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Duanel Díaz nos entrega este ensayo sobre que revisa la estancia de Jean Paul Sarte y de su esposa Simone de Beauvoir en Cuba. Díaz, además, nos ha facilitado la publicación de una obra muy poco leída, o conocida, de Virgilio Piñera: Los siervos. A la obra teatral piñeriana la preceden la propia introducción de Duanel Díaz así como un breve artículo de Piñera: Diálogo imaginario, publicado en Lunes de Revolución bajo el pseudónimo de El Escriba. La Habana Elegante le agradece una vez más a Duanel Díaz por su colaboración.
 

El fantasma de Sartre en Cuba

Duanel Díaz

    “Fidel Castro y el Movimiento 26 de Julio”, dijo Sartre sin pensarlo dos veces cuando, en un encuentro en la Cité Universitaire con algunos miles de estudiantes, uno de ellos le replicó que sólo el Partido Comunista podía hacer la revolución, y lo desafió  a dar un ejemplo de lo contrario. Esta anécdota, relatada por Carlos Fuentes en su ensayo sobre el mayo francés, alcanza a ilustrar cómo aun cuando a la altura del 68 Sartre estaba bastante desilusionado con el rumbo de la que ocho años atrás había bautizado como “la revolución más original del mundo”, en el último capítulo de su larga militancia socialista el filósofo se aferraba con fuerza a la utopía de la Revolución Cubana. 
     Pero aquella convergencia de la “revolución contra la burguesía y la revolución dentro de la revolución” destacada por Fuentes, por entonces también simpatizante del régimen castrista, era una ficción; entre la insurrección de esos jóvenes libertarios a los que Sartre instaba a hacer causa común con los obreros contra el sistema capitalista y el curso del proceso revolucionario cubano no había sino desencuentro. Al no apoyar la revuelta estudiantil pero sí la intervención soviética en Chescoslovaquia unos meses después, Castro dejaría claro su lugar al lado de la revolución establecida, muy lejos de aquella originalidad que el filósofo había celebrado en Cuba durante su visita de marzo de 1960. 
     “El mayor escándalo de la revolución cubana no es haber expropiado fincas ni tierras sino haber llevado muchachos al poder”, señaló entonces Sartre en su largo reportaje Huracán sobre el azúcar. A ese triunfo de los jóvenes que habían liberado a sus padres y rompían de una buena vez con el mundo de éstos atribuía el filósofo francés el “trastorno radical de las relaciones humanas” que él había presenciado en Cuba. La juventud era “una nueva barbarie” lanzada contra la “población civilizada y un tanto debilitada de la isla”, y ello garantizaba que la “revolución constructiva” conservara “su carácter negativo” de rebelión. “Vale más no perder una hora en 1960 que vivir en 1970”, apuntó Sartre. “Los jóvenes dirigentes tienen como objetivo realizar la fase actual de la revolución, conducirla hasta la orilla del momento siguiente y suprimirla eliminándose por sí mismos. Conocen su fuerza: saben que la década que comenzó en el año I es suya. En el año X, todo irá mejor todavía”.
      Los hechos lo desmentirían rotundamente. Si en 1960 el filósofo había visto en el abandono del monocultivo por la diversificación agraria y el desarrollo industrial la cifra de una radical superación del pasado subdesarrollado de la Cuba neocolonial, 1969 fue el año del comienzo de la funesta y fallida “Zafra de los Diez Millones”. La nueva fase de la revolución contradecía lo pronosticado por Sartre en la misma medida en que se abocaba claramente por el rumbo soviético. El caso Padilla, en cuyo marco rompieron públicamente con el gobierno cubano, no vendría a ser sino la prueba definitiva de un estado de cosas que Sartre y Beauvoir, como el resto de los fellow travelers que en 1971 firmaron las cartas a Castro, hasta entonces se habían negado a reconocer públicamente. El hecho de que Sartre no haya asistido al Congreso Cultural celebrado en La Habana en enero de 1968, aduciendo problemas de salud, indica ya, en mi opinión, su desencanto con respecto al socialismo cubano. Beauvoir refiere, por su parte, en Final de Cuentas la gran decepción que significó para ellos el apoyo de Castro a la intervención en Chescoslovaquia, así como la certeza de que años antes ya Cuba había dejado de ser “una tierra de libertad”.
      Pero en 1960, a poco más de un año del triunfo de los rebeldes, la Isla mostraba a los visitantes extranjeros otra cara más amable y esperanzadora: la alegría caribeña junto a las transformaciones revolucionarias, el carnaval de la raza en sintonía con el carnaval revolucionario, la riqueza de la tradición y la potencia de la modernidad. En medio de aquella gran conmoción, Sartre, entonces en la cima de su influencia mundial, fue recibido en la Isla como invitado ilustre del gobierno revolucionario. El propio Primer Ministro, Fidel Castro, fue su anfitrión en la Ciénaga de Zapata, lo que, al igual que el resto de sus muchos coloquios y desplazamientos, fue ampliamente reportado por el diario Revolución, el más leído del momento. El filósofo, que no dejó de comparecer en la televisión, era reconocido en la calle por personas que seguramente nunca habían leído una sola línea suya ni oído antes su nombre. Carlos Franqui recuerda en sus memorias que una de las comparsas del carnaval habanero cantaba a ritmo de rumba: “Saltre, Simona, un dos tres / Saltre, Simona, echen un pie.”
      Aquella entusiasta acogida aumentó, desde luego, la conmoción de ambos por las transformaciones que presenciaban: cuarteles convertidos en escuelas, renovación de barrios insalubres, reforma agraria... En el tercer tomo de sus memorias Beauvoir cuenta que la pareja reencontró en Cuba “una alegría de vivir que creía perdida para siempre”. A diferencia de la argelina, la revolución cubana no se agotaba en el rechazo al opresor; era también gozo, fiesta, efusión popular. Cuando, a su regreso, pasaron por Nueva York, ésta les pareció, en comparación con La Habana, “triste y casi pobre”. Aunque los Estados Unidos seguían siendo “el país más próspero de la tierra” ya no eran, como en 1947, “el que forjaba el porvenir”. “Las gentes con que me cruzaba –apuntó Beauvoir– no pertenecían a la vanguardia de la humanidad, sino a una sociedad esclerotizada por “la organización”, intoxicada por sus mentiras y que la cortina del dólar aislaba del mundo: como París en 1945, Nueva York se me aparecía ahora como una Babilonia destronada.”
    En La force des choses Beauvoir relata con detalle las condiciones de ese cambio de percepción en relación con Norteamérica. Desde sus primeras estancias en ese país a fines de la década del 40, contadas en L’Amérique au jour le jour (Gallimard, 1954), las cosas habían cambiado drásticamente. Los antiguos aliados en la lucha antifascista eran ahora una de las partes de una “guerra fría” en la que Les Temps Modernes, fundada en 1945 por Sartre, Beauvoir y Merlau-Ponty, había querido mantener bien una tercera línea, al margen de la política de bloques, o, después de la muerte de Stalin, una más clara alineación del lado soviético. Pero ese tenso idilio, que incluyó una visita de Sartre a la URSS en 1954 y condicionó sus célebres rupturas con Camus y Merlau-Ponty, fue roto por la intervención en Hungría, que el filósofo criticó enérgicamente desde la tribuna de Les Temps Modernes en un célebre ensayo publicado en enero de 1957:  “El fantasma de Stalin”.
    Desencantados del socialismo soviético, Sartre y Beauvoir pusieron entonces sus esperanzas en China, sobre la que Beauvoir escribió el reportaje La longue marche, y se involucraron de lleno en la causa de la descolonización de Argelia. Sartre comenzó la redacción de lo que sería el primer tomo, y único en publicarse al cabo, de su fundamental Crítica de la razón dialéctica, donde la impugnación del estalinismo confluye con el intento, ya emprendido en Cuestiones de método, de “humanizar” el marxismo. Es en esa coyuntura que, después de oír hablar en los cafés parisinos de “un Robin Hood barbudo” llamado Fidel Castro, el rápido triunfo de los rebeldes cubanos los sorprende y reconforta. “Envenenado” por la burguesía colonialista el aire de Francia y el de Estados Unidos por el consumismo, Cuba fue para Sartre y Beauvoir un soplo de aire fresco. 
    En una entrevista concedida a Claude Julien, quien había viajado a la Isla en 1958 para un reportaje sobre los “maquis” tropicales, Beauvoir declaró al regresar a Francia que lo que ocurría en Cuba representaba “un camino de “democratización” económica no comunista” que atraería la atención de los partidos de izquierda del mundo entero. Sartre celebró por su parte aquella revolución del Tercer Mundo como una triunfante alternativa al modelo soviético del Segundo, una revolución donde, lejos de la burocracia y el dogmatismo, teoría y praxis se acoplaban en perfecta relación dialéctica. Algo de la simbiosis de pensamiento y acción elogiada por él simboliza precisamente una imagen tan emblemática de los tiempos épico-románticos de la Revolución como la célebre foto de Korda que capta al “Che” Guevara en el momento de alumbrarle el tabaco obsequiado al viejo filósofo de fealdad socrática, ambos sentados en el despacho presidencial del Banco Nacional de Cuba.
     En aquella entrevista de madrugada con el joven guerrillero que devendría uno de los iconos de la liberación tercermundista, Sartre encontró una sorprendente ilustración del culto a la energía que, según él, profesaban los líderes cubanos. Y esa energeia romántica en cuya descripción su prosa adquiría reminiscencias de Michelet y Desmoulins se relacionaba estrechamente con algo que el filósofo y su compañera celebraron una y otra vez: la ausencia de ideología, en el sentido de que, a  diferencia de la Unión Soviética, “ningún problema es silenciado en nombre de la ideología” toda vez que “es la Revolución la que hace a la ideología y no al revés”, según declaró Sartre en una charla en la Universidad de la Habana. Si en los países de Europa del Este el marxismo se había anquilosado, aquí lo que primaba era “una ideología del problema concreto”. “Los cubanos –apuntó– tienen prisa por poseer cultivos de tomates y plantas siderúrgicas. Mucho menos prisa por darse instituciones”. (Huracán sobre el azúcar) Cuando Jean Ziegler sugirió describir a la ideología cubana como “pragmática”,  Beauvoir objetó que aquella “es una palabra todavía y la realidad cubana es la acción.” 
      Justamente de la escasa institucionalización del régimen se deriva el segundo aspecto remarcado por los franceses en “la revolución más original del mundo”: la existencia de una democracia “concreta” y “directa”, sin mediaciones entre la masa y el gobierno. Sartre y Beauvoir declararon en los periódicos de su país no sólo que este tipo de democracia “viva y eficaz” hacía a las elecciones innecesarias sino que ponía en evidencia los límites del parlamentarismo burgués. Pero la lección para el mundo entero que, entusiasmados, atribuían a la Revolución Cubana iba más allá: trastornando “las nociones de lo posible y de lo imposible”, ésta venía a demostrar que “la condición de los hombres no está absolutamente cerrada y definida”. La autora de El pensamiento político de la derecha remarcó este punto en todas sus entrevistas de la época, pero fue Sartre, filósofo del “universal concreto”, quien dedicó muchas páginas a explicar cómo semejante desmentido había llegado a producirse en el contexto específico de Cuba. A partir de sus diálogos con los líderes cubanos y de sus observaciones sobre el terreno, desarrolló la tesis de que la revolución cubana manifestaba “los límites del pesimismo burgués” en la medida en que se basaba en la subversión de una ideología fatalista que por décadas había aherrojado a los cubanos al círculo vicioso de la industria azucarera y la corrupción  política.
     En Ideología y Revolución, ensayo escrito y publicado en Lunes durante su estancia en la Isla, Sartre afirmó que la ideología burguesa sobre la que se sustentaba la condición dependiente de Cuba entrañaba una concepción pesimista del hombre. El dictum según el cual “Sin azúcar no hay país”, esgrimido por los gobernantes republicanos contra todo lo que pretendiera cambiar el statu quo, estaba estrechamente relacionado con una teoría de la naturaleza humana que atribuía las miserias de Cuba a un destino inmutable. “El político será siempre venal, Cuba no puede vivir sin la caña: Castro reunía esos dos decretos pesimistas y veía claramente que ambos constituían uno solo.” La impotencia de los políticos de la República no venía, razonaban los jefes revolucionarios, de sus vicios, sino de la servidumbre. La corrupción no era una causa, sino un efecto. Y el precioso humanismo de la revolución radicaba, a los ojos de Sartre, precisamente en esa convicción. “Entre la ideología derrotista del parlamentarismo burgués, del individualismo y la ideología humanista del pueblo no hay término medio. El hombre es capaz de cambiar sus condiciones de vida. Pero no puede cambiar cualquier cosa y como quiera: en verdad, solo podrá cambiar las necesidades objetivas cambiándose a sí mismo.”
      Muy impresionado por estas reflexiones, Heberto Padilla afirmó en 1961 que ningún “ensayo cubano de los últimos treinta años es comparable en análisis de nuestra historia, e idiosincracia, a (...) Ideología y Revolución. Padilla sugería que la condición de extranjero le había facilitado a Sartre la percepción de ciertos aspectos de la realidad cubana que hasta entonces ninguno de los cubanos había visto con tal agudeza y penetración. Pero es preciso advertir que ello entraba tácitamente en contradicción con lo alegado por el propio filósofo: el análisis de la idea de que “Sin azúcar no hay país”, en el que Padilla ve “una prueba admirable de perspicacia”, aparece en el ensayo de Sartre, más que como propia contribución interpretativa, como una exposición del original pensamiento de Castro. Ciertamente, la lectura de Ideología y revolución, como la de Huracán sobre el azúcar, deja la impresión de que los líderes revolucionarios tienen justo los mismos pensamientos que el filósofo. Su Crítica de la razón dialéctica, terminada poco antes de su viaje a Cuba, arroja claramente su sombra sobre ambos escritos. Sartre, al parecer, encontró en la Revolución Cubana una especie de puesta en práctica de sus propias ideas sobre el socialismo “humano”, mientras los líderes cubanos encontraron en él un propagandista insuperable.
      Ahora bien, sea cierto o no que Sartre haya analizado nuestra historia e idiosincracia “con más penetración y acierto que dos generaciones de cubanos”, el comentario de Padilla revela, en mi opinión, algo que no ha sido suficientemente advertido. Y es que Ideología y revolución prefiguró en gran medida el canon de la cultura cubana que se impondría en la década del 60. Este nuevo canon partía justo de la contraposición entre la historia y la idiosincracia, en la medida en que ésta expresa la dicotomía entre progreso y naturaleza, marxismo y positivismo. En su análisis Sartre planteó con nitidez un tema que Edmundo Desnoes en su noveleta Memorias del desarrollo y Tomás Gutiérrez Alea en la célebre película homónima abordarían estéticamente: la contradicción entre los discursos republicanos sobre la decadencia nacional, los que atribuían al “cubano” una innata incapacidad para la democracia o el progreso, y la realidad grandiosa de una Revolución empeñada en sacar a Cuba del subdesarrollo. El nuevo canon marxista que se fue conformando en los años sesenta implicaba necesariamente, aunque no siempre de modo explícito, el cuestionamiento de un buen número de los estereotipos tradicionales de la cubanidad. Si, como explicó Ambrosio Fornet en uno de los ensayos medulares de la década, la revolución del 30 había vuelto “superficiales y precarias” las definiciones positivistas del cubano, produciendo, entre los intelectuales incapaces de explicar la realidad en términos de clases, nuevas indagaciones influenciadas por el raciovitalismo orteguiano, la de 1959, triunfante a diferencia de aquella, ¿no venía a manifestar a su vez la obsolescencia de estas otras nociones sobre el carácter cubano? 
     La identidad entre el propósito desarrollista de la Revolución y su impronta iluminista fue señalada claramente por Sartre en Ideología y revolución: para acabar con el retrógrado sistema económico que condenaba a la Isla al monocultivo y la escasa industrialización era preciso destruir los mitos que, desde su imposición por los norteamericanos en 1898, habían contribuido a perpetuarlo. La toma de conciencia de la naturaleza mitológica (o ideológica) de aquellos discursos tradicionales estaba, pues, tanto en el principio como en el final de la Revolución: era su condición tanto como su consecuencia. Mientras la ideología colonialista atribuía a la naturaleza el subdesarrollo de Cuba, “durante el curso de su degradación inflexible, los cubanos habían comprendido que la Historia hace a los hombres. Faltaba demostrarles que los hombres hacen a la historia. Había que arrancar al destino, ese espantajo plantado por los ricos en los campos de caña.”
    Cuando en su crónica cubana Sartre representó a la revolución que había llevado a cabo esa tarea con imágenes de fuerzas naturales como la del “rayo sobre los campos” y la del “huracán sobre el azúcar”, el filósofo caía, entonces, en una cierta contradicción. ¿No convertía así a la historia en naturaleza, y a la libertad en determinación, traicionando el principio reafirmado cuando en su conversatorio con intelectuales cubanos definió la libertad como la “irreductibilidad de las formas superiores a las formas inferiores”, no del hombre a la materia, sino de la acción y la praxis a “las condiciones que la han producido”? Inconscientemente, desde la retórica propagandística de Huracán sobre el azúcar Sartre volvía a plantar, ahora en terreno revolucionario, aquel destino arrancado de los cañaverales por la revolución triunfante.
    Otra contradicción fundamental se aprecia fácilmente en ese reportaje. Por un lado Sartre señala que “Si los Estados Unidos no existieran, quizá la revolución cubana los inventaría: son ellos los que le conservan su frescura y su originalidad”, mientras por otro afirma que “los compañeros de Castro tienen como tarea principal adelantar el momento en que ese ejército civil, militarizado contra el ejército militar y para vencerlo, podrá proceder a su propia liquidación.” ¿No es evidente que lejos de propiciar el fin del nuevo ejército la amenaza de la agresión exterior propiciaría el fortalecimiento del militarismo? ¿que la eliminación del represivo ejército regular por el pueblo armado conduciría no a la liquidación del ejército de nuevo tipo sino, por el contrario, a la extinción de la sociedad civil y la militarización de la vida?
    Mucho más consciente de esos peligros se mostró Sartre en Ideología y revolución, quizás porque, a diferencia de Huracán sobre el azúcar, ese escrito estaba dirigido a los lectores cubanos.* Aquí el filósofo contempla la posibilidad de que la radicalización del régimen, catalizada por la creciente hostilidad del gobierno norteamericano, condujera al comunismo, aunque pone énfasis en que entonces no era esa en modo alguno la tendencia de la revolución. “La socialización radical –escribió– sería hoy un objetivo abstracto, y no se podría desearla más que en nombre de una ideología prefabricada, puesto que las necesidades objetivas no la exigen por el momento. Si algún día fuese necesario recurrir a ella, se hará primero, por ejemplo, para resistir al bloqueo y a título de economía de guerra. Pero, de todas formas, el fenómeno aparecerá con la doble característica que encontramos en todas las medidas adoptadas por el gobierno revolucionario: será una reacción, un contragolpe, y si fuera preciso mantenerla, será la expresión del sentido auténtico de la Revolución Cubana y el término de su auto-radicalización.”  
    Carlos Franqui ha señalado que, al advertir Sartre que el proceso revolucionario desembocaría en el socialismo, el propio Castro le pidió que en sus reportajes y entrevistas no mencionara la palabra pues, debido a los prejuicios anticomunistas tan extendidos en Occidente, ello podría perjudicar a la Revolución en un momento en que se precisaba una máxima solidaridad internacional. El hecho es que, aunque el filósofo no dejó de manifestar su conciencia de que el dinamismo original que tanto distanciaba a la Revolución de los regímenes socialistas dirigidos por las burocracias anquilosadas de los partidos comunistas no podía durar demasiado tiempo, en su testimonio insistió en lo inadecuado de “llamar comunista a un gobierno que no tiene opinión sobre el régimen de la propiedad”.
     A la autoridad de Sartre apelaron entonces quienes en el debate de la hora sostenían una posición intermedia entre el reaccionario anticomunismo del Diario de la Marina y el marxismo dogmático de los viejos comunistas del Partido Socialista Popular. “¿No acaba de afirmar Jean Paul Sartre que se trata de una revolución original? – pregunta desde Bohemia Andrés Valdespino, rechazando la alternativa del capitalismo y el socialismo a favor de una “tercera vía” que armonizara la “justicia social” y el “respeto a la dignidad humana” – ¿No significa eso que no es posible encasillarla ni en las revoluciones de tipo liberal-burgués ni en las de tipo comunista?” Pero el curso arrollador de los acontecimientos barrería muy pronto con los moderados de Bohemia, como es también el caso de Jorge Mañach, quien aun era, por cierto, decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana cuando Sartre ofreció allí un interesante conversatorio ampliamente reseñado en Revolución. No deja de ser significativo, por cierto, que Mañach, quien estuvo entonces a cargo de la presentación de Sartre, no escribiera nada sobre él en aquella ocasión, mientras que sólo algunas semanas atrás había publicado a raíz de la muerte de Albert Camus un artículo en Bohemia donde elogiaba su independencia crítica de las ideologías totalitarias. Y que, cuando a ese elogio replicó desde el periódico Hoy el joven Adrián García Hernández-Montoro criticando su anticomunismo, el célebre ensayista contestara insistiendo enérgicamente en “la falencia del tertium non datur, el dilematismo de nuestro tiempo.”   
     Pero pronto esta posición moderada sólo podrá sostenerse desde el exilio: Bohemia y el Diario de la Marina, las dos publicaciones donde Mañach colabora, quedarán fuera del juego. La revista es nacionalizada; el periódico, clausurado y simbólicamente enterrado por los estudiantes de la Universidad de la Habana. La feroz controversia entre Revolución, órgano del 26 de julio, y el sesquicentenario Diario, que se reflejó desde luego a raíz de la visita de Sartre – tachado en el último de inmoralista ateo y en elogiado en el primero como maitre à penser– se cerraba con el triunfo de uno de los bandos mientras cobraba fuerza otro debate en el seno mismo de la izquierda: el dilema queda planteado entre los comunistas ortodoxos de Hoy y los antiestalinistas de Revolución. El cotejo de las coberturas de la visita de Sartre por ese par de diarios y sus respectivos suplementos culturales refleja no sólo importantes diferencias en la apreciación de su figura sino sobre todo la disputa entre ambas tendencias que habría de extenderse hasta el cierre de Lunes de Revolución en 1961.
     El grupo de Lunes, conformado por jóvenes intelectuales que consideraban al existencialismo y al marxismo, según se declaraba en el primer número del semanario, como “insoslayables expresiones del hombre contemporáneo”, encontró en Sartre un apoyo para su proyecto cultural basado en la reivindicación del legado del arte moderno y de la función crítica intelectual engagé. Sartre había sido figura tutelar de los “jóvenes airados” de 1959 – como les llamó uno de ellos, Calvert Casey – desde la salida misma de aquel magazine que pretendió poner la cultura del siglo al alcance de un público lector cuya avidez de cultura había sido desatada por el triunfo revolucionario. Fragmentos de su presentación de Les Temps Modernes fueron publicados, con la total adscripción de los redactores a las ideas allí expuestas, en el tercer número, dedicado al tema “Literatura y revolución”, en cuyo editorial se declaraba que ni la Revolución, ni Revolución, ni Lunes de Revolución eran comunistas pero sí “de izquierda”. 
      El grupo de Lunes se identificaba, más bien, con ese “progresismo” de Sartre que, al decir de Juan Arcocha, no aceptaba “la sumisión a la ideología comunista”; con esa “lucidez” y esa “distancia” que, según Baragaño, le habían valido al filósofo calificativos como “rata viscosa”, “chacal” y “enterrador” – que eran, como se sabe, los que le había endilgado la burocracia soviética. Resulta, sin embargo, indiscutible que muchos de los que se reunieron en torno al suplemento cultural de Revolución experimentaron un sensible cambio en relación con la doctrina comunista. Tal es el caso de Piñera, quien en su curioso Diálogo imaginario con Sartre critica el surrealismo de las protestas antiburguesa a la Jarry, el existencialismo de La náusea y, para culminar con lo que no podía ser sino una autocrítica, desestima la brillante sátira anticomunista que unos años atrás había publicado él mismo en Ciclón. El paso de la negatividad individualista a la positividad colectivista propugnado por Piñera a propósito de Los caminos de la libertad en su ficticio diálogo con el autor de esa novela significaba, ni más ni menos, el tránsito de la postura rebelde a la revolucionaria, en términos de escolástica marxista.
     Había, sin embargo, importantes diferencias. En “Puntos, comas y peréntesis”, una Miscélánea” en que aborda la próxima visita de Sartre, “El escriba” rechaza los simétricos caminos de la evasión y el panfleto, lanzando la consigna de “Literatura o muerte”, inaceptable por las camaradas de Hoy. Sartre no haría, de cierto modo, sino ratificar esta posición de Piñera cuando les advirtió a los intelectuales cubanos: “en mi país todavía no he terminado de decir no y estoy tranquilo, pero en un país donde se dice sí, hay un problema especial (...): Es que la autonomía del arte sea conservada al mismo tiempo que el arte recurre a la acción social.” He ahí la divisa que, en buena medida, anima las páginas de Lunes. La cuestión no era sólo llegar a las masas sino hacerlo asumiendo la herencia del arte moderno; promover una literatura que no sólo reflejase la revolución sino que fuera ella misma revolucionaria; propiciar un intelectual que al tiempo que completamente engagé ejerciera plenamente su función crítica.
     Los artículos de Guillén y de Adrián García Hernández-Montoro en ese periódico evidencian que los límites de la autonomía del arte y de la legitimidad de la crítica eran para los comunistas mucho mayores que para los del magazine dirigido por Guillermo Cabrera Infante. Es significativo que ambos se refieran al conversatorio publicado allí para lanzar una crítica más o menos velada de los “liberales” de Lunes. Alertando sobre el peligro de que los intelectuales se perdieran al desviarse del movimiento revolucionario de las masas, García Hernández-Montoro escribía: “es evidente, en algunos círculos, cierta perplejidad respecto a las maneras concretas de desarrollar el compromiso con la Revolución y afrontar las innumerables dificultades que para el intelectual implica la efectiva militancia dentro de un movimiento que lo desborda y requiere una adhesión positiva, creadora. El diálogo de ayer con Sartre nos conduce a una pregunta que sólo nosotros podemos plantear y resolver con sentido: ¿podrán los intelectuales cubanos comprender a la Revolución y entenderse a sí mismos dentro de ella, esclarecer su papel y adquirir conciencia del sentido de nuestro proceso sin acercarse a la concepción del mundo que forma parte indispensable del movimiento revolucionario universal del hombre de nuestro tiempo? Las palabras que Sartre nos ha dirigido parecen indicar la ineludible respuesta.” 
    Guillén, por su parte, también comentó el conversatorio con Sartre acercando la sardina a sus brasas. “No es anti-soviético (visitó la URSS en 1954) y junto a los errores en que allá se incurriera, señalados en el vigésimo congreso de Partido Comunista, él mienta en alta voz sus inmensos progresos, sobre todo los que atañen a la cultura popular. Lejos de condenar el realismo socialista, acepta la definición de Zdanov. Piensa que el escritor, el intelectual, responde a un “compromiso”, pero unos se comprometen en el buen sentido y otros en el malo. Por buen sentido entiende la defensa del hombre, que va desde la lucha contra la servidumbre de los pueblos coloniales o que sin serlo languidecen en condiciones semejantes, deformadas por el imperialismo, hasta la lucha contra el arte formalista llamado “puro”, que está de espaldas a la vista en días tan “comprometidos” como estos que hoy afronta nuestro mundo.” Y concluyó: “Por eso su pensamiento es coincidente con el de Fidel Castro. El razonador y el hombre de acción, el héroe y el teórico, tienen puntos centrales de común acuerdo en la dramática experiencia cubana. Ni juego revolucionario, ni juego intelectual, sino servicio y lucha, en arte y política.”
     El recién nombrado Poeta Nacional olvidaba mencionar que Sartre no sólo había criticado aquellos “errores” ya denunciados por Jruschov, sino que había roto con la Unión Soviética a raíz de la intervención en Hungría. Pero no fueron los de Revolución quienes se lo recordaron, sino el Diario de la Marina, que citando fragmentos de la denuncia de Sartre no perdió la ocasión de señalar la “hipocresía” del saludo que “los  comunistas del patio” habían dedicado al filósofo “en las rojas páginas de Hoy”. Todo menos hipocresía tuvieron, por cierto, ellos, los de La Marina, con el invitado del gobierno revolucionario, al que descalificaron en nombre de la religión católica y las buenas costumbres, recordando que todos sus libros estaban en el Index del Vaticano y  censurando la decisión de preestenar el Teatro Nacional con una puesta en escena de La ramera respetuosa, “ser inmoral y herética”, en lugar de con alguna obra cubana.
     Esta puesta de la célebre obra de Sartre fue otro de los grandes momentos de su visita. La ramera respetuosa había sido importante en la renovación del teatro cubano desde fines de la década del 40: junto con A puerta cerrada fue llevada a escena por la entonces recién fundada Academia de Artes Dramáticas en 1948 y, seis años después, el grupo Teatro Experimental de Arte la presentó en una pequeña sala del Vedado, con tanto éxito que se mantuvo durante cuatro meses en cartelera, lo que era todo un récord en Cuba. Pero en 1960 el contexto era muy diferente al de aquel “resurgimiento teatral” asociado al existencialismo de los años 50. No se trata ya de salas pequeñas para un público de vanguardia; lo que resurge teatralmente ahora es Cuba –“la Isla-Estrella con derecho a la representación de su drama en el vasto teatro universal” que decía Emma Pérez en Bohemia. La Revolución es, ahora, el gran teatro que opaca o mediatiza a cualquier otra representación artística.
     Castro asistió junto a Sartre y Beauvoir al estreno en la Sala Cobarrubias, atrayendo la atención de los asistentes más que los propios actores sobre la escena. “El público –que había agotado las localidades– al reconocer a Fidel entre los  espectadores rompió a aplaudir demorando el comienzo del espectáculo”, leemos en “Teatro en la Plaza Cívica”, reportaje publicado en la revista INRA. Y Francisco Morín, quien dirigió la puesta, cuenta que durante la cena que después de la función ofreció el Comandante a Sartre, Beauvoir y algunos amigos cubanos entre los que estaban Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante y Miriam Acevedo, el filósofo dijo en un momento, no se sabe si con ironía: “On ne peut pas discuter les qualités histrioniques du Commandant. Nul doute, il est un gran comedien.” La Acevedo, por su parte, reproduce en un curioso testimonio publicado en Lunes ciertas preguntas que Castro le hizo aquella noche: “-¿Qué siente un actor sobre el escenario?- me interrogaba. -¿Qué siente si el público no le responde? ¿Pudiera en este caso seguir representando su personaje? ¿Perdería en calidad su interpretación?”
     No sabemos si estas interrogantes le concernían personalmente, pero el hecho es que en marzo de 1960 Castro, que entonces dejaba de ser “doctor” para ser “Fidel”, ya había comenzado a crearse el personaje que ha representado hasta hoy. Su encuentro con Sartre en la Ciénaga de Zapata –“la reunión posee una trascendencia histórica. Pensamos qué habría sucedido si permitiendo un salto en el tiempo Marx hubiera hablado con Bolívar, o Comte con Martí, o Rousseau con Washington”, escribió Otero en su crónica “Conversaciones en la Laguna”– es muy significativo, pues el filósofo, que ya había presenciado, durante el viaje por Oriente que realizó en los primeros días de su estancia en Cuba, un discurso suyo en la inauguración de la ciudad escolar “Oscar Lucero”, quedó tan seducido por el Comandante como Miriam Acevedo la noche del estreno de La ramera respetuosa. “Me sentí ante la presencia de un aeda, de aquellos poetas antiguos que narraban después de la cena ante la hoguera. Un narrador nato, que es como los griegos definían a los poetas”, escribió la actriz luego de oírlo contar anécdotas de la Sierra. Y Sartre: “Tal es su situación y su carácter: lo es todo a la vez, la isla, los hombres, el ganado, las plantas y la tierra. En él las situaciones nacionales siempre serán vividas apasionadamente, con rabia o con placer; pero hay que comprenderlo: no es que él posea a Cuba, como los grandes hacendados o Batista, no, sino que él es la isla entera porque no se digna tomarla ni reservarse una parcela.”
      Pero ahí estaba justamente la diferencia entre Batista y Castro, entre la dictadura autoritaria derrocada en nombre de la Constitución y la totalitaria que se instauraba en nombre de la Revolución. Al ser Castro la isla entera, poseyéndola de una manera más absoluta que su predecesor, oponerse a él equivaldría, en las décadas siguientes, a traicionar a la patria y al pueblo. La identificación de Castro con la isla proveía la base de una dictadura de nuevo tipo, mucho más absoluta y represiva que las que había conocido la República. En otro interesante momento de Huracán sobre el azúcar, Sartre no dejó de referirse a la posibilidad de la autocracia: “A fines de 1958, uno de sus compañeros de juventud que, como todo el mundo en La Habana, esperaba la llegada del vencedor, se acordaba de un adolescente nervioso y sombrío, impulsado por un orgullo implacable hacia las tareas más difíciles: bastaba entonces que una empresa fuera señalada como imposible, para que se lanzara a ella. / ¿No había en eso –pensaba su compañero– con qué hacer un tirano? Un día me contó sus inquietudes y me dijo: “Lo que me ha tranquilizado es que la tarea más difícil en Cuba es ejercer el Poder, y no ser ni un vendido ni un tirano.”
     Igualmente tranquilizado y sumamente esperanzado, Sartre fue uno de los iniciadores del mito de Castro. Su reportaje, que además de ser leído por los millones de lectores de France-Soir, fue rápidamente traducido y editado en idiomas como el inglés, el italiano y el portugués, contribuyó decisivamente a crear una imagen de la Revolución Cubana que, a pesar de tantas evidencias en contra, aun persiste en el imaginario de cierto altermundismo contemporáneo. En Huracán sobre el azúcar, que es mucho más que un simple testimonio y más, incluso, que una crónica razonada de la Revolución desde su inicio en 1953 hasta las medidas populares tomadas después del triunfo, pueden leerse cosas tan falaces como que “los lazos de la isla con su folclore, con su voluntad de independencia, fueron cortados de un golpe por las tijeras yanquis alrededor de 1900” o que “la historia de Cuba se detuvo en 1900”. Que su escaso conocimiento de la historia de nuestro país no haya impedido a Sartre hacer semejantes afirmaciones evidencia, desde luego, no poco de colonialismo intelectual, como ha señalado recientemente Iván de la Nuez en La utopía roja. El francés llega, ve, oye y escribe. Y lo que oye es, como apunta Jeanine Verdès-Leroux en su imprescindible libro La lune et le caudillo. Le rêve des intellectuels et le régime cubain, sólo lo que decían los partidarios y líderes de la Revolución, pues a los otros, quienes denunciaban la deriva totalitaria del proceso, no los escuchó.
    Ahora bien, con todos sus errores y contradicciones, Huracán sobre el azúcar sigue siendo la pieza insuperada de una tradición de elogiosos testimonios de la Revolución Cubana que cada vez resulta más menguada y lamentable. La idea de que “la revolución, en la unidad de acción y práctica, es forzosamente su propia derecha y su propia izquierda”, es básicamente la misma que aquella muy conocida de García Márquez según la cual “Fidel es la Revolución y a la vez la oposición”. Sólo que el escritor colombiano ha sostenido eso hasta hoy, y Sartre se bajó del carro cuando el caso Padilla. Cuatro décadas de miseria y dictadura determinan una notable diferencia entre la afirmación final del reportaje de Sartre, “La Revolución cubana debe triunfar, o lo perderemos todo, hasta la esperanza”, y una semejante de Belén Gopegui en Cuba. Informe 2005.
    Es justo esa distancia lo que hace que si las declaraciones de los izquierdistas españoles provoquen indignación, las que encontramos en Huracán sobre el azúcar susciten, en cambio, una amarga sonrisa. Por ejemplo aquel pasaje en que, a propósito de una compra de autos norteamericanos con más de doce meses de atraso, Sartre descubre el propósito de la Revolución en el hecho de que haya sacado al país de la carrera de los autos nuevos. ¿Podía imaginar que los “largos años” que aquellos “automóviles cubanos de adopción” servirían al país llegarían hasta el siglo XXI? ¿Que la “hemorragia” detenida en el sector haría que al cabo de cuatro décadas el país que, a los ojos de Beauvoir, destronó a Nueva York como vanguardia de la humanidad, cifrara la imagen turística de su ciudad capital en aquellos autos que en cualquier otro lugar del mundo no son sino objetos museables? ¿que aquellos jóvenes rebeldes, aferrados al poder por más de cuatro décadas, sumieran a Cuba en el sofocante inmovilismo que la ha convertido en una suerte de Parque Jurásico para solaz de izquierdistas trasnochados?
     Releído hoy, Huracán sobre el azúcar tiene, ciertamente, un efecto hilarante, pues sabemos que ocurrió justo lo contrario de lo que el filósofo predijo o celebró. Luego de su encendido elogio de la oratoria de Castro, Sartre afirma, por ejemplo, que “cansada de discursos, la nación desdeñaba las frases; desde que Fidel le habla, no hemos oído una sola.” Apunta, en otro pasaje, que, en nombre de la necesaria unidad, se había respeto a los sacerdotes y los fieles; justo en nombre de ella, fueron luego reprimidos. También resulta algo simpática la impresión que le causaran a Sartre los campesinos cubanos, que le parecieron muy individualistas a pesar de la uniformidad de sus ropas. Si en una visita a una comunidad rural Chesterton exclamó: “¡Qué cultos son estos analfabetos!”, Sartre dijo de los cubanos: “Los iletrados tienen aspecto de cultos”. A lo que Castro contesta que es la Revolución la que ha prendido en ellos “la chispa del pensamiento”. 
     Otro tanto ocurre con el retrato que hace Sartre de La Habana. Habla de la”legión” de restaurantes de lujo, de los clubes nocturnos, de Tropicana, de los casinos de los grandes hoteles. Destaca el hecho de que si bien se cerraron al principio algunas casas de prostitución, luego no han vuelto a tocarlas. “En sus comienzos todas las revoluciones tienen una característica común: la austeridad. ¿Dónde está la austeridad cubana?, se preguntaba Sartre a modo de conclusión. Pero en su siguiente visita a Cuba, que fue en octubre de ese año, también junto a Beauvoir y de vuelta de Brasil, la encontró finalmente, y ello marcó el inicio del desencanto de ambos. “La Habana había cambiado; ya no había lugares de diversión nocturna, juegos, turistas norteamericanos; en el hotel “Nacional”, semivacío, milicianos muy jóvenes, muchachos y chicas, celebraban un congreso. En todas partes, en las calles, en los tejados, los milicianos hacían ejercicios. Por diplomáticos guatemaltecos se sabía que emigrados cubanos y mercenarios norteamericanos se entrenaban en Guatemala. Tratarían de desembarcar en la isla y en nombre de un gobierno fantoche pedirían la ayuda de los Estados Unidos. Ante esas amenazas Cuba se ponía en la guardia; “la luna de miel de la revolución” había terminado.” (La fuerza de las cosas)
      No se les escapaba, pues, que en la Isla la vida comenzaba a organizarse en torno a la defensa nacional y aquella Habana que conocieron en marzo, la de las luces de neón de los locales nocturnos y el Mercado Único donde tomaron sopa china y arroz frito, era ya historia. Ambos habían sido testigos del acontecimiento que, de alguna forma, marca esa diferencia: el atentado de La Coubre, a raíz del cual los carnavales fueron suspendidos. “Cuando estalló La Coubre – apunta Sartre casi al final de Huracán sobre el azúcar – descubrí el rostro oculto de todas las revoluciones, su rostro de sombra: la amenaza extranjera sentida en la angustia. Y descubrí la angustia cubana porque, de pronto, la compartí.” Pero lo que saldría de ese momento cumbre de la “psicosis de guerra” –para usar un término usado por Crane Brinton en su Anatomía de la revolución –, lo que entonces se mostraba aprovechando el duelo nacional no era esa angustia de la que habla Sartre, sino aquel terror que, interrogado por el filósofo en la Ciénaga de Zapata, Castro le había asegurado no sobrevendría. “Frente al terror enemigo otro implacable terror estaba naciendo. – ha escrito, con pleno conocimiento de causa, Carlos Franqui – / El terror rojo. / Aquel día se le vio la cara. / Era la cara de Fidel. / Y era terrible” (Retrato de familia con Fidel). 

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