Liberalismo, Hacienda y elites. Las políticas fiscales en Puerto Rico, 1808-1815
José Manuel Espinosa Fernández, Universidad del Norte, Barranquilla, Colombia
Gobernar es poner impuestos. O casi. Para O. H. Schenone, gobernar debe ser gravar para gastar. Cualquier gobierno que no sea capaz de ingresar lo suficiente como para desempeñar sus funciones estará abocado al fracaso.(1) La cosa parece fácil. Otra cosa es que lo sea tanto. De hecho, el paso a la contemporaneidad y el colapso de las viejas monarquías del Antiguo Régimen tienen mucho que ver con la Hacienda. Con la incapacidad para generar los ingresos suficientes, para presupuestar el gasto o controlar el déficit.(2) Los Estados tendrán entonces que adaptarse para sobrevivir. Y la adaptación acarreará cambios de un calado insospechado. Fiscalidad, política y orden social están íntimamente relacionados. Reformar la Hacienda no es solo procurarse mayores ingresos, implica actuar sobre el gasto, sobre el reparto de las cargas tributarias y requiere de una estructura administrativa acorde con el sistema que se vaya a implementar. Añádase a ello, además, que las políticas tributarias son una eficacísima herramienta con la que moldear la actividad económica.(3)
Si hablamos de una colonia, todo lo dicho anteriormente se eleva a una nueva dimensión. Es difícil concebir el colonialismo sin su vertiente de exacción fiscal.(4) Y la instrumentalización de las contribuciones se hace más visible en una colonia que en ningún otro lado. Como quiera, administración, sociedad, economía y políticas tributarias son parte de un mismo todo. No pueden entenderse de manera aislada, ni ser analizadas fuera de su contexto. Contexto que para el Puerto Rico de comienzos del siglo XIX era sin duda bastante complicado. Colonia, pero deficitaria desde hacía siglos, aislada de los subsidios que llegaban de fuera y con una alarmante falta de liquidez. Sujeta a los vaivenes políticos de la metrópoli y con la Constitución de 1812 en vigor o no, dependiendo de los años, pero sin poder aplicar de todos modos el plan de contribuciones liberal aprobado por las Cortes, porque este había quedado suspendido para Ultramar. Con las insurgencias ganando terreno en el continente, pero sin seguir abiertamente el ejemplo. Con buena parte de las elites isleñas reclamando reformas que posibilitaran el despegue productivo y comercial. Con parte de esas elites ocupando las nuevas instancias políticas que el liberalismo había creado. Y con las propias autoridades advirtiendo de que los usos en la gestión heredados habían convertido a Puerto Rico en una colonia inviable.
Tal vez demasiado visto todo de una vez. Una encrucijada compleja. Que exigió reinventar una colonia al mismo tiempo que la propia metrópoli se reinventaba. Porque lo innegable es que Puerto Rico era una colonia extraña. Que vivía a la sombra de sus fortalezas en San Juan y el enorme valor estratégico que su posición geográfica le brindaba. Pero que no era rentable. Que apenas si tenía interés alguno para la metrópoli más allá de aquellas murallas y los cañones que las defendían, protegiendo las rutas de paso del comercio atlántico. Y en la que las exiguas rentas internas no daban para sufragar los grandes costes defensivos de su mantenimiento. La Caja puertorriqueña vivía en un perpetuo déficit y la única manera de compensarlo era mandando cada año desde el continente remesas –los situados– con que asumirlo.(5) Ciertamente esto no era algo privativo de Puerto Rico, sucedía en la mayoría de las otras grandes plazas fuertes del Caribe. La maquinaria del imperio en Ultramar estaba ideada para autofinanciarse sola.(6) Pero lo que sí hacía especial el caso puertorriqueño era su extrema dependencia de la plata que llegaba de fuera. En la isla, durante la segunda mitad del siglo XVIII, habrá años en los que los situados representen más del noventa por ciento de los ingresos de la Caja sanjuanera.(7) Y aunque estos supondrán un auténtico motor para la economía de San Juan y casi que de la isla entera, tan particular dependencia dejaba a los administradores de la colonia en un plano de innegable debilidad. ¿Qué pasaría el día que los situados dejaran de llegar?
Para conocer la respuesta a la pregunta solo hizo falta que el clima generalizado de guerra en el Caribe durante el siglo XVIII se volviera crónico desde fines de siglo, que la propia metrópoli se viera sumida en emergencias financieras y reclamara toda la plata posible de sus colonias y que la crisis imperial desbaratara los sólidos vínculos establecidos hasta entonces entre los distintos territorios de América. Todo de golpe, en poco más de una década, sumió a las autoridades puertorriqueñas en un terrible dilema. La esencia y hasta la propia viabilidad de Puerto Rico como colonia estaba en entredicho. Todo ello justo cuando más se habían despertado las apetencias de los enemigos de la Monarquía por aquella tierra:
Aseguro a VE, como es público y notorio, que ya esta Ysla no necesita enemigos armados contra su conservación lo es muy bastante y superior la falta de medios para subsistir, que ha llegado al último extremo…(8)
Y cuando más necesarias se hacían las colonias para España. Colonias que técnicamente habían dejado de serlo ante las urgencias de la guerra en la península. Que habían sido convocadas para mandar sus representantes primero a la Junta Central y luego a las Cortes cuando solo resista Cádiz. Se abría una nueva fase dentro de las relaciones entre España y América, tal vez fuera posible redefinir un nuevo “pacto colonial” bajo el signo del liberalismo. Tal vez fuera posible frenar el ímpetu emancipador americano.(9) En Puerto Rico de momento no existía ese problema. No de manera inquietante al menos. Pero sí que se presentaba la ocasión propicia para buscar nuevas soluciones a un problema que era viejo. La isla nunca había sido autosuficiente y debía empezar a serlo. Eso era lo primero. Si de paso se conseguía drenar algo de “beneficio colonial” a la metrópoli mejor que mejor. Y esta posibilidad se volverá con el paso del tiempo esencial.(10) Pero de momento más valía ir paso a paso y sobre todo contar con la participación de unos súbditos –recién ciudadanos– puertorriqueños que tenían mucho que decir. Porque no solo se trataba de recaudar más.
Las elites puertorriqueñas habían estado, de una manera u otra, sosteniendo al gobierno y financiado el aparato del Estado en la isla desde que la circulación normal de los situados se había visto alterada. Antes de que la última plata mexicana llegara a San Juan en 1809, la periodicidad de los envíos ya se había visto seriamente comprometida incluso desde el siglo anterior. Comerciantes y plantadores, todo aquel que disponía de algo de liquidez, habían estado concediendo adelantos a cambio de las puras ganancias de interés y cuando el crédito del gobierno se fue perdiendo y los préstamos se hicieron imposibles de recoger, siguieron cobrándose su apoyo al imperio aunque ahora no de manera directa ni en metálico. Constituidos como grupo de presión, totalmente identificados con el poder, consiguieron ir venciendo algunas de las trabas coloniales a sus negocios. Y la impunidad manifiesta con la que desde Puerto Rico se comerciaba con las islas vecinas a sabiendas de las autoridades es un ejemplo más que claro de ello.(11) En el momento en que los cambios políticos en la metrópoli brindaban nuevos espacios de participación a aquellas elites, por supuesto su influencia no iba a ser menos. Los reclamos y aspiraciones puertorriqueños ahora podían resonar con más contundencia en la península y sobre el terreno, en la isla, una nueva configuración administrativa concedía ciertas dosis de autogobierno a aquellos ciudadanos. Puestas en común, además, las demandas y necesidades de gobernantes y gobernados no eran tan distantes.
Que en Puerto Rico los usos fiscales heredados ya no daban para más era algo en lo que coincidían todos. Más que eso, era una obviedad a la vista de los casi quinientos mil pesos en papeletas que se habían tenido que poner en circulación entre 1812 y 1813 para hacer frente a los gastos más imperiosos de la administración, porque ya no había otra manera de sustituir los situados que habían dejado de llegar. (12) Lo paradójico del asunto, sin embargo, es que tampoco los contribuyentes parecían muy satisfechos con las cargas fiscales que se les imponían a pesar de que rindieran tan poco. Muchos de los impuestos vigentes en la isla se consideraban un auténtico freno a su crecimiento. Basta con ojear las Instrucciones que las villas puertorriqueñas entregaron a su diputado a Cortes para comprobarlo. Los pliegos que Ramón Power llevó consigo a Cádiz eran fiel reflejo de las aspiraciones de aquellas elites y también de sus reclamos. Y a pesar de lo delicado del momento que se vivía en la península y América durante la reunión de Cortes, la mayoría de peticiones hechas a Power desde la isla tenían más que ver con el futuro económico de Puerto Rico que con cualquier reivindicación “política”. A la cabeza de ellas, la supresión de algunas cargas recaudadas desde antiguo en la isla y la liberalización del comercio.(13) Demandas que se producían en un tiempo en el que la posibilidad de cambiar las bases sobre las que se había asentado la economía puertorriqueña en general, también comenzaba a ser valorada en la metrópoli. Reformar el sistema fiscal por sí solo no iba a solucionar los graves problemas de financiación del aparato colonial en Puerto Rico. Era necesario que creciera la economía puertorriqueña.
La clave del asunto parecía estar en el comercio. En hacerlo más fluido permitiendo el libre tráfico entre la isla y sus países vecinos. O al menos ese era el plan del diputado puertorriqueño para sacar la Isla del miserable estado de inutilidad en que se veía, transformando una posesión indigente, que consumía abultados situados, en una posesión productiva, y capaz de enviar sumas considerables a esta Península dentro de algunos años.(14) Por eso Power solicitó a las Cortes que se concediera a Puerto Rico libertad de comercio durante quince años. Si no había posibilidades reales de exportación nunca crecería la producción de la isla. Y dada la escasa concurrencia del comercio peninsular en aquellos puertos, la única manera de asegurar que los plantadores puertorriqueños pudieran sacar sus cosechas era acudiendo a comerciantes extranjeros. Cabía la posibilidad, además, de que muchas de esas exportaciones se hicieran en pago a los suministros que entraban, con lo que no solo se estimulaba la agricultura sino que el poco metálico corriente que había no se perdería. A cambio, la Real Hacienda cobraría un 3% y un 6% del valor de las exportaciones e importaciones respectivamente. Unas tasas moderadas, que sin duda ayudarían a combatir el contrabando tan generalizado en la isla. Siguiendo en esa misma línea, solicitaba que se habilitaran nuevos puertos en Mayagüez, Cabo Rojo, Aguadilla, Ponce y Fajardo, en cada uno de los extremos de la isla, con lo que se agilizarían las relaciones comerciales en todo el territorio. Aunque en realidad esta no era una demanda nueva, de hecho ya se había concedido por la Corona en 1804, y lo que Power reclamaba era que esa habilitación entrara definitivamente en vigor.
En cuanto a los impuestos, pedía que se aboliera el derecho de tierras. Un gravamen que se cobraba desde 1778 a los propietarios de tierras y con el que se sufragaban los gastos derivados del mantenimiento de las milicias disciplinadas de la isla. Que quedara en suspenso el derecho de saca, que se pagaba por la destilación de aguardiente de caña. Igual la alcabala, el tradicional gravamen español sobre las transacciones. O el derecho de pesa, por el que los campesinos de la isla estaban obligados a contribuir con parte de sus reses al abasto de carnes de la capital y su guarnición. Para los trapiches e ingenios de azúcar pedía una exención general de derechos, incluidos los tradicionales diezmos que se pagaban a la Iglesia, algo que la Corona ya había ofrecido en 1804 para los ingenios de nueva instalación.(15)
En la metrópoli, las peticiones del diputado tuvieron una acogida desigual. Las concesiones ya hechas pero que todavía estaban sin aplicar se volvieron a reiterar de manera urgente para su definitiva puesta en vigor. Con los impuestos, se derogó la pesa que obligaba a abastecer a la capital y se rebajó el gravamen que se aplicaba a los aguardientes. Pero no se abolían el derecho de tierras ni la alcabala, ni tampoco se ampliaba la exención de derechos a todos los ingenios azucareros de la isla, solo seguiría vigente para aquellos fundados después de 1804. Con la liberalización del comercio hubo menos suerte aún. Nada se decía de ella en el decreto resolutivo sobre las peticiones de Power.(16) Aunque el propio diputado ya había adelantado al cabildo de San Juan que cualquier medida sobre la liberalización del comercio de Puerto Rico estaba pendiente de una resolución general sobre el comercio de América que se estaba estudiando. Igualmente, cualquier rebaja fiscal a la industria azucarera quedaba a expensas de que en un futuro las cajas puertorriqueñas alcanzaran a cubrir sus propios gastos.(17) Habrá que ver si el tiempo, definitivamente, le iba a dar la razón…
Pero de momento, la gestión de más calado de las iniciadas por Power y que sí finalizó con éxito fue otra. Aunque también relacionada con la economía. Una de las peticiones del diputado había sido el nombramiento de un intendente para la isla. Un funcionario que hubiese servido en la carrera de Hacienda y que se empleara en promover y fomentar la agricultura, industria y comercio de aquellas tierras, procurando, además, que los fondos del Erario público se invirtiesen de manera adecuada. Y es que aunque en Puerto Rico existía ya una Intendencia, cuando esta se creó en 1784 se decidió que fuera asumida por el propio gobernador, con lo que el poder civil, militar –el gobernador era también capitán general– y económico de la isla quedaban reunidos en las mismas manos.(18) Algo que sin duda desvirtuaba la esencia misma de la nueva institución, que precisamente había nacido para ser un poder independiente –responsable directa y solamente ante la Corona– que velara por los intereses económicos del Estado en cada uno de los distintos territorios del imperio.(19) No solo se trataba de recaudar más, también de gastar menos o al menos de gastar mejor.
El elegido para hacerse cargo de la Intendencia puertorriqueña sería Alejandro Ramírez. Hombre cercano a las ideas ilustradas y liberales, que en esos momentos se encontraba ocupando la Secretaría de la Presidencia y de la Capitanía General de Guatemala. A él le tocaría cuadrar las cuentas puertorriqueñas lo primero de todo, reformar la Hacienda y, sobre todo, sentar las bases de un nuevo sistema económico que permitiese a la isla ser autosuficiente, y con el tiempo, rentable para la península. Casi cualquier cosa… Sobre todo a la vista del panorama. Cuando Ramírez llegó a Puerto Rico, a principios de 1813, lo que se encontró fue una Caja en la ruina, deudas por doquier, a los empleados públicos a medio cobrar y casi medio millón de pesos en papeletas circulando por la isla.
También halló, no obstante, un nuevo contexto político. Las normas de juego habían cambiado. Y desde julio de 1812 la nueva constitución gaditana se encontraba vigente en Puerto Rico.(20) Aquello podía facilitar las cosas. Si de modernizar la Hacienda y las estructuras económicas se trataba nada como hacerlo al amparo de una normativa que consagraba los principios de la economía y la Hacienda liberal. Las Cortes ya habían asegurado a Ramírez la total jurisdicción sobre los asuntos económicos en la isla, el gobernador debía ceder cualquier iniciativa al nuevo intendente. La constitución le brindaba nuevos interlocutores sobre el terreno. La norma preveía la extensión de la red administrativa del Estado, creando nuevos ayuntamientos elegidos por sufragio en cada población superior a mil almas. Puerto Rico iba a pasar así de los cinco cabildos existentes entonces a cuarenta y cinco.(21) Las nuevas corporaciones, además, iban a jugar un papel económico fundamental, ya que serían las encargadas de hacer el repartimiento y recaudación de las nuevas contribuciones que habían de entrar en vigor.(22) De ahí que la interacción entre intendente y autoridades locales sea fundamental para el período que nos ocupa.
Todavía por encima de los ayuntamiento, y ejerciendo mayormente su control, se iba a crear otra institución, la Diputación.(23) También elegida por sufragio y con la participación del jefe político y el intendente.(24) Sus funciones eran: aprobar los repartos de las contribuciones hechos por los pueblos, cuidar de la buena inversión de los fondos públicos y examinar las cuentas de los ayuntamientos, supervisar las infraestructuras y proponer las obras públicas necesarias, promover la educación y el fomento de la agricultura, la industria y el comercio, velar por el cumplimiento de las normas constitucionales, etc.(25)
Ayuntamientos y Diputación –especialmente los primeros– abrían las puertas a la política por primera vez a un buen número de habitantes que ya no tenían por qué pertenecer a los antiguos círculos del poder. El vecino/ciudadano tenía la posibilidad de gestionar de una manera mucho más directa sus propios asuntos y el gobierno ganaba al entenderse con instituciones –subordinadas– más que con particulares. Fundamental todo ello en momentos en los que resultaba vital una mejora en la eficacia de la gestión y cuando se iban a poner en marcha medidas que afectarían muy mucho a la población y respecto de las que convenía contar con el mayor consenso posible.
El problema más inmediato con el que debió bregar el nuevo intendente fue el papel moneda circulante en la isla, su depreciación y posterior retiro. Resolverlo no fue fácil. Cuando en ocasiones anteriores se había emitido papel moneda en la isla, sacarlo de circulación solo era cuestión de tiempo y de esperar a que llegaran los situados con la plata suficiente como para retirarlo. En este caso, sin embargo, esperar la llegada de plata desde el continente era poco menos que una quimera. Y precisamente, la poca esperanza que había de poder convertir los pesos de papel en su equivalente de plata hizo que el valor de aquellos se depreciara hasta niveles alarmantes.(26) No solo eso, dejó de ser admitido en muchos comercios y hasta faltaron los suministros cuando los comerciantes se negaron a recibir las papeletas por la tasa de cambio que el gobierno había impuesto. Para poder amortizar el papel moneda se impusieron nuevos gravámenes transitorios y hasta se puso en marcha una lotería. Se abrieron suscripciones patrióticas para donantes y se pidieron préstamos.(27) Pero finalmente, para el verano de 1816 apenas si quedaban ya dieciocho mil pesos por retirar de los casi quinientos mil que se habían puesto en circulación.(28) Las medidas tomadas habían dado su fruto y además más rápido incluso de lo esperado. Aunque buena parte del éxito se había logrado de manera indirecta, no con las imposiciones extraordinarias sino con el nuevo plan de recaudaciones internas.
Ese era además el gran reto para el nuevo intendente. Casi que la justificación a su nombramiento. Porque por engorrosa que hubiese resultado la circulación del papel moneda, esta no era, ni más ni menos, que una consecuencia del verdadero problema: el déficit crónico que padecían las cajas y que impedía a la Tesorería hacerse cargo de la totalidad de sus compromisos pendientes. Ramírez debía aplicar todos sus esfuerzos a solucionarlo. Hasta entonces, a pesar de los años que se llevaban queriendo cuadrar las cajas nunca se habían obtenido resultados y en parte era porque nunca se habían aplicado medidas lo suficientemente drásticas. La economía y especialmente la Hacienda puertorriqueña seguían sujetas a usos caducos, fácilmente eludibles y permeables a la corrupción. El tradicional arriendo a particulares del cobro de impuestos, la falta de información veraz a la hora de establecer las bases contributivas, la desigualdad de las cargas, la priorización de los impuestos indirectos aplicados a los consumos o la existencia de toda una serie de tributos cuyo origen se perdía en el tiempo y sus frutos ni siquiera iban a parar a las arcas del Estado. No es de extrañar que mientras la Hacienda recaudaba mucho menos de lo que podía recaudar, los contribuyentes, por otro lado, se sintieran tremendamente agraviados.
Y en buena medida esta no dejaba de ser una situación y un problema que también afectara a la propia península. España ya había intentado a lo largo del siglo XVIII reformar su sistema fiscal. Pero los proyectos siempre habían quedado en nada. La excepcional situación que se vivía tras la invasión francesa y la revolución liberal iniciada por las Cortes, sin embargo, iban a allanar el camino a una nueva fiscalidad. Tan solo unos pocos meses después de la llegada de Ramírez a Puerto Rico, las Cortes en Cádiz aprobaban un Nuevo plan de Contribuciones Públicas que había de ser el instrumento para modernizar la Hacienda y en cierto modo también la sociedad. Se abolieron los impuestos sobre los consumos y la mayoría de los monopolios de la Corona, y en su lugar se establecería una contribución directa basada en uno de los principios básicos de la constitución: todo español estaba obligado a contribuir al Estado en proporción a sus haberes y en consecuencia serían repartidas las contribuciones sin excepción o privilegio alguno.(29) La nueva contribución se distribuiría en relación a la riqueza de los distintos pueblos y de cada individuo. Riqueza que se graduaría en torno a tres conceptos: territorial, industrial y comercial. Serían las diputaciones provinciales las encargadas de aprobar el repartimiento hecho entre los pueblos de su jurisdicción y a los ayuntamientos constitucionales tocaría arreglar el cupo de cada contribuyente. Los ayuntamientos también serían los encargados de recaudar y remitir a la Tesorería correspondiente los fondos así obtenidos. (30)
Sin embargo, el decreto no tendría aplicación en Ultramar. En aquellas provincias las contribuciones debían continuar sin alteración alguna, mientras las Cortes decidían el modo en que la nueva se haría extensiva allí.(31) Pero para Puerto Rico, seguir bajo el mismo régimen fiscal no era solución alguna. Poco antes de las navidades de 1813 las autoridades de la isla se reunían para decidir cuál sería el modo más sencillo y conveniente de recaudar las rentas nacionales para el año que estaba por comenzar. Había tres posibilidades: el arrendamiento a particulares, como se había estado haciendo hasta aquel momento, la administración o cobro directo y el encabezamiento, o acuerdo cerrado con los pueblos para la satisfacción de una cantidad fija que sirviera de equivalente al valor que presumiblemente se había de recaudar. Valorados todos, se decidió que fuese este el método elegido, por parecer el más justo y arreglado, además del que prometía mayores ventajas y ser el más acorde a las bases constitucionales.(32) El encabezamiento o reparto por cabezas se fundamentaba en el acuerdo entre los pueblos –podía encabezarse también cualquier otro colectivo sujeto a contribuciones– y las autoridades para fijar la cantidad con la que contribuirían y que luego se repartiría entre el común del vecindario. Las cantidades se calcularían en base a la producción de cada uno de los partidos y se tendrían en cuenta también otros elementos como la situación de los pueblos, la facilidad que tuvieran para dar salida a sus productos o los precios de estos. El método pues recordaba bastante al ideado por las Cortes, aunque en teoría se tratara de una figura fiscal clásica.
Con el nuevo sistema el aumento en las recaudaciones no se hizo esperar. Los encabezamientos de la isla para 1814 –con la excepción de San Juan, que había decidido que sus cobros se administrasen– resultaron por un valor de 147.500 pesos, cuando bajo el anterior modo de gestión –el de arrendamiento por trienios – se habían venido obteniendo 70.312 pesos anuales (para el trienio 1810-1812). Casi se había doblado el presupuesto de ingresos. Aunque la gran mayoría de los pueblos habían acordado sus pagos en papel moneda y por tanto, en valores reales, el aumento no era tan espectacular.(33) Las recaudaciones de 1815 sin embargo si se calcularon en moneda de plata – y por tanto quien pagara en papel moneda tendría que sumarle el demérito correspondiente – y sin embargo los ingresos se calcularon en poco menos que el año anterior: 142.820 pesos. (34) O sea, que las recaudaciones seguían creciendo.
Entre un año y otro, sin embargo, la situación en la península había cambiado por completo. Napoleón había sido derrotado y Fernando VII había recuperado su trono en 1814. En mayo de ese mismo año firmaba el decreto que anulaba la constitución y todo lo legislado en su ausencia se daba por perdido. Eso incluía también a la nueva contribución liberal, que quedaba deroga por un decreto de 23 de junio de 1814. El régimen tributario debía volver a su estado anterior. En Puerto Rico sin embargo la noticia no tendría mayores consecuencias. A pesar de que su nueva reglamentación fiscal había nacido al calor de los preceptos constitucionales y en buena medida seguía los principios de la contribución directa liberal –unificando los gravámenes y cediendo la responsabilidad en los repartos y cobros a las corporaciones municipales– esta nunca había estado vigente en la isla como tal. De hecho no podía estarlo. Ramírez se había cuidado mucho de no contravenir ni lo mandado por las Cortes, ni las antiguas leyes.(35) Ya se ha señalado más arriba que acudió a fórmulas conocidas y usadas antes de 1808. Si los antiguos impuestos volvían a entrar en vigor, no había ningún problema en justificar que los encabezamientos los incluirían y se harían en su nombre, de hecho eso era lo que se había estado haciendo antes también.
El único problema podría radicar en que los ayuntamientos constitucionales también iban a tener que desaparecer y que la situación administrativa de la isla debía volver a su estado anterior. Por lo que se corría el riesgo de que volvieran el desgobierno y los abusos anteriores:
Extinguidos los Ayuntamientos que se llamaron constitucionales, han vuelto a regirse los campos y pueblos por tenientes a guerra; especie de cabos militares, que el Capitán General pone y quita a su voluntad. Se propende a la antigua costumbre de arriendos y remates. Los que en estos tenían el interés han vuelto a tener el influjo y la autoridad.(36)
Pero el intendente iba a conseguir que los pueblos, sus vecinos, –con ayuntamiento o sin él– siguieran siendo sus interlocutores a la hora de acordar los cupos. Sus resultados le avalaban ante la Corona. Las circunstancias políticas habían cambiado en España pero la necesidad de resolver los problemas hacendísticos de Puerto Rico seguían siendo los mismos, así que desde Madrid se le iba a dejar hacer. El intendente seguiría ajustando los mecanismos de reparto y recaudación y sería él quien designara a los propios recaudadores:
…particularmente conviene aquí la declaración de que el Yntendente proponga los ajustes, nombre los repartidores en donde no hubiere Ayuntamientos, y encargue la recaudación, que es el trabajo más difícil, a empleados o sujetos de su confianza.(37)
En un asunto en el que irremediablemente se necesitaba de la colaboración de los contribuyentes, quería seguir contando con el apoyo de la sociedad colonial, de lo más destacado de ella al menos. Por eso, en los pueblos que no tuviesen ayuntamiento, proponía que cada año se nombrasen seis de sus principales vecinos para dar el visto bueno, o no, a los ajustes celebrados ante la junta de Hacienda.(38)
Y es que por el lado de las contribuciones internas se estaba incrementando la presión fiscal. Por mucho que las nuevas contribuciones se pactaran. No todo era una más eficaz recaudación, que también. Sino que el intendente estaba ampliando el arco recaudatorio. A los préstamos forzosos y los adelantos efectuados para sacar el papel moneda de circulación con rapidez, le seguirán la revalorización de algunas tasas que se consideraban anticuadas o el rescate de impuestos que ya estaban en desuso.(39) Todo ello se hacía en virtud de las especiales circunstancias que se vivían en la isla, pero pareciera como si Ramírez en realidad estuviese probando a ver cuánto podía tensar la cuerda. Y él mismo lo comentaba en uno de sus escritos a la Corte, informando de sus actuaciones:
…no solicito la soberana confirmación de todo su contenido. Algunos artículos solo se han puesto como a prueba, y para explorar los ánimos y opiniones, y no se ha dado paso en su execución.(40)
Sabía que en la isla se iban a producir quejas:
Por el gremio de mercaderes y pulperos (los que menos debieran quejarse) se han hecho algunas representaciones. Otra se anuncia del ayuntamiento de esta ciudad. Todo esto es natural y ordinario en tales casos, y aquí especialmente por las expuestas causas, de no haber costumbre de contribuir, y pretenderse que la isla solo puede subsistir con papel moneda o con los situados de México.(41)
Pero tranquilizaba a las autoridades de Madrid:
…este pequeño espíritu de contradicción no tendrá consecuencia: todos mis procedimientos serán pausados, y medidos por la conveniencia del Real servicio y por las circunstancias presentes.(42)
Además, lo que aquellos habitantes perdían por el lado de las contribuciones internas –que afectaban a todos– cierta parte de la sociedad lo iba a recuperar de otro modo. Porque no bastaba con arreglar las rentas provinciales si de verdad se quería cambiar el paso de la Hacienda puertorriqueña. Faltaba arreglar las aduanas y ver qué se hacía con el comercio puertorriqueño. La otra gran batalla de las elites isleñas, por cierto. De cara al futuro, además, seguramente fuera este el pilar clave sobre el que sustentar el giro económico que había que darle a la isla.
De hecho el intendente ya se había estado aplicando en ello desde el principio, y en mayo de 1813, solo unas pocas semanas después de haber llegado a la isla, ya había redactado un nuevo reglamento para la administración de las aduanas. Estas eran el paradigma del descontrol con que se gestionaban los derechos del rey en la isla y de la corrupción imperante dentro del funcionariado.(43) A partir de entonces comenzarían a administrarse de manera mancomunada, velando muy mucho por los caudales recaudados y por mantener las cuentas al día. Todo ello sin olvidar que el verdadero fin había de ser impulsar el comercio de aquella colonia. Por lo que se debía poner especial cuidado en entorpecer lo menos posible las actividades de los comerciantes, evitando las trabas, las demoras inútiles y las exacciones abusivas, tan típicas todas del comercio cuando se hacía por cauces legales y que tanto lo habían perjudicado en comparación con el contrabando.(44)
Porque en lo que al comercio respecta no solo se trataba de incrementar los ingresos, o mejor dicho, no se trataba de hacerlo de cualquier modo. Había que procurar que paralelamente aumentaran el tránsito y las operaciones y para ello era imprescindible remover cuanta traba lo estorbase. Trabas que mayoritariamente venían impuestas por las mismas autoridades, por su afán de lucro. Solo así se explica que, por ejemplo, desde antiguo se requiriese de aprobación gubernamental para sacar géneros de la isla. Una costumbre nacida de la necesidad de garantizar el abastecimiento de la guarnición cuando la isla era poco más que su plaza y que a la larga dejaba en manos del gobernador todo el poder para decidir sobre el comercio exterior. Un abuso que, lo que es peor, ni siquiera tenían fundamento legal alguno para ser mantenido y contra el que ya se había legislado desde la península para prohibirlo.(45) Pero que seguía en vigor a pesar de ser una costumbre a todas luces contraria al interés general, como el mismo intendente se lamentaba a la Corte. Algo especialmente perjudicial en aquellos momentos, en que la agricultura y el comercio comenzaban a despegar, pudiendo perderse todo lo adelantado si se mantenía el caprichoso y ruinoso sistema de prohibiciones y de licencias parciales, con todos los inconvenientes del monopolio y del interés y sordidez de las autoridades subalternas…(46)
Ramírez no dudó en acabar con prácticas como esta.(47) El intendente estaba dispuesto a liberar el comercio de la isla –interior y exterior– de cuanto impedimento lo estorbara, y eso aplicaba también para las cargas contributivas. Aunque dentro de lo posible, claro. Para dar el justo y conveniente impulso y estimulo a nuestro comercio y marina mercante, como escribía a la península. Un comercio que dadas las circunstancias se hacía mayoritariamente con países neutrales, especialmente con las colonias vecinas, y en el que se quería beneficiar a los comerciantes y productores locales frente a la competencia externa. Para ello se rebajaría un 2% del importe total que resultara a pagar por todos los derechos de aduana de los frutos, producciones y mercancías que de la isla se extrajeran para puertos extranjeros; siempre que las expediciones se realizaran en embarcaciones nacionales y con oficialidad y al menos dos terceras partes de la tripulación española. Rebaja que también se aplicaría a todos los efectos y mercancías que de puertos extranjeros se introdujesen en Puerto Rico por españoles y embarcaciones españolas, siempre que lo importado equivaliese a una cantidad semejante en frutos, producciones o dinero efectivo extraídos por los mismos interesados. Eso unido a que los utensilios, máquinas, herramientas y demás útiles e instrumentos para la agricultura e industria seguían siendo libres de todo derecho, bien se introdujesen por extranjeros, bien por nacionales, y cualquiera que fuera su procedencia.(48)
Desde luego, el intendente era consciente de lo osado de su medida, pues tanto el rebajar como el imponer contribuciones, es atributo de la Soberanía, –claro que en Madrid seguramente se viera con peores ojos lo primero que lo segundo– pero esperaba que se atendiera a los motivos que le habían impulsado a tomarla, así como al hecho de que el comercio en la isla ya soportaba unas cargas considerables, debido a las circunstancias tan especiales por las que estaban atravesando aquellas cajas.(49) Como había sucedido desde el momento mismo de su llegada a Puerto Rico, con todas y cada una de sus decisiones, desde la península se le iba a continuar dejando hacer. Sus medidas se aprueban, aunque se le advierte de que no eran esas las formas debidas.(50) No obstante, el tiempo acabaría dándole la razón, como lo acreditan los primeros resultados fiscales obtenidos.
A primeros de 1815, el reglamento de aduanas y las medidas para favorecer el comercio tomadas por Ramírez llevaban quince meses en vigor. Y sus resultados eran francamente prometedores, la aduana de San Juan había recaudado 150.065 pesos –de ellos 132.971 en 1814–, las otras aduanas menores habían producido en el primer semestre de 1814, 37.652 pesos, con lo que en todo el año y uniendo unas recaudaciones y otras, se alcanzarían fácilmente los doscientos mil pesos. Cifras que, por otro lado, contradecían todos los expedientes e informes mandados desde la isla justo antes de la llegada del nuevo intendente. Se defendía entonces que las aduanas puertorriqueñas no podían recaudar más de dos mil pesos mensuales y que los nuevos puertos habilitados tardarían mucho tiempo en rendir siquiera para cubrir los gastos de su administración.(51) Por lo que no es de extrañar que el reglamento y las medidas provisionales tomadas en 1813 se elevaran a definitivas.(52)
Como había sucedido con las rentas provinciales, parecía haber bastado con poner orden en la administración de los derechos reales para obtener resultados y nada desdeñables, por cierto. Sin embargo, detrás de las medidas tomadas durante aquellos años había algo más. Significaban otras muchas cosas. La reforma fiscal y la apuesta por el comercio se habían afrontado como la única manera de salvar la presencia española en la isla. El único modo de poder costear burocracia, soldados y defensas. Y más adelante, el medio que debía convertir en rentable la posesión de aquella tierra. Pero el estatus colonial –y menos en un periodo tan convulso como el que nos ocupa– no se podía mantener sin la implicación activa de los gobernados, de su parte más influyente al menos.
Si durante décadas la elite sanjuanera se había estado aprovechando de los negocios que la plaza generaba y se había identificado con el aparato colonial –integrándose en él en la medida de lo posible– para sacar provecho, nada nos debe hacer pensar que en los momentos en que ese aparato colonial más débil se encontraba la situación fuese a variar. Es cierto que los puertorriqueños contribuían más ahora que antes y que gracias a ello la Hacienda de Puerto Rico comenzaba a sanearse. Pero no lo es menos que se habían visto libres de algunas cargas especialmente enojosas y sobre todo de muchos abusos cometidos a cuenta de la gestión de los cobros. Ahora las cuotas a contribuir eran fijadas anualmente y se conocían de antemano, y lo que es más importante, el vecindario –o su parte más influyente, al menos– había pasado a ser parte activa y fundamental a la hora de establecer los cupos y efectuar los cobros. Eso sin olvidar la gran contrapartida lograda a cambio de tanta colaboración. Las trabas al comercio se estaban removiendo y los gravámenes aplicados a este sí que se estaban rebajando. Como se señaló ya antes, en realidad las necesidades y aspiraciones de gobierno y gobernados no distaban tanto en este caso. Todos saldrían ganando si la economía puertorriqueña crecía y lo más factible es que lo hiciera en base a la agricultura de plantación y el comercio. Y aunque todavía no se había liberalizado este ni satisfecho todos los reclamos de los plantadores, tal cual se había solicitado ante las Cortes, en realidad para que se hiciese ya solo quedaba un paso. Se daría en 1815, justo antes de que el intendente Ramírez partiera hacia un nuevo destino –esta vez en La Habana– con gran parte de su misión en Puerto Rico cumplida. Curiosamente cuando había vuelto el absolutismo a la Monarquía.(53)
Notas
Este trabajo se inserta dentro del proyecto: “El peso de las reformas de Cádiz (1812-1838): la reformulación de la Administración colonial en Puerto Rico (HAR2011-25993)”. Ministerio de Ciencia e Innovación, Secretaria de Estado de Investigación, España. Siendo cofinanciado por los Fondos Feder.1. Schenone, Osvaldo H. “Las tres G: Gobernar es gravar para gastar. Gobernar eficientemente es gravar y gastar eficientemente”. Cuadernos de Economía, 40.119 abril. 2003: 111-148.
2. Fontana, Josep. La quiebra de la monarquía absoluta: 1814-1820, 2002.
3. Martínez de Montaos, Román et al. El pensamiento hacendístico liberal en las Cortes de Cádiz: informes, memorias, instrucciones y proyectos (1999), pp. XIII-CLXXIII.
4. Fradera Barceló, Josep M. Gobernar colonias, pp. 61-80.
5. Pacheco Díaz, Argelia. Una estrategia imperial. El situado de Nueva España a Puerto Rico, 1765-1821 (2005); Crespo Armáiz, Jorge. Fortalezas y situados: la geopolítica española en el Gran Caribe y sus efectos sobre el desarrollo económico y monetario de Puerto Rico (1582-1809) (2005).
6. Marichal, Carlos y Souto, Matilde: “Silver and Situados: New Spain and the Financing of the Spanish Empire in the Caribbean in the Eighteenth Century (1994);” Marchena Fernández, Juan. “Capital, créditos e intereses comerciales a fines del período colonial: los costos del sistema defensivo americano. Cartagena de Indias y el sur del Caribe” (2002).
7. Espinosa Fernández, José Manuel. “Militarismo, gasto y subversión del orden colonial en el Puerto Rico de las Reformas Borbónicas (1765-1815).” Memorias. Revista digital de historia y arqueología desde el Caribe, 13 (2010) n. pag. Web. 10 abril 2013.
8. Toribio Montes, gobernador de Puerto Rico, a José de Iturrigaray, 25 de junio de 1805. Archivo General de Indias (en adelante AGI), Ultramar, 464.
9. Guerra, François-Xavier. Modernidad e independencias: ensayos sobre las revoluciones hispánicas (1992); Chust, Manuel. La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz (1810- 1814) (1999).
10. Fradera Barcelo, Josep M. Colonias para después de un Imperio (2005).
12. González Vales, Luis E. Alejandro Ramírez y su tiempo: ensayos de historia económica e institucional, (1978), pp. 50-54.
13. Una vez elegidos los diputados, los distintos ayuntamientos de sus circunscripciones debían entregarles unas “instrucciones” donde se recogieran las cuestiones relevantes para la Provincia que habían de ser promovidas y debatidas en las Cortes. Las Instrucciones entregadas a Ramón Power por los ayuntamientos de Puerto Rico y otra documentación relacionada con la labor del diputado en; Caro Costas, Aida. Ramón Power y Giralt: diputado puertorriqueño a las Cortes Generales y Extraordinarias de España, 1810-1812: compilación de documentos. San Juan de Puerto Rico, 1969.
14. “Exposición y peticiones del Sr. diputado Don Ramón Power y Giralt”, Cádiz, 7 de abril de 1811. Caro Costas (1969): 165-179.
15. “Peticiones que hace a S.A.A. el Consejo de Regencia de España e Indias, el diputado en Cortes por la isla de Puerto Rico para proporcionar el fomento de la agricultura, industria y comercio de aquella interesante y benemérita posesión”. Ramón Power, Cádiz, 7 de abril de 1811. Caro Costas (1969): 181-186.
16. “Decreto del Consejo de Regencia sobre las peticiones del señor diputado don Ramón Power y Giralt”, 28 de noviembre de 1811. Caro Costas (1969): 211-214.
17. Ramón Power al cabildo de la capital, 29 de agosto de 1811. Caro Costas (1969): 205-209.
18. Gutiérrez del Arroyo, Isabel. El reformismo ilustrado en Puerto Rico, 1953.
19. Navarro García, Luis. Las Reformas Borbónicas en América. El Plan de intendencias y su aplicación, 1995.
20. Cruz Monclova, Lidio. Historia de Puerto Rico: (siglo XIX), vol. 1, (1957-58), 67.
21. Gómez Vizuete, Antonio. “Los primeros ayuntamientos liberales en Puerto Rico (1812-1814 y 1820-1823)” (1990).
22. Constitución política de la Monarquía Española, 1812. Art. 321.
25. Ibíd. Art. 335. En lo que respecta a las obligaciones de ayuntamientos y diputaciones provinciales, lo dispuesto por la constitución se completaría con una posterior “Instrucción para el gobierno económico y político de las Provincias”, de 26 de junio de 1813.
26. En junio de 1814 la depreciación de las papeletas llegó al 300%. “Expediente instructivo sobre el papel moneda, su demérito e incidencias”. AGI, Santo Domingo, 2330.
28. González Vales (1978): 72.
29. Constitución política de la Monarquía Española. Art. 8 y art. 339.
30. Decreto de las Cortes de Cádiz, 13 de septiembre de 1813. Diario Económico de Puerto Rico, 16 y 18 de marzo de 1814.
32. Sesiones de la Junta provincial de Hacienda de los días 15 y 18 de diciembre de 1813. Diario Económico de Puerto Rico, 6 y 9 de mayo de 1814.
33. “Estado de los partidos de la isla de Puerto Rico: su población por el censo de 1812; valor anual de sus productos por las relaciones de comisionados que nombró el Gobierno en el mismo año, y en parte ha rectificado la Diputación Provincial; mitad de esta regulación, que al poco más o menos ha servido de base para los encabezamientos; importe de éstos por todas las rentas Nacionales interiores; lo que contribuían por las mismas rentas en arriendo y administración por año común del último trienio; diferencia de uno y otro importe anual; y el tanto por ciento a que corresponde la actual contribución, por la riqueza calculada, y por el número de habitantes”, Puerto Rico, 10 de abril de 1814. AGI, Ultramar, 472.
34. “Presupuesto de los ingresos anuales con que puede contar la Tesorería de esta Ysla para satisfacer las cargas que reporta”, Puerto Rico, 17 de abril de 1815. AGI, Ultramar, 472.
35. Diario Económico de Puerto Rico, 1º de septiembre de 1814.
36. Alejandro Ramírez al secretario de Estado y del Despacho Universal de Indias, 8 de abril de 1815. AGI, Ultramar, 466.
37. Ramírez al secretario de Estado y del Despacho Universal de Indias, 18 de agosto de 1815. AGI, Ultramar, 466.
39. Juntas de Hacienda del 19 de noviembre y el 1º de diciembre de 1814. AGI, Ultramar, 465.
40. Alejandro Ramírez al secretario de Estado y del Despacho Universal de Indias, Puerto Rico, 28 de enero de 1815. AGI, Ultramar, 465.
43. Alejandro Ramírez al secretario de Estado y del Despacho de Hacienda, 10 de octubre de 1813. AGI, Ultramar, 465.
44. “Reglamento de Aduanas”, 7 de mayo de 1813. AGI, Ultramar, 465.
45. Artículo 7 del Reglamento de Comercio Libre de 1778 y reales órdenes de 24 de julio de 1804 y 7 de abril de 1805.
46. Alejandro Ramírez al secretario de Estado y del Despacho de Hacienda, 14 de junio de 1813. AGI, Ultramar, 465.
47. Circular de la Intendencia de 10 de junio de 1813. AGI, Ultramar, 465.
48. Circular de la Intendencia de 8 de abril de 1813. AGI, Ultramar, 465.
49. Alejandro Ramírez al secretario de Estado y del Despacho de Hacienda, 16 de abril de 1813. AGI, Ultramar, 465.
50. Real orden de 26 de enero de 1815.
51. Ramírez al secretario de Estado y del Despacho Universal de Indias, 19 de enero de 1815. AGI, Ultramar, 465.
52. Real orden de 18 de noviembre de 1814.
53. Sobre la real cédula de 10 de agosto de 1815, “La Real Cédula de Gracias” como pasó a conocerse en Puerto Rico, ver Cruz Monclova (1957-58) y para una visión más crítica, entre otros; Scarano, Francisco A. Sugar and slavery in Puerto Rico: The plantation economy of Ponce, 1800-1850 (1984) y Hernández Rodríguez, Pedro J. Crecimiento por invitación: mecanismos oficiales, perfiles y huellas de la inmigración extranjera en Puerto Rico. 1800-33, Tesis de Maestría, Universidad de Puerto Rico (Centro de Investigaciones Históricas), 1989.
Obras citadas
Caro Costas, Aida. Ramón Power y Giralt: diputado puertorriqueño a las Cortes Generales y Extraordinarias de España, 1810-1812: compilación de documentos. San Juan de Puerto Rico, 1969.
Chust, Manuel. La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz (1810- 1814). Alzira: Centro Francisco Tomás y Valiente, 1999.
Crespo Armáiz, Jorge. Fortalezas y situados: la geopolítica española en el Gran Caribe y sus efectos sobre el desarrollo económico y monetario de Puerto Rico (1582-1809). San Juan de Puerto Rico: Sociedad Numismática de Puerto Rico, 2005.
Cruz Monclova, Lidio. Historia de Puerto Rico: (siglo XIX), vol. 1, Madrid/Puerto Rico: Ograma/Editorial Universitaria, 1957-58.
Espinosa Fernández, José Manuel. “Militarismo, gasto y subversión del orden colonial en el Puerto Rico de las Reformas Borbónicas (1765-1815).” Memorias. Revista digital de historia y arqueología desde el Caribe, 13 (2010) n. pag. Web. 10 abril 2013.
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González Vales, Luis E. Alejandro Ramírez y su tiempo: ensayos de historia económica e institucional. Río Piedras: Editorial Universitaria, 1978.
Guerra, François-Xavier. Modernidad e independencias: ensayos sobre las revoluciones hispánicas. Madrid: MAPFRE, 1992.
Gutiérrez del Arroyo, Isabel. El reformismo ilustrado en Puerto Rico. México: El Colegio de México, 1953.
Hernández Rodríguez, Pedro J. Crecimiento por invitación: mecanismos oficiales, perfiles y huellas de la inmigración extranjera en Puerto Rico. 1800-33, Tesis de Maestría, Universidad de Puerto Rico (Centro de Investigaciones Históricas), 1989.
Marchena Fernández, Juan. “Capital, créditos e intereses comerciales a fines del período colonial: los costos del sistema defensivo americano. Cartagena de Indias y el sur del Caribe.” Tiempos de América, 9 (2002): 3-38.
Marichal, Carlos y Souto, Matilde: “Silver and Situados: New Spain and the Financing of the Spanish Empire in the Caribbean in the Eighteenth Century.” Hispanic American Historical Review 74.4, noviembre (1994): 587-613.
Martínez de Montaos, Román et al. El pensamiento hacendístico liberal en las Cortes de Cádiz: informes, memorias, instrucciones y proyectos. Edición y estudio preliminar de Fernando López Castellano. Madrid: Instituto de Estudios Fiscales. 1999: XIII-CLXXIII.
Navarro García, Luis. Las Reformas Borbónicas en América. El Plan de intendencias y su aplicación. Sevilla: Universidad de Sevilla, 1995.
Pacheco Díaz, Argelia. Una estrategia imperial. El situado de Nueva España a Puerto Rico, 1765-1821. México: Instituto Mora, 2005.
Scarano, Francisco A. Sugar and slavery in Puerto Rico: The plantation economy of Ponce, 1800-1850. Madison: The University of Wisconsin Press, 1984.
Schenone, Osvaldo H. “Las tres G: Gobernar es gravar para gastar. Gobernar eficientemente es gravar y gastar eficientemente”. Cuadernos de Economía, 40.119 abril. 2003: 111-148.