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La más verbosa
La patria

Tristán de Jesús Medina

¿Qué es la patria? ¿Qué es el amor a la patria? ¿Una virtud o un crimen? ¿Es efectivamente una forma del amor o una máscara del egoísmo? ¿Es una verdad eterna o una de las muchas mentiras la libertadque valen hoy, sólo porque valieron ayer? Terrible pregunta para después del carnaval en un pueblo que, indiferente a sus más apremiantes necesidades y a los misterios y oscuridades de sus destinos futuros, se ha entregado con la embriaguez de la alegría a los placeres irracionales de la máscara y el disfraz.
     Si dirigís la pregunta a ese pueblo, os dirá que la patria es un nombre vano; si la dirigís a algún hombre político de los que codeamos todos los días por las calles, os dará una contestación peor, digna de ser escrita en el mantel de su mesa con la plumilla de dientes.
     Las querellas ridículas e infames que presenciamos, que levantan un polvo nauseabundo y sofocante en los diversos campos de batalla en que se divide hoy cualquiera de nuestras capitales, entre una oposición charlatana que habla porque tiene hambre y un poder que no habla porque está comiendo, tan vacía la una como el otro de dignidad, de amor patrio, de sentido social y de simpatías populares, no tienen más que una defensa pobrísima a que acuden siempre los combatientes para hacerse tolerables. Estas luchas, exclaman, distan muchísimo de aquellas otras luchas más perjudiciales que hace medio siglo ensangrentaban los más ilustres pueblos de la Europa. Entonces luchaban diversos fanatismos, y los hombres se mataban. ¡Hoy, no!
     Es verdad, hoy no se matan, pero se venden. ¿Qué es peor, o qué es mejor? Hoy es una guerra de mercaderes en que la muerte del pudor y la conciencia nada significan, porque esas vidas no tienen sangre.
     Hoy los políticos han sustituido el heroísmo de la abnegación que figuraba en primera línea en las guerras de otros tiempos, con las exigencias del bienestar, con las conveniencias individuales. Antes los enemigos luchaban cuerpo a cuerpo, con encarnizamiento, pero se estimaban recíprocamente, y había respeto en el fondo de los odios.
     Hoy se compran o se venden unos a otros, y unos a otros se engañan y se desprecian mutuamente.
     Hoy la política es la prostitución de los hombres, así como la prostitución es la política de las mujeres.
     Antes entraban en acción pasiones terribles, inexorables, satánicas, si queréis. Todo lo grande, todo lo noble, todo lo sagrado y eterno, se sometía a pruebas espantosas, pero en medio de aquella actividad funesta, se mantenía brillante y puro un rayo de esperanza. Por cada crimen que echéis en cara a los hombres del 93, ellos os presentarán en su historia sangrienta tres rasgos sublimes de abnegaciones sin mancha, tres ejemplos de virtudes sorprendentes.
     En la lucha de hoy, los rasgos salientes son de bajeza y ambiciones asquerosas. Lo que se ve, o para hablar con más propiedad, lo que obliga a cerrar los ojos, es aquí una debilidad que enerva, allá una prostitución que envilece, más allí una infamia que desespera.
     Todos los vínculos de sociabilidad, los de familia y de patria, están rotos y execrados por la mofa. El espíritu de partido y la ambición más desmedida, encienden odios tan vivos, que nadie, nadie se para en escrúpulos; nadie vacila en perder a sus amigos y a su mejor amigo, si este ha llegado a alcanzar alguna gracia del poder, procurando únicamente velar esta infamia, este celo, esta envidia, con el pretexto especioso del bien de la patria. ¡Ah!, sólo se invoca la palabra patria cuando hay que buscar un manto para esconder una bajeza.
     ¿Qué es hoy entre esa gente la virtud? ¿Qué es la gloria? ¿Qué la fama? ¿Qué el renombre, con sacrificios y privaciones adquirido? Nada. Señaladnos un solo hombre público de quien no se hayan formulado en España, dos, tres y cuatro opiniones diferentes, según el partido o la fracción de partido que le divinice servilmente, o le calumnie sin piedad.
     Por este sistema encontráis a veces tres hombres en cada hombre, o más exactamente, tres fantasmas en donde pudiera suponerse una sola personalidad viviente. Renan ha hecho un Jesús, que sirve de pendant a la Hechicera de Michelet, Niebuhr ha hecho fantasmas parecidos a realidades históricas, varios comentadores han hecho diversos Dantes de un sólo Dante; el vulgo de los desvergonzados ha hecho otro Quevedo distinto del que se rió de las miserias del mundo; el vulgo de los místicos, ha hecho otra cosa parecida con San Antonio de Padua, no a fuerza de chistes obscenos, sino a fuerza de milagros repugnantes. Esta calumnia diabólica y tenaz, este prurito de hacer o rehacer al prójimo a imagen y semejanza de nuestra voluntad depravada por el espíritu de partido, se reproduce hoy en gran escala, en todas las esferas de nuestra sociedad. Nadie es lo que es, todos son lo que quieren a la vez amigos y enemigos.
     Para esta asamblea de jueces eternos, todo es cuestionable, todo es problemático, y la solución que a todo problema se da, va a parar de seguro en el objeto positivo de la vida actual, en los goces materiales. Los sentimientos generosos, los propósitos dignos, los altos impulsos del corazón, que son los que dan héroes y grandes hombres a la patria, sólo se encuentran en los discursos de nuestros oradores parlamentarios, que al bajar de la tribuna después del triunfo de la palabra, sin esperar siquiera la oscuridad de la noche, que sirve de rubor a los que no lo tienen propio, van a mendigar el precio de su trabajo a los salones ministeriales. ¡Ah!, tan mezquina y despreciable vemos la sociedad en estas esferas, que al cabo de algún tiempo, si aparece por ahí algún hombre de bien, le consideraremos como una variedad de la especie humana.
     No preguntéis por las sólidas virtudes, por el desinterés, por la moralidad pública, por una abnegación sincera, por la religión, el juramento, por la fe en el honor. Os dirán que todo eso ha perdido su crédito y su valor.
     Entre esa gente, Sócrates sería abofeteado, a Régulo se le juzgaría a propósito para custodiar con la librea de lacayo alguna alcoba perseguida por la lujuria. Floridablanca sería incomprensible y Godoy sería adorado.
     En ese kaleidoscopio de conciencia de mil cambiantes en perpetuo movimiento, el pueblo no sabe ya a quién respetar, y anda preguntando a quién hay que obedecer.
     El día menos pensado se equivoca y se obedece a sí mismo, creyéndose uno de tantos.
     Lo que más choca, es este contraprincipio. Aquí las personas dan, no lo que tienen, sino lo que no tienen ni tendrán jamás. Hombres desenfrenados, se suceden en el poder para dar leyes, y por poco que esto dure, tendremos al fin más leyes, más constituciones y más ministros que servidores, más gobierno que pueblo.
     La lepra de los empleados ha gangrenado los corazones; apenas, un quidam de la oposición logra cualquier destino, se convierte en girasol del poder; habla y obra como su apóstol o su séide, consolida su triunfo con la difamación, y modelo supremo de los egoístas, su último afán es cerrar a otro la puerta por donde él ha entrado y derribar de un puntapié sobre los que quieren seguirle la escalera por donde acaba de subir.
     ¡Miserables, tres veces miserables! Reclinados muellemente en mórbidos cojines en derredor del banquete en que beben el sudor de los que trabajan, mezclado con lágrimas de perfumado vino, se irritan y se muestran implacables contra todo aquel que se presente con las pretensiones de un nuevo convidado.
     Se creen puros como vírgenes y santos como predestinados desde el momento que han podido pagar todas sus trampas y desentenderse de deudas muy crecidas y escandalosas causas en ciernes.
     Son bribones honrados por la ley, tranquilos, satisfechos por la sola consideración de que nadie puede probarles que son bribones en un tribunal de justicia. Burlaron la ley para que nadie pudiera burlarse de ellos.
    Virtud: en los labios de esos hombres, te llamas necedad. Y tú, pobreza, te llamas vicio, y tú, energía de carácter, allí no te llamas sino temeridad por impotencia.
     ¿Y los patriotas piadosos? ¡Ah! ¿Y esos séides de la piedad negra, esos payasos melancólicos, esos augures de insultantes sonrisas, esos llorones que alquilan sus lágrimas para gemir en cualquier entierro, qué hacen de la patria, cómo la sirven, cómo la protegen, cómo la aman?
     Aquí llega el mal hasta la médula de los huesos. Sus señales de respeto a la religión, son besosla libertad de Judas, sus señales de amor a la patria, besos de muerte. En religión no hacen prosélitos como apóstoles, sino impíos aparentes por medio de la difamación, para quedar solos, para ser menos, para ser los únicos en la virtud y aprovecharse de las conveniencias de las sacristías. En amor patrio son igualmente exclusivos e intolerantes, aman la patria de ayer, aborrecen la de hoy y condenan la de mañana. ¡Mezquina religión, cuya primera virtud no es la caridad y la tolerancia! ¡Maldito amor a la patria, que sólo vive de odio al extranjero y que considera como extranjeros a las cuatro quintas partes de los ciudadanos!
     Estos políticos piadosos, quieren hacer de la patria lo que la literatura francesa de estos últimos tiempos ha hecho de ciertas mujeres, de ciertos tipos repugnantes que pululan por París; una prostituta virginal, una Margarita Gauthier, una Marion Delorme, que se purifican de los vicios pasados, que quedan redimidas, si sólo practican aquellos mismos vicios con hombres determinados. Los neo-católicos quieren ser hoy los Armando Duval de su patria.
     Quieren ser los tutores de esta pobre pupila para tratarla como casi todos los tutores de comedia y alguno que otro de Congreso, robándoles primero la legitimidad, saqueándola desvergonzadamente, y prostituyéndola luego con sus costumbres depravadas. No se da al pueblo espectáculo más ignominioso, ni castigo más degradante.
     Observarlos en cualquier parte, en todas son los mismos. Ni siquiera ponen en juego aquella reserva estudiada de los hipócritas, aquellas apariencias de respeto que han sido estimadas por ciertos autores, como una especie de homenaje tributado a la virtud. ¡Oh! No, estas gentes no son hipócritas. Es hacerles demasiado favor suponer que lo sean. Son cínicos, eso sí, esto es lo que parecen, esto es lo que quieren ser. La religión del Estado, es en ellos una falda candal rica en pliegues, con la cual no se cuidan de tapar sus vicios, porque esto supone algún trabajo de delicadeza. Se sirven de ella para adornar, para proteger sus infamias, para imponerlas con descaro al pueblo, custodiados por medio de una impunidad insolente.
     ¡Oh!, no es posible seguir más tiempo en este terreno de torpezas sin cuento, que Tácito llamaría humenti et bibrico
     ¿Qué viene a ser, pues, el amor a la patria para la conciencia honrada y pura, cuando acaba de apreciar esa conducta incalificable de una gran mayoría de patriotas de la época?
     Si separando la vista por un momento de los males inmediatos que nos rodean, estudiamos la cuestión en la historia de la guerra, en las relaciones de las nacionalidades modernas, ¿qué vemos? ¡Ah!, una reciprocidad internacional de egoísmos, de rivalidades, de odios, de guerras, de amenazas, de confusiones, de impotencias, de tratados, de tarifas, de diplomacias, de conquistas, de repartos y de alianzas inicuas para el mal.
     El derecho de gentes que invocan unos pueblos contra otros, no es el derecho humano aún no escrito, que tiene su ideal y su germen divino en las páginas del Evangelio.
     El principio generador de las sociedades que tiene por objeto la unidad humana, empezó bien, pero se ha detenido a la mitad del camino.
     La necesidad de la defensa y del amor reunió a dos hombres. Dos o más familias se unieron por las mismas necesidades y constituyeron el municipio. Por el mismo impulso arrastrados, se unieron varios municipios y constituyeron una provincia. Y por último, esa misma necesidad de amor, de multiplicación de fuerzas, la seguridad de la defensa, las conveniencias saludables de una constante reciprocidad de dádivas, de protecciones, de generosidades, determinaron la reunión de dos, tres, cuatro o más provincias, de distinto carácter y de idiomas o dialectos diferentes, separadas y aún contrarias por otras infinitas particularidades, y constituyeron una nacionalidad.
     Pero aquí se ha detenido el espíritu de solidaridad humana, el gran principio de la fusión y la unidad de los hombres en un mismo amor. Las naciones existen unas frente a otras atisbándose recíprocamente con celos y prevenciones ridículas, separadas por muros, o más bien por zanjas y abismos de odios muy profundos, preparadas siempre para hacerse la guerra con cualquier motivo, bien en los campos de batalla, bien en los conciliábulos de las diplomacias.
     Esta contradicción viviente, despótica, invariable, que sube al colmo de la injusticia, si estudiamos el falso amor de la patria en el régimen colonial de algunas naciones, este soberano mentís dado por los códigos de los pueblos al código divino del Evangelio, hace creer que la idea de la patria es una iniquidad, es un crimen, es una negación de la verdadera idea que el cristianismo nos ha hecho concebir acerca de la solidaridad humana.
     En un libro anónimo publicado en París el año de 1835, con el título de Pacto social, se encuentran los párrafos siguientes debidos a una meditación detenida, pero desesperada en las farsas de la diplomacia moderna y en el odio irracional con que unos pueblos tiranizan a otros: 
     “Mientras subsistan los intereses exclusivos de la nación, se apelará siempre a la fuerza, a la ultima ratio regum, y por consiguiente a la anarquía.
     "¡Patria! Sólo hay una para el hombre: el mundo, crear otra, es cometer un crimen de lesa humanidad.
     "¡Patria! Nombre execrable, causa de todos los males del hombre que se cree civilizado! ¡Egoísmo social! Tú desaparecerás de la tierra, y la libertad guardará tu recuerdo para infamarte eternamente. El nombre de patriotismo será para los pueblos libres lo que el nombre de libertad ha sido y es todavía para los tiranos, un motivo de espanto y execración.
     "¡Patria! Invocando tu nombre fueron asesinados siempre millones de hermanos. Los borgoñeses, los flamencos, los normandos, llevaron en otros tiempos el hierro y el fuego, los unos contra los otros. Según vosotros, patriotas del día, eran entonces justas y santas, porque estas provincias eran naciones distintas; según vosotros estos mismos pueblos en guerra hoy, serían bárbaros e impíos. ¿En qué estriba esta diferencia? En que cada uno de estos países tenía en anteriores tiempos su tirano. Era, pues, a causa del tirano, pero no por el propio bienestar de cada pueblo, que se incendiaban, degollaban y saqueaban unos a otros antiguamente. Las patrias nacen, pues, de las tiranías, no de las libertades populares. ¿Y adoráis estas patrias? ¡Si son ídolos, si son falsos dioses! ¿Por qué razón los rusos, los austriacos, los ingleses, los franceses, pueden hacerse guerra unos a otros? ¿Por el bien de cada patria, de cada pueblo o de cada tirano? ¡Patriotas! ¿Acaso, acaso no servís a tiranos con la esperanza de ser vosotros los tiranos algún día? Hacéis bien, porque sois indignos de la libertad. Colocaos en las filas doctrinarias: doctrina y patriotismo van siempre unidos: el uno es la teoría del crimen, el otro es la práctica.
     "¡Patria! He aquí el pecado original social. ¡El Mesías que la borre de la civilización habrá salvado al mundo!”
     No estoy del todo conforme con las anteriores apreciaciones tan apasionadamente formuladas.
     Las grandes nacionalidades no pueden desaparecer. Intentar la desaparición de una sola es, como dice De Maistre, querer la supresión de un astro en el sistema planetario.
     El amor a la patria es una virtud, pero de esta virtud se han hecho, como de todas las demás, monedas falsas, y del abuso de ella viven muchos hipócritas.
     La unidad humana sólo es posible en la esfera religiosa. Fuera de la religión nada hay que pueda ser universal en nuestro globo. Las naciones han de permanecer siempre distintas, cada una con su propia originalidad, custodiando el conjunto de sus tradiciones, hablando su idioma con preferencia a otro, embelleciéndole y divinizándole, por decirlo así, con el progreso de las ciencias, los encantos del arte y la música transfigurada de la poesía.
     Vamos a demostrar del modo más claro y sencillo la existencia necesaria de diversas patrias.
     El hombre es libre, lo es en todo, lo es siempre, sin lo cual no es hombre en la plenitud de su dignidad. Esta libertad vive, se manifiesta por la facultad de elegir en todas las esferas, de preferir esto, y abandonar aquello. Lo que se abandona es un sacrificio, un homenaje rendido a lo que se prefiere en señal de predilección.
     La libertad, pues, en la esfera del amor patrio, debía verificar esta elección, realizar una preferencia sin la cual no hay amor posible.
     Debía no perderse en la redondez del globo, sino escoger una comarca entre diversas comarcas, preferir un clima a otro, tener por más bella esta cadena de montañas que aquella sucesión de valles. Esto, bajo el punto de vista más material y menos elevado, porque propiamente la patria no es la porción geográfica que se pisa, es una tradición común, es una bandera, es una comunidad de afectos y de necesidades análogas.
     Bajo el punto de vista de la igualdad, que es el que tienen más en cuenta los enemigos de las nacionalidades, para desear sustituirles por una patria única, universal, basta hacer la observación siguiente para dar con un obstáculo insuperable.
     ¡El individuo no puede amar a la especie con todas las condiciones, con todos los sacrificios de la libertadun amor elevado, con todas las abdicaciones de derechos, con la gran abnegación, en una palabra, que impone el dogma de la igualdad! Porque el individuo se dice a sí mismo: "Yo muero, y la especie no, mi vida es de un minuto, la de la humanidad es de siglos y siglos; ¿puedo por lo tanto, yo que poseo lo menos, abdicar un sólo derecho, sacrificar un sólo instante de mi existencia a favor de quien posee lo más, de quien está seguro de la vida?"
     El amor a la humanidad necesita, pues, reducir el círculo de su acción para que pueda mantenerse vivo, constante en el corazón del individuo. De otro modo se diluye, se pierde demasiado en la masa universal, y al fin se vuelve nada.
     Por otra parte, hay que tener en cuenta, que el hombre es naturalmente exclusivo. Es exclusivo porque no es único. Y para que este exclusivismo natural parezca menos repugnante, veamos si podemos razonarle en la esfera religiosa.
     El catolicismo es una verdad, no sólo por lo que en él hay de divino, mas también por haber correspondido exactamente a la naturaleza exclusiva de nuestro corazón. Los cultos disidentes creen simplificar su religión, hacerla más proselítica, más aceptable, extendiendo a todos sin distinción e incondicionalmente las promesas hechas por el divino Maestro, lo cual es desconocer por completo las más profundas necesidades del corazón humano. Desde el momento en que una cosa deja de ser para el individuo, no digo solamente la mejor, sino la única buena, ya no quiere elegir, ya no quiere decidirse por ella. ¿Para qué preferir, escoger, concentrar nuestro homenaje en una cosa que es igual a otras muchas? El espíritu de cuerpo para llevar a cabo grandes empresas, se ha valido siempre de esta fuerza de concentración. El mismo lenguaje denuncia esta tendencia. Vedlo si no en el catolicismo, cuya universalidad soberanamente comprensiva lo abarca todo. A pesar de esto existen en su seno diversas órdenes que se distinguen con los nombres de religión de San Francisco, religión de Santo Domingo, religión del Carmelo. Es decir, que esta palabra religión, que en boca del monje o del congregante, no quiere decir sino regla de una orden especial, viene a ser a sus ojos como un tipo necesario del catolicismo, como un criterio más original y delicado que otros, como el abreviado o compendio de la verdad y de la perfección en la tierra.
     Descended de la esfera espiritual de la religión a la esfera material de la tierra, o si queréis, a la esfera de la historia, y encontraréis por este medio justificado el exclusivismo esencial del amor a la patria.
 

Principios fundamentales de la libertad política

Tristán de Jesús Medina

Libertad es la primera fuerza y el primer grito de una revolución moderna: es su fiat prodigioso. Es la salamandra de los tiempos nuevos, destinada a nacer y vivir en el fuego, mas no a morir, pues como todo lo que en el fuego nace y vive, como el fuego devora y consume; pero sigue viviendo y dilatándose, a veces quieta, escondida y latente, otras radiante y móvil, pero siempre la misma, perseverante, inmanente en la vida del más creador de todos los siglos, alma de la nueva civilización. La mejor imagen de la libertad, es, pues, la mejor imagen de Dios, la luz. En todas partes escondida,la libertad guiando al pueblo y en todas partes apareciendo al menor choque, a la más ligera presión, ya sea esta apasionada y amorosa, o indiferente o irascible, el contacto de dos piedras, o de dos almas, al son de un martillazo, o al ¡ay! de un beso. La libertad, como la luz, da lo que se le pide, luz, calor y fuego. Alumbra los senderos de la verdad, calienta los corazones helados en el lodo de la miseria o en el lodo del lujo y la tiranía, o devora, por último, y reduce a cenizas cuanto se opone a la vida del progreso, cuantos cadáveres del pasado, entrando en putrefacción, inficionan con sus miasmas deletéreos la atmósfera vital y pura de las civilizaciones.
     Los hombres que vienen a interrumpir el júbilo de las vidas nacientes con sus lúgubres clamores, con sus gestos de odio y desagrado, con su semblante fatídico, pálido, como de quien, cargado de sueño y empujado por la inercia, no quiere, sin embargo, irse a dormir el sueño sepulcral; con sus vestidos de luto y la oscuridad de sus palabras y de sus discursos sobre los progresos de tiempos anteriores, semejantes en todo al descarnado esqueleto atado a un sillón con los jirones de un sudario, en los festines del antiguo Egipto; los que vienen a leer una sentencia de muerte contra lo que ha cometido el delito de nacer, proclamando sus derechos a la vida, no saben lo que es una revolución; la calumnian, la miran con horror o con envidia, como el anciano a la juventud, o como la enfermedad a la salud en un semblante alegre, sonrosado y juvenil; la maldicen despiadados porque, al contemplarla de hito en hito, sintieron en sus espíritus enfermizos y acobardados el mismo círculo negro que rodea los ojos de quien los clava en el sol. Los anatemas desesperados de estos hombres cayendo de sus tronos, y de las cumbres de la soberbia o de sus comodidades, se asemejan a aquellas imprecaciones del Satanás de Milton, al hundirse en las tinieblas, contra el astro brillante del día.
     El estrépito y fragor de las revoluciones se debe en parte a la oposición y a los gritos de espanto de estos adoradores del pasado. Ellos prolongan la agonía de lo que debe morir. El horror y la lucha El enviado de la LIBERTADse deben más bien a la ira y a la quietud resistente de los que se van, que al impulso de los que llegan y piden su sitio, un sitio en el festín de la vida. Tienen miedo, como todos los que se mueren, y en el pavor que los domina, no ven más que lo que cae, pero no distinguen lo que se levanta, y crece, y vive. No distinguen, en esos movimientos de una nación que se renueva, lo que se ve en la vida cotidiana de esa revolucionaria incorregible, la madre-naturaleza, en la cual lo que nace surge de lo que muere, procurando hacer mil ruinas, sin dejar un sólo escombro.
     Una revolución trae siempre los horrores y la belleza de una cascada sonorosa, de un Niágara atronador y fulgurante. La magnitud, la grandeza, el conjunto de la inmensa catarata, no lo constituyen solamente el agua que cae, el océano volcado, no, sino lo que, por efecto de aquella caída, sube simultáneamente, el agua que choca con el agua y rebota, la espuma que se difunde en los aires, y los radiantes reflejos prismáticos del sol hiriendo la espuma. En el Niágara, son más las bellezas que suben que las que se sumergen. En toda revolución, son más las verdades que salen del misterio que las virtudes gastadas que se hunden en el abismo.
     Es necesaria una caída sin duda alguna. Lo diremos más agradablemente para esos hombres. Es necesario que algo caiga por desgracia, ¡sí, por desgracia!, para que se eleve todo pueblo a una vida superior; como es necesario que se entierre una semilla para que resucite un árbol; como es necesario, cuando se trata de levantar las piedras en el aire para construir un alcázar, dejar caer primero piedra sobre piedra en anchas y ondas zanjas que oculten y abracen los cimientos. ¡Oh!, necesario es que los cielos lloren a mares, como dice el pueblo, giman y se irriten con la mirada oblicua de sus relámpagos y el son confuso de sus truenos, para que la tierra sonría alegremente, vista su verde manto de esperanza, y se corone de flores. Cielos, llorad. Autoridad de los antiguos bárbaros, inclínate. Pasa, desaparece. La libertad y el hombre vienen de vuestras lágrimas y de vuestros sacrificios.
     La libertad es la primera fuerza que desarrolla una revolución. Es el arco iris que corona la augusta frente de la catarata cuando el sol o Dios extienden sobre ella, para bendecirla, sus más fulgurantes rayos.
     ¿Y qué es, en la ciencia política, esa libertad que se distingue con los colores del iris, símbolo de las contradicciones resueltas en armonía, que vive en la luz del sol y en el fuego de odios encontrados? ¿Qué es para las naciones la libertad, esa libertad desconocida, esa salamandra de los modernos tiempos, ese fénix más desgraciado que el fénix de la antigua fábula, que pugna por salvarse de los fuegos del odio y de las ciegas preocupaciones; que en cada revolución despliega nuevas alas para subir y desprenderse de la pira que le devora, sin lograr otra cosa más que revivir el fuego con la misma agitación de sus alas?
     Los partidos medios lo comprendieron mal, partieron la libertad, como se repartieron la verdad y la virtud. Ellos han pronunciado esta palabra, pero clavándola como un nuevo Cristo a la primera cruz que tenían a mano, a un adjetivo, a un calificativo, a un adverbio, a una restricción, a una limitación cualquiera. Libertad-conservadora, libertad-legítima, libertad-verdadera, siempre libertad-algo, nunca libertad-todo, nunca libertad-libre.
     Corazones mezquinos, deseando vivir por medio de contemporizaciones y amalgamas absurdas, procurando vivir con todos, con amigos y enemigos; defendiendo el pro y el contra, triturando una misma verdad para contentar con sus fragmentos a los diversos sistemas o parcialidades que se la disputan. La libertad, lejos de obtener su indispensable sanción en las Cámaras Constituyentes de nuestra última época, ha encontrado siempre en ellas su lecho de Procusto, preparado por los congresistas, su anfiteatro impío y asqueroso, dispuesto por los moderados. Inteligencias parciales han roto el ídolo para poder introducirle en su mezquino santuario. Ninguno ha comprendido la libertad, todos acaban por presentarla horrible y tenebrosa a los ojos de los pueblos. ¡Oh!, es que el semblante más bello y divino, aparece feo y abominable si se refleja en un espejo hecho pedazos.
     ¿Qué será, pues, la libertad, reflejada en el espejo sin rotura, inmenso o indivisible de la conciencia humana? ¿Qué es la libertad, don divino, si la estudiamos reflejada en este lago extensísimo de la humanidad, contenido entre las montañas altísimas del infinito?
     Su primera definición es la de vida del espíritu, fuerza interior y subjetividad del hombre. Hasta ahora lo más repetido, lo que estaba en la conciencia de todos, lo más conveniente sin duda, ha sidoEl liberador devorando a sus hijos considerar la libertad como la repulsión del alma contra el crimen o el pecado. Pero seguramente, para muchos, si no para todos, semejante definición es vaga para que pueda expresar, en toda su amplitud y universalidad, la grandeza del bien que la libertad promete. La antigua definición de la libertad no basta, es poca cosa ya, así como no sirve tampoco en las ciencias filosóficas la antigua definición del alma formulada por Santo Tomás en estos términos: El alma es la forma sustancial del cuerpo. Ni el alma es hoy para la ciencia esa forma sustancial, ni la libertad puede ser para la política un simple estado negativo del corazón humano, el miedo al mal, la abstención del crimen. Hoy pudieran algunos atribuir también esa libertad a los niños que aún no tienen conciencia de sus acciones y aún a los animales protegidos por sus instintos. La libertad, pues, no es eso únicamente, es mucho más; nace como el primer atributo de un alma, en la cual la razón y la conciencia empiezan a manifestarse y vivir; es la primera actividad de un alma que quiere vivir por su propia energía, por su adhesión espontánea a la verdad, o por su meditada resistencia al crimen. La esencia de la libertad es el movimiento, el poder, la expansión. El hombre, cuyas facultades están cortadas por una parálisis, de manera que no le sea posible realizar un solo deseo de su voluntad, o un solo ideal de su inteligencia, no es libre: la libertad interna está en estos casos, agonizando encadenada en el fondo de la conciencia, devorada por el fuego del espíritu.
     Sólo es libre el que ve, quiere y ejecuta, el espíritu que en cierto modo al despertar en el seno de la vida actual, llega, ve y vence, repara en todo lo que le rodea, lo atrae al santuario del pensamiento para meditarlo y verlo a mejor luz que la del sol, y obra luego mejorando lo visible, realizando su ideal. Sólo es libre además el que puede luchar consigo mismo, para ensayar también en su mundo interior la lucha gigantesca que tiene que sostener mientras viva en el mundo exterior que le rodea o limita; sólo es libre, si en virtud de una revolución moral, nunca quieta ni dormida, avivada perennemente por la inteligencia, dirige a nobles objetos la vitalidad de sus pasiones, rompe las cadenas, que le mantienen como incrustado en la materia, y procura vivir siempre subiendo y mirando a lo alto. Hay una expresión divina en el libro divino, que establece clara y enérgicamente la condición de esta libertad del alma. Renovabitur ut equilæ juventus tua. Tu perpetua juventud, tu vida superior, la actividad de tu alma, sólo vive moviéndose y renovándose, y sólo se renueva ascendiendo y mirando al sol como las águilas. Sólo es libre en este sentido quien, buscando en lo infinito y permanente al único inspirador y remunerador del bien, adopta sin miedo, por invariable norma de su conducta, las leyes que están escritas en el fondo de su conciencia, respetándose a sí mismo, cualquiera que sea la esfera de acción en que ha de desarrollar sus facultades y decir francamente quién es: ¡Un hombre, el hombre! He aquí la iniciación de la libertad.
     Vais a ver ahora la segunda.
     Libre es el espíritu que vive celoso de este derecho inalienable, guardando con majestuosa altivez sus facultades, triste de no tener más hambre de justicia, y más gozoso cuanto más ardiente es su sed de derechos y de nobleza humana; libre es el que a nadie reconoce por amo, y a su único señor llama su padre; que no se contenta con una razón, ni con un derecho, ni con una fe hereditarias pasivas, invariables: que se abre a la luz de que procede; que acoge toda nueva verdad con veneración, pero sin miedo, como a un ángel que desciende de las regiones divinas, que, interrogando siempre a los demás, oye entre las armonías de las enseñanzas exteriores, la melodía sagrada, el oráculo permanente que Dios a puesto en su corazón; que se sirve, mejor dicho, de las fuerzas o de las vidas que le vengan del exterior, no para reemplazar, eso nunca, sino para favorecer y exaltar las facultades de su propio espíritu. Libre es el hombre que no se deja arrastrar al mal ni al bien; que no quiere entrar dominado por fuerzas tiránicas en ninguna mazmorra, ni en ningún cielo. Antes con alas en las antiguas gemonías, que con cadenas en el Capitolio. Libre es el hombre si no se entrega al azar de la hora presente, o al torrente del minuto que pasa; libre el que nada cede de sus derechos a los acontecimientos que le sorprendan, antes bien domina y pliega esos acontecimientos para hacerles servir a su progreso y a la mayor expansión de su alma. Libre el hombre que se defiende contra las usurpaciones de la sociedad; que niega el absoluto dominio de opiniones parciales y de privilegios odiosos; que se siente justiciable de un tribunal más alto que el de los hombres, y respeta Noticias de actualidad mundialuna ley eterna más augusta que las leyes de una carta, de un pacto social o de una constitución de pergamino; que se respeta demasiado a sí mismo para no consentir el encumbramiento de la tiranía de uno o de muchos, a expensas de la libertad de todos. He aquí, pues, la segunda palabra, el segundo grito de la libertad: alerta.
     La libertad civil, la libertad política es el corolario de aquella libertad moral e interna. No procede en principio de ningún contrato celebrado entre los hombres; es también ley divina; es la definición expansiva de la libertad del alma. Es la negación de todas las restricciones, aun de aquellas que reclama en son de autoridad el bien público. ¡Ah!, ¡¿cómo?!, ¡¿aun estas?! ¿Pues, por qué, y en qué interés, y en virtud de qué derechos rebelarse contra esas restricciones? Es a fin de que el hombre pueda desarrollar todas sus facultades, realizar todas sus leyes internas y obrar por sí mismo: ser actividad personal, y no negación viviente del Dios que lo ha formado. Una acción vigorosa, enérgica, fortificante, es el primer fruto de toda libertad exterior. ¿De qué sirve que se rompan las cadenas del esclavo, que se abran las puertas de la mazmorra, si el esclavo no ha de poner en juego todos sus miembros entumecidos, si al prisionero no le es dado salir a la luz y dilatar el alma en la aspiración infinita de la libertad? Libertad que no inicia un movimiento que no excita a la acción y al desarrollo de todos los derechos, es una superficie de libertad, o más bien la máscara y la hipocresía de la esclavitud.
     Libre es el hombre que grita a todos los vientos: mi alma es mi propiedad, con exclusión de otro dueño; mi alma con sus facultades, mi alma con sus derechos, mi alma no coartada, mi alma en su integridad. No se creó mi alma para el Estado, constituyose el Estado para mi alma. La sociedad es el auxilio y el progreso de los derechos individuales; la sociedad es el progreso indefinido del hombre. El espíritu es más grande y más sagrado que la sociedad, más que el Estado, más que las leyes, porque las leyes pierden su valor con las necesidades de los tiempos en el curso de la vida; las sociedades se disuelven, los tronos más arraigados en las profundidades del pasado y de las viejas tradiciones han venido a tierra y se han sepultado en el olvido; pero el espíritu que el individuo custodia en su seno, es inmortal, y se siente llamado a un encumbramiento eterno, a una apoteosis divina a que no llegarán nunca los más osados conquistadores de la tierra.
     Sociedad perfecta, forma de gobierno necesaria, Constitución más liberal serán por lo tanto aquellas que, antes que otro progreso, procuren hacer que resalte y progrese el individuo en el conjunto de un pueblo, para que no sea una gota de agua en el Océano ni un grano de arena en la orilla; que despiertan en cada hombre el sentimiento de su valor personal, que pronuncien, después del creced y multiplicaos del Creador, las palabras sed libres y progresad con que empiezan todas las civilizaciones.
     Esta es la libertad civil en general. Su definición no se completa si no se la estudia detalladamente en las varias esferas de la vida nacional. A los pueblos toca realizarla en estas esferas, si estudian su ideal en el corazón del hombre puesto allí por mano de Dios, y obran en consecuencia y se constituyen libremente.
 

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