Julián del Casal

Octubre 23,1891

José de Armas (Justo de Lara)

 

     El joven poeta que acaba de morir era uno de esos pocos, muy pocos hombres de los que puede afirmarse, cuando nos abandonan para siempre, que no han hecho mal a nadie en la vida. Hay muchas maneras de ser malo. Algunos no lo son por egoísmo, porque el mal cuesta siempre trabajo o  porque la fama de los malos es contraproducente para los éxitos de este mundo. Pero de ser bueno sólo hay una manera, la que nace del corazón, la que no se impone ni por la voluntad ni por el cálculo, y el pobre Julián del Casal era bueno así. Para él no había rencores. La envidia no la conocía. No odió a nadie. Pasó su corta existencia soñando en el arte, en los ideales de las grandes almas. ¿Quién que le conoció no ha de llorar, por tanto, sobre su tumba?
     En estos jóvenes países de la América latina, donde el cultivo de las artes y las letras sólo puede ser una afición y nunca una profesión, los que sienten latir en su alma grandes aspiraciones a la gloria intelectual, han de sentirse por fuerza eminentemente desgraciados. Ante la imposibilidad de crearse un medio más favorable a sus ambiciones, algunos se resignan y abandonan las letras o las artes por inútiles. Otros intentan luchar, y venciendo obstáculos casi insuperables, se lanzan a través del Océano en busca de la patria intelectual europea, donde puedan realizar sus ensueños. Estos son muy escasos, porque están formados de la madera de los héroes. El único que yo conocí, fue Augusto de Armas. Otros, por último, se resignan también; pero se forman un mundo fantástico, en el que viven alejados de nuestras luchas sociales. Entre éstos el más notable fue Julián del Casal, ejemplo de cuanto puede sufrir un artista en un país nuevo, dedicado a la formación de su riqueza y su personalidad política, y en que los poetas, los músicos, los pintores, y hasta los escritores — que no posean bienes de fortuna o no tengan otra cosa en qué ocuparse—desempeñan en la sociedad un papel muy secundario.
     Julián del Casal, viviendo en la Habana, vivía mentalmente en un París formado por su fantasía, mezcla del París de Gautier o de Baudelaire y del París de Verlaine y los poetas que hoy llaman decadentistas. De seguro que si a él se le preguntaba, siendo un joven a lo sumo de veintisiete a veintiocho años, por una mujer cualquiera, de belleza generalmente aplaudida en la Habana, no hubiera podido facilitar muchas noticias. En cambio, de París, conocía por sus lecturas, casi tanto como si las hubiera tratado, a todas las demi-mondaines—principalmente las de la época romántica—que habían llamado la atención de los poetas y los periodistas. El, como pocos parisienses hoy, se condolía en sus conversaciones de que Cora Pearl hubiese muerto en la miseria. Él sabía, como nadie, los más íntimos detalles de esa vida de las grandes cocottes y los bohemios célebres. Y, sin embargo, su París no era el de la realidad hoy, y él mismo decía a veces que no deseaba ver nunca la gran capital del mundo por no exponerse a sufrir una decepción amarga.
     Traducía el francés á libro abierto con facilidad pasmosa. No lo hablaba, ni necesitaba, ni quería hablarlo. Escribía en español con formas enteramente galaicas, importándole poco que algunos llegaran a decirle que no lo entendían. Él, en su mundo habitado por sombras, entre sus libros, entre los nombres de sus grandes pintores franceses — de los que no había visto nunca los cuadros originales — se sentía satisfecho de sus obras. Y hacía bien en estarlo. Prescindiendo del rigor de las formas, prescindiendo de las exigencias de un puro lenguaje castellano, Casal era un poeta por el sentimiento, un gran poeta enamorado de las musas y que solía gozar, como pocos, de sus raros favores. Por eso su vida tenía que ser la que fue, y poseyendo una vocación tan absoluta e irresistible — poeta en Cuba sin conformarse jamás a otra cosa —, tenía también que ser, ante todo, un misántropo, una víctima constante del horrendo desequilibrio entre sus aspiraciones y su carácter, y el carácter y las aspiraciones de su medio. Será duro decirlo, será triste, pero es la verdad. Para su familia, para sus amigos, para la literatura cubana, que aún podía esperar de su talento mejores frutos, la muerte de Casal es horrible. Para él es lo mejor que ha podido pasarle. No era un joven como todos los demás, lleno de esperanzas y de ilusiones. Era un cenobita; quizás, después de Leopardi, el poeta pesimista más sincero que ha tenido el siglo XIX.
     El ejemplo de Casal es tan triste como el de Augusto de Armas. El uno se resignó, el otro luchó, y los dos cayeron muertos en lo mejor de su vida. ¿Acaso, al fin de la terrible jornada, luchar o resignarse — en eso, como en todo — no será lo mismo?

Estudios y retratos. Madrid: Librería General de Victoriano Suárez, 1911, pp. 307-11