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Presentamos la segunda parte de El arte de las memorias, de
Jacques Derrida y El fruto envenenado,
de Rogelio Saunders. Completamos
así la página que La
Habana Elegante dedica a Derrida con
motivo de su desaparición física. El poeta, narrador y ensayista cubano Rogelio Saunders nos envió estas reflexiones que, por lúcidas y oportunas le pedimos para publicar en nuestra revista. Agradecemos, pues, a Saunders la oportunidad que nos ha dado de compartir con más amigos esta conversación. El fruto envenenado Rogelio Saunders No debemos olvidar que la modernidad es sobre todo el discurso del ser y el poder occidental. ¿Y qué quiere decir occidental? Quiere decir síntesis y reproducción en gran escala como forma de expansión, dominio y control. Desde este punto vista, Occidente es desde luego el capitalismo industrial. Pero no comenzó con él. Comenzó (y se reproduce continuamente) como la apropiación mediante la técnica, por una parte, y la limpieza de sangre, por la otra. La llamada civilización occidental no comenzó con los griegos o los indoeuropeos (ambos son adjudicaciones posteriores), sino con la apropiación del cristianismo por parte del imperio romano de Constantino. [Los cristianos de esa época eran idénticos a los evangelistas norteamericanos de hoy. Con la diferencia de que aquellos (como los españoles de la época de Cervantes) eran ingenuos, y éstos no. (La modernidad tiene un importante componente de cinismo y de su correlato: la hipocresía.)] Este movimiento primero de apropiación es muy importante, porque define la esencia de Occidente. No hubo ningún fundador. Ningún Manú o Mahoma. Hubo (esto es lo propio de Occidente) un político que realizó un movimiento estratégico, base de todas las estrategias occidentales. Al hacerlo, fundó de golpe a Occidente no sólo como unidad político-religiosa, sino también como el lugar del Artificio (de lo Falso). La invención-apropiación de un origen supuso la irrupción de la técnica como causa del ser, y en consecuencia de la síntesis y reproducción como base de una sustitución sin fin en la que todo (valores y hábitats, cultura y naturaleza) se desvanecería en el aire y sería sustituido por un analogon technicum. En el gesto de Constantino (a la vez el primer político y el primer científico occidental), por intermedio de la técnica (en este caso, política), lo humano apareció de repente liberado de su responsabilidad ante algo más alto. Pero el Creador no se volvió meramente obsoleto: se vació de lo sagrado y se llenó del vacío del poder. El ser ya no fue más algo dado y no manipulable, sino, a partir de ahora, algo moldeable a voluntad. No en la imaginación, sino en la historia (el terreno por excelencia de lo incontestable). Lo religioso se convirtió en una simple máscara del poder. La apropiación política derogó al credo como tal credo — ya no volvió a tratarse de mi fe — y lo transformó en ideología del Estado. Al permitir la simbiosis entre la fe y el Estado (¿y no era el poder el que había crucificado a Jesús?), los cristianos de entonces convirtieron al cristianismo en la ideología misma del poder. De hecho, en ese mismo momento la fe desapareció como fuerza transformadora de la sociedad y fue sustituida por la técnica. En el momento fundacional de Occidente, fue la fe misma lo que se desvaneció en el aire. Si miramos a los actuales Estados Unidos de George W. Bush, vemos lo mismo hubiéramos visto en el imperio romano de Constantino: quienes se dicen seguidores de Cristo no lo son. No siguen a éste, sino al poder. Sus iglesias son cajas de resonancia política, y sus sectas son facciones ideológicas. Pero lo más grave de esa aparente liberación de lo humano fue que en realidad quedó sometido a otro Moloch terrible: la Técnica. Se volvió rehén de sus dictados. Lo absoluto terreno, tal como lo imaginaba Hermann Broch, se volvió inalcanzable, pues se encarnó en lo absoluto humano entendido como saber-poder: la apropiación y dominio mediante la técnica, así como el culto ilimitado de lo tecnológico en una espiral sin fin. Como el discurso de Occidente, entretanto, ha llegado a ser el discurso dominante, el ser humano nunca ha estado tan confundido y abandonado. Nunca ha sido más desgraciado que en el seno misma de esa felicidad asegurada por la técnica, el artificio y el miedo. Hoy mismo podemos verlo fácilmente en las cuestiones más importantes (la biotecnología, por ejemplo, o el desarrollo de los robots). Se oscila entre el fanatismo más reaccionario, la adoración de la técnica, la esperanza ciega o el simple desamparo. Nadie sabe realmente qué es lo que se debe hacer. Se enfrentan dos movimientos irreconciliables: la necesidad de saber y la necesidad de distinguir entre el bien y el mal. El poder, gran arbiter o representante de lo humano (a lo que sustituyó en Occidente desde Constantino), difiere la discusión envolviendo el trauma irresuelto en el humo del miedo y de la amenaza inminente, que regenera a la masa y crea las bases para un poder omnímodo al que no se opone nada, o casi nada. (El caso de los Estados Unidos actuales demuestra que, por grande que sea un país, por antigua que sea una “democracia”, pueden ser reducidos en breve tiempo al estado de masa haciendo uso del arma todopoderosa del miedo.) La segunda vuelta de tuerca en el movimiento fundacional de Occidente fue la institución de la limpieza de sangre como base de la homogeneidad étnica del grupo, fusionando la pertenencia racial con la religiosa (como antes se había fusionado la religiosa con la política). La sangre fue el signo elegido para construir esa marca o separador que había de distinguir (o segregar), a todos los niveles, lo decente de lo indecente, lo puro de lo impuro, lo necesario de lo excluible, lo imprescindible de lo innecesario (en lontananza: la “solución final”). Y aquí también se produjo un milagro que hubiera dejado estupefacto (y horrorizado) a Jesús de Nazareth: la fusión entre cristianismo y limpieza de sangre. (¿Jesús mismo no era un arameo, un judío de Palestina, un hombre de color?) Obsérvese cómo, en el Quijote, prosapia cristiana y “limpieza de sangre” son equivalentes. Sancho Panza se precia una y otra vez de ser un “cristiano viejo”, y, en consecuencia, aunque villano, decente. (No se había llegado aún a la raza “aria” fraguada entre el imperio británico y Max Müller, base del fascismo, pero ya se estaba metido en cuerpo y alma en ello. Ya se habían inventado la “raza blanca” y la “fe cristiana” como marcas visibles del poder occidental. Como organitos segregantes que funcionaban tanto hacia dentro como hacia fuera. Hacia dentro, separando dentro del grupo lo “puro” de lo “impuro” (al judío, por ejemplo, del cristiano, o al cristiano viejo del converso — en la actualidad, al inmigrante del “nacional”, y al inmigrante nuevo del viejo), y jerarquizando su la relación para asegurar no sólo la homogeneidad simbólica del grupo, sino el dominio sobre los grupos “impuros” e “inferiores”, a los que se impedía el acceso a los puestos claves en el organigrama social. Y hacia fuera, segregando al grupo occidental de los otros grupos humanos y justificando así la conquista, la expropiación y la esclavitud como modos legítimos de extender la “fe cristiana” y el “reino de Dios” (reino que desde el principio mismo era sólo la etiqueta o sobrenombre del reinado real y terrenal de los emperadores cristianos), lo que aseguraba el dominio del grupo “cristiano” también en el contexto más amplio de una relación entre civilizaciones. (Ahora se justifica la guerra de Irak por la necesidad de “democratizar” —y así “liberar” y “pacificar”— toda una zona geográfica conflictiva que constituiría un peligro “inmediato” para Occidente. Son sólo nombres y caras nuevos para la vieja política de conquista y colonización. [1]) Pero no se trata simplemente de imperialismo. Se trata, sobre todo, del deseo, piedra de toque de Occidente y de lo moderno. Pero si Occidente es el lugar del deseo, el deseo sólo puede ser deseo del [de lo] otro. (Y en ese mismo momento es que surge lo inconfesable, pues lo otro — mi deseo que no me atrevo a decir, la parte de mí que no puede ver la luz, la carne oscura del sexo — es aquello mismo que deber ser reprimido, conjurado, sometido y tal vez incluso eliminado. En cualquier caso, es preciso controlarlo, ocultarlo, ponerle un fórcep o una máscara.) Es, pues, el deseo —¿y qué representa mejor el deseo que el dinero, que la necesidad del dinero?—, lo que quiere dominar, transformar y someter. (En el límite, todo deseo aspira al reinado absoluto de lo artificial, ya que sólo en un entorno completamente artificial puede cumplirse sin restricciones todo deseo: el control absoluto de lo que de ningún modo puedo controlar. Sólo que lo artificial, por una parte, consiste sólo en restricciones (nuestro deseo acaba siendo devorado por nuestra necesidad de protegernos, y el deseo del ojo se convierte en la multiplicación incontrolable del ojo en miles de ojos que controlan cada uno de nuestros movimientos), y por otra, tiende a la exclusión de lo humano. Fue esa la operación que Occidente efectuó (en el gesto de Constantino) para constituirse como unidad étnica y político-religiosa. La civilización tecnológica, así, tiende de forma natural a la sustitución de aquello humano e “imperfecto” por la eficiencia de las máquinas, lo que coincide con la esencia misma del capitalismo: la mayor efectividad posible con el menor gasto posible. (En la eliminación de lo otro, finalmente, es a mí mismo a quien suprimo: suprimo a lo humano en mí en la forma de degradación del otro. El hombre de la civilización tecnológica es una máquina. Como vemos en la actualidad, sus partes son intercambiables. Luego, durante un tiempo, habrá una convivencia hombre-máquina.) Pero lo humano no puede desaparecer sin más, y por eso regresa en la forma de una violencia que irrumpe de forma inesperada y se convierte en un fuego incontrolable (en miles de fuegos incontrolables). El caos ya no es la naturaleza, sino lo humano mismo que se niega a desaparecer. Ese traumatismo es el mismo del “siglo de las luces” y el de hoy. La Razón no puede dar cuenta de lo humano porque ha comenzado suprimiéndolo. Así, en el momento mismo en que brilla lo “racional”, el caos regresa para exigir todos sus derechos. Aparece el fantasma de la dictadura y se piensa nuevamente en el campo de concentración: el guetto o espacio cerrado donde lo excluido —lo humano— quede bajo control. (En el horizonte, de nuevo, la “solución final”). En suma, estos dos ejes: la síntesis y reproducción, por una parte, y la limpieza de sangre, por la otra, son los dos metasignos que articulan el discurso occidental en cada momento dado. No sólo en los tiempos de Constantino, sino ahora mismo, hoy mismo. (Son su mecanismo perenne). La modernidad, como lo supo ver Rimbaud, es un fruto envenenado. Cuando los países latinoamericanos la adoptaron, en efecto, como gesto liberador (frente a la obsolescencia, la estrechez y el atraso del modelo español), cayeron también en la trampa del discurso occidental: el discurso de la Razón cuyo objetivo no confesado es la justificación de la injusticia y la violencia (la convalidación de la guerra de conquista. ¿No lo estamos viendo ahora mismo?). En Occidente, el movimiento del saber es el movimiento mismo del poder. El hecho de que en Napoleón Bonaparte se combinaran a la vez los ideales de la Revolución francesa y el tufo imperial y colonial-esclavista no es una casualidad. (En el capítulo que le dedico a la El siglo de las luces de Carpentier hablo de esa inseparabilidad de la razón y la violencia en el discurso de Occidente. Ahora digo que en ese discurso razón y violencia son una y la misma cosa. Es un discurso creador del caos, precisamente cuando su intención aparente es conjurarlo. Y ello porque está atravesado de parte a parte por una irracionalidad que siempre ha estado está ahí como la esencia que ese discurso se ha negado deliberadamente a ver —lo injustificable e inhumano de la exclusión, el sometimiento, la degradación y el exterminio de otros seres humanos en nombre de la codicia—, y que por ello ha tratado una y otra vez de conjurar mediante sucesivos golpes de pecho de arrepentimiento humanista. Pero nada habla tanto de la ausencia de lo humano como el nombre de humanismo. Si Occidente inventa el humanismo, es porque ésa es precisamente su asignatura pendiente. No olvidemos que la homogeneización étnica occidental se basó en la marcación a través del derecho de sangre, símbolo por excelencia de todas las exclusiones. El discurso de Occidente es sobre todo un discurso de la exclusión (incluso allí donde, como en el caso de los Estados Unidos, parece decir lo contrario). Y es que necesitaba (y necesita) serlo. Había que reificar simbólicamente el signo de la sangre (sacarlo de su estatus biológico y fisiológico, como a un nuevo monstruo de Frankenstein) para poder articular un ser dedicado de lleno a la conquista, la esclavitud, la expropiación y el pillaje. Para poder sentir que el otro era conquistable, arrebatable, exterminable, era preciso primero degradarlo, rebajarlo, inhumanizarlo. Y a eso se dedicaron los pensadores occidentales durante siglos. Ninguna civilización se ha preocupado tanto por definirse a sí misma y a los otros como la occidental, y ninguna ha sistematizado tanto la diferencia. Pero si el asunto ha tenido que ver con el saber, es porque ha tenido que ver sobre todo con el poder, del que el saber es sólo el valedor eficiente y autorizado (mejor tener un buen abogado que la razón). En Occidente, el saber está siempre al servicio del poder y de ese ser artificial (del artificio y para el artificio) inaugurado por el gesto de Constantino. Lo que siempre está a punto de revelarse bajo la apresurada profesión de fe humanista occidental es la mera verdad de que Occidente es una civilización artificial. Una civilización creada por un gesto político (y con fines políticos) que se apropió de una fe y que luego reificó un signo biológico y lo convirtió en el símbolo de su homogeneidad étnica. ¿Y de qué nos hablan esos dos operaciones, inéditas en la historia? Del nacimiento de la civilización tecnológica, donde todo debe ser primero expropiado y analizado, luego descompuesto y sintetizado, y finalmente reproducido y vendido en gran escala para asegurar el predominio de un grupo humano específico. Y esto, desde luego, no desde cualquier parte, sino desde esos centros tecnológicos cada vez más perfectos y anónimos que son la verdadera cadena de transmisión del poder occidental. Así es como Occidente se ha convertido en la civilización predominante, y así es como seguirá siéndolo. (El hecho de que esta civilización esté compuesta por los mismos hombres que salieron de África hace 60.000 años es sólo un rótulo fluorescente en la portada del National Geographic, no una verdad inscrita en el ser occidental. Occidente no se reconoce en esos hombres, como no se reconoce en los africanos de hoy. La verdad —esa verdad que Constantino descubrió de forma intuitiva, y con la cual puso la piedra fundacional de Occidente— sigue siendo el poder, amartillador del pragma de la historia.) El futuro previsible de ese movimiento es la sustitución de todas las partes “defectuosas” o “incontrolables” por formas cada vez más perfectas, controladas y eficientes. En una palabra: las máquinas. Obsérvese cómo Rimbaud, el moderno por excelencia, rompe un día de pronto con todo y se va a África. Allí, después de dedicarse al contrabando de armas en medio de mil sinsabores, acaba agenciándose un cinturón de lingotes de oro que arrastra de un lado a otro como un condenado para, finalmente, regresar enfermo a Francia, escenificar un último acto de arrepentimiento (otra vez el arrepentimiento) y morir en brazos de su fiel hermana Isabell (católica vieja), convertido en un buen cristiano. Quién lo diría, el cínico por excelencia, convertido en un buen cristiano. ¿Y qué hacía el moderno metido a traficante de armas en Abisinia? (Pero, se dirá, mirando los Estados Unidos actuales: ¿hay algo más moderno que traficar con armas?) Pero la historia de Rimbaud no es sólo trágica o inexplicable: es un símbolo profundo. Nunca fue más niño Rimbaud que cuando dijo que ya no era un niño. Si le mostramos a un niño que la única forma de justificar su ser en el mundo es ofrecer el correlato de ese ser en forma de mercancía (vivir sería literalmente “valer su peso en oro”), no lo olvidará nunca. Rimbaud lo comprendió a los 20 años y de pronto se volvió a la vez un niño y un hombre (un poeta no es ninguna de estas dos cosas). Comprendió el valor del oro. Comprendió dónde estaba y qué cosa era Occidente. (Así como lo han comprendido sin pensarlo todos esos niños que vemos en las noticias con un arma en la mano. Son niños de buena familia, como lo era Rimbaud.) Rimbaud no fue un visionario solamente en sus poemas. Fue, como Kafka, un símbolo vivo. Comprendió que lo que de verdad valía en Occidente no era el arte, sino el dinero. Que el dinero era aquel valor que daba su valor a todos los valores: el amor, el arte, la esperanza, la fe, la realización, la vida… Y es que Occidente era precisamente la civilización que había comenzado por suprimir a Dios y colocar al poder (al dinero) como medida de todas las cosas. En Occidente, la medida de todas las cosas no es Dios o el hombre (aunque sea eso lo que el discurso Occidental profesa una y otra vez con una mano en el aire), sino la simpleza, el prosaísmo y la inhumanidad del dinero. En Occidente, es el dinero y no el ser quien da la medida del ser. Ser es, literalmente, tener. Rimbaud quería madurar (valer, ser), pero para hacerlo debía conseguir (agenciarse) oro. (¿Y hay algo más infantil, pero al mismo tiempo más apremiante, que el deseo del oro? Es el deseo de los deseos, en el reino de las máquinas deseantes. El oro es el símbolo mismo de lo todo lo que vale —incluyendo, ay, la poesía.) Y ese oro, desde luego, lo mató (al fin y al cabo, Rimbaud sólo era un poeta, es decir, un perenne inmaduro). Rimbaud comprendió como nadie que el discurso de la modernidad (es decir, el discurso de Occidente) es el discurso de la codicia, del reinado todopoderoso del dinero. (En el Quijote aparece ya ese gran fantasma, ídolo de la máquina deseante, habitante de todos los sueños.) Entre el Rimbaud poeta y el Rimbaud traficante de armas no hay ninguna contradicción. Rimbaud dejó de tener visiones para convertirse él mismo en una visión. Lo que su historia nos dice es que la profesión de fe y la profesión del oro son una y la misma. Si miramos los actuales centros del poder económico, veremos que esas corporaciones están dirigidas por cristianos viejos. Si se hace necesario, el Papa volverá a bendecir los cañones. De hecho, todas las guerras occidentales de conquista se han hecho con su consentimiento. (La “derrota del comunismo”, como se sabe, era nada menos que una prioridad del actual papa Karol Wojtyla. Antes, los papas eran reyes. Ahora son sustanciales correligionarios políticos.) El poder no solamente crucificó a Jesús de Nazareth: lo convirtió en su santo patrono y en particular en el santo patrono de la derecha política. (El nacionalcatolicismo español y el fundamentalismo evangelista norteamericano son apenas dos ejemplos al alcance de la mano.) Pero el dinero no sólo representa todo deseo: representa también toda violencia.[2] El ser occidental está transido de parte a parte por una violencia interna que proviene de su incapacidad orgánica para hallar una relación humana con el Otro. (No puede, porque el Otro es lo que Occidente ha comenzado por excluir, por desterrar, por inhumanizar.) La única forma que tiene Occidente de encarar este problema (lo vemos a lo largo de su historia y lo vemos también hoy) es la exclusión: el guetto o el campo de concentración (¿no se está pensando ahora mismo en la creación de “campos” para esos judíos del siglo XXI que son los inmigrantes?). Pero no se crea que el hecho de que los Estados Unidos sean una “nación de inmigrantes” significa que Occidente ha solventado el problema del Otro (de hecho, ese problema no existe, pero si existe una práctica de exclusión: ése es el problema.). Lo que se ha hecho en Estados Unidos, que representa por excelencia a la civilización tecnológica, ha sido perfeccionar los modos de exclusión (por ejemplo, mediante el uso del otro durante un período de tiempo y el reenvío posterior a su lugar de origen, cuando ya se ha vuelto inservible y debe ser sustituido por otro —más joven, más lleno de energía, de esperanza), para continuar asegurando el control del resto de los grupos por parte del grupo dominante. Pero, por lo demás, ese dominio es sobre todo un dominio económico-tecnológico (ésa es la esencia de la civilización de y para lo artificial). Se expropia al otro mediante el análisis, la descomposición, la síntesis y la reproducción en gran escala de aquello que era su suyo, originario. Mediante la síntesis (la simplificación), la diferencia desaparece como tal diferencia y se convierte en forma de dominio. Quien tiene el saber, tiene también el poder. Y quien está excluido del saber, está excluido también del poder. (Así Sancho, aunque cristiano viejo, nace y muere villano.) La tecnología no es (como quería ingenuamente Glenn Gould) la condición de la felicidad, sino aquello que debe ser salvaguardado a todo costa porque es lo que asegura el dominio. En la modernidad, finalmente, aparece el fenómeno de la masa o de la masificación. Lo moderno deviene una pura actualidad o un puro actualismo (una volatilización y designificación sin fin en que nada tiene verdad ni permanece: todo es pequeño, rápido, banal). En ese mundo, Baudelaire y Marinetti conviven en el mismo hombre. Pero ya la estilística del dandy suponía toda una tecnología del parecer que, en el límite (pero lo artificial es sólo límite y movimiento del límite), buscaba suprimir la diferencia entre éste y el ser. Pues bien: ese movimiento de sustitución del ser (que no es más que el movimiento perenne de fundación del ser occidental inaugurado por Constantino) tiene ahora un posicionamiento aún más perfecto. Ser es ahora (ése es el epítome de lo moderno, el triunfo de la civilización tecnológica) únicamente parecer. No hay otra posibilidad de verdad que ésta. (Que se lo pregunten a los japoneses, grandes productores de delirio.) Cuando más quiera diferenciarse el individuo, más esclavo se volverá de la técnica y de la moda, pues la diferencia se ha convertido en un valor artificial (un valor de síntesis). Un principio extraído, sintetizado, reproducido y vendido en gran escala (como el ácido acetilsalicílico). Todo, para ser, tiene necesariamente que pasar por esos centros tecnológicos donde resulta descompuesto, sintetizado, reproducido, convenientemente etiquetado y eficientemente vendido. Lo real se vuelve virtual, y lo virtual se vuelve real. Todo lo sólido, en efecto, se desvanece en el aire. Nada es realmente verdadero ni falso. La misma historia se vuelve algo probable, y en consecuencia incapaz de servir para ninguna lección moral. Los antiguos centros del horror se convierten en centros turísticos. La ideología fascista, en una “estética”. La música autóctona, en “world-music”. Los objetos producidos en las ex colonias, en “objetos del tercer mundo”. La poesía en “micropoesía”; el relato, en “microrrelato”. Todo tiene una etiqueta y un nombre, pero nada significa. Todo señala sólo, adjudicando un lugar, una función. El etiquetado, verdadero corolario de toda esa síntesis y re-producción, tiene el importante papel de regenerar la jerarquía, dando a cada cosa “su sitio” y asegurando, como antes, internamente el control, y externamente, el predominio. El político, representado por el Cipolla de Thomas Mann, tiene ahora unos medios con los que Constantino ni siquiera soñaba. Con la aparición de los medios de difusión masiva (que habría que llamar “medios de masificación”), aparece un instrumento poderoso que convierte al poder en un espejo de proporciones desconocidas, donde queda petrificada la masa. Pero lo que petrifica a la masa en realidad es su propio deseo sintetizado y reproducido en gran escala por el poder, con fines de dominio. Enfrentado a su miedo al Otro (su terror más profundo), que ha sido multiplicado por el espejo de los medios masivos de comunicación, el hombre de la civilización tecnológica entra en estado de masa. Esto puede verse con claridad ahora mismo en el caso de una supuesta “gran” democracia como los Estados Unidos. Ha bastado la conmoción de un atentado, y la manipulación del sentimiento subsiguiente, para reducir a millones de personas al estado de masa y ponerlas en manos de una cuadrilla de energúmenos que, por mucho que en Europa de desgarren las vestiduras criticando la unilateralidad y prepotencia norteamericanas, representan realmente a Occidente y los valores occidentales (sólo que de un modo fundamentalista, pragmático, abiertamente cínico; sin eufemismos ni medias tintas). (Lo demuestra el hecho mismo de que Europa “no tenga otro remedio” que alinearse con la política norteamericana y seguirla, lo quiera o no, hasta el final. Al fin y al cabo, ¿no es su propia supervivencia lo que está en juego? El premio, como bien lo sabe la Inglaterra de Tony Blair, es la seguridad y grandes riquezas. En cuanto al socialismo: todo lo sólido se desvanece en el aire.) ¿Y cómo se ha llevado a cabo esto? Como en los tiempos de Constantino: con la ayuda inestimable de los cristianos. (Pero de unos que ya no son ingenuos como aquéllos, pues hace mucho tiempo que la fe se ha convertido en la mera máscara del dominio. Ahora los cristianos son una fuerza política en la sombra —o, como en Estados Unidos, ay, en la luz.) Si no comprendemos que eso es la modernidad, no podremos comprender el surgimiento del fascismo y, sobre todo, aquello que a primera vista parecía improbable o inimaginable: su regeneración, que se está produciendo ante nuestros ojos. Marx fue el otro que, junto a Rimbaud, comprendió como en un fogonazo el verdadero significado de la civilización occidental (de la civilización tecnológica, cuya estructura económica es el capitalismo industrial). Si no ha muerto, si no acaba de descansar en su tumba, es por eso. La prehistoria multicolor que se encamina hacia el predominio completo de la máquina no lo deja. Entretanto, ya está en marcha la nueva guerra de civilizaciones que renovará, para mayor gloria de dios, el poderío (o podrerío) vacuo y ruidoso de Occidente. Sabadell, 8 de noviembre de 2004 Notas: [1] De ahí lo funesto de identificar capitalismo con libertad y de identificarse con el capitalismo como la libertad. [2] Nótese el vínculo “natural” entre dinero y armas de fuego, tanto en tiempos del traficante Rimbaud como ahora. |
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