Regresar a
La más verbosa


Vigencia de Los siervos

Duanel Díaz

    Iniciada a fines de los ochenta, la rehabilitación pública de Virgilio Piñera en Cuba tiene aun pendiente la publicación de una pequeña obra maestra: la pieza en un acto Los siervos, aparecida en 1955 en el segundo número de Ciclón. Si El muñeco, excluido de los Cuentos (1965), aparece en la más reciente edición cubana de los Cuentos completos, el Teatro completo de Piñera, preparado por Rine Leal en el segunda mitad de la década de 1980, y finalmente publicado por Letras Cubanas en 2002, continúa excluyendo aquella aguda sátira anticomunista, con el argumento de que la misma fue “eliminada por el autor”. 
     Es cierto que Piñera renegó de esa obra. Lo hizo en un curioso Diálogo imaginario con Sartre escrito en el momento de su máximo entusiasmo con una Revolución que, entonces – en marzo de 1960 – aun no se había declarado comunista pero ya estrechaba amistad con la Unión Soviética. En ese ensayo Piñera critica las protestas antiburguesas de inspiración surrealista, el existencialismo pesimista de La náusea y, para culminar con lo que no podía ser sino una autocrítica, “desacredita” Los siervos, que considera producto de su falta de compromiso social y merecedora de las duras críticas que en su momento le habían lanzado los comunistas.  
     Ciertamente sorprende un poco que Piñera, quien en 1956 había denunciado el “terror rojo” en una aguda reseña de El pensamiento cautivo de Milosz, hiciera semejante concesión a los comunistas y hablara laudatoriamente, ahora, del “ejemplo de la Revolución rusa”. Pero no que, después de tan drástico cambio de opinión, en su Teatro (Ediciones R., 1960) no incluyera Los siervos ni se refiriera a ella. Rine Leal, el más agudo comentarista del teatro de Piñera, no hizo, en los años siguientes, sino mantener ese velo de silencio, llegando a afirmar, en la antología Teatro cubano en un acto (Ediciones R, 1963), que Falsa alarma y El Flaco y el Gordo “son sus dos únicas piezas en un acto”, como si Los siervos no hubiera existido nunca.
     Ahora bien, tomar lo escrito en el Diálogo imaginario como la última palabra de Piñera al respecto no es del todo justo. Si el tránsito de la negatividad individualista a la positividad colectivista propugnado allí por él a propósito de Los caminos de la libertad significaba ni más ni menos que el paso de la postura rebelde a la revolucionaria preconizado por la ortodoxia marxista, la evolución de su obra en los años siguientes evidencia un trayecto contrario. Presiones y diamantes, Dos viejos pánicos y Una broma colosal constituyen un claro regreso a la posición “rebelde” mientras la “revolucionaria” derivaba claramente hacia el estalinismo. Ello se aprecia, asimismo, en el teatro que Piñera escribió durante un ostracismo que sólo culminó con su muerte en 1976, piezas donde el miedo y la atmósfera sofocante de esos años se expresaba en el mejor estilo del siglo: absurdo, experimentalismo, teatro de la crueldad... Justamente entonces, cuando Piñera sufrió con gran rigor ese “terror rojo” al que se había referido en su reseña del libro de Milosz, Los siervos cobraba una tenebrosa actualidad.
     Varias veces contó Sartre que un una ocasión un escritor soviético oficial le dijo: “El día que el comunismo reine en el mundo (es decir, el bienestar para todos) entonces comenzará la verdadera tragedia del hombre: su finitud.” La pieza de Piñera se sitúa justamente en el hipotético momento en que la “revolución mundial” ha erradicado al capitalismo de la faz de la tierra. Es entonces, cuando ha sido eliminada la fuente de todas las contradicciones, que Nikita, el filósofo del Partido, decide declararse siervo, lo cual inquieta sobremanera a una élite burocrática reunida junto a retratos de Lenin y Stalin.
     Toda la acción de la obra deriva de ese gesto revolucionario: Nikita, interesado en hacer ostensible su servidumbre, le pide a su señor que le propine una patada en el trasero. En su hilarante dinamismo, Los siervos destaca una serie de antinomias que nos resultan conocidas: la dicotomía de la forma y el contenido, tan central en los manuales de marxismo; la contradicción entre el “leer sin leer” de las masas idiotizadas y manipuladas por el partido, y el “leer leyendo” de quien logre salirse de la jaula de la ideología; la contradicción entre siervos y señores declarados y siervos y señores encubiertos.
     Nikita, el filósofo, no es un “redentor”, sino un “declarador”: su intempestiva declaración de servidumbre desata la rebelión, toda vez que revela la contradicción básica de un régimen que ha declarado superadas todas las contradicciones: la existencia efectiva de la servidumbre en esa sociedad supuestamente igualitaria. Ello implica, de alguna manera, una vuelta de tuerca al tema del amo y el esclavo, tal como lo plantea Hegel y es retomado por Marx. Las patadas en el trasero que abundan en esta pieza  representan la humillación masoquista como única posibilidad revolucionaria. Los siervos vuelve sobre este tema fundamental del pensamiento marxista al tiempo que parodia la lengua del marxismo institucionalizado, esa jerga donde la dialéctica consagra un mundo congelado en la dictadura del proletariado o en su feliz término, el paraíso comunista. 
     Pero no hay, en el mundo de Piñera, una resolución definitiva del  conflicto que el “nikitismo” manifiesta en el “comunismo”: la “rebelión de los siervos” no parece conducir a la emancipación del servilismo sino a un círculo vicioso infernal donde los siervos se vuelven señores y los señores siervos. “No hay nunca un final. Es el eterno retorno."


Por el retorno de Los siervos

Coloquio Internacional 40 años de la revista Ciclón

Norge Espinosa Mendoza

I

     En octubre de 1992, harto de la pobrísima vida cultural de mi ciudad de origen, aproveché una oportunidad que ya me parecía única y regresé a la Habana. Tenía apenas unos días para recorrer la capital, esta ciudad en la cual había estudiado durante tres abrumadores años, antes de volver penosamente a Santa Clara. Conmigo, entre los papeles que llevo a todo viaje, arrastré un pesado volumen que hizo más penoso el trayecto. Pero ese libro, grueso y tantas veces releído, tenía en ese instante un valor fundamental, era la pieza clave en una especie de ardid que me permitiría conocer a uno de esos hombres a cuya puerta debí haber tocado mucho antes, sin atreverme nunca a hacerlo. Ahora, con el presentimiento de que estaba jugándome la última posibilidad, traía ese ejemplar de Paradiso como pretexto sutilísimo, arma o as que me permitiría presentarme ante José Rodríguez Feo.
     Ya le conocía yo desde antes, siempre, claro está, desde el silencioso papel del joven lector. Recuerdo una tarde en el Palacio del Segundo Cabo, donde presentó su correspondencia con Lezama Lima. Nunca le había visto, pero apenas pasó frente a mí aquel señor de porte arrogante, con el aire de quien se las sabe todas y esa distinción peculiar que le acompañó siempre, le reconocí: no podía ser otra persona. Esa tarde habló de los falsos mitos que rodeaban a Lezama y a Orígenes; destruidos por la aparición de estas cartas. Cuando le alargué el ejemplar recién comprado y preguntó mi nombre, le pedí sólo su firma; no importaba lo demás. Se detuvo un segundo, su mano en el aire, y, como aceptando el juego, sonrió. Mientras dibujaba su firma, le oí aseverar: "Escribes, eso lo sé." Pero aquello ocurrió en 1990, y el hombre al cual yo mostraba aquel ejemplar de Paradiso no debía recordar nada de aquello. "Dedíquemelo", le rogué, y el ardid surtió efecto. "Muchacho", me dijo, "ese libro sólo podría dedicártelo Lezama, y no yo. Pero siéntate", me invitó, señalándome una silla. Y así hablamos, durante esa y otras tardes que ahora creo no supe aprovechar del todo, maravillado y confuso ante aquel ser deslumbrante que era Pepe Feo. Fue él quien puso en mis manos la edición facsimilar de Orígenes, recién impresa en España. "Mira qué maravilla", me dijo. Y gracias a su bondad o a su amor propio -ya no sé- admiré su colección de Ciclón, revista que nunca antes había visto y que ahora me  ofrecía como algo único. Le oí elogiar esas revistas, parodiar los editoriales de Lezama, desbarrar de Lorenzo García Vega y hasta de (¡santo cielo!) Cintio Vitier y la Marruz. Como se diría en buen cubano, y quién duda que Pepe no lo fuese, se llenaba la boca para decirme: "Fui el inventor de las dos mejores revistas del idioma", a lo cual siempre añadía presuroso que exceptuando a Sur, en sincero reconocimiento a la publicación con la cual Orígenes y Ciclón mantuvieron relaciones no siempre dulces ni siempre tensas. Aquella primera tarde, sin embargo, tras elogiar a Ciclón, acariciando aquellas páginas por las cuales un norteamericano acababa de ofrecerle cinco mil dólares que rechazó, se detuvo con énfasis en un ejemplar. Y me ordenó: "Léete esto rápido". Y no me habló más, dejó que me sumergiera en aquella obra teatral de la cual había tenido ya explosivas referencias. Aquella pieza era, claro está, Los Siervos. El autor, del cual Rodríguez Feo se deshizo en prontos elogios, era, por supuesto, Virgilio Piñera. Y la tarde entera se detuvo en ese instante, tal y como ahora la recuerdo, exacta como el primer parlamento de aquel mito rabioso que ahora, al fin, leía.

II

     Si se preguntara a algún estudioso del género por la obra teatral cubana más relevante de cuantas publicó en su corta pero febril vida la revista Ciclón, la respuesta casi sería siempre -con las naturales excepciones de rigor- a favor de Los Siervos. Apenas leída o fabulada, sepultada por el propio Piñera (que ni siquiera la menciona al prologar su Teatro Completo); y capaz de arrebatar esplendor a las obras de Arrufat, Malaret y demás que publicó la revista -más preocupada por el teatro que su antecesora Orígenes; Los Siervos ha conseguido ese envidiable prodigio que marca la propia naturaleza del mito. Un mito prohibido, negado; un mito negador al cual hay que volver los ojos con más suspicacia que inocencia, a riesgo de una magnífica patada en el trasero. Publicada en el número 6 de la revista, en noviembre de 1955, bajo carátula que recuerdo de color apropiadamente negro, aquella obra maldita no ha llegado a nuestros escenarios ni siquiera hoy día, cuando otras zonas del teatro de Virgilio Piñera ya han recibido justo homenaje con los estrenos que nunca se les debió negar.
     Abilio Estévez ha comentado, refiriéndose a La Boda, la despectiva rapidez con la cual suelen leerse las, así llamadas, "piezas menores" del autor de Aire Frío. Ciclo que encierra obras tan diversas como El Filántropo, El flaco y el gordo, Jesús (publicadas en el sesenta) y otras que, como La niñita querida, Las escapatorias de Laura y Oscar o Una caja de zapatos vacía, no han sido editadas sino muy recientemente. Conjunto del cual los entendidos separan con especial celo a Falsa alarma, y en el cual hay que ubicar, con el rigor que merece, a Los Siervos. No seré yo quien señale -una vez más-, la endeble postura crítica que se esconde, a ratos, bajo esa catalogación que pretende separar en mayores y menores las piezas de nuestro dramaturgo más potente, algunas de las cuales ni siquiera han llegado a las tablas, terreno donde se comprueba -con los habituales cambios que tal proceso conlleva- la excelencia o mediocridad de toda labor dramatúrgica. Con un acercamiento des-prejuiciado y valiosísimo se nos devolvió La niñita querida. Cosa similar ocurrió con La Boda; será mejor, entonces, no atrevernos a asegurar que tal sorpresa deje de repetirse. Pero, de acuerdo, digamos que estas son piezas "menores"; coincidamos en que, frente a la altura de Electra Garrigó, Aire Frío y Dos viejos pánicos, son estas últimas, las que se roban los mayores elogios. La aparición del Teatro Completo (celosamente preparado por Rine Leal) sacudirá algunos de estos cimientos. Mas, como se sigue demorando la edición de esos dos tomos, tratemos de ubicar a Los Siervos en tan estrecho círculo, en ese marco asfixiante donde se han mezclado obras que, en verdad, merecen mejor rango y no la confusión que las ha unido con otras piezas del autor menos logradas o más experimentales.
     Así pues, esta pieza "menor", escrita en un acto (dividido en tres cuadros y seis escenas) nos presenta una situación límite. En una Rusia ideal, donde los logros del ideal comunista se han convertido en aburrida perfección que ha anulado al mismísimo capitalismo y ha invadido ya a todo el planeta, se desencadena una rebelión de siervos encabezada por, nada más y nada menos, el filósofo del Partido, un tal Nikita Smirnoff. El asunto, claro está, llega a convertirse en grave amenaza, tal y como Nikita se transforma, al decir de sus antiguos colegas, en "una bomba de tiempo", en un profeta de la nueva rebelión de los siervos, ansiosos de nuevos amos capaces de propinarles hermosas patadas en el trasero. "Es el eterno retorno", termina diciendo el primer ministro Orloff, al comprobar que ni siquiera le ejecución del cabecilla podrá detener el peligro del nikitismo. Ya se ve que también en Los Siervos, Piñera ha echado mano a una de sus fábulas aparentemente sencillas, basadas en una paradoja de respuesta filosóficamente irrefutable, tal y como lo son algunos de sus mejores relatos y otras piezas por el estilo. Así ocurre, digamos, en Elconflicto, ese cuento magistral, y en El flaco y el gordo, donde el primero devorará al segundo para convertirse en víctima de un nuevo flaco. Si las tres piezas "mayores" del teatro piñeriano ofrecen complicaciones formales e ideológicas más agudas, estas obras funcionan como breves fábulas morales, escritas para alertarnos, con un malicioso tono didáctico, sobre la palpable fragilidad de lo establecido. "La contradicción está en la base de todos los actos", dice un personaje de Los Siervos, así como se nos recordará, en La Boda, que "está visto que la fatalidad es una parte importante de todas las mezclas humanas". Piñera - ojalá acaben de entenderlo algunos de sus pretendidos estudiosos y enemigos - era un moralista, como lo son Sade, Gide, Genet y Oscar Wilde. Nikita, en no poca medida, es una espléndida figura moral, capaz de guiar a las multitudes hacia una felicidad mucho más plena que aquella que parece brindarles "la aparente igualdad" ya conquistada.
     Escrita con el inconfundible humor frío de Piñera, maestro en hilvanar diálogos de un absurdo brillante, Los Siervos es un intenso recorrido en círculo alrededor de ese punto único y tormentoso que es el propio Nikita Smirnoff, eje de un plan irreductible, capaz de ofrecerse en sacrificio con tal de demostrar la ineficacia del Partido, que habiendo allanado todas las tensiones a las que podía enfrentarse, ha pasado "de la fase activa a la fase contemplativa" y sólo puede contentarse analizando "meras cuestiones de forma". Nikita es un Negador, y es esa condición esencialmente piñeriana la que le concede rango de héroe, miembro de la honrosa y temible familia que integran el barbero Jesús García, Electra Garrigó, Oscar y Luz Marina Romaguera, Flor de Té, y tantos otros que parecen reverenciar la actitud drástica y definitoria de los novios que, en una pieza de título emblemático, rechazan tozudamente el matrimonio. Nikita dirá no, como lo hizo siempre ese personaje-otro que fue el propio Piñera, ansioso de ir contra la corriente, sin descanso, sin sed alguna de paz, listo a inmolarse en el fuego de cualquier rebelión, protesta o chisme estrepitoso con tal de no ceder un paso en sus acometidas. Un negador por naturaleza, un negador per se. Se ha hablado de la tradición cubana del No, a la cual pertenecen figuras, obras de arte a las cuales ha intentado negársele, en diversas épocas y por razones de las más angustiosas raíces, sitio y golpe en la cultura de la Isla. Piñera, ya se sabe, sufrió algunos de esos dislates: su nombre, durante una época de cierre aún incierto, fue materia oscura e impronunciable. Los Siervos es parte honrosa de esa tradición irreverente, desacralizadora como el cubano mismo, como la carcajada suya que desarma los andamiajes de lo trágico. En ese sentido, Nikita es un doble magnífico del autor, siempre desdeñoso respecto a la comodidad, a la perfección que significara inercia, quietud, envejecimiento o estratificación. La Rusia estalinista era un blanco perfecto para este tipo de ataques. Imagino que el Piñera de 1955, como el Wilde de finales del XIX, tuviera sus recelos ante la utopía gloriosa del socialismo. Su obra teatral, este juego de manos filosófico, esta farsa de ideas que levantan una escena más intelectual que representable, aunque resuelta con una limpieza de indudable magisterio y no menos envidiable celeridad; da clara fe de esas dudas. Si por aquellos tiempos, animado por las críticas alzadas tras la muerte del líder, Nikita Jruschov se alistaba a emprender su plan de "deshielo"; el Nikita de Piñera podía mover a la reflexión de lo que, durante el gobierno del nunca bien recordado Iósif, había convertido el empeño leninista en sólido detenimiento. Claro que lo hace con el desparpajo de quien está más preocupado por la brillantez de su pieza, y con la incierta indolencia de quien habla de un país de vagos contornos, de vaga historia, de vaga cercanía a las costas de aquella Cuba que, en noviembre de 1955 estaba, sin que muchos pudieran sospecharlo, casi a las puertas de un cambio en todo sentido radical.
     Recordemos que, por ese entonces, Virgilio se encontraba en la Argentina, en la cual permaneció hasta 1958. Pocos datos he podido encontrar acerca de la redacción de esta pieza. Antón Arrufat asegura (lo cual no es suficiente para creerle, ya se sabe qué clase de homme de lettres es Antón) no recordar demasiado, salvo unas bromas sobre esta nueva "astracanada" de Virgilio. Armando Suárez del Villar se ha extraviado en un cúmulo de anécdotas en las cuales Los Siervos es solo un vago rumor. Y el propio Piñera apenas si habla de ella; y ya veremos luego en qué tonos lo hace. Su sobrino, el músico Juan Manuel Piñera Infante, último guardián de tan lustroso apellido, asegura que la obra se estrenó en España durante los años cincuenta, y afirma que José Triana participó como actor en el estreno. Lo cierto es que Roberto Pérez León, a quien conocí por aquellos días en los que Rodríguez Feo me dejara leer por vez primera esta farsa, me dejó saber que, en una carta inédita enviada a Humberto Rodríguez Tomeu, fechada el 15 de diciembre de 1957, Virgilio anuncia el estreno, en la Habana, de su obra; la cual sería dirigida por Juan Guerra, en la sala El Sótano y dentro del Mes del Teatro Cubano que se efectuaría en febrero de 1958. Este posible estreno es reafirmado por el dramaturgo en otro documento, donde también manifiesta su desacuerdo con Guerra, que planeaba estrenar en el Instituto de Cultura, lo cual no agradaba a Piñera, enemigo mortal del señor Guillermo de Zéndegui. Sea como fuera, Los Siervos no tuvo, ni ha tenido, su estreno cubano. Las razones no faltan: muchos buscarán las causas de esa ausencia en las circunstancias que llevaron a Piñera al ostracismo. Sin embargo, en este punto vale detenerse, y revisar con cuidado cada hecho que marcó el silencioso destino de la pieza.
     En 1958 José Rodríguez Feo decidió suspender la edición de su revista. Era su manera, dijo, de protestar ante los desmanes de la tiranía, tan brutales como para convertir en cosa demasiado inútil una publicación como esta. Claro que no puede colgársele a Ciclón el polémico membrete de "revista no comprometida" - basta traer a la memoria un editorial como "La neutralidad de los escritores," para demostrar de qué modo se protestaba desde unas páginas que el gobierno batistiano ya había intentado secuestrar; aunque tampoco sea prudente convertirla, por obra y gracia de la teleología, en un programa de lucha. Lo cierto es que, sin embargo, el verdaderamente último número de Ciclón vio la luz en 1959, saludando a la Revolución recién victoriosa. Fue entonces que, bajo el ímpetu ferviente de esos años de fundación, cambiaron muchos aspectos para los jóvenes autores de aquella literatura "decadente" que alentó la tormentosa revista.
     El propio Virgilio ha dejado escritas sus palabras al respecto. Una conferencia suya, titulada "No estábamos arando en el mar", lo ejemplifica de modo palpable. De las ediciones pagadas con el sacrificio del autor, de las tiradas reducidas, se pasó -en el breve tránsito de unos cortos meses- a la venta de miles de ejemplares de cada libro, de cada diario. Se abrieron las escuelas, los teatros reclamaban al público, se produjo la campaña de alfabetización: tal vez nos sea difícil comprender, a quienes no vivimos ese instante, el cumplimiento que esos días parecían redondear. Virgilio y sus discípulos se entregaron de modo febril a ese suceso que lo estremecía todo, que lo transformaba todo de manera incesante. En las páginas del periódico Revolución, Piñera el descreído publicó artículos de rendida entrega - Pérez León me recuerda uno, titulado "A la sombra de los tanques en flor"; podrá parecer un detalle ingenuo, pero el hecho mismo de que Virgilio se atreva a parafrasear a su bienamado Proust en favor de la nueva causa es testimonio rotundo de su convencimiento. Luego, en el controvertido Lunes de Revolución aparecieron otros textos por el estilo, puedo nombrar dos: "Espíritu de las Milicias" y "La Revolución se fortalece". Otros similares firmaron Arrufat, Casey y demás colaboradores con ese semanario al cual habrá que revisar con el detenimiento que la historia nos reclama. En el propio Lunes..., Virgilio publica La Sorpresa, una escena campesina estrenada en el Teatro Nacional, cuyos protagonistas son una pareja de guajiros a los cuales la Reforma Agraria salva oportunamente del desalojo. Obra sobre la cual Virgilio echaría luego un manto de silencio tan espeso como el que, en ese momento, lanzó sobre Los Siervos. El comunismo se revelaba, para Piñera, como otro fenómeno, como una fuerza afirmativa de la cual podía formar parte. Esos años de arduo aprendizaje son los mismos en los cuales publica Pequeñas maniobras, su Teatro Completo, sus Cuentos. En las solapas de alguno de esos libros se subraya, de manera que ahora nos parecerá cándida, el hecho de que su obra  -amarga, desesperanzada- estuviera inspirada en la miseria del mundo que anulaba la Revolución. Esas líneas en negrita nos hablan de un hombre que creía encontrar su propio espacio, deslumbrado por un sistema que prometía ser cambiante y progresor. La desaparición de Lunes... no lograría desilusionarle: de inmediato se convirtió en el director de las Ediciones R, que tuvieron siempre el diseño eficaz de Raúl Martínez. Allí se puso a consideración del público y editó a sus fieles -Arrufat, Casey, Cabrera Infante, Pablo Armando Fernández et al. Pero, a estas alturas, podría preguntárseme: ¿y Los Siervos, cómo calificaba ahora esa obra suya, ridiculizadora del famoso fantasma que ahora amenazaba convertirse en una nueva especie del trópico?
     La respuesta la había dictado ya el propio Virgilio; está fijada en las páginas de Lunes..., en el número 51 correspondiente al 21 de marzo de 1960. Allí, en un artículo titulado "Diálogo imaginario con Sartre", escrito en vísperas de la visita a la isla del autor de A puertas cerradas, Piñera se refiere por única vez, al menos de manera pública, a su piececita subversiva. Revisemos esas líneas, en las cuales, mientras halaga y ataca  -muy a su modo- al premio Nobel, dice el cubano:

   SARTRE: (...) ¿Cómo calificaría su pieza Los siervos?

   PIÑERA: Comenzaré por desacreditarla, y con ello no haré sino seguir a aquellos que, con harta razón, la desacreditaron. A pesar de ser un hijo de la miseria, me daba el vano lujo de vivir en una nube. Por otra parte, el ejemplo de la Revolución Rusa seguía siendo para mí un ejemplo teórico. Fue preciso que la Revolución se diera en Cuba para que yo la comprendiera. Por supuesto, esta falla no abona nada en favor mío. Cuando los estudiantes dicen que la mayoría de los intelectuales no nos comprometimos, tengo que bajar la cabeza; cuando lo comunistas ponen a Los siervos en la picota, la bajo igualmente. Pero no crea... Todo escritor tiene en su haber un Roquentin más o menos.

     Curiosa respuesta de un hombre entregado a una nueva circunstancia, un escritor cuya fe única había sido, hasta ese momento, la Literatura. Respuesta que, por demás, dota a la pieza de una importancia distinta, al permitirnos constatar en su autor la naturaleza de un cambio que podría parecer impensable, más allá de la altura o medianía de su logro. Otras palabras suyas dan fe de esta entrega. En el imprescindible "Piñera teatral", prólogo a su Teatro Completo, y tras declarar enfáticamente que "mi teatro soy yo, soy yo mismo teatralizado", afirma que si un escritor surgido de la Revolución se propusiera reescribir la Electra de Sófocles, partiría de una afirmación; no como él, que realizó tal esfuerzo a partir de una negación. Y al referirse a Jesús, declara que el protagonista de la obra es el anti-Fidel, aunque, a pesar de ello, "siente la nostalgia de no haber podido ser Fidel". Héroes los suyos a los que califica de "rebeldes sin causa", tan distintos a los nuevos rostros que marcaban el triunfo revolucionario, hazaña a la cual Virgilio recibió con júbilo pleno. Un júbilo que, lamentablemente, estaba condenado a desaparecer.
     Luego vendrían los años más turbios, el cese de las Ediciones R, la UMAP, «la noche de las tres P», el recelo hacia la obra suya y de sus contemporáneos, el silencio finalmente. Despechado, Virgilio volvió a su fe primera, la Literatura, y sólo eso lo mantuvo vivo, leyendo en casa de Olga Andreu, Estorino o los Ibáñez. Su nombre fue anulado, y Los Siervos cargó con un doble mutismo: el que su propio autor le impusiera, y el que los funcionarios ahora le otorgaban con un quehacer tan imperfecto como el de aquellos personajes de la pieza. No vale la pena demorarse en la enumeración de esos desmanes. Lo triste es que aún hoy día Los Siervos sigue siendo un cardinal oscuro, un diálogo abortado que tampoco pudo resolverse cuando Teatro "El Público" intentó estrenarla recientemente, sin conseguirlo. Otras zonas de la obra piñeriana corren parecida suerte, gestos que nos faltan para recuperar toda su imagen. Recuperar: necesidad de abandonar este o aquel prejuicio para verle en la totalidad contradictoria que se propuso ser. El "pájaro de talento amargo", pagaría caro sus negaciones. Afortunadamente, hoy parecen correr otros aires sobre la Isla: se le estudia, se edita su mejor novela, se habla de Ciclón sin hacer demasiado caso a quienes aún la consideran prescindible. Nunca sabré la opinión que, en sus últimos años, tuvo sobre esta obra, que parece escrita de un golpe y que, perezoso como era para esos menesteres, seguramente no reescribió. Ojalá podamos hablar pronto sobre Los Siervos, esta pieza innegablemente suya, con la naturalidad con que nos inclinamos ante otras de sus páginas, con el mismo fervor con el cual me dirigí hace ya dos años hacia la casa de Antón Arrufat, tímido aún y tembloroso, llevando conmigo el proyecto inicial de este evento, ahora, por fin, ya realidad palpable gracias a tantos desvelos conjuntos. Volver a Ciclón, volver a Los Siervos, volver a Piñera hasta juzgarlo en toda su responsabilidad, su compleja entereza, es algo que haremos siempre con placer y seriedad, quién puede dudarlo. La seriedad que nos exige un autor de tanta y soberbia madurez.
 
III

     En 1993 había vuelto yo a la Habana, definitivamente harto de la provincia. Un día, a punto de salir a la calle, una noticia me detuvo: el cadáver de Rodríguez Feo estaba expuesto en Calzada y K. Ya había tenido noticias de la enfermedad que lo aquejaba, del largo delirio que precedió a su muerte. Sin dudarlo, como no había hecho nunca antes en casos parecidos, me dirigí a la funeraria. Allí encontré su mortaja, en un rincón donde César López y algunos vecinos esperaban en sillones de recia madera. Los demás fieles no habían llegado; algunos estaban aún en una premiación programada para esa tarde. Poco a poco, sin embargo, fueron apareciendo. Recuerdo a Cintio Vitier y Fina García Marruz ante el sarcófago, detenidos ante el cuerpo inerte, supongo que rezando. A Senel Paz, a otros. Por fin, cuando llegó la hora prevista, el cortejo salió hacia el cementerio. Yo me había acercado al ataúd poco antes, cosa que no acostumbro, a detenerme en el rostro del difunto. Estaba desfigurado, casi nada quedaba en esa faz del hermoso adolescente que creara Orígenes, que animara Ciclón; pocas veces he tenido frente a mí pruebas tan rotundas de la destrucción que es la Muerte. César López me instó a que fuera al entierro. Llegué a la necrópolis y allí encontré a Rafael Alcides. Abel Prieto dijo las palabras de duelo; yo esperaba que las dijese Arrufat. Esa tumba modesta, bajo la cual yacen sus restos, es la única que podría encontrar con certeza en todo el cementerio, cada vez que lo atravieso para llegar al otro extremo de la ciudad. No me gustan los entierros, la formalidad que representan. Sin embargo, debía ir a este como también fueron otros -no muchos- jóvenes escritores. No era una deuda, sino un gesto de puro agradecimiento lo que me llevaba a ese ceremonial, a la despedida que se le tributaba a ese hombre que también, a su modo, me había iluminado.

     Ahora la biblioteca de la UNEAC, la misma que él mejoró con sus propios libros, lleva su nombre. La edición facsimilar de Orígenes ha desaparecido; los ejemplares de Ciclón y Sur también. Una tarde, el pasado año, al entrar en una librería de segunda mano, hallé un estante lleno de magníficos volúmenes, editados por casas inglesas y norteamericanas. En ese estante se agrupaban la Biographia Literaria, de Coleridge, una recopilación espléndida de ensayos shakesperianos, una novela de Tennessee Williams, y -¡ah, prodigio!- The way of all flesh, la novela de Buttler que tanto leyó Piñera. Mi sorpresa fue mayor al abrirlos y hallar, en la primera página de cada tomo, una firma aún legible y conocida. La mano de José Rodríguez Feo había trazado en esas hojas su rúbrica. Comprendí que eran sus libros, parte de una espléndida biblioteca que ahora estaba siendo despedazada, destruida por gentes que no sabían conservarla, personas para las cuales esos libros carecían de valor. Entre el montón de magníficos libros, escogí un ensayo de Harry Levin sobre Christopher Marlowe, que conservo celosamente, junto al ejemplar de Mi correspondencia con Lezama Lima que aquella misma mano, tanto tiempo después, firmara para mí. Yo conservo esos libros, tal y como quiero conservar estos recuerdos en mi memoria. Todo es parte de un mismo agradecimiento, de un humilde homenaje al hombre que puso en mis manos el mito del que ahora puedo hablar; esas revistas que vuelven a ocuparnos. Un pretexto de homenaje; estas líneas, estos apuntes no quieren ser otra cosa. El homenaje de aquel silencioso lector que todavía sigo siendo.

1996



Diálogo imaginario

Virgilio Piñera

Lunes de Revolución, 21 de marzo, de 1960

SARTRE: ¿Está al tanto de mi filosofía?

PIÑERA: Confieso que de modo bien vago. Por ejemplo, no he leído El Ser y la Nada. Sólo a través de sus comentaristas tengo una idea de esa obra. Pero una idea sacada de los comentaristas resulta muy dudosa. Le diré que cuando cursaba mis estudios de Letras y Humanidades, nunca pude profundizar en los estudios filosóficos. Achaco tal falla a una virtud: la de mi fantasía. Así recuerdo que en ocasión de explicar el profesor la filosofía de Empédocles antes hizo referencia a la leyenda que dice que Empédocles se tiró de cabeza al Etna. Pues bien: de toda su exposición fue el salto mortal en el Etna lo que retuve. A medida que el profesor iba desarrollando la filosofía de Empédocles, yo, por mi parte, trataba de visualizar ese suicidio, me veía asimismo tirándome, también de cabeza, en cualquier zanja. En una palabra, me volaban mundos por la cabeza. Decididamente no estoy en condiciones de asimilar un tratado de filosofía. Por otra parte, se dicen muchas idioteces: que si Latinoamérica “no es apta” para la filosofía, que si el cubano tiene la cabeza a pájaros, que si Hegel dijo...Yo sé que usted no concede ningún crédito a esos profetas de feria. Ya  ve: contra esas negaciones in petto surgió Fidel Castro. ¿Qué nos asegura entonces que de nuestra nada filosófica no pueda surgir un gran filósofo?

SARTRE: Pero, al menos, conocerá usted los fundamentos de mi sistema filosófico.

PIÑERA: Si voy a contestar honestamente, lejos de mi ánimo cualquier salida de tono, le diré exactamente lo que conozco: sé que usted afirma que la existencia precede a la esencia; que el hombre elige; que el hombre es una pasión inútil. Acaso haya leído dos o tres cosas más. Más valdrá, antes de caer en la mentira, que le diga: sería inútil que usted me explicase todo eso. Usted sabrá por qué usted entiende su filosofía; yo no sabría por qué yo la entendería.

SARTRE: Usted resulta ingenioso, usted se defiende con el ingenio.

PIÑERA: No se lo niego. Pero veamos: yo no aplico mi ingenio a una pretendida explicación de su obra filosófica. Está bien claro que no la conozco. Es después de decir que no la conozco que pongo en marcha el ingenio. Pero de todo esto que estamos hablando me parece que está en claro lo que se refiere a la honestidad. Por más que yo me ingeniase seguiría sin comprender su filosofía. Es cuestión de naturaleza. Mire: yo, como usted, he escrito una pieza de teatro basada en una tragedia de Esquilo. Usted utiliza el mito griego para “existencializar”; yo, para “banalizar”. Y aunque Electra haga esfuerzos sobrehumanos, a través de un largo Monólogo, por desarrollar una teoría de los hechos, el público sale con la impresión de haber asistido a una demostración de pirotecnia. Electra no es otra cosa que un sucesivo estallido de cohetes. Tales estallidos tienen su razón de ser en el principio de que nada hay absolutamente doloroso o verdaderamente placentero.

SARTRE: Veo que usted nunca escribiría mis piezas de teatro.

PIÑERA: Ni usted las mías.

SARTRE: A propósito, ¿qué piensa de mi teatro?

PIÑERA: No es el caso decir que su teatro, una vez superados los problemas que el mismo plantea, será retirado de la circulación, y semejante a esas píldoras que nos han curado, pero de las que queda una buena cantidad en el frasco que las contiene, las tendremos en reserva por si el mal que nos aquejaba vuelve a hacer de las suyas. Este tipo de generalizaciones suele hacerlo esa gente a la que falta el tiempo para coger el tranvía... Por el contrario, me parece que su teatro encierra la suficiente emoción para no ser tomado como una simple receta. No por ello deja de ser un teatro “montado” de pies a cabeza, es decir, algo así como un mecanismo de relojería. Teatro al servicio de la filosofía. Esto no es un reproche. Si usted es un filósofo y si tiene una concepción del mundo precisa (hasta donde se pueda), los casos a plantear en escena estarán regidos por la misma. En tal teatro el azar no tiene su parte. Esto explica que los surrealistas no lo puedan ver a usted ni en pintura. Y, por supuesto, usted a ellos. Usted mismo ha declarado: “Muchos autores vuelven al teatro de situación. Ya no hay caracteres: los héroes son libertades cogidas en la trampa, como todos nosotros. Cada personaje será solamente la elección de una solución y tampoco valdrá más que la solución elegida. Es de desear que toda literatura sea moral y problemática, como este nuevo teatro”. (¿Qué es la Literatura?, Situaciones, II). Sería de desear, por ejemplo que Jarry hubiera vivido para leer tal declaración. Consecuencia de dicha lectura: apoplejía fulminante. Y aunque Jarry es también y como usted un moralista, rechaza cualquier tipo de conclusiones. La noche del estreno de Ubú Rey, Jarry se encargó de poner en el programa estas palabras: “Como el señor Ubú es un ser innoble, se asemeja (por lo bajo), a todos nosotros. Asesina al rey de Polonia (derrota al tirano –el asesinato parece justo a la gente, pues es un aparato acto de justicia); luego, ya rey, mata a los nobles, luego a los funcionarios, luego a los campesinos. Y así, habiendo matado a todo el mundo, ha expurgado con seguridad a algunos culpables, y se manifiesta como hombre moral y normal. Por fin, semejante a un anarquista, ejecuta él mismo sus decretos, destroza a la gente porque así le place y ruega a los soldados rusos que no tiren contra él, porque eso no le gusta. Es un poco niño terrible y nada lo contraría tanto como no herir al Zar, que es lo que todos respetamos. El Zar hace justicia: le quita el trono del que ha abusado, restablece a Brugelao (¿valía la pena?), y expulsa a Ubú de Polonia”.

SARTRE: Pero después vino la Revolución rusa, y hemos visto que Jarry se pasó de anarquista, que el Zar está muerto y enterrado, que los Bugrelaos no han vuelto a Polonia, que se mata a los culpables sin tener necesidad de matar a todo el mundo, que a la Revolución rusa ha seguido la china y después la cubana. Si Jarry viera todo esto, esa apoplejía de que usted hablaba hace un minuto.

PIÑERA: Eso se llama estar a la recíproca. Las apoplejías, como todos en la vida, pueden desencadenarse en varios sentidos. Estoy contra Jarry, y, por ende, con usted, por esa protesta basada en la fatalidad, el anarquismo o como se le quiera llamar. Toda denuncia se auto-destruye si se empieza por reducir al absurdo la denuncia misma. Aunque Jarry está lejos de cualquier bizantinismo, con todo, si millones de seres humanos viven bajo la explotación, si el capitalismo sigue haciendo de las suyas, si la bomba atómica puede reducirnos a mero  polvo, “jugar” con los problemas sin aportar soluciones; ser, por una parte, revolucionario (Ubú es la encarnación del burgués de su tiempo y Jarry lo planta valientemente en escena), y por otra, plantar al Zar haciendo justicia, es tan ineficaz y contraproducente como extirpar el apéndice a un enfermo y de paso extraerle el corazón.

SARTRE: Sin embargo, parece usted estar más cerca de Jarry que de mí.

PIÑERA: Le diré: en el teatro de usted falta un elemento sin el cual las cosas resultan demasiado serias, demasiado dogmáticas. Me refiero al humor –de cualquier color que éste sea. Fíjese que en sus piezas hay ironía- por cierto, de muy buena ley y que apunta  recto a su objetivo-. Mas sólo con ironía no basta. Si ella no está balanceada por el humor resultará negativa a la postre. Los hombres merecen más compasión que la impiedad en que la ironía los sume. El artista está obligado, aunque no más sea para desalojar la tensión, a procurar al espectador la ilusión de que sus problemas no son tan catastróficos como en el fondo resultan. Yo diría que el humor es un anestésico necesario para el dolor de la verdad.

SARTRE: Entonces, ¿estima usted que en mi obra falta la alegría?

PIÑERA: ¿Y cómo podría haberla? Sartre, es usted el escritor más terriblemente serio de nuestra época seria. Nada menos que es usted juez y reo al mismo tiempo. Vea, no sé gran cosa sobre épocas, pero ésta que nos ha tocado vivir, como ha puesto patas arriba los valores establecidos, como se ha visto precisada a destruir para construir (perdone lo fácil de la contraposición), y como no puede dejar de seguir sacando esos “trapos sucios” que durante siglos la gente se ha empeñado en ocultar, es por sí misma dramática. En este sentido su teatro resulta el más lúcido y el más conveniente para la época. Y volviendo a Jarry, él no entró en el jueguito sucio de Dumas, hijo de Labiche, de Augier y de Sardou, con su falsa alegría de la belle époque, pero tampoco entró en la ola revolucionaria que ya se oía mugir. Todo el mundo sabía que no bastaba con “el desorden sagrado del espíritu”. Y en eso se quedaron los surrealistas.

SARTRE: Usted emplaza a Jarry, pero olvida de emplazarse usted mismo. ¿Cómo justificaría a su pieza Los Siervos?

PIÑERA: Comenzaré por desacreditarla, y con ello no haré sino seguir a aquéllos, que con harta razón, la desacreditaron. A pesar de ser un hijo de la miseria, me daba el vano lujo de vivir en una nube... Por otra parte, el ejemplo de la Revolución rusa seguía siendo para mí un ejemplo teórico. Fue preciso que la Revolución se diera en Cuba para que yo la comprendiese. Por supuesto, esta falla no abona nada a favor mío. Cuando los estudiantes dicen que la mayoría de los intelectuales no nos comprometimos, tengo que bajar la cabeza; cuando los comunistas ponen a Los Siervos en la picota, la bajo igualmente. Pero no crea...Todo escritor tiene en su haber un Roquentín más o menos.

SARTRE: ¿Qué piensa de mi Roquentín?

PIÑERA: Aunque él tiene la ventaja sobre los Cochinos de ser, entre otras cosas, una “conciencia lúcida”; aunque él trata de justificar su existencia y aunque diga: “No necesito hacer frases. Escribo para aclarar ciertas circunstancias. Hay que desconfiar de la literatura. Hay que escribir al correr de la pluma, sin buscar las palabras”, es, no obstante, una reducción al absurdo. Para decirlo en otras palabras: Frente a un tribunal revolucionario Roquentín sería fusilado en el acto. Es tan negativo y anarquizante como el Pere Ubú de Jarry. Creo que esta negatividad usted la sintió cuando hizo el viraje de La Náusea a Los Caminos de la Libertad, es decir: de lo individual a lo colectivo. A partir de dicha obra usted se liga verdaderamente con el hombre. Hay una escena en su Nekrasof que me conmueve particularmente, y tanto más me conmueve particularmente, y tanto más me conmueve porque esa obra es un alucinante torneo de sarcasmos. Me refiero a la escena en que el Vagabundo salva a Jorge. Vagabundo: “¿Ves? No sólo hay malas gentes en la vida. Si yo hubiera encontrado a alguien como yo mismo para sacarme de la mierda...” Y es inútil que Jorge, una vez salvado, trate de invalidar con sarcasmos el acto del Vagabundo. Una vez más a solidaridad entre los hombres se ha puesto de manifiesto.

SARTRE: Hace un momento hablaba usted de Los Caminos de la Libertad. ¿Cree que puedo aplicarme el calificativo de novelista?

PIÑERA: Si un autor narra una historia a través de trescientas, de seiscientas páginas; si en ella hay personajes y situaciones inventadas por el autor, habrá que convenir que él es un novelista. Usted ha efectuado todo eso en Los Caminos. Por tanto, es usted un novelista. Por otra parte, resulta difícil seguirlo a usted en sus novelas. Uno puede estar más o menos preparado para seguir, por ejemplo, a Proust, pero a pesar de nuestras limitaciones En busca del Tiempo Perdido se deja leer. No sucede lo mismo con sus novelas. Hay que buscar la clave de ellas en su filosofía. Esto es lo que ha hecho Francis Jeanson. Dice: “Abordamos a Sartre en su aspecto literario, y experimentamos en primer lugar un sentimiento muy próximo al desaliento: en particular, no pudimos pasar más allá de la página treinta de Los Caminos de la Libertad. Después, empujados por una especie de necesidad casi profesional, nos dirigimos a las obras filosóficas y conocimos la magia de una expresión perfectamente adaptada a las perspectivas teóricas”.  Por mi parte le diré que menos afortunado que Jeanson, es decir, absolutamente incapacitado para medirme con su filosofía de usted, teniendo que enfrentarme con sus novelas por mis propios medios, he pasado de la página treinta y mucho más allá mordido por el aburrimiento. Pero esto es mi falta, no la suya. O acaso la suya: ya constituye una falla el hecho de que el lector tenga para no aburrirse con sus novelas, que iniciarse en su filosofía.

SARTRE: ¿Cómo me ve usted finalmente?

PIÑERA: Cierta gente ha dicho que usted no es artista, y añadían que ello se debe a la sombra gigantesca del filósofo. Dejemos a esa gente con sus “sensatas” opiniones. No se puede escribir los cuentos de El Muro o A Puerta Cerrada sin ser, antes que filósofo o pedagogo, un artista. Otra cosa es que su condición de filósofo y su propensión pedagógica lo lleven a una constante explicación y elucidación de los problemas. En última instancia, lo que importa es que la obra se muestre “al rojo blanco”, que queme. Usted no nos dará mucha “música de las esferas”  (¿quién querría escucharla todo el tiempo?), pero, en cambio nos recuerda, minuto a minuto, que somos hijos de nuestra época. Esto es una hazaña y es también un testimonio, hasta ahora el más completo de los años que nos tocó vivir en este mundo.


Los siervos

Virgilio Piñera

Revista Ciclón, no. 6, vol I, noviembre 1955.

PERSONAJES POR ORDEN DE APARICIÓN:

Orloff    .    .    .    .    Primer Ministro
Fiodor    .    .    .    Secretario del Partido
Kirianin    .    .    .    General del Ejército
Nikita    .    .    .    .    Filósofo del Partido y Siervo
Stepachenko    .    .    .    Espía
Adamov    .    .    .    Señor encubierto
Kolia    .    .    .    .    Obrero
Un oficial

ACTO ÚNICO

CUADRO PRIMERO

Decorado:

Un despacho. Óleo de Lenin al fondo. A la izquierda, óleo de Stalin. A la derecha, gran mapamundi. Debajo del cuadro de Lenin, mesa de trabajo. Al centro de la escena, cuatro butacas de cuero rojo. Junto a una de las butacas, una lámpara de pie, encendida. Orloff, Kirianin y Fiodor están sentados en las butacas.

Escena Primera

Orloff, Kirianin y Fiodor.

Orloff: Acá entre nosotros, confesemos, camaradas, que Nikita es un maestro. ¡Declararse siervo a estas alturas! Tal cosa no es posible, y sin embargo...

Fiodor: Puede ser una conspiración.

Kirianin: Imposible, camarada. El miedo te hace ver fantasmas. Toda la tierra y todos los hombres están comunizados. (Pausa.) Parece que el camarada olvida el triunfo de la revolución mundial. ¡Y en toda la línea!

Orloff: Camarada Kirianin, no perdamos el tiempo relatando lo que ha hecho el comunismo en un siglo. Discutamos sobre las medidas a tomar con el camarada Nikita.

Kirianin: ¡Nikita! ¡Nikita! De Nikita a nikitismo sólo hay un paso. Y entonces... ¡la debacle!

Fiodor: Pues bien, ese es el paso que Nikita no debe dar. Parémosle en seco.

Kirianin: Muy fácil decirlo, pero... hacerlo. (Pausa.) Camarada Orloff, propongo la desaparición del camarada Nikita.

Orloff: Nada de desapariciones por ahora. Los mártires son peligrosos. Que Nikita siga viviendo ignorado.

Kirianin: Todo esto me sorprende en Nikita. Es el filósofo oficial del Partido. Ahí están sus libros: cuarenta tomos escritos martillando sobre el igualamiento del género humano, y todo eso para declararse siervo de la noche a la mañana. (Pausa.) Sin duda, hay algo podrido en Nikita.

Orloff: Cuando un hombre se convierte en acción no puede hacer otra cosa que actuar. Si Nikita luchó para subir, ahora tiene que luchar para bajar.

Kirianin: Eso es lo que vamos a impedir que haga. Si el Partido ha subido hasta su punto más alto, si de ahí en adelante no hay más altura, no veo por qué tengamos que empezar el descenso. (Pausa.) Si Nikita quiere bajar, que baje las escaleras de su casa...

Orloff: El momento es bien grave para gastar bromas. (Pausa.) No olviden ustedes que Nikita ha lanzado un manifiesto preconizando el servilismo, declarándose siervo y pidiendo entrar al servicio de un señor.

Kirianin: Pero ni en Rusia ni en todo el planeta quedan señores.

Fiodor: Eso quisiera saber: ¿siervo de qué señor?

Orloff: Nada de esto tiene importancia. Lo esencial es que Nikita se ha declarado siervo. (Pausa.) Y esa declaración ha sido publicada en Pravda por el propio Nikita. ¡Qué descaro!

Fiodor: ¿Y cuál ha sido la reacción de las masas?

Orloff: Bien, para decir verdad no han reaccionado en ningún sentido. Cuando se ha llegado a la cima del mejor de los mundos, es difícil reaccionar. (Pausa.) Las masas han leído el manifiesto sin leerlo.

Kirianin: Entonces no veo la razón de esta conferencia. He suspendido mi cacería. (Se levanta.) Creo que estoy a tiempo todavía...

Orloff: (Haciéndole sentar de nuevo.) Me extraña, camarada Kirianin, tanta ligereza. Si es cierto que las masas, ebrias de felicidad, leen sin leer, no es menos cierto que Nikita pueda empeñarse en hacer que las masas lean leyendo.

Fiodor: ¡Formidable! Así empezó el Partido y así puede acabar el Partido. (Pausa.) Sin duda, el momento es grave.

Kirianin: Podríamos reeducar a Nikita.

Orloff: ¡Cuándo se ha visto que un comunista pueda ser reeducado!

Kirianin: Nikita es comunista, Nikita se declara siervo. Nikita se reeduca, por tanto, un comunista puede ser reeducado.

Fiodor: Eso es precisamente el clavo ardiente en este asunto. Teóricamente, un comunista no puede descomunizarse. Digo teóricamente pensando en los viejos tiempos del capitalismo. En esos tiempos, un comunista débilmente comunizado, podía pasarse al campo capitalista. Pero camaradas, ¡hoy! Hoy los cientos de millones del planeta Tierra son todos comunistas. Si no hay capitalismo, si sólo hay comunismo, ¿a qué campo pretende pasarse Nikita?

Orloff: Muy claro: al campo del servilismo. (Pausa.) Nikita quiere empezar de nuevo.

Kirianin: ¡Es un viejo romántico! (Da un puñetazo sobre el brazo de la butaca.) ¡Chochea, sí, chochea!

Orloff: ¡Calma, mucha calma! Nada resolveremos gritando y gesticulando. (Pausa.) El problema es este: encontrar una solución al caso Nikita.

Kirianin: ¿Cuál es la solución?

Orloff: Por el momento, ninguna.

Fiodor: Yo propongo una desaparición discreta.

Orloff: Nada de desapariciones. Mientras Nikita esté visible para todo el mundo nadie lo verá, pero si Nikita se hace invisible para todo el mundo, todo el mundo arderá en deseos de verlo.

Kirianin: Pero Nikita podría morir de "muerte natural"...

Orloff: Entonces el pueblo, al enterarse de la muerte natural de Nikita, leerá, leyéndolo, el manifiesto. De ahí a elevarle un sepulcro frente al sepulcro del Antisiervo, no hay más que un paso.

Kirianin: ¡Uf! Eso sí sería grave: masas servilizadas desfilan en silencio ante la tumba de Nikita, el gran servilista.

Orloff: Te ríes, pero eso sería, prácticamente, la situación. (Pausa.) No, nada de desapariciones.

Fiodor: Entonces dejémoslo al tiempo. El tiempo se encarga de todo. Es con el tiempo con lo que hemos llegado a la dominación mundial.

Orloff: Pero también tiene Nikita su parte en el festín del tiempo.

Kirianin: Nikita es una bomba de tiempo.

Orloff: Justo eso: una bomba de tiempo. (Pausa, se pone de pie.) El Partido nunca supo de una situación como esta. Estamos inmovilizados.

Kirianin: ¡Movilicémonos! (Camina a grandes pasos.)

Fiodor: ¡Movilicémonos! (Camina a grandes pasos.)

Orloff: (Desplomándose en la butaca.) ¡Inmovilicémonos! (Pausa.) Debemos lograr a toda costa que siga Nikita pasando desapercibido a las masas.

Fiodor: ¿Cómo lograrlo? Camarada Orloff, no apruebas la "muerte natural" de Nikita, tampoco un gran proceso público...

Orloff: ¡No, ni hablar de eso! Sería una hecatombe.

Fiodor: Bien, no proceso público, no proceso secreto, no ejecución pública ni privada. Y entretanto, Nikita amenazando...

Kirianin: El camarada Orloff dice que no habrá peligro en tanto el servilismo de Nikita siga pasando desapercibido a las masas. (A Orloff.) ¿Me he expresado bien?

Orloff: Sí, ¿y qué más?

Kirianin: Pues bien; empecemos nosotros mismos por hacernos los desapercibidos.

Orloff: No es mala idea. (Reflexionando.) Aunque tiene un pero: Nikita sabe que nosotros sabemos...

Kirianin: No se lo demostraremos. Hagamos la comedia. Es un modo de ganar tiempo.

Fiodor: También Nikita hará su comedia, también ganará tiempo. (Pausa.) Yo estoy por los procedimientos sumarísimos.

Orloff: Si al menos quedaran en el mundo unos cuantos capitalistas...

Kirianin: (Estupefacto.) ¿Capitalistas?

Orloff: Así como suena: ¡capitalistas! Si todavía existiera un reducto del capitalismo el servilismo de Nikita estaría liquidado.

Fiodor: No entiendo.

Orloff: Muy sencillo; diríamos esto: Nikita es un traidor, Nikita se ha pasado al bando de los perros capitalistas. A la semana nadie se ocuparía de Nikita.

Kirianin: ¡Qué tiempos aquellos! ¡Era la Edad de Oro! Entonces se podía gritar: ¡Abajo el capitalismo! En cambio, hoy no contamos con un solo enemigo.

Orloff: Nikita es un enemigo.

Kirianin: Un enemigo intocable. Nos impide gritar contra él, escribir contra él, y meterle unas balas en el pellejo.

Orloff: He ahí el problema: Nikita es un enemigo contra el cual nada pueden nuestras viejas consignas y nuestras gastadas técnicas. (Pausa.) Será cuestión de empezar de nuevo.

Fiodor: Juguemos su juego.

Kirianin: Caeríamos de lleno en el nikitismo.

Orloff: He ahí la broma: Nikita tiene juego y nosotros no tenemos juego. Nosotros somos comunistas y nada más; él es comunista y también es nikitista.

Fiodor: ¿Qué sabemos del nikitismo? Nada de nada.

Kirianin: Bueno, sabemos que Nikita se ha declarado siervo.

Orloff: ¿Y qué hay con eso? (Pausa.) Camarada, te reto a que encuentres el manual comunista que trata del nikitismo. ¿Con qué se come eso?

Kirianin: Estamos perdiendo el tiempo con exquisiteces intelectuales. Menos palabras y más acción.

Fiodor: ¡Ja, ja! Más acción. (Pausa.) ¿Y quién la vende? ¡Nikita!

Orloff: ¡Triste verdad! Nikita tiene todas las acciones en su mano.

Fiodor: No hemos adelantado un paso. En pocos minutos Nikita entrará en este despacho y todavía no tenemos un plan de acción definido.

Kirianin: Finjamos que el servilismo nos resulta indiferente. (Pausa.) Al menos, el servilismo declarado, porque en cuanto al otro... ¡Ja, ja, ja!

Orloff: ¿Qué dejas entrever, camarada?

Kirianin: Hablo muy claramente: somos señores encubiertos pero señores al fin y al cabo.

Fiodor: No lo podemos negar.

Orloff: Pero sí se lo negaremos a Nikita hasta tanto no podamos pulverizar a Nikita.

Kirianin: Interroguémosle encubiertamente.

Fiodor: De todos modos será un interrogatorio, y Nikita sabrá que lo estamos interrogando.

Kirianin: ¿Con qué pretexto lo llamaremos?

Orloff: Para discutir simples procedimientos de forma. Por ejemplo, ese discurso sobre la felicidad del mayor número sería un excelente pretexto.

Kirianin: Nos exponemos a que nos diga que, visto que la felicidad del mayor número es un hecho consumado, él desea empezar a ser el primer infeliz de la infelicidad del mayor número... (Pausa.) No, no despertemos a la fiera.

Orloff: En cuanto a eso, vive tranquilo. Nikita es un viejo zorro. Dudo mucho que asome la oreja en esta entrevista.

Kirianin: ¡Qué eufemismo!

Orloff: Bueno, en este interrogatorio. (Pausa.) ¿Lo llamamos?

Kirianin: Manos a la obra.

Fiodor: Mucha prudencia. Comportémonos como iguales de Nikita. No dejemos ver nuestro señorío.
Orloff: Cierto, con Nikita hay que andar con pies de plomo. (Pausa.) Ahora, charlemos con Nikita. (Toca el timbre.) Con pies de plomo. (Se dirige lentamente a la mesa y coge unos papeles.) Con pies de plomo...

TELÓN 



Escena Segunda

El mismo decorado.

Orloff, Fiodor y Kirianin. Entra Nikita.

Nikita: ¡Salud, camaradas!

Orloff, Fiodor, Kirianin: (A coro.) ¡Salud!

Nikita: ¿Alguna novedad, camaradas? He llegado ayer del Cáucaso y no he tenido tiempo para leer nuestra venerable Pravda.

Orloff: (Llegando junto a Nikita.) No hay novedades, camarada. Todo marcha perfectamente. (Pausa.) ¿No tomas asiento?

Nikita: Gracias, prefiero estar un rato de pie. Llevo dos horas sentado en mi despacho...

Orloff: (Hojeando los papeles.) Te hemos llamado para discutir unas cuestiones de forma.

Nikita: ¿Sobre qué asunto?

Orloff: Sobre la felicidad del mayor número posible.

Nikita: Veamos.

Orloff: (Leyendo.) "La felicidad del mayor número, habiendo sido felizmente alcanzada, no podrá existir necesariamente otra felicidad mayor que la felicidad alcanzada por el mayor número". (Pausa.) ¿Encuentras en este párrafo, Nikita, algún vicio de forma?

Nikita: La forma es perfecta, inobjetable.

Orloff: ¿Y en cuanto al fondo?

Nikita: Habiendo alcanzado la felicidad de mayor número –cuestión de fondo que ya no se plantea, puesto que hemos alcanzado la felicidad del mayor número– sólo nos quedan por ventilar puras cuestiones de forma sobre la felicidad alcanzada por el mayor número.

Fiodor: (A Kirianin.) El viejo zorro no caerá en la trampa. (A Nikita.) ¡Bravo, Nikita! ¡Dialécticamente irrefutable! (Pausa.) Se me ha ocurrido, en vista de que el Partido ha salvado todas las etapas de las cuestiones de fondo, que ha llegado el momento de desarrollar hasta sus últimas posibilidades todas las cuestiones de forma...

Nikita: Me hago cargo, camarada Fiodor.

Fiodor: Pues bien, nos parecería una gran cosa que el camarada Nikita se dedicara, de hoy en adelante, a redactar los cientos de miles de cuestiones de forma, que son el resultado de los cientos de miles de cuestiones de fondo.

Nikita: Quiere decir, que el Partido, habiendo superado la fase activa, está ahora en fase contemplativa.

Orloff: El Partido repitió la hazaña del Creador. Es el único Partido que haya logrado semejante tour de fource. (Se repantiga en la butaca, se frota las manos.) Y bien, Nikita, después de recrear el mundo a nuestra imagen y semejanza, nos hemos dedicado a contemplar el mundo.

Nikita: También nos parecemos al Creador, que duerme con un ojo abierto... y el fusil al hombro. Al menor asomo de rebelión: ¡pin, pan, pum!

Orloff: En el mejor de los mundos las posibilidades de rebelarse son mínimas.

Kirianin: (Mirando fijamente a Nikita.) ¿Rebelarse? ¿Pero quién tomaría las armas contra la felicidad?

Orloff: No sigo bien tu pensamiento, Nikita. Hablas de rebelión. El Partido ha hecho tan bien las cosas que no tiene necesidad de mantener abierto ninguno de los dos ojos. Puede dormir a pierna suelta. (Pausa.) Me extraña sobremanera que el camarada Nikita, comunista de pies a cabeza, plantee la posibilidad de una rebelión armada.

Nikita: Me extraña sobremanera que el camarada Orloff tome mis palabras al pie de la letra y se retrotraiga a los tiempos heroicos de las barricadas. He sido llamado aquí, si no me equivoco, para departir sobre puras cuestiones de forma. Una de ellas, y en ella se me ocurrió pensar por pura cuestión de forma, fue la pura cuestión de forma del ojo abierto mientras se duerme en previsión de... Porque, así como no hay cosa más dulce –y cito a Dante– que acordarse del tiempo feliz en la desgracia, no hay igualmente, cosa más dulce que acordarse del tiempo desgraciado en la felicidad... Y esto, por supuesto, en pro del desarrollo intensivo de las puras cuestiones de forma.

Orloff: Yo quisiera hacer comprender al camarada Nikita, que cuando se habla del desarrollo intensivo de las puras cuestiones de forma, es sólo con vista al presente feliz que vive el Partido, y no con vista al pasado azaroso que ha vivido el Partido.

Kirianin: El pasado del Partido está muerto y enterrado.

Nikita: No me opongo a ello, pero como aquí estamos tratando del desarrollo intensivo de las puras cuestiones formales, yo quiero poner mi grano de arena. Propongo que la brillante frase del camarada Kirianin –"el pasado del Partido está muerto y enterrado"– sea cambiada por esta otra: "El Partido del pasado está muerto y enterrado".

Orloff: ¿Estarías dispuesto a firmar esa proposición?

Nikita: Aunque el camarada Orloff sabe de sobra que las publicaciones en nuestra república son anónimas, yo acepto sin embargo poner mi firma al pie de mi proposición formal, pero con una condición.

Orloff, Kirianin, Fiodor: (A coro.) ¿Cuál?

Nikita: Que se especifique muy claramente que si he firmado dicha proposición ha sido para cooperar con mayor eficacia al desarrollo intensivo de las puras cuestiones de formas y que, por lo tanto, mi firma es sólo una pura, inocente cuestión de forma.

Orloff, Kirianin, Fiodor: (A coro.) ¡Traidor!

Nikita: (Flemático.) De acuerdo. Soy un traidor, pero... formal. Aunque lo quisiera no podría ser un traidor real. No existe otro estado al que yo pueda revelar secretos de estado que, por otra parte, serían sólo secretos sobre puras cuestiones de forma.

Orloff: (Sombrío.) Dejemos ya las puras cuestiones de forma y vayamos al grano...

Nikita: (Interrumpiéndole.) Bueno, al grano formal...

Orloff: (Se acerca a Nikita hasta tocar la frente de este con su dedo.) ¡Ese grano –grano cochino, grano infeccioso, grano renegado– eres tú, Nikita! (Pausa.) ¡Te has declarado siervo!

Nikita: (Hace una reverencia, besa a Orloff la mano, cae de rodillas.) Siervo soy, señor. (Camina de rodillas y besa los pies de Kirianin y Fiodor.)

Orloff: Levántate, Nikita. Nos repugna tu pantomima.

Nikita: (Trata de pararse, pero vuelve a caer de rodillas.) No puedo, señor, no puedo pararme, sólo puedo prosternarme. (Continúa arrodillado con la cabeza en el suelo.)

Kirianin: (A Orloff.) Buena la hemos hecho. Ahora no podremos seguir en el desapercibimiento.

Fiodor: (Sacando su pistola.) Voy a matar a ese perro inmundo.

Orloff: (Le quita la pistola.) ¡Estás loco! Eso sería la chispa. Mañana tendríamos miles de siervos arrodillados en la plaza Roja. Localicemos la peste.

Kirianin: Exacto: localicemos la peste. Aislemos al apestado.

Orloff: (A Nikita.) Escucha bien, Nikita.

Nikita: (Agarrando el pie calzado con bota de Orloff y poniéndolo sobre su cabeza.) Escucho, mi amo.

Orloff: Supongo que te has declarado siervo por una cuestión formal. (Mira ansiosamente a Kirianin y a Fiodor.)

Nikita: (Incorporándose.) Nada de cuestiones formales, señor. Sólo sé que soy un siervo, humildísimo siervo de cualquier amo.

Kirianin: ¿No estás contento con la felicidad colectiva?

Nikita: ...Excelentísimo señor, no me place la felicidad colectiva. Prefiero la felicidad personal de ser el humildísimo siervo de tan grandes señores.

Orloff: Bien sabes que un comunista sólo puede ser comunista y no otra cosa. (Agarra a Nikita por los hombros y lo sienta en la butaca.) Un comunista jamás se arrodilla ante nadie. Por eso suprimimos a Dios.

Nikita: (Se desliza de la butaca y cae nuevamente de rodillas.) No puedo, señor, no puedo sino arrodillarme. (Pausa.) Además, señor, no soy comunista, soy servilista. (Vuelve a poner la cabeza en el suelo.)

Orloff: (A Kirianin.) Tiene el siervo metido en el cuerpo.

Kirianin: Torturémosle.

Fiodor: Nikita te lo pediría de rodillas. ¡Qué mejor cosa para un siervo que ser torturado por su señor!
Kirianin: ¡Diablos! No hay por donde agarrar a este hombre.

Orloff: Di mejor a este siervo. Su servilismo nos domina.

Kirianin: Se me ocurre algo formidable. Vamos a obligarle a hacer el señor.

Orloff: ¡Magnífica idea! Será la única tortura acertada. (Pausa.) ¡Manos a la obra!

Fiodor: No entiendo bien la cosa.

Orloff: Ustedes caerán de rodillas, en tanto que yo, pistola en mano, exigiré a Nikita daros de puntapiés en el trasero. (Pausa.) Esto lo haremos a título de ensayo. Los días siguientes turnaremos nuestros traseros a fin de repartir comunistamente sus patadas, y así proseguiremos hasta que Nikita quede completamente desintoxicado. (Pausa.) Caed ahora de rodillas.
(Kirianin y Fiodor caen de rodillas.)

Orloff: (A Nikita.) Camarada Nikita.
(Nikita no se mueve.)

Orloff: Siervo Nikita.

Nikita: (Incorporándose.) ¿Qué quiere, mi señor?

Orloff: (Le apunta con la pistola.) Te ordeno ser el señor de estos dos siervos. Dales en el trasero unas cuantas patadas de desprecio.

Nikita: (Poniéndose de pie.) ¡Oh, señor, qué alegría! Ya tengo partidarios. (Se arrodilla junto a Kirianin y Fiodor.) Ahora somos tres siervos. Pidamos a este magnífico señor que nos dé unas cuantas patadas en el trasero.

Orloff: (Violento.) ¡Nikita, poneos de pie!

Nikita: (Lloroso.) ¡Oh, señor, no puedo sino arrodillarme!

Orloff: (Le apunta de nuevo con la pistola.) ¡Te voy a matar como a un perro! ¡Levántate! (Nikita se pone de pie.)

Orloff: (Le pone el cañón de la pistola en la sien.) ¡Insúltalos!

Nikita: (Balbuceando.) Señor...

Orloff: El señor eres tú, ¿me entiendes? ¡Adelante!

Nikita: (Haciendo un gran esfuerzo.) Perros siervos...  (Pausa.) ¡Oh, no puedo, señor, no puedo, soy también un perro siervo!

Orloff: ¡Adelante! He dicho.

Nikita: Perros siervos... (Pausa.) No puedo, amo mío. No puedo hacer el papel de vuestra señoría. Prefiero la muerte.

Orloff: (Le da un empujón.) ¡Anda! Da de patadas a tus siervos. (A Fiodor y Kirianin.) ¡Presentad el trasero a Nikita!
(Fiodor y Kirianin presentan el trasero.)

Nikita: No podría patear el trasero a un señor y estos son señores disfrazados de siervos. Sería un crimen de leso trasero. Por menos que eso el difunto Zar ejecutaba a millones de siervos.

Orloff: Esos siervos son los santos de nuestra religión. Murieron para que no hubiese más siervos sobre la tierra.

Nikita: Y yo voy a morir para que hayan siervos en la tierra. Es una fatalidad. Tengo la plena seguridad que voy a encontrar un amo, aunque ese amo me envíe al patíbulo. Ese amo está ahí, ya lo veo, lo oigo, lo toco casi, es mi verdugo, pero lo adoro porque mi trasero no puede hacer el siervo si no tiene su patada. (Pausa.) ¡Señor, matadme, pero no patearé esos traseros! Haría traición a la sociedad de los traseros.

Orloff: (Cambiando de tono.) Fiodor, Kirianin, ¿qué quiere decir esa posición? Estamos aquí con el camarada Nikita para discutir cuestiones de pura forma, y francamente, no veo ningún vicio de forma en vuestros traseros.
(Fiodor y Kirianin se ponen de pie.)

Orloff: (Guardando la pistola.) Camarada Nikita, ¿de modo que la frase "la felicidad del mayor número, habiendo sido felizmente alcanzada, y no pudiendo existir otra felicidad que la felicidad alcanzada por el mayor número", no adolece de ningún vicio de forma?

Nikita: La forma es perfecta, inobjetable.

Orloff: ¡Magnífico! Entonces pasemos a la frase siguiente.

Nikita: Pasemos, camarada, a la frase siguiente.

Orloff: "Si la religión es el opio de los pueblos, no habiendo religión no hay opio, debido a la felicidad alcanzada por el mayor número..."

TELÓN  





CUADRO SEGUNDO


Decorado:

Casa de Nikita. Sala pequeña. Al centro, un sillón de tapicería con respaldo alto. Frente al sillón, una sillita de pino. Puerta a la derecha del actor. Puerta al fondo. Suena el timbre. Aparece Nikita por la puerta del fondo. Camina entre las dos sillas, las mira un momento y se dirige a la puerta.

Escena Primera

Nikita, Stepachenko.

Stepachenko: (Con el sombrero puesto y un diario bajo el brazo.) ¿Vive aquí Nikita Smirnov?
Nikita: Yo soy Nikita Smirnov. Pase adelante, camarada. (Stepachenko entra y Nikita cierra la puerta.) ¿A quién tengo el honor de recibir en mi casa?

Stepachenko: (Siempre con el sombrero puesto abre el diario.) Me llamo Sergio Stepachenko. (Pausa.) Dice aquí en Pravda que el camarada Nikita se declara siervo.

Nikita: En efecto, me he declarado siervo.

Stepachenko: También dice el manifiesto que el camarada Nikita busca un amo.

Nikita: En efecto, busco un amo. (Pausa.) Pero será mejor que nos sentemos. Perdone la pobreza de esta vivienda, pero está a tono con mi nueva condición. Tome asiento.
(Stepachenko contempla un momento los dos asientos. Sin vacilar se sienta en el sillón. Sigue con el sombrero puesto.)

Nikita: (Aparte.) Buen comienzo. Parece conocer sus derechos. (Pausa.) ¿Qué negocio me viene a proponer?

Stepachenko: (Arrellanándose.) Creo ser, sin vanidad personal alguna, el único camarada que ha leído tu manifiesto leyéndolo realmente. (Pausa.) ¿Sabes por qué? Estaba a punto de declararme amo cuando me cayó tu manifiesto bajo los ojos. Me dije: Pues si alguien pide un amo, ¿qué mejor amo que yo?

Nikita: Bueno, no hay que precipitarse. (Pausa.) Soy exigente.

Stepachenko: Yo también soy exigente. Así como así no se es siervo de este señor.

Nikita: Lo mismo digo yo: así como así no se es señor de este siervo.

Stepachenko: Perfecto. (Pausa.) ¿Puedo saber tus exigencias?

Nikita: En primer lugar, no acepto ser siervo de un ruso blanco teñido de rojo. ¿Lo eres tú?

Stepachenko: (Dando un puñetazo y soltando la risa.) ¡Formidable! Es también esa mi primera exigencia: no acepto ser señor de un ruso blanco teñido de rojo. ¿Lo eres tú?

Nikita: Parece que ni tú ni yo lo somos, y eso es un buen comienzo. Sería traicionar nuestro credo revolucionario si aceptásemos contubernio con un ruso blanco teñido de rojo. Nos tacharían de reaccionarios, y a fe mía, con harta razón. (Pausa.) La segunda condición que pongo es que deberás darme patadas en el trasero.

Stepachenko: (Dando un puñetazo y riendo a carcajadas atronadoras.) ¡Por las barbas de Lenin! Parece que lees en mi alma. Si quieres que sea tu señor deberás dejar patearte el trasero.

Nikita: Vayamos a la tercera y último. Si te la expongo es por pura cuestión de forma. Esa condición está en la masa de la sangre del amo.

Stepachenko: Te escucho.

Nikita: Me entregarás al verdugo si me rebelo.

Stepachenko: (Serio.) ¡Perro sarnoso! Claro que te pondré en manos del verdugo si llegaras a rebelarte. (Pausa.) Pero, ¿por qué te rebelarías? ¿No has escogido tú mismo el servilismo?

Nikita: Sí, pero podría suceder que me llegase a cansar de tus patadas en el trasero. Además, puede llegar a ser peligroso un siervo declarado. Hay que preverlo todo.

Stepachenko: Una golondrina no hace verano y un siervo solo no puede fomentar una revolución. En cambio, me parece más lógico que pueda denunciarte como siervo declarado si esto conviene a mis intereses cerca del Estado.

Nikita: Sí, me decapitarían a mí solo porque aún cuando te hayas declarado señor, los señores acabarán por entenderse con los señores.

Stepachenko: Lo más malo que podría ocurrirme sería tener que volver a mi encubrimiento. Pero no por ello dejaría de ser señor. (Pausa.) Si tuvieras cerebro como los señores podrías entender esto.

Nikita: Hay un momento en que el señor puede pensar que su siervo tiene cerebro.

Stepachenko: ¿Qué momento es ese?

Nikita: El de la rebelión del siervo. En ese momento el señor se entera que el siervo posee un cerebro, pero como en casa del señor no puede haber dos cabezas, el señor llama al verdugo para que este corte la del siervo.

Stepachenko: Escucha, Nikita, todo eso está muy bien, pero si llegamos a entendernos prefiero menos dialéctica y más servilismo.

Nikita: Comprenderás que si utilizo muchos argumentos para defender mi causa, es porque un buen siervo debe asegurarse de que ha escogido un amo bien cruel.

Stepachenko: En cuanto a eso, vive tranquilo. Te aseguro que mis órdenes y mis patadas son terribles.

Nikita: He leído en no sé qué libro que un gran señor propinó tal patada al trasero de su siervo que lo lanzó a dos metros de distancia. He ahí una prueba contundente del desprecio humano. (Pausa.) Pero, dime algo a título de simple curiosidad.

Stepachenko: Estás preguntando muchas cosas y diciendo muchas otras, Nikita. Eso no está bien en un siervo.

Nikita: Todavía no eres mi señor ni todavía soy tu siervo. Todavía no he caído de hinojos a tus plantas. Tengo que estar seguro de que eres digno señor de este siervo.

Stepachenko: (Nervioso.) ¿Es que no llegaremos a un acuerdo? Sería una lástima. Eres el servilismo hecho carne.

Nikita: Eres demasiado impaciente. La autoridad se te ve en la punta de los dedos. Confiesa que estás loco por darme una patada. Por supuesto, una patada en el trasero. (Pausa.) Pero, dime: ¿Qué te movió a declararte amo?

Stepachenko: Quiero darte patadas, quiero mandarte al infierno. Además, quiero mandar.

Nikita: ¿Sobre uno solo?

Stepachenko: Por el momento. Después, sobre muchos.

Nikita: Sin embargo, te arriesgas demasiado. Puedes cortar la cabeza a un siervo pero muchos siervos acabarán por cortarte la cabeza. Los historiadores llaman a eso la rebelión de los siervos.

Stepachenko: Ahora estamos en la etapa de la declaración de los siervos.

Nikita: Después de la declaración viene la rebelión.

Stepachenko: Hace un momento decías que la tercera condición para entrar a mi servicio era, que si te rebelabas, yo debía ponerte en manos del verdugo.

Nikita: Condición sine qua non.

Stepachenko: Bien, dale la vuelta a esa condición y pon al amo pidiendo que corten su cabeza al menor asomo de sumisión a sus siervos.

Nikita: Si yo digo que el siervo pide horca al menor intento de rebelión, lo hago para poner de manifiesto el profundo servilismo del siervo, pero nunca olvides que un siervo que se rebela no es más un siervo. Su acto de rebeldía lo convierte automáticamente en un rebelde.

Stepachenko: Se plantea una contradicción: en nuestro contrato tú estableces una cláusula categórica: "mi cabeza será cortada al menor acto de rebeldía". (Pausa.) Sin embargo, te contradices al afirmar que tus actos de rebeldía te convierten automáticamente en un rebelde.

Nikita: Contradicción aparente, fácilmente salvable. El siervo en frío dice una cosa, el siervo en caliente, otra.

Stepachenko: En ese caso, no tendré la ocasión de cortarte la cabeza. Por el contrario, será el siervo en caliente quien trate de cortar la mía.

Nikita: Escucha: yo no puedo acelerar el curso de la historia. Es el siervo en frío, sumiso a su amo, servil con su amo, quien en este momento pide a su amo que su cabeza sea entregada al verdugo al menor acto de rebeldía. Nada debe poner en peligro el buen servilismo del siervo.

Stepachenko: Entonces...

Nikita: Pero si algo pone en peligro el buen servilismo del siervo, si ese algo lleva al siervo de lo frío a lo caliente, entonces esa cláusula se convierte en papel mojado. (Pausa.) ¿Recuerdas a los extintos sacerdotes católicos? Algunos de ellos juraban y después abjuraban.

Stepachenko: (Riendo.) De todos modos puedes morir en la horca.

Nikita: No por ello dejaré de ser una cuestión candente. Chispazo para la hoguera que te abrasará en su momento.

Stepachenko: No aceleres el curso de la historia... Disfrutemos la nueva situación. (Pausa.) ¿Qué te parece si te doy la primera patada? (Se pone de pie.)

Nikita: Antes déjame lustrar tus botas. El servilismo tiene sus grados. (Saca un pedazo de franela.)

Stepachenko: Quiero saber cuándo puedo empezar a ser el amo. No vas a ser tú quien dé las órdenes. ¿Soy o no soy tu señor?

Nikita: (Prosternándose.) Tú mandas, mi señor. Tus deseos son órdenes.

Stepachenko: Tráeme un vaso de vino.

Nikita: (Se pone de pie, tiembla.) No hay vino en casa, señor.

Stepachenko: ¡Cómo! Perro inmundo, ¿te has bebido el vino? (Le da una patada en el trasero.)

Nikita: ¡Oh dioses del panteón rojo! Cuánta dicha. Mi trasero os agradece.

Stepachenko: ¿Qué estás mascullando, vil gusano? Lustra mis botas.

Nikita: (Lustra las botas a Stepachenko.) ¡Oh siervos sacrificados de nuestra vasta Rusia, haced que mi amo sea cruel, duro, autoritario, tiránico y gran pateador de traseros!

Stepachenko: (Enojado.) ¿Sigues murmurando? (Pausa.) ¿Dónde está el knut? ¿Es que no hay knut en esta casa?

Nikita: (Poniéndose de pie.) No, Stepachenko. El señor rojo no pronunciará esa palabra infamante, triste recuerdo de la Rusia blanca. El nuevo señor debe estar a tono con los tiempos modernos.

Stepachenko: ¿Qué se te ocurre entonces? Pero, ¡pronto! Ardo en deseos de flagelarte. Cada momento que pasa me siento más señor.

Nikita: ¡Y yo más siervo! (Se queda pensativo.) ¡Ah, ya lo tengo! El knut se llama Pravda.

Stepachenko: ¿Pravda?

Nikita: Pravda es una palabra roja. Pone los traseros al rojo.

Stepachenko: Ahora mismo salgo a comprar una Pravda de siete colas. (Pausa.) Y ya sabes, perro sarnoso, quiero tener vino esta noche. Además, velarás mi sueño.

Nikita: (Prosternándose de nuevo.) Tus deseos son órdenes, señor. (Pausa.) ¿Puedo decirte algo de la mayor importancia?

Stepachenko: Te escucho, pero que sea de la mayor importancia.

Nikita: Estoy vigilado. Ya deben saber que tengo un amo. Por mi parte, estoy dispuesto al sacrificio. Antes la muerte: no renunciaré a mi condición de siervo.

Stepachenko: Sé muy bien que estás vigilado. Acabarás en la horca, pero mientras tengas vida te daré buenas patadas en el trasero. (Le da dos patadas.)

Nikita: Entonces, amo mío, si te parece bien comenzaré a servir desde mañana en tu casa. (Solemne.) Sólo la muerte podrá separarnos. (Pausa.) ¿Sería mucho pedir, señor, que me recibieras con la Pravda en la mano?

Stepachenko: Concedido. Te obsequiaré con una lluvia de vergajazos rojos.

Nikita: Esos vergajazos serán los primeros heraldos de la rebelión de los siervos.

Stepachenko: Pero, ¿cómo osas expresarte con ese lenguaje?

Nikita: Las manos de mis hermanos cortarán la cabeza de tus nietos.

Stepachenko: ¿Te has vuelto loco? (Pausa.) ¡Y no tener aquí mi Pravda para darte unos buenos vergajazos!

Nikita: Puedes darme una patada en el trasero. Es un magnífico aperitivo para tu pie y para mi trasero. Entre la patada y el vergajazo hay diferencias de grado, pero no de substancia.

Stepachenko: Cuando seamos miles de señores poderosos, tú y tus siervos, hermanos, cerraréis la boca y abriréis el trasero. (Le da una patada.)

Nikita: Tu oráculo no puede fallar. Será la rebelión de los traseros.

TELÓN 



CUADRO SEGUNDO

Escena Segunda

Decorado:

Lujoso dormitorio en casa de Stepachenko. Cama con dosel y colgaduras. Piel de oso blanco al centro. Tapices en las paredes. Butaca junto a la cama. Stepachenko está acostado. Ronca.

Stepachenko, Nikita, Adamov.

Stepachenko: (Despertando sobresaltado.) ¡Nikita! ¡Nikita!

Nikita: (Pantalón negro, casaca blanca con botones rojos.) ¿Llamaba el señor?

Stepachenko: (Juntando las manos.) Nikita, ¿sabes? Soñé que te cortaban la cabeza. (Pausa.) Era muy chistoso.

Nikita: Después de todo, señor, no tiene gran importancia. Una cabeza más o menos.

Stepachenko: Claro que no tiene importancia la cabeza de un cochino siervo como tú. Además, ¿de qué sirve la cabeza a un siervo? Con tal que tenga un trasero.

Nikita: Señor, está demostrado que los sueños no quieren decir nada.

Stepachenko: No dirás lo mismo cuando veas tu cabeza en el tajo. (Pausa.) ¿Qué hora es?

Nikita: Las doce pasadas.

Stepachenko: ¡Diablo! Tengo que salir. (Pausa.) ¿Ha venido alguien?

Nikita: Sí, señor. En la sala aguarda un señor.

Stepachenko: ...¿un señor? ¿No te equivocas? ¿No soy yo el único señor?

Nikita: Parece que no, porque me dijo que estaba dispuesto a pagar un buen precio por mi cabeza.

Stepachenko: ¿Oigo bien? ¿Por tu cabeza ha dicho? (Pausa.) ¿Y por qué pretende tu cabeza?

Nikita: Lo ignoro, señor. Acto seguido me dio una patada en el trasero.

Stepachenko: (Asombrado.) ¿Te dio una patada en el trasero?

Nikita: Y dijo que no había duda alguna en cuanto a mi trasero.

Stepachenko: ¿Qué crees que quiso decir?

Nikita: Que yo tenía trasero de siervo.

Stepachenko: No te venderé por todo el oro del mundo. Tu cabeza me pertenece. Que se busque otra cabeza y otro trasero. (Pausa.) Despídelo.
(Nikita sale y vuelve a entrar.)

Nikita: ¡Oh señor! Le he dicho que su señoría no podía recibirle y me ha dado una terrible patada en el trasero.

Stepachenko: (Salta de la cama y da a Nikita una patada.) Despídelo.
(Nikita sale y vuelve a entrar.)

Nikita: Me ha propinado, señor, otra patada. Dice que él es tan señor como el señor.

Stepachenko: Eso lo veremos. (Pausa.) Dile que pase. (Se acuesta de nuevo.)
(Salida de Nikita.)

Adamov: (Entra y saluda con extremada cortesía.) ¿Tengo el honor de conocer al grandísimo señor Sergio Stepachenko?

Stepachenko: (Seco y cortante.) ¿Cómo os llamáis? ¿Qué os trae por mi casa?

Adamov: Mi nombre es Basilio Adamov. Vivo en los Urales. Tengo muchas almas bajo mi férula. Estas almas han leído el manifiesto de Nikita y en consecuencia han declarado su servidumbre. Pido la cabeza de Nikita.

Stepachenko: No la venderé por todo el oro del mundo. (Pausa.) En cambio, os sugeriré algo muy interesante.

Adamov: (Impaciente.) ¡Bah!...

Stepachenko: Cortad todas esas cabezas.

Adamov: Son ochocientos brazos que trabajan para mí y cuatrocientos traseros a los que doy patadas. Lo menos que puedo hacer por ellos es perdonarles la cabeza. Manera de preservar la productividad. (Pausa.) En cambio, vos tenéis un solo siervo. Os pago bien su cabeza.

Stepachenko: No me pidáis tal cosa. No me puedo pasar sin siervo.

Adamov: Tomad un siervo provisionalmente. Es la misma cara y el mismo trasero. Necesito a Nikita para hacer un escarmiento.

Stepachenko: No puedo. Requerid los servicios de la autoridad.

Adamov: El gobierno cortaría las cabezas de mis siervos. No me conviene vuestro consejo.

Stepachenko: ¿Se han rebelado vuestros siervos?

Adamov: No se han rebelado, pero han declarado su servidumbre.

Stepachenko: ¿Cómo traducen en la vida práctica esa declaración?

Adamov: Me dijeron: ya que el señor nos patea el trasero, no queremos una igualdad teórica.

Stepachenko: No les falta razón.

Adamov: Uno de esos hijos de perra tuvo la osadía de decirme: la igualdad debe ser igual para todos: si el señor puede patearme el trasero, yo también puedo patear el trasero al señor.

Stepachenko: Acá entre nosotros, Adamov, esa es la verdadera camaradería. Claro, que tal camaradería no es posible, ya que es muy agradable dar patadas en el trasero y muy desagradable dejar darse patadas en el trasero.

Adamov: En tiempos de los Zares la cosa estaba más definida. Cada parte sabía su papel y cada parte tenía su nombre bien especificado.

Stepachenko: Al menos, el siervo tenía derecho a llamarse siervo. Era su único derecho.

Adamov: Y el señor a llamarse señor. Tampoco nosotros podemos llamarnos señores.

Stepachenko: Cosa que no tiene la mayor importancia ya que somos los opresores.

Adamov: De acuerdo. Uno puede seguir siendo señor aunque tenga que serlo encubiertamente. Eso no molesta. Pero a un siervo le molesta que le hagan pasar por camarada con todos lo derechos, siendo en realidad siervo sin ninguno de los derechos.

Stepachenko: La igualdad condicionada es una píldora muy difícil de tragar.

Adamov: Mal que bien la iban tragando, pero ese cochino de Nikita ha echado todo por tierra. Dadme su cabeza.

Stepachenko: No está en mi poder daros la cabeza de Nikita.

Adamov: ¿No sois el dueño de sus actos y de su vida?

Stepachenko: Si os concediera la cabeza de Nikita querría decir que me he declarado señor, y entonces el Partido pediría mi cabeza. No olvidéis que sólo podemos ser señores encubiertos. (Pausa.) Pedid consejo al Partido.

Adamov: La actitud política del Partido es que la explotación deberá ser practicada bajo cuerda... ¿Cómo queréis que el Partido permita la declaración de servilismo de cuatrocientos camaradas?

Stepachenko: Por supuesto que no. El Partido no puede traicionar sus ideales.

Adamov: ¡Ja, ja! En apariencia, porque en el fondo...

Stepachenko: ¡Cómo, Adamov! Hay que guardar las formas.

Adamov: Estoy de acuerdo. Cara de ángel y pata de demonio con pezuña y todo... Para que el fondo no se vea hay que tapar el hoyo con la hojarasca de la forma.

Stepachenko: Pero ya veis que los camaradas del fondo están empujando las hojas con la forma de sus cabezas.

Adamov: Esta es la broma pesada. (Pausa.) Por eso os digo: una cabeza cortada a tiempo siembra el terror.

Stepachenko: Aparte de que yo no puedo cederos la cabeza de Nikita sin que la mía corra grave riesgo, creo que será contraproducente decapitarlo a presencia de vuestros cuatrocientos siervos.
Adamov: ¿Por qué?

Stepachenko: Los siervos declarados, hasta ahora sumisos, se convertirían en feroces leones.

Adamov: ¡Diablos, diablos! (Pausa.) Decidme, ese Nikita, ¿no es el filósofo del régimen?

Stepachenko: El filósofo oficial del régimen. A la altura en que se encuentra el Partido, con todas las contradicciones salvadas, ¡ejem!, el cargo de filósofo es un cargo de pura forma. Ahora bien, Nikita, mediante una jugada maestra, lo convirtió en un cargo a fondo.

Adamov: Bueno, un filósofo es siempre, y ante todo un siervo.

Stepachenko: Sí, para ser un filósofo hay que ser un descontento. Condición sine qua non de la filosofía.

Adamov: Yo diría, si es que no va a asustaros el fondo de la cuestión, que Nikita es un revolucionario.

Stepachenko: ¡En toda la línea! No va a quedar contento con su servidumbre declarada. Irá más allá.
Adamov: Una cosa no entiendo, querido Stepachenko. ¿Cómo habéis venido a ser el amo de Nikita?

Stepachenko: (Sonríe socarronamente.) Todo filósofo debe ser vigilado de cerca.

Adamov: Comprendo.

Stepachenko: Escuchad, mi querido Adamov: ¿queréis realmente que la cabeza de Nikita ruede por el suelo?

Adamov: Daría toda mi fortuna.

Stepachenko: Pues bien, seguid mis consejos. (Pausa.) Llamaré ahora mismo a Nikita y le diré todo cuanto me habéis propuesto.

Adamov: ¿Vais a decirle que quiero su cabeza? No olvidéis que para un filósofo es la cabeza lo más preciado.

Stepachenko: No pronunciaré esa palabra. En cambio, diré a Nikita que vos queréis llevarlo ante vuestros siervos para que estos aprendan a presentar dignamente el trasero al señor. En una palabra, que Nikita enseñe a vuestros siervos tener conciencia de sus traseros.

Adamov: No entiendo ni jota de todo esto. (Pausa.) Nikita nunca hará este viaje.

Stepachenko: Nikita aceptará con alma y vida. Nikita firmará un documento ante nosotros declarando el objeto de su viaje. Desde ese momento, Nikita estará perdido.

Adamov: ¿Queréis decir que será decapitado?

Stepachenko: ¡Descabezado! (Pausa.) (Grita.) ¡Nikita! ¡Nikita!

Nikita: (Entra y se arrodilla.) Presente, señor.

Stepachenko: Escucha, Nikita, el magnífico señor Basilio Adamov ha venido desde los montes Urales para suplicarme...

Adamov: (Interrumpiendo.) Sí, para suplicarle...

Stepachenko: ...Para suplicarme que tú le acompañes hasta ese lejano lugar.

Adamov: Viajarás como un príncipe.

Nikita: Viajaré como un siervo.

Stepachenko: Bien, Nikita, el objeto de ese viaje es el siguiente: el magnífico señor Basilio Adamov tiene bajo su férula a cuatrocientos siervos no declarados. (Aparte, a Adamov.) Si supiera que están declarados y vueltos a declarar... (A Nikita.) Adamov confía que si tú les ofreces una demostración de tu trasero en funciones de tu servilismo, esos cuatrocientos camaradas declararán su servilismo. (Pausa.) ¿Aceptas?

Nikita: Todo sea por el triunfo de los traseros serviles. Acepto.

Stepachenko: (Coge un papel y se lo pone bajo la nariz.) Firma esta declaración.

Nikita: (Firmando.) Aunque deben estar ya declarados, son cuatrocientos traseros... yo, maestro de cuatrocientos traseros. (Se vuelve y besa las manos de Adamov.)

Adamov: Nikita, eres un siervo obediente. ¡Pide lo que quieras!

Nikita: (Mirando a Stepachenko.) No me atrevo, señor, sería demasiada felicidad.

Stepachenko: ¡Ánimo, Nikita! El señor te concede de antemano cualquier petición. ¡Anda! Pide lo que quieras.
Nikita: (Presentando el trasero a Adamov.) Señor, concededme el inmenso placer de una patada vuestra en este sucio trasero.
(Adamov le da una patada.)

Nikita: ¡Traseros, patadas, traseros!

TELÓN
 



CUADRO TERCERO

Escena Primera

Decorado:

El mismo decorado de la Escena II, Cuadro II.

Nikita, Stepachenko, Kolia.

Stepachenko: (Entrando.) ¡Nikita, mis zapatos, mi traje!

Nikita: (Entra con los zapatos y el traje de Stepachenko.) Acá los tiene, señor.

Stepachenko: ¿Qué te pareció Adamov?

Nikita: Tiene madera de amo, señor. Me ha dado una patada soberbia.

Stepachenko: Vendrá por ti a las doce.

Nikita: Estoy preparado, señor.

Stepachenko: Voy a dar un paseo. Regresaré a las doce. (Pausa.) ¿Te gusta declarar a los siervos, no?

Nikita: Me gusta declararlos, señor.

Stepachenko: ¿Crees de veras eso de los siervos?

Nikita: Creo en lo que veo, señor, y veo millones de siervos.

Stepachenko: ¿Quiénes son ellos para declarar nada o para que tú declares su servilismo? Ya el Estado los ha condicionado.

Nikita: Perdone el señor, pero ha sido el señor quien me ha ordenado declare el servilismo de los siervos del magnífico señor Basilio Adamov.

Stepachenko: ¿Estimas que hay mucha gente que piensa como tú?

Nikita: Señor, yo pienso lo que pienso, y lo que yo pienso está escrito. Puede ocurrir que mucha gente acepte mis escritos.

Stepachenko: También puede ocurrir que rechacen tus escritos.

Nikita: Muy posible, señor.

Stepachenko: También puede ocurrir que el Estado rechace tus escritos.

Nikita: También el Estado, señor.

Stepachenko: En ese caso...

Nikita: Se cumplirá vuestro sueño, señor. Rodaría mi cabeza.

Stepachenko: ¿Piensas que hay explotadores y explotados?

Nikita: Pienso que hay explotadores y explotados encubiertos.

Stepachenko: ¿Y por qué te empeñas en hacer pública esa condición encubierta de unos y otros?

Nikita: Es un modo de protestar.

Stepachenko: Los criados y los filósofos siempre andan protestando.

Nikita: Queremos que el Estado nos conceda un status.

Stepachenko: ¿Qué status?

Nikita: El de siervos. Estamos dispuestos a servir en tanto que siervos que puedan propalar que son siervos. Si es una fatalidad histórica que haya señores y siervos, al menos que uno sepa a qué atenerse.

Stepachenko: Pero ya has visto que ningún señor encubierto se ha visto en la necesidad de declararse.

Nikita: Terminarán por hacerlo.

Stepachenko: ¿Cuándo?

Nikita: Cuando los siervos se definan, los señores se verán obligados a quitarse la máscara.

Stepachenko: No te entiendo.

Nikita: Un siervo declarado declara implícitamente a su señor. El señor no puede negar su condición de señor. (Pausa.) El opresor arriba, el oprimido debajo. Entonces todo marcha como sobre ruedas.

Stepachenko: ¿No se rebelan, pues, los siervos?

Nikita: El siervo declarado puede pasar a la segunda fase.

Stepachenko: ¿Cuya es?

Nikita: El siervo rebelado.

Stepachenko: Hay otra fase.

Nikita: (Con sorna.) ¿Cuya es, señor?

Stepachenko: El siervo decapitado.

Nikita: Hay una cuarta fase, señor.

Stepachenko: ¿Cuya es, Nikita?

Nikita: El señor decapitado.

Stepachenko: ¿Quieres decir que el siervo puede triunfar?

Nikita: El siervo puede convertirse en señor y el señor en siervo.

Stepachenko: Es muy chistoso.

Nikita: Sí, señor. Es muy chistoso. Es el eterno retorno.

Stepachenko: (Se pone el sombrero.) Te pierdes por las grandes frases, Nikita. Ten cuidado que las grandes frases no pierdan tu pobre cabeza. (Sale.)

Nikita: (Se toca la cabeza.) Te queda poco, cabeza. (Se toca el trasero.) Trasero, te queda poco.
(Se escucha un silbido desde la puerta del fondo. Nikita abre la puerta. Entra Kolia, joven de veinte años.)

Nikita: ¡Hola, Kolia! ¿Qué ocurre?

Kolia: (Asustado.) Stepachenko es un espía.

Nikita: Querido Kolia, ¿y vienes a decirme eso? Lo sé mejor que tú.

Kolia: Tienes que salvarte.

Nikita: Kolia, sabes la consigna: cada uno su parte. Limítate a la tuya.

Kolia: Nos quedaremos sin jefe, camarada siervo.

Nikita: Lo he previsto todo, camarada siervo. Tengo un sucesor y ese sucesor tiene otro sucesor.

Kolia: Puedo matar a ese perro espía de Stepachenko. Está parado en la esquina.

Nikita: Limítate a tu parte. No eres tú su verdugo. (Pausa.) ¿Alguna novedad?

Kolia: En el club de la siderúrgica Taiga han retirado discretamente los ejemplares de Pravda que contienen tu manifiesto.

Nikita: La cosa marcha. (Pausa.) Escucha: mañana seré juzgado sumariamente y decapitado o algo por el estilo. Hay que dar un golpe de efecto. (Reflexionando.) Contamos con los camaradas de la siderúrgica, con los del ferrocarril subterráneo...

Kolia: Los camaradas panaderos son buena gente.

Nikita: Aún no han despertado del todo. Quedan muchos indecisos. (Pausa.) Así que contamos con los de la siderúrgica, el ferrocarril subterráneo y con los zapateros... (Pausa.) Mañana a las dos de la tarde, hora en que supongo que mi proceso marchará a velas desplegadas, que esos veinticinco mil camaradas siervos se declaren.

Kolia: ¿Cuál será la demostración?

Nikita: Huelga de brazos caídos hasta tanto no se les reconozca el derecho al servilismo declarado.

Kolia: Acaso eso evite tu muerte.

Nikita: Por el contrario, va a apresurarla, pero es un buen golpe de efecto que mis jueces se enteren que hay veinticinco mil camaradas que leen leyendo de verdad.

Kolia: También pueden cortar esas veinticinco mil cabezas.

Nikita: Mejor que mejor. El doble de esas cabezas, el triple de esas cabezas declarará su servilismo a paso de carga. No hay como los ejemplos sangrientos. (Pausa.) Ahora, márchate.

Kolia: Eres nuestro salvador, Nikita.

Nikita: No, Kolia, no soy un salvador, soy un declarador. Ni me salvo ni salvo a los siervos; sólo declaro el servilismo.

Kolia: Pero una vez que seamos siervos declarados podremos rebelarnos y triunfar.

Nikita: Entonces seremos señores y otro Nikita será el declarador de turno. No hay otra verdad. (Pausa.) Márchate.
(Kolia sale por la puerta del fondo.)

Stepachenko: (Entrando.) Dime, Nikita, ¿qué hace un amo cuando pierde a un siervo?

Nikita: Toma otro siervo. Hay grandes reservas, señor.

Stepachenko: ¿Declarados o encubiertos?

Nikita: Eso depende de los siervos, señor.

Stepachenko: O de los señores. Estimo que el servilismo encubierto da un mayor margen de explotación.

Nikita: Sigo diciendo al señor que todo depende, en definitiva, de los siervos. Los siervos elegirán el servilismo declarado, pese a los señores.

Stepachenko: Vienen por ti a las doce. Parece que me quedo sin siervo declarado. (Pausa.) ¿Buscarás nuevo amo?

Nikita: Un siervo no se comprende sin un amo.

Stepachenko: ¿Será acaso el verdugo tu nuevo señor?
Nikita: Ciertamente, señor. Yo no creo en los sueños, pero creo en la fatalidad.

TELÓN



CUADRO TERCERO

Escena segunda

Decorado:

el mismo del cuadro I, escena I.

Orloff, Kirianin, Fiodor, Nikita, Stepachenko, un oficial.

Orloff: (Dando lectura a un panfleto.) "¡Camaradas! En vista de que la igualdad social no es tan igual como parece, en vista de que el comunismo se compone de partes desiguales de señores y siervos –mayor número de partes serviles, menor número de partes señoriales– y en vista de que las partes serviles están obligadas por la razón del Estado a no manifestar su verdadera condición, en vista de todo eso, nos, siervos encubiertos, nos declaramos siervos serviles y juramos defender el servilismo hasta la muerte". (Pone la hoja sobre la mesa.) ¿Qué les parece el panfleto?

Kirianin: Parece que la igualdad aparente está a punto de entonar su canto de cisne...

Fiodor: La broma pesada en todo este asunto es que no se trata de puras cuestiones de forma. Estos siervos plantean un problema real.

Orloff: Vaya usted a meterles en la cabeza que la contradicción está en la base de todos los actos. La igualdad supone la desigualdad. Un comunista es igual a otro comunista aunque uno sea señor y el otro siervo.

Kirianin: (Irónico.) Nadie como los señores para comprender las contradicciones de la naturaleza del hombre. Es la parte del león.

Fiodor: Fundemos un Estado compuesto exclusivamente de señores.

Orloff: ¿Es posible eso, querido Fiodor?

Fiodor: Muy posible: hagamos señores a los siervos.

Orloff: El Estado señorial presupone buena cantidad de siervos. Ahora bien, esos siervos, convertidos en señores, buscarán siervos. El nuevo status quedaría automáticamente desvirtuado.

Kirianin: Entonces fundemos un Estado de siervos.

Orloff: Una vez instaurada la república de los siervos, estos por puro espíritu de emulación se esforzarán por devenir señores. (Pausa.) No, nada de eso sirve de nada. La única verdad es la que tenemos nosotros: un Estado comunista con absoluta nivelación social, pero también con siervos y señores, se entiende, unos y otros encubiertos, a fin de salvar la contradicción. He ahí la verdadera igualdad.

Fiodor: Nuestra igualdad.

Kirianin: Nuestra igualdad.

Orloff: Nuestra igualdad. (Pausa.) No hay otra. Todo aquel que no acepte la desigualdad de nuestra igualdad será pasado por las armas.

Kirianin: Y la igualdad de nuestra desigualdad... (se anima.) Porque lo igual y la igualdad, los iguales y los iguales, la igualación y el igualamiento se abrazan en la igualdad y en la igualdad desigual y en la desigualdad igual tienen su fin... Porque...

Orloff: Muy bien por el camarada Kirianin. Es una tirada brillante. (Pausa.) Con discursos tan iguales el igualitario Estado está salvado. (Pausa.) Ahora llamemos a nuestro desigual. (Toca el timbre.)
(Entran Nikita, Stepachenko, acompañados por un oficial.)

Orloff: (A Nikita.) Nikita Smirnov, se le acusa de haberse levantado contra el Estado. (Pausa.) ¿Por qué se levanta?

Nikita: Para caer.

Orloff: ¿Por qué quiere caer?

Nikita: Para levantarme.

Orloff: ¿Por qué quiere levantarse?

Nikita: Para caer.

Orloff: Se le acusa de haber escrito un manifiesto contra la seguridad del Estado. (Pausa.) ¿Por qué lo escribió?

Nikita: Para manifestarme.

Orloff: ¿Por qué se manifestó?

Nikita: Para caer.

Orloff: ¿Por qué quiere caer?

Nikita: Para levantarme.

Orloff: ¿Por qué quiere levantarse?

Nikita: Para caer.

Orloff: Se le acusa de poner en duda la igualdad desigual de clases. ¿Por qué duda?

Nikita: Para clasificarme.

Orloff: ¿Por qué se clasifica?

Nikita: Para caer.

Orloff: ¿Por qué cae?

Nikita: Para levantarme.

Orloff: ¿Por qué se levanta?

Nikita: Para caer.

Kirianin: (A Stepachenko.) Haga su deposición, camarada Stepachenko.

Stepachenko: Cuando leí el manifiesto...

Orloff: ¿Leyó usted, leyéndolo, el manifiesto?

Stepachenko: (Pálido.) ¿De qué otro modo podía enterarme que este perro sarnoso pedía un amo, y se declaraba siervo?

Orloff: Tenía que enterarse, leyendo sin leer el manifiesto, que el perro sarnoso pedía en el manifiesto un amo.

Stepachenko: Confieso que lo leí leyéndolo.

Orloff: Para desintoxicarse leerá otra vez, sin leerlo, ese manifiesto. (Pausa.) Prosiga.

Stepachenko: Cuando leí, ejem, leyéndolo el manifiesto de Nikita Smirnov ardí en santa cólera. Yo soy un señor encubierto que, por supuesto, sabe que es un señor encubierto sin confesarlo, y no podía permitir que un cochino siervo encubierto se manifestase en términos de siervo declarado. (Pausa.) Decidí amarrarlo corto. Toqué a su puerta y me ofrecí como señor declarado al siervo declarado. Le di unas cuantas patadas declaradas.

Orloff: ...¿declaradas?

Stepachenko: Confieso que declaradas.

Orloff: Tiene que desintoxicar esa pata declarada. Dé a Nikita una patada de igual a igual.

Stepachenko: ¿No es la misma patada?

Orloff: No, es una patada encubierta. Proceda.

Stepachenko: (Se dirige donde Nikita y al tiempo que le da una patada, le da un apretón de manos.) ¡Salud!

Orloff: Bien, continúe.

Stepachenko: Mas no estaba satisfecho con patear el trasero declarado de Nikita Smirnov. Tenía que conseguir su cabeza. Entonces vino a casa el señor encubierto Adamov a pedirme la cabeza de Nikita. No se la di, pero Nikita firmó este papel (muestra un papel) donde se compromete a enseñar a los siervos declarados del poderoso señor Basilio Adamov a presentar el trasero declaradamente.

Orloff: ¿Esos cochinos siervos declarados no saben todavía presentar el trasero?

Stepachenko: Todavía.

Orloff: ¡Qué felicidad! Podrán volver al encubrimiento. (Pausa.) Prosiga.

Stepachenko: Nikita aceptó encantado, y va a perder, encantado, la cabeza.

Orloff: Nikita, ¿acepta esta firma por suya?

Nikita: La acepto por mía.

Orloff: ¿Por qué firmó?

Nikita: Para caer encantado.

Orloff: ¿Por qué cae encantado?

Nikita: Para levantarme encantado.

Orloff: ¿Por qué se levanta encantado?

Nikita: Para caer encantado.

Orloff: Nikita, declárese siervo encubierto.

Nikita: No puedo, me he declarado siervo declarado.

Orloff: ¿Prefiere perder la cabeza?

Nikita: Prefiero perder la cabeza encantado. Y por añadidura, encantado, el trasero.

Orloff: (Lo tutea.) ¿No dices que para un siervo es el trasero lo más preciado?

Nikita: Sí, cuando puede exhibirlo. Un trasero encubierto es vergonzante. Un trasero encubierto parece un mendigo que dé aires de gran señor.

Orloff: Es una filosofía basada en el trasero.

Nikita: Exacto. El nikitismo es la filosofía del trasero.

Fiodor: Estalló la bomba. (A Nikita.) ¿Nikitismo? ¿Qué es eso?

Nikita: Un sistema filosófico-político basado en las relaciones existentes entre la pata del señor declarado y el trasero del siervo declarado.

Orloff: Me cuesta trabajo comprender tal filosofía. El sistema filosófico denominado nikitismo puede ser válido aunque el señor, el siervo, la pata y el trasero actúen encubiertamente.

Nikita: El sistema sólo recibirá el nombre de nikitismo si el señor, el siervo, la pata y el trasero han declarado su señorazgo y su servilismo.

Orloff: Pero... ¿si el señor, siervo, pata y trasero persisten en su encubrimiento, no puede el sistema seguir denominándose nikitismo?

Nikita: En ese caso recibirá el nombre de comunismo.

Orloff: Escucha, ¿cuál de los dos sistemas acabará por triunfar?

Nikita: El comunismo.

Orloff: (Jubiloso.) ¡Cómo! Entonces, ¿te retractas?

Nikita: Nada de retractaciones. (Pausa.) Los nikitistas o "declarados" después de luchas cruentas pasan a ser comunistas encubiertos.

Orloff: ¿También tú?

Nikita: Si no me cortan la cabeza, también yo. (Pausa.) El final de todo, es el comunismo encubierto, siempre en jaque por el comunismo declarado.

Orloff: Supongo que habrá un término en todo eso.

Nikita: No hay nunca un final. Es el eterno retorno.

Orloff: Eres anticuado. No crees en el progreso.

Nikita: Creo en el progreso de las patas y en el progreso de los traseros.

Orloff: En ese caso te cortaremos la cabeza. (Pausa.) Será la única cabeza.

Nikita: ¿Y las cabezas de los siervos del poderoso señor Basilio Adamov?

Orloff: Cuando vean la tuya en el cesto, meterán las suyas en un cesto de seguridad y presentarán furtivamente el trasero.

Nikita: (Mira su reloj.) Las dos de la tarde.

Orloff: Unos minutos más y ya no tendrás cabeza.

Nikita: En este momento acaban de declarar su servidumbre veinticinco mil camaradas. (Pausa.) Podéis cortar sus cabezas.
(Suena el timbre del teléfono.)

Orloff: (Nervioso, descuelga, vuelve a colgar.) ¡Veinticinco mil siervos! (Al oficial.) Llévese a Nikita. Tráigame su cabeza. Llévese a Stepachenko.

Oficial: ¿También la cabeza de Stepachenko?

Orloff: No. Ponga a Stepachenko a desintoxicar la pata apestada.
(Sale el oficial con Nikita y Stepachenko.)

Orloff: (A Fiodor y a Kirianin.) El nikitismo está en marcha.

Fiodor, Kirianin: (A coro.) Pero, ¿por qué tiene que marchar? Paralicémoslo.

Orloff: Está en marcha. (Pausa.) Vamos a almorzar, después a cenar... después a almorzar, después a cenar... Es el eterno retorno.

TELÓN



Regresar a
La más verbosa