Los factores humanos de la cubanidad*
Fernando Ortiz
Auditorio amigo:
En otra vida, en otra vida mía, hace veinte y cinco años, yo fui catedrático de esta Universidad de la Habana, mi Alma Mater. Salí de la cátedra para volver a ser solo un estudiante en las varias disciplinas que el azar y mi condición de cubano me fueron deparando como “asignaturas” para matricular en ellas mi curiosidad mental. Hoy vuelvo a esta Universidad querida traído por los estudiantes y por su fraternidad.
No es sin emoción que vengo a este acto, evocador en mí de días lejanos. Todo en la Universidad ha cambiado. Apenas hay una piedra de los antiguos barracones de la pirotecnia militar colonial que el buen juicio de los cubanos libres cambió de destino, prefiriendo a la explosividad de las pólvoras la dinamia de las ideas. Apenas queda algún profesor de los que lo fueron conmigo en mi juventud primera, la más inútil de mis juventudes. Los que fueron mis discípulos, sí están aquí, ahora son profesores. Recuerdo entre otros, en esta facultad, al muy preparado Dr. Salvador Massip, quien tan atinadamente inició hace tardes este curso de conferencias; conmigo estudió regularmente derecho público y resultó un buen profesor de geografía. Otros discípulos míos de entonces están por otras cátedras; otros han sido secretarios de despacho, magistrados y legisladores; otros militares y marinos, letrados y maestros; algunos fueron héroes, otros probablemente continúan siendo bribones, uno de ellos fue licenciado de presidio; otros han muerto y han dejado a la patria sus nombres nimbados de gloria; acaso alguno se encuentre un día en un altar.
Son otros también los estudiantes de ahora. A pocos conozco personalmente; los conozco mejor apreciándolos en masa. Más avivados y mentalmente ambiciosos que los de ayer, ellos son la esperanza nuestra para el porvenir humano, cubano y universal, que con tanta tragedia está fermentando en el mundo con levaduras nuevas. Tanto de su inteligencia como de su carácter dependerá la nación cubana del futuro. No son éstos los estudiantes de mi tiempo, quienes solían decirme y a veces hasta creer en su tierna ingenuidad, que yo podía enseñarles algo al ojear de los libros; éstos de ahora, con mejor juicio, se acercan a mí como a un estudiante más, para que trabaje con ellos en nuevas faenas de búsqueda y crítica, y los aconseje de cuando en cuando para evitarles de las enseñanzas viejas alguna de sus caducas ñoñeces, de sus huecas pomposidades y de sus encubiertas picardías.
Hoy vuelvo a esta Universidad querida como otro estudiante, como un estudiante de investigaciones cubanas, como un novato más entre tantos otros, que espera y pide vuestra benevolencia en este trance de iniciación, en este rito de pasaje, como diría Van Gennep, con que los estudiantes de Cuba, como los de todos los países y aún los de las tribus más salvajes, celebran con bulliciosas extravagancias simbólicas el paso de la muchachez a la plenitud de la personalidad. No se lo que me tenéis guardado para mi novatada, pero contad ya con mi gratitud por vuestra simpatía generosa.
Y vamos al tema que me qué señalado: Las factores humanos de la cubanidad.
En este tema, Los factores humanos de la cubanidad,hay dos elementos focales y uno de referencia, la cubanidad, lo humano y su relación. Tal parece, pues, en buena lógica, que primero habría que definir la cubanidad y lo humano, para después poder trazar la relación de correspondencia entre ambos términos. Acaso esto no sea una tarea fácil. Sería ocioso entretenernos en definir lo humano, pero parece indispensable tener una idea previa de lo que se ha de entender por cubanidad.
¿Qué es la cubanidad? Parece sencilla la respuesta. Cubanidad es “la calidad de lo cubano”, o sea su manera de ser, su carácter, su índole, su condición distintiva, su individuación dentro de lo universal. Muy bien. Esto es en lo abstracto del lenguaje. Pero vamos a lo concreto. Si la cubanidad es la peculiaridad adjetiva de un sustantivo humano, ¿qué es lo cubano?
Aquí nos encontramos fácilmente con un elemento objetivo que nos sirve de base: Cuba, es decir, un lugar. No es que Cuba sea para todos un concepto igual. Nuestro competente profesor de Geografía nos decía la otra tarde que Cuba es una isla; pero también dijo, con igual exactitud, que Cuba es un archipiélago, es decir un conjunto de muchas islas, de centenares de ellas, algunas de las cuales mayores que otras cuyos nombres han resonado en la historia. Además, Cuba no es sólo una isla o un archipiélago. Es también una expresión de sentido internacional que no siempre ha sido aceptada como coincidente con su sentido geográfico. Recordemos que aún hace pocos lustros era muy sostenida una discusión por estadistas, historiadores y geógrafos prehitlerianos acerca de si la Isla de Pinos era o no parte integrante de Cuba, y de si procedía una declaración de Anchluss por parte de una potencia vecina, para proteger una minoría irredenta de sujeten subfloridanos.
Acaso nos aproximemos al concepto de la cubanidad reconociendo que Cuba es a la vez una tierra y un pueblo; y que lo cubano es lo propio de este país y de su gente. Decir esto podrá satisfacer a muchos, pero nada puede cuando se aspira a la clasificación sociológica, psicológica o etnográfica de lo cubano y de la cubanidad.
Distingamos ahora cubanidad de cubanismo. El cubanismo,en sentido estricto, es el giro o modo de hablar propio de los cubanos. Por ejemplo, pedir fruta-bomba en un restaurant de Nueva York, como yo he oído, es un cubanismo tan auténtico como alarmante. En sentido más amplio, cubanismo es todo carácter propio de los cubanos, aún fuera de su lenguaje. Aparecerse en Washington, como yo he visto, llevando un coco-macaco en la diestra es un cubanismo tan genuino como imperdonable. Cubanismo será también la tendencia o afición a imitar lo cubano, a quererlo o a servirlo. Un anglosajón puede experimentar cubanismo y sentirse cubanista,sin que por eso adquiera la genialidad de Cervantes ni la cubanidad,ni el estilo cubano ni el cervantino. La cubanidad no puede entenderse como una tendencia ni como un rasgo, sino, diciéndolo a la moda presente, como un complejo de condición o calidad, como una específica cualidad de cubano.
Dando por definitivo el concepto de Cuba, y ciñéndonos aquí a lo humano, ¿quién será característica, inequívoca y plenamente cubano? Hay varias maneras de ser cubano en lenguaje general y corriente: por residencia, por nacionalidad, por nacimiento. Se es cubano por formar parte de este núcleo humano que se llama pueblo o sociedad de Cuba. Pero ¿será físicamente característica esa cubanidad reconocida a quien habita en Cuba? No, porque en Cuba hay mucho habitante que es extranjero. Se es cubano por tener la ciudadanía del Estado que se denomina Cuba; pero ¿será plena y típicamente característica la cubanidad del ciudadanizado en Cuba? No, porque aquí tenemos una ciudadanía demasiado allegadiza, como ese bello color tostado pero superficial que las bellezas nórdicas vienen a ganarse en Cuba con las quemantes caricias de nuestro sol; ciudadanía más camisa que pellejo; ciudadanía de “llega y pon”, como diría nuestro lenguaje popular; y conciudadanos hay en los cuales su cubanidad apenas sobrepase los bordes de su carta oficial y se esconde solapada en el mismo bolsillo de sus dineros.
¿Será cubano el nacido en Cuba? En un sentido primario y estricto; pero con grandes reservas: 1a Porque no son pocos los que nacidos en Cuba se han dispersado luego por otras tierras, adquirido costumbres y maneras exóticas y no tienen de cubano más que el accidente dehaber visto el primer sol en Cuba, ni siquiera el reconocimiento de su patria nativa. 2a Porque no son escasos los cubanos, ciudadanos o no, que, nacidos allende los mares, han crecido y formado sus personalidades aquí, en el pueblo cubano, se han integrado en su masa y son indistinguibles de los nativos; son ya cubanos o como cubanos, más cubanos que otros que sólo son tales por su cuna o por su carta. Son aquéllos, como el folklore expresa, que están aplatanados. 3a Porque aún entre nosotros los nativos de Cuba, entre nosotros los indígenas cubanos, así los de antaño como los de hogaño, hay tal variedad de maneras, caracteres, temperamentos y figuras que toda individuación de la cubanidad y de su tipismo es tarea harto insegura. 4a Porque las expresiones del cubano han variado tanto según las épocas y las diversas fluencias etnogénicas, y según las circunstancias económicas que lo han movido e inspirado, que apariencias muy ostensibles, un tiempo apreciadas como típicas, pocos lustros después se abandonan como insignificantes. Y 5a, porque rasgos muy marcados en el pueblo cubano no son exclusivos de éste sino que aparecen en pueblos de ancestralidad semejante, y hasta en aquéllos de razas distintas pero de análoga fermentación social. Al fin, hay que convenir en que, al menos por ahora, la cubanidad no puede definirse sino vagamente como una relación de pertenencia a Cuba. Pero ¿cuál es esa relación?
Ya dijimos que la cubanidad no puede depender simplemente de la tierra cubana donde se nació ni de la ciudadanía política que se goza... y a veces se sufre. En la cubanidad hay algo más que un metro de tierra mojado por el primer lloro de un recién nacido, algo más que unas pulgadas de papel blanco marcadas con sellos y garabatos simbólicos de una autoridad que reconoce una vinculación oficial, verdadera o supositiva. La cubanidad no la da el engendro; no hay una raza cubana. Y raza pura no hay ninguna. La raza, al fin, no es sino un estado civil firmado por autoridades antropológicas; pero ese estado racial suele ser tan convencional y arbitrario, ya veces tan cambiadizo, como lo es el estado civil que adscribe los hombres a tal o cual nacionalidad. La cubanidad para el individuo no está en la sangre, ni en el papel ni en la habitación. La cubanidad es principalmente la peculiar calidad de una cultura, la de Cuba. Dicho en términos corrientes, la cubanidad es condición del alma, es complejo de sentimientos, ideas y actitudes. Pero todavía bay una cubanidad más plena, diríase que sale de la entraña patria y nos envuelve y penetra como el vaho de creación que brota de nuestra Madre Tierra después de fecundada por la lluvia que le manda el Padre Sol; algo que nos languidece al amor de nuestras brisas y nos arrebata al vértigo de nuestros huracanes; algo que nos atrae y nos enamora como hembra que es para nosotros a la vez una y trina: madre, esposa e hija. Misterio de trinidad cubana, que de ella nacimos, a ella nos damos, a ella poseemos y en ella hemos de sobrevivir.
Hay algo inefable que completa la cubanidad del nacimiento, de la nación, de la convivencia y aún de la cultura. Hay cubanos que, aún siéndolos con tales razones, no quieren ser cubanos y hasta se avergüenzan y reniegan de serlo. En éstos la cubanidad carece de plenitud, está castrada. No hasta para la cubanidad llenera tener en Cuba la cuna, la nación, la vida y el porte; aún falta tener la conciencia. La cubanidad plena no consiste meramente en ser cubano por cualesquiera de las contingencias ambientales que han rodeado la personalidad individual y le han forjado sus condiciones; son precisas también la conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser. Acaso convendría inventar o introducir en nuestro lenguaje una palabra original que sin antecedentes roces impuros pudiera expresar esa plenitud de identificación consciente y ética con lo cubano. Aquel genial español, tan dominador del lenguaje y sensible a las necesidades del espíritu, que se llamó Miguel de Unamuno pensó que de la misma manera que en el hombre habría que distinguir su humanidad, condición genérica e involuntaria de su persona, de lo que es en él su hombría, condición específica y responsable de su individualidad, así en el campo de las realidades de España convenía diferenciar los conceptos de la hipanidad y de la hispanía. Pienso que para nosotros los cubanos nos habría de convenir la distinción de la cubanidad, condición genérica de cubano, y la cubanía, cubanidad plena, sentida, consciente y deseada; cubanidad responsable, cubanidad con las tres virtudes, dichas teologales, de fe, esperanza y amor.
Hemos dicho que la cubanidad en lo humano es sobretodo una condición de cultura. La cubanidad es la pertenencia a la cultura de Cuba. Pero ¿cuál es la cultura característica de Cuba? Para saberlo habría que estudiar un intrincadísimo complejo de elementos emocionales, intelectuales y volitivos. No sólo en las manifestaciones de las individualidades destacadas en la vida cubana por la culminancia de sus personalidades, sino también en todas las sedimentaciones, en las cumbres, en las laderas, en los valles, en las sabanas y hasta en las ciénagas. Toda cultura es esencialmente un hecho social. No solo en los planos de la vida actual, sino en los de su advenimiento histórico y en los de su devenimiento previsible. Toda cultura es dinámica. Y no solo en su transplantación desde múltiples ambientes extraños al singular de Cuba, sino en sus transformaciones locales. Toda cultura es creadora. Toda cultura es creadora, dinámica y social. Así es la de Cuba, aún cuando no se hayan definido bien sus expresiones características. Por esto es inevitable entender el tema de esta disertación como un concepto vital de afluencia constante; no como una realidad sintética ya formada y conocida sino como la experiencia de los muchos elementos humanos que a esta tierra llamada Cuba han venido y siguen viniendo en carne o en vida para fundirse en su pueblo y codeterminar su cultura.
Se ha dicho repetidamente que Cuba es un crisol de elementos humanos. Tal comparación se aplica a nuestra patria como a las demás naciones de América. Pero acaso pueda presentarse otra metáfora más precisa, más comprensiva y más apropiada para un auditorio cubano, ya que en Cuba no hay fundiciones en crisoles, fuera de las modestísimas de algunos artesanos. Hagamos mejor un símil cubano, un cubanismo metafórico, y nos entenderemos mejor, más pronto y con más detalles. Cuba es un ajiaco.
¿Qué es el ajiaco? Es el guiso más típico y más complejo, hecho de varias especies de legumbres, que aquí decimos “viandas”, y de trozos de carnes diversas; todo lo cual se cocina con agua en hervor hasta producirse un caldo muy grueso y suculento y se sazona con el cubanísimo ají que le da el nombre.
El ajiaco fue el guiso típico de los indios taínos, como de todos los pueblos primitivos cuando, al pasar de la economía meramente extractiva y nómada a la economía sedentaria y agrícola, aprendieron a cocer los alimentos en cazuelas al fuego. Guiso análogo lo han conocido todos los pueblos, con variantes materias alimenticias según su peculiar ecología, y se conservan a veces como supervivencias de la remota vida agraria. Así vemos en Europa la llamada olla podrida, que en francés se dice pot-popurrí, el cocido, el potaje, el sancocho, la minestra, etc. Ese “plato único” y primitivo de la cocina cavernaria consistía en una cazuela con agua hirviendo sobre el hogar a la cual se le echaban las hortalizas, hierbas y raíces que la mujer cultivaba y tenía en su conuco según las estaciones, así como las carnes de toda clase de alimañas, cuadrúpedos, aves, reptiles, peces y mariscos que el hombre conseguía en sus correrías predatorias por los montes y la costa. A la cazuela iba todo lo comestible, las carnes sin limpiar y a veces ya en pudrición, las hortalizas sin pelar y a menudo con gusanos que les daban más sustancia. Todo se cocinaba junto y todo se sazonaba con fuertes dosis de ají, las cuales encubrían todos los sinsabores bajo el excitante supremo de su picor. De esa olla se sacaba cada vez lo que entonces se quería comer; lo sobrante allí quedaba para la comida venidera. Así como ahora saboreamos en Cuba los “frijoles dormidos”, que son los dejados de una comida para la del día siguiente, así se hacía siempre con el ajiaco original; era siempre un guiso “dormido”. Al día siguiente el ajiaco despertaba a una nueva cocción; se le añadía agua, se le echaban otras viandas y animaluchos y se hervía de nuevo con más ají. Y así, día tras día, la cazuela sin limpiar, con su fondo lleno de sustancias desechas en caldo pulposo y espeso, en una salsa análoga a esa que constituye lo más típico, sabroso y suculento de nuestro ajiaco, ahora con más limpieza, mejor aderezo y menos ají.
La imagen del ajiaco criollo nos simboliza bien la formación del pueblo cubano. Sigamos la metáfora. Ante todo una cazuela abierta. Esa es Cuba, la isla, la olla puesta al fuego de los trópicos, que la otra tarde aquí nos pintara con fino arte el doctor Massip. Cazuela singular la de nuestra tierra, como la de nuestro ajiaco, que ha de ser de barro y muy abierta. Luego, fuego de llama ardiente y fuego de ascua y lento, para dividir en dos la cocedura; tal como ocurre en Cuba, siempre a fuego de sol pero con ritmo de dos estaciones, lluvias y seca, calidez y templanza. Y ahí van las sustancias de los más diversos géneros y procedencias. La indiada nos dio el maíz, la papa, la malanga, el boniato, la yuca, el ají que lo condimenta y el blanco xao-xao del casabe con que los buenos criollos de Camagüey y Oriente adornan el ajiaco al servir. Así era el primer ajiaco, el ajiaco pre-colombino, con carnes de jutías, de iguanas, de cocodrilos, de majás, de tortugas, de cobas y de otras alimañas de la caza y pesca que ya no se estiman para el paladar. Los castellanos desecharon esas carnes indias y pusieron las suyas. Ellos trajeron con sus calabazas y nabos, las carnes frescas de res, los tasajos, las cecinas y el lacón. Y todo ello fué a dar substancia al nuevo ajiaco de Cuba. Con los blancos de Europa, llegaron los negros de África y estos nos aportaron guineas, plátanos, ñames y su técnica cocinera. Y luego los asiáticos con sus misteriosas especias de Oriente; y los franceses con su ponderación de sabores que amortiguó la causticidad del pimiento salvaje; y los angloamericanos con sus mecánicas domésticas que simplificaron la cocina y quieren metalizar y convenir en caldera de su “standard” el cacharro de tierra que nos fue dado por la naturaleza junto con el fogaje del trópico para calentarlo, el agua de sus cielos para el caldo y el agua de sus mares para las salpicaduras del salero. Con todo ello se ha hecho nuestro nacional ajiaco.
Por su nombre mismo ya el ajiaco es un ajiaco lingüístico: de una planta solanácea indocubana, de una raíz idiomática negro-africana y de una castellana desinencia que le da un tonillo despectivo al vocablo, muy propio de un conquistador para un guiso colonial. Y así ha ido hirviendo y cocinando el ajiaco de Cuba, a fuego vivaz o a rescoldo, limpio o sucio, vario en cada época según las sustancias humanas que se metieran en la olla por las manos del cocinero, que en esta metáfora son las peripecias de la historia. Y en todo momento el pueblo nuestro ha tenido, como el ajiaco, elementos nuevos y crudos acabados de entrar en la cazuela para cocerse; un conglomerado heterogéneo de diversas razas y culturas, de muchas carnes y cultivos, que se agitan, entremezclan y disgregan en un mismo bullir social; y, allá en lo hondo del puchero, una masa nueva ya posada, producida por los elementos que al desintegrarse en el hervor histórico han ido sedimentando sus más tenaces esencias en una mixtura rica y sabrosamente aderezada, que ya tiene un carácter propio de creación. Mestizaje de cocinas, mestizaje de razas, mestizaje de culturas. Caldo denso de civilización que borbollea en el fogón del Caribe...
Acaso se piense que la cubanidad haya que buscarla en esa salsa de nueva y sintética suculencia formada por la fusión de los linajes humanos desleídos en Cuba; pero no, la cubanidad no está solamente en el resultado sino también en el mismo proceso complejo de su formación, desintegrativo e integrativo, en los elementos sustanciales entrados en su acción, en el ambiente en que se opera y en las vicisitudes de su transcurso.
Lo característico de Cuba es que, siendo ajiaco, su pueblo no es un guiso hecho, sino una constante cocedura. Desde que amanece su historia hasta las horas que van corriendo, siempre en la olla de Cuba es un renovado entrar de raíces, frutos y carnes exógenas, un incesante borbor de heterogéneas sustancias. De ahí que su composición cambie y la cubanidad tenga sabor y consistencia distintos según sea catado en lo profundo o en la panza de la olla o en su boca, donde las viandas aun están crudas y burbujea el caldo claro.
Puede decirse que, en rigor, en todo pueblo ocurre algo semejante. No se sabe todavía dónde estuvo situado el Paraíso Terrenal, patria da Adán y Eva, a pesar de lo mucho que lo buscó por estas tierras hermosas de América el gran buscador que fue Don Cristóbal Colón. Nadie sabe dónde nació el género humano, y de ahí que toda historia comience por una inmigración, por unos primeros pobladores que vinieron de alguna parte, aún cuando poco o nada se sepa de su oriundez. Y, luego, en el transcurso de los siglos, todo pueblo, tal como el de Cuba, ha tenido invasiones, ingerencias, y exóticos contactos genésicos, materiales y espirituales, que en el ámbito de la ecología propia le han ido dando su peculiar sazón. Pero pocos países habrá como el cubano donde en un espacio tan reducido, en un tiempo tan breve yen concurrencias inmigratorias tan constantes y caudalosas, se hayan cruzado razas más dispares y donde sus abrazos amorosos hayan sido más frecuentes, más complejos, más tolerados y más augurales de una paz universal de las sangres; no de una llamada “raza cósmica”, que es pura paradoja, sino de una posible, deseable y futura desracialización de la humanidad.
Desde su prehistoria, a esta isla de Cuba han estado viniendo indios. Primeramente los más arcaicos, los siboneyes, los guanajibes, y después los taínos; y acaso algunos caribes en aventura; en el siglo XVI los caribes, los guajiros, los jíbaros, los macurijes, los taironas yotros indios continentales, víctimas de la esclavitud por los conquistadores; después, los indios de Yucatán y de México, que van entrando en Cuba como esclavos o soldados y figuran en nuestras historias locales como indios campechanos y guachinangos, hasta que en el siglo XIX, al acabarse la trata negrera, un gobernador de Yucatán vende indios de su tierra a los hacendados de Cuba, y hasta estos años del siglo presente cuando las convulsiones revolucionarias de las cercanas naciones continentales y la comunicación fácil por su vecindad nos han traído oleadas de expatriados políticos, no pocos de ellos con sangre aborigen. Desde 1492 arriban los blancos de Europa y ya no cesan de llegar. Si ya en las carabelas de Colón hubo castellanos andaluces, catalanes, gallegos, vascos, judíos, italianos, y algún inglés, ya no acabará en los siglos la entrada de mediterráneos, alpinos y nórdicos de las más apartadas procedencias. Con los blancos de Diego Velázquez y acaso antes, en los clandestinos cabotajes a la rapiña de indios, ya vinieron los negros. Con el blanco conquistador a caballo vino el negro de palafrenero, con el hacendado del azúcar vino el negro de la faena, y para la alegría cortesanía santiaguera tuvo Pánfilo de Narváez a, Guidela, un negro bufón. Y jamás ha cesado la fluencia étnica de gentes melánicas en Cuba; desde el África, durante siglos y como esclavos; luego desde las islas vecinas, sobre todo de Jamaica y de Haití, en aproximada servidumbre. En fin, por el siglo XIX, cuando hay que cerrar el torrente de la trata de negros, se abren arroyos de inmigrantes braceros, atados por indisolubles contratos de peonaje y procedentes de todas las razas, entre ellas la amarilla con los culís de Macao y Cantón. Y ha proseguido la inmigración mongoloide, ahora como comerciantes, pescadores, hortelanos y probablemente como espías, de muchos asiáticos de China y el Japón. Quizás ahora comprendemos mejor el sentido del tema: “los factores humanos de la cubanidad”. ¿Cuáles son los elementos humanos fundidos en la vida cubana para producir la cubanidad?
Los factores humanos de un pueblo suelen estudiarse de varias maneras: por sus razas componentes, por los episodios históricos de sus presencias, por las antecedencias alienígenas de sus indígenas instituciones y por las culturas injertas en la troncalidad propia; pero sobretodo y mejor, por el mismo proceso a virtud del cual los elementos nativos y los foráneos se van conyugando en un dado ambiente por sus linajes, necesidades, aspiraciones, medios, ideas, trabajos y peripecias, formando ese amestizamiento creador que es indispensable para caracterizar un nuevo pueblo con distintiva cultura.
Parece fácil clasificar los elementos humanos cruzados en Cuba por sus razas: cobrizos indios, blancos europeos, negros africanos y amarillos asiáticos. Las cuatro grandes razas vulgares se han abrazado, cruzado y recruzado en nuestra tierra en cría de generaciones. Cuba es uno de los pueblos más mezclados, mestizo de todas las progenituras. Y cada una de las llamadas grandes razas al llegar a Cuba ya es por sí una inextricable madeja de dispares ancestros. Acaso los indios fuesen los más homogéneos de linaje. Los negros fueron sacados por la trata de todas las costas africanas y de sus regiones internas correspondientes; desde las playas de Mauritania por Senegambia, Guinea, Gabón, Congo y Angola, en el Océano Atlántico, hasta los puertos de Zanzíbar y Mozambique, en el Océano Índico. Y en las cargazones arribaron africanos de muy diversas razas melanoides, tanto que se da la sarcástica paradoja de que muchos de los negros que poblaron en Cuba, como los congos o bantú por ejemplo, no pueden hoy ser tenidos por negros porque la ciencia antropológica lo tiene prohibido; y, por otra parte, no son raros los etnólogos que sostienen no haber en África grupo humano alguno que no tenga alguna mezcla de raza blanca.
¿Qué se dirá de los blancos, tan agriados ahora entre sí por cuestiones de razas, no sólo por las naturales y admisibles por los antropólogos como términos de clasificación, sino por esas razas mitológicas y artificiales, creadas por los déspotas en delirio de barbarie para pretextar crueles iniquidades y egoístas depredaciones? ¿Qué diremos de esas razas germana, francesa, inglesa o italiana, que no existen sino en la fantasía de los que se empeñan en convertir un cambiadizo concepto de historia en un hereditario y fatal criterio de biología? ¿Qué diremos de esa misma rara española, que es pura ficción pero que se exalta oficialmente cada año el día 12 de octubre, el “día de la raza”, con sahumerios retóricos, tal como en La Habana celebran cada 16 de noviembre, con inciensos litúrgicos, el cristianizado mito pagano de un San Cristóbal que tampoco ha existido jamás? ¿Habrá acaso la milagrosa realidad de una raza en la grande y abigarrada nación vecina de Angloamérica, donde también se ha querido descubrir en su rebumbio de gentes y colores una raza elegida por Dios y con “un destino manifiesto”?
Sería fútil y erróneo estudiar los factores humanos de Cuba por sus razas. Aparte de lo convencional e indefinible de muchas categorías raciales, hay que reconocer su real insignificancia para la cubanidad que no es sino una categoría de cultura. Para comprender el alma cubana no hay que estudiar las razas sino las culturas. En unas mismas razas hay culturas distintas; comparad el indio lucayo y el indio azteca, el blanco de España y el blanco de Escandinavia, el negro de Ampanga y el negro jamaicano, el amarillo de Cantón y el esquimal del Ártico. En una misma nivelación de cultura hay razas diversas; observad en Cuba cuán abigarrado es cualquiera de los partidos políticos, o esta misma concurrencia polícroma en nuestra querida Universidad.
¿Cuáles son las culturas que se han ido fundiendo en Cuba?
Toda la escala cultural que Europa pasó en más de cuatro milenios, en Cuba se ha experimentado en menos de cuatro siglos. Lo que allí fue subida por escalones, aquí ha sido progreso a saltos y sobresaltos, después que al correr del siglo XVI Cuba dejó de ser una de las grandes islas más perdidas del mundo y convirtióse en “llave de las Indias”, puesta en la encrucijada de las Américas, donde se cortejan y besan todos los pueblos y civilizaciones.
La primera cultura de Cuba fué la de los ciboneyes y guanajabibes, la cultura paleolítica. Nuestra arcaica edad de piedra; mejor, nuestra edad de piedra y palo; de piedras y maderas rústicas sin bruñir, y de concha y espinas que eran como piedras y púas del mar. Ciba, y cigua significan “piedra”, cibao la “serranía”; guana, y cana significan “palma” y guanao y caonao los “palmares”. Los ciboneyes eran los hombres de los peñascales y cavernas; los guanajabibes eran los habitantes de las selvas donde reinaban las palmas. Parece confirmar esta teoría el hecho de que en la abrupta comarca oriental, única que tuvo el nombre de Cuba, (y Cuba viene de ciba) la palma escasea, pareciendo más importada que autóctona.
La región central de Cuba se solía denominar Cubanacán, con vocablo traído de los indios. Y en la toponimia de la misma región conservamos otro de igual origen: siguanea. El primero de ambos vocablos quizás representase la región intermedia entre las sierras de Oriente (ciba o Cuba) y los saos, saonas o sabanas de la llanada, donde están la cana y el guano, exceptuando las montañas cavernosas de Trinidad, los cibaos,o sea la comarca de la sigua o la siguanea. Muy probablemente, ciboneyes, guanajabibes, y lucayos también, o sea los indios protocubanos, fueron todos unos mismos, distinguidos por su geografía y no por su raza, ni por su altura, que era igual: la cultura cubanacana, de ciba y cana,de cueverío y palmar. Poco nos queda de esa cultura en Cuba: algunos pedruzcos majadores; acaso el uso del bajareque para guarecernos y de la barbacoa para asar jutías, peces y tortugas; quizás el uso del cuero del manatí para hacer bastones y pegar cuerazos; y también, a buen seguro, el recuerdo de esas sartas de conchas y corales que lucen en nuestras playas las mujeres del día, bellas y desnudas como la mítica Guarina y como ésta tan pintadas de rouge en los labios y mejillas, de noire en las cejas y ojeras, de polvos blancos en las caras, y de cremas en sus carnes visibles. Afeites son estos que ahora compran ellas con marcas de París sin pensar que ya los usaron, como bija roja, negra jagua, nacaradas cascarillas de concha y emoliente grasa de caguama, aquellas damas de la primera sociedad de Cuba, tan salvajes como distinguidas y tan cuidadosas como las civilizadas y elegantes de estos tiempos en la faena bio-social de realzar sus hermosuras. Quizás debamos también a esos protocubanos, habitadores de cibaos y caonaos, los símbolos de la serranía y de la palma como emblemas de Cuba, los cuales se han ido transmitiendo las sucesivas culturas hasta pintarlos en nuestro escudo republicano. De todos modos, bien poco debemos a los cibonepes y a los guanajabibes, a esa gente cubanacana.
Ninguno de los relieves de la cultura indocubana que hoy sobreviven en nuestra cultura presente, puede con certeza ser adscripto a su cultura primitiva, la cual no fue sino el prólogo de la segunda cultura india, la taína, la que descubrió Colón al llegar a Cuba, la que sí nos ha dejado vocablos, tradiciones, héroes, cosas y técnicas que aún perduran entre nosotros y hasta por el resto del mundo. Los taínos fueron una rama de los indios aruacas de Suramérica que invadieron y dominaron las Antillas. En Cuba ocuparon tan sólo su parte oriental. Eran procedentes de Haití, la isla vecina, y su invasión de Cuba no había pasado de las regiones centrales y occidentales de las sabanas y selvas, a donde no se extendió su cultura. Si los taínos tuvieron un caudillo Hatuey que fué el dominicano Máximo Gómez de su época, el valiente cubano Guamá no pudo ser un Maceo y llegar en invasión hasta Guanes, el extremo de Vueltabajo, la antigua comarca de los guanahabibes.
Taíno significa una categoría social de distinción nobiliaria y de señorío. Los taínos eran de más avanzada cultura. Eran neolíticos, como se diría en la antropología de Europa. Era la edad de la piedra con pulimento; digamos de la piedra bruñida y de la madera labrada. Ya los taínos en su nomadismo marinero habían hecho guerras y ganado victorias, conquistas de tierras ajenas y esclavos en los vencidos. Como veis, ya iban en camino de ser civilizados. Y habían ganado la primera revolución, la de establecer la agricultura, que los hizo sedentarios y les dio la población estable y creciente, la abundancia y seguridad de alimento, la intercomunicación, la disciplina y el sosiego indispensables para las meditaciones, las experiencias, los inventos y la solidaridad fecunda.
Los taínos nos dejaron muchos de sus alimentos, con preferencia los vegetales. Por todo el mundo se gustan hoy varias frutas cubanas, sobre todas la piña, “la reina de las frutas”, como dijo el mismo rey Don Fernando el Católico al saborear una que llegó a su egregio paladar. El maíz de los taínos, aquí descubierto, es hoy día el alimento de muchos pueblos en continentes lejanos, que también gustan del boniato, del maní, del tomate y otros alimentos que la civilización blanca encontró en Cuba y otras Antillas. Entre nosotros conservamos varias raíces y tubérculos de los cultivados por aquellos indios; sobre todo la yuca.
Los taínos tuvieron técnicas notables. De sus tejidos de algodón se extendieron por Europa las enaguas de las mujeres y las redes de los hombres para pescar; particularmente las jamacas, las camas de los indios que pasaron a ser las de los conquistadores andariegos y de los navegantes y pescadores de todos los mares. Los taínos ya tenían máquinas simples, pero eficaces e ingeniosas. El cibucán era a su modo el ingenio de la complicada industria de la yuca, la que producía casabes, xaos-xaos, alcoholes, almidones, venenos y catibías. La cunyaya, trapiche elemental que les servía para extraer jugos de las raíces y frutos, aún se emplea por campesinos montunos para exprimir cañas de azúcar y sacar guarapo. Las jabas y jabucos de nuestro pueblo proceden de la cestería india. Los taínos tuvieron su química, conocieron tóxicos, y los hicieron y los quitaron. Y trataron metales, aunque blandos, el cobre y el oro; y trabajaron el guaní, pero no las piritas de hierro ni el bronce.
De su lenguaje nos quedan vocablos, sobre todo en la geografía, en la fauna y en la flora y en alguna tradición folklórica. Cuando evocamos una figura tribal y bárbara de caudillejo político le decimos cacique, como el régulo taíno, y caciquismo a su régimen personal y autoritario. Acaso ofendiendo la memoria de los verdaderos caciques indios, que eran democráticos y comunitarios de gobierno.
De su música nada sobrevive. Ni los instrumentos, ni las melodías, ni los cantos, ni los bailes de sus areítos, pese a las afirmaciones reiteradas de los románticos, más dados a la fantasía que a la verdad. Un supuesto y dominicano areíto de Anacaona no es sino un couplet francés, que fue amulatado como canción de guerra contra los blancos, por los negros de Haití. Pero de sus artes plásticas, aunque algunas se han perdido totalmente y las restantes están casi olvidadas, aun nos quedan restos con autóctonos símbolos que un día revivirán, cuando se reanime de nuevo en pasión defensiva nuestro anémico nacionalismo espiritual. Nos quedan tiestos de su alfarería religiosa con sobrenaturales imágenes; dujos labrados con incrustaciones y taraceos de estilizados dibujos; idolillos de cuarzo, blancos como genios fantasmales, para las diademas de guerreros y sacerdotes; y esas bellas hachas amigdaliformes, perfectas de color, tallado, perfiles y pulimento como los brillantes de las joyas del día.
Muy poco fue incorporado a la cultura de Cuba de la religión taína, de sus dioses, cosmogonías y ritos; quizás alguna superstición de la siguapa. La religión de los taínos, apenas conocida por la relación de Fray Ramón Pané, no había evolucionado aún a esa fase de metafísicas sutilezas que son los ritos de la antropofagia. Los taínos ni se comían a sus semejantes para asimilar sus energías vitales, ni se comían a sus dioses transustanciados para adquirir su gracia.
Todo lo sacro de los indios murió y se fue con ellos. Los ídolos que hoy encontramos en las cuevas están ya sin vida como los cráneos vacíos de sus creyentes. Todo, menos una ceremonia de liturgia y de magia; un rito sagrado de los taínos, aquí descubierto por Cristóbal Colón, que luego, ya profanado, se incorporó a la nueva cultura de Cuba y aún sigue siendo rasgo consuetudinario de cubanidad. Tal es la fuma del tabaco. Muchachas civilizadas y paisanas mías que me escucháis: si ha poco habéis tolerado que os recuerde el origen salvaje de vuestros adornos y cosméticos, permitidme que os diga ahora que cuando fumáis con coquetería un cigarro, no hacéis sino realizar un rito de nuestros antepasados de los bárbaros tiempos de Hatuey; el regalo más temprano, más aceptado y más deleitoso de los hechos por Cuba a la cultura universal.
Ya en los indios, sobre todo en los taínos, que eran agrarios, debió haber alguna rudimentaria cubanidad, nacida de la solidaridad social de su grupo humano, de su arraigo en el territorio, de la cohesiva identidad, de su peculiar cultura y de la conciencia de su unidad ancestral, si bien es dudoso que algún grupo de los indios taínos de Cuba se sintiera con personalidad histórica propia y distinta de sus congéneres y progenitores, los taínos de Haití. No hay duda de que esos indios se sentían taínos, pero es difícil asegurar que también se sentían cubanos.
En un octubre sin huracanes del cielo, surgió del horizonte un huracán humano. Llegó Cristóbal Colón. Con él llegaron el hierro, la pólvora, el caballo, la rueda, la vela, la brújula, la moneda, el capital, el salario, la letra, la imprenta, el libro... y un vértigo revolucionario sacudió a los pueblos de Cuba, arrancando de cuajo sus instituciones y destrozando sus vidas. Se saltó en un instante de las soñolientas edades de piedra a la edad muy despertada del Renacimiento. En un día pasaron en Cuba milenios y edades; se diría que miles de “años-cultura”, si fuese admisible tal métrica en la cronología de los pueblos. Si estas Indias de América fueron Nuevo Mundo para los pueblos europeos, Europa fue Mundo Novísimo para los pueblos americanos. Fueron dos mundos que recíprocamente se descubrieron y entrechocaron. El impacto de las dos culturas fue terrible. Una de ellas pereció, como fulminada. Los indios se extinguieron. Se decía hace poco que aún quedaban algunos, aunque amulatados, por las sierras de Santiago y de Pinar del Río; pero nada científicamente puede asegurarse de si eran vástagos de la indiada cubana o de las numerosas cargazones de lucayos, guanajos, guajiros, jíbaros, macurijes, taironas, yucatecos, guachinangos y floridanos que fueron traídos a Cuba y que, juntos con los negros sometidos a la misma infelicidad, se huyeron a vivir libres por las cimas de los montes, fundando poblados y palenques, en escondida y abigarrada cimarronería. La básica sedimentación humana de la sociedad fue suprimida y a Cuba hubo que transmigrar toda su población, así la clase de los dominadores como la clase de los dominados. Curioso fenómeno social este de Cuba y muy trascendente para la cubanidad, el de haber sido desde el siglo XVI igualmente invasoras, con la fuerza o a la fuerza, las clases, las razas y las culturas, todas exógenas y todas ya, desgarradas, con el trauma del desarraigo original y de su ruda transplantación.
Los castellanos trajeron a Cuba de España su cultura, la cual se impuso predominante. Ella constituye nuestra troncalidad cultural, con sus virtudes, que son grandes y muchas, y sus vicios, que son menos y monores.
Con los blancos llegó la cultura de Castilla y envueltos en ella vinieron andaluces, portugueses, gallegos, vascos y catalanes. Pudiera decirse que la representación de la cultura ibérica, la blanca subpirenaica. Y también desde las primeras oleadas inmigratorias arribaron genoveses, florentinos, judíos, levantinos y berberiscos, es decir la cultura mediterránea, mixtura milenaria de pueblos, culturas y pigmentos, desde los normandos rubios a los subsaharianos negros.
No tenemos por qué extendernos ahora a referir sus rasgos, bien conocidos yen su edad de más esplendor. Pero digamos que mientras unos europeos trajeron la economía feudalesca, como conquistadores en busca del saqueo y de pueblos que sojuzgar y hacer pecheras, otros venían movidos por la economía del capitalismo mercantil y aún del industrial que ya alboreaba. Eran ya varias economías que venían, entre sí revueltas y en transición, a sobreponerse a otras economías, también varias y mezcladas, pero primitivas y de imposible adaptación a los blancos advenedizos en aquel ocaso de la Edad Media
El mero paso del mar ya les cambiaba su espíritu; salían rotos y perdidos y llegaban señores; de dominados en su tierra pasaban a dominadores en la ajena. Y todos ellos, guerreros, frailes, mercaderes y villanos, vinieron en trance de aventura, destajados de una sociedad vieja para reinjertarse en otra, nueva de climas, de gentes, de alimentos, de costumbres y de azares distintos; todos con las ambiciones tensas o disparadas hacia la riqueza, el poderío y el retorno allende al declinar de su vida; es decir, siempre en empresas de audacia pronta y transitoria, en línea parabólica, con principio y fin en tierra extraña y sólo un pasar para el medro en este país.
No creemos que haya habido factores humanos más trascendentes para la cubanidad que esas continuas, radicales y contrastantes transmigraciones geográficas, económicas y sociales de los pobladores; que esa perenne transitoriedad de los propósitos y que esa vida siempre en desarraigo de la tierra habitada, siempre en desajuste con la sociedad sustentadora. Hombres, economías, culturas y anhelos todo aquí se sintió foráneo, provisional, cambiado, “aves de paso” sobre el país, a su costa, a su contra y a su malgrado.
Ya en esos elementos hay factores de cubanidad. Todo español por sólo llegar a Cuba ya era distinto de lo que había sido; ya no era español de España sino un español indiano. Esa inquietud constante, esa impulsividad tornadiza, esa provisionalidad de actitudes, fueron las inspiraciones primarias de nuestro carácter colectivo, amigo del impulso y la aventura, del embullo y de la suerte, del juego, del logro y de la esperanza alburera.
Con los blancos llegaron los negros, primero de España, entonces cundida de esclavos guineos y congos, y luego directamente de toda la Nigricia. Con ellos trajeron sus diversas culturas, unas selváticas como la de los ciboneyes, otras de avanzada barbarie como la de los taínos, y algunos de más complejidad económica y social, como los mandingas, yolofes, hausas, dahomeyanos y yorubas, ya con agricultura, esclavos, moneda, mercados, comercio forastero y gobiernos centralizados y efectivos sobre territorios y poblaciones tan grandes como Cuba; culturas intermedias entre la taína y la azteca; ya con metales pero aún sin escritura.
Los negros trajeron con sus cuerpos sus espíritus, (¡mal negocio para los hacendados!), pero no sus instituciones, ni su instrumentario. Vinieron multitud de negros con multitud de procedencias, razas, lenguajes, culturas, clases, sexos y edades, confundidos en los barcos y barracones de la trata y socialmente igualados en un mismo régimen de esclavitud. Llegaron arrancados, heridos y trozados como las cañas en el ingenio y como éstas fueron molidos y estrujados para sacarles su jugo de trabajo. No hubo otro elemento humano en más profunda y continua transmigración de ambiente, de cultura, de clases y de conciencias. Pasaron de una cultura a otra más potente, como los indios; pero estos sufrieron en su tierra nativa, creyendo que al morir pasaban al lado invisible de su propio mundo cubano; y los negros, con suerte más cruel, cruzaron el mar en agonía y pensando que aún después de muertos tenían que repasarlo para revivir allá en África con sus padres perdidos. Fueron los negros arrancados de otro continente como los blancos, es verdad; pero ellos vinieron sin voluntad ni ambición, forzados a dejar sus libres placideces tribales para aquí desesperarse en la esclavitud; mientras el blanco, que de su tierra salía desesperado, llegaba a las Indias en orgasmo de esperanzas, trocado en amo ordenador. Y si indios y castellanos en sus agobios tuvieron amparo y consuelo de sus familias, sus prójimos, sus caudillos y sus templos, los negros nada de eso pudieron hallar; más desgarrados que todos, fueron aglomerados como bestias enjaula, siempre en rabia impotente, siempre en ansia de fuga, de emancipación, de mudanza, y siempre en trance defensivo de inhibición, de disimulo y de aculturación a un mundo nuevo. En una tal condición de desgarre y amputación social, desde continentes ultraoceánicos, año tras año y siglo tras siglo, miles y miles de seres humanos fueron traídos a Cuba. En mayor o menor grado de disociación estuvieron en este país así los negros como los blancos; todos convivientes, arriba o abajo, en un mismo ambiente de terror y de fuerza; terror del oprimido por el castigo, terror del opresor por la revancha; todos fuera de justicia, fuera de ajuste, fuera de sí.
El aporte del negro a la cubanidad no ha sido escaso. Aparte de su inmensa fuerza de trabajo, que hizo posible la incorporación económica de Cuba a la civilización mundial, y además de su pugnacidad libertadora, que franqueó el advenimiento de la independencia patria; su influencia cultural puede ser advertida en los alimentos, en la cocina, en el vocabulario, en la verbosidad, en la oratoria, en la amorosidad, en el materialismo, en la descrianza infantil, en esa reacción social que es el choteo, etc.; pero sobretodo en tres manifestaciones de la cubanidad: en el arte, en la religión y en el tono de la emotividad colectiva.
En el arte, la música le pertenece. El extraordinario vigor y la cautivadora originalidad de la música cubana es creación mulata. Toda la música original, de belleza regalada por la América al otro mundo, es música blanquinegra. El mismo Conde de Gobineau, pontífice de los racismos, dio a las razas negroides la soberanía estética. No nacieron en Cuba los spirituals del Norte (negros cantando su dolor y su esperanza como en los salmos cristianos de los protestantes anglosajones) ni tampoco el jazz (música danzaria de negros ajustados a los ritmos de la mecánica de aquellos blancos musicalmente incultos); pero poseemos una gloria de tangos, habaneras, danzones, sones y rumbas, amén de otros bailes mestizos que desde el siglo XVI salían de La Habana con las flotas para esparcirse por ultramar. Hoy baila música afro-cubana, es decir, mulata de Cuba, el mundo entero; y en los cabarets ricos y pobres de las noches neoyorquinas, el arrollao de la conga criolla arrastra las muchedumbres en gozo anestesiante de sus angustias neuróticas.
En la religión, el negro, desconfiado de la clerecía dominadora y colonial que lo mantuvo y explotó en la esclavitud, fue comparando sus mitos con los de los blancos y creando así en la gran masa de nuestro bajo pueblo un sincretismo de equivalencias tan lúcido y elocuente que vale a veces lo que una filosofía crítica y le abre paso más desembarazado hacia formas más superiores y libres de concebir y tratar lo sobrenatural. O pasa al agnosticismo o al protestantismo presbiteriano, metodista, o bautista; o, sugestionado por el misterio insoluto de la posesión enajenante, entra en las creencias experimentales y éticas de la metempsícosis, del espiritismo medianímico y reencarnacionista, y del Karma sancional y perfectivo de la teosofía, sin jerarquías autoritarias y anubladoras de su discernir. Y este impulso evolucionario de la transformación religiosa del negro influye mucho en la actitud del blanco humilde, también con sobra de supersticiones pero cada vez más capaz de una libre superación. La cultura propia del negro y su alma, siempre en crisis de transición, penetran en la cubanidad por el mestizaje de carnes y de culturas, embebiéndola de esa emotividad jugosa, sensual, retozona, tolerante, acomodaticia y decidora que es su gracia, su hechizo y su más potente fuerza de resistencia para sobrevivir en el constante hervor de sinsabores que ha sido la historia de este país. En esa poliétnica masa humana de gentes desarraigadas de sus tierras y nunca bien resembradas en Cuba, los apremios económicos y las circunstancias territoriales, agrarias, mercantiles y bélicas fueron dando arraigo a los núcleos humanos de Cuba pero sin lograr su integración normal, creándose así curiosas peculiaridades cubanas. La ganadería traída por los españoles fue aquí extensiva, pero sin la trashumancia de la mesta castellana y hecha en cabañas y hatos corraleros, circulares y sin cercados, propicia al abigeato. La producción agro-industrial del azúcar creó las plantaciones latifundarias con absolutismo de señorío y esclavitud. Y la esclavitud fue aquí, como en todas partes, corrompida y corruptora, envileciendo los esclavos y los amos, a negros y a blancos por igual. El tabaco, en cambio, creó la vega hortelana con campesinos blancos y economía familiar, pero, clase media escasa y humilde, sin defensa ni poderío.
El comercio, trasatlántico y coartado por la metrópoli desde su origen, nos creó el comensalismo filibustero, por el cual nos vistieron abundancias, comodidades, intercambios, transigencias y contactos con los herejes y las civilizaciones progresistas; pero también nos obligaron al contrabando consuetudinario, casi siempre consentido y a menudo coparticipado por las autoridades, que por eso siempre fueron vistas como intrusas, pasadizas, opresoras y corrompidas. Y los contrabandos habituales nos deformaron la vida colectiva, forzándola a un constante recubrimiento convencional de hipocresía, al hábito de la ilegitimidad impune y a la cínica indiferencia cívica, sin sanciones de castigo ni de mérito. Las leyes aquí no fueron leyes. Los gobernadores ponían las pragmáticas reales solemnemente sobre sus cabezas y decían con reverencia que las acataban pero que no las cumplían. Las Leyes de Indias solían ser letra muerta, y mortecina fue la de las encíclicas, sínodos, pastorales, sermones y catecismos. Las constituciones liberales promulgadas en España fueron impedidas en Cuba por la rebeldía de los peninsulares y hasta con la connivencia de la suprema autoridad. Los capitanes generales de Cuba fueron varias veces destituídos o muertos con veneno por sus mismos paisanos, tan “patriotas” intransigentes como intransigentes privilegiados, cuando temían la mengua de sus provechos.
Los batallones de “voluntarios” fueron el ejército de los mercaderes, más armados y combativos contra las mismas autoridades militares de su España, cuando éstas querían reprimir sus monopolios yabusos, que contra los cubanos quejosos de las justicias. Siglos enteros duró ese régimen de vida transitiva, cruel, doble ya contra-ley. Las otras culturas que fueron entrando en Cuba no lo cambiaron durante mucho tiempo y con frecuencia fueron sus copartícipes y beneficiarias.
Pocos lustros después de la conquista y poblamiento de Cuba por los mediterráneos, ya la visitan y sacuden las franceses y luego los ingleses y los holandeses, con sus corsos y saqueos y sus tráficos comerciales. Ya es la cultura blanca de la Europa ultrapirenaica. A aquéllos se debió el régimen internacional del comercio intérlope sostenido por una sorprendente estructura de bucaneros, filibusteros y pechelingues, superpuesta a la armazón oficial española; y todos aquí hicieron contrabando, los gobernadores, los obispos, los hacendados, los mercaderes, los letrados y los plebeyos; contrabando de corambres, de azúcares, de tabacos, de tejidos, de joyas, de lujos, de esclavos, de armas y de libros. Sin el régimen comercial filibustero, más organizado y poderoso que el gubernativo, no puede ser explicada la historia de Cuba, toda ella contrabandeada. Los ingleses en 1762 conquistan La Habana, abren el puerto y muestran las ventajas del comercio libre, que tendrá que ir concediendo España. Muchos oficiales de los
que tomaron la Habana pronto lo fueron también de las tropas separatistas de Jorge Washington. Las colonias angloamericanas fueron Estados Unidos de América y desde entonces el mundo anglosajón ha venido influyendo extaordinariamente en nosotros por razón de su proximidad, por sus instituciones democráticas, por su libertad religiosa, por su maravilloso progresismo técnico y por el peso grave de su imperial economía. A esa cultura angloamericana debemos a lo largo del siglo XIX la máquina de vapor, que transformó la producción azucarera. En Cuba tuvimos ferrocarriles antes que España y otras naciones de Europa. La máquina de vapor nos trajo el gran capitalismo industrial, cuando todavía el régimen del trabajo era la esclavitud. ¡Esclavos, máquinas, tierra virgen y capitales! ¡Todo en grande y a una, todo actuando en conjunto! Fue la opulencia más sibarítica, unida a la miseria más abyecta.
A la misma civilización anglosajona debemos la pronta e intensa movilización de nuestras riquezas naturales, el consiguiente incremento rapidísimo de la población, que en treinta años se triplica, y la afortunada mundialización de muchas costumbres nuestras que una generación atrás eran míseramente provincianas. La vecindad de esta poderosa cultura es uno de los más activos factores de la cultura nuestra; positivos o negativos, pero innegables. No nos ciegue el resquemor que en nosotros ha sido latente por sus invariables egoísmos, por sus frecuentes torpezas, a veces por sus maldades y a menudo por sus desprecios. No es un problema de gratitud, sino de objetividad. Según el péndulo de nuestra historia, el cubano se aleja o se acerca emotivamente al gran foco vecino. Ahora está otra vez candente el contacto con el norteamericano. Hay quien por la mañana es anexionista y por la tarde abomina del Tío, según suba o baje la cotización del azúcar, que es termómetro del patriotismo para los espíritus en almíbar. Sabemos del vecindaje su historia, sus hábitos, sus petulancias, sus prepotencias, mi sequedad fría y desdeñosa, su absorbente imperialismo... Sabemos que esa poderosísima industria sacarífera, que nos domina y es dominada por el anónimo extranjero, a pesar de haber ganado en una sola zafra unas utilidades mayores que el valor de todo el capital invertido en ella, no ha regalado a Cuba ni una modesta fundación benéfica o educativa que testimoniase al pueblo cubano la realidad de algún don espiritual del industrial forastero que se llevó nuestra dulzura. Pese a todo, de ese poderosísimo Niágara de fuerzas que es la civilización norteamericana nos llegan corrientes que nos arrastran pero que nos elevan a la espuma, corrientes que nos llevan lejos, en zozobras, pero sin hundirnos. ¿Será verdad que Cuba es una isla de corcho? ¿Acaso lo que en nosotros perdura de los antepasados desnudos nos capacita para sortear los oleajes, saltos, remolinos, escollos, recodos, rápidos y fangales de nuestra historia? El porvenir estará en aprovechar la corriente pero sin sumergirse en ella.
Pocos años después que los anglosajones, entraron en Cuba los franceses, expulsados de Haití, mudados de la Luisiana. Crean cafetales de más riqueza que los ingenios, crean comercios con su metrópoli; en nuestro Oriente crean un foco de cultura refinada que da envidias a La Habana. Pero un obispo de Cuba predica su exterminio y expulsión, como ahora se hace contra los judíos, y se les persigue, destierra y confisca. Mas ellos vuelven, pasados el vendaval napoleónico y la reacción absolutista, y reconstruyen arruinadas haciendas, hacen nuevos ingenios, fundan ciudades en bahías desiertas y nos traen la Marsellesa, el romanticismo, las elegantes modas y las exquisitices de la cultura de Francia. Todo lo que en Cuba brillaba por culto o por bello quería ser francés. Literatos y pensadores se afrancesan y triunfan en las cortes de París las bellas damas cubanas; la Merlin, la Fernandina...; aún hoy día llora sobre las ruinas en la afrancesada aristocracia de Polonia una anciana que fue bella princesa y es de Camagüey.
En el siglo XIX las Américas española y portuguesa se acercan espiritualmente a Francia y a Italia de donde nos llegan las vibraciones liberales que España nos negó. Nuestra América gusta por eso de ser América Latina.
Aún debiera hablarse de otras culturas, de los aportes del judío, del chino, del germano...
Judíos y judaizantes los tenemos desde el descubrimiento. El judío está presente al descubrirse en Cuba el tabaco y en su desarrollo comercial; al fundarse la industria azucarera en las Antillas y a lo largo de su complicada historia. Y sangre judaica, si existe una sangre tal, ha fluído y fluye en la historia de Cuba en gotas o a raudales, desde las arterias de ambos Reyes Católicos, hasta las de patriotas libertadores, presidentes de la República, generales, magnates, hacendados, letrados, médicos y mercaderes, desde regatones a banqueros, sin excluir a prelados y familiares de la Santa Inquisición. Dada la milenaria mixtura ibérica ¿habrá algún hijo de España seguro de no tener en su corazón algunos glóbulos de la sangre judaica que tuvo Cristo? La cultura judía ha solido estar siempre escondidiza entre la de otros grupos, para evitar ser perseguida. Si nos llegó con los españoles de todas las regiones, tanto o más se infiltró en Cuba su capa de portugueses, de flamencos, de italianos, de británicos, de franceses, hasta de alemanes y luego de norteamericanos y polacos. Ellos debieron contribuir bastante a la internacionalidad mercantil de la Habana, al monetarismo de ciertos sectores de Cuba, a la sensibilidad musical de su pueblo, a cierta tonalidad idealista y mesiánica de su patriotismo...
Los asiáticos, entrados a millares desde mediados del siglo último, han penetrado menos en la cubanidad; pero, aunque reciente, no es nula su huella. Se les imputa la pasión del juego; pero ya era nota de cubanidad antes de que entraran los chinos. Acaso han propagado alguna costumbre exótica, pero escasamente. Más de una vez se advirtió como extraordinaria en estas últimas décadas cierta tendencia a la minucia y finura del detalle y a la frialdad ejecutiva en varios políticos encumbrados, profesionales del saber y poetas laureados, caracterizados además por alguna ascendencia amarilla. Pero de todos modos, el influjo asiático no es notable fuera del caso individual.
Pero si de todas esas culturas ha recibido efluvios la cubanidad, ¿en cuáles se alquitaró más la cubanía? Como ocurre en el ajiaco, lo sintético y nuevo está en el fondo, en las substancias ya descompuestas, precipitadas, revueltas, fundidas y asimiladas en un jugo común; caldo y mixtura de gentes, culturas y razas.
Los negros debieron sentir, no con más intensidad pero quizás más pronto que los blancos, la emoción y la conciencia de la cubanía. Fueron muy raros los casos de retorno de negros al África. El negro africano tuvo que perder muy pronto la esperanza de volver a sus lares y en su nostalgia no pudo pensar en una repatriación, como retiro al acabar la vida. El negro criollo jamás pensó en ser sino cubano. El blanco poblador, en cambio, aún antes de arribar a Cuba ya pensaba en su regreso. Si vino, fue para regresar rico y quizás ennoblecido por gracia real. El mismo blanco criollo tenía por sus padres y familiares conexiones con la Península y se sintió por mucho tiempo ligado a ellos como un español insular. Nativos blancos de Cuba fueron en ultramar generales, almirantes, obispos y potentados... y hasta hubo catedráticos habaneros en la Universidad de Salamanca. Nada de eso pudo lograr ni apetecer el criollo negro, ni siquiera el mulato, salvo los pocos casos de hijos pardos de nobles blancos, que obtuvieron privilegio de pase transracial y real cédula de blancura. En la capa baja de los blancos desheredados y sin privilegio, también debió chispear la cubanía. La cubanía, que es conciencia, voluntad y raíz de patria, surgió primero entre las gentes aquí nacidas y crecidas, sin retorno ni retiro, con el alma arraigada en la tierra. La cubanía fue brotada desde abajo y no llovida desde arriba. Hubo que llegar al ocaso del siglo XVIII y al otro del XIX, para que los requerimientos económicos de esta sociedad, ansiosa del intercambio libre con los demás pueblos, hicieran que la clase hacendada adquiriera conciencia de sus discrepancias geográficas, económicas y sociales con la Península yoyera con agrado, aún entonces pecaminoso, las tentaciones de patria, libertad y democracia que nos venían de Norteamérica independiente y de Francia revolucionaria.
Un siglo de conmociones qué uniendo, fundiendo y refundiendo en una común conciencia cubana a elementos heterogéneos. Pero la nación no está hecha, ni su masa está integrada. Todavía hoy, sin cesar, siguen llegando corrientes exógenas, blancas, negras y amarillas, de inmigrantes, de intereses y de ideas, a rebullir y disolverse en el caldo de Cuba y a diferir la consolidación de una definitiva y básica homogeneidad nacional.
El estudio de los factores humanos de la cubanidad es hoy de más trascendencia que nunca para todos nosotros. Perdonadme lo esquemático yelemental de estos apuntes. Es a vosotros, jóvenes estudiantes cubanos, de cubanidad y cubanía, a quienes corresponderá agotar la investigación, la experiencia, el juicio y hasta la práctica. No desmayeis en su estudio. En ello os va la vida.
*Conferencia a los estudiantes de la fraternidad “Iota-Eta,” en la Universidad de La Habana, el día 28 de noviembre de 1939.
Tomado de: Revista Bimestre Cubana, vol. V, XLV, no. 2, 1940: 161-86.