E pur si muove!: la “correcta ubicación” ideológica de Martí, según Roberto Fernández Retamar
Francisco Moran, Southern Methodist University
Un lugar común en los críticos y estudiosos latinoamericanistas y de la obra de Martí es la obsesión con atribuirle un militante antiimperialismo. Este argumento a su vez aparece asociado, si no al despertar, otra vez, sí a la radicalización de su conciencia social, particularmente en lo relacionado con la crítica a la políticas imperialista de los Estados Unidos, supuestamente radicalizada a partir de la famosa crónica “Un drama terrible” (1887) sobre la ejecución de los anarquistas de Chicago. En un artículo de 1979, Roberto Fernández Retamar afirmó que hacía tiempo que “empeñados en complementar o estructurar anteriores acercamientos a la obra y el pensamiento de José Martí con una necesaria biografía ideológica suya, insistimos en una correcta ubicación de aquella obra y aquel pensamiento” (“Algunos problemas” 240). A pesar de los problemas que supondría ese intento, el autor de Calibán traza el itinerario de la “ininterrumpida radicalización” de Martí que hará de él “el primer antimperialista de Nuestra América”. Del anticolonialismo español, el pensamiento martiano evoluciona hacia un “anticolonialismo múltiple y radical” que llega a rechazar “al flamante colonialismo del capitalismo maduro – cuya supuesta misión ‘civilizadora’ fue significativamente aplaudida por los Sarmientos en América y los revisionistas de la Segunda Internacional en Europa –, y al naciente imperialismo” (241-2). No solo no hay la más mínima fisura, el más ligero desvío en este esquema de la biografía ideológica de Martí, sino que también (como antes en Calibán, 1971), la transparencia y excepcionalidad del pensamiento político y ético de Martí adquieren su perfil definitivo en oposición con los que se equivocaron o jugaron del lado que no debían: los Sarmientos y todos los demás.
El problema, entonces, radica en explicar la posición de clase desde la que Martí experimenta esa “ininterrumpida radicalización” antiimperialista. “No es fácil responder la pregunta”, advierte Fernández Retamar, para luego insistir en que “la completa dilucidación de este problema, que por supuesto no corresponde hacer aquí, es sencillamente fundamental para un entendimiento justo de la magna obra martiana” (242-3). No obstante la dificultad apuntada (recuérdese, además, el título del artículo), según Fernández Retamar hacia 1873 Martí “asume las posiciones de una burguesía nacional […] en ascenso revolucionario” como, desde luego, cabría esperar en una trayectoria ideológica que avanza sin titubeos, en línea recta, por el camino del bien (el antiimperialismo). El problema con esto es que Fernández Retamar nos dice que esa burguesía, iniciadora de la Guerra de los Diez Años, hacia el final de la guerra (1878) “ha dejado de ser la clase de vanguardia capaz de encabezar los intereses de la nación”. Quiere esto decir que apenas Martí se ha montado en el carro de esa burguesía nacional, ya tiene que abandonarlo. El asunto se complica porque, no contando Cuba con un proletariado organizado que pudiera tomar el “papel de vanguardia” dejado por la burguesía, ¿qué hacer con Martí? ¿Dónde lo ponemos? Algunos creyeron equivocadamente, explica Fernández Retamar, que Martí, “quien no fue un ideólogo proletario, siguió siendo un ideólogo burgués, como lo había sido en 1873”. No obstante, dada la “posición política de vanguardia” (243) de Martí, quien, por lo mismo se ha quedado solo en el atelier de la Historia, otros buscaron resolver el problema “proponiendo un Martí secretamente marxista”. Fernández Retamar refutará esta última tesis por no corresponderse “con la realidad”, y por no constituir “una solución marxista del problema” (244). La solución marxista, consistirá en negar explícitamente el Martí marxista, al mismo tiempo subrepticiamente pintar de rojo el blanquísimo mármol. Si alguien podía realizar satisfactoriamente esa maniobra, reconozcámoslo, ese era Fernández Retamar. Se abroga así el derecho de editar la «biografía ideológica» de Martí tanto como antes, en 1969 (en privado, claro), se abrogó el de editar a Rama en la revista Casa de las Américas.(1) Todavía no se ha secado la tinta de la refutación del Martí marxista, Fernández Retamar se apresura a decirnos que “lo cierto es que tenemos que explicar cómo en sus últimos años Martí fue capaz de escribir cosas como las del artículo ‘Los cubanos de Jamaica y los revolucionarios de Haití’, que publica en Patria el 31 de marzo de 1894” (244). Cita entonces un extenso fragmento del mismo, y comenta que la lectura de esas líneas, “y de otras muchas similares escritas por Martí en la última etapa de su vida, revela inequívocamente que ellas en forma alguna expresan el punto de vista de un ideólogo de la burguesía cubana”. Y ahora viene lo bueno, una verdadera exhibición de sus artes de prestidigitación ideológica: “[H]e aquí a Martí”, dice empujándonos contra las Sagradas Escrituras, “hablando de clases en pugna”; y he aquí al dirigente máximo del Partido Revolucionario Cubano, revelando que ‘nada son los partidos políticos si no representan condiciones sociales’” (245, itálicas en el original).
Mientras Fernández Retamar nos dice que tenemos que explicar “las cosas” que Martí escribió en sus últimos años (así, en plural), el ejemplo que cita es de 1894, es decir, un año antes de su muerte en Dos Ríos. Y de las “otras muchas líneas similares” que también menciona, no nos da ningún ejemplo. En segundo lugar, lo que cita de todo el fragmento que reproduce (una palabra y una oración) ha sido obviamente cogido con pinzas para poderlo someter a la ortopedia de la jerga marxista: clases y, sobre todo, condiciones sociales. A esto hay que añadir las maniobras retóricas del propio autor. Martí, notémoslo, es también el “dirigente máximo del Partido Revolucionario Cubano”, que es casi si no lo mismo que decir Fidel Castro. Esta aproximación, desde luego, añade más rojo, “actualiza” al PRC en el PCC. Recuérdese que maniobras de este tipo Santiago Álvarez ya las había ensayado, solo unos años antes, en el documental El Primer Delegado (1975). De aquí que, en lugar de aceptar simplemente, la interpretación cocinada, lista para consumir, que nos ofrece Fernández Retamar, debemos ir al texto martiano que cita. ¿Por qué no hay ninguna referencia al contenido específico del artículo que tan generosamente (aunque con varios cortes) se cita? La razón es simple. El texto en el que se insinúa una preocupación social en términos de lucha de clases, por parte de Martí, y en conexión con el programa del PRC y de la guerra de independencia es sobre las divisiones y miedos raciales que ponían en peligro la revolución. Su objetivo no era otro que salirle al paso a las “agencias españolas en el extranjero” que, expresa Martí, se habían propuesto “avivar el miedo que los cubanos pudieran tener a la revolución” con el fantasma de la ‘guerra de razas’” (OC 3, 103). El deseo de “atizar” el miedo racial se habría materializado en un cablegrama del gobierno sobre la salida encubierta del vapor «Natalic» hacia Haití que sugería que “los revolucionarios cubanos estaban en tratos secretos con Haití” (105). Martí trata de desmentir esos rumores y, lo que es más importante, convencer a blancos y negros de que la revolución, en Cuba, solo podía significar libertad, de modo que “[q]uien ama a la libertad, previsora y enérgica, ama a la revolución”, y “[q]uien la combate, ayuda a levantar en Cuba, llena de hombres humildes y viriles, la tempestad que, en las corrientes del mundo moderno, ha de desencadenar la división de un pueblo – dado a la rebeldía por su misma larga carencia de derechos – en casta aristocrática –, en Cuba muy risible, – y mayoría tratada con injusticia o desdén” (104).
Significativamente, al citar a Martí, Fernández Retamar elimina uno solo de los dos apartes que hace Martí, que es el que encierra una advertencia: “dado a la rebeldía…” ¿Por qué? En el contexto del artículo, es obvio que Martí reformula la oposición o el miedo entre blancos y negros como apoyo o combate al proyecto revolucionario. Este desplazamiento cancela el conflicto racial reemplazándolo por el proselitismo en favor de la independencia que, advierte, conviene a la mayoría (de blancos y negros) por igual. Dicha sustitución tiene una consecuencia de la mayor importancia: la negación martiana del conflicto racial, justo cuando este debate estaba a la orden del día en Cuba y en la emigración,(2) implicaba cancelar lo político y la afirmación de la instancia ética (sigo la lectura de Jacques Rancière) por la cual debía; o mejor, tenía que cesar el conflicto racial como requisito sine qua non para lograr la unidad absoluta de los cubanos.(3) Martí alerta que Cuba, “llena de hombres humildes y viriles” era un terreno más que propicio a la violencia social (dada su inclinación a la “rebeldía”, justo por la “larga carencia de derechos”). Cada palabra ha sido cuidadosamente escogida. A la propagación del miedo racial, Martí responde con la del miedo al anarquismo. Esos hombres de que habla (y que llenan Cuba), puede observarse, son racialmente neutros, teniendo en común solamente la pobreza (humildes) y la inclinación a la violencia (insinuada en el adjetivo viriles). A la propagación del miedo racial, Martí responde propagando o anunciando otros: el anarquismo y el socialismo. El mismo texto que Fernández Retamar requisa para acercar a Martí a las ideas marxistas, es, paradójicamente, uno que sugiere que una amenaza mayor que el miedo y el odio racial podía hacer presa de la sociedad cubana: la lucha de clases, el anarquismo y el socialismo. A esto y no a otra cosa parece referirse la imagen de la tempestad que, “en las corrientes del mundo moderno, ha de desencadenar la división de un pueblo”. Uno tiene que preguntarse qué corrientes son esas del mundo moderno que invoca. Paradójicamente, la alusión a un pueblo dividido entre una “minoría soberbia” y esa masa de “hombres humildes y viriles” que lo llenan, sí alude a la lucha de clases, pero como una amenaza para la estabilidad social. Martí le advierte a la “minoría soberbia” que si por salvaguardar sus privilegios o por miedo al negro no secunda la revolución, otra amenaza mucho mayor (puesto que los humildes están compuestos de blancos y negros) se les vendrá encima: la lucha de clases. La división del pueblo cubano en una mayoría “mayoría tratada con desdén” (y formada de hombres humildes y viriles, ya inclinados a la violencia) y en una minoría (casta aristocrática) configura inequívocamente el escenario revolucionario de la lucha de clases, pero como algo que hay que temer (y de paso conjurar) con el triunfo independentista. La revolución, pues, es presentada como la única alternativa que realmente beneficiaría a todos. Para comprender mejor esto, hay que considerar que hacia 1894, cuando Martí escribe este artículo, ya el movimiento obrero cubano ha ganado organización y fuerza. En 1892 se había celebrado el primer Congreso Obrero, y las ideas anarquistas (entonces apenas distinguibles de las socialistas) se divulgaban con rapidez en La Habana y en Cayo Hueso.(4) Fernández Retamar tiene razón en el sentido de la importancia que tiene lo social en el artículo martiano (en cuanto lidia con la cuestión racial), pero más le hubiera valido usar otro ejemplo. En adición a esto, resulta sorprendente la ignorancia de Fernández Retamar sobre la discusión de la cuestión social en los Estados Unidos y en Inglaterra, desde antes incluso de la llegada de Martí en 1880,(5) puesto que solo ese desconocimiento explica su arrobamiento ante un Martí, como él dice, “hablando de clases en pugna,” y de condiciones sociales.”
Paréntesis de color: del rojo al negro, o bárbaros y civilizados
Incurriré en la digresión de (apartándome por unos momentos de la lectura marxista a la que Fernández Retamar quiere arrastrar a Martí) para comentar algo respecto a la discusión del problema racial en el artículo a fin de desafiar uno de los lugares comunes de la crítica canónica martiana, y que el autor de Calibán, en particular, no ha dejado de repetir insistentemente: la supuesta superación de Sarmiento por el pensamiento emancipador de Martí, (dado el compromiso político de este con los oprimidos, entre ellos el negro y el indio) de la oposición civilización vs. barbarie. No niego que entre Sarmiento y Martí haya, desde luego, sus diferencias. Pero a Fernández Retamar no le basta señalarlas y las empuña, con gesto beligerante, para oponer una América sarmientiana (a la que irían a parar los malos latinoamericanos) a otra martiana, que sería la calibanesca (la de Castro, Martí, etc). De un plumazo, pues, se decreta así la cancelación del binarismo civilización vs. barbarie en la escritura martiana. Martí, leemos en Calibán, “dejó claramente trazada” lo que allí se llama “«guía para la acción»” en el campo de la cultura aborigen “con su tratamiento de la cultura del indio y con su conducta concreta en relación con el negro” (43). Tan pronto como Fernández Retamar se apodera de Martí todo se torna claro, concreto, y, sobre todo, guía para la acción. Claro, repitiendo lo que el propio Martí expresa de manera inequívoca (y sin que, por lo mismo, pueda concebir la posibilidad siquiera de cuestionar lo que afirma), se pasa al dictamen definitivo: “Martí rechaza la falsa dicotomía que Sarmiento da por sentada”, por lo que, añade, “dije hace un tiempo que «Martí, al echarse del lado de la ‘barbarie’ prefigura a Fanon y a nuestra revolución»” (Calibán 45, itálica en el original). De ahí que, “si a Martí lo continúan Mella y Vallejo, Fidel y el Che y la nueva cultura revolucionaria latinoamericana” (51), Sarmiento halla su continuidad en el “típico escritor colonial” que es Borges (52), y en Carlos Fuentes, una de las figuras de “la llamada mafia mexicana” (54). Enfrentados Martí y Sarmiento (cada uno arrastrando su América), como dice Fernández Retamar, irreconciliablemente, ha llegado la hora de poner a prueba esa rotunda polaridad.
En el artículo que, recordemos, cita Fernández Retamar, José Martí busca aquietar o poner fin a los temores de “cierta especie efímera de cubanos que hay en Cuba” (“Los cubanos” 104) acerca de un posible trato secreto entre los revolucionarios cubanos y Haití. Para ello elabora dos argumentos: el de la diferencia radical entre las dos islas marcada por la negritud de Haití, y por consiguiente la blancura – al menos, tanto como sea posible, de Cuba. De esta comienza diciendo que es tierra “tan peculiar como notable, y en sus raíces y constitución tan diversa de Cuba, que sólo la ignorancia crasa puede hallar entre ellas motivo de comparación”. Obsérvese cómo funciona el trabajo estilizador. ¿Qué significa que Haití es una tierra “tan peculiar como notable”? La frase se destaca, justamente, por una vacuidad de sentido que es lo que la dota de él. Peculiar y notable (al igual que esa ambigua constitución) se cargan de significado en lo que no significan, porque no pueden significarlo: la extrañeza radical de Haití, su otredad. Haití (tierra de negros, de violencia) está fuera del proyecto de “Nuestra América”. Su diferencia radical con Cuba inequívocamente marca ese afuera. La ambigüedad inicial, sin embargo, da paso a una comparación que, al fijar la otredad haitiana, reasume el paradigma de Sarmiento:
Hay diferencia esencial entre el alzamiento terrible y magnífico de los esclavos haitianos, recién salidos de la selva de África, contra los colonos cuya arrogancia perpetuaron en la república desigual, parisiense a la vez que primitiva, sus hijos mestizos, y la isla en que, tras un largo período preparatorio en que se ha nivelado, o puesto en vías de nivelarse, la cultura de blancos y negros, entran ambos, en sumas casi iguales, a la fundación de un país por cuya libertad han peleado largamente juntos contra un tirano común.
El mismo lenguaje que clama por la independencia se desbarranca por los desfiladeros del racismo y del discurso colonial.(6) La diferencia esencial entre Cuba y Haití reside en la para nada sutil asociación del segundo con un alzamiento del que si se dice que es “magnífico”, también se lo llama “terrible” en oposición a la empresa civilizada (la fundación de una república) de los cubanos. La barbarie de la revolución haitiana se explica por esa África que todavía estaba muy cerca (recién salidos de ella) cuando los negros se rebelaron contra los colonos arrogantes. Ahora bien, la barbarie (explícitamente aludida en el primitivismo atribuido a Haití) aparece significada, en última instancia, por la heterogeneidad racial, política y cultural: la isla haitiana es primitiva y parisiense, su población es mestiza, y la revolución no puso fin, sino que perpetuó el orden colonial. Todo esto se traduce en su desnivelamiento. Haití es un territorio política, racial y culturalmente desequilibrado. A la inmadurez revolucionaria que la mirada colonial le atribuye a Haití, se opone una Cuba nivelada (o en vías de nivelarse), y cuyo grado de civilización se expresa tanto en su madurez política como en la estabilidad de un orden racial que se asienta (y esto es importante), más que en la unidad de negros y blancos, en el hecho de que cada uno tiene o tendrá su lugar en la república martiana: la “cultura de blancos y negros” entra en dos grupos, y “en sumas casi iguales” (en el casi está el detalle) a la fundación de la república. Resulta inquietante el ambiguo contraste entre esa “cultura de blancos y negros” cuya entrada en la República en “sumas casi iguales” no nos sugiere una equidad completa de derechos, y la transparencia con que se propone la unidad de unos y otros en la guerra.
La otredad haitiana cobra un mayor relieve, y se vuelve más sombría si la pensamos en el contexto del proyecto latinoamericano de “Nuestra América”. Lo sorprendente en este sentido es que la extrañeza haitiana se construye, tiene su fundamento, hasta cierto punto, en sus semejanzas con las naciones de América Latina. Si la arrogancia del poder colonial se perpetuó en Haití tras la revolución, en “Nuestra América”, dice Martí, “la colonia continuó viviendo en la república” (“Nuestra América” 344). Y América tiene su propia otredad, su mestizaje: esos sietemesinos (contra)hechos por el pastiche de las modas metropolitanas y por una masculinidad ambigua. Ellos son la barbarie americana. La diferencia es que Martí decide poner coto a esos flujos, a esos mestizajes, y disciplinarlos. Es una disciplina, sin embargo, impuesta autoritariamente desde una autoridad letrada, desde la letra, que inventa la realidad al describirla; que la inventa para disciplinar lo que ve: “De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas” (339). Con todo, hay una imagen, para mí clave, que muestra (como un guante al volverse) la diferencia civilizada de nuestra América en agudo contraste con la otredad bárbara de Haití. En la isla caribeña la república “desigual” se expresa en lo que tiene de “parisiense a la vez que primitiva”. En “Nuestra América” Martí dice que éramos una “visión”, una “máscara”, en la que se combinaban grotescamente el “pecho de atleta”, las “manos de petimetre” y la “frente de niño” con los “calzones de Inglaterra”, el “chaleco parisiense” y la “montera de España” (345). Tanto en Haití como en América la abyección es figurada en la imagen monstruosa, desequilibrada y grotesca. Lo europeo, sin embargo, asume diferentes connotaciones. Las referencias europeas en el caso de lo americano connotan el artificio, lo impostado sobre la naturaleza americana: el “delantal indio”. Pero en Haití, la yuxtaposición de lo parisense a lo primitivo sugiere la civilización yuxtapuesta a la barbarie. No cabe dudas de que en ambos casos se elabora una imagen monstruosa y grotesca, pero de diferente signo. Algo similar ocurre respecto al mestizaje. Los “hijos mestizos” de Haití expresan el carácter “desigual”, heterogéneo, la falta de cohesión nacional. En cambio, en “Nuestra América” el mestizo es explícitamente “autóctono” (340) y, por lo mismo, signo de cohesión de lo americano. Y hay más. “Haití es tierra extraña y poco conocida”, continúa Martí,
con sus campos risueños como en la soledad de flores de oro del África materna, y tal gentío ilustrado, que sin que quemen los labios puede afirmarse que ese volcánico rincón ha producido tanta poesía pura, y libros de hacienda pública, jurisprudencia y sociología, como cualquier país de igual número de habitantes de tierras europeas, o cualquier república blanca hispanoamericana (“Los cubanos” 105).
Si sorprendente y perturbadora es la incapacidad de Martí para escucharse a sí mismo, más sorprendente y perturbador es el descuido, la negligencia, la complicidad incluso de la crítica. El paternalismo y las tretas del estilo martianos (los “campos risueños”, las “flores de oro”), lejos de mitigar o esconder el horror, lo hacen más visible. La desamericanización y “barbarie” de Haití se cifran en su africanización y contraposición a las “tierras europeas” y a “cualquier república blanca hispanoamericana”. El “elogio” de Haití no tiene otro fundamento que lo que pueda hallarse allí de blanco; es decir, de ordenado, racional y letrado: la “poesía pura”, los “libros de hacienda pública, jurisprudencia y sociología”. Más aún; puesto que Haití no es sino un “volcánico rincón” (violento, africano, irracional), esa blancura reviste los signos casi de un milagro, cuando no de algo grotesco: “gentío ilustrado”. Similarmente, nuestra América aparece explícitamente identificada con la blancura europea. Uno tiene que preguntarse (y preguntarle a los críticos que nos han repetido hasta el cansancio el conocimiento profundo que Martí tenía de los pueblos americanos), dónde está, cuál es esa “república blanca hispanoamericana” de que habla Martí. He aquí que de pronto descubrimos que sí, que somos blancos (al menos algunos de nosotros). Porque si Martí habla de “cualquier república” es porque debe haber varias. Ni indios, ni el mestizo autóctono, ni el negro, sino el blanco. Así; juntas, unidas (en oposición a la volcánica negrura de Haití) se preguntan cómo son y se responden las tierras blancas europeas y las repúblicas blancas hispanoamericanas. La figuración discursiva de Haití como, simultáneamente, la frontera y la otredad abyecta de Cuba y, de manera implícita, de nuestra América prefigura otras en las esa frontera y abyección serían transferidas a lo antillano y, en particular, a Puerto Rico.(7)
¿Significa, entonces, que por lo dicho hasta aquí debemos suponer que Martí, al referirse por lo menos al negro cubano, revelará al fin ese lado radicalmente antisarmientino tantas veces repetido por los críticos? Como ya vimos antes, es en el relato de la violencia, de la guerra, donde se figura la unidad de negros y blancos. En la Guerra de los Diez Años, dice Martí usando la primera persona del plural, morimos “juntos, unos en brazos de otros, y con los disparos gemelos de nuestros fusiles oreamos el aire tenebroso para que sea palacio pacífico de la libertad”. Pensando sin dudas en la República, Martí anticipa que habrá “demagogos que se pongan de cabeza de la preocupación negra o la blanca, y grados de aseo y de cultura, que son los mismos que ya hoy tienen los blancos entre sí, y los negros como ellos” (“Los cubanos” 103). Como en “Mi raza” Martí intenta darnos gato por liebre echando mano a una engañosa simetría – demagogos negros y blancos – pero el cuidado que pone resulta inútil, porque una y otra vez el racismo se abre camino en el interior mismo del discurso emancipatorio. Martí vislumbra un futuro, una república en los que habrá “grados de aseo y de cultura”, pero ¿a quiénes tiene en mente? ¿Quiénes – y con qué instrumentos prescriptivos y represivos – tendrán a su cargo determinar los grados de aseo y de cultura? Y otra vez hay que preguntar: ¿los de quiénes? Poco a poco la escritura comienza a perder inteligibilidad, pues, aunque de todos modos podría inferirse que se trata de “los grados de aseo y de cultura” de los negros, y que dichos niveles de aseo y de cultura “son los mismos que ya hoy tienen los blancos entre sí”, es obvio que el sentido no está claro, sobre todo por la manera en que concluye la idea: “y los negros como ellos”. No obstante, podría afirmarse con un mínimo de posibilidad de error, que lo que se implica es que cuando los negros alcancen los “grados de aseo y de cultura” que “hoy ya tienen los blancos”, serán como ellos (los blancos). La igualdad racial estaría asociada así a un proyecto civilizador modelado en y por los blancos: aseo y cultura. No pretendo afirmar (porque eso sí sería una idea racista) que el negro no poseía aseo y cultura, sino de que se trata de valores definidos desde la hegemonía de la raza blanca, y que parten (precisamente por ello) de prejuicios que inscribían al cuerpo negro como sucio (física y moralmente), y susceptible de ser presa de las pasiones extremas (la sexualidad, y la violencia), que la cultura debería disciplinar.(8) Por eso, Martí deja ahí, bien claro, qué debería hacerse en la República en caso de que los negros no borraran el pasado, e insistieran en recordar: “pero si una mano criminal, blanca o negra, se alzase, so pretexto de colores, contra el corazón del país, mil manos a la vez, negras y blancas, se la sujetarían a la cintura, y se la clavarían en el costado. Lo que queda son las ruinas. A los disparos gemelos de los fusiles, anunciamos, con el fuego creador, el alumbramiento de la libertad” (103). Sabemos que aquí el “so pretexto de colores” solo alude al negro. La advertencia es para los negros. Y esta advertencia – no lo olvidemos – se materializó muy martianamente en la masacre de los Independientes de Color.(9) No es difícil por qué. La advertencia de Martí convenientemente olvidó la enorme desproporción en términos de poder entre la mano blanca y la mano negra tras el advenimiento de la República. Su ceguera política – para los que quieran concederle el beneficio de la duda – le hizo olvidar que siglos de discriminación, racismo y esclavismo no desaparecerían tras el amanecer republicano. Y que sí había una guerra de razas que temer era precisamente la de los blancos. No anticipar nada de esto constituía poco menos que un crimen. El cinismo de Sanguily que les pidió a los negros valerse de la Ley, no para reclamar derechos sino básicamente para morderse la lengua, solo les ofrecía la posibilidad de “influir poco a poco en la conciencia pública,” aunque no sin añadir que “veinte siglos casi de decantado pero de superficial cristianismo” no habían conseguido esa influencia. Martí, que leyó el artículo, tenía que saber lo que quería decir esto: los negros tenían todavía ante ellos un tiempo tan impreciso como largo para lograr alguna justicia.
Cuando en “Los cubanos de Jamaica… “ Martí expresa que los rumores del gobierno español sobre tratos secretos de los revolucionarios cubanos con Haití buscaban que “los cubanos blancos crean que la revolución acarrearía el predominio violento de la raza negra; para que los cubanos negros, azuzados en la preocupación de raza, se divorcien de la revolución, que les quitó la cadena de los pies, que abrió su vida despreciada al mérito de los combates y a la autoridad de la gloria…” (103), se convierte él mismo en vocero de los cubanos de su raza. Hay que tener en cuenta que aunque esté interpretando las motivaciones de España, el discurso es todo suyo. Podía haberse limitado a lo del predominio de la raza negra – aunque esto no dejaba de ser racista – pero, como blanco al fin, solo podía ver ese predominio como violento. Pero algo se traba aquí. Los blancos que temerían la violencia negra; sin embargo, el único problema que presentan los negros – obviamente también amenazados por los blancos – no es el temor al predominio violento de éstos, sino el deseo de divorciarse de la revolución. Así, el verdadero miedo es el de Martí, quien se encontraría sin suficientes brazos; braceros, para ser más exactos, para hacer la revolución. Uno puede ver que incluso a los ojos de Martí la “preocupación” de los negros no parece ser legítima; y sobre todo no parece venir de ellos. Se trata de una preocupación azuzada, pero ¿por quién o quiénes? Todavía, no obstante, lo decisivo sigue siendo que, explícitamente, para Martí el miedo de los cubanos blancos a posibles tratos de los revolucionarios cubanos con Haití significara “el predominio violento de la raza negra” (103); o más exactamente, la creación de otro Haití, de una república negra. El propósito del artículo de Martí es persuadir a los cubanos blancos de que Cuba no será otro Haití. Bastaba con invocar el predominio de los negros para que se justificara el miedo de esos blancos, sobre todo porque ese predominio, en la mente racista, no podía ser sino violento. Ese era el derecho del blanco; tan es así que Martí no se siente compelido a invocar aquí el predominio violento de la raza blanca. El peligro reside en la (re)producción desmesurada de los negros, hasta el punto de hacerse de la isla, africanizarla, haitianizarla. O lo que es lo mismo, desequilibrar su blancura, desleírla en un peligroso antillanismo.
Martí expresa algo, sin embargo, que nos permite alinearlo con la defensa de la libertad que tantos estudiosos han celebrado en su obra y en su vida. Después de afirmar que no es cierto que en Cuba existiera “un miedo sincero al predominio de la raza negra en la revolución,” continúa:
Ya en Cuba está planteado el problema inevitable de todos los pueblos, y ese es en realidad el único problema de Cuba, que explica las confusiones aparentes del país, como explica lo catástrofe de la guerra: la minoría soberbia, que entiende por libertad su predominio libre sobre los conciudadanos a quienes juzga de estirpe menor, prefiere humillarse al amo extranjero, y servir como instrumento de un amo u otro, a reconocer en la vida política, y confirmar con la justa consideración del trato, la igualdad del derecho de todos los hombres (104).
No obstante, aun aquí – o sobre todo aquí – nos encontramos con lo mismo. Para empezar, uno no puede desentenderse, ni separar esta declaración, de lo que ya ha leído y visto. En primer lugar, esa “minoría soberbia” de que habla Martí son los autonomistas; y por tanto hay que considerar el blanco político de esta declaración. En segundo lugar, resulta altamente significativo que un texto que gira completamente en torno al miedo al negro, en el momento en el que la noción de libertad alcanza su definición más justa, las marcas racializadoras se esconden. Obsérvese que no he dicho que no están presentes, sino que se ocultan. En ese escondite se revelan involuntariamente. En efecto, aquí aparece al fin lo que habíamos echado antes de menos. Martí, sin dudas, está hablando de la voluntad del “predominio libre” de los blancos sobre “los conciudadanos a quienes juzga de estirpe menor” (los negros). Pero, aun tratándose de un enemigo inveterado – los autonomistas – Martí se atreve a mencionar públicamente el deseo de predominio libre, violento además, del blanco sobre el negro. En la desigualdad de ese reconocimiento, la violencia y la amenaza quedan desigualmente distribuidas, y con ellas también el derecho al uso legítimo de las demandas y, llegado el caso, de la violencia. En efecto, el problema como puede verse es que “minoría soberbia,” es un significante vacío, sin un referente específico, y por tanto susceptible de ser resignificado a voluntad del poder. Ni siquiera la apelación a la “igualdad del derecho de todos los hombres” puede tranquilizarnos, puesto que la noción misma de hombre en Martí es problemática y se desdibuja con suma frecuencia.
El artículo se cierra, pues, predeciblemente, insistiendo en que no había tratos con Haití. Lo importante en este caso no es el desmentido de los hechos, sino la insistencia en negar las implicaciones que haber sido cierta la noticia, habría tenido para los cubanos blancos:
la revolución cubana, que ha de entrar a su labor sin confusiones ni sustos, no tenía con Haití los tratos que publicaban las agencias españolas. Ni los tenían en modo alguno, tácitos o expresos, los cubanos de Jamaica, contra lo que dijo el cablegrama de Nueva York: más no había para qué perder tiempo, y respeto propio, en negarlo. Cuando las obras defienden, no hay por qué defenderse (105).
La revolución cubana no tenía tratos con Haití no principalmente porque los rumores que había difundido la prensa española fuesen falsos, sino sobre todo porque la cubana tenía, o iba a tener otro carácter que la de Haití. A diferencia de la de ésta, la cubana no tendría “confusiones ni sustos.” Martí concluye que no había que perder tiempo en negar los rumores porque “cuando las obras defienden, no hay por qué defenderse.” Preguntémonos qué obras, o cómo podrían las obras – cualesquiera que ellas fuesen – defender a los revolucionarios cubanos de Jamaica, y en general a la revolución y a Martí, de estar en tratos con Haití. La única explicación posible, desde luego, es que las obras de los revolucionarios cubanos bastaban para demostrar que no había tratos con Haití. Martí tranquiliza así a su raza: Cuba no será otro Haití. Los revolucionarios cubanos no serían negros jacobinos.
Notas
1. Ángel Rama narra el incidente en su Diario: “Recuerdo que en el 69, exasperado por la minúscula chismografía y la falta de un diálogo serio, fui a ver a Fernández Retamar: ‘En mi calidad de miembro del Consejo de Colaboración de la revista, puedo escribir en ella dando mi opinión sobre la campaña del anónimo Leopoldo Ávila’. Mirándome consternado, más que nervioso, contestó: ‘Sí, pero yo tendría que ‘editar’ ese texto’. Con lo cual quedó demostrada cuál era la situación: nadie podía contestar, así fuera sosegada y criteriosamente, a un mítica instancia, que era el poder” (Diario 132).
2. Justo dos semanas antes de la publicación en Patria de “Los cubanos de Jamaica…”, Martí comentó también aquí el artículo “Negros y blancos,” que Manuel Sanguily había publicado el 31 de enero de 1894 en Hojas Literarias. Significativamente, Martí se siente compelido a comentar un artículo en el que no escasean afirmaciones ostensiblemente racistas. En su artículo “Sobre negros y blancos” Martí alude a “la ley aviesa de blancos y negros” y al “simposio de ideas” que la ley había suscitado. En otro famoso artículo publicado en Patria el 2 de enero de 1894 – “El plato de lentejas” –, y por tanto anterior a los dos a que nos hemos referido aquí, Martí menciona la decisión del gobierno español – decisión tomada, como lo reconoce Martí, “a petición del ‘Directorio de la clase de color’, que los cubanos pueden tener asiento en los lugares públicos y sitio en los paseos y en las escuelas, sin diferencia del cubano blanco.” En “El plato de lentejas” declara que había sido la revolución cubana la que “abolió la esclavitud y suprimió en su primer constitución y en la práctica de sus leyes toda distinción entre negros y blancos…” Así, tanto el artículo de Sanguily publicado en La Habana, como su comentario por Martí en Patria, se inscriben en el mencionado simposio de ideas generado por la decisión de España. Con una hipocresía que es parte de su estilo, Martí, que sabía de las declaraciones racistas de Sanguily, solo se atreve a apoyarlo de manera sesgada: “Cuantos vieron la luz, resplandecen con ella: Sanguily, Collazo, Carrillo. Nadie que estuvo con el honor y fue parte de él, quiere desmerecer de él: ni podría, aunque quisiera.” Al igual que en “El plato de lentejas,” en “Sobre blancos y negros,” Martí repite la falacia de que fue la revolución la que libertó a los negros, con lo que de paso les recuerda esa deuda. Sanguily, sin embargo, admite – aunque dice que con tristeza – que “han sido los esfuerzos de los negros más eficaces que los de los otros grupos sociales que han perseguido soluciones propias y determinadas” los que lograron que “en muy pocos años” los negros hubiesen avanzado socialmente (Sanguily 196). Ahora bien, entre las circunstancias favorables que también explican ese adelanto estaba, según Sanguily, el hecho de que el español mismo “es el producto de razas inferiores,” por lo que en Cuba “el menestral y el jornalero peninsulares se unen a la negra como lo hace el chino, por su propia íntima condición y a la vez por economía” (197). Se dibuja entonces, explícitamente, el cuadro de una abyección amenazadora por sus posibilidades contaminantes. Lo importante, sin embargo, es la mirada racista de este simposio de ideas, que asienta la inferioridad compartida de españoles, negros y chinos. Por otra parte, sitúa al negro en el umbral mismo de un ejército enemigo, anti-cubano, y como un peligroso elemento desnacionalizador con todo lo que ello implicaba: “el negro fue siempre en Cuba instrumento de labor para el blanco y paralelamente instrumento de gobierno para los españoles.” El destino de Cuba dependió ayer, afirma, del negro “como amenaza de destrucción para el cubano blanco;” y dependerá “del negro, mañana, como elemento de fuerza en favor y beneficio del gobierno y la política de los españoles o del gobierno y la política de los hijos del país de raza caucásica” (198). Si el negro fue una amenaza en el pasado, también como amenaza se proyecta hacia el futuro. Entiéndase, el negro aparece aquí como el verdadero enemigo. Y hay que advertir que mientras el blanco es inequívocamente cubano, el negro está alienado de la identidad nacional: permanece, siguiendo a Agamben, en el umbral del homo sacer, a expensas del poder soberano (blanco, desde luego). Es por esto que Sanguily alinea los beneficios legales concedidos a los negros con la frustración de los planes revolucionarios: “En 1885, cuando se expidió el Decreto que concedía a los negros la entrada libre en los establecimientos públicos, preparábase una insurrección separatista… Ahora, en momentos de ratificárseles a los negros aquellos derechos y otorgárseles el nuevo beneficio de poder enviar a sus hijos a las escuelas públicas a par de los blancos, están organizados en un partido político los emigrados cubanos…” (198-9) (énfasis mío). Lo que se sigue de aquí es que a la revolución le convenían los negros encadenados por el gobierno español para poder venderles la guerra de independencia. Y dado el no oculto desdén de Sanguily por los negros y por los chinos – y aun el de Martí –, uno puede calibrar el inquietante significado de libertad en el contexto de las insurrecciones separatistas. Y hay que advertir Sanguily nos ofrece una perfecta ilustración de lo que podría considerarse racismo antirracista. Véase como desecha los temores de los blancos a la venganza de los negros por los crímenes de la esclavitud: “Cuando debió odiar no sintió el negro rencor ni tuvo tampoco fuerza bastante, voluntad y condiciones, para vengarse y rescatar su libertad” (203) (énfasis mío). Tal y como lo ve Sanguily, el “problema del hombre blanco” según las “opiniones extremas” era elegir entre estas opciones: “absorber al negro, en eliminarlo, o en asociarse con él”. Lo primero, dice, “hasta ahora ha sido imposible y sería muy lento.” En cuanto a lo segundo, “[n]i por nuestro carácter, ni por nuestras costumbres, ni por la ley podemos eliminarlo tampoco,” por lo que solo queda “asociarlo a nosotros” (énfasis mío). Sanguily, dice esto después de comentar que la justicia “es el triunfo de los mejores” y de reconocer que “la sociedad no es uniforme; sino una organización complicada en la que todos los elementos deben gozar y procurar gozar de las condiciones apropiadas a su desenvolvimiento particular” (204) (énfasis mío). Resulta revelador que dos de las tres opciones para el hombre blanco implica la eliminación del negro, o mediante el blanqueamiento, o mediante la eliminación física. En este contexto, la observación de que las leyes no permiten lo segundo resulta cualquier cosa menos tranquilizante. En lo concerniente, a “nuestro carácter” y “nuestras costumbres” sería mejor preguntarles a los negros mismos qué pensaban y piensan de ello. De todas maneras, el impulso blanqueador no ceja en esa invitación a asociar al negro “con nosotros.” ¿Por qué no asociarnos nosotros con ellos? Ahora bien, lo más notable quizá del texto de Sanguily es su coherencia por encima de sus aparentes contradicciones. Lo vimos negarle al negro su identidad nacional, e incluso localizarlo fuera y contra los intereses del patriotismo independentista. Pues bien, ahora, justo ahora que nos dice que no se puede eliminar al negro, Sanguily consigue justamente su eliminación al convertirlo en sujeto nacional: “El africano, el infeliz africano ha ido desapareciendo […] El negro descendiente suyo es un cubano: cubano por el nacimiento, cubano por las costumbres, cubano por el dialecto o por la lengua, cubano, en fin, por las aspiraciones” (205). Es preciso borrar lo otro, lo africano, a golpes de martillo de lo cubano. Pero es justo la repetición encaminada a hacer del negro un cubano lo que en última instancia revela lo precario de esa misma cubanidad. El blanco no necesita recurrir a este rosario para decir que es cubano; solo el negro, por su pasado africano. Que para el blanco ese pasado nunca desaparece del todo es obvio en la vacilación de Sanguily: dialecto o lengua. El negro queda apresado en un umbral donde su “cubanía” tendrá que pasar infinitos exámenes, por lo que no pasar el examen es algo más que una posibilidad: expresa su condición liminal, la permanente amenaza de la súbita aparición de los rancheadores. Martí, como ya dije, elogia esta otra pieza del horror cubensis, pero no de frente, sino valiéndose de otro negro cubano – Rafael Serra – que es a quien deja la celebración del texto de Sanguily. El gesto, evidentemente calculado, es por lo mismo más deleznable y revelador de la calaña de Martí. Serra, por su parte, solo ve en el texto de Sanguily un ataque al autonomismo. Aun así, algo se desliza en la aparente ingenuidad de Serra: “Sanguily dice que los negros no pueden acabarse ni por medios naturales ni por medios violentos; porque el clima los favorece, y porque la violencia sería un crimen que la historia castigaría con sus manos de acero. Yo me asocio a la opinión del ilustre Sanguily, y añado que el gobierno, astuto y avisado, no dará ocasión para que se realicen estos fines” (OC 3, 82) Recuérdese que el comentario de Serra aparece en el texto de Martí que meramente le sirve de prólogo. Donde Sanguily meramente dice que la ley no permite eliminar violentamente a los negros, Serra no invoca la prohibición de la ley, sino la retribución que seguiría a la violencia de los blancos: “sería un crimen que la historia castigaría con sus manos de acero.” Aunque Serra todavía mantiene esa retribución del marco legal, las “manos de acero” parecen excederlo. Incluso el final conciliatorio de Serra parece imbuido de una advertencia para la república futura: “la paz sólo peligra, donde haya un sistema que produzca la indignación que excita la injusticia en el pueblo más dócil” (82) (énfasis mío)
3. Sobre la distinción rancieriana política-ética ver: Jacques Rancière. “El giro ético de la estética y de la política” en El malestar de la estética (2012)
4. El artículo que cita y comenta Fernández Retamar se publicó en Patria el 31 de marzo de 1894. El 14 de julio de ese mismo año, también en Patria, Martí publica un breve artículo titulado “La huelga en el Norte” sobre la que habían iniciado los obreros de Pullman. Al final, Martí concluía con un comentario que, tanto como una crítica a la corrupción de la república norteamericana, parece encerrar una advertencia para sus compatriotas del presente y de la república futura: “La huelga, pues, de los obreros de Pullman no es un suceso aislado, que haya de verse secamente como un hecho sin raíces, sino la manifestación violenta y lógica de la actual condición revolucionaria de los Estados Unidos, provocada por la organización monárquica, venal, egoísta, que velozmente han dado a la república” (“La huelga” 218).
5. Cito unos pocos ejemplos: Theophilus Fisk, Capital against Labor (Boston, 1835); J. H. Walker, Capital, Labor, Socialism (1878); William G. Sumner, What social classes owe to each other (New York, 1883); John Philip Phillips, Social Struggles (1886). Martí vivió y respiró en una atmósfera de constantes debates sobre los antagonismos de clases, los conflictos entre el capital y el trabajo, las luchas y reformas sociales, las huelgas, etc.
6. Respecto a mis lecturas del racismo martiano remito a los lectores a mi blog Martí, la justicia infinita. http://martijinfinita.blogspot.com/
7. En 1944, Gastón Baquero dirá de “La isla en peso”, de Virgilio Piñera, que “nos arrastra a la visión de una isla antillana, frutal, vegetal, viviente, coruscante, que se instala a una distancia geográfica y tópica muy lejana de la nuestra” (“Tendencias” 51). La isla de Cuba en el poema piñeriano, afirma Baquero, “es una isla de plástica extra-cubana. Isla de Trinidad, Martinica, Barbados… llena de una vitalidad primitiva que no poseemos, es precisamente la isla contraria a la que nuestra condición de sitio ávido de problema, de historia, de conflicto, nos hace vivir más «civilmente», más en espíritu de civilización”, por lo que esa isla creada por Piñera “es Isla de una antillana y una martiniquería que no nos expresan, que no nos pertenecen” (52) (énfasis mío). Por su parte, Cintio Vitier, en la lección de Lo cubano en la poesía en que opone a Baquero y a Gaztelu a Piñera (y repitiendo casi exactamente lo dicho antes por el primero), critica el poema piñeriano “[por] convertir a Cuba, tan intensa y profundamente individualizada en sus misterios esenciales por generaciones de poetas, en una caótica, telúrica y atroz Antilla cualquiera, para festín de existencialistas”. Afirma Vitier: “Nuestra sangre, nuestra sensibilidad, nuestra historia, como hemos visto en este Curso, nos impulsan por caminos muy distintos” (Lo cubano 338). En cuanto a Puerto Rico, César Salgado comenta que “la ‘diferencia radical’ que se alega existe entre [las dos islas]” tiene su origen en “metarrelatos que privilegian el telos de la soberanía nacional, la integridad territorial y la insularidad insalvable”, de modo que “el discurso comparativo sobre lo cubano y lo puertorriqueño ha sido hasta ahora un contrapunteo de opuestos más contundente que el que hizo Fernando Ortiz sobre el azúcar y el tabaco” (“CubaRícan”, La Habana Elegante, Fall 2009). Creo que ya es hora de añadir que en el fondo de la cuestión hay una buena dosis de racismo.
8. En “Negros y blancos,” Sanguily afirmaba que el negro “debe sentir y ha probado que siente el ansia natural de borrar el pasado, de mejorar su condición, valiéndose de la Ley para prevenir o sujetar las pasiones hostiles y luego influir poco a poco en la conciencia pública, que no han podido domar veinte siglos casi de decantado pero de superficial cristianismo” (204). De lo que se trataba entonces era de injertar un dispositivo de auto-vigilancia en el negro. La Ley no aparece aquí al servicio de la justicia, sino que figura el miedo interiorizado por el negro. La Ley se erige como aquello que deja al negro solo entre el miedo a la violencia del blanco y el miedo a suscitar él mismo esa violencia si no sujeta “sus pasiones,” lo cual está fuertemente asociado a aquello que se espera de él: borrar su pasado.
9. Aline Helg refiere que en 1912, aun antes de comenzar su protesta, “el gobierno y la prensa los acusó [a los Independientes de Color] de desatar una ‘guerra racista’ contra los cubanos blancos.” Por supuesto, ¿quiénes sino los blancos iban a definir el color de la agresión? ¿Quiénes sino los blancos fueron los que desataron aquello que le habían achacado a los negros: la guerra de razas? En efecto, a pesar de que “la demostración de los independientes se desarrolló solo en Oriente, la represión de los blancos abarcó a toda la nación; fue indiscriminada y casi carente de oposición” (Helg 261). Helg nos dice que “a lo largo de la Isla, miles de blancos formaron milicias locales ‘de auto-defensa’ y se ofrecieron para luchar como voluntarios en Oriente.” Por otra parte, el gobierno norteamericano “envió infantes de marina para proteger las vidas y las propiedades de los norteamericanos.”
Obras Citadas
Fernández Retamar, Roberto. “Algunos problemas de una biografía ideológica de José Martí. Anuario del Centro de Estudios Martianos, vol. 2. La Habana: CEM, 1979, pp. 240-262.
---. Todo Calibán. Prefacio de Fredric Jameson. Buenos Aires: CLACSO, 2004.
Helg, Aline. Lo que nos corresponde. La lucha de los negros y mulatos por la igualdad en Cuba 1886-1912. La Habana: Imagen Contemporánea, 2000.
Martí, José. Obras Completas 3. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1991.
---. “La huelga en el Norte.” Patria, 14 de julio de 1894.
Morán, Francisco. Blog Martí, la justicia infinita. http://martijinfinita.blogspot.com/
Rama, Ángel. Diario 1974-1983. Caracas: Ediciones Trilce, 2001
Rancière, Jacques. “El giro ético de la estética y de la política.” El malestar en la estética. Madrid: Clave Intelectual, 2012, pp. 133-161.
Sanguily, Manuel. “Negros y blancos.” Brega de Libertad. Selección y Prólogo de Ernesto Ardura. La Habana: Publicaciones del Ministerio de Educación, 1950, pp. 196-216.