En un cuerpo de plata: Casal y Martí, violencia y subjetividad en el modernismo hispanoamericano(1)
Francisco Morán, Southern Methodist University
Propongo leer la novela Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, como otra confesión de su deuda con el modernismo y como un homenaje.(2) Hasta donde sé, ningún estudioso ha notado la sangre modernista de Crónica, que es, entre otras cosas, una habilidosa reflexión sobre el acto de la lectura y el de la escritura. Todos los personajes se equivocan al leer los signos, y dicen una cosa mientras creen decir otra. Las dos únicas confidentes de Ángela Vicario “le enseñaron artimañas […] para que pudiera exhibir en su primera mañana de recién casada, abierta al sol en el patio de su casa, la sábana de hilo con la mancha del honor” (39). La sangre, que es lo que en la sábana debe aparecer como el significante del honor de la mujer, y por supuesto el del hombre también – la virginidad perdida en la noche de bodas y no antes – traiciona, por así decirlo, la raíz impura del honor, puesto que este aparece explícitamente como mancha, manchado. Precisamente, en esta novela se mata y se muere a derecha e izquierda en nombre del honor, mientras continuamente se nos presenta su mentira. Poncio Vicario perdió la vista “de tanto hacer primores de oro para mantener el honor de la casa” (33). Con Pura, su esposa, acompaña a la hija y a su prometido Bayardo San Román a ver la casa que éste había comprado, con el propósito de “custodiarle la honra” (38). La madre, cuyo honor está inscrito en su nombre – Pura – obliga a Ángela a casarse por dinero. Pero más escandaloso resulta el hecho de que la madre de Santiago Nasar resulte a la postre involucrada en la matanza de su propio hijo. Ella podía interpretar los sueños ajenos – si se los contaban en ayunas –, pero falla en interpretar el de Santiago, quien precisamente se lo cuenta al despertar. Lo que los pierde metafórica y literalmente – y podría perder a su vez al lector – es su confianza en la transparencia de los signos y en la efectividad comunicativa del lenguaje.
La poética de la lectura y de la escritura que gobierna Crónica se expresa a su vez en la manera de tratar un problema que concierne particularmente a la crítica del modernismo. Al lector que lee la novela el narrador le recuerda constantemente que lo que tiene en las manos es una crónica, un texto periodístico. García Márquez escenifica, pues, al revés la supuesta enemistad entre periodismo y literatura, uno de los tópicos recurrentes en la crítica del modernismo. Y conste además que se trata del periodismo de crónica roja y consumo popular. Pero lo que revela Crónica es más bien el juego de complicidades y el colaboracionismo entre periodismo y literatura. Si leemos Crónica solo como novela, o como crónica, nos quedamos sin nada. En todos los casos se trata de lo mismo: los significantes remiten no a un significado específico, sino a otros significantes, como diría Lacan. Esta es, repito, la lección del modernismo. Y la novela de García Márquez liga esa lección a guiños constantes al modernismo. La figuración queer – rara – de Bayardo San Román parece extrapolada de un texto modernista: “tenía una cintura angosta de novillero, los ojos dorados, y la piel cocinada a fuego lento por el salitre. Llegó con una chaqueta corta y un pantalón muy estrecho, ambos de becerro natural, y unos guantes de cabritilla del mismo color” (30). Recordemos “La canción del torero,” de Casal: “mas de todo no hice caso, / ni hinchó un latido sonoro / mi chaquetilla de raso / lentejueleada de oro. // Ya resuene una palmada, / ya me mire una hermosura, / con la mano en la cintura / no oigo ni veo nada” (Poesías 58). Como el torero casaliano que con la mano en la cintura no ve ni oye nada, Bayardo San Román no se entera de que Magdalena Oliver “no pudo quitarle la vista de encima durante todo el viaje.” Oliver murmura que Bayardo “parecía marica,” y la madre del narrador le escribe en una carta que había llegado “un hombre muy raro” (30). Pero hay más. El narrador-cronista entalla los vestidos de las hermanas de Bayardo con las puntadas de un estilo que tiene su origen en la crónica modernista: “cuyos vestidos de terciopelo con grandes alas de mariposas, prendidas con pinzas de oro en la espalda, llamaron más la atención que el penacho de plumas y la coraza de medallas de guerra de su padre” (42). Obsérvese que la supuesta vacuidad del adorno desplaza a los emblemas de la guerra. El penacho de plumas del militar hace juego con las “grandes alas de mariposa del vestido.” He aquí el poder democratizador del estilo que desestabiliza al significante y sus privilegios. Jacques Rancière comenta que “[l]os críticos de la época de Sartre han querido identificar esa ‘absolutización del estilo’ con un esteticismo aristocrático. Pero los contemporáneos de Flaubert no se engañaban con ese ‘absoluto’: no quería decir elevación sublime, sino disolución de todo orden. La condición absoluta del estilo era en principio la ruina de todas las jerarquías” (Política de la literatura 25). Para Rancière aquí reside la diferencia entre la “democracia literaria” y el orden representativo clásico. En este último, nos dice, “escribir es ante todo hablar. Y hablar era el acto del orador que persuade a una asamblea, del general que arenga sus tropas, o del predicador que edifica las almas” (27-8). Para resumir, “[e]l universo representativo clásico vinculaba el significado a la voluntad de significar,” haciendo de esto “el nexo de una voluntad que actúa y otra voluntad sobre la cual la primera quiere actuar. Es el poder de la palabra en acto, que los oradores revolucionarios le habían sustraído al orden jerárquico de la retórica clásica, inventando una continuidad entre la elocuencia de las repúblicas antiguas y la de la Revolución. La literatura pone en juego otro régimen de significación. El significado ya no es un nexo entre una voluntad y otra: es un nexo entre un signo y otro, un nexo inscrito en las cosas mudas y en el cuerpo mismo del lenguaje” (31-2). Hagamos un paréntesis para recordar que esto no se les escapó, y contra esto reaccionaron desde un principio algunos de los críticos que intentaron corregir los “desvíos” de los modernistas cubanos. En su comentario sobre Hojas al viento (1890), Varona expresó que “[e]xisten temperamentos psicológicos para quienes los signos verbales – las palabras – adquieren importancia decisiva, les dan casi las sensaciones de la realidad” (Prosas I 27). Similarmente, en su ácido comentario sobre Excéntricas, de Bonifacio Byrne, aludiendo al carácter “artificioso” de los poemas, Manuel Sanguily pregunta: “¿No es acaso de tradición verbal? ¿Pueden ser verdad tampoco lo que rezan estos versos?” (Poesía y Prosa 221) (itálica del autor). La “verdad” que se echa de menos es justamente aquella que debía garantizar el nexo entre significante y significado; y, lo que es todavía más importante, la que en consecuencia debía mantener a cada cosa en su sitio, las jerarquías. Para Sanguily, en eso consistía la falta poética y moral de Byrne: “la gran poesía no brota, o no viene, esa única poesía del corazón y del cerebro, la idea conmovida, sanguínea: en su lugar languidece la poesía anémica, amarilla, flaca, visionaria, como un chino depauperado que se va entre acres bocanadas de opio” (222). Juan Marinello condenó también la autonomía de las palabras en la escritura modernista. Cabe notar que en este punto, la diferencia de Martí respecto a Casal y a los otros modernistas, vacila en opinión de Marinello, toda vez que aún si “en casos muy contados,” hasta en Martí pudieran señalarse “algunos momentos en que la palabra se incorpora como elemento alusivo, dueña y señora de sus gracias privativas” (José Martí, escritor americano 88) (énfasis mío). Es el tipo de escritura cuyo emblema Rancière ve, por ejemplo, en el Lucien de Rubempré, de Las ilusiones perdidas, quien “[a]l llegar a la capital del gusto, aprende que esa es la capital del comercio y que la poesía está sometida a las leyes de la industria literaria y a los caprichos de un periodismo comprado.” Todo eso compone ya “una infame poesía.” Solo que ésa es justamente la poesía moderna: “Es el mundo donde todo se mezcla, donde el decorado de una mercancía se equipara a una gruta fantástica, donde toda enseña deviene un poema y la cifra de un mundo de vida, todo volante es una vegetación desconocida, todo desecho es el fósil de un cierto momento de la civilización, toda ruina es el monumento de una sociedad” (37-38).
En este sentido, la escritura de Casal resulta ejemplar. Piénsese, por ejemplo, en cómo reflexiona sobre su propia condición de lector a propósito de Maupassant. Casal comenta la ansiedad con que espera el último libro del escritor francés: “La tardanza prolonga mi ilusión.” Y añade:
Apenas tengo el libro, lo devoro febrilmente en poco tiempo, sin soltarlo de las manos […]. Durante la lectura, mi pensamiento se sumerge, desde la primera página, en una especie de letargo cataléptico, del que no quisiera nunca salir. Cada párrafo me produce el efecto de una bocanada de éter. Hay veces que la sensación es tan fuerte, que percibo, en el interior de mi organismo, el estallido que produce la rotura de un nervio al llegar a su máximum de tensión (Prosas I, 207-208).
Una crítica superficial se daría prisa en confirmar viejos prejuicios de rancio academicismo: el sujeto americano y periférico seducido y poseído por el europeo y la cultura hegemónica francesa. Pero las cosas no son tan fáciles, como nos dice José Lezama Lima justamente en el ensayo que le dedicó a Casal: “Una cultura asimilada o desasimilada por otra no es una comodidad, nadie la ha regalado, sino un hecho doloroso, igualmente creador, creado. Creador, creado, desaparecen fundidos, diríamos empleando la manera de los escolásticos por la doctrina de la participación” (“Julián del Casal” 182).
El lector seducido de antemano sólo espera al objeto de su deseo para devorarlo. La violencia depredadora se muestra en el poco tiempo que necesita para dar cuenta de él: “media docena de horas.” Sin embargo, en el transcurso de la devoración, el lector se pierde a su vez – y se pierde voluntariamente, esto es importante – al sumergirse en “una especie de letargo cataléptico del que no quisiera nunca despertar.” No se trata de evasión, sino más bien de la “doctrina de la participación” de que nos habla Lezama; es decir, de ese momento en que las supuestas diferencias entre lector y autor, lectura y escritura, original y copia, salud y enfermedad son severamente cuestionadas. No debe escapársenos la estremecedora imagen con la que ya en 1890 Casal profetiza, con una extraña precisión, su propio final: las intensidades que lo viajan mientras lee le permiten percibir “el estallido que produce la rotura de un nervio al llegar a su máximum de tensión.” Su muerte súbita sobre el mantel del banquete en casa de los Lamadrid el 21 de octubre de 1893 podría leerse, pues, como ese “máximum de tensión” que había alcanzado su escritura, y con ella, inextricablemente ligado a ella, su propio cuerpo. Recordemos que en su último poema, “Cuerpo y Alma,” lo vemos sumergirse en las cloacas del mundo subterráneo, descender a lo más profundo y abyecto, en una conmovedora disposición a compartir las vidas otras, las de los nadie, de los desasidos y expulsos:
Fétido, como el vientre de los grajos
al salir del inmundo estercolero
donde, bajo mortíferas miasmas,
amarillean los roídos huesos
de leprosos cadáveres;
[…] abyecto
como el alma del pérfido soldado
que, desertando al enemigo ejército,
expira acribillado por las balas
de los que un día sus hermanos fueron” (Poesías 195).
Casal es capaz de reconocerse en lo más abyecto, incluso en ese soldado traidor que evoca a aquél otro que “de soldado del invasor,” al pasar junto a la tumba del padre, éste se alza “y de un bofetón / lo tiende muerto por tierra” en el conocido poema “XXVIII” de los Versos Sencillos, de José Martí (Poesía 104). Martí se autoproyecta en la figura del padre filicida, y en consecuencia establece una separación radical entre su persona patriótica y heroica, y la del traidor. La intuición psicológica, más moderna en este sentido, de Casal, sugiere la imposibilidad de desenredar al héroe del traidor, al cuerpo del alma, con lo que escuchamos un eco anticipado del Borges del "Tema del traidor y del héroe" (1944).
No hay que asumir, sin embargo, una diferencia radical absoluta entre Martí y Casal, o entre Martí y el modernismo. A poco que se lea con detenimiento, se verá que su escritura está atravesada por intensidades similares. Julio Ramos ha llegado a afirmar que “Martí no se entrega a los flujos; propone a la literatura, más bien, como un modo de contenerlos y superarlos” (Ramos 24). El problema habría que plantearlo de otro modo: Martí se resiste a los flujos, pero éstos lo arrastran y lo fragmentan.
Uri Eisenzweigh afirma que en la década de 1890 se produjo un viraje en la historia de Occidente que consistió en la duda creciente respecto a la “fiabilidad de la expresión verbal,” con lo cual “surge una nueva imaginación de aquello que la idea moderna del lenguaje, al definirse, había excluido hasta entonces: la acción” (11). En este contexto surge la violencia anarquista. Su lema se haría célebre: la propaganda por el hecho. Eisenzweigh advierte que en su mayor parte, los anarquistas rechazaron la violencia, pero que en “su discrepancia con los demás discursos herederos de la Ilustración,” al negarse “a legitimar la representación política,” el anarquismo “no podía sino implicar una concepción negativa de aquello que está en el principio de ese mismo tipo de representación, es decir, el lenguaje comprendido como instrumento de transmisión, como medio de expresión” (13). Comentando el “entusiasmo pregonado,” no por los “ideales libertarios” de los anarquistas, sino por “las bombas mismas” y “los atentados propiamente dichos,” manifestado por los escritores “cercanos al simbolismo” Eisenzweighl propone “comprender esa fascinación desde la perspectiva de la nueva sensibilidad literaria, en la que el lenguaje auténtico (es decir, la escritura poética) se concibe en esencia como acción” (14).
Quisiera en este punto traer a la mente dos frases que forman una extraña pareja y han llegado a definir al Martí escritor, y al organizador de la guerra de independencia: ser «poeta en actos» y hacer una «guerra sin odios». Debe advertirse que la primera es prácticamente una versión del lema anarquista, pero más importante es el hecho de que encontremos un eco aquí de esa inclinación de los escritores franceses cercanos al simbolismo a concebir el lenguaje como acción. Y puesto que en los segundos ello estuvo ligado a una tácita fascinación por la violencia, hay que por lo menos preguntarse, en lugar de asumir que lo sabemos, qué quería decir Martí con ser poeta en actos. Específicamente ¿qué tipo de actos tenía en mente?.
En 1880, recién llegado a Estados Unidos, y en el contexto de la Guerra Chiquita, fue entrevistado por lo menos en dos ocasiones por el New York Tribune. El 22 de mayo el reportero del periódico comenta que “fue recibido de una manera cordial y tuvo una larga conversación con Señor Martí; o que más bien fue un interesado oyente del monólogo del presidente sobre los logros y prospectos de Cuba.” “No hemos hablado antes,” dijo Martí, “porque queríamos hablar con hechos y no con palabras” (5) (énfasis mío). No sería desacertado afirmar que dado el contexto de las labores conspirativas y organizativas de Martí, así como el hecho de que el deseo de ser poeta en actos aparece ligado a la “nostalgia de la hazaña,” ese deseo lo conecta con la imaginación anarquista, con la violencia. Quiero proponer que cuando se lee el rechazo martiano de los anarquistas como rechazo de la violencia no se toma en cuenta que, como muchos escritores de su tiempo que gastaron salvas en condenar a los anarquistas, también lo fascinaba esa violencia. Hemos leído, o mejor dicho, nos han guiado a leer sobre la simpatía que en “Un drama terrible” Martí muestra hacia los anarquistas martirizados, pero lo que apenas se ha notado en esta, como en sus crónicas anteriores sobre el asunto, es su propia fascinación con la figura del anarquista. Ningún ejemplo más elocuente que la seducción que lo arrastra a Louis Lingg, cuya extraordinaria belleza no pasó desapercibida para ninguno de los periodistas de la época. Y siendo Lingg uno de los anarquistas más abiertamente militantes, era imposible disociar la fascinación que suscitó su belleza de la misma violencia que la prensa tuvo buen cuidado de inscribir en su cuerpo. Seducido por el vértigo de la belleza de Lingg, Martí ya no puede distanciarse de la violencia del anarquismo: “Cargador era su padre, y su madre lavandera, y él bello como Tanhausser o Lohengrin, cuerpo de plata, ojos de amor, cabello opulento, ensortijado y castaño.” Y añade: “lo que en los demás es palabra, en él será acción: él, él solo, fabricaba bombas, porque, salvo en los hombres de ciega energía, el hombre, ser fundador, sólo para libertarse de ella halla natural dar la muerte” (En los Estados Unidos 964). No sólo no hay aquí una condena de la violencia anarquista, sino que incluso puede afirmarse que Martí se auto-reconoce en ella. Lingg no es un terrorista, uno de esos hombres de “energía ciega,” sino un fundador, como el cronista mismo. Martí parece hablar en un estado de trance, fascinado por ese anarquista que no es simplemente bello: él es la Belleza pura de la acción pura, de la violencia total, encarnada en las figuras de los héroes wagnerianos. Esta es el aria anarquista y wagneriana de Martí y, por sí había alguna duda, también uno de sus más sorprendentes engarces modernistas. He aquí un raro ejemplo de la democracia en su escritura – algo que quisiéramos ver con más frecuencia – por la que una lavandera y un cargador pueden engendrar un Tanhausser y un Lohengrin, y donde se disuelven, por tanto, las jerarquías; incluyendo la jerarquía moral de Martí. Bajó la guardia, como en otras ocasiones, y sus dedos se demoran en el “cabello opulento, ensortijado y castaño” de Lingg.
Concluyamos convocando la sombra del sospechoso de siempre: el gran Darío. Para profeta, él. Recordemos cómo empieza el texto que le dedicó a Martí en Los raros: “El fúnebre cortejo de Wagner exigiría los truenos solemnes del Tannhauser; […] para acompañar, americanos todos que habláis idioma español, el entierro de José Martí necesitaríase su propia lengua, su órgano prodigioso lleno de innumerables registros, sus potentes coros verbales, sus trompas de oro…” No es casual que la descripción del acompañamiento funeral de Martí evoque a su vez “los truenos solemnes del Tanhausser.” También el funeral de Wagner, como el de Martí, necesitaría de toda su lengua, de sus “potentes coros verbales.” Y el de Casal, de todo el esputo y el agua sanguinolenta del matadero. Recordemos que al terminar de escribir la crónica sobre el matadero, tiene la impresión de hacerlo “con sangre, entre sangre y con manos sanguinarias.” Martí, por su parte, no puede retirar los dedos de los cabellos de Ling, ni apartar los ojos de su “cuerpo de plata” sin tocar a su vez la mecha del explosivo. Hay una diferencia fundamental, no obstante, entre uno y otro. Martí permanece alienado de su propia implicación en la violencia. No puede, como Casal, mirar que las manos y la tinta con que escribe están también ensangrentadas; que tinta y sangre se han vuelto indistinguibles una de otra. Martí canta su aria anarquista sin escucharse a sí mismo, ajeno a su contradicción. En otras palabras: le falta la profundidad psicológica de Casal.
El símbolo del modernismo, el caballero del cisne que encandiló los ojos de Luis de Baviera, y la figura terriblemente bella del anarquista se aprietan en ese cuerpo de plata en el que Martí ofrece su cuerpo y sangre, también a los pies del Arte. Por supuesto, allí estaban, para recibirlo en su caballo blanco-cisne de plata, Casal y Darío. Y claro, la advertencia de Nietzsche: “Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti” (Nietzsche 114).
Notas
1. Leí este trabajo - que he revisado para su publicación en LHE - en el Congreso Cuba Trasatlántica que se celebró en La Habana, en el hotel Habana Libre, del 10 al 12 de junio de 2013. Celebramos el 150 aniversario del nacimiento de Casal y esto no es sino un pequeño regalo a su fiesta.
2. Ya García Márquez había confesado su deuda con el modernismo. Ver “Lecturas e influencias” en El olor de la guayaba. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza. García Márquez comenta que quizás donde se ve mejor su formación poética es en El otoño del patriarca, que según él trabajo “como un poema en prosa.” Él añade: “¿Te has dado cuenta de que allí hay versos enteros de Rubén Darío? El otoño del patriarca está lleno de guiños a los conocedores de Rubén Darío. Inclusive él es un personaje del libro. Y hay un verso suyo, citado al descuido; un poema suyo, en prosa, que dice: «Había una cifra en tu blanco pañuelo, roja cifra de un nombre que no era el tuyo, mi dueño»” (García Márquez 1982, 71). Pero no es solo García Márquez. El profesor Iván A. Schulman nos recuerda que en la novela La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa, “un empresario de radio […] amenaza despachar a su ‘escribidor’ por sus ‘modernismos’”, es decir, por lo que el inversionista considera ‘extravagancias’, como ‘tomarle el pelo a la gente, a pasar personajes de un radioteatro a otro y a cambiarles los nombres, para confundir a los oyentes’”. En la nota al pie núm. 26, Schulman comenta: “Es curioso cómo la historia original del modernismo – en contraste con la que se impuso a partir de 1918-1920 – ha llegado a ser indispensable para las reconsideraciones críticas del mismo. Respecto a las llamadas ‘extravagancias’, vid. el comentario de M. de Palau (op. cit.) quien escuchó con asombro a Castelar ‘oponerse a la adopción de la voz modernismo, fundándose en la relación íntima que hay entre la admisión de la palabra y la de la idea, y en que no deben aceptarse palabras que consagren delirios… ’ (p. 134)” (Schulman xxvii).
Obras Citadas
Casal, Julián del. Poesías. Edición del Centenario. La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1963.
----. “La vida errante. Guy de Maupassant.” Prosas 1. Edición del Centenario. La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1963. 207-210.
----. “Bocetos sangrientos. El matadero.” Prosas II. Edición del Centenario. La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1963. 153-55.
Darío, Rubén. “José Martí.” Los raros. Cabezas. Madrid: Aguilar, 1958. 279-293.
Eisenzweig, Uri. Ficciones del anarquismo. México: FCE, 2004.
García Márquez, Gabriel. El olor de la guayaba. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza. Barcelona: Bruguera, 1982.
----. Crónica de una muerte anunciada. New York: Longman, 1996.
Lezama Lima, José. “Julián del Casal.” Confluencias. Selección de ensayos. Selección y prólogo de Abel Prieto. La Habana: Letras Cubanas, 1988. 181-205.
Marinello, Juan. “Martí, escritor americano.” Obras martianas. Selección y prólogo de Ramón Losada Aldana. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1987. 2-227.
Martí, José. “Un drama terrible.” En los Estados Unidos. Periodismo de 1881 a 1892. Edición crítica. Roberto Fernández Retamar y Pedro Pablo Rodríguez, coordinadores. Colección Archivos. España: UNESCO, 2003. 959-974.
----. “Versos Sencillos XXVIII.” Obras Completas 16. Poesía. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1991. 104.
New York Tribune. “Cuban Hopes and Fears. A Talk with Señor José Martí.” Vol. XL, No. 12, 242. May 22, 1880. 5.
Nietzsche, Friedrich. Más allá del bien y del mal. Madrid: Alianza Editorial, 2000.
Ramos, Julio. Desencuentros de la modernidad. Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio/Ediciones Callejón, 2003.
Rancière, Jacques. Política de la literatura. Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2011.
Sanguily, Manuel. “Las Excéntricas de Byrne.” Bonifacio Byrne. ¡Cómo tiembla! ¡Cómo tiembla! Poesía y Prosa de Bonifacio Byrne. Estudio introductorio, selección y notas de Francisco Morán. Florida: Stockcero, 2011. 220-23.
Schulman, Ivan A. “Estudio Preliminar.” Poesía modernista hispanoamericana y española. Ivan A. Schulman y Evelyn Picon Garfield, editores. Segunda edición. San Juan, Puerto Rico: Edit. Universidad de Puerto Rico, 1999. xix-xl.
Varona, Enrique José. “Hojas al viento. Primeras poesías. Julián del Casal. Habana.” Julián del Casal. Prosas I. Edición del Centenario. 26-29.