Fragmento
inédito de la novela Djuna y
Daniel
Ena Lucía Portela
Todo comenzó una tarde tan lluviosa como esta noche,
pero en el otoño de 1921. Huyendo del temporal, que la
había sorprendido en plena calle sin paraguas, Miss Barnes
entró al Café de la Mairie du VIe, frente a la plaza de
Saint-Sulpice. Se quitó el sombrero y el abrigo, los
colgó en una percha y se sentó a una mesa pequeña,
para una sola persona, o a lo sumo para dos, junto a la vidriera, cerca
de la entrada.
Con la vaga sensación de estar hecha un
desastre, sacó su
polvera del bolso y se miró en el espejito. En efecto, estaba
hecha un desastre. Tenía el cabello húmedo, con los rizos
aplastados sobre la frente, y el maquillaje un tanto corrido, sobre
todo alrededor de los ojos. Pero recién había cumplido
veintinueve años y lucía bellísima de cualquier
modo, así que guardó la polvera, muy dueña de
sí, y pidió un Chambéry fraise.
Mientras aguardaba por su coctel favorito, se
secó las manos con
un pañuelo y prendió un cigarrillo. Echó un
vistazo en derredor. En aquella época apenas si conocía
el Barrio Latino y todo lo que encontraba en sus paseos le
parecía interesante, curioso. Todo le servía,
además, para componer los artículos mundanos y floridos
que esperaba de ella Burton Rascoe, el director adjunto de McCall’s.
Aunque era socialista, Rascoe apreciaba el periodismo de Miss Barnes,
tan ligero, frívolo y ajeno a cualquier compromiso
político. No sólo porque se vendía estupendamente,
no. En verdad le gustaba. Y era muy generoso a la hora de pagarle.
Así que ella miró en torno, a ver si hallaba por
ahí algo pintoresco sobre lo cual pudiera escribir esa noche.
En comparación con otros de la orilla
izquierda, el Café
de la Mairie du VIe no es tan grande ni tan famoso, pero igual resulta
un sitio muy acogedor, apropiado para pasar una tarde de lluvia.
Aquella vez estaba muy concurrido. Una decena de clientes, algunos
sentados y otros de pie, se apiñaban alrededor de la mesa
contigua a la de Miss Barnes. Otros, en la barra o en otras mesas,
también miraban en esa dirección.
La escritora corrió su silla un poco
hacia atrás y, a
pesar del gentío, consiguió distinguir en el centro de
todo a un estrambótico hombrecito que hablaba y hablaba,
haciendo muchas muecas. Tenía la cara más empolvada que
una geisha, el hablantín, aunque ni así lograba disimular
el mentón oscuro. Si tal había sido su propósito
al estucarse de aquella manera, había fracasado por completo. Su
mandíbula cuadrada, poderosa, revelaba fuerza de
carácter, e incluso cierta beligerancia. También
tenía algo de colorete en las mejillas, los labios pintados de
un rojo vibrante y las pestañas estiradas con rímel. Pero
nada de eso le daba un aspecto propiamente femenino. Más que una
mujer, parecía un payaso de circo, o un loco. Las cejas muy
pobladas, negras, la nariz con el tabique algo desviado, típica
de un boxeador sin mucha suerte en el ring, y los pelos erizados como
púas, con un pico de viuda en la frente, no contribuían a
suavizar su expresión.
–…y les aseguro, señores, que ser
católico – decía
en inglés, con un ceceo bastante afectado –, o sea, provenir de
una familia católica, no es lo peor que puede ocurrirle a un
tipo. A lo mejor ustedes creen que sí. No me
extrañaría. ¡Se oyen tantas cosas…!
¡Jejé! Pero no. Ésas son puras habladurías.
Ser irlandés, por ejemplo, es mucho más grave. ¡Ay,
sí! ¡Terrible, ser irlandés! Aunque también
a eso uno puede acostumbrarse. Es difícil, lo admito. Pero
créanme que, a la larga, uno se acostumbra. – Hizo una pausa.
Cogió un vaso que contenía dos o tres dedos de un
líquido ambarino, lo sostuvo con el meñique alzado y lo
vació de un solo golpe, ¡glup!, como si bebiera tequila.–
¡Aaaaah! ¡Estupendo! Ahora bien, señores
– prosiguió, con la vista fija en el fondo del vaso –,
¿quieren saber qué es en realidad lo peor que puede
pasarle en esta vida a un pobre muchacho? ¿De veras quieren
saberlo…? ¡Pues el Gran Mahoney os lo revelará! ¡Ja!
Oigan bien, señores. Lo peor, lo más espantoso, lo
cruento, lo indecible, lo verdaderamente atroz, consiste en…
¡¡¡ser irlandés y católico al mismo
tiempo!!!
El Gran Mahoney dio un puñetazo en la
mesa y echó una
ojeada en derredor, para ver el efecto que su revelación
había provocado en los oyentes. Por un momento, su mirada se
cruzó con la de Miss Barnes. Al verla, frunció el
entrecejo. No la conocía. Nunca antes la había visto.
Pero de todas maneras frunció el entrecejo, disgustado. Ambos
tenían los ojos grises, sólo que los de ella eran
preciosos, con forma de avellanas, mientras que los de él eran
redondos y saltones, como los de un sapo. El disgusto, sin embargo, le
duró apenas un segundo. Aquella zorrita era muy hermosa, de
acuerdo. Era un encanto de zorrita. Pero tenía el maquillaje
corrido… ¡y él no! ¡Jejé! La miró
triunfante, con aire de superioridad, y luego desvió la vista.
Miss Barnes se mantuvo impávida, con su
mejor cara de
póquer. Le habría gustado guiñarle un ojo al
hombrecito, o sonreírle, pero no se atrevió. Aunque
él no lo supiera, ella sí que lo había visto antes
y se alegraba mucho de volver a verlo.
Le sirvieron su Chambéry mientras el
Gran Mahoney exigía,
a viva voz, otra botella de brandy. ¡Otra, otra…!, graznaba.
Porque le hacía falta para inspirarse y poder deleitarlos a
todos –así dijo– con la edificante historia de un joven
católico irlandés. ¡Jejé!
Un par de semanas antes, colgada del brazo de
Robert McAlmon, la
escritora deambulaba por la noche berlinesa. Después de ver una
película de Lubitsch, lo ideal sería meterse en un
café y tomar un aperitivo, pensaba. Pero el querido Bobby
tenía en mente algunos proyectos oscuros que no la
incluían a ella. Aunque no se atrevía a decírselo,
por pura timidez, era bastante obvio que deseaba quedarse solo. De modo
que Miss Barnes, apenas divisaron la puerta de Brandeburgo,
inventó un pretexto y se apartó de él.
Prefería andar acompañada, sí, pero la soledad no
la inquietaba en absoluto. Bajando por Unter den Linden, llegó a
un sitio conocido como el Café de Heinrich. Había estado
antes allí, con algunos amigos. El ambiente era bueno, y la
cerveza también. El tal Heinrich, un bávaro
grandullón y coloradote, chapurreaba el inglés y su
simpatía por los americanos parecía auténtica.
Así que ella entró. Y allí estaba él, el
hombrecito del maquillaje prostibulario y los pelos enhiestos, rodeado
por una multitud, hablando y hablando, en voz muy alta, y haciendo
muchos visajes. ¿De qué hablaba? ¡Uf, cómo
saberlo! Hablaba en alemán. Pero tenía a sus oyentes de
lo más entretenidos. Ora suspiraban, ora se reían. Uno
soltaba un bufido, otro una carcajada, otro más un sollozo. El
mismo Heinrich, detrás de la barra, parecía muy pendiente
de las palabras del hombrecito. De vez en cuando, se secaba una
lágrima con el borde del delantal. Acurrucada en una esquina con
su jarra de cerveza y un cigarrillo entre los labios, Miss Barnes
sintió que se perdía algo sabroso. Lamentó no
saber alemán, pues un relato que suscitara tantas y tan diversas
emociones podría ser de todo excepto aburrido. Y el hombrecito
hablaba y hablaba sin descanso. Era una máquina de hablar.
Sólo se callaba cada tanto, para empinarse una jarra de cerveza,
y luego proseguía su perorata con renovado entusiasmo, como si
el alcohol le sirviera de combustible. Bebía mucha cerveza, y de
una manera bastante salvaje, limpiándose con la manga de la
chaqueta la espuma que le quedaba alrededor de la boca. Tal vez por eso
la escritora supuso que era de nacionalidad alemana. Se marchó
un rato después, dejándolo allí, sumido en su
cotorreo teutónico. Pensó que seguro no volvería a
verlo. Porque su tren partiría a primera hora de la
mañana siguiente y, con todo aquel rollo de la inflación
y el oportunismo de los extranjeros, ella no tenía intenciones
de regresar a Berlín. No por el momento. Y ahora, ¡oh,
sorpresa!, se tropezaba con el gran hablador en París y
descubría que no era alemán ni la hostia, sino
irlandés. Y católico, por más señas.
¿Joven? No. Eso no. Ella le calculaba unos treinta años,
o tal vez menos. Pero ella era una excelente fisonomista. Cualquier
otra persona le hubiese atribuido cincuenta, o más. Porque eran,
los del hombrecito, unos treinta muy deteriorados. Tal parecía
que la vida le hubiera pasado por encima, aplastándolo. Su
rostro, a pesar de los afeites, era sin duda el rostro de un perdedor.
La viva estampa del fracaso. Razón de más para escuchar
lo que tuviera que decir, pensaba Miss Barnes. Si ninguno de los
presentes esa tarde en el Café de la Mairie du VIe se hubiese
animado a convidar al Gran Mahoney con una botella de brandy, como
él quería, para inspirarse y contar su historia, ella
hubiera asumido el gasto de muy buena gana. Pero no fue necesario.
Había otros interesados en escucharlo, aunque sólo fuera
por matar el aburrimiento, de manera que se pusieron todos de acuerdo y
la botella apareció en un santiamén. El juglar fue
bebiéndosela, poco a poco, mientras les hacía el cuento.
Se llamaba Daniel A. Mahoney. Si alguien sentía curiosidad con
respecto a la A, él estaba dispuesto a develar el misterio:
Alexander. Le hubiera gustado que significara Atila, o algo así,
pero en fin. Era ciudadano americano según su pasaporte y
ciudadano del mundo por convicción propia. Descendía de
una familia bastante acaudalada de la costa del Pacífico. Porque
los Mahoney de San Francisco no serían muy aristocráticos
ni muy exquisitos, pero nadaban en plata. Eran justo eso que suele
llamarse nouveaux riches.
En 18…, atraído por la fiebre del oro
del Klondike, el padre de
Dan había emigrado desde una mísera aldea a orillas del
Shannon, sin un céntimo en el bolsillo, con dos chicos y la
mujer embarazada. Otros emigrantes dejaban atrás a los suyos,
con la idea de enviar por ellos más adelante, cuando hubiesen
prosperado. A él le dio miedo hacer eso. Porque en Irlanda, en
aquella época, la gente se moría de hambre. Era un sujeto
de mucha fe y pocas luces, aquel Fergus Mahoney. Pero también
era rudo, tenaz, muy resistente, y además, lo
acompañó la suerte. Al principio hizo algunas labores de
carpintería, hasta reunir el dinero suficiente para comprarse un
equipo de buscador. Entonces se dedicó a la caza de pepitas y
oro en polvo, remontando el Yukón junto a otros mineros. En
menos de un año encontró un yacimiento aurífero
más que respetable, uno de los buenos. Separó el oro del
cuarzo como bien pudo, trabajando de la mañana a la noche,
día tras día (excepto los domingos, claro), desde los
albores de la primavera hasta bien entrado el otoño de 18…
Después se trasladó con su familia a California, en pos
de un clima más benévolo. Hubiera preferido quedarse un
año más, puesto que la mina aún no estaba agotada
ni mucho menos, pero el bebé nacido en Alaska a duras penas
había sobrevivido al invierno anterior. Una vez en San
Francisco, nació otro más, el último. Y todos
vivieron en lo alto de Russian Hill.
Fergus Mahoney sería un gran patriarca,
pero no entendía
nada de inversiones ni especulaciones ni otros movimientos de capital.
No estaba dispuesto a aprender ni tampoco se fiaba de nadie que no
fuera de su propia sangre, de modo que no logró incrementar su
riqueza. En realidad ni se lo propuso. Durante años ni siquiera
supo cuánto dinero tenía. Cien mil dólares,
pensaba. Aunque tal vez fuese mucho, muchísimo más,
quizá el doble, o el triple, o más, sólo que
él no sabía contar más allá de esa cifra. Y
también estaba la mina, que seguía siendo suya, aunque
por el momento hubiese dejado de explotarla. En cualquier caso, se
trataba de una considerable fortuna. A pesar de su falta de seso,
Fergus Mahoney consiguió retenerla casi intacta gracias a su
buena estrella, y también a su muy arraigado conservadurismo,
próximo a la tacañería, que lo mantuvo a salvo de
los estafadores. Su hijo mayor, también llamado Fergus,
asumió el control de las finanzas de la familia apenas tuvo la
edad suficiente para hacerlo. El viejo se lo cedió de buen
grado, como quien se quita una pesada carga de encima. Porque los
números, según él, lo volvían loco. En el
fondo era un tipo muy simple, al que sólo le interesaban tres
cosas: su mujer, los Evangelios y el whisky. Sobre todo el whisky.
Fergus Jr., en opinión del juglar, no
era mucho más
brillante que su padre. Tampoco él entendía de negocios,
ni de nada. Se parecía al viejo no sólo en el
físico, sino también en el carácter. Hombres de
baja estatura, muy fornidos, con los ojos grises y el pelo oscuro,
bebedores fuertes, de temperamento explosivo, a su manera ingenuos y
temerosos de Dios. Sólo que a Fergus Jr. le gustaban
las putas,
mientras más gordas mejor. Aceptaba la idea del matrimonio,
desde luego. Pero no tenía prisa en llevarla a vías de
hecho. ¿Buscarse una novia? ¿Él? ¡Qué
va! Era un adicto a sus gordinflonas, un putañero incorregible.
Tanto que, si hubiera podido, se hubiese mudado a un burdel. Aunque
sí que sabía asesorarse en lo relativo a las finanzas. En
ese sentido no daba un paso sin consultarlo antes con su hermano Sean,
el que le seguía en edad. De hecho era éste quien, bajo
cuerda, lo controlaba todo, hasta el último centavo. Y hay que
reconocer que no lo hacía tan mal. En 1906, a raíz del
espantoso terremoto que sacudió a la ciudad, causando miles de
muertos e innumerables derrumbes, convenció a Fergus Jr. para
que hiciera aquella inversión millonaria en el sector de las
construcciones. Y él mismo, o mejor dicho, un testaferro suyo,
negoció los contratos con el gobernador del estado, allá
en Sacramento. Sobre los detalles de esas negociaciones, aparte de que
hubo una competencia despiadada, el juglar nada sabía. Nunca se
le ocurrió averiguar. ¿Para qué? ¡Bah! Al
igual que su padre y su hermano Fergus, entendía muy poco de
esos asuntos. A decir verdad, ni siquiera le interesaban. Por aquellos
tiempos de alegre juventud, nada le parecía más tedioso
que unos puñados de dólares. Sólo tenía
claro que su hermano Sean, con apenas veintitantos años, se
había llevado por delante a varias empresas mucho más
sólidas y antiguas que la presidida por Fergus Jr., y que algo
como eso no se logra con ternura, ni con misericordia, ni con
escrúpulos.
– Ustedes estarán preguntándose
por qué este
agresivo capitalista no daba la cara… – dijo el Gran Mahoney, y
se
dio un trago largo, directo de la botella –. ¡Aaaaah! ¿No
se lo imaginan, señores…? –Miró a su alrededor,
escudriñando los rostros de sus oyentes, sin pasar por alto el
de la bella zorrita. – Uf, ya veo que no… ¡Pero qué
calamidad! A veces me pregunto, señores, cómo pueden
ustedes vivir así, con esa falta de imaginación…
– Suspiró. Volvió a empinarse la botella. –
¡Aaaaah!
Pues bien, les diré. El financiero de la familia no daba la cara
porque… ¡no podía! ¡Jejé! Aunque de todas
formas él no sufría mucho por eso. Quiero decir, iba con
su estilo permanecer en la sombra, agazapado…
Entre los cuatro muchachos, era Sean el
único parecido a la
madre, y el favorito de ésta. Alto, delgado, abstemio, con manos
gráciles y ojillos de rata. A diferencia de su padre y de sus
hermanos, jamás se enfurecía. Nunca soltaba una
palabrota, ni mucho menos una blasfemia. Tampoco se reía a
carcajadas. Apenas sonreía, y eso con la boca torcida, como si
le costara trabajo sonreír. Y nunca lo vieron llorar, ni
quejarse por nada. En general, era difícil, por no decir
imposible, saber qué diablos tramaba. Porque siempre tramaba
algo, eso sí. Había nacido para el complot, la
conspiración, las triquiñuelas y los manejos sucios.
Hubiera sido un buen político, a la manera de Talleyrand. Pero
su vocación era otra. Claro que también había sus
diferencias entre él y Mary Ann, la madre. Porque ella era una
burra, una descerebrada prácticamente analfabeta, y en cierto
modo podría decirse que amaba a su marido. Su hijo idolatrado,
en cambio, era muy inteligente y no amaba a nadie. Ella gritaba
muchísimo por cualquier tontería, mientras que él
hablaba siempre en voz baja, casi entre susurros, como secreteando. Tal
vez por eso todo lo que decía sonaba importante.
No sería exacto afirmar que Sean
sintió el llamado desde
niño, puesto que él, en rigor, nunca fue niño.
Nunca intervino en los juegos y peleas de sus hermanos, quienes lo
encontraban aburrido y algo temible. Nunca se subió a los
árboles del jardín, ni se meció en el columpio, ni
robó dulces, ni rompió un cristal con una pelota, ni
habló con la boca llena de comida a medio masticar, ni
metió al perro de contrabando en el dormitorio. Nunca se
tiró un pedo silencioso a la hora de la cena, cuando se
reunían todos alrededor de la mesa. O tal vez sí lo hizo,
pero nadie se enteró, porque nadie hubiera sospechado de
él en un caso así. De cualquier forma, el hecho es que
ingresó en el Seminario a muy temprana edad. Sin duda, no
tardó en destacarse, en mostrar sus excelentes cualidades. Muy
joven también, se ordenó sacerdote. En la
Compañía de Jesús, por supuesto.
– ¡Ay, señores, si lo
conocieran…! Es un tipo
increíble, este hermano mío. Es que tendrían que
haberlo visto, al padre Sean – dijo el Gran Mahoney con cierto
retintín –, oficiando una misa por las víctimas del
terremoto… ¡Para no perdérselo! ¡Jejé! Hace
tres años que no tengo noticias suyas, pero supongo que ya
debe ser arzobispo. O si no, pronto lo será. Y luego, cardenal.
Si Dios no lo remedia a tiempo, ése no para hasta el Vaticano…
¡Ay, un papa irlandés! ¡La verde Erín
reventaría de satisfacción! ¡Jajajá! –Se dio
un trago con mucho regocijo, como para celebrar tan magno
acontecimiento. Mientras bebía, miró de soslayo a la
zorrita, quien aprovechaba la pausa para beber un sorbo de algo rosado
que tenía en una copa y prender otro cigarrillo.– ¡Aaaaah!
Por lo visto, hay personas que beben líquidos extraños…
– Miss Barnes lo miró, risueña, y el Gran Mahoney le
retorció los ojos, muy altanero. – ¡Hum! Pero mejor sigo
con esta verídica historia. Creo que ya es tiempo,
señores, de presentarles al protagonista…
El tercer hijo, concebido en una humilde
morada a orillas del Shannon,
nacido en una cabaña de abetos en el Klondike y criado en un
lujoso caserón en San Francisco, era zurdo. Eso les ocurre a
algunas personas y no hubiera sido un problema si Mary Ann, con su
irremediable indigencia mental, no se hubiese empeñado en que
era cosa del demonio. Su confesor le aseguró en reiteradas
ocasiones que no, que ningún demonio, que se trataba de un
niño normal y corriente. Pero ella se mantuvo en sus trece.
Vamos, ¿qué importancia podría tener la
opinión de un simple cura frente a la de ella, la madre
más católica del mundo? Para densendiablar al chico, lo
obligó a valerse de la mano derecha. Lo vigilaba la mayor parte
del tiempo. Él, obstinado, insistió en emplear la
izquierda cada vez que tenía oportunidad de hacerlo. Ella no se
dio por vencida. Él tampoco. Así pues, la pugna
duró años. Fueron años muy difíciles,
según el juglar. Hubo amenazas, invectivas, chillidos, toda
clase de castigos y penitencias, y hasta golpes. Pero nada de eso dio
resultado, al menos no el resultado que esperaba la madre. Mientras
más se empecinaba ella, más se resistía él.
Al final de la contienda, no hubo ganadores ni perdedores: el pobre
Dannie, como se llamaba el chico a sí mismo para gran disgusto
de Mary Ann, acabó siendo ambidextro.
Aparte de aquel infame aferramiento a su
diabólica lateralidad,
la madre tenía otros motivos para aborrecer al muchacho. En la
mañana de su primera comunión, durante el desayuno, se
enzarzaron en una disputa. Siempre discutían, a cualquier hora.
O sea, siempre Mary Ann se quejaba del carácter malévolo
del pequeño rufián que la llevaría a la tumba,
reseñaba sus múltiples bellaquerías, primero en
voz baja y luego a gritos, mientras el pobre Dannie se hacía el
sordo, con lo cual demostraba una intolerable soberbia, según
ella. Era una especie de rutina. La familia ya estaba acostumbrada a
tales escenas. Sólo que, durante aquel memorable desayuno, Mary
Ann chilló demasiado. Y el chico, por primera vez, se le
enfrentó. La miró con odio, directo a los ojos,
alzó la barbilla desafiante y le dijo: ¡Agrrrrr! Aquel
gruñido un tanto perruno, característico del padre y de
Fergus Jr., atrajo la atención de Patrick, el menor de los
hermanos, quien enseguida lo repitió. El viejo, sorprendido,
miró a sus hijos más pequeños. Masculló
algo acerca de que el Mahoney, por más que lo educaran, siempre
sería el Mahoney, y soltó una estruendosa carcajada,
palmeándose la barriga muy satisfecho. La madre, ofendida, le
propinó un bofetón al pobre Dannie. Ella les toleraba los
¡Agrrrrr! y otras groserías a su marido y a su hijo mayor
porque no le quedaba más remedio. No podía con ellos.
Pero aquel pequeñajo sinvergüenza, Daniel, no se
saldría con la suya. ¡No mientras ella pudiera impedirlo!
Y se abalanzó sobre él. Le pegó tan duro, que lo
tiró en el piso. Aterrorizado, el pobre Dannie vomitó el
desayuno íntegro. Esto en sí no hubiera sido tan grave
–apuntó el juglar en tono catedrático, y bebió
más brandy–, pues cualquiera vomita el desayuno si lo fastidian
mucho. Mas, por desgracia, era la mañana de su primera
comunión. Junto con la leche, el zumo de naranja, la confitura y
las tostadas con mantequilla, había largado también la
hostia, la primera hostia de su vida. O al menos eso creyó la
madre más católica del mundo. ¡Y ardió
Troya! A Mary Ann le dio un ataque de nervios. Se emperró en que
el satánico chiquillo había expulsado de su cuerpo, a
propósito, el cuerpo de Nuestro Señor. Lo agarró
por una oreja, lo levantó en peso y lo arrastró de nuevo
hasta la iglesia, para que le dieran otra hostia. Por poco le arranca
la oreja. Cuando lo soltó, la tenía llena de sangre. No
por gusto el niño pegaba unos aullidos estremecedores. Pero
aquel horrendo paseo no le sirvió de nada a la madre, ni a
él, ni a nadie, pues el cura no aceptó de ningún
modo que volviera a comulgar aquella mañana. Con mucha
paciencia, se dispuso a explicarle a Mary Ann que las cosas no
funcionaban exactamente así, como ella creía, porque la
comunión, en realidad… Pero ella lo interrumpió,
histérica, para comunicarle a viva voz que el chico era un
malvado, que usaba la mano izquierda aunque ella se lo había
prohibido, que tenía los pelos erizados como un protestante, que
no había forma humana de aplastárselos contra el
cráneo, que decía ¡Agrrrrr! y que estaba
poseído por una legión de demonios. Al oír todo
aquello, el cura suspiró. Aquella chiflada era una feligresa muy
rica, cuyo marido solía hacer importantes donaciones. De modo
que no podía echarla a patadas, ni mandarla a freír
tusas, como hubiera sido su gusto. Le dijo, pues, que de repente
había sentido un terrible dolor de cabeza y que necesitaba
quedarse a solas; que, por favor, tuviera la amabilidad de marcharse de
inmediato con su muchacho diabólico, que en verdad no era tan
diabólico, pero en fin, daba igual… Y se llevó las manos
a la cabeza, en un gesto desesperado, como si no pudiera soportar el
dolor. Tal vez no mentía. Porque la madre del juglar,
según éste, era muy capaz de provocarle a cualquiera, no
ya una cefalea aguda, sino hasta un derrame cerebral. Mary Ann,
estupefacta, se batió en retirada, otra vez con el chico a
rastras. En esta ocasión, por fortuna para él, no lo
agarró por una oreja, sino por un brazo. Por el camino iba
informándole cuánto lamentaba no haberlo dejado morir en
el crudo invierno de Alaska. Porque él, definitivamente, era un
monstruo. ¡Y los monstruos merecían arder en las calderas
del infierno por toda la eternidad…! Sobre la entrevista con el cura,
no le contó nada a su marido, ni a nadie. Era muy orgullosa,
Mary Ann. Pero nunca le perdonó esa humillación al pobre
Dannie.
–¿Qué, señores, no saben
si reírse o si
llorar? ¡Pues ríanse! ¡Vamos, vamos, ríanse!
¡Jajajá! No se preocupen, que ya tendrán tiempo de
llorar con lo que sigue a continuación, pues las tribulaciones
de nuestro joven católico irlandés apenas comienzan… – El
Gran Mahoney se sirvió unos dedos de brandy en el vaso y se los
tragó, de nuevo con el meñique alzado, al tiempo que
sujetaba la botella con la otra mano, firme, no fuera a ser que alguno
de los presentes intentara arrebatársela. O tal vez hacía
eso para mostrar cuán ambidextro era. – ¡Aaaaah! Vean,
señores, no es que mi encantadora madrecita fuese una cabrona
hija de puta… Bueno, ¡qué diablos!, sí lo era. –
Dio
un puñetazo en la mesa, y los miró a todos con
expresión desafiante. – ¡Vaya si lo era! A las cosas hay
que llamarlas por su nombre, ¿eh? Lo que quiero decir es que, en
el fondo, tal vez no fuera del todo mala. No porque sea mi
madre, pero
creo que Mary Ann no hacía el mal deliberadamente. Era lo
bastante cretina como para creer a pie juntillas en todas esas
imbecilidades. Además, yo le caía mal. Sí, muy
mal… – Suspiró, dramático. Volvió a servirse,
volvió a beber. – ¡Aaaaah! Sí, sí.
¿Para qué negarlo? Yo le caía tan, pero tan mal,
que… ¡Pero no se depriman, señores! ¡Arriba, arriba
esos ánimos! Y a ver si quitan esas caras de velorio, por Dios,
que lucen feísimos… – Miró a su alrededor con una mueca
de
susto muy exagerada, como si de veras lo espantara la fealdad de sus
oyentes. – ¡Huy, sí! ¡Horribles!
¡Tétricos! ¡Si hasta parecen una banda de simios con
sarampión! ¡Jejé! Pero en fin, como les iba
diciendo…
Cuando el pobre Dannie tenía unos nueve
o diez años, le
ocurrió algo espantoso. No en el dulce hogar, sino en la calle.
O, más bien, en un subterráneo. Salvó la vida de
puro milagro. Claro que trató de contárselo a sus padres,
pero no pudo. Le faltaban las palabras. También intentó
contárselo a su confesor, y nada, tampoco pudo. Se puso a
tartamudear, a morderse los labios y la lengua, soltó algunas
interjecciones, le dio hipo y acabó llorando a moco tendido.
Aquel cura descendiente de españoles debió creer que el
diabólico hijo de Mary Ann era una especie de retrasado mental.
No hubiera sido tan extraño que creyera eso, después de
todo. En realidad se trataba de una historia difícil de contar.
Muy difícil. Tanto que, a la altura de 1921, aún el Gran
Mahoney no podía relatarla. No porque aún le faltaran las
palabras, no. ¡Por supuesto que no! ¡El Gran Mahoney estaba
lleno, atiborrado, repleto de palabras para todos los usos y ocasiones!
¡Jejé! Pero no se sentía listo para contar aquella
historia, simplemente. Se refería a ella sólo porque
determinó algunos cambios en su vida. Para empezar, lo sucedido
en el subterráneo, junto a los hechos posteriores en la casa y
el confesionario, vino a mostrarle de un modo muy vívido la
importancia de saber hablar. O sea, de saber expresarse con total y
absoluta claridad. Fue entonces cuando decidió convertirse en un
gran orador, en ese artífice del verbo que tenían frente
a sí los muy distinguidos clientes del Café de la Mairie
du VIe, aunque algunos quizá no fuesen dignos de oírlo…
– Miró de reojo a la zorrita, quien no se dio por aludida.–
¡Hum! Como consecuencia del terrible suceso, el pobre Dannie
también descubrió la utilidad de saber defenderse en
aquellas circunstancias en que las palabras no sirven de mucho, es
decir, cuando se impone la violencia. Además de la oratoria,
empezó a practicar su complemento indispensable: el boxeo. Y
resultó muy hábil para ambas artes. Entonces aún
no lo sabía, pero en su debido momento cada una de ellas le
daría de comer… ¡y de beber! Sobre todo eso último.
Porque el pobre Dannie, al igual que su padre y su hermano Fergus,
desde muy jovencito se consagró al whisky, y en general a todo
aquello que contuviera alcohol. A los dieciséis ya bebía
a cualquier hora, incluso por las mañanas. Se soplaba, sin
discriminar, toda clase de aguardientes, vinos y cervezas, y en grandes
cantidades. Sólo prescindía de los bombones rellenos de
licor, pues el chocolate no es bueno para la salud.
– ¡Ay, señores! Si supieran
ustedes lo perjudicial,
dañino, lacerante, destructivo y hasta mortífero que
puede resultar el chocolate… – dijo el Gran Mahoney, con tristeza –.
Ay,
si supieran lo que yo sé… ¡Estoy seguro de que nunca
más volverían a probarlo!
– Pues a mí me gusta –dijo la zorrita,
y sonrió.
Todos los presentes se volvieron hacia ella. Contra lo que pudiera
esperarse, aquella chica tan blanca, con el pelo castaño rojizo
y los ojos grises, tenía la voz grave, profunda, muy sensual,
como la de una negra bien grandota, una big mamma de ésas que
cantan en los coros de las iglesias de los negros.
El Gran Mahoney la fulminó con la
mirada.
– ¿Qué dijiste?
¡Repítelo! Es que no se te
entiende nada, ¿sabes? Con esa vocecita insignificante… – Hizo
un
mohín de desprecio.
– ¡Jijí! ¡Que me gusta el chocolate!
– ¿Ah, sí? ¿Y qué
con eso? Quiero decir,
¿a quién le importa?
Uno de los oyentes le hizo una seña a
Miss Barnes, a espaldas
del juglar, dándole a entender que el tipejo estaba como una
cabra, que no había que hacerle caso.
Ella prendió otro cigarrillo, con mucha
parsimonia. Era la
única mujer en el grupo, recién ahora lo notaba. Pero
tenía derecho a estar allí, aunque el hombrecito no
quisiera. ¿Qué se habría creído ése?
¿Que era el dueño del café o qué? Lo
miró en silencio, un tanto burlesca, y soltó una bocanada
de humo. Él volvió a retorcerle los ojos.
– ¡Pues sí que hay personas
atrevidas! –exclamó,
indignado, y se sirvió más brandy–. ¿Qué es
eso de interrumpir al Gran Mahoney para hablar idioteces? ¡Ay,
Dios mío! ¡Así no se puede contar una
puñetera historia! –Bebió con rabia, y eructó.–
¡Ug! Ahora ya ni sé por dónde iba… ¿Por
dónde iba, señores?
– Por la parte en que el pobre Dannie se
emborrachaba como un… – dijo
alguien.
– ¡Chist! ¡Silencio, silencio!
¡Cállense ya!
¿Por qué serán ustedes tan habladores, eh? El
pobre Dannie no se
emborrachaba. ¿Cómo se les ocurren
tales patrañas? ¡Él nunca se emborrachó!
¡Nunca! Sólo bebía como un irlandés…
¡Jejé!
De manera que en pocos años
aprendió a discursear, a
boxear y a beber como un irlandés. Y creció. No mucho,
pero creció. Pronto Mary Ann ya no pudo controlarlo, y tuvo que
resignarse a su canallesco empleo de la mano izquierda, a sus pelos
protestantes, a sus ¡Agrrrrr!, a sus modales de carretonero y a
otros abominables rasgos de su personalidad que fueron aflorando con el
paso del tiempo. Así, la madre se vio reducida a mortificar
sólo a Patrick. Aunque no con tanto ahínco, pues el menor
de los Mahoney, por suerte para él, era derecho y tenía
los pelos bien católicos.
Una vez que Daniel se hubo emancipado, o sea,
una vez que hubo salido
de la esfera de influencia de la madre, Fergus Jr. consideró
oportuno llevarlo a un burdel. No era un mal sujeto, Fergus Jr.
Quería enseñarle a su hermanito ciertas cosas que ni Mary
Ann, ni los curas, ni siquiera el viejo, le habían
enseñado. Y no iba a ponerse a explicarle con palabras, pues
él sí que hablar, lo que se dice hablar, nunca supo. Que
aprendiera el chico sobre la marcha, como había aprendido
él. De modo que fueron a la casa de Helen Fuego, cerca de los
muelles. Cierto que les sobraba la plata para ir a algún otro
sitio de más categoría, pero Fergus Jr. se sentía
más a gusto entre la plebe, donde podía ser quien era,
tal cual, sin tener que andarse con tantos melindres. Pronto al pobre
Dannie le sucedería otro tanto. Aquella primera excursión
a los bajos fondos de San Francisco fue todo un acontecimiento en su
vida. Le encantaron las putas. Nunca había imaginado que
pudieran existir mujeres así, tan distintas a Mary Ann y a las
señoras que ésta frecuentaba, unas brujas tiesas que le
sonreían con gesto ratonil, la llamaban “queridita mía” y
luego, por detrás, la tildaban de morona, campesina,
ridícula y advenediza. Verdad que en eso no les faltaba
razón a las urracas, aunque ellas mismas no parecían
mucho más interesantes con sus trajes severos, sus caras lavadas
y sus cabezas huecas. Porque también se arrancaban las tiras del
pellejo las unas a las otras, pero jamás, ni por casualidad,
decían algo jugoso, algo de lo que valiera la pena enterarse.
Les
faltaba ingenio para la maledicencia, y para todo. Con semejantes
gallinazas, los tés en el salón de Mary Ann eran como
para morirse del aburrimiento, si no del asco. Las putas, en cambio,
eran desenfadadas, ligeras, alegres. Se vestían de colores muy
vivos, con profusión de plumas y lentejuelas, y se maquillaban.
Se reían a carcajadas, fumaban cigarrillos, decían
palabrotas, bebían whisky, bailaban, dormían por el
día y festejaban por la noche. Nada, que al menos a primera
vista se la pasaban de maravilla. El pobre Dannie jamás se
acostó con ninguna. Más bien le habría gustado ser
una de ellas.
Desde la primera visita, se aficionó a
una tal Violet, que
seguramente no se llamaba Violet, pero así le decían, por
el color de los ojos. Aquella chica, demasiado flaca según
Fergus Jr., aunque muy apetitosa en opinión de otros asiduos a
la casa de Helen Fuego, fue quien enseñó al pobre Dannie
a maquillarse, a bailar y a pestañear de cierta manera tras un
abanico de plumas, entre otras lindezas. Cobraba por tiempo, la Violet,
así que le daba lo mismo acostarse con un tipo, darle clases de
baile, pintarrajearlo, emplumarlo o conversar con él. No juzgaba
a nadie. Que un joven católico irlandés tratara de
imitarla en cada uno de sus gestos, le parecía divertido, en
modo alguno perverso o monstruoso. Aunque no era mucho mayor que
él, ya había visto demasiadas cosas en la vida como para
escandalizarse por una bagatela así. Y también era lo
bastante discreta como para no contárselo a nadie, tal como el
pobre Dannie le había pedido. Sabía guardar un secreto. A
fin de cuentas, aquel muchacho era el más generoso de sus
clientes, el que más alegremente soltaba la plata, y
además le regalaba perfumes y vestidos y zapatos caros.
¿Para qué arriesgarse a perderlo? Encerrados en la
diminuta pieza de ella, a menudo bebían y fumaban marihuana.
Cuando él le confesó que en realidad le gustaban
los hombres, algunos hombres, pero que no se atrevía a dar un
paso en esa dirección, pues les tenía mucho miedo, ella
pareció entenderlo. Eso es normal, dijo. ¿Cómo no
temerles, a los hombres, si son todos unos cabrones hijos de puta?
Aunque, desde luego, hay algunos tan atractivos… Nada, que ambos
pensaban igual. Así pues, esta amistad, o mejor dicho, esta
complicidad, se prolongó por unos cuantos años. Y pudo
haber durado muchos más, sólo que murió a los
veintitrés, la Violet, por causa de un aborto mal hecho.
Desesperada por resolver su problema, la infeliz fue a caer en manos de
un charlatán que le perforó el útero con la legra,
y luego no hubo forma de contener la hemorragia. El juglar recordaba el
charco de sangre, oscuro, enorme, cada vez mayor sobre la
sábana, goteando imparable en el piso. Un horror.
Católico al fin, consideraba criminales esas prácticas.
De haber sabido que la muchacha estaba embarazada, se hubiera hecho
cargo de ella y del niño, aunque fuese a espaldas de su familia.
¿Y por qué no? Después de todo, el hijito de la
voluminosa Helen Fuego tenía el sello de los Mahoney incrustado
en la cara, hasta ¡Agrrrrr! decía el pequeñuelo, y
no había otro chico mejor alimentado ni mejor vestido en toda la
zona de los muelles. Pero la Violet sabía guardar un secreto,
incluso cuando no era necesario que lo guardara. Nunca le confió
al juglar lo del embarazo y, por lo visto, no le había
encontrado a su problema otra solución más conservadora
que dejarse acuchillar por un matasanos imbécil. Fue bajo ese
impacto que el pobre Dannie decidió matricular la carrera de
Medicina, con el firme propósito de especializarse
posteriormente en Ginecología y Obstetricia.
– No es que nuestro joven católico haya
cambiado de
opinión con respecto al aborto inducido… – añadió
el Gran Mahoney, atropelladamente –. ¡No es eso! ¡Les juro
que jamás ha practicado ninguno! – Miró en derredor con
cara de conejo asustado. Con la inquietante sensación de haber
hablado de más, cogió la botella y se dio un trago
larguísimo. – ¡Aaaaah! Vean, señores. Si una mujer
se emperra en abortar, si se empecina tanto que no hay forma de
disuadirla… ¡Y ya saben ustedes lo difícil que es disuadir
de algo a una mujer! – Miró furioso a la zorrita, quien le
sonrió con dulzura, como si tratara de congraciarse con
él. – ¡Hum! ¡Y algunas por ahí todavía
tienen el descaro de sonreír…! Pero en fin, como les
decía. Si la tipa no cede, no cede y no cede, ya me dirán
ustedes, nobles cristianos, qué es preferible: que la desguace
algún chapucero o que se ocupe de ella un buen doctor…
¡No, no! ¡No me respondan ahora! – Manoteó,
frenético, en todas direcciones.– No digan nada, no hace falta.
Al fin y al cabo, sólo se trata de un caso hipotético…
¡Pero no me miren así, diablos! ¿Por qué me
miran? ¡No, no, no! ¡Déjense de calumnias! ¡Ya
les dije que nuestro joven católico irlandés nunca en su
cochina vida ha practicado un aborto…! – Amenazador, con el ceño
fruncido, los miró a todos, uno por uno. Nadie le
discutió el punto, ni siquiera la zorrita. Más sosegado,
volvió a empinarse la botella. – ¡Aaaaah! Muy bien.
Así me gusta. Que todo fluya sin malentendidos enojosos… Por
cierto, señores, ¿no quieren que les siga contando mis
aventuras? ¿Sí, eh? ¡Jejé! Pues verán…
Para asombro de su familia, que no lo
creía tan listo, el pobre
Dannie matriculó en la Facultad de Medicina de la Universidad de
California en San Francisco. No dejó de beber, pero sí
aflojó un poco la mano, y salió adelante en los primeros
cursos. Resultó ser menos borrico para las ciencias de lo que
él mismo había pensado. Por lo demás, su vida no
cambió mucho. No de momento.
Su hermano Sean, a quien le parecía
estupenda la idea de que
él estudiara, o al menos eso le dijo, le sugirió que
alquilara un piso cerca del campus. La relación entre ellos
siempre había sido muy distante, signada por una fría
cordialidad, y el pobre Dannie tuvo la vaga impresión de que
Sean trataba de alejarlo de la casa de los padres. ¿Por
qué? No le preguntó, ni tampoco le hizo caso.
Hacía años que Mary Ann había dejado de
fastidiarlo, ya apenas si le dirigía la palabra, y a él
no le incomodaba en absoluto seguir viviendo allí, aunque
tuviese que subir y bajar una empinada colina día tras
día en su Pierce Arrow. A fin de cuentas, Fergus Jr., que era el
mayor, también seguía instalado allí, en su
habitación de siempre, y Sean no le aconsejaba que se fuera a
ninguna parte. El jesuíta no insistió.
Aunque nunca hablaba del asunto con nadie, ni
siquiera con Fergus Jr.,
la estúpida muerte de la Violet había afectado
muchísimo al pobre Dannie. Tanto, que no volvió a pisar
la casa de Helen Fuego durante casi un año. Por aquella
época sus sentimientos hacia la chica eran confusos,
ambivalentes. Por un lado, la extrañaba. Porque se había
acostumbrado a verla cuando menos una vez por semana, a que siempre
estuviese ahí, atenta, disponible, de buen humor. Recordaba con
cuánta gracia ella le insistía en que se dejara el pelo
largo, a ver si dejaba de parecer un desgraciado erizo. Y él se
defendía: Nada de eso, amiguita, que es preferible parecer un
desgraciado erizo y no el desgraciado hombre de las cavernas… Recordaba
su risa, como una campanita. Por otro lado, la odiaba. No podía
perdonarle lo que había hecho consigo misma. Y con él,
claro.
Fue la nostalgia la que lo hizo regresar al
lugar del crimen. O tal vez
la angustia. Porque el pobre Dannie se sentía muy solo, muy
necesitado de alguien que en verdad lo comprendiera. Se ahogaba dentro
de sí mismo. Retornó, pues, a la maldita casa de Helen
Fuego, con el propósito de encontrar otra muchacha que lo
tratara como a su igual, como si también él fuese una
muchacha. Y que le guardara el secreto, desde luego. Pero no fue una
idea tan maravillosa como creyó al principio. Más bien lo
contrario. Pronto descubriría, el pobre e inexperto Dannie, que
las putas podían ser tan estúpidas como las
señoras, que en el fondo no había tanta diferencia entre
unas y otras.
Con hambre y sin
dinero
Ena Lucía Portela
Tras un espectacular debut como
narrador con un libro de
cuentos bastante desigual, apresurado, reiterativo y por momentos
impresionante, (1) El Rey de La Habana, primera novela
de Pedro Juan
Gutiérrez (2),
venía precedida por una fama un tanto
equívoca. El comercial del trópico: “A golpe de ron,
música y sexo, no deja títere con cabeza”. Las
inevitables y poco imaginativas referencias al canon
del llamado
realismo sucio: “Una especie de caribeño Bukowski o de habanero
Henry Miller”. La también inevitable e imprecisa
comparación con otros narradores cubanos de algún modo
afines: “Tan radical como Reinaldo Arenas y mucho más hiriente
que Zoé Valdés”. Y para cerrar con broche de oro: “Una de
las revelaciones más impactantes de la literatura
latinoamericana reciente”. ¿Qué más se
podía pedir? Con éxito de ventas y con la crítica
hispana en un bolsillo, nuestro Pedro Juan había dado un palo
editorial. Un tremendo palazo. De la noche a la mañana se
había convertido en el más notorio entre los escritores
cubanos en activo (3),
desbancando a Zoé Valdés. Hasta
ahí, normal. Ya sabemos cómo funcionan estas cosas. Lo
verdaderamente asombroso, lo insólito, al menos para mí,
fue que a pesar de todo el ruido y la parafernalia, El Rey... resultara
ser una magnífica novela. Amena, de las que te agarran desde la
primera página y no te sueltan hasta la última; intensa,
de las que te estremecen y te ponen la carne de gallina y los pelitos
de punta; profunda, de las que invitan a pensar y en cada relectura
descubres algo nuevo.
En cerca de doscientas páginas (dado el
formato del libro, el manuscrito debió tener muchas menos), un
narrador en tercera persona, casi todo el tiempo colocado en la
perspectiva del protagonista, nos cuenta de cabo a rabo la vida de este
muchacho del barrio de San Leopoldo, el menor de los hijos de la monga,
el mulato ni lindo ni feo que jamás había comido carne:
Reinaldo o Rey, alias El Rey
de La Habana. Tan monárquico apodo,
que el personaje se ha ganado en buena lid por el tamaño
interesante de su pene con dos municiones de acero, de los rodamientos
de bicicletas (“perlanas”, en jerga carcelaria), debajo del glande, y
por el entusiasmo y la habilidad con que lo maneja, al mismo tiempo
resulta salvajemente irónico, puesto que este Rey sin cetro ni
corona procede del más bajo estrato social, un inframundo urbano
hecho de la peor miseria material y espiritual, subsuelo hambreado,
alcoholizado, promiscuo, mariguanero y violento, lo último de lo
último, en fin, la mierda –en un momento dado es ésa la
palabra que emplea el narrador para referirse al ámbito del
personaje y ahora mismo no se me ocurre otra más exacta–, al
punto que parece casi imposible imaginar a alguien más
próximo a las bestias, más primitivo, más marginal
que él, aunque al mismo tiempo –y esto es importante, como
veremos luego– sigue siendo un ser humano.
La historia, desde la infancia nada
prometedora de
Rey, el vertiginoso instante en que pierde de un golpe a toda su
familia, su reclusión a los trece años en un correccional
de menores, sus aventuras allí, donde el mayor triunfo consiste
en no ser sodomizado cueste lo que cueste y en jugarle cabeza al
instructor a fin de pasar en la oscuridad del calabozo, en la amable
compañía de las cucarachas, el menor tiempo posible, y su
posterior fuga a los dieciséis, hasta su horrible muerte a los
diecisiete, pasando por toda clase de peripecias en las calles de esta
ciudad devastada, oscura, sucia, rota y peligrosa, que es La Habana de
los noventa, transcurre de modo lineal, continuo, sin división
en capítulos, como un relato de largo aliento. A Rey,
tránsfuga, sin hogar, sin apoyo de nadie, indocumentado o
provisto de una falsa identificación, con tres varas de hambre,
casi analfabeto, harapiento, apestoso a grajo y a cualquier cosa, con
ladillas, buzo (no de las profundidades marinas, sino de los latones de
basura), mendigo, pícaro, ladrón, alguna vez estibador en
un agromercado o ayudante de sepulturero o chofer de un bicitaxi u
obrero en una fábrica de cervezas (no dura mucho en
ningún empleo), masturbador exhibicionista, chulito de
séptima categoría, traficante de drogas también de
séptima categoría, homicida y necrófilo, un
desastre, en fin, en toda la extensión del término,
también lo encontraremos ilegal en Varadero y de paso por la
ciudad de Matanzas, pero su escenario predilecto, su ambiente natural,
su reino, es La Habana.
En rigor no podría afirmarse que esta
novela
asombrosa irrumpe cual rayo en cielo sereno en el panorama de la
narrativa cubana de fines del siglo pasado. Más bien se inserta
en una moda –dicho sea esto sin intención peyorativa,
¿qué tienen de malo las modas?– o tendencia muy acentuada
entre nuestros autores de todas las generaciones, en la Isla y en el
exilio, a ocuparse del tema de la marginalidad, la delincuencia, la
prostitución, las drogas, la cárcel, a contar historias
bien espeluznantes donde se combinan la miseria, el embrutecimiento y
la violencia, con personajes canallas en ambientes sórdidos. Ya
antes en Cuba se había escrito sobre el lado más “oscuro”
de la sociedad, y muy bien por cierto. Ahí están Hombres
sin mujer, novela de Carlos Montenegro, y algunos entre los
mejores
relatos de Lino Novás Calvo, por sólo citar dos ejemplos
notables. Pero a partir de la década de los noventa lo que se
desata es una especie de zafarrancho. La marginalidad, por
increíble que parezca, se vuelve centro o, cuando menos,
obligada referencia. Páginas y más páginas sobre
jineteras y pingueros, proxenetas, vividores, pícaros,
traficantes de todo lo traficable, borrachos, drogadictos, balseros,
tipos agresivos y feroces con el cuchillo entre los dientes, veteranos
de la guerra en África que perdieron la chaveta, locos
arrebatados, ex presidiarios, y también otros que quizás
en otras sociedades no serían marginales, o al menos no tanto,
como los travestis, las lesbianas, los enfermos de sida y los santeros.
Como quien dice, Alí Babá y los cuarenta ladrones.
Imposible mencionar aquí y ahora todos los títulos.
Tampoco vale la pena. Baste con saber que proliferan, que se dan
silvestres como la verdolaga.
Tal fenómeno obedece a tres causas
fundamentales y relacionadas entre sí. La primera, obvia, es la
situación objetiva del país; nadie ignora que tras el
derrumbe del comunismo soviético, a Cuba, en su condición
de satélite o cliente o como se le quiera llamar, se le
cortó el agua y la luz (no es metáfora) y el
petróleo y cualquier ilusión de prosperidad que muchos
corazones incautos albergaran hasta entonces; con la crisis
económica, profunda, aplastante, visceral, vino la crisis
social, el desempleo, las carencias de todo tipo, el hambre y, como es
de suponer, un enorme incremento de la desesperación, el
afán de emigrar, el alcoholismo, la locura, los suicidios, la
mentalidad de tiempo de guerra y el delito común en todas sus
variantes. La segunda causa tiene que ver con el empecinamiento del
gobierno en negar todo eso, con la falta de transparencia casi absoluta
en los medios de comunicación masiva, con el hecho de que la
televisión, la radio y los periódicos reflejan un
país que en nada se parece al verdadero; nos muestran la mejor
de las patrias posibles, la más segura, culta y
democrática, algo semejante a un paraíso donde todo
marcha a pedir de boca, pura ciencia ficción. La vociferante
histeria nacionalista sirve lo mismo para aturdir y desinformar, en
tanto propaganda política burda pero tenaz, que para subvertir
(o “sobrecompensar”, diría Freud) el lacerante complejo de
inferioridad nacional. Nada más lógico, entonces, que en
un país sin espacios alternativos para la sátira
política, sin crónica roja, sin pornografía, etc.,
los contenidos propios de esos digamos géneros no demasiado
artísticos (nada de “subgéneros”, que también
tienen su importancia y su función social) se transfieran a la
literatura. La mente humana, ya se sabe, está diseñada de
tal modo que todo aquello que se pretenda ocultar o prohibir, por
desagradable o intrascendente que sea, automáticamente se vuelve
atractivo. La tercera causa, aunque no la de menor peso, reside en ese
dios tan seductor, huidizo, impredecible y caprichoso, más
fuerte que el Dios cristiano y que Olofi y todos los orishas juntos,
que adoramos bajo la advocación de Mercado. Lo que en la
metrópolis literaria de la lengua española, o sea, en
Madrid o Barcelona, allá lejos, se espera de un narrador cubano.
En términos generales, puesto que hay sus excepciones,
podría decirse que en lo referido a Cuba se cotizan sobre todo
el sensacionalismo, la denuncia política, el sexo
explícito y el “lenguaje caribeño”. Un español o
un francés, y no digamos ya un anglosajón, aún
puede, dentro de ciertos límites, escribir sobre lo que
más le plazca, puede darse el gusto de ser “universal” y
“cosmopolita”; un cubano también, desde luego, pero la tiene
más difícil. Al menos en principio, un cubano debe parecer cubano. A veces
he tenido la impresión (quizás se
trate sólo de eso, de una funesta y lamentable impresión)
de que algunos europeos nos tienen por una banda de monos lujuriosos,
alegres, musicales, étnicos y folclóricos, y que como
tales debemos comportarnos. Si no, ellos se sienten defraudados.
¿Y qué se le va a hacer? Con el dinero no se juega.
El valor literario, muy en función del
valor
comercial, de todos esos libros está determinado no tanto por
una estructura original o una buena prosa, como por las historias que
cuentan, y no por el interés que posean las anécdotas en
sí mismas, por sus implicaciones filosóficas,
psicológicas o éticas, sino por el vínculo
más o menos evidente que se establezca entre ellas y la vida
real en la Cuba de ahora mismo, por la noción de “autenticidad”.
Y es ahí, justo ahí, donde se traba la bicicleta. Porque
la inmensa mayoría de esos libros son falsificaciones.
Más chapuceras o más sofisticadas, pero falsificaciones.
Las muy chapuceras por lo general no llegan a ningún sitio,
pasan sin pena ni gloria y sin saber que pasaron; las sofisticadas
pueden engañar a quien se deje, y hasta conseguir por
algún tiempo su ración de éxito (no
mencionaré nombres para no herir susceptibilidades, a quien le
sirva el sayo que se lo ponga). ¿Qué quiero decir con
esto de “falsificaciones”? Veamos. “Regla de oro para los escritores
debutantes: si escasea la imaginación hay que ser fiel a los
detalles.” Así educaba el profesor de historia argentina,
malhumorado y cínico, a su sobrino aprendiz de narrador en una
novela de Ricardo Piglia (4).
No sé cómo verán
otros este consejito, a lo mejor lo encuentran demasiado estrecho o
radical, quién sabe; a mí me parece una propuesta de lo
más lúcida: o mientes en grande, por todo lo alto (v.g.:
me cuentas que una mañana, tras un sueño intranquilo,
Gregorio Samsa se despertó en su cama convertido en un
monstruoso insecto… ¡y procuras que te lo crea!), o te
ciñes a la verdad pura y dura, pero nada de medias tintas ni de
servir gato como si fuera liebre, no se insulta la inteligencia del
lector. La imaginación, de momento, la haremos a un lado. Es un
don y no debe, por tanto, constituir una exigencia de la
crítica. Nos atendremos a la segunda alternativa del profesor:
fidelidad a los detalles. Pues bien, casi ninguno entre los narradores
cubanos que se han ocupado de la marginalidad, aunque sea de modo
episódico o tangencial, durante los últimos tiempos, ha
sido fiel a los detalles. Sospecho que los ignoran. Para empezar,
habría que tener una vista de águila, un olfato de perro,
un oído de lince y una voluntad de mula cerrera para conocer a
fondo, desde un exilio más o menos prolongado, los detalles de
la vida desarrapada, mutante y feroz en la Cuba de los noventa. Luego,
incluso en la Isla, la mayoría de los escritores no proceden de
tan abajo, o no han caído nunca tan abajo, ni tampoco se han
dedicado seriamente a enterarse de cómo funcionan las cosas por
allá abajo. No dominan el tema, idealizan o condenan, reproducen
estereotipos, a menudo no saben una papa de lo que están
hablando. Pero creen que sí saben, y eso es lo peor. El efecto
que producen los textos se asemeja al de una foto movida o una banda
sonora distorsionada, cuando no al de un teatro de marionetas manejado
por un embustero torpe y mojigato con la nariz arrugada para no sentir
la peste y una típica mentalidad pequeño-burguesa.
Pero volvamos a El Rey..., que sobresale en este
contexto tan desafortunado como una novela veraz, incisiva, certera,
rigurosamente fiel a los detalles. No es que cuente hechos reales a
sangre fría (lo cual no aportaría ninguna garantía
de autenticidad: también se puede contarlos y ser un farsante,
un fullero, un manipulador, en dependencia del recorte que se haga de
la realidad, de la selección, o sea, de qué ponemos bajo
el reflector y qué dejamos a la sombra); más bien se basa
en hechos reales, es decir, los toma como punto de partida, los
reorganiza y los modifica para tramar una historia sólida y
concentrada, verosímil de principio a fin. El cuento de lo que
no pasó, pero muy bien pudo haber pasado. Aquí no se
escamotean datos por ningún otro motivo que no sean los
estrictamente literarios, digamos para evitar dilaciones o repeticiones
innecesarias, para mantener cierta coherencia, para que no decaiga el
interés, etc. Entre el narrador y su relato no se interponen
ideologías, religiones, tabúes, afanes moralizantes,
dogmas estéticos, respeto a esto o a aquello, buenos modales ni
nada por el estilo. No se escucha, a todo lo largo de la
narración, ni una sola nota falsa. Ahí va, a modo de
ejemplo, una breve descripción de los trastornos mentales que
puede provocar el hambre:
(…) y de repente el hambre rugió como un tigre en el fondo de
sus entrañas. Literalmente. Sucede muy pocas veces en la vida.
Se siente pavor porque se cree que el tigre puede devorarlo a uno
empezando por las tripas y saliendo afuera. Y ese pensamiento altera al
más macho de los machos, qué cojones. Hay que buscar algo
que comer urgentemente para tranquilizar al tigre (5).
¿Exageración? Para
nada. Ni siquiera
hay que ser El Rey de La Habana,
ni el más macho de los machos,
o la más hembra de las hembras, para que algo así le
suceda a uno. Sólo que la persona más civilizada,
más instruida, la que usa el cerebro de vez en cuando,
quizás no razone en términos de “tigre”, sino que formule
pensamientos un poco más complejos. A saber: existen, aunque no
nos guste, situaciones límite donde ni la religión, ni la
filosofía, ni toda la experiencia vital acumulada valen un
rábano, situaciones que te devuelven a la caverna, o incluso a
una época anterior a la caverna; una de ellas es el hambre
extrema, el hambre de muchos días, o meses, hasta años,
aquella cuyo alivio no se vislumbra por ninguna parte, y no
estás en el desierto calcinante ni en la tundra helada, sino en
medio de una ciudad con más de dos millones de habitantes donde
a nadie le importa tu destino (no es que sean dos millones de
hijoeputas, sólo que también ellos, una cuantiosa
mayoría, están en las mismas); al principio no sabes
qué hacer, te sientes abrumado, acorralado, lleno de
pánico; el mero hecho de saber que de hambre puedes morirte
basta para hacer de ti, ilustre Homo
sapiens, una fiera rabiosa y
enloquecida; entonces descubres que con tal de comer harías
cualquier cosa (éste es el Gran Descubrimiento), sales a la
calle a buscar comida, sales de cacería, usas la inteligencia o
la fuerza, lo que tengas a tu alcance, lo que más te cuadre, da
igual, en la lucha por la vida vale todo. Y cuando digo “todo” quiero
decir exactamente eso: todo. Por suerte, como bien afirma el narrador,
esto, el ataque agudo, el “golpe de hambre”, sucede muy pocas veces en
la vida. Aunque inolvidable, tampoco es esa clase de calamidad que,
según pretenden algunos ingenuos bien alimentados, “si no te
mata, te fortalece”. No, el hambre no fortalece. Lo más que
puede hacer por ti, si no mueres ni enloqueces del todo, es volverte un
poquito cínico. Así, el narrador se refiere en varias
ocasiones a la mirada “dura” de los personajes, a su desgaste, a su
envejecimiento prematuro (el mismo Rey, a los diecisiete años,
aparenta por lo menos treinta). Habrá quien se lleve las manos a
la cabeza para acto seguido decir que no, que qué horror, que en
Cuba socialista no ocurre tal cosa y, aunque ocurriera, no todos
reaccionaríamos igual, puesto que los principios morales… bla
bla bla. Bueno, tal vez en la India, con su civilización
milenaria, donde llevan siglos y siglos y recontrasiglos pasando Hambre
con hache mayúscula, hayan aprendido a tomárselo con
más calma. Tal vez. Pero no estamos en la India. Acá, en
la periferia de Occidente, el hambre suele ponernos un poco nerviosos,
incómodos, de mal humor.
La cuestión del hambre es omnipresente
en El
Rey..., también el mal humor y su más inmediato
corolario: la violencia. Los personajes se ofenden unos a otros, se
amenazan, se golpean, se hieren, se matan como si esto fuera lo
más natural del mundo. Y es que en determinadas circunstancias
llega a serlo. Veamos la siguiente escena:
(…) El viejo le asestó un buen palazo por la cabeza al otro. Y
lo lanzó al suelo. No perdió tiempo. Lo golpeó
más, con el canto de la pala. Siempre por la cabeza. Hasta
destrozarle el cráneo. Era un viejo retorcido y pequeño,
pero fuerte. Una pulpa de sangre y masa encefálica se
derramó en el piso. El viejo agarró el cadáver.
Hizo un esfuerzo y lo cargó como un saco, sobre sus hombros. Lo
tiró en la sepultura abierta. Hasta el fondo. Con sus grandes
manazas recogió la masa pulposa y la tiró también
al fondo del hueco. Con el pie borró las manchas de sangre que
quedaron en la tierra. Hizo lo mismo con la pala. Listo. Aquí no
pasó nada (6).
Este homicidio nunca será
objeto de encuesta
policial. La víctima es un vagabundo zarrapastroso al que
posiblemente nadie echará de menos. Había sido él,
en apariencia más fuerte que el viejo sepulturero, quien
provocara la pelea en el cementerio. Se disputaban los despojos de los
muertos: ropas, zapatos, anillos, algún que otro diente de oro.
Tal había sido hasta entonces el modus vivendi del viejo, su
principal fuente de ingresos, su medio para mantenerse a flote y
escapar del hambre, y el otro había pretendido
arrebatárselo. No por diversión ni por odio al viejo ni
por mero afán de rapiña o piratería, sino porque
probablemente también él huía del hambre,
también él luchaba por su vida. Ojo: esta
interpretación de los móviles de ambos contendientes es
mía; me parece bastante obvia y creo que a Marx le hubiera
encantado (7), pero es
mía. Debo advertir que el narrador de
esta novela apenas ofrece explicaciones acerca de la conducta de sus
personajes. La describe sin fanfarria, sin mucho aspaviento, como algo
normal, intrascendente. No se las da de psiquiatra ni de
sociólogo ni de adivino, no se mete dentro de ninguna cabeza que
no sea la del protagonista –casi hueca, en parte por herencia y en
parte por decisión propia, por instinto–, o la de la madre al
principio –más hueca todavía, de nacimiento–. Sobre todo
no juzga, ni condena ni aprueba. No se deja impresionar por su propio
relato (ingenuidad harto frecuente entre los narradores cubanos que se
pretenden “realistas”). Sólo cuenta una historia, la de Rey, que
se entrelaza a su vez con múltiples jirones de otras historias,
como ésta del viejo sepulturero.
En la amplia y variada galería de
personajes
marginales de El Rey...,
hombres y mujeres, jóvenes y viejos,
blancos, negros y mulatos, habaneros y guajiros, no hay uno solo que se
asemeje ni por casualidad a los que de vez en cuando aparecen en el
serial televisivo Día y noche,
el de las noches dominicales
en Cubavisión
destinado a glorificar a la nunca bien ponderada PNR
(Policía Nacional Revolucionaria):
un hatajo de
sinvergüenzas degenerados anormales malignos perversos (me refiero
a los marginales, no a los policías) que no se ganan la vida
honradamente con su trabajo por la sencilla razón de que no les
da la gana, porque les encanta desperdiciar, de perros que son, todas
las magníficas oportunidades que brinda el más generoso
de los sistemas socioeconómicos que en el mundo han sido. Por
otro lado, tampoco hay ninguno que se parezca a los héroes
románticos de las cloacas pestíferas, onda Jean Valjean,
esos que perpetran sus fechorías porque no les queda más
remedio que perpetrarlas, por tanto que han sufrido, por traumas de la
infancia, porque la vida es una cabrona, etc., pero en el fondo son
unos tipos nobles y bondadosos que sólo esperan una oportunidad
para demostrarlo, fantoches que pululan tanto en las películas
norteamericanas de a tres por quilo como en los textos de algunos
autores cubanos que en estos últimos años han dado en
idealizar la marginalidad, ya sea por ignorancia, por llevarle la
contraria al establishment
del modo más grosero o porque les
asusta o les asquea representar (e incluso ver) las cosas como
realmente son. Este síndrome de Bonnie Clyde, o
deslumbramiento con la crápula y con los supuestos valores de la
crápula, suele ser señal inequívoca de falta de
autenticidad.
Los personajes de El Rey... son gente común
en su mayoría. Quizás pudiera exceptuarse a Elenita la
boba, a su marido, que es más bobo que ella, y a la madre del
protagonista, criaturas con algún problemita físico, lo
que se llama una tara, pero en cualquier caso resulta muy
difícil establecer una línea divisoria entre los
“normales” y los “monstruos” (tal como ocurre, si a eso vamos, en la
vida real). En términos generales son cubanos de la calle, nada
extraordinarios en ningún sentido, lo suficientemente
individualizados para no devenir arquetipos y lo bastante
anónimos para que no se reconozca en ellos a ninguna persona
real. Habrá quien los considere grotescos y
esperpénticos, una fauna de bichos raros para ver en un parque
zoológico, al otro lado de las rejas, pero eso se debe a
que por lo general el concepto de “gente común”, el famoso average man, se asocia
con la clase media, profesionales, empleados,
estudiantes, etc., jamás con el hampa o el jet, o sea, no es
tanto el individuo lo que se valora, como su posición en la
escala social. ¿Y de dónde salen tales juicios o,
más bien, prejuicios? Precisamente de la clase media, que se
considera a sí misma la medida de todas las cosas y de
ahí no la mueve nadie. Por otra parte, los que a estas alturas
de la vida aún conserven ilusiones de progreso,
civilización, mejoramiento humano y demás lindezas, se
rehusarán con total severidad a aceptar que alguien como Rey o
su hermano Nelson, el matricida, o el travesti Sandra, que “pasa” un
muerto, o Yunisleidi, la tunera “más caliente que una plancha”,
tanto que tuvo su primer marido a los ocho años, o Carlos, que
lanza al marinero por la ventana y tan campante, o Cheo, que con la
mayor naturalidad comete incesto, o el viejo sepulturero, a quien ya
tuvimos el honor de conocer, o cualquiera de los otros, sean gente
común. Qué va, ya sería bastante milagroso que los
tuvieran siquiera por gente. De modo que no insistiré en ese
punto, ¿para qué? (8)
En cuanto a lo formal, la prosa de El Rey... es muy
sencilla. Concisa, denotativa, casi minimalista (más que de
Bukowski o de Henry Miller, en este aspecto podría rastrearse,
quizá, alguna influencia de Raymond Carver). Oraciones breves,
nada de floreos ni juegos con la sonoridad de las palabras ni
adjetivación sorprendente ni audacias estilísticas de
ninguna índole. El tono a veces irónico, nunca
sentimental, a menudo neutro, frío, objetivo. El tempo,
rápido. Sobre todo en las primeras páginas se advierte al
periodista Pedro Juan, la voz que intenta decir lo más posible
en el espacio más reducido. Apenas emplea tiempos verbales
compuestos en las subordinaciones, sustituyéndolos por tiempos
simples no siempre equivalentes, lo que da lugar a estructuras un tanto
defectuosas, que no fluyen como debieran, que saltan de inmediato al
oído en una lectura en voz alta. Y digo “como debieran” porque
no se trata aquí de una voluntad de estilo, de un deliberado
propósito de escribir con los dedos de los pies, sino de
errorcitos gramaticales que no aportan al texto ningún
significado nuevo. Aunque tampoco es una falla tan grave que un editing
cuidadoso no pueda subsanarla (9).
A juzgar por el aspecto general,
un poco despeluzado, de muchísimos de los libros que publican,
las grandes editoriales españolas al parecer no se toman muy en
serio esto del editing, lo
cual, entre otras circunstancias, nos pone
en desventaja con los anglosajones, que sí lo hacen (10).
Lo más afortunado de esta novela, en lo
relativo a la forma, son los diálogos. No porque los personajes
sean unos brillantes conversadores, ingeniosos y aforísticos (de
hecho Rey es un tipo corto de palabras, en sentido literal, y tampoco
le gusta que le hablen demasiado), sino por su verismo, su ritmo y
colorido tan auténticos, su fidelidad a los detalles de la jerga
popular habanera. Uno se pasea por ahí, por las calles de
nuestra ciudad, por lugares donde se aglomere mucha gente, lo mismo en
Centro Habana que en el Cerro o en la Víbora o en Luyanó
o en Marianao o al otro lado de la bahía o por el muro del
Malecón, en fin, por cualquier parte, afina el oído y
escucha a los personajes de El Rey...,
ahí están, vivos,
ruidosos, en su apogeo, maltratando el idioma a más y mejor.
¿Soez, vulgar, sucio? Es probable. ¿Hiriente? No. O tal
vez sí. Depende de cuán acostumbradas estén las
orejas a esta clase de melodías. Para lograr tal
impresión de realidad, excepcional en la narrativa cubana de la
última década, no basta con soltar cuatro palabrotas, no
es tan simple: hay que saber dónde ponerlas y en qué
momento. Por mucho que escandalice a las viejitas indefensas, una
blasfemia mal colocada pierde eficacia, arruina el conjunto y delata al
farsante. Estos diálogos, además, llevan implícita
una aceptación, muy sensata en mi criterio, de las convenciones
del realismo. Lo que reproducen, o recrean, del habla popular habanera
es el léxico y la sintaxis, no así la fonética. En
ocasiones se eliden sonidos, como esa /d/ intervocálica que los
habaneros, al igual que los andaluces, casi nunca pronunciamos, y
algunos otros, pero no se va más allá. Una copia exacta
de nuestra jerga callejera tendría necesariamente que tomar en
cuenta el hecho de que en La Habana se suele hablar a la velocidad de
un cohete, a grito pelado y todo el mundo a la vez (y manoteando entre
mil muecas), con lo cual se eliminan o se deforman sin el menor
escrúpulo un montón de sonidos y se arma el tremendo
barullo. Trasladar todo ese ruido a la literatura fue algo que se
propuso, entre otros autores, Guillermo Cabrera Infante. En sus cuentos
y novelas nos tropezamos a cada rato con parrafadas más o menos
extensas que no andan muy lejos de la trascripción
fonética. ¿Resultado? Bueno, en su momento, hace
más de cuatro décadas, la impresión de realidad
debió resultar asombrosa. Hoy los lectores de mi
generación encontramos esos textos envejecidos, medio
fósiles, cuando no ilegibles. Porque el habla popular es muy
cambiante, quizá la mesura, la contención en su mimesis
procuren una vida más larga y provechosa a la primera novela de
Pedro Juan.
A propósito de Cabrera Infante, hay en El
Rey..., tan escasa en citas, referencias, parodias y
demás
juegos intertextuales, un brevísimo y sutil homenaje al autor de
Tres tristes tigres:
(…) Ella vendió unos cucuruchos. Hicieron silencio largo rato. A
Rey le gustaba, pero no sabía cómo entrarle. Los dos eran
cortos de palabras. Ella vendía maní. Le hubiera gustado
que todos dijeran: “Oh, ella cantaba boleros”. Pero no. Ella
vendía maní (11).
Está claro que a Rey, aun
cuando Magda, la
manisera, sea la mujer de su vida, a la que siempre habrá de
regresar, la blanquita de su perdición, la que lo llevará
a convertirse en una especie de Otelo del basural, en fin, su
único y verdadero amor, le importa un chícharo lo que
todos (¿todos quiénes?) digan acerca de ella. Eso, en el
caso no muy probable de que dijeran algo, pues ¿quién
además de él se tomaría tan a pecho, al punto de
dedicarle más de un pensamiento, a semejante fulanita,
pelandruja, hedionda y medio chiflada? Me temo que nadie. Y, luego,
él no sabe nada de música, ni de muchas otras cosas (la
ignorancia de Rey es antológica), lo más seguro es que
hasta desconozca el significado de la palabra “bolero”. ¿Y
entonces? Pues he ahí un pequeño ejemplo de lo que en
teatro se denomina “ruptura de la ilusión dramática”: un
guiño cómplice al público enterado, un comentario
burlesco que cae sobre la escena como gota fría, un salto a otra
dimensión de la realidad. Quien piensa y desea aquí no es
el personaje, sino el narrador. Entre líneas se deja leer algo
más o menos así: “Oh, mi estimado G. Caín, era
bella tu Habana; pero ya no existe, lo que hay ahora es esto”. Lo
anterior puede entenderse tanto en el sentido inmediato y muy real de
la decadencia de nuestra ciudad, pródiga en paisajes en ruinas
tras más de cuarenta años de abandono, donde la gente y
los modos de vivir también forman parte de esos escombros, como
en el sentido si se quiere más literario de un creador de
mitología urbana que, a la vez que reconoce la valía de
otro anterior, declara su propia independencia (12).
Hace un rato me refería a El Rey... como a
una novela profunda, que invita a reflexionar y que amerita, por tanto,
más de una lectura. Entre varios aspectos que podrían
resultar interesantes (13), por
ahora cabe destacar dos: la
posición política del narrador en el contexto cubano
actual, tan convulso y tan inmóvil al mismo tiempo, y, sobre
todo, las interrogantes que se plantean acerca de la naturaleza humana
en cualquier época y lugar.
La posición política del
narrador
aparece de manera bastante explícita en el recorrido de Rey por
la plaza del mercado de Cuatro Caminos:
(…) Había al menos ochenta tarimas con vegetales. Todo a precios
altísimos. El público circulaba por los pasillos,
preguntaba precios, compraba muy poco o nada, y seguían mirando
y asombrándose por los precios, y pasando hambre. Algún
que otro viejo murmuraba: “Se están haciendo millonarios y el
gobierno no hace nada. Es contra el pueblo, todo contra el pueblo.”
Nadie le hacía caso. Algunos viejos seguían esperando que
el gobierno solucionara algo de vez en cuando. Les habían
machacado esa idea y ya la tenían impregnada
genéticamente (14).
Ahí está: la
indiferencia. Porque,
atención, que el gobierno jamás solucione un problema, ni
siquiera los que él mismo ha generado y sigue generando, no
implica, al menos no en esta novela, que obligatoriamente haya que
emprenderla de modo activo y estrepitoso en contra del gobierno. No,
esto sólo significa que la vida real de la mayoría, la
cotidiana, la de la lucha por la comida, transcurre al margen del
gobierno y de la tremebunda ineficiencia, desmanes y disparates, del
gobierno. La política, así como el arte, la
filosofía y cualquier otra manifestación de la cultura
relacionada de modo directo con la espiritualidad, ha devenido, como en
todos los tiempos y lugares, un lujo inaccesible para aquellos que
aún no han resuelto el problema del hambre. Según el
narrador Leonardo Padura, “Toda esta situación ha sido
satirizada por los cubanos al decir que en realidad en el país
sólo hay tres grandes problemas: el desayuno, el almuerzo y la
comida (…)” (15). Para los
hambrientos el gobierno existe de la misma
manera en que existe el clima tórrido del Caribe, el calor
húmedo y sofocante, las tormentas eléctricas, los
huracanes, la proliferación de insectos, ratas y otras diminutas
sabandijas que transmiten enfermedades, toda clase de fiebres
tropicales: algo inamovible, estático, de lo más tieso,
fijo cual eterno verano, algo que ciertamente jode muchísimo,
pero contra lo que nada se puede hacer, puesto que jode en virtud de su
propia naturaleza. No se trata de enfrentarse, de coger al toro por los
cuernos, qué va, ¿y esa locura?, la cuestión es
“ir escapando”, o sea, ir sobreviviendo, evitar hasta donde sea posible
que el toro se fije en uno y lo desgracie todavía más.
Este criterio, aunque desde el extranjero o desde la élite en la
Isla, pudiese parecer que no, es mayoritario, si no en Cuba, por lo
menos en La Habana. Tal vez no se note demasiado porque la indiferencia
de por sí no hace ruido. Tiene mucho más de
omisión que de acción, mucho más de silencio que
de clamor. De hecho, el fragmento sobre la plaza del mercado contiene
la única alusión política directa que aparece a
todo lo largo de la novela, quedando el resto a cargo de la
interpretación de cada lector. Como ha declarado el propio Pedro
Juan: “Esta es la voz de los sin voz. Los que tienen que arañar
la tierra cada día para buscar algo de comer, no tienen tiempo
ni energía para nada más. Su objetivo único es
sobrevivir. Como sea. De cualquier modo. Ni ellos mismos saben por
qué ni para qué. Se empecinan en sobrevivir un día
más. Sólo eso.”
Semejante declaración ubicaría a
Pedro
Juan Gutiérrez, de momento, en una suerte de “izquierda
lúcida”. Sí, ya sé que suena a
contradicción en los términos, a surrealismo, a poemita
dadá, pero ¿cómo llamarle, si en política
por lo general sólo se emplean tres o cuatro palabrejas
básicas (v.g.: “izquierda” y “derecha”) para nombrar una
amplísima gama de nociones y conceptos muy diversos unos de
otros, que, arriba de todo, varían de país a país?
A ver si nos entendemos. Con lo de “izquierda lúcida” me refiero
a lo que pudiera constituir, y de vez en cuando constituye, un lugar de
retorno para algunos marxistas decepcionados (más aún,
espantados) tanto de la ortodoxia comunista, salvaje y delirante por
decir lo menos, como de las izquierdas tradicionales, ciegas e ilusas o
manipuladoras y oportunistas, también por decir lo menos, y que
tampoco encuentran nada o casi nada de atractivo en las derechas,
liberales o fascistas o como sean. Así, un “izquierdista
lúcido” vendría siendo alguien que de algún modo
se interesa por los más humildes, los más pobres, esos de
los que en verdad casi nadie se acuerda nunca (“los condenados de la
Tierra”, diría Frantz Fanon), pero sin idealizarlos, sin
atribuirles particulares virtudes ni vocación revolucionaria ni
cultura política ni conciencia de clase ni de nada, y
también sin ese ridículo tonito paternal, de
superioridad, de condescendencia, más bien propio del
filántropo con indigestión, que suelen adoptar algunos
autores izquierdosos para referirse al “pueblo”, en fin, sin andar por
ahí de arbitrista y sabelotodo, proponiendo remedios
descabellados o utópicos para todos los males que aquejan a la
sociedad contemporánea. Porque si bien el narrador de la novela
asume el punto de vista de la indiferencia en lo relativo al gobierno
–la voz de los sin voz–, no ocurre igual con el escritor Pedro Juan
Gutiérrez –que sí tiene voz, y de largo alcance– al
escoger su tema y desarrollarlo del modo en que lo hace. Es la suya una
indiferencia estratégica, deliberada, construida, que se opone
de plano a la exigencia partidista, al compromiso forzado, al
ultimátum “o estás a favor o estás en contra o
eres un pendejo de mierda” (en un contexto crudamente machista, donde
“los cojones” se valoran por encima de todo y el pendejo de mierda,
pobrecito, es la última carta de la baraja), que suele perseguir
cual maldición a los escritores cubanos en la Isla y en el
exilio. Inmersos en esa esquizofrenia, muchos, sobre todo en la
generación de Pedro Juan, los que ahora rondan los cincuenta,
han llegado a creer que las cosas no pueden presentarse de otra manera,
que no hay alternativas individuales, que el plumífero cubano es
por definición un animal político, más
político que ningún otro (paradigma: José
Martí), y se sienten en el deber ciudadano y apostólico
de opinar a cada rato acerca de esto y aquello, de proclamar y luego, a
veces, retractarse de lo antes proclamado –imaginan que “se les ha ido
la mano” en uno u otro sentido, o alguien los presiona, y caen en
trance–, de enredarse en controversias estériles, de fruncir el
entrecejo y poner la cara muy seria de quien pronuncia el discurso muy
serio, el definitivo, el imprescindible, el que habrá de quedar
para la Historia, de diseñar repúblicas con todo el
amateurismo propio del caso. Eso, sin contar la deliciosa y
equívoca sensación de importancia propia, de proximidad
con el Poder (¡ja ja!), incluso de consistencia
ontológica, que suelen proporcionar las “definiciones”
políticas, sean éstas cuales fueren. En otros tiempos y
países la indiferencia podrá ser sólo eso,
indiferencia. En el contexto cubano actual, enunciada por un ser
pensante, por un intelectual, pone en ridículo un montón
de poses oficialistas o contestatarias, de imágenes arrogantes,
de muecas megalómanas. Es vitriolo.
Si controvertida, quizá generadora de
polémicas y aullidos, resulta la posición política
del narrador de El Rey... tal como la he descrito, cuánto
más no habrían de serlo, si expandimos la mirada curiosa
más allá del horizonte de nuestra aldea, las
interrogantes que se plantean en esta novela acerca de la naturaleza
humana en sentido general, sin importar los contextos
específicos. Veamos.
El siglo XX, que vio pasar dos guerras
mundiales
calientes y una fría, regímenes comunistas y fascistas,
un bombardeo atómico, procesos de independencia en la mayor
parte del mundo colonial, un gran auge de los movimientos nacionalistas
y toda clase de conmociones sociales (el XXI, aparatosamente inaugurado
con los hechos del 11 de septiembre de 2001 y el resurgimiento del
fundamentalismo islámico, parece que viene sabroso), produjo en
las más diversas lenguas y literaturas innumerables relatos y
novelas sobre el problema del individuo, esa ínfima criatura,
esa pequeñez, ese microbio (“aquel particular”, diría
Kierkegaard), atrapado en circunstancias extremadamente duras que lo
rebasan, lo ignoran, lo multiplican por cero. El individuo, librado a
sus propios recursos, pugna por sobrevivir en medio del estruendo y la
furia (“la gran descojonación”, diría Pedro Juan) armada
por la especie. Ahora, “sobrevivir” no significa lo mismo para unos y
para otros. La mayoría de estos diminutos héroes de
nuestro tiempo profesan, conscientes o no de ello, un cierto culto
humanista que los impulsa a buscar no sólo la salvación
del cuerpo, sino también –por decirlo así– la del
espíritu. O sea, aspiran a preservar contra viento y marea la
salud mental, que se traduce no tanto en rígidos principios
morales, como en la capacidad de análisis, síntesis,
deducción, inducción y otras operaciones propias del
intelecto, incluyendo la fantasía y la memoria, en fin, todo
aquello que nos distingue del resto de los bichos que pueblan el
planeta. Y es lógico que ocurra así, puesto que mientras
los demás animalejos son más veloces o más
flexibles o más fuertes que el mejor de los campeones
olímpicos, para considerarse superior, e incluso para existir en
este mundo tan competitivo, en última instancia el ser humano
sólo cuenta con su famoso cerebro. Pero éste –y he
aquí el origen de muchas tragedias– es un arma de doble filo:
dado que no lo conocemos bien, que sobre los mecanismos profundos de su
funcionamiento es mucho más lo que se ignora que lo que se sabe,
y por tanto no podemos controlarlo del todo, al menor descuido puede
volverse en contra nuestra. Así, la lucidez extrema, entendida
como una combinación muy eficaz de inteligencia y honradez para
con uno mismo, a menudo linda con la locura. Un personaje como Yura
Zhivago, pongamos por caso, si bien se encuentra aprisionado en una
serie de situaciones bastante espantosas, a la larga es tan
víctima del entorno como de sí mismo, de sus propias
ilusiones, de sus propias creencias, de su propio afán por
comprender lo incomprensible; uno tiene la impresión de que, si
hubiera pensado un poco menos, quizás no hubiese sufrido tanto.
Pero entonces, ¿dónde queda la humanidad? Un ser humano
que renuncie a pensar, a soñar, a recordar, ¿no
estará renunciando a su propia esencia? ¿Valdría
la pena sobrevivir a ese precio? ¿Sería realmente
sobrevivir? Pasternak, como tantos otros, al parecer creía que
no.
Estas mismas interrogantes vuelven a aflorar
tras la
lectura de El Rey..., pero con
otra respuesta. Otra respuesta
tentativa, quiero decir, otro “quizás”, pues para estas
cuestiones, como para las grandes preguntas filosóficas, no hay
respuestas definitivas, sólo un espacio de debate (eso es lo
interesante, creo). Vamos a ver cómo se las arreglaba Rey con su
propia maltrecha humanidad:
(…) Siguió por el Malecón dos cuadras más. No
sabía adónde iba. Con hambre y sin dinero. Su suerte y su
desgracia es que vivía exactamente en el minuto presente.
Olvidaba con precisión el minuto anterior y no se anticipaba ni
un segundo al minuto próximo. Hay quien vive al día. Rey
vivía al minuto. Sólo el momento exacto en que respiraba.
Aquello era decisivo para sobrevivir y al mismo tiempo lo incapacitaba
para proyectarse positivamente. Vivía del mismo modo que lo hace
el agua estancada en un charco, inmovilizada, contaminada,
evaporándose en medio de una pudrición asqueante. Y
desapareciendo (16).
Aclaremos que esta disposición mental,
de tan
paradójicas consecuencias, no surge de la nada ni del
propósito del narrador de ilustrar alguna tesis previa –pese al
significativo y discutible epígrafe de Edmundo Desnoes: “El
subdesarrollo es la incapacidad de acumular experiencia.” (17) –, sino que
es producto de un aprendizaje. A diferencia de lo que sucede con
Mersault, el héroe existencialista (con el que Rey, salvando las
distancias, guarda más de un punto de contacto, v.g.: la
ausencia del más mínimo sentimiento de culpa, la
violentísima reacción contra la idea de Dios, etc.), de
quien nadie sabe cómo llegó a convertirse en “el
extranjero”, a lo largo de El Rey... asistimos, paso a paso, a la
destrucción minuciosa y en buena medida voluntaria de las
ilusiones y, sobre todo, de la memoria del protagonista. Un proceso
doloroso y brutal, que incluye desde la negativa a discutir sus
problemas con nadie, aun al costo de cargar con una acusación de
asesinato, hasta la autoagresión física, pero que tanto
el personaje, que intuye, como el narrador, que razona, juzgan
imprescindible en la lucha por la vida. Siempre con el agua hasta el
cuello, Rey se va deshaciendo poco a poco de su espiritualidad como
quien suelta lastre para no hundirse. Como alguien que se amputara, sin
anestesia y con un filo oxidado, un miembro enfermo de gangrena, a ver
si logra que no se le envenene toda la sangre o, al menos, retardar ese
final lo más posible. Porque sus recuerdos, de tan horrendos (se
los compara con una cadena muy pesada que él fuese arrastrando,
algo peor que un simple “sorbo”, una inmensa plasta de mierda que le
hubiera caído encima), sólo pueden acarrearle tristeza,
miedo, angustia, rabia, asco, desesperación, y semejante estado
de ánimo, donde hay hambre y violencia, equivale al suicidio. Y
aunque la vida, desde luego, carece de sentido, ¿qué otra
cosa se puede hacer con ella sino vivirla?
La Habana, 2 de febrero de 2003
Notas
1. Gutiérrez, Pedro Juan: Trilogía sucia de La Habana.
Anagrama, Barcelona, 1998.
2. Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey de La Habana. Anagrama,
Barcelona, 1999.
3. Guillermo Cabrera Infante, desde hace unos cuantos
años, viene siendo no tanto un escritor como un mito, un
clásico, una leyenda o, si se prefiere, una institución.
4. Piglia, Ricardo: Respiración
artificial. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1992, p.16.
5. Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey..., p.114.
6. Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey..., p.73.
7. Por la fábula de los sabios judíos
que ubican la esencia del ser humano en alguna parte de su cuerpo:
Jesús en el corazón, Marx en el estómago, Freud en
los órganos genitales, etcétera.
8. Ni los clásicos escapan a estas
consideraciones. Con respecto a Leopold Bloom, protagonista de Ulysses, y un sujeto de lo
más corrientico, Nabokov opina que es un poco depravado porque
caga y se tira pedos y se masturba. Supongo que Nabokov nunca en su
vida perpetró semejantes crímenes.
9. Me encantaría preparar la edición
cubana de El Rey..., llevo
tiempo en eso. Me dicen que no hay dinero y que, a fin de cuentas, el
librito en cuestión es “tremenda cochiná” y poco
revolucionario, aunque apenas hable de política. Curiosamente,
Letras Cubanas acaba de publicar la segunda novela de Pedro Juan, Animal tropical, que comparte los
“defectos” de El Rey… sin
compartir sus virtudes. ¿Alguien entiende algo?
10. De esta mala maña excluyo, desde luego, a
mi propio editor. En serio. Los libros publicados por Debate son de los más
“limpios” que he leído. Pero Debate,
aunque prestigiosa, tampoco es una “gran editorial”.
11. Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey..., p.53.
12. También existe la posibilidad de que el
narrador sólo haya pretendido hacer un chiste blanco y de que
sea uno, el lector imaginativo o intrigante o paranoico, quien le
busque (y le encuentre) los tres pies al tigre, digo, al gato.
13. Quizás aún sea temprano, pero con el
tiempo esta novela habrá de generar una amplia
bibliografía crítica. Le apuesto a eso.
14. Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey..., p.156.
15. Padura, Leonardo: “Crónica de otro fin de
siglo”, en Cuba: voces para cerrar un
siglo (I). Centro Internacional Olof Palme, Estocolmo, 1999, p.
55.
16. Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey..., p. 159.
17. Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey..., p. 7.
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