Introducción al discurso del escalpelo(*)
Rogelio Saunders
Porque no hay pregunta sin dolor, y el dolor del ser es la nada. Pero lo que desquicia al ser es lo que lo supera, el quién, el dónde, que el ser no puede encerrar en una pregunta y aquello ante lo cual sólo puede abrirse, como un cuerpo roto. El ser suspenso, inmóvil, contempla, en la palidez de lo que muere, cómo su vocación se abandona al centro temeroso. Ya no es ser, sino una llama que flota, la simple frotación de un fósforo, la lámpara, la madera, la cabeza inclinada, el gesto. El ser aniquilado por la geometría. Esta geometría es el discurso del desánimo. Dice que el ser se desanima, se aleja, se distancia, que el cuerpo está listo para el escalpelo. La historia de la aniquilación es la aniquilación de la historia. Un hombre se inclina, pero no es un hombre, ni es el doble de un hombre, es una mancha. La mancha no ocupa el lugar del hombre, no espera; es el dato de la corrupción que se libera del movimiento que la concluye. El diálogo entre la mancha y la mancha debería extenuar el deseo, y lo extenúa, pero no cede al ya visto de la náusea, a la intimidad que se reafirma en el dejar de ser para no ser más que el vacío de las voces, el patetismo de la conciencia. Esta oscilación de lo exacto tiene la apariencia de la furtividad y de lo esquivo; pero sólo la apariencia, la superficie, la posibilidad del discurso. Su respiración profunda es lo neutro; en cada latido expulsa al ser a una figuración de la nada. Pero la mancha sigue hablando en lo oculto, acecha detrás del cuadro para asaltar el cuello propicio, el cuello distraído y blanco, la mano que hace rayar el fósforo en la oscuridad, equivocándose; la boca que maldice en un cuarto sucio. No hay gesto, no hay boca, no hay cuarto sucio. Hay oscilación y mancha. O mejor dicho: la mancha es esta misma oscilación de la mano invisible y el deseo del muerto (o del moribundo) que araña la pared detrás de la cual el cuerpo palpita. El cuerpo, ya se sabe, está roto, y los dedos entonces se distancian geométricamente en el vacío. No hemos visto bien: esos no pueden ser dedos. Aquí, sin embargo, hay cesación, reverso del escalofrío, o el escalofrío sin su confianza: el grito. Nadie grita. La penetración no puede ser el puerto de la intranquilidad que contiene la validez del riesgo, la oportunidad de la enseñanza. El pene cuelga en el abandono del espejo, que lo abarca y al mismo tiempo lo disuelve. Flaccidez, interrogación que se reabsorbe. Mito del decaimiento: decaimiento del mito. Inutilidad de la dialéctica, ausencia del pensamiento. No queda sino la presencia del cráneo, pronto a desvanecerse en las delicuaciones del rojo. Esto puede nombrarse: habitación, atardecer, vaso, muslo, fósforo. El diálogo del moribundo tiene la concisión rumorosa del principio. Del principio, no del comienzo.
Nota
* Prólogo a la plaquette La noche profunda del mundo, de Rolando Sánchez Mejías (Editorial letras Cubanas, Col. El papel literario, 1993)