Regresar a
En la loma del ángel


Fragmento inédito de la novela Djuna y Daniel

Ena Lucía Portela

Todo comenzó una tarde tan lluviosa como esta noche, pero en el otoño de 1921. Huyendo del temporal, que la había sorprendido en plena calle sin paraguas, Miss Barnes entró al Café de la Mairie du VIe, frente a la plaza de Saint-Sulpice. Se quitó el sombrero y el abrigo, los colgó en una percha y se sentó a una mesa pequeña, para una sola persona, o a lo sumo para dos, junto a la vidriera, cerca de la entrada.
     Con la vaga sensación de estar hecha un desastre, sacó su polvera del bolso y se miró en el espejito. En efecto, estaba hecha un desastre. Tenía el cabello húmedo, con los rizos aplastados sobre la frente, y el maquillaje un tanto corrido, sobre todo alrededor de los ojos. Pero recién había cumplido veintinueve años y lucía bellísima de cualquier modo, así que guardó la polvera, muy dueña de sí, y pidió un Chambéry fraise.
     Mientras aguardaba por su coctel favorito, se secó las manos con un pañuelo y prendió un cigarrillo. Echó un vistazo en derredor. En aquella época apenas si conocía el Barrio Latino y todo lo que encontraba en sus paseos le parecía interesante, curioso. Todo le servía, además, para componer los artículos mundanos y floridos que esperaba de ella Burton Rascoe, el director adjunto de McCall’s. Aunque era socialista, Rascoe apreciaba el periodismo de Miss Barnes, tan ligero, frívolo y ajeno a cualquier compromiso político. No sólo porque se vendía estupendamente, no. En verdad le gustaba. Y era muy generoso a la hora de pagarle. Así que ella miró en torno, a ver si hallaba por ahí algo pintoresco sobre lo cual pudiera escribir esa noche.
     En comparación con otros de la orilla izquierda, el Café de la Mairie du VIe no es tan grande ni tan famoso, pero igual resulta un sitio muy acogedor, apropiado para pasar una tarde de lluvia. Aquella vez estaba muy concurrido. Una decena de clientes, algunos sentados y otros de pie, se apiñaban alrededor de la mesa contigua a la de Miss Barnes. Otros, en la barra o en otras mesas, también miraban en esa dirección.
     La escritora corrió su silla un poco hacia atrás y, a pesar del gentío, consiguió distinguir en el centro de todo a un estrambótico hombrecito que hablaba y hablaba, haciendo muchas muecas. Tenía la cara más empolvada que una geisha, el hablantín, aunque ni así lograba disimular el mentón oscuro. Si tal había sido su propósito al estucarse de aquella manera, había fracasado por completo. Su mandíbula cuadrada, poderosa, revelaba fuerza de carácter, e incluso cierta beligerancia. También tenía algo de colorete en las mejillas, los labios pintados de un rojo vibrante y las pestañas estiradas con rímel. Pero nada de eso le daba un aspecto propiamente femenino. Más que una mujer, parecía un payaso de circo, o un loco. Las cejas muy pobladas, negras, la nariz con el tabique algo desviado, típica de un boxeador sin mucha suerte en el ring, y los pelos erizados como púas, con un pico de viuda en la frente, no contribuían a suavizar su expresión.
     –…y les aseguro, señores, que ser católico – decía en inglés, con un ceceo bastante afectado –, o sea, provenir de una familia católica, no es lo peor que puede ocurrirle a un tipo. A lo mejor ustedes creen que sí. No me extrañaría. ¡Se oyen tantas cosas…! ¡Jejé! Pero no. Ésas son puras habladurías. Ser irlandés, por ejemplo, es mucho más grave. ¡Ay, sí! ¡Terrible, ser irlandés! Aunque también a eso uno puede acostumbrarse. Es difícil, lo admito. Pero créanme que, a la larga, uno se acostumbra. – Hizo una pausa. Cogió un vaso que contenía dos o tres dedos de un líquido ambarino, lo sostuvo con el meñique alzado y lo vació de un solo golpe, ¡glup!, como si bebiera tequila.– ¡Aaaaah! ¡Estupendo! Ahora bien, señores – prosiguió, con la vista fija en el fondo del vaso –, ¿quieren saber qué es en realidad lo peor que puede pasarle en esta vida a un pobre muchacho? ¿De veras quieren saberlo…? ¡Pues el Gran Mahoney os lo revelará! ¡Ja! Oigan bien, señores. Lo peor, lo más espantoso, lo cruento, lo indecible, lo verdaderamente atroz, consiste en… ¡¡¡ser irlandés y católico al mismo tiempo!!!
     El Gran Mahoney dio un puñetazo en la mesa y echó una ojeada en derredor, para ver el efecto que su revelación había provocado en los oyentes. Por un momento, su mirada se cruzó con la de Miss Barnes. Al verla, frunció el entrecejo. No la conocía. Nunca antes la había visto. Pero de todas maneras frunció el entrecejo, disgustado. Ambos tenían los ojos grises, sólo que los de ella eran preciosos, con forma de avellanas, mientras que los de él eran redondos y saltones, como los de un sapo. El disgusto, sin embargo, le duró apenas un segundo. Aquella zorrita era muy hermosa, de acuerdo. Era un encanto de zorrita. Pero tenía el maquillaje corrido… ¡y él no! ¡Jejé! La miró triunfante, con aire de superioridad, y luego desvió la vista.
     Miss Barnes se mantuvo impávida, con su mejor cara de póquer. Le habría gustado guiñarle un ojo al hombrecito, o sonreírle, pero no se atrevió. Aunque él no lo supiera, ella sí que lo había visto antes y se alegraba mucho de volver a verlo.
     Le sirvieron su Chambéry mientras el Gran Mahoney exigía, a viva voz, otra botella de brandy. ¡Otra, otra…!, graznaba. Porque le hacía falta para inspirarse y poder deleitarlos a todos –así dijo– con la edificante historia de un joven católico irlandés. ¡Jejé!
     Un par de semanas antes, colgada del brazo de Robert McAlmon, la escritora deambulaba por la noche berlinesa. Después de ver una película de Lubitsch, lo ideal sería meterse en un café y tomar un aperitivo, pensaba. Pero el querido Bobby tenía en mente algunos proyectos oscuros que no la incluían a ella. Aunque no se atrevía a decírselo, por pura timidez, era bastante obvio que deseaba quedarse solo. De modo que Miss Barnes, apenas divisaron la puerta de Brandeburgo, inventó un pretexto y se apartó de él. Prefería andar acompañada, sí, pero la soledad no la inquietaba en absoluto. Bajando por Unter den Linden, llegó a un sitio conocido como el Café de Heinrich. Había estado antes allí, con algunos amigos. El ambiente era bueno, y la cerveza también. El tal Heinrich, un bávaro grandullón y coloradote, chapurreaba el inglés y su simpatía por los americanos parecía auténtica. Así que ella entró. Y allí estaba él, el hombrecito del maquillaje prostibulario y los pelos enhiestos, rodeado por una multitud, hablando y hablando, en voz muy alta, y haciendo muchos visajes. ¿De qué hablaba? ¡Uf, cómo saberlo! Hablaba en alemán. Pero tenía a sus oyentes de lo más entretenidos. Ora suspiraban, ora se reían. Uno soltaba un bufido, otro una carcajada, otro más un sollozo. El mismo Heinrich, detrás de la barra, parecía muy pendiente de las palabras del hombrecito. De vez en cuando, se secaba una lágrima con el borde del delantal. Acurrucada en una esquina con su jarra de cerveza y un cigarrillo entre los labios, Miss Barnes sintió que se perdía algo sabroso. Lamentó no saber alemán, pues un relato que suscitara tantas y tan diversas emociones podría ser de todo excepto aburrido. Y el hombrecito hablaba y hablaba sin descanso. Era una máquina de hablar. Sólo se callaba cada tanto, para empinarse una jarra de cerveza, y luego proseguía su perorata con renovado entusiasmo, como si el alcohol le sirviera de combustible. Bebía mucha cerveza, y de una manera bastante salvaje, limpiándose con la manga de la chaqueta la espuma que le quedaba alrededor de la boca. Tal vez por eso la escritora supuso que era de nacionalidad alemana. Se marchó un rato después, dejándolo allí, sumido en su cotorreo teutónico. Pensó que seguro no volvería a verlo. Porque su tren partiría a primera hora de la mañana siguiente y, con todo aquel rollo de la inflación y el oportunismo de los extranjeros, ella no tenía intenciones de regresar a Berlín. No por el momento. Y ahora, ¡oh, sorpresa!, se tropezaba con el gran hablador en París y descubría que no era alemán ni la hostia, sino irlandés. Y católico, por más señas. ¿Joven? No. Eso no. Ella le calculaba unos treinta años, o tal vez menos. Pero ella era una excelente fisonomista. Cualquier otra persona le hubiese atribuido cincuenta, o más. Porque eran, los del hombrecito, unos treinta muy deteriorados. Tal parecía que la vida le hubiera pasado por encima, aplastándolo. Su rostro, a pesar de los afeites, era sin duda el rostro de un perdedor. La viva estampa del fracaso. Razón de más para escuchar lo que tuviera que decir, pensaba Miss Barnes. Si ninguno de los presentes esa tarde en el Café de la Mairie du VIe se hubiese animado a convidar al Gran Mahoney con una botella de brandy, como él quería, para inspirarse y contar su historia, ella hubiera asumido el gasto de muy buena gana. Pero no fue necesario. Había otros interesados en escucharlo, aunque sólo fuera por matar el aburrimiento, de manera que se pusieron todos de acuerdo y la botella apareció en un santiamén. El juglar fue bebiéndosela, poco a poco, mientras les hacía el cuento.

Se llamaba Daniel A. Mahoney. Si alguien sentía curiosidad con respecto a la A, él estaba dispuesto a develar el misterio: Alexander. Le hubiera gustado que significara Atila, o algo así, pero en fin. Era ciudadano americano según su pasaporte y ciudadano del mundo por convicción propia. Descendía de una familia bastante acaudalada de la costa del Pacífico. Porque los Mahoney de San Francisco no serían muy aristocráticos ni muy exquisitos, pero nadaban en plata. Eran justo eso que suele llamarse nouveaux riches.
     En 18…, atraído por la fiebre del oro del Klondike, el padre de Dan había emigrado desde una mísera aldea a orillas del Shannon, sin un céntimo en el bolsillo, con dos chicos y la mujer embarazada. Otros emigrantes dejaban atrás a los suyos, con la idea de enviar por ellos más adelante, cuando hubiesen prosperado. A él le dio miedo hacer eso. Porque en Irlanda, en aquella época, la gente se moría de hambre. Era un sujeto de mucha fe y pocas luces, aquel Fergus Mahoney. Pero también era rudo, tenaz, muy resistente, y además, lo acompañó la suerte. Al principio hizo algunas labores de carpintería, hasta reunir el dinero suficiente para comprarse un equipo de buscador. Entonces se dedicó a la caza de pepitas y oro en polvo, remontando el Yukón junto a otros mineros. En menos de un año encontró un yacimiento aurífero más que respetable, uno de los buenos. Separó el oro del cuarzo como bien pudo, trabajando de la mañana a la noche, día tras día (excepto los domingos, claro), desde los albores de la primavera hasta bien entrado el otoño de 18… Después se trasladó con su familia a California, en pos de un clima más benévolo. Hubiera preferido quedarse un año más, puesto que la mina aún no estaba agotada ni mucho menos, pero el bebé nacido en Alaska a duras penas había sobrevivido al invierno anterior. Una vez en San Francisco, nació otro más, el último. Y todos vivieron en lo alto de Russian Hill.
     Fergus Mahoney sería un gran patriarca, pero no entendía nada de inversiones ni especulaciones ni otros movimientos de capital. No estaba dispuesto a aprender ni tampoco se fiaba de nadie que no fuera de su propia sangre, de modo que no logró incrementar su riqueza. En realidad ni se lo propuso. Durante años ni siquiera supo cuánto dinero tenía. Cien mil dólares, pensaba. Aunque tal vez fuese mucho, muchísimo más, quizá el doble, o el triple, o más, sólo que él no sabía contar más allá de esa cifra. Y también estaba la mina, que seguía siendo suya, aunque por el momento hubiese dejado de explotarla. En cualquier caso, se trataba de una considerable fortuna. A pesar de su falta de seso, Fergus Mahoney consiguió retenerla casi intacta gracias a su buena estrella, y también a su muy arraigado conservadurismo, próximo a la tacañería, que lo mantuvo a salvo de los estafadores. Su hijo mayor, también llamado Fergus, asumió el control de las finanzas de la familia apenas tuvo la edad suficiente para hacerlo. El viejo se lo cedió de buen grado, como quien se quita una pesada carga de encima. Porque los números, según él, lo volvían loco. En el fondo era un tipo muy simple, al que sólo le interesaban tres cosas: su mujer, los Evangelios y el whisky. Sobre todo el whisky.
     Fergus Jr., en opinión del juglar, no era mucho más brillante que su padre. Tampoco él entendía de negocios, ni de nada. Se parecía al viejo no sólo en el físico, sino también en el carácter. Hombres de baja estatura, muy fornidos, con los ojos grises y el pelo oscuro, bebedores fuertes, de temperamento explosivo, a su manera ingenuos y temerosos de Dios. Sólo que a Fergus Jr. le gustaban las putas, mientras más gordas mejor. Aceptaba la idea del matrimonio, desde luego. Pero no tenía prisa en llevarla a vías de hecho. ¿Buscarse una novia? ¿Él? ¡Qué va! Era un adicto a sus gordinflonas, un putañero incorregible. Tanto que, si hubiera podido, se hubiese mudado a un burdel. Aunque sí que sabía asesorarse en lo relativo a las finanzas. En ese sentido no daba un paso sin consultarlo antes con su hermano Sean, el que le seguía en edad. De hecho era éste quien, bajo cuerda, lo controlaba todo, hasta el último centavo. Y hay que reconocer que no lo hacía tan mal. En 1906, a raíz del espantoso terremoto que sacudió a la ciudad, causando miles de muertos e innumerables derrumbes, convenció a Fergus Jr. para que hiciera aquella inversión millonaria en el sector de las construcciones. Y él mismo, o mejor dicho, un testaferro suyo, negoció los contratos con el gobernador del estado, allá en Sacramento. Sobre los detalles de esas negociaciones, aparte de que hubo una competencia despiadada, el juglar nada sabía. Nunca se le ocurrió averiguar. ¿Para qué? ¡Bah! Al igual que su padre y su hermano Fergus, entendía muy poco de esos asuntos. A decir verdad, ni siquiera le interesaban. Por aquellos tiempos de alegre juventud, nada le parecía más tedioso que unos puñados de dólares. Sólo tenía claro que su hermano Sean, con apenas veintitantos años, se había llevado por delante a varias empresas mucho más sólidas y antiguas que la presidida por Fergus Jr., y que algo como eso no se logra con ternura, ni con misericordia, ni con escrúpulos.
     – Ustedes estarán preguntándose por qué este agresivo capitalista no daba la cara…  – dijo el Gran Mahoney, y se dio un trago largo, directo de la botella –. ¡Aaaaah! ¿No se lo imaginan, señores…? –Miró a su alrededor, escudriñando los rostros de sus oyentes, sin pasar por alto el de la bella zorrita. – Uf, ya veo que no… ¡Pero qué calamidad! A veces me pregunto, señores, cómo pueden ustedes vivir así, con esa falta de imaginación… – Suspiró. Volvió a empinarse la botella. – ¡Aaaaah! Pues bien, les diré. El financiero de la familia no daba la cara porque… ¡no podía! ¡Jejé! Aunque de todas formas él no sufría mucho por eso. Quiero decir, iba con su estilo permanecer en la sombra, agazapado…
     Entre los cuatro muchachos, era Sean el único parecido a la madre, y el favorito de ésta. Alto, delgado, abstemio, con manos gráciles y ojillos de rata. A diferencia de su padre y de sus hermanos, jamás se enfurecía. Nunca soltaba una palabrota, ni mucho menos una blasfemia. Tampoco se reía a carcajadas. Apenas sonreía, y eso con la boca torcida, como si le costara trabajo sonreír. Y nunca lo vieron llorar, ni quejarse por nada. En general, era difícil, por no decir imposible, saber qué diablos tramaba. Porque siempre tramaba algo, eso sí. Había nacido para el complot, la conspiración, las triquiñuelas y los manejos sucios. Hubiera sido un buen político, a la manera de Talleyrand. Pero su vocación era otra. Claro que también había sus diferencias entre él y Mary Ann, la madre. Porque ella era una burra, una descerebrada prácticamente analfabeta, y en cierto modo podría decirse que amaba a su marido. Su hijo idolatrado, en cambio, era muy inteligente y no amaba a nadie. Ella gritaba muchísimo por cualquier tontería, mientras que él hablaba siempre en voz baja, casi entre susurros, como secreteando. Tal vez por eso todo lo que decía sonaba importante.
     No sería exacto afirmar que Sean sintió el llamado desde niño, puesto que él, en rigor, nunca fue niño. Nunca intervino en los juegos y peleas de sus hermanos, quienes lo encontraban aburrido y algo temible. Nunca se subió a los árboles del jardín, ni se meció en el columpio, ni robó dulces, ni rompió un cristal con una pelota, ni habló con la boca llena de comida a medio masticar, ni metió al perro de contrabando en el dormitorio. Nunca se tiró un pedo silencioso a la hora de la cena, cuando se reunían todos alrededor de la mesa. O tal vez sí lo hizo, pero nadie se enteró, porque nadie hubiera sospechado de él en un caso así. De cualquier forma, el hecho es que ingresó en el Seminario a muy temprana edad. Sin duda, no tardó en destacarse, en mostrar sus excelentes cualidades. Muy joven también, se ordenó sacerdote. En la Compañía de Jesús, por supuesto.
     – ¡Ay, señores, si lo conocieran…! Es un tipo increíble, este hermano mío. Es que tendrían que haberlo visto, al padre Sean – dijo el Gran Mahoney con cierto retintín –, oficiando una misa por las víctimas del terremoto… ¡Para no perdérselo! ¡Jejé! Hace tres  años que no tengo noticias suyas, pero supongo que ya debe ser arzobispo. O si no, pronto lo será. Y luego, cardenal. Si Dios no lo remedia a tiempo, ése no para hasta el Vaticano… ¡Ay, un papa irlandés! ¡La verde Erín reventaría de satisfacción! ¡Jajajá! –Se dio un trago con mucho regocijo, como para celebrar tan magno acontecimiento. Mientras bebía, miró de soslayo a la zorrita, quien aprovechaba la pausa para beber un sorbo de algo rosado que tenía en una copa y prender otro cigarrillo.– ¡Aaaaah! Por lo visto, hay personas que beben líquidos extraños… – Miss Barnes lo miró, risueña, y el Gran Mahoney le retorció los ojos, muy altanero. – ¡Hum! Pero mejor sigo con esta verídica historia. Creo que ya es tiempo, señores, de presentarles al protagonista…
     El tercer hijo, concebido en una humilde morada a orillas del Shannon, nacido en una cabaña de abetos en el Klondike y criado en un lujoso caserón en San Francisco, era zurdo. Eso les ocurre a algunas personas y no hubiera sido un problema si Mary Ann, con su irremediable indigencia mental, no se hubiese empeñado en que era cosa del demonio. Su confesor le aseguró en reiteradas ocasiones que no, que ningún demonio, que se trataba de un niño normal y corriente. Pero ella se mantuvo en sus trece. Vamos, ¿qué importancia podría tener la opinión de un simple cura frente a la de ella, la madre más católica del mundo? Para densendiablar al chico, lo obligó a valerse de la mano derecha. Lo vigilaba la mayor parte del tiempo. Él, obstinado, insistió en emplear la izquierda cada vez que tenía oportunidad de hacerlo. Ella no se dio por vencida. Él tampoco. Así pues, la pugna duró años. Fueron años muy difíciles, según el juglar. Hubo amenazas, invectivas, chillidos, toda clase de castigos y penitencias, y hasta golpes. Pero nada de eso dio resultado, al menos no el resultado que esperaba la madre. Mientras más se empecinaba ella, más se resistía él. Al final de la contienda, no hubo ganadores ni perdedores: el pobre Dannie, como se llamaba el chico a sí mismo para gran disgusto de Mary Ann, acabó siendo ambidextro.
     Aparte de aquel infame aferramiento a su diabólica lateralidad, la madre tenía otros motivos para aborrecer al muchacho. En la mañana de su primera comunión, durante el desayuno, se enzarzaron en una disputa. Siempre discutían, a cualquier hora. O sea, siempre Mary Ann se quejaba del carácter malévolo del pequeño rufián que la llevaría a la tumba, reseñaba sus múltiples bellaquerías, primero en voz baja y luego a gritos, mientras el pobre Dannie se hacía el sordo, con lo cual demostraba una intolerable soberbia, según ella. Era una especie de rutina. La familia ya estaba acostumbrada a tales escenas. Sólo que, durante aquel memorable desayuno, Mary Ann chilló demasiado. Y el chico, por primera vez, se le enfrentó. La miró con odio, directo a los ojos, alzó la barbilla desafiante y le dijo: ¡Agrrrrr! Aquel gruñido un tanto perruno, característico del padre y de Fergus Jr., atrajo la atención de Patrick, el menor de los hermanos, quien enseguida lo repitió. El viejo, sorprendido, miró a sus hijos más pequeños. Masculló algo acerca de que el Mahoney, por más que lo educaran, siempre sería el Mahoney, y soltó una estruendosa carcajada, palmeándose la barriga muy satisfecho. La madre, ofendida, le propinó un bofetón al pobre Dannie. Ella les toleraba los ¡Agrrrrr! y otras groserías a su marido y a su hijo mayor porque no le quedaba más remedio. No podía con ellos. Pero aquel pequeñajo sinvergüenza, Daniel, no se saldría con la suya. ¡No mientras ella pudiera impedirlo! Y se abalanzó sobre él. Le pegó tan duro, que lo tiró en el piso. Aterrorizado, el pobre Dannie vomitó el desayuno íntegro. Esto en sí no hubiera sido tan grave –apuntó el juglar en tono catedrático, y bebió más brandy–, pues cualquiera vomita el desayuno si lo fastidian mucho. Mas, por desgracia, era la mañana de su primera comunión. Junto con la leche, el zumo de naranja, la confitura y las tostadas con mantequilla, había largado también la hostia, la primera hostia de su vida. O al menos eso creyó la madre más católica del mundo. ¡Y ardió Troya! A Mary Ann le dio un ataque de nervios. Se emperró en que el satánico chiquillo había expulsado de su cuerpo, a propósito, el cuerpo de Nuestro Señor. Lo agarró por una oreja, lo levantó en peso y lo arrastró de nuevo hasta la iglesia, para que le dieran otra hostia. Por poco le arranca la oreja. Cuando lo soltó, la tenía llena de sangre. No por gusto el niño pegaba unos aullidos estremecedores. Pero aquel horrendo paseo no le sirvió de nada a la madre, ni a él, ni a nadie, pues el cura no aceptó de ningún modo que volviera a comulgar aquella mañana. Con mucha paciencia, se dispuso a explicarle a Mary Ann que las cosas no funcionaban exactamente así, como ella creía, porque la comunión, en realidad… Pero ella lo interrumpió, histérica, para comunicarle a viva voz que el chico era un malvado, que usaba la mano izquierda aunque ella se lo había prohibido, que tenía los pelos erizados como un protestante, que no había forma humana de aplastárselos contra el cráneo, que decía ¡Agrrrrr! y que estaba poseído por una legión de demonios. Al oír todo aquello, el cura suspiró. Aquella chiflada era una feligresa muy rica, cuyo marido solía hacer importantes donaciones. De modo que no podía echarla a patadas, ni mandarla a freír tusas, como hubiera sido su gusto. Le dijo, pues, que de repente había sentido un terrible dolor de cabeza y que necesitaba quedarse a solas; que, por favor, tuviera la amabilidad de marcharse de inmediato con su muchacho diabólico, que en verdad no era tan diabólico, pero en fin, daba igual… Y se llevó las manos a la cabeza, en un gesto desesperado, como si no pudiera soportar el dolor. Tal vez no mentía. Porque la madre del juglar, según éste, era muy capaz de provocarle a cualquiera, no ya una cefalea aguda, sino hasta un derrame cerebral. Mary Ann, estupefacta, se batió en retirada, otra vez con el chico a rastras. En esta ocasión, por fortuna para él, no lo agarró por una oreja, sino por un brazo. Por el camino iba informándole cuánto lamentaba no haberlo dejado morir en el crudo invierno de Alaska. Porque él, definitivamente, era un monstruo. ¡Y los monstruos merecían arder en las calderas del infierno por toda la eternidad…! Sobre la entrevista con el cura, no le contó nada a su marido, ni a nadie. Era muy orgullosa, Mary Ann. Pero nunca le perdonó esa humillación al pobre Dannie.
     –¿Qué, señores, no saben si reírse o si llorar? ¡Pues ríanse! ¡Vamos, vamos, ríanse! ¡Jajajá! No se preocupen, que ya tendrán tiempo de llorar con lo que sigue a continuación, pues las tribulaciones de nuestro joven católico irlandés apenas comienzan… – El Gran Mahoney se sirvió unos dedos de brandy en el vaso y se los tragó, de nuevo con el meñique alzado, al tiempo que sujetaba la botella con la otra mano, firme, no fuera a ser que alguno de los presentes intentara arrebatársela. O tal vez hacía eso para mostrar cuán ambidextro era. – ¡Aaaaah! Vean, señores, no es que mi encantadora madrecita fuese una cabrona hija de puta… Bueno, ¡qué diablos!, sí lo era. – Dio un puñetazo en la mesa, y los miró a todos con expresión desafiante. – ¡Vaya si lo era! A las cosas hay que llamarlas por su nombre, ¿eh? Lo que quiero decir es que, en el fondo, tal vez no fuera del todo mala. No porque sea mi madre, pero creo que Mary Ann no hacía el mal deliberadamente. Era lo bastante cretina como para creer a pie juntillas en todas esas imbecilidades. Además, yo le caía mal. Sí, muy mal… – Suspiró, dramático. Volvió a servirse, volvió a beber. – ¡Aaaaah! Sí, sí. ¿Para qué negarlo? Yo le caía tan, pero tan mal, que… ¡Pero no se depriman, señores! ¡Arriba, arriba esos ánimos! Y a ver si quitan esas caras de velorio, por Dios, que lucen feísimos… – Miró a su alrededor con una mueca de susto muy exagerada, como si de veras lo espantara la fealdad de sus oyentes. – ¡Huy, sí! ¡Horribles! ¡Tétricos! ¡Si hasta parecen una banda de simios con sarampión! ¡Jejé! Pero en fin, como les iba diciendo…
     Cuando el pobre Dannie tenía unos nueve o diez años, le ocurrió algo espantoso. No en el dulce hogar, sino en la calle. O, más bien, en un subterráneo. Salvó la vida de puro milagro. Claro que trató de contárselo a sus padres, pero no pudo. Le faltaban las palabras. También intentó contárselo a su confesor, y nada, tampoco pudo. Se puso a tartamudear, a morderse los labios y la lengua, soltó algunas interjecciones, le dio hipo y acabó llorando a moco tendido. Aquel cura descendiente de españoles debió creer que el diabólico hijo de Mary Ann era una especie de retrasado mental. No hubiera sido tan extraño que creyera eso, después de todo. En realidad se trataba de una historia difícil de contar. Muy difícil. Tanto que, a la altura de 1921, aún el Gran Mahoney no podía relatarla. No porque aún le faltaran las palabras, no. ¡Por supuesto que no! ¡El Gran Mahoney estaba lleno, atiborrado, repleto de palabras para todos los usos y ocasiones! ¡Jejé! Pero no se sentía listo para contar aquella historia, simplemente. Se refería a ella sólo porque determinó algunos cambios en su vida. Para empezar, lo sucedido en el subterráneo, junto a los hechos posteriores en la casa y el confesionario, vino a mostrarle de un modo muy vívido la importancia de saber hablar. O sea, de saber expresarse con total y absoluta claridad. Fue entonces cuando decidió convertirse en un gran orador, en ese artífice del verbo que tenían frente a sí los muy distinguidos clientes del Café de la Mairie du VIe, aunque algunos quizá no fuesen dignos de oírlo… – Miró de reojo a la zorrita, quien no se dio por aludida.– ¡Hum! Como consecuencia del terrible suceso, el pobre Dannie también descubrió la utilidad de saber defenderse en aquellas circunstancias en que las palabras no sirven de mucho, es decir, cuando se impone la violencia. Además de la oratoria, empezó a practicar su complemento indispensable: el boxeo. Y resultó muy hábil para ambas artes. Entonces aún no lo sabía, pero en su debido momento cada una de ellas le daría de comer… ¡y de beber! Sobre todo eso último. Porque el pobre Dannie, al igual que su padre y su hermano Fergus, desde muy jovencito se consagró al whisky, y en general a todo aquello que contuviera alcohol. A los dieciséis ya bebía a cualquier hora, incluso por las mañanas. Se soplaba, sin discriminar, toda clase de aguardientes, vinos y cervezas, y en grandes cantidades. Sólo prescindía de los bombones rellenos de licor, pues el chocolate no es bueno para la salud.
     – ¡Ay, señores! Si supieran ustedes lo perjudicial, dañino, lacerante, destructivo y hasta mortífero que puede resultar el chocolate… – dijo el Gran Mahoney, con tristeza –. Ay, si supieran lo que yo sé… ¡Estoy seguro de que nunca más volverían a probarlo!
     – Pues a mí me gusta –dijo la zorrita, y sonrió.
      Todos los presentes se volvieron hacia ella. Contra lo que pudiera esperarse, aquella chica tan blanca, con el pelo castaño rojizo y los ojos grises, tenía la voz grave, profunda, muy sensual, como la de una negra bien grandota, una big mamma de ésas que cantan en los coros de las iglesias de los negros.
     El Gran Mahoney la fulminó con la mirada.
     – ¿Qué dijiste? ¡Repítelo! Es que no se te entiende nada, ¿sabes? Con esa vocecita insignificante… – Hizo un mohín de desprecio.
     – ¡Jijí! ¡Que me gusta el chocolate!
     – ¿Ah, sí? ¿Y qué con eso? Quiero decir, ¿a quién le importa?
     Uno de los oyentes le hizo una seña a Miss Barnes, a espaldas del juglar, dándole a entender que el tipejo estaba como una cabra, que no había que hacerle caso.
     Ella prendió otro cigarrillo, con mucha parsimonia. Era la única mujer en el grupo, recién ahora lo notaba. Pero tenía derecho a estar allí, aunque el hombrecito no quisiera. ¿Qué se habría creído ése? ¿Que era el dueño del café o qué? Lo miró en silencio, un tanto burlesca, y soltó una bocanada de humo. Él volvió a retorcerle los ojos.
     – ¡Pues sí que hay personas atrevidas! –exclamó, indignado, y se sirvió más brandy–. ¿Qué es eso de interrumpir al Gran Mahoney para hablar idioteces? ¡Ay, Dios mío! ¡Así no se puede contar una puñetera historia! –Bebió con rabia, y eructó.– ¡Ug! Ahora ya ni sé por dónde iba… ¿Por dónde iba, señores?
     – Por la parte en que el pobre Dannie se emborrachaba como un… – dijo alguien.
     – ¡Chist! ¡Silencio, silencio! ¡Cállense ya! ¿Por qué serán ustedes tan habladores, eh? El pobre Dannie no se emborrachaba. ¿Cómo se les ocurren tales patrañas? ¡Él nunca se emborrachó! ¡Nunca! Sólo bebía como un irlandés… ¡Jejé!
     De manera que en pocos años aprendió a discursear, a boxear y a beber como un irlandés. Y creció. No mucho, pero creció. Pronto Mary Ann ya no pudo controlarlo, y tuvo que resignarse a su canallesco empleo de la mano izquierda, a sus pelos protestantes, a sus ¡Agrrrrr!, a sus modales de carretonero y a otros abominables rasgos de su personalidad que fueron aflorando con el paso del tiempo. Así, la madre se vio reducida a mortificar sólo a Patrick. Aunque no con tanto ahínco, pues el menor de los Mahoney, por suerte para él, era derecho y tenía los pelos bien católicos.
     Una vez que Daniel se hubo emancipado, o sea, una vez que hubo salido de la esfera de influencia de la madre, Fergus Jr. consideró oportuno llevarlo a un burdel. No era un mal sujeto, Fergus Jr. Quería enseñarle a su hermanito ciertas cosas que ni Mary Ann, ni los curas, ni siquiera el viejo, le habían enseñado. Y no iba a ponerse a explicarle con palabras, pues él sí que hablar, lo que se dice hablar, nunca supo. Que aprendiera el chico sobre la marcha, como había aprendido él. De modo que fueron a la casa de Helen Fuego, cerca de los muelles. Cierto que les sobraba la plata para ir a algún otro sitio de más categoría, pero Fergus Jr. se sentía más a gusto entre la plebe, donde podía ser quien era, tal cual, sin tener que andarse con tantos melindres. Pronto al pobre Dannie le sucedería otro tanto. Aquella primera excursión a los bajos fondos de San Francisco fue todo un acontecimiento en su vida. Le encantaron las putas. Nunca había imaginado que pudieran existir mujeres así, tan distintas a Mary Ann y a las señoras que ésta frecuentaba, unas brujas tiesas que le sonreían con gesto ratonil, la llamaban “queridita mía” y luego, por detrás, la tildaban de morona, campesina, ridícula y advenediza. Verdad que en eso no les faltaba razón a las urracas, aunque ellas mismas no parecían mucho más interesantes con sus trajes severos, sus caras lavadas y sus cabezas huecas. Porque también se arrancaban las tiras del pellejo las unas a las otras, pero jamás, ni por casualidad, decían algo jugoso, algo de lo que valiera la pena enterarse. Les faltaba ingenio para la maledicencia, y para todo. Con semejantes gallinazas, los tés en el salón de Mary Ann eran como para morirse del aburrimiento, si no del asco. Las putas, en cambio, eran desenfadadas, ligeras, alegres. Se vestían de colores muy vivos, con profusión de plumas y lentejuelas, y se maquillaban. Se reían a carcajadas, fumaban cigarrillos, decían palabrotas, bebían whisky, bailaban, dormían por el día y festejaban por la noche. Nada, que al menos a primera vista se la pasaban de maravilla. El pobre Dannie jamás se acostó con ninguna. Más bien le habría gustado ser una de ellas.
     Desde la primera visita, se aficionó a una tal Violet, que seguramente no se llamaba Violet, pero así le decían, por el color de los ojos. Aquella chica, demasiado flaca según Fergus Jr., aunque muy apetitosa en opinión de otros asiduos a la casa de Helen Fuego, fue quien enseñó al pobre Dannie a maquillarse, a bailar y a pestañear de cierta manera tras un abanico de plumas, entre otras lindezas. Cobraba por tiempo, la Violet, así que le daba lo mismo acostarse con un tipo, darle clases de baile, pintarrajearlo, emplumarlo o conversar con él. No juzgaba a nadie. Que un joven católico irlandés tratara de imitarla en cada uno de sus gestos, le parecía divertido, en modo alguno perverso o monstruoso. Aunque no era mucho mayor que él, ya había visto demasiadas cosas en la vida como para escandalizarse por una bagatela así. Y también era lo bastante discreta como para no contárselo a nadie, tal como el pobre Dannie le había pedido. Sabía guardar un secreto. A fin de cuentas, aquel muchacho era el más generoso de sus clientes, el que más alegremente soltaba la plata, y además le regalaba perfumes y vestidos y zapatos caros. ¿Para qué arriesgarse a perderlo? Encerrados en la diminuta pieza de ella, a menudo bebían y fumaban marihuana. Cuando  él le confesó que en realidad le gustaban los hombres, algunos hombres, pero que no se atrevía a dar un paso en esa dirección, pues les tenía mucho miedo, ella pareció entenderlo. Eso es normal, dijo. ¿Cómo no temerles, a los hombres, si son todos unos cabrones hijos de puta? Aunque, desde luego, hay algunos tan atractivos… Nada, que ambos pensaban igual. Así pues, esta amistad, o mejor dicho, esta complicidad, se prolongó por unos cuantos años. Y pudo haber durado muchos más, sólo que murió a los veintitrés, la Violet, por causa de un aborto mal hecho. Desesperada por resolver su problema, la infeliz fue a caer en manos de un charlatán que le perforó el útero con la legra, y luego no hubo forma de contener la hemorragia. El juglar recordaba el charco de sangre, oscuro, enorme, cada vez mayor sobre la sábana, goteando imparable en el piso. Un horror. Católico al fin, consideraba criminales esas prácticas. De haber sabido que la muchacha estaba embarazada, se hubiera hecho cargo de ella y del niño, aunque fuese a espaldas de su familia. ¿Y por qué no? Después de todo, el hijito de la voluminosa Helen Fuego tenía el sello de los Mahoney incrustado en la cara, hasta ¡Agrrrrr! decía el pequeñuelo, y no había otro chico mejor alimentado ni mejor vestido en toda la zona de los muelles. Pero la Violet sabía guardar un secreto, incluso cuando no era necesario que lo guardara. Nunca le confió al juglar lo del embarazo y, por lo visto, no le había encontrado a su problema otra solución más conservadora que dejarse acuchillar por un matasanos imbécil. Fue bajo ese impacto que el pobre Dannie decidió matricular la carrera de Medicina, con el firme propósito de especializarse posteriormente en Ginecología y Obstetricia.
     – No es que nuestro joven católico haya cambiado de opinión con respecto al aborto inducido… – añadió el Gran Mahoney, atropelladamente –. ¡No es eso! ¡Les juro que jamás ha practicado ninguno! – Miró en derredor con cara de conejo asustado. Con la inquietante sensación de haber hablado de más, cogió la botella y se dio un trago larguísimo. – ¡Aaaaah! Vean, señores. Si una mujer se emperra en abortar, si se empecina tanto que no hay forma de disuadirla… ¡Y ya saben ustedes lo difícil que es disuadir de algo a una mujer! – Miró furioso a la zorrita, quien le sonrió con dulzura, como si tratara de congraciarse con él. – ¡Hum! ¡Y algunas por ahí todavía tienen el descaro de sonreír…! Pero en fin, como les decía. Si la tipa no cede, no cede y no cede, ya me dirán ustedes, nobles cristianos, qué es preferible: que la desguace algún chapucero o que se ocupe de ella un buen doctor… ¡No, no! ¡No me respondan ahora! – Manoteó, frenético, en todas direcciones.– No digan nada, no hace falta. Al fin y al cabo, sólo se trata de un caso hipotético… ¡Pero no me miren así, diablos! ¿Por qué me miran? ¡No, no, no! ¡Déjense de calumnias! ¡Ya les dije que nuestro joven católico irlandés nunca en su cochina vida ha practicado un aborto…! – Amenazador, con el ceño fruncido, los miró a todos, uno por uno. Nadie le discutió el punto, ni siquiera la zorrita. Más sosegado, volvió a empinarse la botella. – ¡Aaaaah! Muy bien. Así me gusta. Que todo fluya sin malentendidos enojosos… Por cierto, señores, ¿no quieren que les siga contando mis aventuras? ¿Sí, eh? ¡Jejé! Pues verán…
     Para asombro de su familia, que no lo creía tan listo, el pobre Dannie matriculó en la Facultad de Medicina de la Universidad de California en San Francisco. No dejó de beber, pero sí aflojó un poco la mano, y salió adelante en los primeros cursos. Resultó ser menos borrico para las ciencias de lo que él mismo había pensado. Por lo demás, su vida no cambió mucho. No de momento.
     Su hermano Sean, a quien le parecía estupenda la idea de que él estudiara, o al menos eso le dijo, le sugirió que alquilara un piso cerca del campus. La relación entre ellos siempre había sido muy distante, signada por una fría cordialidad, y el pobre Dannie tuvo la vaga impresión de que Sean trataba de alejarlo de la casa de los padres. ¿Por qué? No le preguntó, ni tampoco le hizo caso. Hacía años que Mary Ann había dejado de fastidiarlo, ya apenas si le dirigía la palabra, y a él no le incomodaba en absoluto seguir viviendo allí, aunque tuviese que subir y bajar una empinada colina día tras día en su Pierce Arrow. A fin de cuentas, Fergus Jr., que era el mayor, también seguía instalado allí, en su habitación de siempre, y Sean no le aconsejaba que se fuera a ninguna parte. El jesuíta no insistió.
     Aunque nunca hablaba del asunto con nadie, ni siquiera con Fergus Jr., la estúpida muerte de la Violet había afectado muchísimo al pobre Dannie. Tanto, que no volvió a pisar la casa de Helen Fuego durante casi un año. Por aquella época sus sentimientos hacia la chica eran confusos, ambivalentes. Por un lado, la extrañaba. Porque se había acostumbrado a verla cuando menos una vez por semana, a que siempre estuviese ahí, atenta, disponible, de buen humor. Recordaba con cuánta gracia ella le insistía en que se dejara el pelo largo, a ver si dejaba de parecer un desgraciado erizo. Y él se defendía: Nada de eso, amiguita, que es preferible parecer un desgraciado erizo y no el desgraciado hombre de las cavernas… Recordaba su risa, como una campanita. Por otro lado, la odiaba. No podía perdonarle lo que había hecho consigo misma. Y con él, claro.
     Fue la nostalgia la que lo hizo regresar al lugar del crimen. O tal vez la angustia. Porque el pobre Dannie se sentía muy solo, muy necesitado de alguien que en verdad lo comprendiera. Se ahogaba dentro de sí mismo. Retornó, pues, a la maldita casa de Helen Fuego, con el propósito de encontrar otra muchacha que lo tratara como a su igual, como si también él fuese una muchacha. Y que le guardara el secreto, desde luego. Pero no fue una idea tan maravillosa como creyó al principio. Más bien lo contrario. Pronto descubriría, el pobre e inexperto Dannie, que las putas podían ser tan estúpidas como las señoras, que en el fondo no había tanta diferencia entre unas y otras.


Con hambre y sin dinero

Ena Lucía Portela

     Tras un espectacular debut como narrador con un libro de cuentos bastante desigual, apresurado, reiterativo y por momentos impresionante, (1) El Rey de La Habana, primera novela de Pedro Juan Gutiérrez (2), venía precedida por una fama un tanto equívoca. El comercial del trópico: “A golpe de ron, música y sexo, no deja títere con cabeza”. Las inevitables y poco imaginativas referencias al canon del llamado realismo sucio: “Una especie de caribeño Bukowski o de habanero Henry Miller”. La también inevitable e imprecisa comparación con otros narradores cubanos de algún modo afines: “Tan radical como Reinaldo Arenas y mucho más hiriente que Zoé Valdés”. Y para cerrar con broche de oro: “Una de las revelaciones más impactantes de la literatura latinoamericana reciente”. ¿Qué más se podía pedir? Con éxito de ventas y con la crítica hispana en un bolsillo, nuestro Pedro Juan había dado un palo editorial. Un tremendo palazo. De la noche a la mañana se había convertido en el más notorio entre los escritores cubanos en activo (3), desbancando a Zoé Valdés. Hasta ahí, normal. Ya sabemos cómo funcionan estas cosas. Lo verdaderamente asombroso, lo insólito, al menos para mí, fue que a pesar de todo el ruido y la parafernalia, El Rey... resultara ser una magnífica novela. Amena, de las que te agarran desde la primera página y no te sueltan hasta la última; intensa, de las que te estremecen y te ponen la carne de gallina y los pelitos de punta; profunda, de las que invitan a pensar y en cada relectura descubres algo nuevo.
     En cerca de doscientas páginas (dado el formato del libro, el manuscrito debió tener muchas menos), un narrador en tercera persona, casi todo el tiempo colocado en la perspectiva del protagonista, nos cuenta de cabo a rabo la vida de este muchacho del barrio de San Leopoldo, el menor de los hijos de la monga, el mulato ni lindo ni feo que jamás había comido carne: Reinaldo o Rey, alias El Rey de La Habana. Tan monárquico apodo, que el personaje se ha ganado en buena lid por el tamaño interesante de su pene con dos municiones de acero, de los rodamientos de bicicletas (“perlanas”, en jerga carcelaria), debajo del glande, y por el entusiasmo y la habilidad con que lo maneja, al mismo tiempo resulta salvajemente irónico, puesto que este Rey sin cetro ni corona procede del más bajo estrato social, un inframundo urbano hecho de la peor miseria material y espiritual, subsuelo hambreado, alcoholizado, promiscuo, mariguanero y violento, lo último de lo último, en fin, la mierda –en un momento dado es ésa la palabra que emplea el narrador para referirse al ámbito del personaje y ahora mismo no se me ocurre otra más exacta–, al punto que parece casi imposible imaginar a alguien más próximo a las bestias, más primitivo, más marginal que él, aunque al mismo tiempo –y esto es importante, como veremos luego– sigue siendo un ser humano.
     La historia, desde la infancia nada prometedora de Rey, el vertiginoso instante en que pierde de un golpe a toda su familia, su reclusión a los trece años en un correccional de menores, sus aventuras allí, donde el mayor triunfo consiste en no ser sodomizado cueste lo que cueste y en jugarle cabeza al instructor a fin de pasar en la oscuridad del calabozo, en la amable compañía de las cucarachas, el menor tiempo posible, y su posterior fuga a los dieciséis, hasta su horrible muerte a los diecisiete, pasando por toda clase de peripecias en las calles de esta ciudad devastada, oscura, sucia, rota y peligrosa, que es La Habana de los noventa, transcurre de modo lineal, continuo, sin división en capítulos, como un relato de largo aliento. A Rey, tránsfuga, sin hogar, sin apoyo de nadie, indocumentado o provisto de una falsa identificación, con tres varas de hambre, casi analfabeto, harapiento, apestoso a grajo y a cualquier cosa, con ladillas, buzo (no de las profundidades marinas, sino de los latones de basura), mendigo, pícaro, ladrón, alguna vez estibador en un agromercado o ayudante de sepulturero o chofer de un bicitaxi u obrero en una fábrica de cervezas (no dura mucho en ningún empleo), masturbador exhibicionista, chulito de séptima categoría, traficante de drogas también de séptima categoría, homicida y necrófilo, un desastre, en fin, en toda la extensión del término, también lo encontraremos ilegal en Varadero y de paso por la ciudad de Matanzas, pero su escenario predilecto, su ambiente natural, su reino, es La Habana.
     En rigor no podría afirmarse que esta novela asombrosa irrumpe cual rayo en cielo sereno en el panorama de la narrativa cubana de fines del siglo pasado. Más bien se inserta en una moda –dicho sea esto sin intención peyorativa, ¿qué tienen de malo las modas?– o tendencia muy acentuada entre nuestros autores de todas las generaciones, en la Isla y en el exilio, a ocuparse del tema de la marginalidad, la delincuencia, la prostitución, las drogas, la cárcel, a contar historias bien espeluznantes donde se combinan la miseria, el embrutecimiento y la violencia, con personajes canallas en ambientes sórdidos. Ya antes en Cuba se había escrito sobre el lado más “oscuro” de la sociedad, y muy bien por cierto. Ahí están Hombres sin mujer, novela de Carlos Montenegro, y algunos entre los mejores relatos de Lino Novás Calvo, por sólo citar dos ejemplos notables. Pero a partir de la década de los noventa lo que se desata es una especie de zafarrancho. La marginalidad, por increíble que parezca, se vuelve centro o, cuando menos, obligada referencia. Páginas y más páginas sobre jineteras y pingueros, proxenetas, vividores, pícaros, traficantes de todo lo traficable, borrachos, drogadictos, balseros, tipos agresivos y feroces con el cuchillo entre los dientes, veteranos de la guerra en África que perdieron la chaveta, locos arrebatados, ex presidiarios, y también otros que quizás en otras sociedades no serían marginales, o al menos no tanto, como los travestis, las lesbianas, los enfermos de sida y los santeros. Como quien dice, Alí Babá y los cuarenta ladrones. Imposible mencionar aquí y ahora todos los títulos. Tampoco vale la pena. Baste con saber que proliferan, que se dan silvestres como la verdolaga.
     Tal fenómeno obedece a tres causas fundamentales y relacionadas entre sí. La primera, obvia, es la situación objetiva del país; nadie ignora que tras el derrumbe del comunismo soviético, a Cuba, en su condición de satélite o cliente o como se le quiera llamar, se le cortó el agua y la luz (no es metáfora) y el petróleo y cualquier ilusión de prosperidad que muchos corazones incautos albergaran hasta entonces; con la crisis económica, profunda, aplastante, visceral, vino la crisis social, el desempleo, las carencias de todo tipo, el hambre y, como es de suponer, un enorme incremento de la desesperación, el afán de emigrar, el alcoholismo, la locura, los suicidios, la mentalidad de tiempo de guerra y el delito común en todas sus variantes. La segunda causa tiene que ver con el empecinamiento del gobierno en negar todo eso, con la falta de transparencia casi absoluta en los medios de comunicación masiva, con el hecho de que la televisión, la radio y los periódicos reflejan un país que en nada se parece al verdadero; nos muestran la mejor de las patrias posibles, la más segura, culta y democrática, algo semejante a un paraíso donde todo marcha a pedir de boca, pura ciencia ficción. La vociferante histeria nacionalista sirve lo mismo para aturdir y desinformar, en tanto propaganda política burda pero tenaz, que para subvertir (o “sobrecompensar”, diría Freud) el lacerante complejo de inferioridad nacional. Nada más lógico, entonces, que en un país sin espacios alternativos para la sátira política, sin crónica roja, sin pornografía, etc., los contenidos propios de esos digamos géneros no demasiado artísticos (nada de “subgéneros”, que también tienen su importancia y su función social) se transfieran a la literatura. La mente humana, ya se sabe, está diseñada de tal modo que todo aquello que se pretenda ocultar o prohibir, por desagradable o intrascendente que sea, automáticamente se vuelve atractivo. La tercera causa, aunque no la de menor peso, reside en ese dios tan seductor, huidizo, impredecible y caprichoso, más fuerte que el Dios cristiano y que Olofi y todos los orishas juntos, que adoramos bajo la advocación de Mercado. Lo que en la metrópolis literaria de la lengua española, o sea, en Madrid o Barcelona, allá lejos, se espera de un narrador cubano. En términos generales, puesto que hay sus excepciones, podría decirse que en lo referido a Cuba se cotizan sobre todo el sensacionalismo, la denuncia política, el sexo explícito y el “lenguaje caribeño”. Un español o un francés, y no digamos ya un anglosajón, aún puede, dentro de ciertos límites, escribir sobre lo que más le plazca, puede darse el gusto de ser “universal” y “cosmopolita”; un cubano también, desde luego, pero la tiene más difícil. Al menos en principio, un cubano debe parecer cubano. A veces he tenido la impresión (quizás se trate sólo de eso, de una funesta y lamentable impresión) de que algunos europeos nos tienen por una banda de monos lujuriosos, alegres, musicales, étnicos y folclóricos, y que como tales debemos comportarnos. Si no, ellos se sienten defraudados. ¿Y qué se le va a hacer? Con el dinero no se juega.
     El valor literario, muy en función del valor comercial, de todos esos libros está determinado no tanto por una estructura original o una buena prosa, como por las historias que cuentan, y no por el interés que posean las anécdotas en sí mismas, por sus implicaciones filosóficas, psicológicas o éticas, sino por el vínculo más o menos evidente que se establezca entre ellas y la vida real en la Cuba de ahora mismo, por la noción de “autenticidad”. Y es ahí, justo ahí, donde se traba la bicicleta. Porque la inmensa mayoría de esos libros son falsificaciones. Más chapuceras o más sofisticadas, pero falsificaciones. Las muy chapuceras por lo general no llegan a ningún sitio, pasan sin pena ni gloria y sin saber que pasaron; las sofisticadas pueden engañar a quien se deje, y hasta conseguir por algún tiempo su ración de éxito (no mencionaré nombres para no herir susceptibilidades, a quien le sirva el sayo que se lo ponga). ¿Qué quiero decir con esto de “falsificaciones”? Veamos. “Regla de oro para los escritores debutantes: si escasea la imaginación hay que ser fiel a los detalles.” Así educaba el profesor de historia argentina, malhumorado y cínico, a su sobrino aprendiz de narrador en una novela de Ricardo Piglia (4).  No sé cómo verán otros este consejito, a lo mejor lo encuentran demasiado estrecho o radical, quién sabe; a mí me parece una propuesta de lo más lúcida: o mientes en grande, por todo lo alto (v.g.: me cuentas que una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó en su cama convertido en un monstruoso insecto… ¡y procuras que te lo crea!), o te ciñes a la verdad pura y dura, pero nada de medias tintas ni de servir gato como si fuera liebre, no se insulta la inteligencia del lector. La imaginación, de momento, la haremos a un lado. Es un don y no debe, por tanto, constituir una exigencia de la crítica. Nos atendremos a la segunda alternativa del profesor: fidelidad a los detalles. Pues bien, casi ninguno entre los narradores cubanos que se han ocupado de la marginalidad, aunque sea de modo episódico o tangencial, durante los últimos tiempos, ha sido fiel a los detalles. Sospecho que los ignoran. Para empezar, habría que tener una vista de águila, un olfato de perro, un oído de lince y una voluntad de mula cerrera para conocer a fondo, desde un exilio más o menos prolongado, los detalles de la vida desarrapada, mutante y feroz en la Cuba de los noventa. Luego, incluso en la Isla, la mayoría de los escritores no proceden de tan abajo, o no han caído nunca tan abajo, ni tampoco se han dedicado seriamente a enterarse de cómo funcionan las cosas por allá abajo. No dominan el tema, idealizan o condenan, reproducen estereotipos, a menudo no saben una papa de lo que están hablando. Pero creen que sí saben, y eso es lo peor. El efecto que producen los textos se asemeja al de una foto movida o una banda sonora distorsionada, cuando no al de un teatro de marionetas manejado por un embustero torpe y mojigato con la nariz arrugada para no sentir la peste y una típica mentalidad pequeño-burguesa.
     Pero volvamos a El Rey..., que sobresale en este contexto tan desafortunado como una novela veraz, incisiva, certera, rigurosamente fiel a los detalles. No es que cuente hechos reales a sangre fría (lo cual no aportaría ninguna garantía de autenticidad: también se puede contarlos y ser un farsante, un fullero, un manipulador, en dependencia del recorte que se haga de la realidad, de la selección, o sea, de qué ponemos bajo el reflector y qué dejamos a la sombra); más bien se basa en hechos reales, es decir, los toma como punto de partida, los reorganiza y los modifica para tramar una historia sólida y concentrada, verosímil de principio a fin. El cuento de lo que no pasó, pero muy bien pudo haber pasado. Aquí no se escamotean datos por ningún otro motivo que no sean los estrictamente literarios, digamos para evitar dilaciones o repeticiones innecesarias, para mantener cierta coherencia, para que no decaiga el interés, etc. Entre el narrador y su relato no se interponen ideologías, religiones, tabúes, afanes moralizantes, dogmas estéticos, respeto a esto o a aquello, buenos modales ni nada por el estilo. No se escucha, a todo lo largo de la narración, ni una sola nota falsa. Ahí va, a modo de ejemplo, una breve descripción de los trastornos mentales que puede provocar el hambre:

(…) y de repente el hambre rugió como un tigre en el fondo de sus entrañas. Literalmente. Sucede muy pocas veces en la vida. Se siente pavor porque se cree que el tigre puede devorarlo a uno empezando por las tripas y saliendo afuera. Y ese pensamiento altera al más macho de los machos, qué cojones. Hay que buscar algo que comer urgentemente para tranquilizar al tigre (5).

     ¿Exageración? Para nada. Ni siquiera hay que ser El Rey de La Habana, ni el más macho de los machos, o la más hembra de las hembras, para que algo así le suceda a uno. Sólo que la persona más civilizada, más instruida, la que usa el cerebro de vez en cuando, quizás no razone en términos de “tigre”, sino que formule pensamientos un poco más complejos. A saber: existen, aunque no nos guste, situaciones límite donde ni la religión, ni la filosofía, ni toda la experiencia vital acumulada valen un rábano, situaciones que te devuelven a la caverna, o incluso a una época anterior a la caverna; una de ellas es el hambre extrema, el hambre de muchos días, o meses, hasta años, aquella cuyo alivio no se vislumbra por ninguna parte, y no estás en el desierto calcinante ni en la tundra helada, sino en medio de una ciudad con más de dos millones de habitantes donde a nadie le importa tu destino (no es que sean dos millones de hijoeputas, sólo que también ellos, una cuantiosa mayoría, están en las mismas); al principio no sabes qué hacer, te sientes abrumado, acorralado, lleno de pánico; el mero hecho de saber que de hambre puedes morirte basta para hacer de ti, ilustre Homo sapiens, una fiera rabiosa y enloquecida; entonces descubres que con tal de comer harías cualquier cosa (éste es el Gran Descubrimiento), sales a la calle a buscar comida, sales de cacería, usas la inteligencia o la fuerza, lo que tengas a tu alcance, lo que más te cuadre, da igual, en la lucha por la vida vale todo. Y cuando digo “todo” quiero decir exactamente eso: todo. Por suerte, como bien afirma el narrador, esto, el ataque agudo, el “golpe de hambre”, sucede muy pocas veces en la vida. Aunque inolvidable, tampoco es esa clase de calamidad que, según pretenden algunos ingenuos bien alimentados, “si no te mata, te fortalece”. No, el hambre no fortalece. Lo más que puede hacer por ti, si no mueres ni enloqueces del todo, es volverte un poquito cínico. Así, el narrador se refiere en varias ocasiones a la mirada “dura” de los personajes, a su desgaste, a su envejecimiento prematuro (el mismo Rey, a los diecisiete años, aparenta por lo menos treinta). Habrá quien se lleve las manos a la cabeza para acto seguido decir que no, que qué horror, que en Cuba socialista no ocurre tal cosa y, aunque ocurriera, no todos reaccionaríamos igual, puesto que los principios morales… bla bla bla. Bueno, tal vez en la India, con su civilización milenaria, donde llevan siglos y siglos y recontrasiglos pasando Hambre con hache mayúscula, hayan aprendido a tomárselo con más calma. Tal vez. Pero no estamos en la India. Acá, en la periferia de Occidente, el hambre suele ponernos un poco nerviosos, incómodos, de mal humor.
     La cuestión del hambre es omnipresente en El Rey..., también el mal humor y su más inmediato corolario: la violencia. Los personajes se ofenden unos a otros, se amenazan, se golpean, se hieren, se matan como si esto fuera lo más natural del mundo. Y es que en determinadas circunstancias llega a serlo. Veamos la siguiente escena:

(…) El viejo le asestó un buen palazo por la cabeza al otro. Y lo lanzó al suelo. No perdió tiempo. Lo golpeó más, con el canto de la pala. Siempre por la cabeza. Hasta destrozarle el cráneo. Era un viejo retorcido y pequeño, pero fuerte. Una pulpa de sangre y masa encefálica se derramó en el piso. El viejo agarró el cadáver. Hizo un esfuerzo y lo cargó como un saco, sobre sus hombros. Lo tiró en la sepultura abierta. Hasta el fondo. Con sus grandes manazas recogió la masa pulposa y la tiró también al fondo del hueco. Con el pie borró las manchas de sangre que quedaron en la tierra. Hizo lo mismo con la pala. Listo. Aquí no pasó nada (6).

     Este homicidio nunca será objeto de encuesta policial. La víctima es un vagabundo zarrapastroso al que posiblemente nadie echará de menos. Había sido él, en apariencia más fuerte que el viejo sepulturero, quien provocara la pelea en el cementerio. Se disputaban los despojos de los muertos: ropas, zapatos, anillos, algún que otro diente de oro. Tal había sido hasta entonces el modus vivendi del viejo, su principal fuente de ingresos, su medio para mantenerse a flote y escapar del hambre, y el otro había pretendido arrebatárselo. No por diversión ni por odio al viejo ni por mero afán de rapiña o piratería, sino porque probablemente también él huía del hambre, también él luchaba por su vida. Ojo: esta interpretación de los móviles de ambos contendientes es mía; me parece bastante obvia y creo que a Marx le hubiera encantado (7), pero es mía. Debo advertir que el narrador de esta novela apenas ofrece explicaciones acerca de la conducta de sus personajes. La describe sin fanfarria, sin mucho aspaviento, como algo normal, intrascendente. No se las da de psiquiatra ni de sociólogo ni de adivino, no se mete dentro de ninguna cabeza que no sea la del protagonista –casi hueca, en parte por herencia y en parte por decisión propia, por instinto–, o la de la madre al principio –más hueca todavía, de nacimiento–. Sobre todo no juzga, ni condena ni aprueba. No se deja impresionar por su propio relato (ingenuidad harto frecuente entre los narradores cubanos que se pretenden “realistas”). Sólo cuenta una historia, la de Rey, que se entrelaza a su vez con múltiples jirones de otras historias, como ésta del viejo sepulturero.
     En la amplia y variada galería de personajes marginales de El Rey..., hombres y mujeres, jóvenes y viejos, blancos, negros y mulatos, habaneros y guajiros, no hay uno solo que se asemeje ni por casualidad a los que de vez en cuando aparecen en el serial televisivo Día y noche, el de las noches dominicales en Cubavisión destinado a glorificar a la nunca bien ponderada PNR (Policía Nacional Revolucionaria): un hatajo de sinvergüenzas degenerados anormales malignos perversos (me refiero a los marginales, no a los policías) que no se ganan la vida honradamente con su trabajo por la sencilla razón de que no les da la gana, porque les encanta desperdiciar, de perros que son, todas las magníficas oportunidades que brinda el más generoso de los sistemas socioeconómicos que en el mundo han sido. Por otro lado, tampoco hay ninguno que se parezca a los héroes románticos de las cloacas pestíferas, onda Jean Valjean, esos que perpetran sus fechorías porque no les queda más remedio que perpetrarlas, por tanto que han sufrido, por traumas de la infancia, porque la vida es una cabrona, etc., pero en el fondo son unos tipos nobles y bondadosos que sólo esperan una oportunidad para demostrarlo, fantoches que pululan tanto en las películas norteamericanas de a tres por quilo como en los textos de algunos autores cubanos que en estos últimos años han dado en idealizar la marginalidad, ya sea por ignorancia, por llevarle la contraria al establishment del modo más grosero o porque les asusta o les asquea representar (e incluso ver) las cosas como realmente son. Este síndrome de Bonnie  Clyde, o deslumbramiento con la crápula y con los supuestos valores de la crápula, suele ser señal inequívoca de falta de autenticidad.
     Los personajes de El Rey... son gente común en su mayoría. Quizás pudiera exceptuarse a Elenita la boba, a su marido, que es más bobo que ella, y a la madre del protagonista, criaturas con algún problemita físico, lo que se llama una tara, pero en cualquier caso resulta muy difícil establecer una línea divisoria entre los “normales” y los “monstruos” (tal como ocurre, si a eso vamos, en la vida real). En términos generales son cubanos de la calle, nada extraordinarios en ningún sentido, lo suficientemente individualizados para no devenir arquetipos y lo bastante anónimos para que no se reconozca en ellos a ninguna persona real. Habrá quien los considere grotescos y esperpénticos, una fauna de bichos raros para ver en un parque zoológico, al otro lado de  las rejas, pero eso se debe a que por lo general el concepto de “gente común”, el famoso average man, se asocia con la clase media, profesionales, empleados, estudiantes, etc., jamás con el hampa o el jet, o sea, no es tanto el individuo lo que se valora, como su posición en la escala social. ¿Y de dónde salen tales juicios o, más bien, prejuicios? Precisamente de la clase media, que se considera a sí misma la medida de todas las cosas y de ahí no la mueve nadie. Por otra parte, los que a estas alturas de la vida aún conserven ilusiones de progreso, civilización, mejoramiento humano y demás lindezas, se rehusarán con total severidad a aceptar que alguien como Rey o su hermano Nelson, el matricida, o el travesti Sandra, que “pasa” un muerto, o Yunisleidi, la tunera “más caliente que una plancha”, tanto que tuvo su primer marido a los ocho años, o Carlos, que lanza al marinero por la ventana y tan campante, o Cheo, que con la mayor naturalidad comete incesto, o el viejo sepulturero, a quien ya tuvimos el honor de conocer, o cualquiera de los otros, sean gente común. Qué va, ya sería bastante milagroso que los tuvieran siquiera por gente. De modo que no insistiré en ese punto, ¿para qué? (8)
     En cuanto a lo formal, la prosa de El Rey... es muy sencilla. Concisa, denotativa, casi minimalista (más que de Bukowski o de Henry Miller, en este aspecto podría rastrearse, quizá, alguna influencia de Raymond Carver). Oraciones breves, nada de floreos ni juegos con la sonoridad de las palabras ni adjetivación sorprendente ni audacias estilísticas de ninguna índole. El tono a veces irónico, nunca sentimental, a menudo neutro, frío, objetivo. El tempo, rápido. Sobre todo en las primeras páginas se advierte al periodista Pedro Juan, la voz que intenta decir lo más posible en el espacio más reducido. Apenas emplea tiempos verbales compuestos en las subordinaciones, sustituyéndolos por tiempos simples no siempre equivalentes, lo que da lugar a estructuras un tanto defectuosas, que no fluyen como debieran, que saltan de inmediato al oído en una lectura en voz alta. Y digo “como debieran” porque no se trata aquí de una voluntad de estilo, de un deliberado propósito de escribir con los dedos de los pies, sino de errorcitos gramaticales que no aportan al texto ningún significado nuevo. Aunque tampoco es una falla tan grave que un editing cuidadoso no pueda subsanarla (9).  A juzgar por el aspecto general, un poco despeluzado, de muchísimos de los libros que publican, las grandes editoriales españolas al parecer no se toman muy en serio esto del editing, lo cual, entre otras circunstancias, nos pone en desventaja con los anglosajones, que sí lo hacen (10).
     Lo más afortunado de esta novela, en lo relativo a la forma, son los diálogos. No porque los personajes sean unos brillantes conversadores, ingeniosos y aforísticos (de hecho Rey es un tipo corto de palabras, en sentido literal, y tampoco le gusta que le hablen demasiado), sino por su verismo, su ritmo y colorido tan auténticos, su fidelidad a los detalles de la jerga popular habanera. Uno se pasea por ahí, por las calles de nuestra ciudad, por lugares donde se aglomere mucha gente, lo mismo en Centro Habana que en el Cerro o en la Víbora o en Luyanó o en Marianao o al otro lado de la bahía o por el muro del Malecón, en fin, por cualquier parte, afina el oído y escucha a los personajes de El Rey..., ahí están, vivos, ruidosos, en su apogeo, maltratando el idioma a más y mejor. ¿Soez, vulgar, sucio? Es probable. ¿Hiriente? No. O tal vez sí. Depende de cuán acostumbradas estén las orejas a esta clase de melodías. Para lograr tal impresión de realidad, excepcional en la narrativa cubana de la última década, no basta con soltar cuatro palabrotas, no es tan simple: hay que saber dónde ponerlas y en qué momento. Por mucho que escandalice a las viejitas indefensas, una blasfemia mal colocada pierde eficacia, arruina el conjunto y delata al farsante. Estos diálogos, además, llevan implícita una aceptación, muy sensata en mi criterio, de las convenciones del realismo. Lo que reproducen, o recrean, del habla popular habanera es el léxico y la sintaxis, no así la fonética. En ocasiones se eliden sonidos, como esa /d/ intervocálica que los habaneros, al igual que los andaluces, casi nunca pronunciamos, y algunos otros, pero no se va más allá. Una copia exacta de nuestra jerga callejera tendría necesariamente que tomar en cuenta el hecho de que en La Habana se suele hablar a la velocidad de un cohete, a grito pelado y todo el mundo a la vez (y manoteando entre mil muecas), con lo cual se eliminan o se deforman sin el menor escrúpulo un montón de sonidos y se arma el tremendo barullo. Trasladar todo ese ruido a la literatura fue algo que se propuso, entre otros autores, Guillermo Cabrera Infante. En sus cuentos y novelas nos tropezamos a cada rato con parrafadas más o menos extensas que no andan muy lejos de la trascripción fonética. ¿Resultado? Bueno, en su momento, hace más de cuatro décadas, la impresión de realidad debió resultar asombrosa. Hoy los lectores de mi generación encontramos esos textos envejecidos, medio fósiles, cuando no ilegibles. Porque el habla popular es muy cambiante, quizá la mesura, la contención en su mimesis procuren una vida más larga y provechosa a la primera novela de Pedro Juan.
     A propósito de Cabrera Infante, hay en El Rey..., tan escasa en citas, referencias, parodias y demás juegos intertextuales, un brevísimo y sutil homenaje al autor de Tres tristes tigres:

(…) Ella vendió unos cucuruchos. Hicieron silencio largo rato. A Rey le gustaba, pero no sabía cómo entrarle. Los dos eran cortos de palabras. Ella vendía maní. Le hubiera gustado que todos dijeran: “Oh, ella cantaba boleros”. Pero no. Ella vendía maní (11).

     Está claro que a Rey, aun cuando Magda, la manisera, sea la mujer de su vida, a la que siempre habrá de regresar, la blanquita de su perdición, la que lo llevará a convertirse en una especie de Otelo del basural, en fin, su único y verdadero amor, le importa un chícharo lo que todos (¿todos quiénes?) digan acerca de ella. Eso, en el caso no muy probable de que dijeran algo, pues ¿quién además de él se tomaría tan a pecho, al punto de dedicarle más de un pensamiento, a semejante fulanita, pelandruja, hedionda y medio chiflada? Me temo que nadie. Y, luego, él no sabe nada de música, ni de muchas otras cosas (la ignorancia de Rey es antológica), lo más seguro es que hasta desconozca el significado de la palabra “bolero”. ¿Y entonces? Pues he ahí un pequeño ejemplo de lo que en teatro se denomina “ruptura de la ilusión dramática”: un guiño cómplice al público enterado, un comentario burlesco que cae sobre la escena como gota fría, un salto a otra dimensión de la realidad. Quien piensa y desea aquí no es el personaje, sino el narrador. Entre líneas se deja leer algo más o menos así: “Oh, mi estimado G. Caín, era bella tu Habana; pero ya no existe, lo que hay ahora es esto”. Lo anterior puede entenderse tanto en el sentido inmediato y muy real de la decadencia de nuestra ciudad, pródiga en paisajes en ruinas tras más de cuarenta años de abandono, donde la gente y los modos de vivir también forman parte de esos escombros, como en el sentido si se quiere más literario de un creador de mitología urbana que, a la vez que reconoce la valía de otro anterior, declara su propia independencia (12).
     Hace un rato me refería a El Rey... como a una novela profunda, que invita a reflexionar y que amerita, por tanto, más de una lectura. Entre varios aspectos que podrían resultar interesantes (13), por ahora cabe destacar dos: la posición política del narrador en el contexto cubano actual, tan convulso y tan inmóvil al mismo tiempo, y, sobre todo, las interrogantes que se plantean acerca de la naturaleza humana en cualquier época y lugar.
     La posición política del narrador aparece de manera bastante explícita en el recorrido de Rey por la plaza del mercado de Cuatro Caminos:

(…) Había al menos ochenta tarimas con vegetales. Todo a precios altísimos. El público circulaba por los pasillos, preguntaba precios, compraba muy poco o nada, y seguían mirando y asombrándose por los precios, y pasando hambre. Algún que otro viejo murmuraba: “Se están haciendo millonarios y el gobierno no hace nada. Es contra el pueblo, todo contra el pueblo.” Nadie le hacía caso. Algunos viejos seguían esperando que el gobierno solucionara algo de vez en cuando. Les habían machacado esa idea y ya la tenían impregnada genéticamente (14).

     Ahí está: la indiferencia. Porque, atención, que el gobierno jamás solucione un problema, ni siquiera los que él mismo ha generado y sigue generando, no implica, al menos no en esta novela, que obligatoriamente haya que emprenderla de modo activo y estrepitoso en contra del gobierno. No, esto sólo significa que la vida real de la mayoría, la cotidiana, la de la lucha por la comida, transcurre al margen del gobierno y de la tremebunda ineficiencia, desmanes y disparates, del gobierno. La política, así como el arte, la filosofía y cualquier otra manifestación de la cultura relacionada de modo directo con la espiritualidad, ha devenido, como en todos los tiempos y lugares, un lujo inaccesible para aquellos que aún no han resuelto el problema del hambre. Según el narrador Leonardo Padura, “Toda esta situación ha sido satirizada por los cubanos al decir que en realidad en el país sólo hay tres grandes problemas: el desayuno, el almuerzo y la comida (…)” (15).  Para los hambrientos el gobierno existe de la misma manera en que existe el clima tórrido del Caribe, el calor húmedo y sofocante, las tormentas eléctricas, los huracanes, la proliferación de insectos, ratas y otras diminutas sabandijas que transmiten enfermedades, toda clase de fiebres tropicales: algo inamovible, estático, de lo más tieso, fijo cual eterno verano, algo que ciertamente jode muchísimo, pero contra lo que nada se puede hacer, puesto que jode en virtud de su propia naturaleza. No se trata de enfrentarse, de coger al toro por los cuernos, qué va, ¿y esa locura?, la cuestión es “ir escapando”, o sea, ir sobreviviendo, evitar hasta donde sea posible que el toro se fije en uno y lo desgracie todavía más. Este criterio, aunque desde el extranjero o desde la élite en la Isla, pudiese parecer que no, es mayoritario, si no en Cuba, por lo menos en La Habana. Tal vez no se note demasiado porque la indiferencia de por sí no hace ruido. Tiene mucho más de omisión que de acción, mucho más de silencio que de clamor. De hecho, el fragmento sobre la plaza del mercado contiene la única alusión política directa que aparece a todo lo largo de la novela, quedando el resto a cargo de la interpretación de cada lector. Como ha declarado el propio Pedro Juan: “Esta es la voz de los sin voz. Los que tienen que arañar la tierra cada día para buscar algo de comer, no tienen tiempo ni energía para nada más. Su objetivo único es sobrevivir. Como sea. De cualquier modo. Ni ellos mismos saben por qué ni para qué. Se empecinan en sobrevivir un día más. Sólo eso.”
     Semejante declaración ubicaría a Pedro Juan Gutiérrez, de momento, en una suerte de “izquierda lúcida”. Sí, ya sé que suena a contradicción en los términos, a surrealismo, a poemita dadá, pero ¿cómo llamarle, si en política por lo general sólo se emplean tres o cuatro palabrejas básicas (v.g.: “izquierda” y “derecha”) para nombrar una amplísima gama de nociones y conceptos muy diversos unos de otros, que, arriba de todo, varían de país a país? A ver si nos entendemos. Con lo de “izquierda lúcida” me refiero a lo que pudiera constituir, y de vez en cuando constituye, un lugar de retorno para algunos marxistas decepcionados (más aún, espantados) tanto de la ortodoxia comunista, salvaje y delirante por decir lo menos, como de las izquierdas tradicionales, ciegas e ilusas o manipuladoras y oportunistas, también por decir lo menos, y que tampoco encuentran nada o casi nada de atractivo en las derechas, liberales o fascistas o como sean. Así, un “izquierdista lúcido” vendría siendo alguien que de algún modo se interesa por los más humildes, los más pobres, esos de los que en verdad casi nadie se acuerda nunca (“los condenados de la Tierra”, diría Frantz Fanon), pero sin idealizarlos, sin atribuirles particulares virtudes ni vocación revolucionaria ni cultura política ni conciencia de clase ni de nada, y también sin ese ridículo tonito paternal, de superioridad, de condescendencia, más bien propio del filántropo con indigestión, que suelen adoptar algunos autores izquierdosos para referirse al “pueblo”, en fin, sin andar por ahí de arbitrista y sabelotodo, proponiendo remedios descabellados o utópicos para todos los males que aquejan a la sociedad contemporánea. Porque si bien el narrador de la novela asume el punto de vista de la indiferencia en lo relativo al gobierno –la voz de los sin voz–, no ocurre igual con el escritor Pedro Juan Gutiérrez –que sí tiene voz, y de largo alcance– al escoger su tema y desarrollarlo del modo en que lo hace. Es la suya una indiferencia estratégica, deliberada, construida, que se opone de plano a la exigencia partidista, al compromiso forzado, al ultimátum “o estás a favor o estás en contra o eres un pendejo de mierda” (en un contexto crudamente machista, donde “los cojones” se valoran por encima de todo y el pendejo de mierda, pobrecito, es la última carta de la baraja), que suele perseguir cual maldición a los escritores cubanos en la Isla y en el exilio. Inmersos en esa esquizofrenia, muchos, sobre todo en la generación de Pedro Juan, los que ahora rondan los cincuenta, han llegado a creer que las cosas no pueden presentarse de otra manera, que no hay alternativas individuales, que el plumífero cubano es por definición un animal político, más político que ningún otro (paradigma: José Martí), y se sienten en el deber ciudadano y apostólico de opinar a cada rato acerca de esto y aquello, de proclamar y luego, a veces, retractarse de lo antes proclamado –imaginan que “se les ha ido la mano” en uno u otro sentido, o alguien los presiona, y caen en trance–, de enredarse en controversias estériles, de fruncir el entrecejo y poner la cara muy seria de quien pronuncia el discurso muy serio, el definitivo, el imprescindible, el que habrá de quedar para la Historia, de diseñar repúblicas con todo el amateurismo propio del caso. Eso, sin contar la deliciosa y equívoca sensación de importancia propia, de proximidad con el Poder (¡ja ja!), incluso de consistencia ontológica, que suelen proporcionar las “definiciones” políticas, sean éstas cuales fueren. En otros tiempos y países la indiferencia podrá ser sólo eso, indiferencia. En el contexto cubano actual, enunciada por un ser pensante, por un intelectual, pone en ridículo un montón de poses oficialistas o contestatarias, de imágenes arrogantes, de muecas megalómanas. Es vitriolo.
     Si controvertida, quizá generadora de polémicas y aullidos, resulta la posición política del narrador de El Rey... tal como la he descrito, cuánto más no habrían de serlo, si expandimos la mirada curiosa más allá del horizonte de nuestra aldea, las interrogantes que se plantean en esta novela acerca de la naturaleza humana en sentido general, sin importar los contextos específicos. Veamos.
     El siglo XX, que vio pasar dos guerras mundiales calientes y una fría, regímenes comunistas y fascistas, un bombardeo atómico, procesos de independencia en la mayor parte del mundo colonial, un gran auge de los movimientos nacionalistas y toda clase de conmociones sociales (el XXI, aparatosamente inaugurado con los hechos del 11 de septiembre de 2001 y el resurgimiento del fundamentalismo islámico, parece que viene sabroso), produjo en las más diversas lenguas y literaturas innumerables relatos y novelas sobre el problema del individuo, esa ínfima criatura, esa pequeñez, ese microbio (“aquel particular”, diría Kierkegaard), atrapado en circunstancias extremadamente duras que lo rebasan, lo ignoran, lo multiplican por cero. El individuo, librado a sus propios recursos, pugna por sobrevivir en medio del estruendo y la furia (“la gran descojonación”, diría Pedro Juan) armada por la especie. Ahora, “sobrevivir” no significa lo mismo para unos y para otros. La mayoría de estos diminutos héroes de nuestro tiempo profesan, conscientes o no de ello, un cierto culto humanista que los impulsa a buscar no sólo la salvación del cuerpo, sino también –por decirlo así– la del espíritu. O sea, aspiran a preservar contra viento y marea la salud mental, que se traduce no tanto en rígidos principios morales, como en la capacidad de análisis, síntesis, deducción, inducción y otras operaciones propias del intelecto, incluyendo la fantasía y la memoria, en fin, todo aquello que nos distingue del resto de los bichos que pueblan el planeta. Y es lógico que ocurra así, puesto que mientras los demás animalejos son más veloces o más flexibles o más fuertes que el mejor de los campeones olímpicos, para considerarse superior, e incluso para existir en este mundo tan competitivo, en última instancia el ser humano sólo cuenta con su famoso cerebro. Pero éste –y he aquí el origen de muchas tragedias– es un arma de doble filo: dado que no lo conocemos bien, que sobre los mecanismos profundos de su funcionamiento es mucho más lo que se ignora que lo que se sabe, y por tanto no podemos controlarlo del todo, al menor descuido puede volverse en contra nuestra. Así, la lucidez extrema, entendida como una combinación muy eficaz de inteligencia y honradez para con uno mismo, a menudo linda con la locura. Un personaje como Yura Zhivago, pongamos por caso, si bien se encuentra aprisionado en una serie de situaciones bastante espantosas, a la larga es tan víctima del entorno como de sí mismo, de sus propias ilusiones, de sus propias creencias, de su propio afán por comprender lo incomprensible; uno tiene la impresión de que, si hubiera pensado un poco menos, quizás no hubiese sufrido tanto. Pero entonces, ¿dónde queda la humanidad? Un ser humano que renuncie a pensar, a soñar, a recordar, ¿no estará renunciando a su propia esencia? ¿Valdría la pena sobrevivir a ese precio? ¿Sería realmente sobrevivir? Pasternak, como tantos otros, al parecer creía que no.
     Estas mismas interrogantes vuelven a aflorar tras la lectura de El Rey..., pero con otra respuesta. Otra respuesta tentativa, quiero decir, otro “quizás”, pues para estas cuestiones, como para las grandes preguntas filosóficas, no hay respuestas definitivas, sólo un espacio de debate (eso es lo interesante, creo). Vamos a ver cómo se las arreglaba Rey con su propia maltrecha humanidad:

(…) Siguió por el Malecón dos cuadras más. No sabía adónde iba. Con hambre y sin dinero. Su suerte y su desgracia es que vivía exactamente en el minuto presente. Olvidaba con precisión el minuto anterior y no se anticipaba ni un segundo al minuto próximo. Hay quien vive al día. Rey vivía al minuto. Sólo el momento exacto en que respiraba. Aquello era decisivo para sobrevivir y al mismo tiempo lo incapacitaba para proyectarse positivamente. Vivía del mismo modo que lo hace el agua estancada en un charco, inmovilizada, contaminada, evaporándose en medio de una pudrición asqueante. Y desapareciendo (16).
 
     Aclaremos que esta disposición mental, de tan paradójicas consecuencias, no surge de la nada ni del propósito del narrador de ilustrar alguna tesis previa –pese al significativo y discutible epígrafe de Edmundo Desnoes: “El subdesarrollo es la incapacidad de acumular experiencia.” (17) –, sino que es producto de un aprendizaje. A diferencia de lo que sucede con Mersault, el héroe existencialista (con el que Rey, salvando las distancias, guarda más de un punto de contacto, v.g.: la ausencia del más mínimo sentimiento de culpa, la violentísima reacción contra la idea de Dios, etc.), de quien nadie sabe cómo llegó a convertirse en “el extranjero”, a lo largo de El Rey... asistimos, paso a paso, a la destrucción minuciosa y en buena medida voluntaria de las ilusiones y, sobre todo, de la memoria del protagonista. Un proceso doloroso y brutal, que incluye desde la negativa a discutir sus problemas con nadie, aun al costo de cargar con una acusación de asesinato, hasta la autoagresión física, pero que tanto el personaje, que intuye, como el narrador, que razona, juzgan imprescindible en la lucha por la vida. Siempre con el agua hasta el cuello, Rey se va deshaciendo poco a poco de su espiritualidad como quien suelta lastre para no hundirse. Como alguien que se amputara, sin anestesia y con un filo oxidado, un miembro enfermo de gangrena, a ver si logra que no se le envenene toda la sangre o, al menos, retardar ese final lo más posible. Porque sus recuerdos, de tan horrendos (se los compara con una cadena muy pesada que él fuese arrastrando, algo peor que un simple “sorbo”, una inmensa plasta de mierda que le hubiera caído encima), sólo pueden acarrearle tristeza, miedo, angustia, rabia, asco, desesperación, y semejante estado de ánimo, donde hay hambre y violencia, equivale al suicidio. Y aunque la vida, desde luego, carece de sentido, ¿qué otra cosa se puede hacer con ella sino vivirla?

La Habana, 2 de febrero de 2003

Notas

1.  Gutiérrez, Pedro Juan: Trilogía sucia de La Habana. Anagrama, Barcelona, 1998.

2.  Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey de La Habana. Anagrama, Barcelona, 1999.

3.  Guillermo Cabrera Infante, desde hace unos cuantos años, viene siendo no tanto un escritor como un mito, un clásico, una leyenda o, si se prefiere, una institución.

4.  Piglia, Ricardo: Respiración artificial. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1992, p.16.

5.  Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey..., p.114.

6.  Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey..., p.73.

7.  Por la fábula de los sabios judíos que ubican la esencia del ser humano en alguna parte de su cuerpo: Jesús en el corazón, Marx en el estómago, Freud en los órganos genitales, etcétera.

8.  Ni los clásicos escapan a estas consideraciones. Con respecto a Leopold Bloom, protagonista de Ulysses, y un sujeto de lo más corrientico, Nabokov opina que es un poco depravado porque caga y se tira pedos y se masturba. Supongo que Nabokov nunca en su vida perpetró semejantes crímenes.

9.  Me encantaría preparar la edición cubana de El Rey..., llevo tiempo en eso. Me dicen que no hay dinero y que, a fin de cuentas, el librito en cuestión es “tremenda cochiná” y poco revolucionario, aunque apenas hable de política. Curiosamente, Letras Cubanas acaba de publicar la segunda novela de Pedro Juan, Animal tropical, que comparte los “defectos” de El Rey… sin compartir sus virtudes. ¿Alguien entiende algo?

10.  De esta mala maña excluyo, desde luego, a mi propio editor. En serio. Los libros publicados por Debate son de los más “limpios” que he leído. Pero Debate, aunque prestigiosa, tampoco es una “gran editorial”.

11.  Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey..., p.53.

12.  También existe la posibilidad de que el narrador sólo haya pretendido hacer un chiste blanco y de que sea uno, el lector imaginativo o intrigante o paranoico, quien le busque (y le encuentre) los tres pies al tigre, digo, al gato.

13.  Quizás aún sea temprano, pero con el tiempo esta novela habrá de generar una amplia bibliografía crítica. Le apuesto a eso.

14.  Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey..., p.156.

15.  Padura, Leonardo: “Crónica de otro fin de siglo”, en Cuba: voces para cerrar un siglo (I). Centro Internacional Olof Palme, Estocolmo, 1999, p. 55.

16.  Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey..., p. 159.

17.  Gutiérrez, Pedro Juan: El Rey..., p. 7.



Regresar a
En la loma del ángel