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En la loma del ángel

Exilia

René Vázquez Díaz

  Los amantes exactos tienen una sola sombra.

   Rafael Pérez Estrada

     No, Peter, respondí en tono abatido y aguantando las ganas de mandarlo al diablo, gracias por pensar en mí para una misión tan distinguida, pero los desastres cubanos no me interesan. Trata de René Vázquezentenderme: ayer asistí a la cremación del cadáver de mi padre, me estoy separando de Annia y no creo que yo sea el hombre adecuado para el trabajo que me pides. El jefe de Cultura del Periódico era un gordo amable y socarrón que, en los años sesenta, había sido militante de no sé qué organización estudiantil en contra de la guerra de Vietnam. Se llamaba Peter y había sido amigo de mi padre, si es que puede decirse que alguien, de veras, lo hubiera sido. Esa gélida mañana de febrero Peter llamó para comunicarme que el Periódico me enviaba a Cuba, quiero que presencies ”la última batalla del comunismo en el Mar Caribe”, dijo, y cubras ”la caída definitiva de Fidel Castro”. A juzgar por los acontecimientos, abundó Peter muy animado, la crisis podría convertirse en el episodio más sangriento de la historia de Cuba. Prepárate, concluyó, porque el derrumbe de la dictadura castrista será el acontecimiento mediático más sensacional de la historia de América Latina; mañana partes para La Habana. 
     Creí que era una broma. Mis contactos con El Periódico eran esporádicos y se limitaban a unas cuantas colaboraciones al año en las páginas culturales, que eran las únicas bajo la jurisdicción de Peter. En ese selecto foro no sucedían más episodios cruentos que los ajusticiamientos de autores por medio de adjetivos a sueldo, o la eliminación a sangre fría de ciertos libros incómodos. Yo no era un reportero ni me gustaba serlo. ¿Qué coño iba a hacer yo en La Habana? ¿Qué tenía que ver mi vida con ”la caída definitiva de Fidel Castro”? Un grupo de jóvenes de la ciudad de Matanzas, me explicó Peter, a bordo de dos avionetas robadas del Aeropuerto de Varadero, habían llegado a Miami y sobrevolado Liberty City, Overtown, Hialeah, La Calle Ocho y Coral Gables, lanzando miles de octavillas que proclamaban:

THE FUTURE IS BRIGHT!

     Le dije, honestamente, que no veía nada de malo en lo que habían hecho aquellos locos. Karl-Johan, concéntrate, replicó, tú eres joven, antiglobalizador y poeta lírico, pero no eres bobo. Eso es violar el espacio aéreo estadounidense. ¡Y en estos tiempos de lucha contra el terrorismo! Las avionetas cubanas, prosiguió, habían sido abatidas por cazas norteamericanos. Una se estrelló en Lacaballo de la Isla de Cundiamor isla del cundeamor, un lujoso islote frente a las costas de Miami, y la otra en alta mar. Los cuatro tripulantes cubanos perecieron fulminados, prosiguió, y el ambiente no ha cesado de recalentarse en el Mar Caribe. Los americanos aseguran que el vuelo de las avionetas fue una provocación deliberada del gobierno de Fidel Castro y han concentrado fuerzas navales y aéreas en Vieques, Puerto Rico, y en la Base Naval de Guantánamo; las declaraciones son cada vez más agresivas y en estos momentos nadie descarta una invasión o un bombardeo masivo de la Isla de Cuba. ¡La ex patria de tu papá y por lo tanto también la tuya! ¿Entiendes ahora, Karl-Johan? 
     Sí, yo entendía más o menos, pero respondí que todo me daba lo mismo, las avionetas, los muertos, el conflicto diplomático o bélico o lo que fuera, lo lamento mucho, dije, pero no, búscate a otro, yo no soy el hombre idóneo para ese trabajo, al menos no en este momento. A mí la política no me interesa, concluí, pero él replicó como si no me hubiera oído que por eso mismo te envío y no te pongas renuente, que te vamos a pagar bien; yo no quiero análisis políticos sesudos sino que abordes la dimensión humana del conflicto, lo que piensa la gente, el miedo gateando por las calles, las madres llorosas así como los quintacolumnistas, que seguro están aprovechando para derrocar a Castro desde dentro. Karl-Johan, prosiguió, tú eres un chico sensible, lo has demostrado en todo lo que has escrito y además hablas español y eres de origen cubano, ¿no? 
     Dios mío, qué tedio, pensé. Hasta un hombre culto como Peter se hacía eco de esa cantaleta soterradamente xenófoba y excluyente en la que se basaba el fascismo (también soterrado), de las Autoridades suecas de inmigración: ¿cómo cojones iba yo a ser ”de origen cubano”, si había nacido en Malmö de madre sueca oriunda de Gotemburgo? ¿qué otra cosa podría ser yo si no sueco y sólo sueco, si me crié en Malmö entre amigos de Malmö leyendo literatura sueca, y la única vez que fui a Cuba (porque me llevó mi madre y no mi padre) tenía cuatro años? Mi idioma materno es el sueco, Peter, cubano era mi padre al que incineraron ayer en un horno-crematorio de Malmö, y regamos sus cenizas en un cementerio de Malmö, por cierto en contra de su última voluntad que fue la de tener una tumba y podrirse en la tierra de su país definitivo. De modo que ya nunca sabré dónde está su alma (si es que él tuvo alguna). Tal vez los temporales de invierno se la llevaron de vuelta a Cuba, dije, y Peter se echó a reír. Fue tan difícil convencer a las autoridades municipales para que lo enterrasen en el cementerio que él había elegido, que al fin dije quémenlo, cojones, incinérenlo, ya basta. Si Cuba, como tú dices,  también es mi patria sólo porque mi padre era oriundo de ella, entonces todos los suecos deberían ser súbditos de Francia. Pues la dinastía de los Bernadotte, Peter, proviene de Jean Baptiste Jules Bernadotteallí; el Padre Fundador, Jean Baptiste Bernadotte, era francés aunque lo convirtieran en un rey sueco por arte de birlibirloque, o más bien gracias a un procedimiento de importación de fuerza laboral al más alto nivel. Hacía falta un rey guerrero, e importaron al mariscal. No por eso su hijo, Oscar I (quien sí era francés de verdad, nacido en Francia), fue considerado nunca como otra cosa que un rey sueco. Su patria era la Suecia en la que reinó, y no la Francia donde habían nacido él y su padre. 
Dije todo esto con el cansancio de quien ha tenido que explicar lo mismo un millón de veces, y noté que el gordo se puso suave pero para decir cosas duras, Karl-Johan, arguyó, vamos a hablar en plata. Estás destrozado por la muerte de tu padre, a quien despreciaste en vida hasta el último momento y sobre quien escribiste artículos denigrantes en este mismo diario, y ahora estás rehuyendo --¡cobardemente!-- viajar a Cuba en un momento crucial de su historia, desaprovechando la oportunidad única de regresar al pasado de tu padre, a uno de tus orígenes, no sólo de gratis sino ganando muchísimo dinero, un dinero que sé que no tienes. Además, no me vengas con el embeleco de tu ”terrible” separación de Annia, porque en esta redacción trabaja Annika y todo el mundo sabe que andas con ella. Además, a ti sí te importa la política. Si no, no hubieras lanzado adoquines contra la policía en Gotemburgo y no te hubieran condenado a nueve meses de prisión por Desacato a la Autoridad, Resistencia violenta y Asociación para delinquir.
     Bueno, pensé, todo esto es muy raro, esa insistencia de Peter y esa manera de hablarme tan poco sueca, como si fuera un hermano mío, o un tío muy responsable o algo por el estilo. Cuando me acusaron, con razón, de todas esas atrocidades de las que no me arrepiento y en las que seguramente reincidiré, Peter fue casi el único que me defendió. Bien, me interesa la política, admití, pero no los políticos farsantes que le temen a la democracia. Yo no tiré adoquines contra ningún policía sino contra la penalización del derecho a manifestarnos, que por fuerza condujo a la desobediencia civil, y por un mundo más noble y solidario. Sufrí prisión política por manifestarme contra el mundo asqueroso del capital, un mundo dominado por un poder económico que nadie se atreve a desafiar. Yo cumplí nueve meses, dije, pero el movimiento global por un mundo más justo sólo ha comenzado. 
     ¿Qué quieres, que cante la Internacional o la Marsellesa?, me espetó el muy cabrón. Después de esa filípica, agregó con sorna, estoy más convencido que nunca de que debes ir a Cuba. Pero Peter, aduje, es que ese viaje ahora, por primera vez en mi vida de adulto, significa hurgar en la herida que lala Internacional.... muerte reciente de papá me ha abierto, en un lugar de la conciencia que yo creía blindado. No, coño, no me sentía preparado. Mas, por otra parte, reflexioné, febrero había llegado repartiendo depresiones y heladas, Malmö estaba como aplastado por la oscuridad y las ventoleras y mi vida amorosa (Peter tenía razón con lo de Annika, que trabajaba en el Periódico) estaba tan escalofriantemente repleta de injusticias y tensiones como el mundo infame de la globalización neoliberal. Sí, yo estaba en trance de dejar a Annia por Annika, pero sin acabar de recoger mis matules ni tomar una decisión definitiva. 
     Annia me había puesto el ultimátum de ”o Annika o yo” y Annika lo mismo pero al revés, de modo que desaparecer unas semanas en el remolino de un conflicto sangriento y, por añadidura, cubano, me proporcionaría un poco de distancia para ponerme de acuerdo conmigo mismo. Pues todavía no sabía bien por qué iba a dejar a Annika por Annia, perdón, a Annia por Annika, cuando en realidad las amaba a las dos. Lo que sí estaba clarísimo es que tendría que mudarme de casa de Annia, simplemente porque la condición necesaria y suficiente de su ultimátum era que, para poder quedarme, tendría que dejar a Annika en el acto. Dejar a Annia implicaba buscar un nuevo apartamento o tomar la decisión, complicadísima, de irme a vivir entre los candelabros y los pelargonios de Annika, para lo cual tampoco me sentía preparado. En ese punto de mis reflexiones me pregunté si yo estaba realmente preparado para alguna cosa en absoluto.
     No obstante, lo que más me hacía dudar era el miedo que me daba ”visitar el pasado” de papá. Ahora que se había muerto era mejor que permaneciera en mi recuerdo como el hombre irresoluto y acomodado que era, una especie de sueco de última hora, advenedizo, reaccionario y cobardón, totalmente desvinculado de su pasado caribeño e isleño. Mi falta de interés por el tema sobre el cual Peter me proponía escribir era también un magnífico obstáculo. ¿A santo de qué tanto ruido por unas avionetas y cuatro muertos? ¿Acaso no morían más de 30 000 personas anualmente en Colombia, asesinadas en la vorágine de las drogas, las guerrillas, el ejército (apoyado por EE UU) y los grupos paramilitares (amparados por el ejército colombiano que a su vez estaba armado por EE UU)? ¿Acaso Israel no había masacrado impunemente a los palestinos en Ramalah y Jenín, sin que la ONU pudiese ni siquiera investigar los crímenes de guerra de Ariel Sharon? ”Captar la dimensión humana del conflicto”, me pedía Peter. La verdad es que me dieron ganas de reír.
     Peter, dije, me estoy separando de Annia. Eso lo sabe todo el mundo, respondió él, pero ustedes son jóvenes y no tienen hijos. Cuando yo me divorcié de Karolina había dos hijos de por medio, un yate, una casa de campo, un BMW nuevo y una maraña de cosas que compartir. Tú recoges tus libros y tus cuatro maletas y chao. En realidad los bultos no llegan ni a cuatro, pensé y noté que Peter se  irritó muchísimo cuando le confesé que a mí el calor me hace daño, carajo, no lo soporto, dije, me pone abúlico y rezongón, las últimas vacaciones que pasé con Annia en Ibiza fueron una birria, grité casi, a causa del calor excesivo que me dio ataques de jaqueca y pérdida del apetito. Contestó que exigía una respuesta urgente y me recordó que yo era un criminal confeso y convicto, un antisocial subversivo y un ex presidiario, y que debería estarle agradecido por la oportunidad que me daba y el honor que me hacía enviándome a una misión tan delicada y bien remunerada. Pasa por aquí hoy mismo para que regojas el adelanto en efectivo, los pasajes y un dossier de prensa sobre este asunto. Y colgó.
     Como el que calla otorga, todo parecía indicar que yo había aceptado la propuesta. Cuando fui a buscar el dinero y el famoso dossier de prensa, Peter estaba de muy buen humor. La cosa empeora, dijo, un guardia yanqui realizó unos disparos desde la Base Naval de Guantánamo y mató a un guardafronteras cubano, míralo, dijo y me mostró, lleno de entusiasmo, unas fotos sacadas de la CNN con el rostro ensangrentado de un negrito más o menos de mi edad. El agujero de la sien era espeluznante. Encuentra a algún cubano que se abra las venas delante de ti, dijo poniéndose serio, y nosotros le publicamos la hemorragia, ¿ok? Hurga en la canasta de ropa sucia de la Revolución. Escribe sobre las putas (allá les dicen jineteras), del descontento general, de los disidentes y los derechos humanos, toda esa mierda, lo que tú quieras. Y si los americanos invaden, serás testigo de la caída de Castro. En realidad te envidio. Pero si ves que la cosa se pone demasiado mala, refúgiate en la embajada de Suecia. Mira que después del baño de bombas que le propinaron a Afganistán y después a Irak pese a las manifestacines multitudinarias en contra de la guerra, el mundo es un lugar muy inseguro, ¿ok?
     Todo eso suena bonito, pensé. Pero ¿y si fuese Fidel Castro el que se convirtiera en testigo de la caída de un tal Karl-Johan? Agarré el jugoso adelanto en efectivo que había pedido y, a los pocos días, un taxi con destino al aeropuerto conducía a un Karl-Johan no muy convencido, y muy mal dormido, que me preguntaba a mí, como si yo fuera otro, si no estaría cometiendo la estupidez más grave de mi corta vida. Partía sin haberle comunicado a Annia ni a Annika que me iba para Cuba. A la única que se lo conté fue a mi mamá, quien, desde luego, intentó impedirme que viajara. 
     Caía una nieve fina, era como un aserrín refulgente y sereno que se desprendía de la grisura de la mañana, y yo me iba, cobarde, huyendo de mi crisis sentimental con dos muchachas que me amaban (pero también de la crisis innombrable, y sobre todo inesperada, en que me había sumido la muerte de mi padre), hacia una crisis abstracta, con avionetas y muertos que no me importaban. Huía de un mundo apacible y nevado (la nieve aguachenta de Malmö) cuyas amenazas me parecían profundamente cursis, hacia un mundo sofocante cuyas batallas y peligros me eran ajenos. 
     Esta es la ciudad más mía del mundo, pensé mirando los parques yertos de Malmö, esta es la ciudad más Annia y más Annika del mundo. Recordé las últimas palabras de Peter, envía artículos conmovedores, cuídate de las cubanas, etc, como si yo fuera un niño y, sin desearlo en absoluto, se me llenó la conciencia –o la mente, o el corazón, o como se llame—del recuerdo de mi padre: su ridícula honestidad, que en realidad era una combinación de ingenuidad y cobardía, de la que todo el mundo se reía; su miedo a morirse sin dejarme alguna herencia, cosa que al fin y al cabo hizo. Mi papá, pensé no sin cierta melancolía indeseable, el inmigrante ”integrado” a la sociedad sueca, un hombre de demasiada buena voluntad que cambió de idioma y ejerció el periodismo en un ambiente donde nadie lo entendía ni lo quería. Un hombre no sólo de otro país, sino de otra época, y para mí casi de otro universo. 
     A él le gustaba citar a Gunnar Ekelöf (qué ordinariez), Soy un extraño en este país / ¡pero este Gunnar Ekelofpaís no es un extraño en mí! Pero cómo no iba a ser un extraño de todas la maneras posibles un hombre que comía yuca frita y frijoles negros en Malmö; cómo no iba a ser un extranjero perpetuo un antillano que leía todas las noches un fragmento del Quijote (en voz alta y en español) ”para que no se le secara la lengua”, mientras afuera el otoño le resecaba el alma a los árboles y a la gente para después anegársela en lluvias de tormenta? Ah, mi padre el inmigrante, unas cenizas en la nieve. Si yo hubiera nacido mujer, quizás lo hubiera entendido mejor. Más de una vez le oí decir que hubiera preferido tener hijas. 
     No sé por qué me acordé de sus cuentos de aparecidos, aquellas boberías que le habían contado sus abuelas y sus tías cubanas de campo adentro, y que cuando yo era pequeño me fascinaban y me aterraban pero que al paso de los años él repetía como si las hubiera vivido de veras, almas en pena de hombres impecablemente vestidos de guayabera, que se escondían en un platanal en espera de una querida también fantasma que, a las doce de la noche, se aparecía ella también toda de blanco para abrazarlo con sus brazos de hueso mientras los racimos de plátanos sangraban. 
     Llegué al Aeropuerto Internacional José Martí a las cuatro de la tarde de un domingo. El aire me pareció tan caliente y saturado de vahos enrarecidos, que al principio no pude dilucidar si respiraba aroma de azahar, sudor podrido, agua de colonia o gases de petróleo malo. Por lo pronto no me desmayé por el calor, cosa que me asombró. Una racha de brisa emergió de no sé dónde, burlando a la multitud de gente oscura y chillona que se aglomeraba a la salida del aeropuerto. Me metí dentro de un taxi y pregunté cuál era el hotel más lujoso de La Habana. El taxista, que era un viejo arrugado y tan curtido por el sol que más bien parecía un pescador, dijo vociferando (como si yo fuera sordo o como si lo hubiera ofendido), eso depende, mihijo, si usted desea un lujo moderno de última hora, métase al Meliá-Cohiba. Pero si lo que busca es caché-caché, pero vaya, caché del fino-fino del tiempo de antes como los que ya no se fabrican, entonces hospédese en el Hotel Nacional de Cuba, que no tiene igual. ¡Ah! Y si quiere probar lo que era el hotel de la liga mafiosa de Meyer Lanski, tú sabes, el de la película El Padrino –¡qué clase de papel juega Brando, señor, qué prodigio de actor!—entonces elija el Hotel Capri, aunque la verdad es que está muy desmejorao y necesita una operación cosmética.
     ¿Por qué aquel hombre me recordó difusamente a mi padre, si era todo lo contrario a lo que mi papá representaba, al menos para mí? En primera, el taxista era más viejo y le faltaban dos dientes. Además era, a todas vistas, un hombre sencillo y quién sabe si hasta medio analfabeto. Le pregunté si no le daba miedo que los próximos bombardeos yanquis lo fulminaran en plena calle mientras manejaba el taxi, y me respondió con una sonrisa que puso de manifiesto el hueco perfecto de los dientes que le faltaban, qué bombardeos ni qué carajo y usted disculpe, ¿no ve que si nos bambardean nosotros les bombardeamos Miami, Tampa y Cayo Hueso en menos de lo que canta un gallo? Qué va, mihijo, esto no es Afganistán y La Habana no es Bagdad. A ellos lo único que los aguanta es la certeza de que la fiesta de los bombazos va a tener un coste impredecible. Y si lo bombardean todo y no queda nada, pues cuando desembarquen se van a llevar la sorpresa del siglo XXI. Porque nosotros agujereamos todo el subsuelo de esta isla y está llena de túneles que funcionan, no como los de los talibanes que eran de postalita. Pero no lo hicimos ahora, qué va, lo hicimos cuando la época de Reagan porque después de lo que hicieron en Nicaragua, Granada y Panamá, creíamos que el turno de la invasión nos había llegado a nosotros. Lo que pasa es que Reagan era actor de Hollywood y esos tipos sólo quieren finales felices, ¿tú me entiendes? Japi-én, ¿okey? Japi-én. Y aquí ellos no han tenido ni un solo japi-én desde 1959. Y ahora, ¿qué ha pasado? Pues nada. Mataron a un muchacho nuestro en Guantánamo (parece que un marín yanqui lo asesinó desde una garita de observación) y de pronto Jimmy Carter intervino, está bueno, caballeros, dijo el viejito (que hace poco vino a jugar a la pelota con Fidel), y el Papa también intervino desde la eternidad, pues seguro que se acordó de lo bien que lo tratamos cuando vino a babear bajo de un sol de pinga, que yo fui a verlo, olvidemos el titingó de las avionetas, dijeron y se acabó. Entonces estuvo bien que asesinaran al negrito nuestro en Guantánamo, pobrecito, continuó el taxista que ya no parecía tan analfabeto, así la tragedia se cerró con una sola víctima, quiero decir además de los comemierdas de las avionetas, irresponsables, provocadores, criminales, a quién se le ocurre cometer semejante delito poniendo en peligro a todo un pueblo. Menos mal que los fulminaron en el aire, ¿sabe?, porque si vuelven vivos, los hubierra desollado yo. 
     Bien, pensé, eso mismo voy a poner en mi primer artículo, que la gente en Cuba es muy fanfarrona, ”la fiesta de los bombazos tendrá un coste impredecible”, los túneles más eficaces que los de Afganistán, la tragedia que se cerró con una sola víctima, pobre negrito, etc. Pero antes de que yo hubiese pensado la idea periodística hasta el final, ya el viejo me había propuesto otros servicios: llevarme en taxi a donde yo quisiera por un precio insignificante pero en otra máquina, mihijo, no en esta que es del Estado, yo lo llevo a las playas del Este, a Varadero, a Pinar del Río, a Baracoa y a Guántamo, no deje de ir a Oriente mire que es como otra Cuba, mihijo, aquí tienes mi número de teléfono. Yo tengo otro carro un poco más viejo, pero que da la hora como los campanarios de Roma. Y si quieres manejar solo, te la alquilo por cuenta propia. Mira que los carros del Estado están de madre, son buenos pero muy caros, eso no lo aguanta nadie. Y si acaso te cansas del caché-caché del Nacional dímelo, que yo te alquilo un apartamentico en la calle Línea, con balcón y discreción y seguridad absoluta y vista al mar y dos comidas al día, o tres o cuatro comidas, o dieciséis o setentipico, no hay pro. 
     No sé cómo se las arregló para contarme tantas cosas de su vida privada mientras yo acotejaba mentalmente los párrafos de mi primer texto para Peter. Aquel señor hablaba como una ametralladora y, pese a que me recordaba a mi papá, no me caía del todo mal. Dijo que se le había muerto la mujer recientemente, pero no de ninguna enfermedad, qué va, si estaba más dura que una guayaba verde (creo que eso significaba que estaba muy saludable, pues añadió ”y más fuerte que una vaca”) sino de un accidente ”inmerecido” (¿qué habrá querido decir con ese adjetivo?), un choque del carajo en la Cerretera Central de noche, muchacho, aquello no tuvo nombre en la historia, mira si todavía me erizo, mira, mira, y me mostraba los dos brazos apartándolos con imprudencia del volante, un choque lloviendo y contra una vaca, ¿usted sabe lo que es eso?, ¡con las pocas vacas que hay en este país! Lo más amargo de la vida es perder a la esposa que uno ha querido, en un accidente inmerecido en el que uno también participa, ¿tú entiendes, mihijo? Un accidente en el que el occiso debería haber sido uno, pero no, cojones, salvarse,  salvarse, repetía una y otra vez golpeando el timón como si no acabara de aceptar su destino de sobreviviente inmerecido. Sólo perder un par de dientes, se lamentó, la vida es ridícula, chico, la muerte no vale na, mira, mira, y se volvía peligrosamente hacia mí para enseñarme, con indeseable claridad, el repugnante hueco de los dientes ausentes, es injusto que yo me haya salvado y ella no, le zumba el merequetén. Y después de unos minutos de silencio: ¡pero si iba al ladito mío, virgen de la Caridad, allí mismito donde usted va!
     Dicho esto, el taxista se sumió en un raro silencio. Digo que su silencio era raro porque parecía hablar consigo mismo. No decía nada pero sacudía la cabeza, golpeaba tenazmente el volante incluso con la frente, y después apretaba los labios, o los abría, como si dentro de él se hubiera desatado una furiosa discusión muda. Quién sabe, pensé, si discutía con ”la inmerecida occisa”. La forma en que el viejo me había hablado representaba un caos gramatical desconcertante, a veces me trataba de usted pero en la misma oración pasaba a tutearme, como si yo fuera un nieto suyo o como si me hubiera visto nacer y me hubiera criado. 
     Pensando en esto descubrí por qué me recordaba a mi papá. En efecto, cuando le pregunté por el mejor hotel de la capital, ¿qué me había respondido? Si lo que busca es caché-caché, pero vaya, caché del fino-fino del tiempo de antes como los que ya no se fabrican, hospédese en el Hotel Nacional de Cuba, que no tiene igual, etc. Esa forma enfática de hablar por medio de hipérboles era la misma que mi padre había trasladado, ridículamente, a sus artículos en sueco y, por supuesto, a su manera de dirigirse a mí. Caché-caché del fino-fino, había dicho, y como si eso fuera poco, añadió que era un caché del tiempo de antes como los que ya no se fabrican, ya que el hotel no tiene igual. Lléveme al Hotel Capri, por favor, ordené sin saber el por qué de mi decisión.
     Vi a mucha gente en bicicleta y pensé que quizá estuviesen huyendo de algo. Mujeres de traseros gigantescos desparramaban sus carnes en los pequeños sillines. En un semáforo, una joven ciclista cuya falda era de dimensiones insignificantes para la fastuosidad del paisaje que ceñía, me sacó la lengua. Todavía no vi tanques de guerra ni transportes militares en retirada, pero sí los signos inequívocos de la decrepitud de la vida isleña y de la explosión social que se produciría al son de las bombas americanas. Daba igual, pensé, estaba cansado y ahora lo que quería era llegar al hotel de Meyer Lanski, comer algo y dormir a pierna suelta. En otro semáforo, otra mujer hizo contaco visual con conmigo y, riéndose, se tocó su rabo de caballo señalando el mío con la otra mano. ¿Qué tenía de malo mi rabo de caballo? La mujer estaba en una cola interminable en la que se apiñaban gentes de todas las edades.
     Me dieron una habitación en el octavo piso. Cuando traté de abrir las persianas para disfrutar del aire del mar y ver si ya se veían las escuadras del Imperio en lontananza, comprobé que era imposible abrirlas. Eataban condenadas por tornillos oxidados. El aire acondicionado funcionaba, pero aquella cerrazón me provocó una sensación de asfixia. Bajé a la recepción. Las ventanas de mi cuarto están condenadas, me quejé. Lo siento, señor, replicó el recepcionista, no es que estén condenadas sino que no pueden abrirse. Están tabicadas, repuse con irritación. El problema es, explicó el recepcionista, que esas ventanas no se han reparado desde 1956, pero le aseguro que serán cambiadas dentro de poco. Están tan deterioradas, que si se abren se desploman.
     Volví y me quedé profundamente dormido. A medianoche me desperté creyendo que estaba en Malmö, pero sin saber si me encontraba en el lecho de Annia o en el de Annika. Me aferré a la almohada dispuesto a dormirme otra vez, pero sentí un cosquilleo como de diminutas patas en un brazo y un deslizamiento como de alas en la oreja. Encendí la luz y en la blancura de las sábanas vi tres cucarachas corpulentas y de una vitalidad nauseabunda. Asesiné a una de ellas de un zapatazo, pero las demás se refugiaron debajo de la cama. Levanté la cucaracha muerta y la observé detenidamente. Nunca había visto una cucaracha tan de cerca ni en un hotel tan caro. El insecto tenía las alas lustrosas y de un marrón transparente, que me pareció perfecto. La cabeza era de un negro denso y con una capucha como de monje. Lo más repugnante eran las patas, espinosas y que ahora se agitaban. ¡Seguía viva pese al zapatazo! La eché al retrete y allí pude comprobar mi imposible situación: el baño estaba astrosamente lleno de cucarachas. Las conté: eran siete, más las dos que se me escaparon: nueve.
     Ni siquiera me cepillé los dientes. Cogí mi maletica y bajé a la recepción, cóbreme porque me voy, mi cuarto está plagado de cucarachas. ¿Vivas o muertas?, preguntó el recepcionista con la mayor cortesía. Nueve vivas y una muerta, respondí, porque la maté yo, y el hombre me miró agradablemente sorprendido por mi exactitud, gracias, dijo mientras anotaba mi respuesta, y me dieron ganas de darle a él también un zapatazo. Le debo una explicación, añadió, es que estamos desarrollando una campaña insecticida desde la azotea hasta el sótano. El problema es que, ante la amenaza de extinción, las cucarachas peregrinan de arriba hacia abajo de piso en piso, aunque muchas de ellas (en realidad, la mayoría) están heridas de muerte por el insecticida, de modo que son como cadáveres andantes y muchas perecen en el camino. Si las cucarachas llegaron al piso octavo eso significa que, de allí para arriba, los pisos pueden considerarse territorio libre de cucarachas. ¿Quiere una habitación en el noveno o el décimo?
     Pagué y salí a la noche pegajosa. Siguiendo las instrucciones del recepcionista, bajé por la calle 21 y me dirigí al Hotel Nacional, que estaba muy cerca. Eran exactamente las doce de la noche. Oye, niño, me piropeó una mujer tan negra como la noche pegajosa, con ese rabo de caballo vas a acabar con La Habana entera. Es noruego, chismoseó una chiquilla, se le nota por las sandalias. Papirriqui, susurró otra no muy chiquilla, llévame contigo pa-la-oscuridá-donde-no-se-vea-ná. Empecéohhhhhhhhhhhhh!!!!!!! a acomplejarme por lo del rabo de caballo. Lo de mi supuesta apariencia de noruego tampoco me gustó. ¿Acaso yo tenía, para las cubanas, un aspecto feminoide o imbécil? No entiendo esos comentarios sobre mi persona, pensé, emitidos por mujeres de la calle que deberían avergonzarse de su oficio y esconderse en la oscuridá donde no se vea ná. Seguí de largo intentando mantener una especie de dignidad, seco y tieso como un bacalao noruego. De repente y sin que yo advirtiera de dónde diablos había salido, una muchacha entrelazó su mano con la mía. No la rechacé de inmediato, tal vez por el nerviosismo, pero sí empecé a andar tan rápido que casi corría. Ay, exclamó ella, se me van a romper los taconcitos. Más materia para mi artículo. No, todavía no había visto cañones en la costa ni baterías antiaéreas en las azoteas; aún las masas enardecidas no habían arrastrado a los hermanos Castro por las calles ni los cubanos de Miami se habían aposentado de nuevo en sus palacios. Pero ya había visto y sufrido una concentración de cucarachas en el hotel de Meyer Lanski, y otra de puticas frente al Hotel Nacional.
     René embacalaoMe detuve y reprendí a la muchacha sin intención de ofenderla, señorita, está actuando mal, yo no soy de los que pagan por acostarse con una mujer, yo no he venido a esto. Creo que eso fue lo que dije, mientras sentía que una brisa limpia y salada emergía del mar cercano para pasarme la lengua por la cara. Al final del largo lengüeteo, la brisa se enfrió y no pude contener un escalofrío. ¿Tiene miedo? Preguntó la muchacha sin mirarme, yo no me lo voy a comer si usted no se deja, a ver, si no quiere nada conmigo, entonces por qué no se zafa de este entrelazamiento de dedos, mire, no me ha soltado, y si usted no me rechaza yo no tengo la menor intención de dejarlo ir. Porque la angustia me mata, ¿entiende?, me siento fatal y mi intención no es acostarme ni con usted ni con nadie. No me deje sola, por favor, y no me coja miedo. Me gustan sus manos y sus greñas que brillan bajo la luz de las estrellas. Mire, añadió, y miré a lo alto instintivamente, sí, el cielo estaba lleno de luceros que se veían muy claros. Pero qué estoy haciendo, pensé, estábamos plantados en plena calle y yo no me había zafado de sus deditos aterciopelados, que no me apretaban ni con suavidad ni con dureza; aquello no era una caricia y sin embargo ya me satisfacía. Por eso me deshice de su mano con cierta brusquedad, que también me satisfizo. En algún momento, pensé, tiene uno que empezar a actuar con rectitud en la vida.
     Hacía décadas que nadie me decía señorita, repuso ella sin moverse ni un milímetro, señor, por favor, míreme a los ojos, sé que deben de estar hinchados y maltratados porque he llorado mucho. Pero eso no le impedirá descubrir en ellos, si los mira bien, que no soy una puta como aquellas, mire, aquellas sí son jineteras y aunque mi presencia en este sitio sea sospechosa, no meta en el mismo saco a justas y pecadoras. Mientras decía esto, la muchacha volvió a apoderarse de mi mano. Deslizó sus dedos por ella con rapidez y sabiduría, como si estudiara a fondo su geografía. La miré a los ojos y no pude discernir si era bella o fea, bueno, sí, me dije, es una flaca menuda, coqueta, atractiva y delicada. Hermosa no era. La hermosura es otra cosa, pensé; hermosas son Annia y Annika. La no-jinetera era seductora, de cara bien proporcionada, ojos grandes y poderosamente negros. Sus  labios carnosos le daban un toque de indescriptible distinción femenina, un encanto hechicero y mestizo que delataba la existencia, aunque distante, de algún miembro negroide en la lista de sus antepasados. Si no es una puta que me está engatusando con sus mañas de vendedora de placeres, reflexioné, es cierto que lleva un sentimiento averiado y que ha sufrido. Pero bueno, me repliqué a mí mismo, ¿y a mí qué coño me importa todo eso? Yo tenía una misión que cumplir y no estaba para muchachitas relamidas y autoconmiserativas. 
     La joven me miró como esperando que yo djera algo importante. Su mirada le habría inspirado compasión hasta a la estatua de un dictador. No, me contradije de inmediato; no es compasión lo que siento cuando me mira. Teniendo en cuenta la hora, la sensatez, el decoro y la misión que se me había encomendado, hice un vertiginoso inventario de lo que era recomendable hacer en ese instante. Lo único que se me ocurrió fue echarle mano a uno de aquellos compromisos reformistas suecos del tiempo en que la socialdemocracia aún existía, y que generaban la ilusión de que todas las partes implicadas en un conflicto tenían la razón, e incluso que las contradicciones nunca habían existido. 
     Okey, dije con toda honestidad, no importa que usted sea una puta, señorita, acépteme una copa. Así me cuenta cómo andan las cosas en Cuba, al fin y al cabo para eso he venido. Fue como si le hubiera dado un puñetazo, o como si la hubiera escupido. La muchacha hizo una mueca y se alejó de mí. Se notaba, al andar, que no dominaba muy bien sus ”taconcitos”. Los pies se le doblaban y no era capaz de caminar con la rapidez que deseaba. Me encogí de hombros y eché a andar en sentido contrario, hacia la magnífica entrada del hotel. Pero no sé qué me pasó. Pues sin pensarlo ni preguntarme por qué lo hacía, volví sobre mis pasos dispuesto a hablar otra vez con la muchacha. Ahora se había sentado en la escalera exterior de una casa frente al hotel. Entre las dos escaleras que conducían a la puerta principal había una fuente que estaba seca y llena de desperdicios. Dos esculturas de peces regordetes y lejanamente modernistas daban fe de que alguna vez, en un tiempo lejano, el agua había brotado fresca de sus bocas abiertas. 
     Me senté en silencio junto a la presunta puta ofendida. No se preocupe, señor, dijo con voz  que podía haberse parecido al susurrar del chorrito de agua de la fuente cuando corría en el pasado prerrevolucionario, váyase al hotel, no tenga pena, seguro que está cansado. Sólo entonces advertí que en la entrada de la elegante alameda de palmas que conduce al hotel había un par de guardias. Dije algo sobre ellos, no recuerdo cuál fue mi comentario, y ella respondió con desgano sí, ellos creen que con más policías van a hacer que la mierda no huela. Por favor, señorita, le ruego que me acepte una copa en algún sitio, no tiene que ser necesariamente en el hotel, dije y agregué: por cierto que huele mal en este sitio. Así huele toda Cuba, señor. No, riposté con el mismo tono apagado y triste con el que hablaba ella, usted no huele así. ¿Yo? Ah, qué sabe usted cómo huelo yo. Ningún hombre sabe nada del olor de una mujer hasta que no la besa.
     Nos quedamos en silencio. Yo no sabía si debía quedarme, o irme de una vez. Me gustaba estar cerca de ella y eso me disgustaba. En realidad debería irme, pensé. Discúlpeme si la ofendí, dije ya dispuesto a seguir mi camino, pero antes de que respondiera pregunté cómo se llamaba. Aurelia, dijo, pero me cambié el nombre y ahora me llamo Exilia. Qué nombre tan raro, comenté, bueno, Exilia, ha sido un placer… ¿Usted tiene hijos?, preguntó y me miró a los ojos, no, no tengo hijos, ¿es casado?, no, bueno, rectifiqué, tengo novias y pronto vamos a casarnos, ¿novias? ¿dijo novias en plural, o fue que oí mal? ¿Acaso se va a casar con las dos? Lo dije en singular, mentí, es que no hablo muy bien el español. En absoluto, respondió ella sonriendo por primera vez, si casi habla como un cubano que llevase muchos años lejos de la patria. ¿Dónde aprendió a hablar tan bien nuestro idioma? En unos cursos de verano de la universidad de Málaga, respondí, pero primero en mi casa en Suecia, aclaré, es que mi padre era de aquí. Ah, usted es cubano, sonrió por segunda vez Exilia, carajo, pensé, qué obsesión con mi supuesta cubanidad, yo no soy cubano sino sueco pero esta vez no dije nada, ¿y de qué parte de Cuba es su padre? Era, rectifiqué con énfasis, ya él no vive. Disculpe. Él no era de La Habana, aclaré; nació en un pueblo de cuyo nombre no puedo acordarme. Ah, qué duro debe de ser morirse lejos, no tener una tumba aquí, en esta pobre tierra cubana, para que de vez en cuando alguien se acuerde de uno y le lleve una florecita… ¿y de qué murió su padre, si se puede saber? De frío, contesté tratando de sonreír, papá se murió de frío. No, qué va, señor, ripostó ella con suavidad, a mí me enseñaron, desde chiquita, que cuando dicen que alguien se murió de frío es porque la causa de la muerte era mucho más triste y honda. 
     Adiós entonces, señorita Eulalia, dije poniéndome de pie. Aurelia o mejor Exilia, sonrió ella por tercera vez, y ahora sí que me pareció arrasadoramente bella. Adiós, Exilia, buenas noches, señor, que duerma con los angelitos… Mi nombre es Karl-Johan, me presenté y le di la mano, caramba, qué raro, pensé, la tiene caliente y fría, Calyuja, pronunció ella lo mejor que pudo, ¿en Suecia se usa que la gente se presente cuando se va? Adiós, señor Calyuja, encantada. Me alejé sin mirar atrás. El espléndido lobby del hotel estaba repleto de periodistas. Yo nunca seré uno de ellos, pensé casi con rencor, Peter, mis famosos artículos cubanos serán un fracaso y me encanta la idea. Alquilé una habitación desde la que se veía el Malecón y el emblemático faro del Morro. Pensé que debía dormir para amanecer en forma al día siguiente, pero el encuentro con Aurelia, o Exilia (qué de diptongos, pensé) me había dejado inquieto. Perturbadora puta, pensé, pero enseguida reconocí que ésa era, precisamente, una de las causas de mi inquietud. ¿Exilia era una jinetera? Bueno, daba igual. ”Cuídate de las cubanas”, me había advertido Peter aunque él nunca hibiese estado en Cuba.
     Salí de mi cuarto dispuesto a darme un par de tragos en el bar y tratar de hacer contacto con los reporteros de verdad, a ver si me daban una idea de lo que estaba ocurriendo. Cuando me dirigía hacia el ascensor por el largo pasillo alfrombado, vi que una muchacha vestida de blanco entraba en una habitación al final del corredor. Todo fue muy rápido y no pude reconocerla, pero aquella imagen fugaz me dejó la mala espina de que… ¡Pero claro!, me dije entre dientes, Exilia también estaba vestida de blanco. ¡Era ella! Ah, entonces se ofendía porque la trataran como a una puta, ¡pero ya se había buscado a un cliente menos ingenuo que yo! En vez de ir al bar, salí del hotel a toda prisa y regresé a la escalera en donde había dejado a mi nueva amiga. En efecto, había desaparecido; Exilia estaba entregándose a un cualquiera en el Hotel Nacional, constaté y me sentí engañado sin razón y herido sin saber por qué. Acaba de irte a dormir, Karl-Johan, Calyuja, dije en alta voz, pero al mirar hacia la oscuridad del mar vi una silueta blanca que se alejaba hacia el Malecón. Eché a correr como el que va a salvar a alguien de un peligro muy grave. 
     ¡Era ella! Debo reconocerlo sin ambages, me sentí liberado de un peso ilógico. Creí verte en el interior del hotel, dije como un estúpido cuando la alcancé. Sí, claro, contestó ella apurando el paso como si la persiguiera un loco armado, seguro que me viste singando con algún turista tan insolente y malpensado como tú. Déjame en paz, hazme el favor. He vuelto para pedirte disculpas, expliqué un poco perturbado ante su tono grosero y le pregunté si no tenía frío… con esa blusita blanca de tela tan fina. El aire marino había arreciado y la humedad me estaba dando frío, a mí, pensé extrañado, para quien el frío forma parte de la sangre. Sí, respondió ella apretándose los senos con los brazos, la verdad es tengo mucho frío. Dame un abrazo, ven, pero así no, Calyuja, ¿así te llamas?, apriétame con más fuerza, así. No, todavía no me sueltes... No me sueltes, no tengas miedo… Ya. Ya me siento mejor. 
     Ahora me gustaría que te fueras, vuelve al hotel donde me confundiste vaya usted a saber con qué puta infeliz, y déjame sola en la vida y en la muerte. Vaya, pensé, esta chica es tan hiperbólica y tremendista como mi padre, déjame sola en la vida y en la muerte… Creo que ya me has denigrado lo suficiente, prosiguió ella, ¿no te parece? Venir de tan lejos, desde Escandinavia, para decirme puta primero, y después nada menos que verme ejerciendo en los corredores del hotel donde trabaja mi prima. ¡Milagros del turismo internacional! Yo vivo en Alamar, Calyuja, y voy a pedir botella para irme a dormir. 
     Yo no sabía lo que era pedir botella ni lo que era Alamar, pero no quería dejarla sola por nada del mundo, ni en la vida ni en la muerte. Ella echó a andar para situarse en el borde de la calle y yo la seguí en silencio, como un perro. No quiero dejarte sola, Exilia. Yo no soy un turista, soy periodista, mentí pero cómo explicárselo, tengo que escribir sobre la crisis de las avionetas, sobre la realidad de Cuba y sobre el colapso de la revolución. Pues eso es facilísimo, pon que La Habana lleva décadas despetroncándose, que vivimos como puercos y casi ni lo notamos, que estamos hastiados de las fachadas leprosas y los pasillos con moho. Escribe que en Centro Habana se producen más de trescientos derrumbes al año, basta con que llueva un par de días seguidos, y que después salga nuestro sol violento, para que ¡cataplún! se desplome una fachada o una casa entera. A mi ducha no ha subido el agua desde hace dos años y me duele que los restaurantes no funcionen, que no haya lugares decentes de diversión y que tengamos dos economías, una con dólares y otra con nada. Pero te advierto que si quieres ver el colapso de la revolución tendrás que propiciarlo tú mismo, porque aquí nadie va a arriesgar ni un dedo del pie para complacer a los americanos o a nuestros distinguidos compatriotas de Miami.  Escribe que esta revolución no tiene arreglo, pero que si lo tuviera la arreglaríamos nosotros mismos. Ah, y que la crisis de las avionetas la provocaron cuatro pilotos de Matanzas que estaban hartos de ver cómo las avionetas de Miami, piloteadas por cubanos de allá, venían a sobrevolar La Habana y otras ciudades lanzando pasquines en los que nos conminaban a alzarnos contra Fidel, qué graciosos, qué heroicos, qué noble proyecto ése de que nosotros pongamos la sangre aquí, para que ellos vengan después a adueñarse de nuestras pesadillas. Además, concluyó cada vez más indignada y con la mirada perdida en el cielo de la noche, qué cojones se creen, ¿que nuestro cielo es de ellos? 
     Pero mira si soy imbécil, agregó casi titiritando en la noche tropical, ya casi he escrito yo el primer artículo para tu agencia de noticias o lo que sea, absolutamente de gratis y pese a que me despreciaste una vez allá en la escalera, y la señaló sin mirarme. El que decepciona una vez decepciona mil, señor Calyuja. Es que yo creía, de verdad, que eras una jinetera, Exilia. No sé cómo me atreví a decirle eso ni por qué tenía que darle tantas explicaciones, pero pensé que con la verdad se llega mucho más lejos que con la babosería. Después de todo ella tenía razón: con lo que me había dicho, ya podría enviarle algo a Peter. Gracias, muchas gracias, Calyuja, dijo Exilia. Pero es que estabas allí entre un montón de putas, repliqué yo, ¿o no? Yo no sabía que la gente en Cuba fuese tan inflexible, añadí poniendo cara de noruego… ¿Ah, no lo sabías? ¿Chico, y tu papá? ¿Cómo era tu papá? Bah, respondí, mi padre era un hombre honesto, digamos que era un pobre diablo. Mírame, añadí, no soy el tipo desmadrado que tú te imaginas. Me miró y dijo sí, sí, pareces un niño de buenas costumbres en busca de alguien que se las pervierta. No cuentes conmigo para eso. Ya tienes tu artículo, pon cualquier mierda, al fin y al cabo sobre nosotros se dicen tantas insensateces que las tuyas no le van a dar frío ni calor a nadie. 
     ¿Quieres venir a tomar algo conmigo antes de irte a dormir?, propuse ya sin mucha convicción, te lo pido, Aurelia, tengo ganas de reconciliarme contigo. En el Nacional trabaja una prima mía, respondió, y vine con la esperanza de verla. Por eso me viste entre las jineteras. No me preguntes por qué te agarré la mano, creo que me gustaste a primera vista, sí, tienes razón, vi algo en ti que me pareció lindo, una especie de autenticidad. Pero me decepcionaste y no importa, no es la primera vez que descubro que un hombre no es lo que aparenta. Nadie es lo que aparenta, Exilia, repliqué. Mi prima tiene guardia hoy, insistió ella, quiero decir, hoy le toca el servicio nocturno de habitaciones, creo que termina a eso de las tres y pensaba esperarla. Pero no, me voy a dormir. Deja que te lleve a tu casa en taxi, dije. No, gracias. Pues vete sola, Exilia, pero en taxi. Aquí tienes dinero para que lo pagues. Ni muerta, Calyuja. Olvídate, enfatizó con un gesto de rechazo. Sería casi como haberme acostado contigo por esos dólares. Además, mira, no hace falta ningún taxi. Yo saco este dedo pulgar, el mismo que me chupaba cuando era chiquita, y enseguida cuatro millones setecientos mil cubanos se prestan a darme botella hasta la puerta de mi casa. Y sin cobrarme nada más que un muchas gracias, cariño. ¡Cuatro millones setecientos mil ofertas de llevarte a casa!, exclamé muerto de la risa, ni en toda Cuba habría tantos autos, Exilia, eres más exagerada que mi papá… que en paz descanse, remató ella y sonrió, no te preocupes por mí, que nadie me va a comer si yo no me dejo. ¿Y te vas a dejar?, pregunté. Sí, de ti casi me dejé, ¿no lo notaste?, pero ya ves, una retirada a tiempo vale más que mil victorias. 
     Un carro viejísimo, de marca y procedencia inescrutables, paró para recogerla, ella se volvió hacia mí y me estampó un besito en los labios. Fue como el roce de una mariposa o como se besa a un niño, nunca pensé que se despidiera de esa manera tan cariñosa pero que, paradójicamente, al mismo tiempo generaba una distancia insalvable. Sólo me dio tiempo de balbucear quiero verte de nuevo, Exilia, cómo hago para encontrarte en Alamar o en donde tú me digas. Cuando quieras verme otra vez deséame, respondió, y me apareceré de pronto. Pero tienes que pensar en mí con una fuerza inaudita y limpia. Buenas noches, turista. Que le vaya bien a tu colapso mediático de la revolución.
     No fui al bar. Me sentía ruin, pusilánime y fuera de lugar. En cuanto llegué a mi habitación garrapateé en mi libreta de apuntes lo que me habían dicho el taxista y Exilia. Entonces le eché mano al teléfono y pedí que me trajeran cerveza y unos bocadillos. Al cabo de un buen rato vino una camarera con la bandeja. En cuanto la vi tuve una certeza descabellada pero irrechazable como una súbita enfermedad. Me planté delante de ella y la miré provocativamente a los ojos. ¿Desea algo más?, preguntó ella con cierta hosquedad, como para librarse de mi mirada. Sí, respondí con algo parecido a la agresividad, dígale a su prima Exilia que no puedo conciliar el sueño de tanto que pienso en ella. La joven me miró con una mezcla de perplejidad y odio repentino. ¿Y usted quién coño es para hablarme de Aurelia? Lo dijo con una ferocidad natural y súbita que, como por ensalmo, transfiguró su sonrisa de servicio en una mueca de hostilidad. 
     Desapareció sin importarle la propina que le extendí con la mano abierta, y el portazo que dio, a esas horas de la noche, fue muy poco profesional para una camarera en uno de los mejores hoteles del Caribe. Salí resueltamente detrás de ella hasta alcanzarla en el pasillo. La sujeté con fuerza por un brazo, dígale a Exilia que quiero verla mañana. Es urgente, ¿entiende? Usted conoce el número de mi habitación, déselo y que me llame y me diga dónde quiere que la busque. ¿Usted también reside en Alamar? La camarera, que por cierto era bellísima, muchísimo más perfecta corporalmente que Aurelia, Annia y Annika juntas, me sostuvo la mirada unos segundos, miró en torno con rapidez como para cerciorarse de nuestra soledad en aquel pasillo alfombrado, y me propinó el bofetón menos femenino que ninguna mujer me hubiera dado jamás. ¡Quién es usted para hablarme así de mi prima muerta! ¡Monstruo! ¡Dígale al hijoeputa que le ordenó decirme eso, sea yanqui o cubano, sea policía o no, que con los muertos no se juega!
     Sentí como un mareo y un adormecimiento de la lengua. ¡Su prima muerta! ¿Acaso yo estaba durmiendo todavía en el Capri, soñando (teniendo pesadillas) con el espectro de Exilia entre las cucarachas? Me encerré en la habitación dispuesto a olvidarme de aquellas mujeres fantasmagóricas, noveleras y peleonas que, en sólo un par de horas, habían logrado sacarme de quicio. ¿Qué patraña era aquélla de que Exilia estaba muerta, si yo había sentido la delicia de sus pechos contra mi pecho en la ventolera del Malecón? Pensé en Peter, en el Periódico, en Annia y en Annika. También pensé en mi madre, pobrecita, que había quedado tan atemorizada en Malmö: ten cuidado, Karl-Johan, Cuba es misteriosa pese a su algarabía. Detrás de cada expresión de júbilo, me había dicho mi madre, a todo cubano le acecha un quebranto. Las alegrías cubanas terminan siendo penas, sentenció mamá, y a las penas las tratan como si estuvieran hechas de felicidad. No conozco otro país que engatuse, con tanta sutileza, a los desprevenidos. ¿O es que tu padre no era así?, recordó mamá al despedirme, ¿no era tu padre un tipo envolvente y cordial y dulce, aunque viviera dentro de un abismo con un montón de cosas rotas en el fondo? No te metas en política, hijo, mira que esa isla de mala muerte no tiene remedio. Yo fui varias veces a ver a tus abuelos, tu papá se negaba a regresar. Pero nunca más volveré a Cuba, jamás, jamás, jamás, ni con Fidel ni sin Fidel, qué odio le tengo a esa isla que es como una novela, un país hecho de imágenes. Y si tu papá no quiso volver a sus orígenes, ¿para qué vas a ir tú, que eres sueco? Dile a Peter, había concluído mi madre sus consejos, que mande a otro, ¿a ti qué te importa que los americanos hundan a Cuba en la espuma de su guarapo miserable? 
     Me dormí después de muchas horas de vagar por los dominios de aquella cama inmensa en la que (pensé más de una vez en  mi desvelo), también debió haber dormido Aurelia. Lo único que soñé fue que estaba enfermo, que respiraba con dificultad y que la prima de Exilia era cirujana y me operaba de la nariz. Me despertaron las camareras encargadas de hacer las habitaciones. Al acostarme se me había olvidado poner el cartelito de no molestar, y las chicas entraron sin que yo las sintiera. Ni siquiera advirtieron que yo estaba en la cama. Descorrieron las cortinas y una violenta inundación de sol me hizo taparpe la cara con la sábana. 
     Al descubrirme se disculparon, ay, señor, qué barbaridad, perdone usted, creímos que la habitación estaba vacía… qué hora es, pregunté, las dos de la tarde, señor, disculpe, siga durmiendo, ya nos vamos. Tenía un ardor terrible en la garganta, apenas podía tragar y tenía fiebre, yo conocía muy bien esa sensación de vacío en los músculos. ¡Lo único que me faltaba! Enfermo en un país extraño, hostil y en pie de guerra. Ya sabía yo que todo me iba a salir mal, pensé, debí quedarme en Malmö con mis demonios de Malmö, que con ellos tenía bastante. ”El que tiene su propio infierno doméstico no debe buscar otros en el extranjero”, había escrito Strindberg en París, pero yo no soy Strindberg, pensé, ni La Habana es París, para venir a exorcizar aquí mi propio infierno tomando ajenjo (aquí tendría que ser ron) y estudiando la psicología del azufre o ”el desarrollo embrional de los sulfuros”. 
     Señorita, supliqué, llame por favor a un médico. ¿Está enfermo? Las dos muchachas se me acercaron; una era una mulata alta y delgada, estilizada como una bailarina o una figura de Lam. La otra, que era bajita y gorda y pecosa, fue la primera que se sentó en el borde de la cama con inconcebible desfachatez (otra persona, en otro sitio y ocasión, habría dicho bondad) y me puso una mano en la frente. Este niño está hirviendo, María, llama al doctor. Nosotras somos sus camareras, señor, y nos llamamos María. Las dos nos llamamos así, somos las dos Marías del Nacional. La mulata lamiana me tomó también la temperatura de la frente y me miró alarmada, Virgen de la Caridad, musitó, ¿desea algo, señor? Sí, una aspirina mientras llega el médico. Enfermarme lejos de Annia, de Annika y de mi mamá, solito en medio del Mar de las Antillas, me parecía lo más desolador del mundo. ¿Cómo explicárselo a Peter? Yo vivo plenamente consciente de mi cobardía y mis quejumbrosos caprichos cuando me enfermo. Sé que suelo sufrir una especie de regresión infantiloide cuando me da fiebre. 
     María volvió con la aspirina y, cuando me la administró, cerré los ojos para imaginarme que era Annika o, al menos, mi mamá. Pero en mi afiebrada cabeza la única imagen que se presentó fue la de Exilia. Esta debe de ser una de las únicas aspirinas que hay en toda La Habana, dijo la otra María. ¿Cómo, no hay aspirinas?, logré articular con mucho esfuerzo. El bloqueo imperialista, señor, aquí no hay nada. Me pregunto qué tendré, dije para que me respondieran que no era nada grave y, en la medida de lo posible, me mimaran un poco. Debe de ser un virus que anda por ahí. Le dicen Periodo espacial ya que da tanto mareo y dolores musculares, que la gente se siente como flotando en el espacio sideral. 
     ¿Un virus contagioso?, pregunté con verdadero miedo. ¿Quién puede haberlo contagiado si acaba de llegar? ¿O es que ya ha besado a alguien en Cuba?, preguntó la otra María, la gordita, que era la más atrevida. No, respondí víctima de un temblor, no he besado a nadie en Cuba pero sí soñé que besaba a una mujer. ¿A una cubana?, quiso saber la mulatica. Dije que sí con la cabeza y María lamulata gordita exclamó ¡con eso basta!, dios mío, aquí es suficiente que usted sueñe que ha besado a alguien, para que ese beso surta todo su efecto…esa cubana del sueño del beso lo ha contagiado con El periodo espacial. No se le olvide decírselo al médico, descríbale minuciosamente ese beso nocturno... ¿Entonces me voy a morir? No, qué va, Cuba no es el sitio idóneo para morir. Aquí se viene a vivir. ¿A vivir mal?, dije con maldad, no, señor, replicó la mulata, aquí somos nosotros, los cubanos, los que estamos condenados a vivir mal. Los turistas no tienen que defender la única revolución verdadera del mundo occidental y pueden vivir bien. Pues yo creo que he venido a sufrir, dije tosiendo. No, qué va. Nosotras no dejaremos que sufra en Cuba. 
     Al cabo de unos minutos entró un médico que me pareció fofo y fantasmal, parecía una foca con una bata blanca. El doctor, siempre envuelto en una niebla lechosa, confirmó la naturaleza viral de mi dolencia. Lo único que debía hacer era reposar, consumir analgésicos y mucho líquido. Sin que yo se lo pidiera, expidió un certificado médico en caso de que yo lo necesitara. También desearía que me ordenara algún sedante fuerte, doctor; la verdad es que me siento muy nervioso y no voy a lograr descansar. Me dejó una pastilla de cierto somnífero que, según la foca, me sumiría en un sueño profundo y reparador. Cuando me quedé solo, hice un esfuerzo sobrehumano y me vestí. Agarré mis apuntes y, tambaleándome, salí al pasillo. Una de las Marías, no atiné a ver cuál de ellas, se me acercó y me dijo en son maternal acuéstese, señor, mire que tiene mucha fiebre. No sé si es que yo veía doble, o si la fiebre me hacía ver visiones. Pero era como si la voz de la María mulata saliera, al mismo tiempo, del cuerpo de la María gordita: dos cuerpos en una sola voz.  Les expliqué mi problema, tengo que enviar un artículo a Suecia. ¿Pero va a trabajar estando tan malito?, preguntó tiernamente una de las Marías, aquí los únicos que hacen eso son los comunistas, qué barbaridad, dijo la otra. Sí, pero no todos son tan cumplidores, completó la primera María (quizás fuese la mulata), solamente los más comecandelas. 
     Me llevaron al llamado ”piso ejecutivo”, en el que había varias habitaciones equipadas con todo tipo de máquinas de oficina. Redacté el texto sin ninguna dificultad pero casi sin saber lo que ponía, escribí lo que me dijo el taxista desdentado y algunos desplantes de Aurelia. Era como un sonámbulo a toda marcha. Qué dirá Peter, pensé mientras regresaba a mi cuarto, dando tumbos como el típico turista borracho, y me tomé el somnífero.
     Sonó el teléfono y era la voz de Exilia. ¿Todavía tienes fiebre, Calyuja?, preguntó como si estuviera a mi lado. Cómo diablos supiste que estoy enfermo, dije desde la hondura de mi letargo, bah, respondió ella, ¡como si fuera posible guardar secretos en Cuba! Pues la chismosería cubana debería respetar a los extranjeros, dije, estoy muy mal, Exilia, para que lo sepas. Ella emitió un largo suspiro, si yo viviera en un país normal, niño, y me dejaran entrar en ese hotel, yo te curaría con ensalmos de albahaca y gárgaras de cáscara de guásima. Creo que me voy a morir aquí, gemí, completamente olvidado y solo. No, Calyuja, no puedes morirte porque estás enamorado de mí. No sé de dónde has sacado eso, Aurelia, yo no sé lo que es el amor. 
     ¿Ah, no? Pues estás a punto de saberlo. ¿Por qué crees que te llamé?, preguntó retóricamente con el fin de responder ella misma: porque me deseaste con tanta violencia desde tu somnolencia, que tuve que darte una señal de vida. Tú no puedes dar señales de vida, contrarresté, porque según tu prima estás muerta. Sí, claro, estaré muerta para ella, pero no para ti. Por lo demás, cuídate de mi prima. Mira que es envidiosa, comunista y sata como una perra. Por cierto, Exilia, ¿cómo se llama tu prima? María. ¡Oh, no, pensé, las tres Marías! Calyuja, dijo Exilia, ya te conseguí todo lo necesario para que te hagas famoso en Europa: un disidente acabadito de salir del presidio político, un activista de los derechos humanos, un poeta lírico desafecto al régimen y un funcionario de aduanas (miembro del Partido) que vive del estraperlo, el cohecho y el trueque ilícito. Gracias, dije, todo eso me viene de perilla. Pero también necesito informaciones sobre los posibles bombardeos de los yanquis, porque recuerda que vine a ver el derrumbe de Fidel Castro. Eres muy exigente, Calyuja, murmuró llena de compasión, créeme que lo siento; pero esos bombardeos y ese derrumbe sí que no te los pude resolver. Podrías quedarte a vivir conmigo en Cuba, y verás que tarde o temprano los yanquis lograrán fabricar algún pretexto para bombardearnos e invadirnos. Dirán que formamos parte del eje del mal, que fabricamos armas biológicas o que estuvimos implicados en el asesinato de Abraham Lincoln. Con esa obsesión pueril de destruirnos no cejarán hasta que no nos hayan borrado del mapa. Esta misma noche baja al Malecón y echa a andar en dirección al Morro. Allí verás al disidente, o al ex preso, o al poeta, no sé cuál de ellos irá primero. En cualquier caso, la contraseña es The Future is bright. Suerte, amor.
     Tiene una llamada de larga distancia, señor, dijo la operadora interrumpiendo brúscamente nuestra conversación. Era Peter, contentísimo con mi artículo pero dándome dos noticias devastadoras: Annia me había dejado por otro. Yo sabía quién era ese otro, un chapucero escribidor de novelas de éxito a quien el amor de Annia, por haber sido mía, le haría sentirse relevante por primera vez en su vida. Lo único que se me ocurrió decir fue:

El pez sabe que la lombriz oculta un anzuelo,
          y a pesar de todo pica.
    La vida es su propia contaminación,
      su propia emboscada y la trampa
en donde la rata es un señuelo para la próxima rata…
     ¡Ekelöf!, gritó Peter en el teléfono, oye, Annia dejó aquí, en la redacción, unas maletas y unos bultos para ti… Es todo lo que poseo en la vida, dije con patetismo. La segunda noticia era infausta: todo parecía indicar que cerrarían el Periódico. ¡Bancarrota! Coño, pensé con abominable claridad pese a mi estado crítico, me mandan a cubrir la caída de Fidel y, en resumidas cuentas, lo que se cae es, primero, mi relación con Annia, y, para colmo, el Periódico: toda una institución en Suecia, un diario socialdemócrata fundado en 1887. Lo único que me faltaba era que el Periódico desapareciera durante mi ausencia, y que después no pudieran pagarme. Bueno, pensé, tendré que conformarme con el mísero adelanto… Le conté lo del disidente, el ex preso político, etc, pero si quieres vuelvo a Suecia ahora mismo, Peter. Tranquilo, respondió, envía ese material y después regresa. Pero ahora yo quería quedarme un poco más… ¿Y los episodios cruentos, pregunté, la invasión, el descojonamiento bíblico?¡Es que ya no puedo justificar tu estancia en Cuba, Karl-Johan!, me interrumpió, este barco se hunde, ¿entiendes?, aquí nadie le ve una solución a la crisis financiera del Periódico y, por lo tanto, lo que pase o no pase en Cuba tiene escasa importancia . Lo único que podría salvarnos sería que el Partido (el socialdemócrata de Suecia) o la Confederación Nacional de Trabajadores, nos pusieran una inyección multimillonaria, cosa que todo el mundo duda. ¿Y el Movimiento Obrero, indagué casi por principio, se va a quedar así como así sin su órgano central formador de opinión? Te llamaré dentro de unos días, suerte, dijo y colgó. 
     Me pasé todo ese día durmiendo, o al menos flotando en un cenagal de sensaciones parecidas al sueño. Las imágenes se me aglomeraban en la mente, diluyéndose unas en otras como en un paisaje aneblado. De pronto me desperté con la angustiosa sensación de que alguien se movía en el cuarto. Encendí la luz absolutamente desorientado, eran las cuatro pero no sabía si de la tarde o de la madrugada. Descorrí las cortinas y era de noche. Tenía un sabor fétido en la boca y, al meterme en el baño para cepillarme los dientes, por poco me da un soponcio al ver allí a la prima de Exilia. Estaba sentada en el borde de la bañera con los brazos cruzados, he venido para hablar contigo, dijo, pero tiene que ser aquí, escondidos, cierra la puerta, mira que si alguien me agarra en esto me quedo sin trabajo. 
     Quiero que me prometas algo, susurró y no respondí, intenté ignorarla a ver qué hacía y empecé a cepillarme los dientes sin mirarla siquiera. Así es que has visto a Aurelia, prosiguió subiendo de volumen, ¿te acostaste con ella? Cómo carajo iba a poder acostarme con una muerta, pensé decirle pero insistí pertinazmente en mi  silencio. Terminé de cepillarme los dientes, hice unas gárgaras y la miré a través del espejo. ¿Dónde la viste?, insistió, ¿cómo estaba vestida? Me enjuagué la boca haciendo mucho ruido y me eché agua en la cara, dime qué te dijo, ¡responde, sueco maricón!, y se me echó encima propinándome unos golpes durísimos en la cara y en el pecho. Yo la reduje violentamente, en el forcejeo su boca quedó junto a la mía y no sé si fue la voluptuosidad de su cuerpo cálido y curvoso en la soledad del baño, pero no pude contener el impulso de besarla. Para mi absoluta confusión, la prima de Aurelia se relajó, me acarició la cara y me respondió el beso largamente, serenándose, como si con esa entrega convirtiera el revés en victoria. Tenía los labios tan llenos como los de Exilia y la lengua increíblemente rica y dúctil. Ekelöf puro, pensé gozando, el pez sabe que la lombriz oculta un anzuelo y, sin embargo, pica. 
     Ella se separó de mí despacio, pegas como un macho, dije. Apártate para siempre de Exilia. Prométemelo. ¿Quién eres tú para exigirme eso, María? Soy un hombre libre y hago lo que quiero, Cuba es un país libre, ¿no? Territorio libre de América y todo. Sí, pero mi prima es otra cosa... prométeme que te vas a olvidar de ella. No entiendo por qué tanto lío por un muerto, dije encogiéndome de hombros, ah, respondió ella, es que en Cuba los muertos son tan importantes como los vivos. La gente en este país es muy fantasiosa, dije. Y los turistas suecos son muy intrusos, replicó. ¿Tú eres comunista, María?  Bah, aquí todos somos revolucionarios. Hasta los que están en contra lo son a su manera. ¿Por qué me besaste con tanto placer?, pregunté y ella empezó a acercárseme de nuevo, desafiante, ¿acaso no te gustó? Sí, María, me encantó. Ah, te encantó… ¿Ves? ¿Ves cómo eres un simple puto? ¡Mira!, y se abrió la blusa y se zafó el ajustador, tirándolo en la bañera, haz lo que quieras conmigo, jinetero podrido, pero a ella déjala descansar en paz… ¡Ella es la más pura de todas! 
     Sus ojos eran impresionantes. Verdes, como los de Exilia. Su piel era oscura, bruñida, limpia, y tenía un lunarcillo junto al pezón izquierdo. Una calentura avasalladora se apoderó de mi boca, que se entreabrió en dirección al lunarcillo como la boca de un hombre que ha sido apuñalado y busca el último aire de su vida. 
     Pero le di la espalda en un acceso de renunciación y masoquismo, salí del baño y empecé a vestirme, mientras la amenazaba con armar un escándalo, voy a salir gritando en cueros para que te boten del hotel por puta, amenacé, estás infrigiendo todas las disposiciones sobre la privacidad de los clientes, y añadí en un tono hiriente y frío que sé usar en ciertas ocasiones: ahora mismo voy a Alamar a ver a Exilia. Ella salió del baño echando rayos y centellas, los pechos no le cabían en el sostenedor, no atinaba a cerrarse el brochecito en la espalda, dios mío, pensé, yo nunca había visto unas tetas de ese color y ese calibre en una mujer tan menuda y tan encolerizada, ¿así es que has venido a ver el colapso de la revolución, sueco pendejo?, dijo abotonándose la blusa, ¡pues no vas a ver ni pinga, para que lo sepas, porque aquí vamos a estar por los siglos de los siglos, pasando necesidades pero libres, jodiéndonos con Fidel y sin Fidel, y cuando no tengamos azúcar para exportar exportaremos dignidad y bostezos, y cuando no tengamos qué comer comeremos consignas, y cuando se acaben las consignas nos comeremos a los turistas, hijoeputa! 
     Eh, logré intercalar con el mismo deje pérfido, ¿y todavía no se han acabado las consignas?, yo creía que la última era eso de que The future is bright… María empezó a llorar y salió del cuarto. Pero enseguida entreabrió la puerta para meter la cara deformada por la ira, Aurelia es seropositiva, puerco, tiene el VIH, dijo y yo abrí de nuevo la boca como lo había hecho en el baño al ver el esplendor de sus senos, pero ahora apuñalado de veras. Volví a meterme en el baño, saqué la tijerita de cortarme las uñas y con ella, a duras penas, me corté de cuajo el rabo de caballo. Al echarlo al cesto me di cuenta de cuán largo había tenido el pelo.
     Salí y eché a andar por el Malecón, guiado por los fogonazos del Morro. ¡Sida!, pensé, pero qué coño me estaba pasando, tenía que dominar mis emociones, todo se me estaba desmoronando, la muerte del viejo…Annia… el Periódico… y ahora Exilia, sidosa, pensé sin lograr sentir el asco normal que debería haber sentido, no, qué carajo, en este país todo es mentira, pensé, la verdad es mentirosa y la mentira también, de modo que me sentí víctima de un complot. ¿Sería la policía política, que de esa manera me hostigaba? Seguramente sabrían que soy anarquista, pensé, y como todos los policías son iguales, habrán sacado la cuenta de que si preparé grupitos de choque en Gotemburgo, y si lancé adoquines descalabrando a los heroicos gendarmes de mi país (esos míseros guardianes de las compañías multinacionales), también podría dedicarme a conspirar aquí. Deseé que ocurrierse algo contundente e irreparable y miré al mar. Si los americanos desembarcaran ahora mismo en La Habana, El Periódico se salvaría en Malmö gracias a mis heroicos reportajes, conjeturé sin creérmelo yo mismo. La calma del mar era absoluta y negra. Exilia no existe, concluí, sí, está muerta, es sidosa, lo que usted quiera, camarada María. 
     Un hombre avanzaba en dirección mía pero subido al muro del malecón. The future is bright, dijo al pasar junto a mí y yo me detuve. Soy el poeta amigo de Aurelia, ¿usted es Calyuja? El hombre empezó a hablar (¡sin parar!) de cosas que a mí no me interesaban lo más mínimo mientras avanzábamos junto a los murmullos del mar. Me pareció tan enfático como el taxista amigo mío pero más lírico, ensalzó la poesía que se hacía en Cuba y habló maravillas de sus compañeros de generación. Muchos de ellos están triunfando merecidamente en el exterior, dijo, ya como enemigos jurados del régimen o como simples emigrantes en busca de un ambiente más propicio para escribir y desarrollarse. Su generosidad para con sus colegas me pareció insólita, tratándose de poetas de su misma edad y, en el fondo, rivales suyos. ¿Usted vio a Exilia esta noche?, le pregunté. Qué va, si ella vive en Matanzas, aclaró, hace como dos o tres años que no la veo, ella me llamó por teléfono para que me encontrara con usted. ¿Y qué hace ella en Matanzas? Ah, ¿pero usted no sabe que Aurelia es piloto? ¡Piloto!, exclamé, ¿de las Fuerzas Aéreas? No, pas du tout, dijo con un gesto acorde a la finura de su francés, ella maneja avionetas civiles, de ésas que chorrean insecticidas, pesticidas y fertilizantes sobre los campos.
     Tuve que recostarme al muro del Malecón. Ay, yo prefiero caminar, repuso el poeta como si hubiera hablado en francés, y añadió: pregúnteme, señor Calyuja, qué es lo que quiere saber de la realidad cubana. Bueno… ¿usted participó en la guerra de Angola? No, no, pas du tout, contestó con suavidad, yo no soy hombre de guerras. Ignoro cómo reaccionaría si de repente me viera ante la disyuntiva de defender, con las armas en la mano, a este país que aborrezco y al mismo tiempo amo… Probablemente me esconda debajo de una cama a esperar que la contienda termine, para después salir y componer poemas en loor del bando perdedor. Perfecto, pensé, esto les va a gustar a los lectores del Periódico, siempre y cuando exista todavía. 
     Por ejemplo, reflexionó el poeta, esas muchachas que se robaron las avionetas y provocaron una peligrosa y absurda crisis: ¿de verdad se las robaron, o fueron enviadas por agentes de aquí, sabrá Dios con qué objetivo secreto? Un momento, dije totalmente anonadado, ¿la tripulación de las avionetas derribadas estaba compuesta por mujeres? ¿Ah, pero usted no lo sabía? Mire, continuó, violar el espacio aéreo de un país no es un juego de niños. Sobrevolar una ciudad tan populosa como Miami es poner en peligro la vida de miles de personas. Una avioneta que vuela por su cuenta y riesgo puede chocar con una antena, o perder el rumbo, o averiarse en pleno vuelo y estrellarse contra un colegio, un hospital o un barrio cualquiera. Pero la duda más atroz es la siguiente: ¿qué estado enfermizo de cosas, entre dos países vecinos, es el que da pie a que a alguien se le ocurra arriesgarse de esa manera sólo por tirar unos papelitos que digan The future is bright?
     Exilia me pidió que hablara con usted, continuó el poeta. Hacía tiempo que ella no me llamaba y vine con mucho gusto. Usted parece un hombre decente. Ella me pidió, la verdad, que exagerara un poco, que me explayara sobre las salvajadas de este país. ”El resentimiento con razón también es poesía”, me dijo ella. Pero yo no participo en ninguna campaña difamatoria contra este pueblo que ya ha sufrido bastante. Lo mío es escribir con honestidad, dejar un testimonio individualizado de lo que pienso y lo que me ha tocado vivir. Después vendrá la Historia a preguntar qué fue lo pasó, quién era quién, qué escribía cada cual mientras el Granma publicaba los combativos discursos y allá, al otro lado del mar, los periodiquitos de nuestros compatriotas se hacían cómplices de un embargo económico y financiero que nos está asfixiando. 
     Pronunciado este discurso, parece que el poeta nocturno sintió que ya había cumplido con Exilia y con su patria, por lo que me peguntó si no podía prestarle diez dólares para el taxi, ya que necesitaba dormir un poco. Su trabajo, informó con cara de contrariedad, empezaba a las ocho y quedaba en un remoto barrio llamado Marianao.
     Le di las gracias y los diez dólares y le hice una última pregunta, ¿usted conoce a María, la prima de Exilia? ¿María, la que trabaja en El Nacional? ¡Ya la tengo!, pensé, sí, ella misma, ¿usted la conoce? Por supuesto, María es amiga mía, ella es, en realidad, restauradora de obras de arte y objetos antiguos, pero se buscó esa pinchita en el hotel porque sólo con las propinas gana más que un cirujano. ¡Y eso sin contar con todo lo que se roba! Champú, jabón, toallas, fundas para las almohadas, comida… Pero ellas no son primas, no entiendo de dónde usted ha sacado eso. ¿Ah, no son primas?, dije alejándome instintivamente de aquel joven, ¿y entonces qué son? Ahora creo que no son nada, pero durante mucho tiempo fueron amantes, vivían juntas en un apartamentico lindísimo en Miramar. María es tortillera, Calyuja, bueno, perdón, lesbiana, y Aurelia igual. Lo que pasa es que… Ay, no sé por qué le cuento todo esto… Cuéntemelo todo, por favor, mire, aquí tiene diez dólares más, para el taxi de mañana… Lo que pasa es que Exilia… prosiguió el poeta honesto, pero reducido instantáneamente a solícito informante asalariado (¡pobreza obliga!, pensé dispuesto a darle diez más si no cantaba)… Lo que pasa es que Aurelia dejó a María por una muchacha de Matanzas, que después la dejó a ella por una negra cantante y se fueron para Miami. Fue entonces cuando se cambió de nombre y se puso Exilia. Dicen que quedó muy maltrecha, con el corazón partido, bajó de peso y se puso reseca como una vaina de flamboyán. Yo creía que usted sabía todo esto, Exilia me habló de usted con mucho cariño, sinceramente, yo creía que había algo serio entre ustedes. 
     ¿Algo serio?, ¿pero cómo, cómo, señor poeta, si es lesbiana? Ah, respondió con voz amandolinada y un súbito mariposeo de la mano derecha, lo cortés no quita lo valiente, ¿no? Exilia es muy enamoradiza la pobrecita, y demasiado romántica. Por eso todos los amores le salen mal. Y además es muy novelera, por ejemplo, ¿usted podría explicarme por qué nuestro encuentro tuvo que ser de esta manera, como si fuéramos dos conspiradores? Yo le dije que prefería que nos viésemos mañana, con calma, en algún bar de la Plaza de Armas. Pero no, ella me obligó a venir a media noche. ¡Cosas de Exilia!
     El joven se despidió y desapareció en una de las bocacalles que dan a la avenida del Malecón. Yo me senté en el muro a escuchar el sonido tenue de las olas, y a pensar en Aurelia. ¿Ya no la vería más? Quería verla. Mentira, ella no tenía el sida. Mentira, ella no era tortillera. Estaba enamorada de mí, qué cojones, pensé y de repente volví a sentir el peso de la fiebre en los párpados. Debo tomarme otro analgésico, pensé y la vi: vestida blanco, incorpórea, avanzando hacia mí. ¿Luzco bonita con esta chaqueta blanca? Es mi disfraz de fantasma tropical. No contesté. Cerré los ojos con fuerza, persuadido de que cuando los volviese a abrir ya la figura deliciosa de Exilia se habría esfumado. 
     ¿Te cayó bien el poeta?, preguntó y yo seguí callando y sin abrir los ojos, también hubiera podido enviarte a una poetisa, pero yo no soy boba. Porque ella te hubiera embaucado con sus metáforas y sus desamparos poéticos, y yo en eso no puedo competir. Yo te quiero para mí sola. Diciendo esto se me abrazó con fuerza y me empujó contra el muro, yo siempre sin atreverme a abrir los ojos. Qué bien te queda el pelo corto, me susurró al oído y me dio un beso narcotizante, que empezó a domesticarme de un modo inadmisible. Las dos primitas besaban con la misma avidez. 
     La separé de mí y, cuando abrí los ojos, me pareció que los había tenido cerrados durante varias horas. Sí, no había nada de espectral en la faz divina que tenía delante. Vine porque me deseaste, musitó sin dejar de abrazarme, lo percibí en el centro mismo del corazón. Hubiera bastado con que lo sintiera un poco al lado, y no habría venido. Pero fue en el centro. Estoy perforada, Calyuja, penetrada hasta el fondo y aún ni me has tocado. Es muy lindo, ¿sabes? Hacía tiempo que no me enamoraba de esta manera tan oprobiosa. 
     María me dijo que tienes el sida, Exilia, eso sí que es ”oprobioso”. ¿Te dijo eso? Ella es muy rencorosa, pobrecita. María es muy buscapleitos y muy posesiva. No importa, la perdonamos. ¿Pero y si fuera cierto?, conjeturé yo abrazándola con más fuerza como para suavizar la duda. No importaría, respondió Exilia. Esa enfermedad no se contagia con simples besos, y desde el principio declaraste que no querías acostarte conmigo. Por lo tanto no hay peligro alguno, ¿verdad? No, pensé, ojalá que no lo hubiera, porque yo sí quería acostarme con ella, y hacer de todo, de todo, repetí mentalmente para ver cómo sonaba y sonó riquísimo, aunque fuese lo último que hiciera en mi vida. Vamos al hotel, propuse. Pero prométeme que perdonas a María, contestó ella, es puro despecho de su parte, una nunca debe desairar a una mujer enamorada, mira, Calyuja, mira, y diciendo esto abrió un bolsito también blanco que le colgaba del hombro, mira y yo miré y me pregunté, con verdadero miedo, en qué clase de juego satánico he caído, carajo, dentro del bolso estaba mi rabo de caballo, mis cabellos pulcramente peinados y amarrados con una cinta carmesí, qué coño significa esto, dije, ¡bota esos pelos al mar!
     Le arrebaté el bolso pero ella forcejeó y logró recobrarlo, yo estaba dominado por la furia y le di un empujón que casi la tumba, agarré el bolso y lo lancé al mar con pelos y todo. Ella quedó tambaleándose, se tapó la boca con las dos manos y miró al agua que ya empezaba a clarear, sí, qué espectáculo tan maravilloso y yo ni lo había notado, el sol salía por detrás del Morro y la mar se teñía de un rosado suave. Qué error has cometido, dijo Exilia sollozando, qué gran error, ahora estás amarrado para siempre a este mar, igual que yo… a partir de ahora este horizonte, visto desde esta tierra, será tu obsesión y al final tu perdición, Calyuja… Basta, dije, que yo no creo en esos embustes, basta, ¡basta! Yo también estoy enamorado de ti. Vamos al hotel para que me des tu amor, o me pegues el sida. Pues vamos, bobo, respondió dejando de sollozar, que ya tengo unas ganas de acostarme contigo que no aguanto más.
     A partir de ese instante mi estancia en Cuba se hizo tan caótica y fantasmal como la imagen de Exilia. No sé si sería la fiebre, que no se me quitaba, pero lo recuerdo todo envuelto en un limbo que era una extraña mezcla de satisfacción y miedo. El ascensorista del Nacional tenía cara de vago, de corrupto y de socarrón, y como el hotel no aceptaba visitas en las habitaciones lo soborné para que dejara pasar a mi novia sidosa y lésbica. Fue fácil. Yo avanzaba como a través de una jungla de lianas vaporosas. ¿Por qué me arriesgaba de esa manera? ¿Qué tenía Aurelia que no tuviese cualquier otra mujer? Mientras nos acercábamos a mi habitación noté que Exilia estaba blandita y encendida como una vela de iglesia. Tengo miedo, dijo. Te tengo miedo, Calyuja. Yo no quiero ser tu amante. Recuérdalo. Quiero que me aprietes, me acaricies y me penetres por donde tú quieras. Pero necesito que me ames de verdad. Cuando hayas hecho lo que te dé la gana conmigo, recuérdalo: yo no me conformo con ser tu nada, tu carne de aventura prescindible, tu palo ciego en La Habana.
     Yo lo único que sentía era una marejada de espuma que se me metía por debajo de la ropa. Espuma envuelta en sargazos. Ya casi estábamos llegando a mi cuarto, cuando las dos Marías salieron de una habitación. Una de ellas, la gordita, se puso tan nerviosa al ver a Exilia que se metió la punta del delantal en la boca. ¡Que-que-que se diviertan! Exclamó la mulata, gagueando y en voz baja. Entramos. Ella dio el primer paso al frente. ¿Tú me quieres, Calyuja? Si no me quieres todavía… no importa, mira, y se abrió la blusa blanca y se desabrochó el ajustador con la misma destreza que lo había hecho su antigua amante y actual enemiga mía, mira, repitió como si le faltara el aire, soy toda tuya de todas maneras, ¡ay, Calyuja! pero quiero oír la verdad, quiero saber si te has enamorado de mí de verdad
     Al fin, al fin, fue lo único que atiné a pensar, al fin se me están arreglando las cosas en Cuba. Y la desnudé todita sin responder nada, la deposité en la cama como se coloca un carísimo manjar en una bandeja, y era apetitosa hasta en los calcañales y los codos, mi Exilia, te amo de verdad-de verdad, susurré sin mentir en lo absoluto pasando mis párpados y después mis labios por sus pezones y más abajo, rozando su vientre hasta meter la cara entre sus muslos, que se abrieron despacito, ahora sí sabes cómo huelo, murmuró, y me encanta, dije yo en otro mundo, en tro planeta, yo estaba en el fondo del mar con una tirita carmesí amarrada en el alma, me has vuelto loco, Aurelia, suave, mi amor, suplicó ella acariciándome la verga a dos manos, como si midiera su longitud y su ansiedad, amor mío, y me la recorrió con los párpados y con los labios, métemela con dulzura mira que hace añares que no hago nada con un macho, y en ese instante sonó la alarma de incendios del noveno piso del Hotel Nacional de Cuba.
     Debo decir que el sonido de la alarma era conminante, reiterativo, bélico, estridente y ensordecedor. Exilia se vistió dando traspiés, se quema el hotel, mi vida, estaba temblando, que se queme Roma, cojones, contesté goloseándole aún el bollito fresco y los muslos de diosa, pero la puerta se abrió y alguien vociferó en tres idiomas ¡desalojen el hotel, no usen los elevadores!, y era una voz conocida. Salimos al pasillo y, al pasar junto a las tres Marías (que arrastraban a un candiense barrigón que había venido a Cuba a curarse el vitiligo), mi enemiga gritó en medio del tumulto de huéspedes que huían despavoridos, ¡puta! ¡devuélveme esa chaqueta blanca, ladrona, que te la presté hace mil años! 
     El lobby estaba atiborrado de huéspedes aterrorizados y de empleados que trataban de calmarlos. Había guardias, policías y bomberos. Afuera se oían las sirenas de varias ambulancias. Salimos al esplendoroso patio del hotel, con sus arcadas, su vegetación de lujo y su vista hacia la Corriente del Golfo. Para mi total sorpresa, allí imperaba una atmósfera de sosiego y asueto completamente ajena a la barahúnda del lobby. En las mesitas del patio y en los mullidos butacones de las galerías, a nadie parecía importarle que el hotel se hubiese incendiado. Escogimos una mesa desde la que podíamos ver el mar. Ella pidió un mojito y yo un Havana Club siete años, doble y con mucho hielo, por favor. Por lo pronto, advertí, nuestras manos evocaban, con sus caricias constantes, todo lo que no pudimos hacer por culpa  del puñetero incendio. 
     Yo estaba dispuesta a todo, Calyuja, declaró Exilia no sin cierta solemnidad y un poquito de cursilería. Y cuando yo me entrego… se acaba Troya. Sí, admití yo, eso mismo fue lo que pasó: ardió Troya y yo no pude arder dentro de ti. ¿Qué lástima, verdad?, continuó ella, quería dejarme trabajar a fondo, amor, para que no me olvidaras nunca en caso de que seas tan ruin como la mayoría de los machos. ¿Cómo diablos conseguiste mis cabellos, Aurelia? Ah, Calyuja, ¿para qué quieres visitar los departamentos sórdidos del amor? Dejemos eso así. Ahora descansan en nuestra plataforma insular, rodeados de mojarritas y corales. Te debo un bolso blanco, Aurelia, perdóname, ahora mismo compramos uno nuevo en la tienda del hotel. Dejemos eso así, exigió ella con firmeza. 
     En ese momento se oyó una voz pausada en los altoparlantes que dijo atención atención… la gerencia del hotel desea informar a los señores huéspedes de que el conato de incendio del noveno piso ha sido totalmente sofocado y todo ha vuelto a la normalidad. Ninguna habitación sufrió daño alguno. El fuego se limitó a un saco de sábanas en el cuarto del personal del piso de referencia, repetimos, sin que ninguna habitación sufriese daños, ni siquiera a causa del humo. En cuanto lo deseen, los honorables huéspedes pueden volver con toda confianza a sus habitaciones. En nombre de la dirección y el personal del Hotel Nacional de Cuba y la Corporación Caribe, queremos pedirles disculpas por las molestias sufridas…
      Saqué un fajo de los dólares que me diera el gordo Peter como adelanto, y eso me hizo recordar el artículo que debía enviar sobre el poeta nocturno. Ve y compra un bolso en la tienda, por favor, dije ofreciéndole el dinero, yo tengo que subir y enviar un artículo. Ella me tocó la frente. Estás enfermo, Calyuja. Sí, estoy delirando, ¿no lo notas? Desde que llegué a la isla de Cuba me encuentro en estado de coma profundo. Retira inmediatamente esos billetes, chico, no quiero mancharme de ese verde envilecido. Le conté la avidez del poeta por ese mismo tipo de verdor: por diez dólares, le informé con inadmisible alevosía, tu amigo hizo un discurso político-poético. Y por otros diez chismoseó de lo lindo sobre tu relación pasional con María la incendiaria. Ah, gritó ella, ¡ese arrastrapanza, ese poetastro pidekilos! Cómo se rebaja la gente ante los dólares. Cuando lo vea lo voy a insultar. El próximo poemario que escriba debería llamarse Las palabras vendidas. Hizo una pausa, miró al mar y yo noté que el mojito la había emborrachado. María la incendiaria, murmuró… ¿Tú sospechas lo mismo que yo?, dijo y me besó las manos. Sí, respondí besando las suyas, fue María. Estoy seguro de que fue ella. ¿Será mongólica?, exclamó y dio un puñetazo en la mesa. ¡Lo hizo por amor!, añadió antes de  romper en sollozos. ¡La van a meter presa! ¡La van a acusar de saboteadora y contrarrevolucionaria! ¿Ves que tenemos el deber sagrado de perdonarla? ¿Tú sabes lo que es incendiar el mejor hotel de Cuba con el único fin de evitar que tú y yo nos chupáramos los sueños y la leche, amor, uniéndonos para toda la vida? Ay, cojones, ¿cómo entender a un amor que se nos va?
     Necesito tu ayuda, Exilia, pedí en voz baja, como un conspirador que está tejiendo una malla de traición contra sí mismo. Tú dirás, respondió, soy toda para ti, ya eso no tiene remedio. Quiero que me acompañes a ver el pueblo donde nació mi padre. Pero Calyuja, ¿cómo vamos a encontrar un pueblo de cuyo nombre no quieres acordarte? Villalona, dije, así se llama su patria chica. ¿Villalona? ¿Ves?, contestó ella alarmada, ¡nunca debiste echar tu rabo de caballo a nuestro mar! No entiendo, Aurelia. Ya te estás enmarañando más y más, explicó ella, en una trama de sentimientos que dejarán tu corazón cautivo para siempre. No vayas a ese pueblo, Calyuja. Hazte la idea de que Villalona no existe, piensa que fue un invento de tu padre para soportar el exilio, el destierro, la añoranza… Deja eso tal y como está. No debes volver a ver a tu padre. 
     Pero qué dices, cómo voy a volver a verlo si hace apenas una semana que esparcí sus cenizas en tierra extranjera, mi tierra. Comprendo que no entiendas, replicó ella, pero ir al pueblo donde él nació es correr el peligro de volver a verlo, bien, sí, quiero un bolso nuevo y blanco, dijo como queriendo cambiar de tema, pero con una condición: no quiero enterarme del precio. Compramos el dichoso bolso y quedamos en que yo subiría a enviar el artículo, que aún no había escrito. Exilia me esperaría en uno de los cómodos sofás del lobby. Le expliqué que llamaría a mi socio el taxista (así dije, ”mi socio”) para que me alquilara un auto de segunda mano. 
     Fui al piso ejecutivo, redacté un texto analítico y fantasioso en torno a la situación de los poetas disidentes en la Cuba comunista y lo envié por email. Punto. Fui a mi habitación y me metí el pasaporte y el resto del dinero en los bolsillos. Entonces sonó el teléfono. ¡Era Annika! En cuanto oí su voz empezó a dolerme la garganta de nuevo. Annika, amor, no sabes cuán extraviado me siento en este país totalitario, embrutecido y engañoso. Ay, no hables así del país de tu papá, Karl-Johan. Annika… añoro estar entre tus candelabros y en el calorcito de tu sofá, dije sin mentir en lo más mínimo. Pero por qué no me avisaste, me reprochó, eso me ha dolido mucho, ni siquiera me llamaste para explicarme… Es que este pueblo hambriento estaba a punto de echarse a las calles, el episodio más cruento de la historia de Cuba estaba a punto de producirse y no sé… Peter me llenó la cabeza de humo, me pintó un cuadro de invasiones y bombardeos, en el que yo casi aparecía como el bueno de la película. Todo fue muy precipitado, una locura, perdóname. 
     Bueno, dijo Annika, pero el artículo que acaban de publicar más bien habla de una mujer. Ah, sí, una prostituta que suele ofrecer información por plata, son gajes del oficio. Ah, se me olvidaba, dijo Annika, la semana que viene cierran el Periódico para siempre. Se acabó. Ya lo han anunciado. La decisión es irrevocable. No hay dinero. Peter me había hablado algo de eso, respondí y pensé que esa era la demostración flagrante de que el Movimiento Obrero se estaba eliminando a sí mismo. Vuelve pronto, Karl-Johan, sí, Annika, te quiero con todas mis fuerzas y dentro de tres días estaré de nuevo en casa, te lo prometo. Yo también te quiero mucho… besos, cuídate, amor… Besos para ti también. ¡Uf! Llamé al taxista y por supuesto que se acordaba de mí, me ametralló el oído con varias andanadas de frases cordiales: dentro de una hora en la esquina de Prado y Trocadero.
     En cuanto salí del ascensor descubrí que  la presunta lésbica inciendiaria, vestidita de camarera, estaba sentada junto a mi Exilia enjugándole amorosamente las lágrimas, delante del turismo internacional. Por lo visto aún no habían descubierto su crimen, y no me faltaron ganas de denunciarla a la policía. En cuanto me vió se levantó y se alejó hacia la escalera que conduce a la piscina, pero me dio tiempo a ver que iba ocultando el llanto. Exilia, por su parte, lloraba disimuladamente. Vámonos, dije con la más viril de las firmezas, dentro de media hora tenemos que recoger el auto en la esquina de Prado y Trocadero. Pasamos por la recepción, donde pedí que me confirmaran el pasaje para el vuelo de Iberia al día siguiente. 
     Entonces te vas de verdad, constató Aurelia con los ojos enrojecidos. Sí, respondí, La Habana-Madrid-Copenhague-Malmö, pero primero veré el pueblo donde nació mi padre. ¡Qué cabeciduro eres, Calyuja! En cuanto llegue a Suecia realizaré los trámites legales que sean necesarios para que vengas a vivir junto a mí, ¿entiendes? ¿Serías capaz de vivir para siempre en Malmö, Exilia? Estoy dispuesto a casarme contigo y serte fiel por el resto de mis días. Yo no quiero morirme de frío en ningún Malmö, fue su respuesta a mi generosísima propuesta . Yo me encabroné. ¿Y de qué prefieres morirte entonces, de  la explosión de una avioneta en pleno vuelo sobre La isla del Cundeamor o como se llame? Si nos casamos, respondió ella con tristeza, tendríamos que vivir en Cuba pero lejos de María. Porque teniéndola cerca yo no podría resistir la tentación de pegarte los tarros con ella.
    Cogimos un taxi que nos dejó en Prado y Trocadero. Allí estaba el chofer sin dientes, quiero decir otrora desdentado, pues nos recibió con una orgullosa y radiante sonrisa llena de dientes y un abrazo de amigo de toda la vida. ¡Mire qué dientes postizos más lindos! ¡Los dentistas cubanos son los mejores del mundo, y eso que no tienen materiales por culpa del bloqueo!¡Si usted viera cómo funciona esta prótesis, mira, muchacho, hasta marañón puedo comer aunque apriete la bemba! Le queda muy bien, lo atajé para que no se sacara la prótesis, esa dentadura lo ha rejuvenecido, y me dio las llaves de un Buick, o Pontiac o Chevrolet de 1958, recién pintado de un matiz verdoso y que, por sus formas redondeadas, remedaba la figura yaciente de una gorda tetona y caderuda. Será como conducir dentro de una escultura de Botero, pensé. Quedamos en que devolvería el auto al día siguiente a mediodía, no, chico, no, dijo el hombre dándome unas palmadas en la espalda (como solía hacer mi papá cuando no le alcanzaban las palabras para convencerme de algo), no se preocupe por unas horas más o menos, a ver, ¿a qué hora tienes el vuelo para Suiza? A las 20 horas, para Suecia, precisé. Ah, Suecia, entonces no hay prisa, dijo y yo no entendí por qué podría haber prisa para Suiza y no para Suecia. Pagué por adelantado y me volví para que Exilia se montara y partir de inmediato, pero no pude. 
     Porque un joven aceitunado y atlético, con gorra de pelotero, surgió de ningún lugar y le dio un tirón sorpresivo al flamante bolso de mi novia, quien ofreció una resistencia furiosa y súbita que seguramente desconcertó al ladrón. Pero en la reyerta ganó el más fuerte y el tipo logró arrancarle el bolso a Exilia, que emitió un grito desgarrador. Cuando me di plena cuenta de la situación, ya el agresor me llevaba más de idez metros de ventaja. No obstante, salí corriendo detrás de él como un ciclón. Sin duda fue el grito de Exilia el que me transfiguró en el sueco más peligroso de La Habana. El ladrón callejero dobló como una exhalación por Consulado mientras yo le gritaba, a voz en cuello, te voy a partir los cojones, maricón, te voy a agarrar donde quiera que te metas. Los transeúntes se paraban, y los vecinos se asomaban a las puertas o salían a los balcones. Yo me sentía con fuerzas suficientes para seguir persiguiéndolo el día entero, pese a que el tipo era agilísimo, dobló a la izquierda en Colón conmigo ya casi en los talones, pero en Crespo lo esperaba otro joven montado en una bicicleta Montain Bike en marcha, que lo recogió y la distancia empezó a agrandarse.
     Lejos de desistir arrecié la carrera y los improperios en español y en sueco, y sólo entonces me di cuenta de que un policía corría a mi lado con la pistola en la mano. El ladrón portaba un punzón (yo no lo había notado) con el que nos amenazaba altaneramente desde la bicicleta. Ignoro si se apendejaron o si fue un accidente, pero los rateros se cayeron de la bicicleta y se metieron huyendo en una casa en cuyo quicio había un anciano sentado, o más bien en cuclillas, que ni se inmutó. Yo entré por la misma puerta, pero en el interior choqué con una oscuridad compacta como una pared que me hizo detenerme unos segundos, sí, vislumbré una escalera pero cuando hube subido unos peldaños el policía se aferró a mi camisa, rompiéndola y tumbándome de tal forma que rodé por los escalones hasta rozar casi al viejo del quicio, que permanecía inmutable como una estatua de granito.¡Usted se queda aquí!, ordenó el guardia y desapareció en las tinieblas de la escalera. Al cabo de unos minutos, bajó con uno de los prófugos ya esposado. El policía lo plantó delante de mí y me preguntó si el joven capturado era uno de los culpables. Respondí que sí sin vacilación. Dónde está el bolso de Aurelia, cojones, le pregunté con ganas de partirle la cara, pero el policía me prohibió terminantemente que le hablara, yo no tenía ningún derecho a interpelarlo. El otro delincuente había escapado a través de las azoteas, llevándose el bolso que, por lo demás, estaba vacío. 
     A los pocos minutos se apareció una pareja de policías a bordo de un sidecar, en el que se llevaron al presunto atracador. El policía que lo capturó me pidió que lo acompañana a la comisaría más cercana, a la que nos dirigimos a pie y rodeados de gente que me gritaba cosas; unos me alababan por haber hecho posible la captura del malechor, mientras que otros me lanzaban miradas como puñales y agresivos reproches, de pinga, caballeros, rezongaban, estos turistas se pudren en plata en la sociedad de consumo y después meten en cana a un pobre diablo por una jaba de mierda. Cuando llegamos a la jefatura de policía, ya me había arrepentido de lo que había hecho. Tenían razón, pensé, ahora el ladrón pasaría el resto de su vida en galera, mientras que yo volvería a Malmö a hartarme de Skåne Akvavit y salmón marinado. Anduvimos un rato más por calles de fachadas destartaladas, colas indescifrables y vehículos flatulentos y morosos.
     Pero no, al parecer mi arrepentimiento no estaba muy claro. Porque cuando reproduje dentro de mí el grito de auxilio de Exilia (¡los diptongos!) me encabroné otra vez contra el ladrón, qué cojones, pensé, que trabajen y se jodan, que se vayan en una balsa o que organicen la contrarrevolución sin son tan machos, y se fajen a tiros con las fuerzas del gobierno. A mí qué me importan sus cuitas, me dije, en Cuba tiene que existir una legalidad, socialista o dictatorial o lo que fuera pero una legalidad, y fue entonces cuando me entró el temor de que el tipo hubiera pinchado a Aurelia con el punzón. ¡En vez de perseguirlo, debí haberme ocupado de ella! Una vez en la estación de policía, me llamó la atención el contraste entre el estado calamitoso del local y la pulcritud que lo caracterizaba. Todo allí estaba lastimosamente raído pero ordenado y limpio, como si fuera un hogar de gente pobre que salva su dignidad por medio de la limpieza. Me condujeron a una salita interior en la que Exilia me esperaba. ¡Mi amor! ¡Esos cabrones son gente peligrosa! ¡Cómo te atreviste! En la pared había un retrato de Raúl Castro con un cartel que rezaba:

SOMOS UN CUERPO POLICIAL CARIBEÑO, HONRADO Y A PRUEBA DE FUEGO

     Exilia me puso al tanto de la situación. Mientras yo perseguía a los ladrones, ella se puso a chillar hasta que medio Prado se aglomeró en torno a ella y vino la policía. A mí ya me interrogaron, me dijo al oído. No digas que eres periodista, ¿okey? Me hicieron pasar a una oficinita en la que un oficial, idéntico a una foto de Virgilio Piñera que yo había visto en no sé qué libro, me observaba desde detrás de una máquina Remington como las que en Suecia ya no se ven ni en los museos. Me hicieron las preguntas de rigor, el policía era un mecanógrafo impresionante detrás de sus espejuelos. Fecha de nacimiento, a qué ha venido a Cuba, a hacer turismo; estado civil, pronto me casaré con la señorita de afuera, lo invito a la boda, ah, gracias, felicitaciones (sin reírse), etc. Profesión, escritor, mentí. Hice la declaración de lo sucedido (haga un recuento minucioso y objetivo de los hechos, me pidió Virgilio Piñera) y sólo entonces quiso ver mi carnet de identidad y el pasaporte. 
     Primero le entregué el pasaporte y después saqué el carnet, pero no el de identidad sino el de periodista. Pero cómo, reparó Virgilio Piñera (¡de veras que se parecía muchísimo, y transpiraba a chorros!), ¿usted es periodista? ¿No dice que ha venido como turista? La voz del policía se había hecho metálica y sucia, oxidada, peligrosa, ¿usted está acreditado como periodista en nuestro país? Bueno, dije simulando indiferencia, sí, soy periodista y escritor pero vine a hacer turismo. No, no, respondió Piñera como si no me hubiera oído, ¿usted ha ejercido como periodista en nuestro país, ha hecho entrevistas o reportajes o ha realizado cualquier tipo de labor profesional? La verdad es que estuve a punto de exigir la presencia de un abogado y del embajador del Reino de Suecia, pero lo único que hice fue encogerme de hombros, simplemente he estado enfermo, mire, aquí tiene el certificado que me extendió el doctor del Hotel Nacional.
     El talante del oficial volvió a hacerse caballeroso y gentil. Ya su novia nos ha contado que está embarazada de usted. Incluso le hemos reservado una cita en el Hospital Maternal Infantil, para cerciorarnos de que el embarazo no ha sido afectado por el maltrato del que fue objeto esta mañana. Espero que no haya problemas y que tengan un bebé saludable. ¿Dónde van a vivir, aquí o en Suecia? Yo me había puesto tan tenso con lo del periodismo ilícito, que casi me desahogo con una carcajada. Creo que en los dos países, respondí, un poco aquí y un poco allá. ¿Usted cree que pueda reconocer al asaltante?, preguntó Piñera inspeccionándome los ojos. Claro que sí, contesté y me llevaron a un patio interior donde crecía un árbol fastuoso. A la sombra del árbol se alineaban unos seis o siete jóvenes, todos con gorras de pelotero de diferentes colores y sumamante parecidos. 
     Yo me acerqué a uno de ellos casi sin titubear, lo miré directo a los ojos y dije es este. ¿Seguro?, preguntó el policía. Seguro, afirmé. Hecho esto, me condujeron de nuevo a la oficina y, después de unos minutos, repitieron la operación. Esta vez fue más difícil y me tomó más tiempo decidirme. No es ninguno de los presentes, declaré. En el tercer intento el tipo había reaparecido en la fila, ahora con otra ropa y sin gorra. Fui implacable. Yo le había visto los ojos mientras lo perseguía, y lo señalé sin el menor escrúpulo. En la salita de espera me reuní con Exilia, que quiso saber si yo había reconocido al asaltante. El policía asintió con gravedad, como diciendo: el ladrón está muy jodido. Me dieron las gracias respetuosamente, que se divierta en Cuba, señor, aquí estamos para servirle en lo que se le ofrezca. 
     Una vez en la calle y en libertad, lo primero que vimos fue al chofer con el Buick o el Pontiac de 1958, llamándonos desde la esquina. Me sentí agradecido de la lealtad de aquel hombre, que muy bien pudo haberse esfumado con el dinero. Partimos sin dilación. El viaje fue largo y ameno a pesar de lo nervioso que yo estaba. Aquel paisaje de sabanas, cañaverales y bohíos dispersos me gustaba y me inspiraba cierto miedo. ¡Me acercaba a los parajes donde mi padre había venido al mundo! Vería el universo de su infancia… 
     Exilia se había puesto silenciosa. Intuía que dentro de mí había una tormenta de sentimientos amoratados. Qué pasó con las avionetas, dije de pronto. Pues que las derribaron, respondió, pero ninguna cayó sobre ninguna isla de ningún cundeamor, como han dicho con falsedad. Las dos fueron derribadas en aguas internacionales. Los americanos las detectaron tardíamente, cuando ya casi estaban en Miami, o quién sabe si las dejaron entrar adrede. Yo me imagino que ellos creyeron que se trataba de una deserción, que las pilotos (pues como te informó el Poeta las avionetas iban tripuladas por mujeres) aterrizarían para pedir asilo político. Pero cuando vieron los pasquines volando por  Miami, y que volvían a Cuba… Mira, Calyuja, el derribo de esas avionetas por aviones militares estadounidenses fue un hecho imperdonable tanto desde el punto de vista humano como jurídico, que debió haber suscitado la repulsa internacional. Imagínate que hubiese sido al revés… que las avionetas derribadas hubieran sido norteamericanas y los derribadores cazas cubanos… Entre el aniquilamiento de una avioneta y la otra transcurrieron no menos de nueve minutos. Eso indica que no se trató del acto reflejo de unos pilotos confundidos, sino que hubo tiempo suficiente para que recibieran órdenes precisas de actuar de la forma brutal que lo hicieron. El alto mando del ejército norteamericano era consciente de que la destrucción de las avionetas y sus tripulantes agudizaría el estado de confrontación entre los dos países. 
     Sí, objeté yo, pero ¿por qué las autoridades cubanas no impidieron a tiempo el vuelo de esas avionetas, si sabían que iban a violar de forma ostentativa y flagrante el espacio aéreo estadounidense? Las muchachas de las avionetas cubanas actuaron por cuenta propia, explicó Exilia. Tal vez ellas reaccionaran de esa forma a un hecho que desapareció de las noticias sobre estos acontecimientos: que durante un periodo insufriblemente largo, las violaciones del espacio aéreo cubano por avionetas procedentes de Miami eran constantes, ya te lo he dicho. Eran avionetas parecidas a las nuestras, prosiguió. Se metían en nuestro  espacio aéreo y en varias ocasiones sobrevolaron La Habana, lanzando también sus papelitos propagandísticos. 
     Creo que fue entonces cuando le pregunté si ella conocía a las pilotos muertas, pero la falta de privacidad no nos permitió seguir hablando de ese asunto. Pues Exilia me obligó a parar y recoger a cuanta persona intentaba coger botella a la vera de la carretera. Mujeres embarazadas, ancianos fumando asfixiantes brevas, madres en compañía de sus hijos. Hubo un momento en que llevábamos a siete u ocho personas en el auto, sin contar las gallinas, los bultos y hasta un chivito que, por la oscura depresión que vi  en sus nobles ojos, presentía que iba camino del chilindrón. Todavía faltaba como una hora para llegar a Santa Clara, ya estaba atardeciendo y yo tenía dolor de garganta, palpitaciones y hambre. Comimos en un restaurante con techo de guano que estaba rodeado de una vegetación al mismo tiempo bella y salvaje, helechos arborescentes, matas de plátano, elegantes tapices de lianas y unos árboles de aguacate con los frutos colgando de sus largos pedúnculos. Yo comí vaca frita y yuca con mojo, pero Exilia sólo se tomó una cerveza Cristal. Lo que más me gusta de este país, dijo con una leve sonrisa, es ver los árboles alumbrados por el sol de la tarde sólo a la mitad: mira ese follaje, por una parte relumbra como si cada hoja emitiera su luz propia, mientras que la otra mitad es oscura y densa como si se estuviera muriendo.  Esa observación me hizo recordar los veranos suecos, cuando uno está en el solecito y siente que, en la cara y el pecho, tiene calor, mientras que en la espalda es como si siguiera siendo invierno.
     Cuando arribamos a Villalona, ya era noche cerrada y Aurelia se había dormido. A la entrada del pueblo, debajo de unos árboles frondosos que por la oscuridad no pude reconocer, recogí a una esbelta señora elegantemente vestida de blanco. La mujer se sentó en el asiento trasero, justo detrás de Exilia. ¿Usted no es de aquí, verdad?, preguntó con voz profunda pero un poco rasgada, como si estuviera afónica. De un tirón se lo conté todo, me imagino que sin ilación alguna. ¿Cómo se llamaba su padre?, preguntó la dama y, cuando oyó el nombre del viejo, miró hacia afuera y murmuró ah, usted es hijo de ese hombre. A la entrada del pueblo me pareció ver la estatua de un cangrejo inverosímil por lo enorme, y la señora me contó que era de alabastro. Si usted desea, propuso cortésmente, yo le puedo mostrar la casa en la que nació su padre, sí, gracias, contesté con ganas de que Exilia se despertara y la zarandeé un poco, Aurelia, despiértate que ya estamos en Villalona, pero era como si estuviera muerta y la mujer me pidió que la dejara dormir, es mejor que no me vea, dijo mientras nos adentrábamos en un humilde caserío de calles rectas donde no había ni una sola luz encendida. 
     En el aire que entraba por la ventanilla se notaba la presencia del mar. Todas las calles de este pueblo, explicó mi acompañante, desembocan en la bahía. Su padre nació allí, en esa casita, pero creció en otra más adelante, en aquella casa semiderruida que ve allí. Aquel edificio es el de la escuela donde su papá y yo estudiamos la secundaria básica. ¿Quiere bajarse y verla de cerca? No, gracias, respondí, ¿entonces usted conoció a mi papá? Sí, susurró y se quedó callada. ¿Usted lo conoció bien?, insistí. Mire, allí enfrente estaba la Academia de música a la que asistíamos juntos. Su padre era enamoradizo y reservado, rememoró en tono quedo… Se nos fue muy joven… Es difícil conocer a alguien que desaparece siendo un chiquillo. Me volví para verla mejor. Tenía el pelo totalmente canoso pero no era tan vieja como yo me figuraba. Seguía siendo bella a pesar de los años. 
     Yo amé mucho a su padre, confesó de súbito, y sigo amando su recuerdo, porque lo nuestro fue tan fugaz como la vida misma. Mire, ese es el parque central del pueblo. En esa glorieta tocábamos su padre y yo cuando éramos adolescentes. Yo tocaba el saxofón y él la trompeta, recordó sonriendo por primera vez. Todavía voy a la glorieta a tocar sola a veces, ¿sabe?, pero como lo hago a medianoche la gente se asusta al ver mi pelo plateado bajo el plenilunio. Quizás mis melodías les parecen lúgubres. Disculpe, dije respondiendo a un deseo malsano, tengo que ver de cerca esa glorieta. Yo ignoraba totalmente que mi padre huibiese sido músico. ¡Cuántas cosas desconoce uno de sus padres! Me bajé y me adentré en la pequeña plaza oscura. Laureles, adelfas blancas, bancos y sillones de hierro, palmas reales, marpacíficos. Cuando volví al auto, ya la mujer no estaba.
     Desperté a Exilia a empujones y nos metimos en el único bar que estaba abierto a esa hora. Pedí ron en abundancia, necesitaba alcohol para entronizar un poco de ecuanimidad en mis emociones. Exilia tomó un bocadillo y yo no le conté nada de lo que me había dicho la mujer de la cabellera de plata. Un joven mulato se me acercó a ofrecerme tabacos, ron, langosta, camarones, carne de cangrejo congelada y otras mujeres ”si no le alcanza con la señorita”. Lo despaché con unas pocas palabras resecas y entonces un viejo de piel curtida por el sol y sombrerito de guano, que estaba bebiendo en la barra, se me acercó y, sin que yo tuviera tiempo de hacer nada, me dio un sentido abrazo. 
    ¿Has venido a ver al viejo?, preguntó. ¡Qué manera de parecértele, chico!, exclamó sin quitarme el brazo del hombro. El anciano hablaba con dulzura. No estaba ebrio. Yo no entiendo por qué todos vuelven, dijo. ¿Ya lo visitaste? Desde que volvió se fue a vivir en la casita del Cayo, allá enfrente (el hombre extendió el brazo hacia la bahía), y casi siempre está solo. La verdad es que no envejeció tanto por allá por Noruega, o quién sabe cómo se llama la friolera donde vivió y murió. Pero dicen que el frío conserva a la gente, vaya, es como si vivieran congelados y así se mantienen igualitos. Él viene a veces a conversar con nosotros, los viejos del pueblo. A mí tu papá siempre me cayó bien. Pero mucha gente lo odia, ¿sabes?, parece que  en algo ofendió a los villalonenses, a los de aquí y a los de Miami. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar en el pueblo? Lástima que no viniste de día…
     Agarré a Exilia por un brazo y casi la arrastré hasta el auto. Te lo dije, murmuró ella con desgano, te lo advertí, que no vinieras. Pero todos vuelven, ese pobre hombre tiene razón. Todos volvemos, estamos condenados al regreso. Qué manía enfermiza, qué enigmático destino, marcharnos para volver cuando ya es demasiado tarde. Salimos del pueblo y volví a contemplar la insólita escultura del cangrejo, que a esa hora tenía un aspecto verdaderamente siniestro. Vi a dos mujeres más haciendo autoestop en la carretera, ambas vestidas de blanco, pero le advertí a Exilia que no pararía más hasta La Habana. Tenía la cabeza como repleta de vidrios rotos. De pronto los vidrios se me corrieron un poco más abajo y los ojos se me llenaron de lágrimas, o tal vez de sangre. Metí la máquina en una guadarraya, me abracé a Exilia y ella empezó a besarme y acariciarme. A los pocos segundos estábamos completamente desnudos y encendidos. Lo que sucedió primero dentro del auto, y después fuera, sobre la yerba mojada de los campos de Cuba, y contra el metal húmedo del viejo auto, fue demasiado lindo para que yo ahora lo envilezca con una simple descripción.
     Seguimos el viaje en silencio, a toda velocidad. El accidente ocurrió cuando estábamos muy cerca de La Habana. Yo, que cuando manejo en Suecia siempre temo chocar con un alce extraviado, choqué en Cuba con una vaca que emergió de la cuneta como la señora del pelo blanco había surgido de la nada. La colisión fue estúpida y salvaje. A los pocos días desperté en el Hospital Clínico Quirúrgico. Delante de mí vi a un doctor que me miraba con ojos de funerario y que me habló con una cordialidad lacónica y casi sedante. Primero lo hizo en inglés, pero yo lo interrumpí. Hábleme en español, balbucée, que yo también soy cubano. Mi nombre es Restituto, prosiguió el doctor con gravedad, fui yo quien lo operó y lo felicito, pues está evolucionando a las mil maravillas. Junto a él estaba la Excelentísima  Embajadora del Reino de Suecia. Tuviste suerte, Karl-Johan, fue lo primero que dijo en un tono entre maternal y policial. Chocaste con una vaca casi al lado de un turistbus repleto de italianos, de modo que hubo muchos testigos de lo ocurrido. Un yipi del ejército pasaba por allí de casualidad y, en menos de una hora, ya estabas operado. No sé cómo expresarle mi gratitud, doctor Restituto, dije pese a la venda que me oprimía la mandíbula. Eso sí, informó el doctor, ha perdido dos dientes, señor Calyuja. Pero le hemos salvado las raíces, de modo que en Suecia le podrán poner unas coronas fijas. El cirujano se puso de pie y, antes de marcharse, agregó como para consolarme que el accidente había sido muy grave, pero que yo había tenido un ángel de la guarda a mi lado. 
     Dentro de unos días podrás regresar a Suecia, suavizó la embajadora cuando nos quedamos solos. ¿Y Exilia?, pregunté exaltado, ¿cómo salió ella del accidente? ¿Exilia?, repitió la embajadora con extrañeza, sí, Aurelia, aclaré yo, Aurelia, mi novia cubana, con la que me voy a casar, no, Karl-Johan, mira, aquí tengo el informe policial, que he leído minuciosamente y en el que, por cierto, te acusan de haber ejercido el periodismo en territorio cubano sin haberte acreditado como reportero. Pero en el momento del choque… la diplomática ojeó con cierto hastío el documento y asumió un tono más severo… estabas borracho y absolutamente solo en el auto, de eso no cabe la menor duda. Cerré los ojos, víctima de un mareo viscoso. Cuando los abrí de nuevo, la embajadora me mostraba un bolso blanco. Esto me lo entregó la policía, Karl-Johan, ¿es tuyo? Sí, contesté con muy poca voz y pregunté si estaba vacío, no, por cierto que no, respondió ella con una embarazosa sonrisa confundida pero diplomática, mientras lo abría. Cuando me iba a mostrar el contenido, le pedí de favor que me dejara el bolso y se marchara. 
 

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En la loma del ángel