Párrafos y estrofas

Próspero Pichardo y Arredondo (Florimel)

 

“Para unos pétalos”

     Próspero Pichardo y Arredondo, cronista, poeta y persona decente, me pide un prólogo para su libro Párrafos y estrofas... ¡Ocurrencias de cronista, sueños de poeta y cortesías de galant'uomo! Yo... ¿un prólogo? ¡Pero si para mis pocos libros he necesitado buscar con un candil alma generosa de artista que me dé pasaporte para el infierno de la publicidad!...
     Guiado por el afecto, sin duda, Próspero Pichardo y Arredondo quiere un libre tránsito de mi pobre y empolvada musa de prosista, para sellar así nuestra amistad, con perjuicio de su libro, de sus lectores, de su reputación.
     — ¡Gracias, querido amigo!— le he dicho dándole un abrazo, y sin negarme a complacerle:— ¡Vd. es hombre generoso y amigo leal... me confía Vd. el primero de sus claveles, aunque acaso se lo devuelva marchito!...
     (Para el amable y fecundo Fontanills, hubiera escrito crisantemos, en lugar de claveles.)
     Confieso que yo no hubiera llevado la amistad hasta semejante sacrificio.
     Mi primer libro (que no sirvió para nada) se publicó sin prólogo. Se lo había pedido a Manuel de la Cruz, que era en aquella época, literariamente, mi tutor. Después que el poeta de los Cromitos cubanos leyó mis pliegos, definitivamente impresos, me dijo, mordiéndose los labios con rabia entre palabra y palabra: — No me lo consultó Vd. antes... Se me ha declarado Vd. en rebeldía... ¡Y eso, está muy lleno de defectos!
     No escribió el prólogo, pero nos convidó a comer a Julián del Casal y a mí. Nuestra amistad sufrió una gran alteración: en lugar de pelearnos, le admiré, le quise y le respeté más.
     Después, mis prologuistas han sido Manuel del Palacio, académico de la lengua y felicísimo sonetista, que me acusó del delito de emplear americanismos (censura que le valió un palo de Frías y Soto, el mordaz crítico mexicano); Remigio Mateos que me acompañó en días tristes a suspirar por Cuba; Conde Kostia, que con su maravilloso estilo, me dio la alternativa por compromiso; Bonafoux que estableció una ligera diferencia entre mi persona humilde y los chimpancés que se inspiran en el Chimborazo y se visten en la Belle Jardiniére...
     Cuando Pichardo y Arredondo, en el curso del tiempo, escriba otros libros, y tenga ruidosos éxitos, recordará sus Párrafos y Estrofas y mi prólogo, y sonreirá con benevolencia:
     —Pobre amigo aquél! Se esforzó por complacerme y no lo hizo del todo mal...

*                           *                           *

     Este libro, es el de un cronista dócil a las exigencias de su oficio. Yo le aplaudo dentro de este prólogo, como le he aplaudido fuera de él: prosa y versos, para refrescar, en este verano fiero que nos amenaza, el corazón de sus lectoras: cronista generoso, como pocos, limpio de toda vanidad su espíritu... Cuando la nueva generación le pregunte «y en suma ¿qué juicio hizo de ti, en su prólogo, el que era tu jefe en El Mundo, periódico que te hizo popular a cambio de tu prosa y de tus versos?» yo le autorizo para que responda:
     —Me dijo cosas para mí muy agradables: pluma galante, teñida de azul; filósofo del gran mundo y maestro de corazones aristocráticos; poeta de encajes Valenciennes; cuentista con la proa hacia Luis Taboada; siluetista en el altar de Fernanflor; alma filantrópica; espíritu que flota en la aureola de San Antonio; elegante caballero que dobla su rodilla ante la más fermosa, y pone su vida, por un quítame allá esas notas de amor, a la disposición del primer caballero de la blanca luna que surja con las manos tintas en la fantástica y consagrada literatura de D. Manuel Sanguily, sultán a punto de volverse loco...
     La Posteridad:— ¿ Y que más te dijo aquel insulso periodista?
     Florimel:—¡Nada más! Se escurrió por el foro, dejándome escritas en el dorso de un soneto de Foncueva, las siguientes palabras: «no he podido hacer más, querido poeta: no soy prologuista de oficio, ni de afición: con Cañete y con Cánovas desaparecieron, aquellos: los otros tienen en Cuba un gran apóstol, a quien debió Vd. acudir antes que a mí: el insigne Montoro...»
     ¡Dios salve a Próspero Pichardo y Arredondo de prologuistas de mi calaña!

M. Márquez Sterling.

Habana, Junio 18 de 1904.

 

Pajarete

     Esteban Pajarete, escritor medianejo y poeta ripioso, que no buscaba en las buenas lecturas la corrección de estilo que tanto necesitara, oyó hablar de las extravagancias y el escepticismo de los grandes hombres y de las aberraciones que acompañan generalmente a los talentos superiores.
     Y hete aquí que el pobre muchacho, ansioso de gloria y un tantito orgulloso por los bombos que le prodigaran algunos compañeros, en los periódicos, se dijo un día:
     — Pues que las extravagancias son compañeras del talento, desde este instante no hay en la Habana un ser más excéntrico, más raro y más incomprensible que Esteban Pajarete.
     Hecho este propósito se encerró en su cuarto y comenzó a ensayar actitudes.
     —Cuando visite por vez primera una casa — decía, dando grandes pasos por la habitación — haré este saludo.
     Y se inclinaba hacia la izquierda del modo más especial del mundo.
     —Al despedirme — continuaba — yo no me ofreceré a nadie. No diré las frases de rúbrica. Mucho gusto. A las órdenes de ustedes. Nada de eso. Me situaré en el centro de la sala y exclamaré:
     — Los escritores no se ofrecen a las multitudes. Entonces habrá, de seguro, alguna joven romántica que diga:
     — ¡Cuidado que son raras estas gentes de pluma!
     En estos preparativos de futura conducta social, estuvo Pajarete, hasta la hora de comer en que ocupó su sitio junto a la modesta mesa de familia.
     — ¿De qué es la sopa, mamá? preguntó el poeta.
     — De arroz, hijo mío.
     — ¡Arroz! ¡arroz! ¿Quién come arroz?
     — Tú, que te gusta muchísimo – respondió una de las hermanas.
     — El arroz es una comida insípida, incolora, insulsa. Ningún grande hombre ha podido comer arroz.
     — Confucio, que era chino — dijo el padre de Pajarete.
     Cuando sirvieron el café, notó la familia, con asombro, que Esteban rechazaba la azucarera.
     — El café amargo es delicioso — exclamó sentenciosamente.
     Al concluir de comer y mientras se limpiaba, los dientes, pensaba:
     — Así debe de comer el gran Tolstoi.

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     La sala de la señora condesa del Líbano era aquella noche el punto de cita de la buena sociedad.
     Una de las más renombradas tiples de ópera acababa de cantar el aria de la Locura de Lucía.
     Todos aplaudían frenéticamente, a excepción de Esteban Pajarete que a título de periodista se encontraba en la fiesta.
     ¿Pero usted no aplaude? — le preguntó una señorita.
     Zola o Alarcón no lo hubieran hecho,— contestó Pajarete, enfáticamente.
     -- ¡Jesús, pero qué raro es este señor! — murmuró la joven.
     — La rareza de la gente de pluma, señorita.
     A los pocos momentos la condesa del Líbano mostraba a los presentes un magnífico cuadro que representaba a las Tres Gracias, obra de un notable pintor.
     Los elogios al cuadro eran justísimos. El pincel del artista no había podido estar más inspirado.
     Pajarete se acercó al lienzo, le tocó y murmuró:
     — El clasicismo en el arte pictórico es sublime. Esas Tres Gracias se parecen a las vestales de la antigua Roma. Impúdicas!
     Hubo sus cuchicheos y sus protestas.
     Pero fue el acabóse cuando Pajarete se acercó con mucho misterio a una elegante dama y le dijo con voz cavernosa.
     — Señora, ¡qué pensamientos cruzan la mente soñadora!
     — ¿Qué le pasa a usted?
     — ¡Me siento camello!
     — Señores – exclamó la dama,—Pajarete dice que se siente camello.
     Fue una risotada general. El poeta creyendo que le iban a comparar con Tolstoi, comenzó a caminar como esos cuadrúpedos.
     La condesa del Líbano suplicó a Pajarete en los términos más finos, que se descamellara y los escritores y periodistas que presenciaron esta escena, sintieron en su rostro el fuego de la vergüenza.

La Habana: Imprenta La Musical, 1904