El “Pelapapas” de Lino: un perfecto desconocido

Pedro Marqués de Armas

 

I

     Presentamos aquí un cuento desconocido de Lino Novás Calvo. Al menos, no aparece citado en ninguno de los más importantes estudios sobre el escritor cubano, ni se le registra tampoco en la acuciosa y utilísima bibliografía de Carlos Espinosa. Un cuento, pues, olvidado, con toda seguridad hasta por el propio Lino a lo largo de su vida. 
     Se publicó en mayo de 1934 en Diablo Mundo, revista de literatura y de temas culturales y políticos fundada en abril de ese mismo año por Corpus Barga, magnífico prosista español ligado a la causa republicana, tío además de Ramón de la Serna, y a quien Lino se vinculase en algunos períodos de su estancia en España.
     El título no puede ser más novasiano: “Nosotros y `El Pelapapas´”; y el lugar que ocupó en su larga oscuridad (y ocupa todavía, sin dudas) tal vez no el más propicio para un relato de zombis y putas de San Isidro: entreverado con un poema de Alberti sobre la “luchas de clases”. 
     Adelanto –así– que se trata de una ficción emparentada, tanto por el tema como por su técnica, con los tres grandes cuentos inaugurales de la obra de Novás Calvo: “La luna de los ñáñigos”, “En el cayo” y “Aquella noche salieron los muertos”, publicados como se sabe con esos títulos –y a lo largo de 1932– en Revista de Occidente
     En Diablo Mundo —semanario en el que colaborarían, entre otros, Bergamín, Pittaluga y Guillermo de Torre— apareció también el ensayo “El arte de robar”, otro de los estupendos acercamientos de Lino a la literatura y la historia cultural norteamericana. Pero, aunque apenas citado, éste no resulta —como sí el cuento— un perfecto desconocido.
     Digamos que el hallazgo, en definitiva azaroso, no es importante en sí… Pero que sí lo es —y mucho— por tratarse de una pieza narrativa que complementa la obra del escritor cubano —en las últimas décadas en pleno e impresionante rescate—, y que podría arrojar no pocas claves sobre la misma, como también sobre aspectos de su vida en aquel particular período.
     Hablamos de 1934. Año a partir del cual debió Lino entregarse por entero al periodismo y a la traducción, abandonando —quizás desde finales de 1933, a juzgar por cartas suyas que así lo sugieren— ya no sólo la búsqueda de espacios para sus cuentos sino incluso de tiempo para entregarse al trabajo de la ficción.
     Claro que su sobrevivencia en España siempre iba a depender de la labor periodística. Allí había llegado en el verano del 31 como reportero del semanario cubano Orbe y las labores de escritor en cualquier caso dependerían de él. Ya en cartas tempranas —en las que dirige, por ejemplo, a José Antonio Fernández de Castro— hay no pocas menciones sobre las dificultades de publicar ficción. “Ni un mal cuento”, le dice. 
     A pesar de ello, en sus dos primeros años en España publicó cuatro cuentos y la “biografía novelada” El negrero —elogiada por Unamuno y muy bien recibida por la crítica. Pero hasta ahí… Desde el verano de 1933 hasta su trágica huida por los Pirineos, ya no habrá lugar sino para reportajes, con la única excepción del relato policial "Un experimento en el barrio chino" (1936), publicado en una colección de literatura de segunda clase. Escribe antes “La noche de Ramón Yendía”, quizás alguna otra narración, pero el destino es la gaveta.
     España, desde luego, no estaba para cuentos. Puede que Lino, exultante en 1932 tras concebir aquellas extrañas prosas que salieran en Revista de Occidente,  (de “En el cayo” dice: “Es lo más hondo, trágico y personal que he hecho”) y esperanzado aún (“Quiero seguir escribiendo, aunque no encuentre editor”), en algún momento lo haya admitido (“Las cosas personales que tengo, no las quieren las editoriales, pues que no se venden”): no había lugar para la literatura y ya estaba bien con sus excelentes reportajes, sus numerosos artículos: ese periodismo suyo del que nunca descreyó.
     Otra novela y un libro de “cuentos cubanos” de los que hablaba entonces, sin duda se convertirían en materia silenciosa…

 

II

     A diferencia de “Un encuentro singular” (La Gaceta Literaria, 1931) y de “Por qué se supo” (Los Cuatro Vientos, 1933), que pertenecen —por así decirlo— a la experiencia del reencuentro con la aldea gallega donde nació, “Nosotros y ´el Pelapapas´” se ubica en el plano de sus grandes ficciones inaugurales.
     Aunque de más breve extensión y menos logrado que aquéllas, posee sin embargo todos los ingredientes de esa prosa que llevara a Cabrera Infante a decir que nunca antes se había escrito así en español. Estamos ante el mismo estilo; y, por extensión, la misma extraña e intransferible lengua que por entonces forjara; pero con la diferencia de tratarse, en efecto, de un esbozo.
     Tal vez no pudo —o no quiso— ir más allá. Ahora bien, esbozo no significa defecto, en este caso, pues la intensidad se ajusta a su extensión y, no solo eso, también a ese aspecto como inacabado y potencialmente trabajable, aunque en modo alguno incluso, del cuento.
     Sin dejar de ser elusivo el lenguaje que emplea es menos metafórico; y esa falta de vuelo contribuye sin dudas a concentrar el estilo, el cual se apoya más en la acción —y en frases casi siempre directas, aunque también enigmáticas— que en la elaboración de una atmósfera. Tiene, por eso, un aire de crónica; y, en efecto, la crónica criminal de la época es uno de los elementos en que se informa.
     El narrador —también aquí— es un niño; y como en otras narraciones de Lino, los primeros párrafos exponen claves biográficas y/o ambientales reconocibles, si bien trucadas por la ficción. Por ejemplo, la aparición de Trujillo —nieto del secretario de Martí y de hecho amigo de la infancia— o las alusiones a Eliseo, sobrino de Gerardo Machado (el “hombre fuerte”, en el propio cuento), referencias que aparecen en otros textos suyos no ficcionales.    
     “Nosotros”: porque el narrador infantil no se encuentra solo, siendo su voz la que anima tanto a los otros dos personajes infantiles que emprenden con él la aventura de internarse en un territorio a la larga siniestro, como también, indefectiblemente —ya que el narrador es parte de la historia y la separación solo aparente— a los terribles personajes-adultos que habitan aquel espacio: Mongo y el “Pelapapas”. 
     De un lado curiosidad y riesgo, expresado por los tres menores, todos con un pie en el reformatorio de Guanajay; y del otro un mundo sin salida en el que operan fuerzas mágicas y el poder absoluto de un tirano necromántico: Mongo, negro de Tumbacuatros cuyo dominio es un kraal: aquí variante africanizada del cayo como máquina ficcional.
     (Siempre hay en Lino uno y otro cayo(s): espacio alternativo a lo insular y, por lo mismo, a la síntesis mestiza u otras variantes identitarias; suelo inestable, sin bordes, más bien fangizal, en esta sinécdoque del latifundio no es sólo el trabajo lo que destruye a sus personajes, sino también el desarraigo, las creencias, la desconfianza. “El ciclón barre, cuando ya todos están barridos por los fusiles”.)
     Cometida la indiscreción de adentrarse, los niños resultan acogidos por el “Pelapapas” (referencia sensible, quizás, al propio escritor travestido en otro personaje), quien viola además la orden de Mongo de ponerlos en el camino, una vez informado de las relaciones de éstos con un familiar del “hombre fuerte” —incluso más que Mongo, en lo que resulta un ejemplar guiño político. 
     En vez de eso, el “Pelapapas”, que es ya casi un muerto (como lo son también los demás esclavos: muertos-en-vida, zombis dedicados a recoger eternamente las yerbas del rito), les oculta y hasta se atreve a mostrarles el secreto de aquel dominio: sagrado prostíbulo en el que ofician dos putas diosas de San Isidro (desde luego blancas, y también ellas vigiladas) y a la vez cementerio. Todo, por supuesto, bajo el estrambótico imperio tanático de Mongo. 
     Pero un cuento no se narra así. He tratado solo de marcar algunos lugares. Otros ni los he mencionado… De modo que dejo el desenlace al lector y no anuncio el final que le espera al narrador-personaje. Como siempre, debe arreglárselas a solas.  

 

Nosotros y el “Pelapapas” (1)

Lino Novás Calvo

  
     Bueno, puede que yo no fuese ningún santo. Trujillo dijo que yo era una mula y que para eso me habían llevado allá a los siete años y que él no daría más a las teclas. Era mecanógrafo en la Wad Line. Jiménez era hijo de un policía y chico como nosotros. Los tres nos veíamos en la Alameda de Paula y Jiménez dijo un día que el padre le quería mandar al reformatorio de Guanajay, pero que se iba a topar con su sombra. El abuelo de Trujillo había peleado al lado de Martí. El nieto lo sabía. Por eso dijo que se pondría las teclas por espuelas. "Vamos a clavarle las espuelas a la Manigua", dijo Trujillo.
     "Manigua" era una yegua de Eliseo, el sobrino de Machado. Este era entonces secretario de la Gobernación y acababa de matar un levantamiento de negros en Oriente. Yo trabajaba en su casa de botones, con el escudo de la República en ellos y en la gorra y creía que no habría quien me pusiera el pie delante en la calle. No era así. El del Cable se me atravesó un día y yo tuve que sacar la cuchilla y acaso me mandaran también para Guanajay. No pasaba de los diez.
     Los tres pasamos entonces por frente a la estación de policía, al amanecer, donde estaba el padre de Ñico Jiménez. Trujillo volvió la quijada y lanzó una trompetilla como una saeta puerta adentro. "Vamos en busca de Elíseo", dijo Trujillo. El tren nos llevaría hasta allá. Ñico dijo que nos le colgaríamos por debajo como verracos a una puerca parida. Luego le vimos venir jadeando bajo el sol y bajamos de la loma donde estábamos y nos le enganchamos en el apeadero. Trujillo dijo que aquel tren nos llevaría a la colonia de Eliseo, pero nadie sabía. "Por mí, que nos lleve a las Quimbambas", dijo Ñico. "¡Y dilo, Ñico!", dijo Trujillo.
     Estábamos ya dentro, entre las jaulas de gallinas que venían del "Norte" y que importaban los guajiros por no criarlas. Cuando despertamos, estábamos en un apeadero y el tren pitando para salir. Trujillo creyó que aquella era la colonia de Eliseo y nos echamos fuera y marchamos por una guardarraya hasta un batey. O así creímos. No era batey, sin embargo. No había cañaverales en dos kilómetros a la redonda. Era noche. Ñico marchó solo hacia el racimo de bohíos que dormían entre un cepillo de manigua que nos mostraban las estrellas y volvió con un perro mudo sobre los calcañales. Trujillo fue el primero en verlo. Yo estaba en el camino con una mocha que había encontrado en la mano. Las estrellas se miraban en mi mocha y aquello me dio fuerza. O acaso fuese el miedo, Ñico y Trujillo enfilaron camino arriba de vuelta y yo me quedé allí, clavado, ante el perro mudo que venía hacia mí. Puede que fuese el miedo, como lo del haitiano, años después, cuando me mandó el brazo con la mocha a la cabeza y yo le partí en sesgo con el machete. Ahora se lo hice al perro con la mocha. Esta le partió la cabezota y nadie en el mundo podía haber visto aquello, a no ser mis ojos y las estrellas. No era así. Ñico y Trujillo estaban ya conmigo cuando la cabeza del negro asomó de la manigua y nos puso los dientes delante como rejas blancas. Eso fue todo. Nosotros no pudimos resistir, ni escapar, ni nada.
     Así nos vimos luego en el que creímos batey y era "kraal" de Mongo Candongo. Este era un negro de Tumbacuatro que había comprado allí alguna tierra y tenía una casita roja en un montículo y varios bohíos en derredor. Y después, manigua y nada más. Nadie sabía de aquel lugar, ni cómo el negro lo había adquirido, ni que allí tenía dos mujeres blancas y veinte negros muertos que trabajaban para él, y dos cuarteronas que le cuidaban las blancas; ¡y el "Pelapapas"!
     Yo conocía al "Pelapapas". Había trabajado con él en la fonda "La Mauritania". Era un joven largo, de ojos de gato y frases rumiadas que escupía de lado. La vida lo había hecho así. O acaso las mujeres. La carne se le había colado ahora toda al alma y nos salió ante un bohío con los huesos sobre sí. Ñico dijo que el "Pelapapas" despedía un fuego fatuo, como fósforo, de su esqueleto desnudo, como si sus huesos estuvieran podridos ya en vida. Yo no supe jamás cómo el "Pelapapas" había ido a dar allí con aquel negro extraño y su kraal. "¡No preguntes! –me dijo—. En la vida no hay más que responder". Yo no entendí. El negro nos entregó a él y no dijo palabra. No hizo más que mirar al "Pelapapas", y se fue montículo arriba, a su casa roja. "Os quiere poner de arcángeles", nos dijo el "Pelapapas".
     Ñico fue el único en entender. El "Pelapapas" nos dejó en un bohío con hamacas y se fue hasta la mañana. "Yo sé lo que es esto —dijo Ñico—Mi padre ha dicho un día que en algún lado había un negro rey con mujeres y niños policías con espadas de fuego para guardarlas". A la mañana vimos salir a los negros muertos de los bohíos y marchar a la manigua. Luego supimos a qué. Con el sol vimos subir gentes blancas y negras por el otro lado de la loma a la casa del mongo. "Son los clientes", nos dijo el "Pelapapas". "¿Qué cosa es ese negro?", dijo Ñico. "Candongo es el mongo y yo soy su cachanchán", dijo el "Pelapapas". "Como si me dijeras toca la flauta", dijo Trujillo.
     Hasta que vino la tarde y vimos volver a los muertos del trabajo, todos en fila, como si llevaran cadenas en los pies, y sin hablar palabra. "Son muertos —dijo el "Pelapapas"—. El Mongo sabe hacer eso. La gente cree que los brujos reviven a los muertos y los hacen trabajar para ellos. No es así. Yo sé cómo es esto. Son los vivos que matan a medias con encantos y hierbas y luego marchan como muñecos de cuerda y no dicen palabra."
     Ñico dijo que su padre sabía esto y Trujillo habló de Eliseo. Fue lo que nos salvó. El "Pelapapas" se lo dijo al Mongo y éste le mandó que nos pusiera otra vez en el camino del tren sin dejarnos ver nada. "Machado es el hombre y Eliseo es su sobrino —dijo el Mongo—; que no vean nada esos fiñes".
     Y lo vimos, con todo. El "Pelapapas" nos tuvo tres días en el bohío y esperó a que el negro se fuese para llevarnos a los de las mujeres blancas y al cementerio y lo demás. "Es una traición —dijo el "Pelapapas"—; el Mongo se enterará. Puede que ya lo sepa y que mañana esté yo en su cementerio y que mis huesos los compre alguna mujer hermosa y los acaricie con su alma. Ninguna mujer ha acariciado nunca mi carne con su alma. Por eso cometo esta traición al Mongo, para que me mate y venda los huesos a alguna mujer".
     Estábamos en un nido de la manigua y lo habíamos visto ya todo. El "Pelapapas" nos llevó a los bohíos de las dos mujeres blancas y sagradas que estaban echadas en alfombras de felpa entre cojines, cada una atendida por una cuarterona desnuda. Ñico dijo que aquellas dos mujeres blancas eran zorras de San Isidro, y que sus ojos las habían visto antes. "Ahora son sagradas —dijo el "Pelapapas"—; vamos al cementerio".
     Este era una pieza en la casa del Mongo donde guardaba la existencia. El "Pelapapas" dijo que la existencia era la mercancía que el Mongo vendía a las gentes. Hierbas y huesos de niños muertos sin bautizar y grandes que hubiesen cometido crímenes contra las leyes. "Por eso yo sé que el Mongo venderá caros mis huesos —dijo el "Pelapapas"— Mi crimen es mayor que el de todos los demás, porque es contra él mismo. Yo sé que me matará y que mis huesos serán pesados al gramo e irán a sostener el alma de algunas mujeres. Por eso os he traído aquí y os he revelado el secreto".
     Ya no es secreto. La cosa entró y salió en los periódicos después, y yo supe que la Rural había tenido que engrampar al Mongo contra su voluntad. El mongo compraba a la Rural para que le protegiera y vendía brujerías a las gentes. Los muertos que trabajaban para él no hacían sino ir a recoger hierbas por la manigua. El Mongo tenía otros que iban de noche a los cementerios donde sabían que habían enterrado gentes fuera de la ley y le mandaban sus huesos. Los muertos de la manigua cazaban también gallos negros de pelea y chivos blancos y arrancaban corazones de niño y corazones de sapos bajo la luna, decían los periódicos.
     Yo no sé, con todo. Los muertos jamás fueron hallados y nadie habló del "Pelapapas". Puede que los muertos se lanzasen a las cuevas de los cocodrilos por orden del Mongo. Todo el mundo supo luego que los brujos podían dar hierbas a la gente y atontarla y hacerle trabajar para ellos. Nadie supo del "Pelapapas". "Puede que esté hecho polvo", dijo Ñico. "Sus huesos estarán en medallones en el seno de algunas mujeres", nos dijo un policía.  
     Porque allí estábamos; en la estación de policía que Trujillo le había tirado una trompetilla. Estuvimos varios días, hasta que Eliseo nos hizo sacar y estorbó que nos llevaran a Guanajay. ¡Y lo que vimos! Ñico asomó la cabeza a la reja y vio pasar a las dos mujeres sagradas y les soltó su trompetilla. "Son zorras de San Isidro", dijo el policía. "Ya lo sabíamos", dijo Ñico. "¿Conocías tú al "Pelapapas", policía?", dijo Trujillo.
     Nadie le conocía. Los mismos Ñico y Trujillo le olvidaron. Puede que el mundo entero le haya olvidado hoy, menos yo. Por eso he hablado de él aquí.


1.  Nosotros y el `Pelapapas´: Diablo Mundo, Año 1, No. 5, 26 de mayo de 1934, pp.  8-9. Se corrigieron errores obvios de edición, como artículos, acentos, nombres en minúsculas, etc., lo que puede confirmarse en la reproducción visual del original.