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El barco ebrio


El arte de las memorias

(segunda parte)

 
Jacques Derrida


     En el esfuerzo por evocar el pasado o zambullirse en él, uno olvida el presente, dice Baudelaire, quien así quiere salvar tanto la memoria como el presente, esa memoria del presente que remite al presente a su propia presencia, es decir, a su diferencia: a la diferencia que lo vuelve único al distinguirlo del otro presente y a esa muy diferente diferencia que relaciona un presente con la presencia misma. Sólo una memoria puede reconocer este “sello” diferencial, esta marca o signatura, esta patente o marca registrada que “el tiempo imprime en nuestras sensaciones”. Ni el tiempo ni la memoria son nada más que la figura de estas marcas. Y esta “memoria del presente” sólo se marca a sí misma, y esta marca llega sólo para borrar la anterioridad del pasado. La memoria, y “No obstante”, dice Paul de Man, “un olvido o supresión de la anterioridad”. La oración que comienza con “No obstante” alude, por cierto, a la “modernidad” – la de Baudelaire o la de Nietzsche – pero al mismo tiempo describe una figura cuya necesidad ha impuesto su ley en las más diversas lecturas demanianas. Nunca diré en todas sus lecturas, por principio: nunca, pero mucho menos en estos tres modestos esfuerzos, intentaría la totalización de cara a una obra que tan a menudo la ha descubierto, analizado, denunciado y eludido.
     A pesar del intervalo (de tiempo) que separa estos dos textos, ahora podemos enlazar esta última formulación, la memoria como “un olvido o supresión de la anterioridad”, con la formulación previamente encontrada en el ensayo sobre Hegel, “la memoria oculta la remembranza”. Volveremos a esto tras un desvío para señalar varios otros motivos.
     El primero, que también me parece muy persistente, aunque no del todo visible, en los muy diversos movimientos de la interpretación demaniana, es el de la aceleración, de una precipitación absoluta. Estas palabras no designan un ritmo particular, una velocidad mensurable o comparable, sino un movimiento que intenta, mediante una infinita aceleración para ganar tiempo, ganarle al tiempo, negarlo, podríamos decir, pero de manera no dialéctica, pues es la forma del instante que está cargado con la absoluta discontinuidad de este ritmo sin ritmo. Esta aceleración es inconmensurable, y así infinita y nula al mismo tiempo; toca lo sublime. [3]
     Entre muchos ejemplos posibles, permítaseme citar, del mismo ensayo, el pasaje que parece describir al Monsieur Guys del Baudelaire de Paul de Man. Aquí, donde Paul de Man dice de Baudelaire que él dice de Guys lo que en verdad dice de sí mismo, en su nombre y para sí mismo, ¿cómo no leer en este pasaje algo que Paul de Man hace decir a estos otros dos acerca de sí mismo, para sí mismo, en su nombre, a través de los efectos de una ironía de la signatura? ¿Ironía o alegoría de la marca registrada (sello, estampille), tal vez? Volveremos sobre esto. Por el momento – y he aquí mi segundo motivo, que también se puede señalar en este pasaje – esta historia alegórica de la signatura no carece de su propio “¡Lázaro, levántate!”, su resurrección, y, ante todo, su cuento de “fantasmas”.

     ... La clausura final de la forma, constantemente pospuesta, se produce tan rápida y repentinamente que oculta su dependencia respecto de momentos previos [subrayado mío]
en su propia precipitada instantaneidad. Todo el proceso intenta vencer al tiempo, alcanzar una celeridad que trascendería la oposición latente entre acción y forma.
     En la manera de M[onsieur] G[uy], se pueden observar dos rasgos; en primer lugar, el planteo de un muy sugestivo y resucitante poder de la memoria, una memoria que interpela a todas las cosas con un “¡Lázaro, levántate y anda!”; por otra parte, un enérgico y embriagador vigor del lápiz y el pincel que casi semeja la furia. Parece sufrir la angustia de no ir con suficiente rapidez, de permitir que el fantasma escape antes que la síntesis se le haya extraído y se haya registrado.... si se quiere, se puede llamar a esto un boceto, pero es un boceto perfecto.
     El hecho de que Baudelaire tenga que referirse a esta síntesis como “fantasma” es otro ejemplo del rigor que lo obliga a duplicar todo aserto mediante un uso calificativo del lenguaje que de inmediato lo pone en cuestión. El Constantin Guys del ensayo es, él mismo, un fantasma, que guarda cierta semejanza con el pintor real, pero que difiere de él por serla realización ficcional de lo que existía sólo potencialmente en el hombre “real”. Aun si tomamos al personaje del ensayo como un mediador utilizado para formular la visión prospectiva de la obra del propio Baudelaire, aun así podemos presenciar en esta visión una similar desencarnación y reducción del sentido
(p.158, subrayados míos).

     Permítaseme recordar que la cita de Baudelaire y su discurso sobre el fantasma provienen de un texto titulado “Arte mnemónico”. Al comienzo de Le Peintre de la vie moderne, la obra a que pertenece “Arte mnemónico”, el fantasma hace su primera aparición, como la atracción o fascinación misma del pasado: “Le passé, tout en gardant le piquant du fantome, reprendra la lumiere et le mouvement de la vie, et se fera présent”. (“El pasado, reteniendo la fascinación del fantasma, recobrará la luz y el movimiento de la vida, y se hará presente”).
     Los fantasmas siempre pasan de prisa, con la velocidad infinita de una aparición furtiva, en un instante sin duración, presencia sin presente de un presente que, al regresar, sólo ronda. El fantasma, le re-venant, el sobreviviente, aparece sólo por medio de la figura o la ficción, pero su aparición no es nada, aunque tampoco es mera semblanza. Y esta “síntesis como fantasma” nos capacita para reconocer en la figura del fantasma el obrar de lo que Kant y Heidegger asignan a la imaginación trascendental y cuyos esquemas temporalizadores y capacidad de síntesis son en verdad “fantásticos”; son, en palabras de Kant, las de un arte oculto en las honduras del alma.
     Hay arte de la memoria y hay memoria del arte.
     El arte es cosa del pasado; recuerden ustedes la provocativa declaración de Hegel. Paul de Man ofrece una lectura igualmente provocativa de ella en su ensayo “Sign and Symbol in Hegel’s Aesthetics”. Ahora volvemos a él tras este desvío, pero en realidad el debate interpretativo con la dialéctica hegeliana no se ha interrumpido. Más aun, el tema de lo fantástico y de las artes de “memoria productiva” es común, a pesar de muchas diferencias, tanto a Kant como a Hegel. Se trata intrínsecamente de un arte y del origen de las artes, la fuente productora de los símbolos y los signos.
     Como enfatiza la ruptura (no dialéctica) entre Gedächtnis y Erinnerung, Paul de Man reinterpreta el famoso adagio, “el arte es cosa del pasado”. En las últimas tres páginas de su ensayo, el primer momento de su desplazamiento me parece característico de cierto estilo de lectura “desconstructiva”. El segundo momento, al final mismo de su texto, es una operación análoga, esta vez sobre el tema de la alegoría. Entre estos dos momentos, Proust sirve como fantasma mediador y ejemplo simbólico.
     De este modo nos acercamos lenta, cuidadosa y tímidamente a una cuestión relacionada con la llamada “desconstrucción en los Estados Unidos”. Uno no la entenderá toda, pero por cierto uno no entenderá nada de ella si no intenta descifrar los modos en que ha sido marcada o signada por la inflexión de Paul de Man, por la singularidad de su sello.
     Si el arte es cosa del pasado, esto viene de su enlace, a través de la escritura, el signo, la techné, con esa memoria pensante, esa memoria sin memoria, con ese poder del Gedächtnis sin Erinnerung. Este poder, ahora sabemos, está pre-ocupado por un pasado que nunca ha sido presente y nunca se permitirá a sí mismo ser reanimado en la interioridad de la conciencia.
     Aquí estamos muy cerca de una memoria pensante (Gedächtnis) cuyo movimiento lleva una afirmación esencial, una suerte de compromiso más allá de la negatividad, lo cual significa decir más allá de la acongojada interioridad de la introyección simbolista (Erinnerung): una memoria pensante de fidelidad, una refirmación del compromiso, pero una memoria que ha hecho su duelo por la dialéctica (que es duelo en sí misma); y en consecuencia memoria sin duelo, la rigurosa fidelidad de una afirmación que no se puede llamar “amnésica” excepto en relación con la apropiación simbólica de la recordación interior. Tenemos que pensar al mismo tiempo las dos fuentes: Mnemosyne, Leteo. Traduzcan esto, si gustan, como: debemos conservar en la memoria la diferencia entre Leteo y Mnemosyne, que podemos llamar aletheia.
     Ayer pregunté dónde buscar, y cómo localizar, la clase de pensamiento afirmativo que siempre he intuido y apreciado más allá de los momentos más críticos e “irónicos” de la obra de Paul de Man. Aquí nos hallamos en su cercanía.
     ¿Acaso la fidelidad más afirmativa, su acto de memoria más preocupado, no nos involucra con un pasado absoluto, no reductible a ninguna forma de presencia: siendo lo muerto aquello que nunca regresará, nunca estará aquí de nuevo, presente para responder a esta fe ni para compartirla? Algunos llegarían a la inmediata conclusión de que con la economía de la interiorización, el duelo y la dialéctica, con esta fidelidad al self, Narciso, quien se vuelve a sí mismo, ha regresado. Sin duda esto es verdad, pero qué ocurre con ello si el self (soi-même) tiene esa relación consigo mismo sólo a través del otro, a través de la promesa (para el futuro, como huella del futuro) hecha al otro como pasado absoluto, y así a través de este pasado absoluto, gracias al otro cuya supervivencia – es decir, cuya mortalidad – siempre excedió el “nosotros” de un presente común? En el instante presente, el “presente vivo” que une a dos amigos – y esto es la amistad – esta increíble escena de la memoria está escrita en el pasado absoluto; dicta la locura de una fidelidad amnésica, de una hipermnesia olvidadiza, la más grave y sin em-bargo la más ligera.
     De los dos manantiales llamados Mnemosyne y Leteo, ¿cuál es el apropiado para Narciso? El otro.
     El arte es cosa del pasado porque su memoria es sin memoria; no se puede recobrar el pasado – en cuanto la obra llega a ser – porque la memoria (Erinnerung) de él es rechazada. Toda la argumentación del ensayo tiende hacia esta conclusión: no hay pasaje dialéctico del símbolo al signo. El arte, como el pensamiento o la memoria pensante, está ligado al signo y no al símbolo. Así, sólo tiene trato con el pasado absoluto, es decir, con lo inmemorial o lo irrecordable, con un archivo que ninguna memoria interiorizante puede absorber.

En la medida en que el paradigma del arte es el pensamiento antes que la percepción, el signo antes que el símbolo, la escritura antes que la pintura o la música, también será memorización antes que recordación. Como tal, pertenece en verdad a un pasado que, en palabras de Proust, nunca podría ser recobrado, retrouvé. El arte es “del pasado” en un sentido radical, pues, como la memorización, deja atrás para siempre la interiorización de la experiencia. (p. 773)

     La siguiente oración alude nuevamente a esa materialidad que, como antes enfaticé, no es “metafísica” ni “dialectizable”: “Es del pasado en la medida en que materialmente inscribe, y así olvida, para siempre, su contenido ideal”.
      Huelga decir – así que no me demoraré en ello – que esta interpretación de la letra en Hegel, de su inscripción material, es, precisamente, pensamiento fuerte, asumir un riesgo. Es fácil ver qué clase de lectura de Hegel o teoría de la lectura de Hegel podría llevarnos a compararlo con una perspectiva muy diferente. Esto se ha hecho (Raymond Geuss, “A Response to Paul de Man”, Critical Inquiry [diciembre de 1983] vol. 10), y se podría hacer aun de otra manera. Pero lo que interesa aquí es aquello que esta interpretación fuerte desafía o desplaza en el sistema de supuestos tradicionales, filológicos, en la teoría normativa de la lectura (en particular la de Hegel), que dan por sentado tanto las instituciones filosóficas como las instituciones literarias, pero también los debates académicos que a veces los contraponen. Paul de Man lo muestra en su “Reply to Raymond Geuss”, y remito a ustedes a estas pocas páginas. Nos dicen más sobre las instituciones y las estrategias de lectura, sobre sus implicaciones y efectos políticos, también sobre su somnolencia, su amnesia, que todas las declamaciones beatas o arranques de alarde revolucionario, que sólo rotan en el mismo lugar. He aquí unas líneas de esa respuesta, para movernos hacia la cuestión de una estrategia “desconstructiva”:

Lo que se sugiere mediante una lectura como la que propongo es que las dificultades y discontinuidades (antes que las “vacilaciones”, término de Geuss y no mío) permanecen aun en un texto tan magistral y condensado como la Estética. Estas dificultades han dejado su marca o incluso han moldeado la historia de la comprensión de Hegel hasta el presente. No se pueden resolver mediante el sistema canónico establecido explícitamente por Hegel mismo, a saber, la dialéctica. Por ello estas dificultades a veces se han usado como punto de ingreso en el examen crítico de la dialéctica como tal. Para dar cuenta de ellas es indispensable que uno escuche no sólo lo que Hegel afirma abierta, oficial, literal y canónicamente, sino también lo que se dice oblicua, figurada e implícitamente (aunque no por ello en forma menos enérgica) en partes menos conspicuas del corpus. Tal modo de leer no es de ninguna manera voluntarista: tiene sus propios constreñimientos, quizá más exigentes que los de la canonización. (Critical Inquiry [diciembre de 1983] 10 (2): 389-390)
     Tal estrategia lleva así a reconocer y analizar en la Estética de Hegel el extraño corpus de un texto cuya unidad y homogeneidad no están garantizadas por la tranquilizadora singularidad de un sentido: un “texto doble y quizá no carente de duplicidad “que se propone “la preservación y la monumentalización del arte clásico”, pero que aun así describe “todos los elementos que vuelven tal preservación imposible desde el comienzo”.
     Este movimiento induce otro. Entre los dos, para moverse del uno al otro, una cita de Proust explica que un símbolo no está representado simbólicamente, “non comme un symbole, puisque la pensée symbolisée n’[est] pas representée, mais comme réel, comme effectivement subí or materiellement manié” (no como símbolo, pues el pensamiento simbolizado no está representado, sino como real, como efectivamente experimentado o materialmente manipulado). (Por las mismas razones que antes, subrayo la palabra materialmente en la oración de Proust.) Esta oración viene de un pasaje de Du côté de chez Swann que habla de la alegoría en los frescos de Giotto. Pero una vez más, ¿qué es la alegoría? Hegel la comenta en pasajes que se relacionan con formas del arte que no son bellas ni estéticas. No por azar se encuentra en los mismos pasajes donde, como escribe Paul de Man, “la teoría del signo se manifiesta materialmente” (subrayado mío). La alegoría es “fea” (kahl); pertenece a las modalidades simbólicas tardías, a las modalidades autoconcientemente simbólicas características de los “géneros inferiores” (unter-geordnete Gattungen). Pero esta inferioridad servil, esta instrumentalidad mecánica del esclavo, puede llegar a ser o puede haber sido el lugar del amo: tanto en lo que concierne al concepto de alegoría en el texto de Hegel como en lo que podría constituir la estructura alegórica o el funcionamiento del texto de Hegel. En el siguiente pasaje enfatizo el tal como que articula los diferentes momentos de la analogía:
Antes de permitir que el desdén de Hegel [por la alegoría] desdeñe el problema, uno debería recordar [enfatizo la ironía] que en un sistema verdaderamentte dialéctico tal como el de Hegel [aquí uno remite lo dialéctico a su verdadera identidad, pero con el objeto de hacerlo “beside itself”], lo que parece ser inferior y esclavizado (untergeordnet) bien puede resultar ser el amo. Comparada con la hondura y la belleza de la recordación, la memoria aparece como una mera herramienta, una mera esclava del intelecto, tal como el signo parece huero y mecánico comparado con el aura estética del símbolo, o tal como la prosa parece trabajo a destajo frente a la noble artesanía de la poesía; tal como, podríamos añadir, los ángulos olvidados del canon hegeliano son quizá magistrales articulaciones antes que los demasiado visibles juicios sintéticos que hoy se recuerdan [mi subrayado] como lugares comunes de la historia decimonónica. La sección sobre la alegoría, aparentemente tan convencional y decepcionante, bien puede ser un ejemplo pertinente (pp. 774-75).
     He enfatizado “ángulos olvidados” y, dos veces, el verbo “recordar”: uno “debería recordar” algo – la verdadera dialéctica – para contraponerlo a lo que de hecho se recuerda, “los juicios sintéticos que se recuerdan”, el hegelianismo convencional, quizá la dialéctica misma. La dialéctica olvidada se debe recordar contra la dialéctica que persiste en todas las memorias, especialmente la de una tradición cuyo hegelianismo latente domina la interpretación del romanticismo inglés. Este es un objetivo lateral pero significativo del ensayo (cf. p. 771). Uno siempre hace jugar un recuerdo contra otro, pero aquí, en virtud de una paradoja o quiasmo suplementario, Paul de Man parece hacer jugar un suplemento de la dialéctica contra la dialéctica no verdadera; parece jugar a recordarnos lo que se debe recordar, lo que se debe evocar en actitud de vigilia, lo que se debe resucitar, para confiarlo a la memoria buena contra la memoria mala y adormilada, contra los sopores dogmáticos de una tradición. Aquí se podría evocar la implacable ley que siempre contrapone la buena memoria (viviente) a la mala memoria (mecánica, técnica, del lado de la muerte): la anamnesis o mneme de Platón frente a la hypomneme, el buen frente al mal pharmakon. Pero, por una parte, Paul de Man está jugando manifiestamente cuando invoca la “verdadera” dialéctica; y por la otra, mediante una inversión que de hecho tendría que desplazar la estructura, lo que en última instancia desea que evoquemos no es la buena-memoria-viviente sino, por el contrario, la esencial implicación mutua del pensamiento y de lo que la tradición define como “mala” memoria, la técnica de la memoria, la escritura, el signo abstracto y – en la misma serie – la figura de la alegoría. Así, este “uno debería recordar” nos remite al poder del olvido, a lo que la interpretación hasta ahora predominante llama olvido porque considera que la verdadera memoria es la de la “recordación” en la supuestamente viva interioridad del alma, Erinnerung.
     Aquí se nos convoca a evocar lo que debemos pensar: el pensamiento no es interiorización acongojada; piensa en los bordes, piensa el borde, el límite de la interioridad. Y hacer esto m también pensar el arte de la memoria, así como la memoria del arte. Un paso más antes de cerrar este paréntesis: estas dos memorias sin duda no se oponen una a la otra; no son dos. Y si esta unidad, esta contaminación o contagio no es dialéctica, quizá deberíamos remitirnos a una memoria ya más vieja que Gedächtnis y Erinnerung. ¿A qué ley y a qué memoria de la ley, a qué ley de la memoria nos remitiría este “deberíamos”?
     De modo muy tradicional, Hegel explica el propósito de la alegoría como pedagógico y expositivo. Debe ser clara, y se piensa que la personificación tiene esta virtud expositiva. Pero el sujeto, el “yo” de la alegoría, debe permanecer abstracto, general, casi “gramatical”. No obstante las cualidades de la abstracción alegorizada (piensen ustedes en la Verdad o la Memoria, el Vicio o la Virtud, la Vida o la Muerte, la Memoria o el Olvido) deben ser reconocibles (erkennbar), dice Hegel, y así trascender la abstracta gramaticalidad del “yo”. Aquí regresamos a la lectura de “Was ich nur meine, ist mein” (párrafo 20 de la Enciclopedia) y al autoocultamiento del yo que se eclipsa “tal como” “la memoria oculta la remembranza (o la recordación)” (p. 773):
Lo que narra la alegoría es pues, en palabras del propio Hegel, “la separación o desarticulación del sujeto respecto del predicado (die Trennung von Subjekt und Prädikat)”. Para que el discurso tenga sentido, es preciso que se produzca esta separación, y sin embargo ella es incompatible con la generalidad necesaria de todo sentido. La alegoría funciona, categórica y lógicamente, como la piedra angular defectiva del sistema entero (p. 775, subrayado mío).
     Tenemos aquí una figura de lo que algunos estarían tentados de ver como el registro metafórico dominante, en verdad la inclinación alegórica de la “desconstrucción”, cierta retórica arquitectónica. Uno primero localiza, en una arquitectónica, en el arte del sistema, los “ángulos olvidados” y “la piedra angular defectiva”, lo cual, desde el comienzo, amenaza la coherencia y el orden interno de la construcción. ¡Pero es una piedra angular! Es requerido por la arquitectura que la piedra no obstante, de antemano, desconstruye desde dentro. Asegura su coherencia mientras localiza de antemano, de un modo que es visible e invisible a la vez (es decir, un ángulo), el sitio que se presta a una desconstrucción por venir. El mejor lugar para insertar con eficacia la palanca desconstructiva es una piedra angular. Puede haber otros lugares análogos pero éstos derivan su privilegio del hecho de que es indispensable para la integridad del edificio. Se puede decir que una condición de erección, que sostiene las paredes de un edificio establecido, también lo mantiene, lo contiene y equivale a la generalidad del sistema arquitectónico, del “sistema entero”.
     No todos los movimientos “desconstructivos” de Paul de Man obedecen a esta lógica o a esta retórica “arquitectónica”. Tampoco pienso, aunque explicaré esto en otra parte, que la desconstrucción – si existe tal cosa y si es una – esté ligada con lo arquitectónico por el lazo que la palabra sugiere. Más bien, ataca la versión construccionista sistémica (es decir, arquitectónica) de aquello que se articula, del ensamblaje. Antes de volver a la extraña equivalencia entre la parte y el todo, entre la piedra angular y la generalidad del sistema, permítaseme señalar, con una piedra para apoyarnos, tal vez, la ubicación de un problema – de Versammlung no arquitectónica – que intentaré desarrollar en otra parte.
     Como hemos visto, la condición misma de una desconstrucción puede estar obrando, en la obra, dentro del sistema a ser desconstruido; puede ya estar situado allí, ya obrando, no en el centro sino en un centro excéntrico, en un ángulo cuya excentricidad garantiza la sólida concentración del sistema, participando en la construcción de lo que al mismo tiempo amenaza con desconstruir. Uno podría pues tender a esta conclusión: la desconstrucción no es una operación que sóbreviene después, desde el exterior, un buen día; está siempre en obra en la obra; uno sólo debe saber cómo identificar el elemento correcto o incorrrecto, la piedra correcta o incorrecta; y la correcta, desde luego, siempre resulta ser, precisamente, la incorrecta. Como la fuerza de dislocación de la desconstrucción está ya siempre contenida dentro de la arquitectura de la obra, todo lo que uno tendría que hacer, finalmente, es ser capaz de desconstruir, dado este ya siempre, es hacer trabajo de memoria. Como no quiero aceptar ni rechazar una conclusión formulada en estos términos, dejemos esta pregunta pendiente por un rato.
     Si la alegoría es “la piedra angular defectiva de todo el sistema”, es también una figura de su piedra angular más eficaz. Como piedra angular, lo sostiene, por precaria que sea, y reúne en un solo punto todas sus fuerzas y tensiones. No lo hace a partir de un centro de mando central, como una clave de arco; pero también lo hace, lateralmente, en su ángulo. Representa el todo en un punto y en todo instante; lo centra, por así decirlo, en una periferia, lo moldea, lo representa. Como en este caso la piedra angular es el concepto de alegoría, uno puede llegar a la legítima conclusión de que la alegoría, esta parte de la estética, tiene el valor retórico de una metonimia o una sinécdoque (parte por el todo). Y como el concepto de alegoría (en cuanto metonimia) significa algo iferente de lo que dice a través de una figura acerca del sis-tema, constituye una suerte de tropo alegórico en el sentido más general del término. Si la alegoría es una alegoría (una condición que, observemos al pasar, por definición nunca puede asegurarse definitivamente), si el concepto prescrito de alegoría es una alegoría del sistema hegeliano, entonces todo el funcionamiento del sistema se vuelve alegórico. Para radicalizar esta cuestión mediante la aceleración, uno podría decir que toda la dialéctica hegeliana es una vasta alegoría. Paul de Man no lo expresa así, pero ve en el hegelianismo una alegoría específica; no, como a menudo se cree, la alegoría del poder sintetizador y conciliatorio, sino de la disyunción, la disociación y la discontinuidad. Es poder de la alegoría, y también su fuerza irónica, decir algo muy diferente, e incluso opuesto, a lo que se parece proponer a través de ella. Y como esta alegoría es lo que posibilitó, antes y después de Hegel, la construcción del concepto mismo de historia, filosofía de la historia e historia de la filosofía, uno ya no debería depender de algo como la historia (en el sentido filosófico de la palabra “historia”) para dar cuenta de esta “alegoricidad”. El concepto habitual de historia es en sí mismo uno de sus efectos; lleva su marca y su sello (estampille).
     De allí que la disyunción (Trennung von Subjekt und Prädikat) que divide la estructura alegórica de la alegoría se reproduzca sin contención. Esta es la conclusión de Paul de Man, y su diagnóstico no es del todo histórico; también está presentado como un diagnóstico de cierto concepto de la his-toria y de los límites de cierto historicismo:
Tendríamos que concluir que la filosofía de Hegel, la cual, como su Estética, es una filosofía de la historia (y de la estética) así como una historia de la filosofía (y de la estética) – y el corpus hegeliano de hecho contiene textos que soportan estos dos títulos simétricos – es de hecho [enfatizo esta expresión que soporta todo el peso de esta des- o re-construcción] una alegoría de la disyunción entre filosofía e historia, o, en nuestro más restringido interés, entre literatura y estética, o, aun más estrechamente, entre experiencia literaria y teoría literaria. Las razones de esta disyunción, que es igualmente vano deplorar o alabar, no son en sí mismas históricas ni recuperables por vía de la historia. En la medida en que son inherentes al lenguaje, a la necesidad, que también es una imposibilidad [subrayado mío], de conectar el sujeto con sus predicados o el signo con sus significaciones simbólicas, la disyunción siempre se manifestará, como se manifestó en Hegel, en cuanto la experiencia se subsuma en el pensamiento, la historia en la teoría. No es de extrañar que la teoría literaria tenga tan mala fama, y tanto más cuando la emergencia del pensamiento y de la teoría no es algo que nuestro pensamiento [Gedüchtnis, en contraste con la memoria interiorizante, Erinnerung] pueda aspirar a impedir o controlar (p. 775).
     Releída desde la piedra angular más deficiente y eficiente, la filosofía de Hegel – pasando sobre su cadáver – se considera una alegoría de la disyunción. Pasando sobre su cadáver, en una suerte de denegación esencial, capaz de ventriloquizar la dialéctica entera, tanto la “verdadera” como la otra; pero sería una alegoría de la disyunción íntegramente, pasando sobre todo su cadáver. ¿Pero qué puede significar una alegoría de la disyunción cuando la estructura de la alegoría misma tiene como rasgo esencial esta dis-tracción del self que es disyunción? Después de The Rhetoric of Temporality,[4] Paul de Man jamás cesó de insistir en la disyunción alegórica y la historia de su interpretación (Goethe, Schiller, Coleridge y demás). Si la alegoría es disyuntiva, una alegoría de la disyunción siempre será una reflexividad desarticulada, una alegoría de la alegoría que jamás puede, en su autorreflexión especular, articularse a sí misma, encajar consigo misma. Su memoria prometerá pero nunca brindará la oportunidad de recordarse a sí misma, para la Versammlung en que un pensamiento del ser podría congregarse a sí mismo.
     Dejemos este hilo tendido en el laberinto. Su ley luego nos obligará a desandar el camino para cruzarnos nuevamente con Holderlin y Heidegger. Este laberinto no sólo bordea ambas fuentes, Mnemosyne y Leteo; cobra la forma de una senda que nos lleva del uno al otro, hacia adelante y hacia atrás.
     La estructura disyuntiva de la alegoría, en cuanto alegoría de la alegoría, nos obliga a complicar el esquema que antes bosquejé, y para esto debo reseñar el distingo entre una clave de arco y una piedra angular. Si la piedra angular defectiva de la alegoría guarda cierta relación con la cohesión del “sistema entero”, como dice Paul de Man, y es por tanto alegoría de un sistema en sí mismo alegórico, no obstante no puede dar cuenta del todo. No está situada en el centro y en el ápice de una totalidad cuyas fuerzas se reúnen todas en un punto, la clave de arco, que en este caso sería la única clave de la interpretación, el mayor significado o significante para una lectura. Por eso Paul de Man no dice que la “piedra angular defectiva del sistema entero” dé cuenta del todo. En The Rhetoric of Temporality el énfasis no cae sobre la estructura narrativa de la alegoría sino primordialmente sobre su estructura disyuntiva. En consecuencia, una alegoría nunca se puede reducir a una metáfora, a un símbolo, ni siquiera a una metonimia o sinécdoque que designaría “la totalidad de la cual forman parte” (p. 190). Esta cualidad disyuntiva, destotalizadora, sin duda explica por qué Paul de Man nunca cesa de privilegiar la figura de la alegoría, siempre contraponiéndola a la tradición del símbolo, sea alemana o angloamericana, en el dominio de la filosofía, la literatura o la teoría literaria, en especial la que se ha desarrollado en los Estados Unidos alrededor del romanticismo. Uno no puede entender este privilegio otorgado a la alegoría – a mí me intrigó largamente por esta misma razón – si no está familiarizado con los debates internos de la crítica angloamericana en lo concerniente al romanticismo. El tour de force y el aporte específico de Paul de Man provienen sin duda de su éxito al lograr el perturbador injerto de una tradición alemana en una tradición angloamericana. La novedad no consistía en el injerto mismo sino en las incisiones que exigía aquí y allá. Era necesario, aquí y allá, cortar o recortar, exponer el corte que separa la alegoría de las otras figuras. Ello explica su interés en Schelegel y Benjamín, en oposición, en este punto, a una tradición que va desde Goethe hasta Gadamer.[5]
     Si la filosofía de Hegel representa una alegoría de la disyunción, una alegoría de las alegorías, uno debe llegar a la conclusión de que ella misma no puede ser totalizada por una interpretación, y por encima de eso que no es una figura de la totalización anamnésica, una gran congregación de todas las figuras de la metafísica occidental, su integridad y su límite, como a menudo se cree que es, no importa cuáles sean las conclusiones a que se llegue después. Y si el concepto hegeliano de alegoría, “como la piedra angular defectiva del sistema entero” (una expresión en la que uno debe oír cierta ironía, como nos ocurrió antes con “sistema verdaderamente dialéctico”), dice algo sobre “todo” el texto hegeliano; lo que dice, aunque permanezca en su lugar limitado, parcial y circunscrito, que no podría simbolizar el “todo”, es que no hay “sistema entero”: el todo no está totalizado; el sistema está construido con la ayuda de una piedra angular defectiva, pese o gracias a esta piedra que lo desconstruye. El punto de soporte esencial que brinda esta piedra lateral no constituye más fundamento que una clave de arco. Es, y dice, lo otro; es una alegoría.
     De allí que la alegoría, a pesar de recibir privilegios que se podrían juzgar exorbitantes, aún siga siendo una figura entre otras. Por cierto uno podría jugar un juego de sustitución que movilizaría todos los giros de la retórica: la alegoría como la figura privilegiada se convertiría en la alegoría de todas las demás figuras. Cumpliría el papel de la metonimia o la sinécdoque, la parte por el todo, o de la metáfora, etc., de modo que cada una de estas figuras podría a la vez ocupar el lugar de la alegoría, con cada cual convirtiéndose en metáfora o metonimia de todas las demás, pues la autorreflexividad de este proceso no tiene fin. Pero en realidad me parece que para Paul de Man la alegoría es sólo cuasiprivilegiada: no es simplemente lo que por cierto también es, una figura retórica. Ni la retórica es simplemente retórica, si por ello uno entiende una genealogía determinable, “terminable”, que da origen a un catálogo asimilable de posibilidades técnicas. Y aun así, por buenas razones, de Man no desea ocultar ni sumergir más estos límites particularizadores y restrictivos. Hacerlo sería volver a una totalización trascendentalizante y homogeneizante (según el modelo de la metáfora o del símbolo).
     Ahora bien, si la alegoría sigue siendo una figura, y una figura entre otras, en el momento mismo en que, articulando el límite, marca un exceso, es porque dice de otro modo algo acerca de lo otro. Si uno pudiera establecer una oposición (lo cual no creo) o diferenciar (lo cual es otra cosa), se podría decir que entre la memoria del ser y la memoria de lo otro hay quizá la disyunción de la alegoría. Pero no olvidemos que una disyunción no sólo separa, ya tratemos con el concepto hegeliano de alegoría, la alegoría de la disyunción o la alegoría en cuanto disyunción. Aun siendo defectiva, la piedra angular soporta y articula, une lo que separa. Volveremos luego a la memoria del ser y a la memoria de lo otro. Lo que dicen estas palabras no es por cierto la misma cosa, pero tal vez, hablen de la misma cosa.
     Como acabo de aludir a Heidegger, de quien hablaremos mañana, permítaseme evocar nuevamente el pasaje de “Heidegger’s Exegesis of Holderlin” donde Paul de Man resueltamente determina, traza una línea, incluso subrayando para aguzar la decisión del distingo: “Hay, sin embargo, otra razón mucho más profunda que justifica esta elección: es el hecho de que Holderlin dice exactamente lo contrario de lo que Heidegger le hace decir”. Luego continúa:
Tal aserto es paradójico sólo en apariencia. En este nivel de pensamiento es difícil distinguir entre una proposición y lo que constituye su opuesto. De hecho, enunciar lo opuesto aún es hablar de la misma cosa aunque en sentido opuesto, y ya es un importante logro conseguir, en un diálogo de esta suerte, que los dos interlocutores lleguen a hablar de la misma cosa. (Se puede decir que Heidegger y Holderlin hablan de la misma cosa.) (Blindness and Insight, p. 255)
     ¿Qué es “la misma cosa”? ¿Qué ocurriría si “la misma cosa”, aquí, fuera la otra? ¿Hay diferencia entre el Ser y lo otro?
     Hemos llamado “memoria” a la “misma cosa”, sobre la cual meditamos desde ayer. ¿Es un nombre apropiado, un nombre propio, un nombre singular? Nos remitimos al nombre Mnemosyne, y recordamos, en nombre de Mnemosyne, que uno no debe olvidar el Leteo, que es la verdad (aletheia).
     Con el nombre Mnemosyne, ¿dicen Holderlin, Heidegger y Paul de Man la misma cosa? Por cierto que no. ¿Pero hablan de la misma cosa? Quizá. Esta pregunta se planteará nuevamente mañana. Pero nunca nos abandonará: nos rondará como los fantasmas de todas las prosopopeyas o parábasis que, en los últimos escritos de Paul de Man, se introducen para seguir la idea de alegoría, aun de ironía.
     Recordemos que todas estas figuras son también figuras fantasmales. Como leemos en Baudelaire, hablan como fantasmas en el texto, ciertamente, pero ante todo fantasmizan el texto mismo. Queda por ver qué quiere decir el fantasma – esto aún puede tener otros significados –, qué significa la palabra fantasma, la palabra “fantasma”, la “palabra” fantasma. En un texto-fantasma, estos distingos, estos signos de interrogación, referencias o citas se vuelven irremediablemente precarios; sólo dejan huellas, y nunca definiremos la huella ni el fantasma sin, irónica o alegóricamente, apelar desde uno al otro.
     ¿Es por azar que, en los primeros pasos con los que reabrió el problema de la alegoría, Paul de Man invoque el fantasma de Coleridge, y el fantasma del que habla Coleridge, precisamente en relación con la alegoría? La alegoría habla (a través de) la voz del otro, de allí el efecto-fantasma, de allí también la disyunción a-simbólica:
Su estructura [la del símbolo] es la de la sinécdoque, pues el símbolo siempre forma parte de la totalidad que representa. En consecuencia, en la imaginación simbólica, no tiene lugar ninguna disyunción de las facultades constitutivas, pues la percepción material y la imaginación simbólica son continuas, tal como esta parte es continua con el todo. En contraste, la forma alegórica parece puramente mecánica, una abstracción cuyo sentido original está aún más desprovisto de sustancia que su “sustituto fantasma”, el representante alegórico; es una forma inmaterial que representa a un mero fantasma desprovisto de forma y sustancia. (Blindness and Insight, p. 191-92. La cita es de Coleridge, The Statesman’s Manual.)
     ¿Pero deberíamos separar esta disyunción fantasmal llamada alegoría de esa otra disyunción fantasmal llamada ironía? Como muestra el siguiente ejemplo, Paul de Man insiste en ambos movimientos al mismo tiempo: exponer la singularidad de la alegoría, una figura particular cuya particularidad no tiene valor metonímico ni sinecdóquico, pero simultáneamente otorgarle el derecho de la comunicación (si no la participación no simbólica, no totalizadora) con otras figuras, tal vez con todas las otras, no, precisamente, por semejanza, a través de la voz o por medio de lo mismo, sino por la voz o por medio de lo otro, de la diferencia y la disyunción. Paul de Man se empeña en demostrar “el lazo implícito y más bien enigmático” (p. 208) de la alegoría y la ironía; ya lo hemos atisbado para la sinécdoque, la prosopopeya y la parábasis. La ironía es también una figura de disyunción, duplicación y doblez (pp. 212, 217, etc.) A menudo produce una disyunción por la cual “un sujeto puramente lingüístico reemplaza al self original” (p. 217), de acuerdo con el esquema de memoria amnésica del que hemos hablado. Y aun así, precisamente a causa de la estructura disyuntiva que comparten, la alegoría y la ironía establecen entre ambas este contrato singular, y cada cual evoca la otra. Desde luego, la primera es esencialmente narrativa, la segunda momentánea y puntual (instantanéiste), pero juntas forman, de hecho, la retórica de la memoria que evoca, recuenta, olvida, recuenta y evoca el olvido, remitiendo al pasado sólo para ocultar lo que le es esencial: la anterioridad. Al principio de esta conferencia cité un pasaje que describía la modernidad de Baudelaire o Nietzsche como “un olvido o supresión de la anterioridad”. Ahora aquí, en el momento en que la retórica de la temporalidad finalmente une la alegoría con la ironía, tras haberlas separado, encontramos la “misma” estructura, la más profunda y la menos profunda: “una anterioridad inalcanzable”.

Nuestra descripción parece haber llegado a una conclusión provisional. El acto de la ironía ... revela la existencia de una temporalidad que definitivamente no es orgánica.... La ironía divide el flujo de la experiencia temporal en un pasado que es pura mistificación y un futuro que permanece para siempre acosado por una recaída dentro de lo inauténtico. Puede conocer su inautenticidad pero nunca puede superarla.... Se disuelve en la espiral cada vez más estrecha de un signo lingüístico que se aleja cada vez más de su significado, y no puede escapar de esta espiral. El vacío temporal que revela es el mismo vacío que encontramos cuando hallamos que la alegoría siempre implica una anterioridad inalcanzable. La alegoría y la ironía están así enlazadas en su común descubrimiento de un trance verdaderamente temporal. También están enlazadas en su común desmitificación de un mundo orgánico postulado en una modalidad simbólica de correspondencias analógicas o en una modalidad mimética de representación en que la ficción y la realidad podrían coincidir.

     Más allá de esta conclusión provisional, he aquí el enlace entre estas dos figuras de la memoria: una pretende saber contar historias – la alegoría diacrónica – y la otra finge amnesia – la alegoría sincrónica –. Pero ninguna de ambas tiene un pasado anterior:    
Esencialmente modo del presente, [la ironía] no conoce la memoria ni la duración prefigurativa, mientras que la alegoría existe enteramente dentro de un tiempo ideal que nunca es aquí y ahora sino siempre un pasado o un futuro sin fin. La ironía es una estructura sincrónica, mientras que la alegoría aparece como un modo sucesivo capaz de engendrar duración como lailusión de una continuidad que ella sabe ilusoria. Aun así, ambos modos, a pesar de su profunda distinción en modo y estructura, son los dos rostros de la misma y fundamental experiencia del tiempo.... Ambos modos son plenamente desmistificados cuando permanecen dentro del reino de sus respectivos lenguajes pero son totalmente vulnerables a la renovada ceguera en cuanto lo abandonan por el mundo empírico. Ambos son determinados por una auténtica experiencia de la temporalidad que, vista desde el punto de vista del self comprometido en el mundo, es negativa. El juego dialéctico entre los dos modos, así como su común interjuego con formas mistificadas del lenguaje (tales como la representación simbólica o mimética), que no está en poder de ellos erradicar, constituyen lo que se llama historia literaria (p. 226. Subrayados míos).
     Si, al concluir hoy, subrayo varias de las preguntas que estos textos relativamente tempranos de Paul de Man nos proponen o plantean, no es porque encuentre estos textos viejos o problemáticos. Por el contrario, creo que los he puesto en resonancia con los más recientes. Tampoco se trata de una finta retórica, como si yo retuviera respuestas expresables a estas preguntas y los hiciera esperar a ustedes por lo menos hasta mañana. No, mañana sin duda nos taparemos con estas preguntas, de una u otra forma, pero aún permanecerán abiertas. ¿Cuáles son?
     1. ¿Existe una relación y, en tal caso, cuál, entre “el juego dialéctico de los dos modos retóricos”, o este discurso sobre la mistificación, la desmistificación y la “auténtica experiencia de la temporalidad”, por una parte, y algo como la “desconstrucción” por la otra – si hay tal cosa y si es una –, sea en los escritos de Paul de Man o de otros? AY qué relación existe entre los de Paul de Man y los de otros? Digo “desconstrucción” y no la problemática de la desconstrucción, como se dice a veces, ni crítica desconstructiva, pues la desconstrucción no es – por razones esenciales – problemática; no es una problemática (una breve historia desconstructiva de la palabra problema lo mostraría rápidamente, así como una historia de la palabra crítica mostraría que no puede haber una crítica desconstructiva, pues la desconstrucción es más o menos que una crítica, o en todo caso otra cosa).
     2. ¿Si uno puede articular en la “misma” experiencia del tiempo estas dos fuerzas disyuntivas de la alegoría y la ironía, ello nos promete una anamnesis que retrocede “más” que estas dos fuentes opuestas (la alegórica Mnemosyne y el irónico Leteo que “no conoce la memoria ni la duración pre-figurativa”)? ¿Habría una figura “más antigua”, una más originaria y más “fundamental” experiencia del tiempo que la de esta disyunción retórica? ¿Aún sería esta figura, tendría aún una figura, o permanecería “prefigural”? ¿Hay una memoria para esta prefiguración? ¿No está este texto de Paul de Man moviéndose hacia (o, mejor dicho, moviéndose como) esta más antigua pero aun más nueva memoria, vuelta como una promesa hacia el futuro? ¿No es ésa su práctica, su estilo, su huella [trace], la signatura de su desconstrucción? Hablo de la signatura porque toda su serie de preguntas se arroja sobre mí en el momento en que aparece una suerte de híbrido de dos memorias, o de una memoria y una amnesia que dividen el mismo acto. Como si el movimiento irónico estuviera firmado, estuviera sellado en el cuerpo de una escritura alegórica.
     Una página más adelante Paul de Man habla de un novelista que se las ingenia para ser alegorista e ironista al mismo tiempo. En síntesis, sabría contar una historia, pero se abstendría de hacerlo, sin que uno nunca pudiera saber si está contando la verdad. Tal novelista, dice Paul de Man, “tiene que sellar, por así decirlo, los momentos irónicos dentro de la duración alegórica” (p. 227). “Ironía de ironías”, así se signarían las parábasis permanentes del Schlegel de Paul de Man, por ejemplo.
     3. Aunque esta memoria de la prefiguración fuera posible, sabemos que no ofrecería ninguna “anterioridad” que no fuera fictiva o figural; sólo podría “suprimirla” u “olvidarla”. ¿Qué se sigue de ello?
     4. ¿Una memoria radical sin anterioridad, una anamnesis que eliminaría radicalmente un pasado anterior, sería aún una experiencia de la temporalidad? ¿Pertenecen estas figuras a una retórica de la temporalidad o a una retórica del espaciamiento? ¿No es la retórica o la figuración en cuanto arte de la memoria siempre un arte del espacio? Pues lo que no tiene pasado anterior prontamente sería visto por algunos como nada menos que espacio. No puede ser tan simple, pero la interpretación de la relación esencial entre Gedächtnis (memoria pensante y memoria técnica o acto de escritura) y registro espacial, la exterioridad del signo, etc., marca una suerte de espaciamiento, una brecha que no es contradictoria, entre The Rhetoric of Temporality (1969) y Sign and Symbol ... (1982).
     5. ¿Qué evoca, qué promete, una memoria sin anterioridad? ¿Es una memoria sin origen, genealogía, historia ni filiación'? ¿Debe uno reinventar la filiación a cada instante? Algunos incluso verían aquí la signatura de una memoria fiel, incluso su afirmación; otros denunciarían en ella un ocultamiento o una traición, y la desecharían como una figura del simulacro.
     Recordarán ustedes que ayer comencé diciendo que adolezco de una incapacidad para contar una historia, sin saber si sufro de amnesia o de hipermnesia. Como no sé contar una historia, me vuelvo al mito. Pero Mnemosyne, Leteo, Atropos o sus dos hermanas no son sólo mitos; también son alegorías en sentido estricto, personificaciones de la Memoria, el Olvido, la Muerte; y siempre son historias familiares, historias de filiación, de hijos e hijas. Mnemosyne, la madre de las musas, también era esposa de Zeus, a quien estuvo unida nueve años. No olviden ustedes a las Moiras; Atropos, Cloto y Láquesis, las que hilan y cortan el hilo de la vida, también son hijas de Zeus, y de Themis. Pero también debería recordar a ustedes el personaje Mnemon: el que recuerda, pero que ante todo hace recordar. Es un auxiliar, un técnico, un artista de la memoria, un servidor recordatorio o hipomnésico. Aquiles, a quien servía, lo recibió de su madre en vísperas de la Guerra de Troya. Mnemon tenía una misión poco habitual: agente de la memoria, especie de memoria externa, debía recordar a Aquiles un oráculo. Este oráculo había predicho que si Aquiles mataba a un hijo de Apolo, moriría en Troya. Por ende, se suponía que Mnemon debía recordar a Aquiles la genealogía de todos los que estaba por matar: Recuerda, no debes matar al hijo de Apolo. Recuerda el oráculo. Un día, en Tenedos, Aquiles mató a Tenes, hijo de Apolo. Así se precipitó hacia la muerte a la que estaba destinado, a través de un error o falla de la memoria, a través de este lapso de Mnemon. Pero antes de morir, para castigarlo, Aquiles mató a Mnemon de un lanzazo.


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El barco ebrio