Entregamos en esta sección, como parte del dossier dedicado a la
presencia china en Cuba, el cuento "Los chinos," de Alfonso Hernández
Catá. Con la intención de diversificar nuestra oferta, también
incluimos el relato "Excilia," de René
Vázquez, de manera que cada quien podrá, o leer ambos --
si ese fuera su deseo -- o escoger entre el texto de Vázquez y el
de Hernández Catá.
Los
chinos
Alfonso
Hernández Catá*
No me pregunte usted cómo me encontré allí, ni por
qué caídas fui a parar, desde la cuna rica y desde
la posición de muchacho, a aquella cuadrilla de trabajadores. Entonces
el cuento sería interminable. Estaba allí, y era uno más…
Sólo uno más. Oiga usted lo que ocurrió con los chinos,
sin preocuparse de otra cosa.
El mulato llegó del oeste, el segundo día, y sus palabras
inflamaron a todos, cortando los últimos lazos de aveniencia que
quedaron tendidos entre el ingeniero y nosotros, en la entrevista de la
noche antes. Subido sobre una pipa de ron, sin cuidarse del sol terrible,
habló más de una hora. El tono exaltado de sus palabras incendiaba
la sangre, y sus razonamientos, repetidos una y otra vez, penetraban en
las inteligencias más torpes a modo de tornillos que nadie hubiera
podido sacar ya sin romperlos.
-- ¡A los obreros de Bahía Brava, les han estado pagando a
tres pesos y a vosotros a dos…! ¿Es eso justo? Y aquí el
trabajo es más duro, porque hay cobertizos, sin tiendas de lona,
y por el pantano… Si resistís, no sólo os tendrán
que subir el jornal, sino que os pagarán los pesos robados, y unos
podrán mandar un buen puñado a sus casas y otros ir a pasar
unos días de diversión a la ciudad… Tres meses a peso por
día, son ciento viente… Pero hay que resistir: cada día sin
trabajo es para ellos peor que para nosotros, porque la obra es por contrata,
y tienen que dar indemnización si no se acaba a tiempo. ¡Hay
que resistir para chincharlos!
Bajo la luz reberberante, el grupo seguía ansioso aquellas palabras
que multiplicaban la ira recóndita. Éramos casi cien, y había
de muchas partes; negros jamaiquinos de abultadas musculaturas, de sudor
acre y de ojos de concha de mar; negros de país más enjutos,
de color mielado y dientes que parecían luces dentro de las bocas;
alemanes de rubio sucio, siempre jadeantes; españoles sobrios y
camorristas, de esos que dejan sus tierras sin cultivo para ir a fertilizar
el mundo; criollos donde se veía la turba confluencia de las razas,
igual que en la desembocadura de los ríos se ve el agua salada y
la dulce; haitianos, italianos, hombres que nadie sabía de dónde
eran… Escorias de raza, si usted quiere. En todo caso, fatiga, exasperación,
hambre, pasiones y un trabajo terrible, como un castigo.
El mulato interpolaba en su arenga interjerciones de lenguas distintas,
y a cada chasquido, una parte del auditorio vibraba. Cuando el agitador
se fue, no dejó tras sí hervidero de gritos, sino ese silencio
sañudo, hermano mayor de las decisiones colectivas. Puesto que el
gobierno necesitaba resolver el conflicto pronto, por la proximidad de
las elecciones, y puesto que el comité de la capital estaba dispuesto
a socorrernos, resistiríamos. Resistiríamos sin comer, o
comiendo frutas verdes de los maniguales. ¡Todo antes que seguir
matándose por una miseria, bajo un sol que hacía crujir igual
la pobre carne y la pobre tierra, sin otro alivio que la llegada de la
tarde, en que hombres y paisajes quedaban extenuados de haber ardido todo
el día, absortos en beata quietud henchida de ensueños de
patria y de ensueños de brisa, sobre la cual iban apareciendo, poco
a poco, las estrellas!
Tres veces vino la vagoneta con emisarios a proponernos concesiones parciales,
y tres nos negamos a escucharles. La última, nos recogieron las
herramientas de trabajo y nos quitaron las tiendas de lona.
-- Es para meternos miedo -- dijo uno.
-- ¡Tener miedo ellos de dejar hierros en manos de hombres! -- rugió
un negro, mostrando con risa satisfecha sus dientes ingenuos y feroces.
Aun después de rotas las relaciones, vinieron a advertirnos que
el mulato no pertenecía al Sindicato obrero, sino a una agrupación
política bastardamente interesada en crear desórdenes. No
les hicimos caso. Poco a poco, a medida que los ahorros se agotaban, fueron
desapareciendo, hasta desaparecer, los vendedores ambulantes. Ni ron ni
vituallas, ni siquiera esperanzas de tenerlas. Los primeros días
unas nube de tormenta, que cubrieron el sol y el reposo, dieron al hambre
aspecto casi dulce. Luego se despachó a la ciudad a un delegado
de quien no volvimos a saber nunca. Los alemanes, una tarde, se fueron
en busca de otro lugar en donde hallar trabajo; varios españoles
los siguieron dos días después, y, a lo último, sólo
quedamos unos cuarenta, arraigados allí por una especie de pereza
furiosa.
Cuando la necesidad empezaba a rendirnos, llegó un misterioso socorro
de la ciudad, y la comida y la esperanza de nuevo apoyo nos volvieron a
enardecer. Pero el entusiamo fue brevísimo: a los pocos días,
sólo teníamos para calmar el hambre frutas terriblemente
astrigentes, sin jugo, y para cogerlas, era menester caminatas más
penosas aun que el hambre misma. Los primeros casos de disentería
no tardaron en sobrevenir, y la fiebre me tumbó bajo la sombra seca
de un árbol. Dos días después llegaron los chinos.
Tres vagonetas los trajeron. Debían de ser unos noventa. Varias
veces quise contarlos y no pude, porque
se mezclaban y confundían unos con otros, igual que en el cielo
las estrellas. Sus movimientos vivos, su pequeñez, su lividez y
su flaquencia, hacíanlos parecer muñecos. “¿Eran aquellos
los que iban a sustituirnos? ¡Bah, imposible!” Al verlos, nuestras
vicisitudes se calmaron de pronto para dejar paso a palabras de sarcamos:
“¡Pobre macacos amarillos! ¡Qué iban a resistir el trabajo
tremendo! Si no tenía la compañia otros hombres, ya podía
ir preparando nuestros tres pesos de jornal. El triunfo estaba cerca.”
En nuestro grupo menudearon los comentarios y las risas: “Buenos eran los
chinos para vender en sus tiendecitas de la ciudad, abanicos, zapatillas,
cajitas de laca y jugueticos de papel risado; excelentes para guisar en
sus fonduchos, o para lavar y planchar con primor.. ¡Oficios de mujeres,
bien! Pero para aguantar el sol sobre las espaldas ocho horas, y agujerear
el hierro, ¡hacían falta hombres muy hombres!” Con curiosidad
burlona seguimos su primera jornada. Eran como hormigas amarillas, diligentes,
nerviosas. La traviesa que solíamos alzar entre dos, levantábanla
ellos entre cinco; pero la levantaban. Iban y venían incansables;
y vistos en el trabajo, parecían aumentar en número… Luego,
a la hora de comer, en vez de los guisos fuertes, y del vino, y del aguardiente
de caña, arroz, nada más que arroz, y comido de prisa. “¡Ah,
no podrán soportar así mucho tiempo!” ¡Había
que devorar allí, para defenderse del sol que devoraba todo! No
eran menester los guardias armados para custodiar su faena; sin que nosotros
los atacásemos, caerían rendidos, dejándonos la presa
poco envidiable de un trabajo sobre el cual era menester sudar y maldecir,
y que ellos predendían hacer con la piel seca y en silencio”.
Pretendían hacerlo, y lo lograban. A los tres días, nuestras
risas irónicas fueron trocándose en seriedad, en pesimismo.
Se crisparon los puños, y sonó la primera amenaza. Yo estaba
muy débil, y en cuanto caía el día, me abrazaba una
fiebre delirante. Vi llegar al mulato otra vez, cuchichear, discutir. Conmigo
no contaron para nada. Una negra vieja que, apiadada de mí, había
venido varias veces en lo más fuerte del calor a echarme frescas
hojas de plátano sobre la cabeza, me arrastró hacia su bohío
y empezó a curarme. Desde allí, al través de una bruma
que, sin borrar la realidad, la borraba y alejaba fantásticamente,
paralizándome por completo para intervenir en nada, vi todo.
-- ¡Puesto que son como bichos y no tienen en cuenta el derecho de
los hombres, hay que
matarlos como a bichos! - gritaba el mestizo.
-Lo mejor es irnos a otra parte… Ya no debíamos estar aquí
- murmuraba un blanco.
Y un negro, arrugada la frente y casi el cráneo por la tenacidad
de la idea, aseguraba:
-¡Mí no importar guardias!… Mí tener un machete y matar
todos de noche, igual que en matadero…Mí saber bien… Así…,
así.
Pero el mulato lo calmaba, prudente:
-- No, sangre, no… Yo me marcho, y pasado mañana enviaré
a uno de confianza con instrucciones mejores. Ya veréis como se
arregla todo.
Yo hubiese querido huir, pero no pude. Me pesaba el esqueleto -- apenas
me quedaba carne --, como si estuviera enterrado a medias en aquella tierra
maldita. Además, sentía una curiosidad extraña merced
a la cual, desde lejos, adivinaba el sentido de los movimientos y de los
labios al moverse. Vi, dos días después, llegar a un anciano
haraposo, hablar con varios y dejarles un paquete de hierbas; colegí
primero el miedo, y luego la decisión pintados en los rostros, y
con el alma hecha cómplice segura de la impunidad que la postración
física le deparaba, en la sombra de la medianoche, presentí
más que columbré al jamaiquino, ir a echar las hierbas en
la gran paila donde se cocía el café de los asiáticos…
Y por la mañana, cuando los miré acercarse con sus escudillas,
percibí de antamano lo que los ojos habían de tardar unas
horas en ver aún: cuerpos que se agarrotan, manos que van a oprimir
los vientres en desesperados ademanes, pupilas que se abultan y salen de
las cuencas cual si quisieran sujetarse a la vida, caras amarillas que
se ponen mucho más amarillas y que caen crispadas contra la tierra,
para no levantarse más.
Veintidós cayeron así. Otros que habían bebido menos,
murieron por la noche. ¡Ah, no olvidaré nunca
el terror de los guardias, ni mi propio terror! Si un chino nos infunde
siempre una invencible sensación de repugnancia y de lejanía
donde hay algo de miedo, un chino muerto es algo pavoroso... Los cadáveres
tendidos sobre el campo, bajo el trágico silencio del sol, galvanizaron
a todos. Fue un día terrible. Mas al acercarse la noche y pasar
sobre la sabana los primeros ecos de brisa, el grupo de culpables empezó
a desbandarse para escapar, y suscitó la reacción de los
guardías. La fuga duró poco: tras el primer movimiento del
instinto, se entregaron sin resistencia. “No pensar, no trabajar, ir a
la ciudad, y comer y dormir a la sombra, ¡qué dicha!”, debían
pensar los desventurados, casi contentos de su infortunio. El testimonio
de la negra me salvó: “Estaba desde hacía cinco días
enfermo, y no había podido intervenir”. Atontado, sin lágrimas,
los vi marchar en fila hacia el oeste, por donde el mulato había
venido, bajas las cabezas, atados los brazos a la espaldas. Al día
siguiente vinieron en la camioneta unos hombres, tiraron tiros a los cuervos,
y se llevaron los cadáveres. Todo quedó solo, y yo pude dormir
al fin.
Una mañana, no sé cuántas después, me despertó
ruido de gentes. Miré con avidez, y sentí el escalofrío
de la alucinación penetrarme hasta el tuétano. De la vagoneta
habían descendido treinta hombres amarillos - iguales, absurdamente
iguales a los que yo ví caer muertos en tierra, cual si en vez de
llevarlos a enterrar los hubiesen llevado a la ciudad para recomponerlos
--, y con diligencia de hormigas, ante mis ojos enloquecidos, empezaron
a trabajar.
*Tomado
de: Alfonso Hernández Catá, Cuentos y novelas. La
Habana: Letras Cubanas, 1983., pp. 46-50. |