Mazorra, una visita común
Pedro Marqués de Armas
En 1902 se suceden las visitas oficiales a Mazorra; la fundación de la República pasa por este recurso, el de agitar la piedad y resaltar el humanitarismo. Si las visitas al asilo tienen, a finales de 1898, un carácter emergente – sustitución de la antigua junta de gobierno y toma de poder por el médico Lucas Álvarez Cerice, coronel del Ejército Mambí; informes sobre el estado ruinoso de las instalaciones y gestión de presupuestos; denuncia del régimen colonial y de la mortandad acaecida en el recinto durante la guerra (despoblamiento verdaderamente atroz), etc. –, ahora suponen más que nada un rito de paso y la transferencia (por fin oficial) del tipo de “modelo” que debe sostenerse: el de una higiene civilizadora, técnicamente irreprochable y extensible (es decir, exportable) al resto de la ciudadanía.
Este modelo de reformas no difiere en general, desde luego, de las transformaciones que se vienen realizando desde 1899 bajo la dirección de Álvarez Cerice, suerte de Pinel post-revolucionario con algo de asesoramiento a la americana. Pero sólo ahora, ante el traspaso de los poderes de Estado y la mediación de imágenes y símbolos que ello supone, – una legión sin precedentes de periodistas da cuenta de Mazorra, en este contexto, como epítome de la vida cubana – es que se hace efectivo el cambio de modelo, y, con él, curiosamente, la metáfora que mejor lo define: la inversión.
Por un lado, la imagen del manicomio como sociedad perfectible, a cuya difusión se presta la prensa pero que irradia, sobre todo, desde el gobierno y las instituciones legales y sanitarias; y, por otro, la de la sociedad (y su entramado político) como verdadera casa de orates en la que reina la anarquía y el despropósito. Inversiones socorridas, demasiado fáciles, se dirá, pero que no se alimentan sólo de la ingenuidad sino también de la sospecha y que, a fin de cuentas, tienen el poder de reunir a todos, políticos y periodistas, médicos e intromisos, etc., – exclusión hecha de los alienados – en una foto común.
Se trata sin duda de visitas significativas. Baste decir que una de las últimas presentaciones públicas del general Wood durante su mandando en Cuba, es esa aparición suya en Mazorra junto a una comitiva formada por el secretario de guerra Mr. Root y varios directores de manicomios y representantes de la sanidad estadounidense, que en ese momento asistían a la primera Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección. La prensa captó, por supuesto, el lado cómico de este encuentro entre Wood y el Pinel cubano, todo el tiempo obstruido por lo que llaman “barrera lingüística”, al no dejar de señalar como única frase que se oyera en boca del gobernador, la siguiente: “Qué limpio, qué bonito…”
Pero la visita de Estrada Palma no se hizo esperar. En septiembre de 1902 aparece en Mazorra acompañado del secretario de gobernación Diego Tamayo y de numerosos miembros del estado y de organismos sanitarios. Al día siguiente de esta cita, Tamayo escribe a Álvarez Cerice: “Tan complacido ha quedado el Sr. Presidente de la República, de la visita que giró al Establecimiento que usted dirige, que no satisfecho de las frases con que allí mismo expresara su complacencia, me encarga lo felicite una vez más, repitiéndole que todo allí revela el celo y la inteligencia de la Dirección”.
Una semana antes de la excursión presidencial al asilo, el 9 de septiembre de 1902, había tenido lugar una entrevista en la que participaron Estrada Palma y los doctores Álvarez Cerice y José A. Malberti (éste dueño del manicomio privado Clínica Malberti y figura clave en la reforma de las instituciones psiquiátricas), en la que se plantea ampliar Mazorra, acordándose allí la construcción de un pabellón y una escuela para niños, pero también de varias casas en el interior del recinto, una destinada al Director y otras tres a los médicos Horstmann, Entralgo y Arango, “a quienes por su elevada cultura no puede alojárseles con los demás empleados del servicio general”.
Este internamiento perfectamente diferenciado de los alienistas en la ciudad de los locos –y realmente algunos, como el Dr. Esperón, vivieron casi toda su vida dentro del manicomio –, que los distingue de los empleados pero les acerca a los enfermos mentales, no pasó inadvertido a la prensa. El recurso a entender a los de “afuera” como más locos que los de adentro, se ve cebado a cada tanto y se explota al máximo.
Por supuesto, la reforma no podía limitarse al acomodamiento de los médicos y sus familiares. El Informe al Departamento de Sanidad de La Habana, escrito ese año por el Dr. Barnet, resalta el celo, el orden y limpieza del asilo, pero señala también el exceso de población y echa en falta “ciertos medios modernos empleados con éxito en el tratamiento de las afecciones mentales”. Se trata, pues, de fabricar nuevos pabellones según otro concepto, más “celdas para furiosos” y de instalar talleres para el ejercicio de “las artes e industrias”, como también “grandes jardines” – de esto sí no careció Mazorra desde fundada – para general esparcimiento.
Pero el Informe... de Barnet no era puramente técnico; incluía un extenso cuestionario dirigido a Álvarez Cerice que iba más allá de previsiones clínicas y epidemiológicas. Es preciso resaltar, ante todo, su abnegada labor de cara al loco, el modo en que los aborda y conduce, el ambiente de íntima familiaridad que se crea entre el Coronel y los asilados, la nobleza de sus decisiones en cada caso, lo mismo cuando recompensa que al aplicar algún correctivo.
En este mismo tono se pronuncia el periodista de La Discusión Héctor Saavedra, quien realiza su visita al día siguiente de la Estrada Palma. Reconoce el orden, la limpieza, el buen comer y vestir de los enfermos, pero afirma que ello puede verse en cualquier otra dependencia del Estado y asegura que lo más importante es el trato a los pacientes: “Debo decir que todos los locos andan sueltos y que ocupan unos departamentos que se llaman Secciones, donde se pasean en un gran patio al que están contiguos los dormitorios. A estos patios dan las celdas donde se encierran temporalmente los que sufren ataques de locura furiosa”.
Y pregunta a Álvarez Cerice: “¿No hay necesidad de pegarle alguna vez a los locos? – Al que se atreviera lo castigaría por mi propia mano, y el que insulte u ofenda a un asilado sería inmediatamente expulsado de la casa”, responde el Director. Saavedra cuenta que “muchos asilados le llaman Coronel al Director, que fue, como todos saben, un valiente de la Revolución; otros le dicen “chico”; los niños le piden un centavo y los grandes un cigarro. El Director reparte sus cajetillas de pitillos y sus monedas de cobre, oye a todo el mundo, los alienta en sus quiméricas pretensiones y jamás los contraría.”
Para Lucas Álvarez… “No hay nada más dócil que un loco” y añade: “Puede usted ver que ninguno pisa los canteros de yerba y que basta hacerle una amonestación para que el hombre haga lo que uno desea. Toda esta gente se maneja con mucha facilidad, tan sólo con hablarle dulcemente, procurando que sea él mismo juez en el asunto”.
Este Pinel que luego se reeditaría en otro militar, el Comandante Ordaz, tiene obviamente visos de filántropo. Frente a él, la figura técnica que tanto se aduce, retrocede, mientras un glorioso paternalismo ocupa el primer plano. Y no está ausente, por supuesto, en ambos directores, la imagen que equipara al “loco dócil” con crías de animales, esas que ellos mismos fomentaran en Mazorra. Cerice, patos; Ordaz, pavorreales.
Pero en las crónicas de Mazorra ante el advenimiento de la República, que es de lo que tratamos aquí, se introduce siempre la sospecha; soez o refinada, por lo general los discursos tecnocrático y paternalista tienen que vérselas con la burla del chroniqueur de turno y no menos con la autoparodia de los propios ceremoniales, que incluirían, al paso del tiempo, visitas de otros presidentes: Machado, Grau, Castro; estatuas erigidas en vida y todo un panteón de nombres-pabellones que cambia de época en época, de acuerdo con exigencias políticas. Como dice un cronista del Diario de la Marina: “allí deberían estar todos”. De hecho, lo están; en algunas fotos y en estas reseñas que dan cuenta no de los enfermos pero sí de quienes le representan, sin poder evadirse plenamente.
Pirómanos e inspectores.
Dentro del género visitas al manicomio destaca en particular la visita de inspección. Por lo común, éstas suceden a los nuevos mandatos políticos, que generan a la vez cambios en la Secretaria de Sanidad y a menudo en la propia dirección del asilo. Se repiten así los informes al gobierno; y, con ellos, una retórica que, más o menos anclada en la realidad, pasa siempre, previsiblemente, por una crítica de las gestiones realizadas durante la anterior administración, incluyendo la queja por la dilapidación del presupuesto y el reclamo de una nueva contabilidad.
Pero más que en ningún otro rasgo, lo invariable del género radica en ese recurso “a lo dantesco” al que apelan los inspectores en sus escritos, para describir el abandono de las instalaciones y del cuidado de los enfermos, y que acarrea la intensión expresa de hacer tabula de rasa y comenzar de cero, pues la imagen dantesca conlleva la idea purificadora de “destruir el asilo y construirlo nuevamente”, o por lo menos de acabar de modernizarlo a fin de que alcance de una vez su altura civil.
En calidad de Inspector General de Dementes, José A. Malberti presenta a la Secretaría de Sanidad y Beneficencia, el 5 de enero de 1910, su informe sobre Mazorra: “Triste es confesarlo, conserva aún lo característico de aquel asilo que más de una vez calificamos de depósito de locos”. Ahora la población se eleva a 2000 enfermos hacinados: “verdadero conglomerado a manera de racimo de carne humana, sin que pueda inculparse de desidia o incompetencia a los jefes y médicos del establecimiento”. Para Malberti, apenas ha habido cambios en relación a 1899: 2000 camas más, pero deterioradas y sin espacios; ninguna nueva construcción, salvo el pabellón de melancólicos y la colonia agrícola, cuyo precario fomento no sirve para asegurar el más mínimo autoconsumo, etc. “No obstante – dice – desde 1900 al presente se han invertido más de un millón de pesos, cantidad a mi juicio justificada, si en vez del actual, con sus defectos, contásemos con un Manicomio Modelo, digno de nuestra cultura y progreso”.
Malberti, que desde la primera intervención norteamericana se halla al frente de la Junta de Patronos que tiene a su cargo la administración de Mazorra, y que propusiera al General Brooke un ambicioso plan de reformas, sabe de qué habla. Ya en una ocasión ha renunciado al cargo, pero tras la llegada al poder del partido liberal tiene otra vez en sus manos dicha responsabilidad. Aunque en el período que va de 1906 a 1909, es decir durante la segunda intervención, el presupuesto de beneficencia ha sido particularmente pródigo, el manicomio, por lo que parece, se ha beneficiado menos.
Como es habitual en estos escritos, Malberti exonera de culpas a los médicos y administradores del asilo, pero es poco lo que opone a los presuntos autores de la “general incuria”, limitándose – lo que también constituye otro rasgo del género –, a suponer cómo hubieran sido las cosas, “pues de haberse ceñido a él [al plan] las administraciones que siguieron, hoy podríamos tener un Establecimiento, si no modelo, apropiado a sus fines y objetivos, habida cuenta de las cantidades invertidas desde entonces hasta la fecha”.
Tanto menos podrán los inspectores, celosos por otro lado de la “peligrosidad del enfermo mental”, enfrentarse en lo sucesivo al “clamante aumento” de la población del asilo, cuyo ritmo de crecimiento, además de superar varias veces al de la población general, mantiene hasta la década de 1920 una progresión desorbitada.
Dos años más tarde aparece el informe que Matías Duque, Inspector General de Beneficencia, dirige la Junta Nacional de Sanidad y en el que expresa: “Aquello es una página dantesca, que el pincel del gran Doré hubiera escogido como modelo para pintar los horrores del infierno”. Para decirlo a título de Goya: “Más de lo mismo...” En realidad, lo que se instrumenta bajo el emblema Mazorra-Infierno es el clásico discurso de la decadencia, o de la frustración nacional, pero llevado al plano de una institución concreta. Tal es el cansancio en este sentido, que en su nuevo informe de 1913 Malberti remite, en vista de que nada ha cambiado, a su anterior dictamen. Añade, esto sí, una especulación de orden estadístico, persuadido de que, si bien la proporción de locos/reclusos en la isla es menor que en muchos otros países (1 por cada 870 habitantes en Cuba, mientras en Nueva York era de 1 por 333 y en Londres 1 por 320), esta cifra podría incrementarse, tal como lo venía haciendo desde comienzos de la República; y esto, obviamente, demandaba del Estado y de la instituciones psiquiátricas la “confección de verdaderas estadísticas” para llegar a conocer “de manera positiva y científica la proporcionalidad exacta”.
Claro que tras la necesidad de una mejor estadística, en éste como en otros ámbitos, late la cuestión de la defensa social y de las diversas estrategias para afrontar el aumento de la pobreza, la locura y la delincuencia. Es por ello que Malberti propone, a esta altura, la sustitución de los conceptos de “loco” y de “criminal loco” por los de “locos peligrosos” y “no peligrosos”. En este sentido, y tras una larga exposición, se pronuncia por establecer departamentos de seguridad dentro del propio asilo, en vez de la creación de manicomios judiciales. Se trata de la otra cara – es decir, de la respuesta institucional – ante un debate que desde 1911 había cobrado fuerza en Cuba: el de si era pertinente o no crear manicomios judiciales.
Malberti critica al efecto la validez de la doctrina de Lombroso y considera que la exigua cantidad de locos peligrosos no justificaba una institución aparte sino vinculada al propio hospital. Sin embargo, creía que la reincorporación a la sociedad una vez curado el loco procesado, debía determinarse no por los médicos sino por las autoridades judiciales. Su propuesta semántica se muestra, en cualquier caso, tardía, pues el sustrato disciplinario o si se quiere biopolítico en juego, ya operaba en la práctica. Que la escasa cifra de “locos peligrosos” justificase la no construcción de un manicomio criminal, no desgravaría tampoco a Mazorra, que en adelante incorporó un inusual número de individuos considerados criminales.
Más asentada era su propuesta de establecer dos “manicomios nacionales” para enfermos agudos y un “asilo colonia” (Mazorra misma, reacomodada) para crónicos e incurables, por lo que ésta podía implicar en términos de una asistencia psiquiátrica mejor facturada.
El relato dantesco tiene un momento significativo (aunque no se trata, todavía, del momento supremo) en 1915, cuando Diego Tamayo publica en su influyente revista Vida Nueva un artículo titulado “Mazorra no es un manicomio”. Tan deplorable era su estado, tan en picada había caído tras las reformas iniciales, que bien merecía que se le comparase a los tiempos coloniales y que se revolviera un tanto “la memoria” de aquellos días de finales de 1898, cuando, terminada la guerra, las autoridades se asoman al hospicio y comienzan las labores de higienización.
Ahora, lo mismo que antes, “ningún contenido científico preside a este conglomerado de locos, clasificados en varones y hembras que viven separados por una línea de ferrocarril, que raja por la mitad el jardín del establecimiento”. No es ni asilo para albergar a enfermos crónicos, ni hospital para tratar a los agudos, y sin embargo debe comportarse a la vez, refiere Tamayo, como ambas cosas. Esta falta de límites y de clasificaciones se transfiere, como era de esperarse, “a las razas que allí se encuentran”, cuya “variedad” es tan abigarrada como todas esas “formas de perturbación mental que caracterizan a nuestra población”. Por su parte, los patios sucios y destartalados, y el estado infame de las instalaciones, se interpreta ya no como una consecuencia administrativa, sino más bien como el espacio natural que identifica tanto a los enfermos como a la sociedad de que provienen. El carácter “demasiado heterogéneo” de tales instancias –raza, expresión clínica y culturas – se naturaliza, pues, en una circunstancia que tiene la negrura de la esclusas y conserva el tizne del pasado.
Se trata de un presente que no acaba de transcurrir y que remite incluso a una etapa pre-asilar: “En la época colonial Mazorra era el potrero Ferro: una dehesa donde el ganado pastaba esperando inconsciente la hora del sacrificio; la necesidad, madre de las iniciativas, lo transformó en asilo de locos, y éstos también pastaban allí inconscientes esperando el momento redentor de la muerte”.
Con la intervención norteamericana, se reparan sus ruinosos edificios y hasta se construye un departamento de hidroterapia y un salón de espectáculos (el potrero se redime como jardín). Pero ni la higiene modernizadora, ni el teatro que la ameniza, se sostienen en el tiempo, como tampoco los efectos de aquella campaña contra la mendicidad (que lo fue sobre todo contra la desviación social) llevada a cabo a mediados de 1900, y a la que Tamaño se refiere en otros términos.
De ahí que al evocar en 1915 el pasado, Tamayo coloque a destiempo, más bien como su retorno en negativo, ciertas labores humanitarias y hasta algunas anécdotas presuntamente fundacionales de la psiquiatría cubana: “Se recogieron los locos que vivían recluidos en las cárceles del interior, sujetos a un tratamiento inhumano y depresivo para la cultura del país”, algunos de los cuales llevaban años encadenados (…). Por otra parte, relata: “En la cárcel de Pinar de Río, había una negra, loca infeliz, en tan despiadado estado de abandono, que las uñas habían adquirido un tamaño increíble y los cabellos ensortijados se levantaban por todas partes, semejante a una cabeza de medusa. Cubierta de la cintura a la rodilla por una tela mugrienta, bailaba al son de gritos estridentes. Su fotografía fue publicada por una revista norteamericana”.
Sin duda, en 1898 el infierno se materializa en forma de una cabeza de medusa, por demás una mujer negra y cuasi esclava que venía a representar todo el horror del sistema colonial. Pero traída ahora a colación, en un contexto que equipara una y otra vez el presente al pasado, dicha imagen cobra toda su fuerza, es decir su actualidad.
El texto de Tamayo no constituye, por supuesto, un informe, pero su carácter autorizador hace de él uno de los escritos de mayor alcance sobre el estado de la asistencia psiquiátrica en isla, equivalente a La Decadencia Cubana, de Fernando Ortiz, en el terreno de la moral pública y la desestructuración republicana. Como la conferencia de Ortiz, supone una alarma y del mismo modo un llamado a la participación civil, aunque no desarrolle, explícitamente, ningún programa concreto de regeneración.
Tampoco constituye un informe, pero sí una crítica firme (probablemente sin precedentes dentro del periodismo cubano) la serie de artículos que bajo el título “¡Piedad para los locos!”, publica el columnista Pelayo Pérez a lo largo de febrero y marzo de 1918 en el diario La Prensa, y que se recogen en breve en un folleto subtitulado Contribución para aliviar las torturas de los infelices dementes recluidos en el Hospital de Mazorra.
Fruto de varias visitas al asilo en una de las etapas de mayor hacinamiento (más de 4300 pacientes, de acuerdo con las cifras que aporta Córdova, si bien dos años antes se había llegado al récord de 4800 internos), y también de mayor mortalidad, el texto de Pérez no está exento de metáforas escatológicas, que sin embargo cobran una especial intensidad. El autor califica las habitaciones de los enfermos de “barracones ruinosos” semejantes a los de los “ingenios de esclavos”, y relata la imposibilidad de atenderlos mínimamente, dado lo exiguo del personal, tanto médico como de enfermería. Según Pelayo, tanto los viejos barracones construidos en el siglo XIX como las edificaciones hechas a comienzos de la República se estaban derrumbando; y acusa de ello, no a una administración en particular, sino a las sucesivas “administraciones criminales”, lo mismo española, norteamericana, cubana liberal o conservadora, pues todas habían contribuido – a su juicio, por igual – a hacer de Mazorra un lugar infame, donde más allá de las buenas intenciones de los médicos, afirma, había prevalecido el horror, particularizado en este texto -sobre todo- en las malas condiciones alimentarias. Una población que llegaba al asilo ya depauperada, y la que espera una alimentación precaria (el presupuesto destinado para dietas era de menos de 15 centavos diarios), lo que en su opinión conducía a muchos a la enfermedad y la muerte.
Se trata, su juicio, de una situación que podía evitarse, pero ni la Secretaría de Sanidad y Beneficencia, ni la de Obras Públicas, pese a conocer dicha realidad por medio de repetidos informes, habían “tomado medidas para evitar la catástrofe”.
Pelayo combina datos concretos y anécdotas, que incluyen además consideraciones sobre el sistema de vigilancia; pero en su discurso también prevalecen las palabras y el énfasis, es decir, las figuras retóricas. “Hay que destruir a Mazorra”, afirma. “La piqueta debe echar abajo esa amenaza contra la seguridad de millares de asilados y empleados. El fuego debe extinguir este peligro de infección perennemente alzado contra la capital de la República. Hay mucho que demoler y que purificar. Toda la estructura material de Mazorra debe ser destruida y purificada”.
En éste, como en otros casos, la narrativa dantesca va asociada a un plan regenerativo: erigir un nuevo manicomio; y, en efecto, el autor presenta un proyecto diseñado por el arquitecto José Camacho Beltrán, con el correspondiente presupuesto y ajustado –según nos dice – a las “condiciones que la ciencia exige para esta clase de establecimientos”.
Y termina: “Para los locos apenas ha existido en Cuba cambio alguno desde comienzos del siglo XIX hasta este año 1918, en que Mazorra se está desmoronando”.
Cualquiera que haya sido el efecto de estos artículos, tienen a la vez un aire de denuncia y mera propaganda, de “buenas intenciones” y sentido de la oportunidad que los inscribe como parte del género.
El plan del arquitecto Camacho Beltrán, como otros que surgirían en la década siguiente, se engavetó.
“Lo único que les deseo es que un incendio haga desaparecer esa negación de Hospital Mental que es Mazorra”, lo dirá en 1939 el conocido psiquiatra catalán Emilio Mira López, a su paso por La Habana invitado por la Academia de Ciencias. Y serán sus palabras – como si no se hubiera dicho antes – las que trascenderán en la historiografía psiquiátrica cubana.
Quemar, pues, Mazorra, realizar ese deseo, pero a todas éstas ¡qué hacemos con los locos!