La persistencia del origenismo

Duanel Díaz, Virginia Commonwealth University

     Cuando en Límites del origenismo decidí dedicar algunas páginas a Los años de Orígenes sabía que esa sería una de las partes más polémicas del libro. Si en mi ensayo continúo una crítica del origenismo iniciada por la generación anterior (Diáspora(s), Ponte, Rojas…), al discrepar de García Vega me distanciaba del entusiasmo con que su libro fue acogido por muchos intelectuales cubanos en los años noventa. Desde que lo leí por primera vez, me sorprendió cómo Los años de Orígenes, cuyo centro es la crítica más dura jamás escrita contra Casal –si exceptuamos el panfleto firmado por el César de Guanabacoa- pudo ser tan bien recibido por autores como Pedro Marqués de Armas y Antonio José Ponte, que reivindicaban al autor de Nieve en “Estertores de Julián del Casal” y “Casal contemporáneo”, respectivamente. Aunque comprendo la afinidad que, como escritores, ellos sienten con la obra literaria de García Vega, sigo creyendo que hay cierta contradicción entre esa reivindicación de Casal como lejano precursor en los noventa y la apreciación sin reservas de un libro que proyecta sobre el origenismo –y en última instancia, sobre la tradición cubana toda- la crítica fundamentalmente “revolucionaria” de “La opereta cubana en Julián del Casal”.  
     Curiosamente, quien ahora viene a cuestionar algunos de los argumentos que entonces ofrecí en Límites del origenismo no es uno de estos autores que se enfrentaron a ese ideólogo maestro del período especial que fue Cintio Vitier, sino uno de sus más destacados discípulos: Jorge Luis Arcos. En su libro Orígenes: La pobreza irradiante, publicado en 1994, Arcos recopiló ensayos dedicados a varios escritores vinculados a la revista Orígenes, con las notables excepciones de Virgilio Piñera y Lorenzo García Vega. “Considero, al igual que Cintio Vitier, que el único tiempo real es el tiempo ético.”, escribía en el prefacio, firmado en mayo de 1994. Al parecer, Piñera y García Vega no participaban de esa “arrasadora eticidad”, del “ethos poético” encarnado por quien sólo meses después, tras la crisis de los balseros, dictaminaría que aquellos que se lanzaban al mar no habían leído a Martí.
     En su reciente estudio sobre García Vega, Arcos intenta superar ese marco de lo “irradiante”, sin conseguirlo del todo. Tanto tiempo disfrutando de ese amor…, persiste aquí el sabor del origenismo. Aunque más aguado, y también mezclado, aun podemos encontrar ese origenismo epigonal que emergió en los ochenta como alternativa al marxismo-leninismo, y que en los noventa terminó convirtiéndose, quiéranlo o no los discípulos de Vitier, en poco menos que la ideología de un estado que, ante la súbita bancarrota del marxismo-leninismo, necesitaba perentoriamente de nuevos fundamentos. Cuando por criticar La familia de Orígenes Arcos llamó aguafiestas a Ponte, la fiesta no era la poesía, como él suponía, sino el régimen. Ya no sale Arcos en defensa de Vitier y de García Marruz; ahora sale en defensa de García Vega.(1) Aunque reconoce la certeza, pertinencia y objetividad de muchas de mis objeciones, mi crítica de Los años de Orígenes le parece “discursiva”, “fáctica”, “historicista”, “ideológica”, limitada a un saber “saber lógico y sociológico”, legítima pero carente de “una visión integral”. En algún momento apunta:

Pero tanto Lezama como García Vega, más allá de sus imaginarios, de sus relatos ideológicos, son poderosos creadores. Quiero decir que, más allá o más acá del gusto personal, de las afinidades o de las repugnancias literarias, Lezama y García Vega crearon un cuerpo literario resistente. Y es con esta zona con la que otros creadores sienten una oscura filiación, por muy polémica que esta pueda ser. Este, ciertamente, no es el caso de Díaz, que tiende siempre a acercarse al hecho literario como reservorio de ideas claras y distintas, pero que no encarna tampoco una visión integral, porque el ensayista se centra casi siempre en el cuerpo de ideas de su objeto de estudio y no, en el caso de los escritores, en su obra o en su gesto literario (Kaleidoscopio 11-112).

      Mucho hay aquí de aquellas premisas compartidas por los discípulos de Vitier. Su reivindicación de la “visión integral” tributa de la contraposición origenista de la “visión poética”, unitiva, trascendente, a la perspectiva crítica, analítica; de la visión, en última instancia, a la intelección. Esa dicotomía, tal como la esgrime Arcos, me parece falaz: la crítica es buena o mala, aguda u obtusa, dice algo nuevo o no dice nada nuevo, nos hace pensar o no nos hace pensar, está bien o mal escrita. Escribe Arcos: “Muy diferente, a pesar de tener una severa formación histórica y filosófica, es el caso de la crítica de Rojas, más cortés, más ponderada, más literaria. Rojas comprende más, es decir, participa más en la mirada del otro.”(p.116) “Más literaria”: aquí reaparece la dicotomía origenista, ya no entre la literatura, pagano parque de diversiones, enigmas y juegos, y la poesía, lugar de la Verdad y de los Misterios, como en Vitier; ahora la literatura ocupa el sitio trascendente que antes tenía la poesía, en el otro polo de la axiología sigue estando lo que Arcos llama “una perspectiva eminentemente discursiva”. “Más cortés”: parece que hablara García Marruz –“Sin cortesía los astros no girasen, el techo se nos vendrían encima, el viento entraría desconsideradamente por la ventana alborotando nuestro pobre orden de cosas”. (“Ese breve domingo de la forma”)
     En un evento organizado por Walfrido Dorta en la Facultad de Artes y Letras por allá por 2002 o 2003, Ponte dijo que la crítica había que hacerla “con el cuchillo en la boca”. Prefiero esta idea menos urbana, menos protocolaria, menos diplomática de la crítica, que tiene también su noble prosapia (¿No era Alfonso Reyes quien decía que el crítico era un aguafiestas?) a la de una cortesía que puede derivar en maneras de Juegos Florales, en esa Sociedad de Bombos Mutuos que decía Piñera en alguno de sus ensayos de los cincuenta. Es por eso que decidí incluir en mi libro esas páginas sobre de Los años de Orígenes, aun sabiendo que corría el riesgo de alienarme la simpatía de los admiradores de García Vega, que eran ya, al contrario de lo que ocurría con los de Vitier, cada vez más numerosos.(2) No sé si mi crítica será ponderada; sé que es fundamentada, que no atribuyo a García Vega nada que este no haya escrito. Es flagrante paradoja, en todo caso, que Arcos reclame cortesía y ponderación tratándose de un libro como Los años de Orígenes. ¿Es cortés García Vega con Casal? ¿Es ponderado cuando dice que la tradición cubana es “pobre y escasa? ¿Participa más de la mirada de los otros cuando no reconoce que ningún escritor o pintor cubano haya “superado el marco” o “revelado su circunstancia”?
     Como alternativa a mi crítica, Arcos esgrime también el ejemplo de Ponte, quien “no insiste en El libro perdido de los origenistas en descender a verificar tal o cual dato en Los años de Orígenes” (115). Arcos celebra que Ponte comprenda los “testimonios” de García Vega como ficción, y cita su afirmación de que “da lo mismo si son verdad o mentira algunas de las noticias que sobre otros escritores de Orígenes García Vega da en su libro.”(p.115). Estoy totalmente de acuerdo, pero no es la falta de “fidelidad a unas noticias” lo que yo señalo a García Vega, no es la inexactitud de “tal o cual dato” que me empeño, con académica pedantería, en verificar. En Límites del origenismo no cuestiono en absoluto la parte testimonial del libro –cosa que, como bien dice Ponte, carecería de sentido. Pedirle verosimilitud a las memorias de García Vega es, ciertamente, como pedírsela a las de Arenas, pero hay una diferencia importante entre Antes que anochezca y Los años de Orígenes. Más allá de lo propiamente autobiográfico, este libro presenta una tesis ya no sólo sobre la literatura, sino incluso sobre la historia de Cuba. Cuando Arcos escribe que “el testimonio de García Vega, pese a sus exageraciones, sus amplificaciones erradas, tiene un valor, con respecto al origenismo, que no puede desconocerse y que ningún argumento de Díaz puede aminorar” (112), está obviamente tergiversando mi posición. Insisto: si ese libro, como afirma Arcos, “es testimonio de una vivencia, en primer lugar”, ¿por qué incluyó en él García Vega un ensayo sobre Varona y Sarduy, con quienes no tuvo trato alguno?
     No se me escapa, sin embargo, que se trata de un ensayo personal, idiosincrático, de gran fuerza expresiva; aunque por momentos la prosa demasiado estilizada de García Vega se vuelve, en mi opinión, casi una caricatura de sí misma. Entiendo, como señala Arcos, que el autor de Los años de Orígenes “no es un ensayista académico ni tampoco un historiador”(p.116), pero me pareció, cuando leí el libro hace varios años, y me sigue pareciendo después de releerlo, que ese delirio de García Vega al que se refiere Arcos  contribuye a oscurecer un poco las tesis principales del libro: “La opereta cubana en Julián del Casal”, por ejemplo, es un ensayo barroco, original, formalmente muy logrado; se encuentra, sin embargo, cerca, incluso demasiado cerca, del discurso revolucionario de aquellos primeros años.
     Echar luz sobre esa cercanía es también tarea de la crítica, y no sólo concentrarse en lo que Arcos llama, con un lenguaje impropio de la crítica creadora que él reivindica, el “hecho literario”. Tampoco Vitier es un ensayista académico ni un historiador; aunque, ciertamente, menos autobiográfico que Los años de Orígenes, Lo cubano en la poesía es un libro intuitivo, nada escolar, que refleja las crisis vitales de su autor, su conversión al catolicismo así como su angustiosa percepción de la situación cubana en esos años cruciales de finales de la década del cincuenta, y hasta el propio Arcos admite ya que se le señale críticamente a Vitier la exclusión de La isla en peso y de parte de la poesía de Guillén. ¿Por qué, entonces, cuestionar un libro que también presenta, mucho más allá de anécdotas personales, toda una tesis sobre la tradición cubana, sería “descender” a lo prosaico? Afirmar, como hace Arcos, que “El crítico profesional, orgánico, aquel que no despliega además una obra de ficción, tiene el deber de tratar de mirar desde la literatura.” (p.117), no es sino una petición de principio. La crítica literaria habla de la literatura, mira a la literatura, y puede hacerlo desde perspectivas muy diversas. Alguien decía que la buena crítica siempre habla de la literatura en relación con otra cosa –la historia, la política o lo que sea; en todo caso, la literatura no es ese mirador cuya altura que garantizaría automáticamente una ganancia de visión crítica. Quizás sea una diosa caprichosa que no se presenta cuando se la invoca tan insistentemente.
     En vez de oponer los nombres de todos aquellos que han elogiado la obra literaria de García Vega, sosteniendo que al no ser yo “creador” –y este término, insisto, tiene siempre cuando lo usa Arcos el regusto del origenismo- no puedo sentir la “oscura filiación” que los creadores sienten hacia García Vega, Arcos debió esforzarse más en refutar los argumentos que ofrezco sobre Los años de Orígenes. Sobre mi señalamiento de que García Vega escamotea la diferencia radical entre el origenismo y autores de la órbita de Lunes de Revolución como Piñera, Sarduy y Padilla, Arcos escribe: es “una problemática en la que no puedo detenerme aquí aunque, hasta cierto punto, comparta la visión de Díaz”.(p.109) Se pregunta uno por qué en un libro tan extenso, lleno de profusas citas y larguísimas notas, él no puede detenerse en ese punto fundamental. Si el objetivo de García Vega con respecto al origenismo es, como apunta Arcos, “enarcar sus límites”, y él quiere convencernos de que “dislates aparte”, García Vega “logra su propósito”, debió refutar mi crítica, pues estos “dislates” no son en modo alguno accesorios.
     Para García Vega la que llama la “generación del areíto verbal”, los escritores y artistas nucleados en Lunes de Revolución, no lograron realmente superar las limitaciones de que adoleció el origenismo. “La Cobra de Severo Sarduy, la cantante de Guillermo Cabrera Infante, los músicos sorprendidos por Sabá en P.M., se extendieron hasta lo expresionista, pero giraban en el vacío. Es que la ternura se había quedado afuera”. (p.255) Es ahí donde me parece que su crítica del origenismo, aunque aparentemente radical, no lo es tanto: al final resulta que todos, o no superan el límite del origenismo, o, como Sarduy, son su continuación. Lo que hace García Vega es justamente lo contrario de “enarcar los límites” del origenismo; extender el ‘mal origenista’ a todo el mundo: para García Vega nadie logra “superar la forma”, pero él nunca explica qué diablos significa “superar la forma”.
     Señalar esto no es ser un sociólogo, un racionalista o un historiador; es, sencillamente, reivindicar la singularidad del texto de Sarduy o Piñera, no ya sus ideas. ¿No están “Vida de Flora” o La isla en peso más allá de la polis origenista, por no hablar de Tres tristes tigres o De donde son los cantantes? De mi lectura del ensayo de García Vega afirma Arcos que “es como si en el fondo le molestara esa clarividencia, imprecisiones halladas aparte”(p.108). Lo que me molesta, por el contrario, es la ceguera de García Vega, en Los años de Orígenes y en su ensayo “La carne de los héroes o en mi jardín pasta René”, publicado en la revista Escandalar en 1982, la injusticia para con otros “poderosos creadores” como son Piñera, Padilla y Sarduy.
     “Siente la ironía de García Vega, en su juicio sobre Mañach, intelectual con el que Díaz tiene una mayor afinidad” (p.108), afirma Arcos, como si yo estuviera reaccionando sobre todo a la crítica de los “bombines de mármol”, en defensa de esa línea de críticos insensibles hacia el misterio de la creación, los “pesados profesores” y “pasivos archiveros” que decía Lezama. Pero aquí de nuevo el autor de Kaleidoscopio escamotea: Límites del origenismo constituye una reivindicación de esos otros autores que son también “creadores”, Piñera sobre todo, a quien dedico todo un capítulo. No reconocer que estos constituyen algo distinto al origenismo no es una “imprecisión” de García Vega; es una injusticia.
     Mi crítica de “La opereta cubana en Julián del Casal” no se limita a reprocharle a García Vega que no “valore discursivamente las calidades de Casal” (p.112); va a su centro mismo. Arcos rechaza mi idea de que el antinacionalismo de García Vega encubre un nacionalismo, argumento que, sostiene él, lo mismo sería válido para cualquier “reverso”: La isla en peso, por ejemplo. Aquí tergiversa de nuevo el sentido de mi crítica. Lo que yo señalo no es que la crítica de García Vega sea “incompleta”; es que comprenda como características cubanas rasgos que evidentemente no lo son: el hecho de firmar con seudónimo de “Conde”, donde García Vega quiere ver una expresión de la nostalgia cubana por la grandeza perdida, es bastante común entre los escritores modernistas –el mexicano Ramón Gutiérrez Nájera: el Duque Job; el peruano Abraham Valdelomar: Conde de Lemos; incluso, el uruguayo Isidore Ducasse: Conde de Lautréamont. Otro tanto ocurre con el rechazo del campo; ese “impuro amor de las ciudades”, para decirlo con el memorable verso de Casal, caracteriza a parnasianos y decadentes, en Cuba y donde quiera que llegó el influjo de Baudelaire. En lo que García Vega llama “secos prejuicios al tocar el paisaje” no hay nada propiamente cubano. De hecho, hay muchos autores cubanos que se acercaron al campo: Luis Felipe Rodríguez, Eugenio Florit, Carlos Enríquez, Onelio Jorge Cardoso, Samuel Feijóo… Pero claro, a ninguno de ellos García Vega le reconoce nada; reléase el artículo suyo contra Carlos Enríquez en El Nuevo Herald en febrero de 2007, que no es precisamente un modelo de cortesía.
     Arcos podría replicarme que poco importa que haya o no razón en los juicios de García Vega sobre Casal. ¿La hay en la teoría de las eras imaginarias? Yo le respondería que hay una diferencia: los ensayos de Lezama son poéticos, mitopoéticos; este ensayo de García Vega, tan influido por lecturas de Sartre, es un ensayo fundamentalmente crítico, que emprende un trabajo no ya de mitificación sino de ilustración. No se trata de acercarse al misterio de la poesía, sino, en el sentido moderno de la crítica, de echar luz sobre los oscurantismos, de exorcizar “fantasmas”, revelando la “deleznable mitificación con que él [Casal] encubre a su circunstancia” (p.54), borrando de una buena vez esos “restos de un pasado oprobioso y lamentable” que para García Vega hay que saber, “con la iluminación con que hemos podido reconocerlas con motivo de este Centenario, alejarlas también de nuestro vivir.”
     En varios pasajes de ese ensayo de 1963 queda claro que la “iluminación”, ese abrir los ojos a una verdad que anteriormente estaba velada, la “grieta” que se ha abierto, no es otra que la revolución de 1959. Eran los años en que el gobierno preconizaba “más ruralidad y menos urbanidad”, y García Vega lamentaba en Casal su “despego de nuestros campos, aparente afiebramiento por una ciudad copiada de los folletines parisienses”.(p.57), algo que bien pudo haber escrito José Antonio Portuondo en su polémica con Ambrosio Fornet. También la afirmación de la necesidad de conquistar la “cristiana dignidad de la pobreza” se corresponde con el imaginario de la revolución en los años que siguieron a 1959, ese costado franciscano que Carlos Franqui le señalaba al periodista francés Claude Julien (“Nuestra revolución tiene algo de pistolera y algo de franciscana”), y que el acercamiento inicial del ICAIC al neorrealismo italiano refleja muy bien.  
     Asimismo, la visión absolutamente negativa de la República que ofrece García Vega, no ya en su ensayo de 1963 sino en el libro de 1978, es bastante consonante con el discurso revolucionario. Para el autor de Los años de Orígenes, todo era “ceniza”, no había nada rescatable. Es cierto que esto reproduce la crítica, justa en su momento, de los editoriales de Orígenes a la corrupción política y la desidia de la cultura oficial, pero lo hace a la altura de finales de los setenta, cuando la terrible experiencia del castrismo podía haber modificado la mirada sobre aquella República que no era, ciertamente, el paraíso que decía Lydia Cabrera, pero tampoco el desierto que pinta García Vega. En algunas de sus cartas de los setenta el propio Lezama añora aquellos tiempos; García Vega insiste sin embargo, ya en el exilio, en desconocer toda solución de continuidad entre el clima opresivo de la República y la dictadura. Para el autor de Los años de Orígenes, lo horrible no es tanto el castrismo como Cuba misma, una tradición cubana que el castrismo, si no consuma, tampoco interrumpe.
     El juicio de García Vega sobre la República se replica en su rotunda afirmación de la “carencia de tradición intelectual que siempre padeció nuestro país” (89). Él recuerda que ningún origenista, cuando envió sus libros de poemas a Regino Boti, tuvo acuse de recibo, y en esa falta de reconocimiento encuentra, de nuevo, algo específicamente cubano, que contrasta con el caso de México, donde los escritores establecidos sí eran amables y generosos con los autores noveles. Así, si el ridículo Casal que nos presenta García Vega no pudo ser la tradición, Boti y Poveda tampoco pudieron. Pero es que Luis Felipe “no pudo ser la tradición”. Pero es que Miguel de Carrión y Carlos Loveira tampoco pudieron. Pero es que “La revista de avance, con su respetable vanguardismo, y su desigual calidad, no llegó a encarnar en la realidad histórica del país” (p.90) Pero es que tampoco los pintores: “Recordemos la bohemia de Ponce y Víctor Manuel, así como el caso del pintor Carlos Enríquez. Pero estos pequeños grupos, pintorescos y exóticos, no chocaron del todo con el áspero tapujo de su circunstancia.” (123) (énfasis mío)
     Esta acumulación de noes y de peros desemboca en una de las grandes falacias de Los años de Orígenes: hablar de “la pobre, y escasa, tradición cultural cubana” (300). De hecho, una obra como esta de García Vega es impensable en un país con una tradición pobre o escasa; ¿en qué otro país caribeño o centroamericano se ha producido un libro semejante? Aunque dice una y otra vez que no hubo tradición en Cuba y que la República no fue más que una factoría, Los años de Orígenes es una prueba fehaciente de lo contrario. Arcos, acaso, me concederá que sí, que en estos reparos llevo razón, pero que se trata de la obra de un delirante, de esa “fatalidad” de la creación que no alcanzo a comprender. Le replicaría yo que este delirio de García Vega es demasiado calculado, este loco demasiado cuerdo, su delirio, más que una fatalidad, podría ser un truco para pasar gato por liebre: García Vega reconoce, sí, que Orígenes fue un grupo “pequeño burgués y reaccionario”, pero acto seguido intenta demostrar que no había más opción que ese grupo, lo cual es falso, pues en los cuarenta había grupos de izquierda, hubo un Labrador Ruiz, hubo un Novás Calvo, no era la revista Orígenes el único espacio donde un joven escritor podía desarrollar su vocación. Quien tiene verdadera “voluntad de marginalidad” no necesita, además, integrarse en ningún grupo.
     Otro tanto ocurre con la “nostalgia de la antigua grandeza perdida” (p.124). García Vega extrapola la experiencia de su familia y de su cenáculo a toda la tradición nacional: así como todo es Orígenes, todo es folletín de lo venido a menos. Sorprendentemente, Arcos afirma, a propósito de la refutación de García Marruz en La familia de Orígenes (“No, Lorenzo, el verdadero tema de Orígenes no fue la grandeza perdida sino la pobreza irradiante”), que “García Vega no arguye que ese tópico sea el centro o el tema fundamental de Orígenes sino simplemente que es un síntoma que padeció, como antes Casal” (p.124) Esta afirmación suya es completamente infiel al espíritu y la letra de Los años de Orígenes; pues si Casal no fue, según García Vega, más que una señalada instancia de “ese capítulo borroso que, al arruinarse, han personificado todas las familias burguesas cubanas, y donde el recuerdo de su antiguo esplendor económico iba tomando la piel de toda una aristocracia mohosa de fantasmones desvencijados” (p.40), y al mismo tiempo “Casal fue el ídolo del preciosismo origenista” (p.105), es evidente que para García Vega radica ahí, en la cuestión de la ruina familiar, el meollo de Orígenes. Sobran los pasajes del libro que así lo demuestran.
     En esta cuestión de la grandeza perdida está, en mi opinión, uno de los mayores hallazgos de Los años de Orígenes, y al mismo tiempo, uno de sus grandes escamoteos. Porque si ese pasatismo del “pequeño burgués arruinado”(54) es, ciertamente, central en los origenistas, no constituye en modo alguno la línea maestra de la tradición cubana, como sugiere García Vega. Hay otra faceta de lo cubano, otra vertiente de la tradición nacional, otra familia, si se quiere, que nada tiene que ver con los patricios origenistas; es la de los que en Límites del origenismo llamé proletarios, no tanto en el sentido de clase obrera como en el sentido original de no tener apellidos, de ser sólo prole: Guillén, Novás Calvo, Cabrera Infante, sobre todo, pero también, sobre todo, Virgilio Piñera. Siendo todo esto negado o escamoteado en Los años de Orígenes, no extraña que en su defensa de la “verdad” de ese libro –esa verdad integral, trascendente de las verdades factuales que él reconoce yo señalo- Arcos deba echar a un lado a Piñera. “Orígenes –afirma- ya no es el mismo luego de la mirada desde adentro que desplegó García Vega. Desde esta perspectiva, hasta los fuertes reparos de Piñera, o los muy prolijos y atinados de Díaz, actúan como por añadidura” (p.113, énfasis de J.L.A.)
     La persistencia del origenismo se revela inequívocamente en este punto, cuando Arcos concede absoluta preeminencia a la mirada de García Vega, no ya sobre mis críticas, que después de todo son las de un ensayista bastante académico y, ciertamente, poco literario, sino sobre la obra fundamental de Virgilio Piñera. Para empezar, no es del todo exacto que García Vega desplegara una mirada “desde adentro”, pues cuando escribe Los años de Orígenes el grupo no existía; mientras formó parte de él, García Vega no ofreció crítica alguna, mientras que Piñera, aun cuando no haya participado de almuerzos y bautizos, ya desde los cuarenta apuntaba en otro sentido, tomaba un trillo distinto al camino real del origenismo, en poemas y ensayos de incuestionable valía. Pero para Arcos es García Vega, quien afirma que Sarduy es continuación del origenismo, quien dice que el ambiente en 1957 era tan estúpido que no quedaba más remedio que cerrar filas con el Vitier de Lo cubano en la poesía, el que da en el clavo; los “fuertes reparos de Piñera”, después de Los años de Orígenes, están “por añadidura”, aun cuando hayan precedido por décadas al libro de García Vega.
     Arcos parece haber cambiado de maestro: ya no es Vitier, sino García Vega, pero la figura incómoda, la que hay que marginar, es la misma: Virgilio Piñera. La negativa a aceptar que, no ya los “fuertes reparos” de Piñera sino su obra fundamental superaron ya desde los años cuarenta el límite del origenismo, atraviesa los escritos de García Vega, desde la Antología de la novela cubana hasta sus últimas entrevistas. Piñera se queda “sin conjurar el reverso” (Antología de la novela cubana, 1960). “Virgilio no llegó, pese a su Aire frío y, quizás por carecer de antecedentes, a revelar su circunstancia.” Pese a la “algarabía existencialista” que opuso a la “solemnidad de Lezama”, “ambos se abrazaron a una imagen idealizada”. (“La carne de los héroes o en mi jardín pasta René”, 1982) “Actualmente, los jóvenes de este momento le están poniendo a Virgilio, un poco precipitadamente, la armadura del anti-héroe de Orígenes”. (“Lorenzo García Vega entrevisto por Carlos Espinosa”, 2001)
     Esta empecinada resistencia a admitir la radical diferencia de Piñera podría ser atribuida a la pretensión de García Vega de erigirse como el único crítico autorizado del origenismo. Pero me parece que hay algo más; y es que Piñera entregó, mucho antes de que García Vega criticara en 1963 los pujos de grandeza de los burgueses arruinados, en obras como “Vida de Flora” y Aire frío esa otra cara de Cuba: la de una pobreza que nada tiene de irradiante. Hasta el propio Vitier captó algo de esto cuando en Lo cubano en la poesía celebró la conmovedora humanidad de la elegía de Piñera. La planchadora que a la luz de la luna recorría el barrio pidiendo un poco de aceite no procede de una familia arruinada; en su humilde cuarto no había objetos que recordaran grandeza perdida alguna. Sus medias rojas y sus enormes zapatos son sólo eso, medias y zapatos, como el río del pueblo de Alberto Caeiro es sólo río, no lleva como el Tajo la memoria de las naos.
     Si la “Muerte de Narciso” de Lezama tiene tras de sí la doble herencia de la cultura occidental, las metamorfosis del mundo antiguo y los misterios del mundo nuevo, y el poeta de la Calzada de Jesús del Monte el retrato de los abuelos, la quinta familiar y hasta el orbe de Dante su seudónimo, la intrascendente “Vida de Flora” no tiene nada de eso. Carece de novela, o, más bien, su posible novela poco tiene que ver con esa de una pequeña burguesía que cree “ser un fragmento desprendido de la alta burguesía por el azar de una ruina, de un pleito complicado, o de cualquiera otra circunstancia” (p.46) que García Vega insiste en identificar con la tradición cubana. Sería, acaso, esta novela otra, una más cercana a la de la Estrella, también monstruosa, de Cabrera Infante.
     Según García Vega, toda la pequeña burguesía cubana procede o cree proceder de la ruina familiar, y añora en consecuencia la grandeza perdida. “Indagar en lo folletinesco, y lo kitsch norteamericano, contrastándolo: lo folletinesco, y lo kitsch, norteamericano, parecen ser ingenuas expresiones de quien ensaya, como nuevo rico, o juvenilmente, un apoderamiento de la realidad; muy al contrario, lo folletinesco, y lo kitsch, en nosotros, es el aferrarse, desesperadamente, a un escenario reminiscente donde lo venido a menos vuelve a alcanzar su expresión.” (p.208)  Lo que la obra de Piñera revela es justamente la parte falsa de esta tesis de Los años de Orígenes: los Romaguera no han venido a menos, se esfuerzan por salir de la pobreza hacia la clase media, no miran atrás sino adelante, deseando un estatus social que se materializa no en objetos antiguos, heredados de los antepasados como en Diego, Lezama y Vitier, sino en utilitarios artículos de consumo, cuya aura es la de lo nuevo y lo moderno: el ansiado ventilador de Aire frío, o el refrigerador de Contigo pan y cebolla, de Héctor Quintero. Ventilador y refrigerador, no objetos de memoria sino de mercado, representan no la grandeza venida a menos, sino, por así decir, la pobreza que va a más.
     Como me señaló una vez Pedro Marqués, que no por ser un gran poeta considera que acercarse a la historia es “descender” a los hechos prosaicos, en las décadas del cuarenta y el cincuenta muchas familias de origen humilde fueron integrándose a la pequeña burguesía, o estaban a punto de dar ese paso. No era la Cuba venida a menos, sino la que iba a más, en un desarrollo que hoy no podemos sino conjeturar, pues la revolución de 1959 vino a interrumpir ese movimiento, satanizando los valores capitalistas de la emergente clase media de los cincuenta, tan rechazados por Lezama, Vitier y García Marruz, para imponer los valores morales del hombre nuevo. Entre las revoluciones de 1933 y 1959, esos “años de Orígenes” que narra García Vega, aquella movilidad social de los que iban saliendo de pobres, o lo pretendían, dio lugar a otro kitsch, más relacionado con la imitación de las costumbres de la alta burguesía que con la nostalgia de la nobleza que García Verga señala en las crónicas del Casal. Ese otro kitsch, el de los cuadros de flamencos que aun en los años ochenta se conservaban en las salas de algunas casas cubanas, es tan cubano como la opereta de la grandeza perdida.
     Y señalar esto no es sociologismo ni reducir la literatura a las “ideas”; porque es justo la literatura -sobre todo la gran literatura como la de Piñera- el sitio donde esa otra historia del país escamoteada en Los años de Orígenes ha quedado inscrita en imágenes perdurables. Así como el tacón jorobado, vacío de misterios, de Flora es el reverso del Narciso cristianizado de Lezama, el añorado ventilador de Aire frío es el reverso del “solemne piano cursilón”, de “ese tapiz viejo de los hogares que han padecido la fabulosa y cubana ruina del venir a menos”. Ese ventilador, más que el testimonio “desde adentro” de García Vega, es el verdadero afuera del origenismo.  

Notas

1. En otro lugar, a propósito de mi crítica de la “pobreza irradiante” en Vitier y García Marruz, Arcos me achaca, sin embargo, “desconocer las calidades extraordinarias de sus obras, incluso sustentadas por un imaginario católico”. Y añade: “Si derivamos una falsa identidad entre poética e ideología, entonces tendríamos que asumir que la poética, ya no de los origenistas, sino, por ejemplo, de Dante, es también reaccionaria, y, en consecuencia, de gran parte de la cultura occidental” (p.137-138) Sorprendentemente, Arcos pasa por alto la distancia de seis siglos que hay entre Dante y los origenistas; el autor de La Comedia es católico pero en modo alguno reaccionario, en tanto no añora un orden pasado, mientras que Vitier y García Marruz, quienes desde el siglo XX añoran el “orbe que tiene a Roma por centro” son francamente reaccionarios. Pero señalar ese fondo conservador, antimoderno, de sus poéticas, que Arcos no advirtió en sus numerosos ensayos sobre Vitier y en su libro sobre García Marruz, no equivale a negar que tanto Vitier como García Marruz son grandes poetas y ensayistas. De hecho, si no creyera que sus obras son importantes o valiosas, no les hubiera dedicado atención; de Gaztelu, otro escritor católico del grupo, apenas hablo en Límites del origenismo.

2. Cosa que vi confirmada en la demoledora reseña que publicó Carlos M. Luis en El Nuevo Herald en 2007. Ahí, en una obvia reacción a mi crítica de Los años de Orígenes, el comentarista contaba las veces que yo citaba a lo largo de mi libro a Cintio Vitier, como si se tratara de una apología y no de una crítica a fondo de Lo cubano en la poesía.

Obras Citadas

Arcos, Jorge Luis, Orígenes: la pobreza irradiante, Letras Cubanas, La Habana, 1994.

__________. Kaleidoscopio. La poética de Lorenzo García Vega, Colibrí, Madrid, 2012.

Díaz Infante, Duanel, Límites del origenismo, Colibrí, Madrid, 2005.

García Marruz, Fina. “Ese breve domingo de la forma”, Hablar de la poesía, Letras Cubanas, La Habana, 1986.

García Vega, Lorenzo. Antología de la novela cubana, Dirección General de Cultura, selección, prólogo y notas de Lorenzo García Vega, Ministerio de Educación, La Habana, 1960.

_________________: Los años de Orígenes, Monte Ávila, Caracas, 1978.

_________________: “La carne de los héroes o en mi jardín pasta René”, Collages de un notario, La Torre de Papel, Miami, 1993.

_________________: “Lorenzo García Vega entrevisto por Carlos Espinosa”,  Encuentro de la cultura cubana, No. 21/22, Madrid, verano/otoño de 2001.