste que existe y es invisible; que se aparece, desaparece y, sin embargo, está como inmóvil, como si al irse dejara en su lugar la idea de ella; que es muda,  y seria, y sin gestos hace comprender todo, que muchas veces se sustituye a la persona que estoy mirando un instante, se queda sentada en su lugar; el tiempo de pensarlo. ¡Qué cosa más cruel me ha sucedido!" (60).
     El amor y la política se cruzan. Betances comprendería bien los versos de Martí: Dos patrias tengo yo, Cuba y la noche. El hombre de ciencia y medicina modernas que era Betances,  pensaba, como Rousseau, que lo pasional es la única manera de realización del sujeto. En la calidad  de su tono se percibe un  tinte  de reproche  y censura hacia ese amor a la sobrina, como  lo refiere en otra ocasión. En una carta a su amigo el escritor  Alejandro Tapia y Rivera, lo cuenta remitiendo a la memoria familiar y a lo que consideraba su destino histórico. La Amada se convierte en escritura donde se pierde y se recupera como metáfora. La alegorización de la Mujer recuerda al Michelet que consagraba a Juana de Arco como el alma de Francia. En las descripciones de Betances  hay ecos no muy lejanos de la concepción de la mère patrie de Michelet, una visión capaz de armonizar todas las virtudes femeninas y masculinas:

Ya lo he escrito y no sé cómo decirte mejor de otro modo: la hija de mi fe, mi escogida, la hermana de todos mis pensamientos, mi compañera, la madre de todo lo bueno que yo hubiera hecho,  mi ánimo, mi fuerza, mi vida, mi ingenio familia, mi inspiración divina, mi  patria  idolatrada, ¡todo eso lo he  perdido! ¡En unos  días, en  un  momento, la he perdido!  La llamábamos la Borinqueña y era el tipo perfecto, el ideal adorable, la personificación misteriosa de nuestro caro país; todo amor, todo gracia y todo virtud. Yo la quería demasiado para vivir lejos de ella; casi forzado a dejar a Puerto Rico, quise que se viniera también. Su madre, mi hermana,  me la trajo honrosamente, la puso y la dejó en mis manos para que fuese mi compañera. Ya estaba todo preparado para nuestro matrimonio cuando me la arrebató la cruel enfermedad de París, la fiebre tifoidea, y mi querida, mi santa, ha muerto delirando seis días enteros por “aquellos campos donde ella corría y que ella quería”. ¡Ya ves! ¿Cuáles han de ser mis miras? ¿Cuáles mis esperanzas? Mis esperanzas muertas las he enterrado con ella, que las inspiraba. Yo no sé qué maldición ha caído sobre mí. Yo he de vivir desesperado sin comprender jamás tanta injusticia (18).

 

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     Al leer hoy estas cartas, aun  en los momentos en que la sexualidad llega a un alto grado de simbolización, es difícil decir dónde termina  lo privado. En la noche de la muerte, a la cabecera de la enferma, la mirada médica parece sucumbir ante  el comportamiento delirante. La escena de la agonía se repite en las cartas: el delirio, las palabras de la agonizante, la cama, la ropa. Betances ofrece recuerdos, y fragmentos de recuerdos.  En algunas cartas, uno puede ver las tramas de su vida familiar dominicano-puerto­ rriqueña-francesa o algunos aspectos de la vida cotidiana en París y los rituales funerarios. Y siempre la Ley, la legalidad que rodea al matrimonio y a la muerte, los permisos eclesiásticos, y los impedimentos legales de la colonia.
     Mientras escribe sus cartas, Betances lee y relee las cartas de Carmelita, tratando  de recuperar su voz y su presencia. Ade más, le suplica a sus familiares que le envíen las cartas que ella les había escrito. Al mismo tiempo colecciona recuerdos que son reliquias y se los envía a sus seres queridos: un mechón de pelo, un dedal, una sayita negra y blanca. El 14 de julio le escribe a su hermana Inés, quejándose:

A María Ana le he mandado unas cositas que me pidió de ella: un ramito de sus cabellos; el dedal de oro para Josefa, que me dio en medio de su delirio, en un momento de paz; dos cancioncitas tan puras como ella para las muchachas, que había aprendido en el colegio. Las llevaré también allá, y su sayita negra y blanca que le había ella misma ofrecido a María Ana antes de salir de Puerto Rico. Todo eso lo he dado con el dolor más profundo, pero recordando que María Ana la quiso mucho. Yo le había escrito pidiéndole las cartitas de Carmelita, pero las conserva para sí. Se las volví a pedir con la mayor humildad,  y si bien me contestó a todo lo demás, no me ha dicho ni una palabra de lo que más interés tenía para mí. Así es que le he mandado la sayita que ella pedía, sin escribirle (28).

     Pero no son sólo las palabras lo que desea recuperar y preservar: Su pasión exigía también la imagen, la ilusión de la conservación del rostro de Carmelita. Betances no habla de la nueva técnica del daguerrotipo, aunque sí pide un retrato de ella para trasladarlo al óleo. Su obsesión será la fidelidad a su imagen en la escultura. En efecto, cuenta en varias de las cartas que ha encargado un busto de Carmelita, y que pasa los días con el escultor. El escultor trabajaba bajo la mirada y dirección de Betances, quien intervenía todo el tiempo: "¡La hemos creado a fuerza de desesperaciones, pero de mármol! Hemos conseguido una semejanza muy grande. El már mol vivirá como puede vivir un mármol. ¡Nunca es ella! ¡Dónde la he de encontrar! He dado, por fortuna, con un escultor que es un hombre de corazón y que, comprendiendo la perfección de la adorada, me dejaba cien y cien veces borrarle lo que hacía, hasta que llegaba a la semejanza, y ahora que está casi hecha, él mismo se queda extasiado delante y pregunta: “¿Y ella, era tan bonita?” (28). El 12 de julio escribe, eufórico y a la vez decepcionado porque no la encuentra del todo en la escultura:

En lo que a mí concierne, me paso siempre los días en casa del escultor. El busto está terminado en yeso y el mármol ha sido desbastado. Hoy he llevado a personas allegadas a mí para verlo. Lo han  encontrado  muy bien. Creo que se ha arreglado un poco después que usted lo vio. ¡Ay! ¡Jamás es ella! ¡Jamás! “Sí, es ella, me decía hoy uno de esos señores; ahí está todo, pero ¿dónde están sus ojos, los más bellos que existieron en su tierra?” Me di cuenta perfectamente bien un instante después que él se había arrepentido de haber dejado escapar ese grito, ¡como si yo no supiera que no debo volverla a encontrar!  Es verdad, muy verdad, que todo ha terminado para mí. Veo que esos dolores no pueden calmarse. ¡Tal vez sería peor entonces y debiera uno considerarse menos! Ella me había  jurado tanto amor y yo había adivinado y admirado en ella tantas bellezas (25).

     Todo en el relato de Betances pasa por la compleja trama de metáforas  y reconstrucciones del mito. La identificación es intensa. Cuando hace los preparativos para el viaje al Caribe, escribe: “En estos días la voy a sacar de su ataúd  para ponerla en uno de plomo; se pondrá encima de éste otro de encina y después una caja de forma ordinaria. Nadie verá a mi Ofelia sino yo”. (44) Esa Ofelia ya ha sido descrita como “el tipo perfecto, el ideal adorable, la personificación misteriosa de nuestro caro país”, que sólo puede ser vista por el sujeto enamorado  y visionario. No podía ser profanada. Cuanto más se hundía en la melancolía, más necesario se hacía defender el idilio con la “virgen de Borinquen”, y jurarle absoluta lealtad. Hoy sabemos que el busto lo acompañó toda su vida, como consta en su testamento.  La tradición literaria e intelectual es un diálogo con los muertos.

 

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     En ése y otros momentos  puede leerse uno de los orígenes de su radicalismo político, y quizás la secularización de la cuestión. La crisis provocada por la muerte de "Lita" nos permite ver a Betances escindido en un antes y un después. Lo confirmó como un sujeto que habría de entregarse  sin reservas a la conspiración y a la lucha por la independencia de Puerto Rico y Cuba, y por la Federación antillana. De esa crisis saldrá radicalizado, entregado a la tarea revolucionaria que caracterizó su vida, hasta el final. La continuidad de su dedicación no hace sino mostrar la otra cara salvadora de la potencia de la Muerte que el mito ha llevado consigo. Esa paradoja es esencial al hombre Betances: “Heme aquí viudo, querido amigo, viudo de un afecto sin límites y caminando sin propósito en el más profundo dolor” (51).  Él mismo transformó su apariencia, dejándose “crecer sin aliño toda la barba”, con sombrero y gabán negros, según el testimonio del intelectual Salvador Brau, quien lo presenta desamparado  y solo:

La intensidad  del dolor hizo incurrir al joven médico en extravagancias; dejóse crecer sin aliño toda la barba; caíale sobre los hombros, y envuelto en negro gabán, largo y holgado como una hopalanda, tocado con inmenso sombrero negro de cuáquero que apenas debaja verle el semblante, pasábase días enteros en el cementerio de Mayagüez, cultivando flores en torno del sepulcro que guardaba los despojos de la mujer idolatrada. Aquella fue la única distracción con que por largo tiempo, compartió Betances unas tareas profesionales que de consuno le proporcionaran nombradía, dinero y popularidad (55, nota 164).

     Había vivido su temporada en el infierno. Después, ya no tuvo tregua. Nunca dejó de hablar de Carmelita. Más de veinte años habían  pasado, cuando, ante la necesidad de trasladar  de nuevo sus restos, y prohibida su entrada a Puerto Rico, envía instrucciones meticulosas a la familia. La Ley férrea de la colonia le impedía regresar. En octubre de 1883, escribe desde París:

     Debo avisarte que el ataúd de plomo se llenó de yeso y de coaltar. Es posible que los huesitos secos y desprendidos se encuentren  perdidos en el yeso. Hay que recogerlos con mucho cuidado para que no se pierda ninguno. Uno de los dedos anulares debe tener una alianza de oro que yo le puse. Dejásela, aunque tendría tan dolorosa satisfacción en verla. Deja el yeso regado sobre la tierra en el cementerio donde se abra el ataúd. Manda quemar el ataúd de madera, y echa las cenizas cerca del lugar donde quede enterrada. Si los huesos se han de poner en una caja, tal vez se pueda hacer ésta con el ataúd  de plomo; y se le pondría la placa donde está el nombre. Lo demás del plomo, derretirlo y enterrarlo profundamente en tu patio con un letrero que lo haga reconocer: “Plomo del ataúd de Carmen Henry de Betances”.
     No dejes que se pierda ningún huesito. Hazlos recoger todos en su caja con el nombre por dentro y por fuera. Solamente para esta ceremonia hubiera  yo pedido al gobierno español una  autorización  de entrar  a Pto. Rico por quince días, aunque hubiera tenido que ofrecer quedarme mudo durante ese tiempo.
     No dejes que gente extraña toque los huesos.
     El hierro y los clavos del ataúd pueden mezclarse con el plomo derretido, para que se conserven también (69).

 

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     Por suerte, un buen número de sus cartas a amigos y familiares se ha preservado, y hoy podemos leerlas gracias al trabajo de los principales estudiosos de Betances. Fueron primero editadas por Luis Bonafoux, que sigue siendo una de las fuentes principales. Luego fueron recuperadas  y situadas  en su contexto  por Ada Suárez, la primera gran biógrafa de Betances. Ahora, en este Betances íntimo se suman más cartas, y todas aparecen ampliadas y esmeradamente anotadas por otro de sus biógrafos, Félix Ojeda Reyes. Hay que señalar la necesidad de esta edición anotada, en la cual se han aprovechado los trabajos críticos e históricos que se han ido acumulando, para una mejor comprensión de los textos y los contextos. Son las cartas más literarias de Betances. No conozco nada tan confesional y desgarrador entre la correspondencia publicada por escritores  o intelectuales  puertorriqueüos del siglo XIX.
     Es probable, y deseable, que esta publicación incite a nuevas lecturas que modifiquen la colocación lateral de la correspondencia  y la sitúe en el campo literario y político que merece, teniendo en cuenta que Betances vivió siempre en dos mundos y dos lenguas: el puertorriqueüo  y el francés. Sus padres lo enviaron a Toulouse cuando tenía diez años, y allí pasó su adolescencia. Estudió medicina en París. Aunque volvió a Puerto Rico durante breves temporadas, sus posiciones políticas le llevaron al exilio permanente. Vivió en Haití y Santo Domingo, y brevemente en la ciudad de Nueva York. Luego regresó a París, donde pasó la mayor parte de su vida. En estas cartas, lo íntimo y lo público político terminan  indisolublemente entrelazados. El viaje de cuarenta días en un velero hacia el Caribe en diálogo con su muerta lo marcó para siempre.

Nota

1. Refiero entre paréntesis al número que lleva la carta en esta edición. De ahora en adelante agrego el número de la carta después de la cita.

Ramón Emeterio Betances. Obras Completas. Vol. II. Escritos íntimos. Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade, editores. Colombia: Ediciones Puerto, 2008. pp. 25-37