Siguiendo a Daudet

Federico Villoch, del libro Por esos mundos

El Fígaro, Año VIII, núm. 26, 31 de julio de 1892, p. 3, 6

     Ir yo a París, y no llevar una carta de presentación para alguno de los literatos españoles que allí residen, es cosa que ninguno de mis lectores concebiría; pero llevar yo la carta, y que ella me sirviera de lo que me sirvió mi cédula personal, que ni siquiera la saqué del sobre en que me la envió el alcalde de mi barrio, es cosa asimismo que a ninguno de los que conozcan mi carácter retraído debe llamarle absolutamente la atención. Puede que algunos, al saber que yo llevaba la mencionada carta, se hayan repetido ese refrán que dice que Dios le da barbas al que no tiene quijadas. Sí, señor, que es verdad, y a mí el señor Curbelo me dio una carta de presentación para Eusebio Blasco, que no diré que me sirvió para nada; pero sí que estuvo muy lejos de satisfacer los deseos que me inspiraron el pedírsela a Curbelo.
     Temiendo siempre molestar al prójimo, yo le pedía a Blanco, porque fui yo quien dicté la carta temiendo contrariar a Curbelo, yo le pedía a Blasco, repito, que me presentase a algunos de los literatos franceses residentes en París, y escogiendo, desde luego, a aquellos que le provocasen menos molestias, pues sabía que era hombre que tenía embargado la mayor parte de su tiempo, y con esta carta en el bolsillo, dos días después de mi llegada a París, fuime al Fígaro, impaciente, con un cosquilleo en todo el cuerpo que no quiero calificar, y subiendo la escalerilla de mármol que hay a la entrada, al primer empleado de la Administración con quien tropecé, le enseñé la carta preguntándole por Mr. Blasco.
     Mr. Blasco había partido para Suiza y no regresaría hasta la entrante semana.
     Confieso a ustedes que el no haberle encontrado no me contrarió; giré en torno una mirada que curioseó todo el edificio, la sala de redacción, el patio, la imprenta, todo, y guardándome la carta, salí de nuevo a la calle, muy dispuesto a esperar que Blasco regresara de su viaje.
     Mucho en verdad hubiera sido encontrarle en la primera visita, y de haberle encontrado, ¿iba a presentarme así, sin más ni más, a esos literatos franceses residentes en París, que yo en mi carta le decía? ¿No eran nada modestas mis pretensiones, que digamos? ¿Pretendería yo acaso concurrir a uno de aquellos Five o’clock que una vez a la semana celebra El Fígaro, para codearme con Claretie, Sardos, Richepin, Daudet, Cassagnac o Milleraud? Algo de frío y tristeza sentí entonces que me dio una pobre idea de mis méritos y mi valor artístico, y acordándome de mi tierra, donde, al menos, podía tener yo las pretensiones de conocer al presidente de alguna junta provincial, que como quiera era un personaje, seguí adelante mi camino, perdido como un átomo en la inmensidad de París.
     Fuíme a visitar el acuarium del Trocadero. Los salmones no se habían ido de excursión a Suiza y me recibirían solícitos y alegres, luciendo con coquetería, al través de los cristales, los variados colores de sus escamas.
     El amigo que me acompañaba notó en mí algo de preocupación; me disculpé como supe, y al poco rato ya estaba completamente olvidado.
     Así, que fue para mí una verdadera y grata sorpresa, cuando, al salir del acuarium, remontando la Avenida d’Iena, me agarró aquél un brazo y me dijo:
     —¡Mira a Daudet!
     Volví el rostro y seguí la dirección del índice de su mano derecha, que señalaba hacia un hombre alto, algo encorvado, todo vestido de negro, y que a la sazón atravesaba el puente con paso mesurado.
     —¡Ese es Daudet!
     —¡Ese es Daudet!
     Yo me quedé clavado en el sitio, no supe qué hacer ni qué decir; el gran novelista, mi ideal, mi maestro, seguía caminando indiferente, paseando sobre el río una mirada de aquellas suyas, que recojen y conservan hasta el último y más invisible detalle de un panorama.
     Sentí que mi amigo me soltaba el brazo y eché a andar, viendo luego que iba solo, atraído, sugestionado, detrás de aquella noble figura, y que habíamos andado ya gran parte del Quai d’Orsay.
     Le seguía, le seguía ni más ni menos que como un inspector de policía secreta, sin quitarle los ojos de encima, abstraído en el pensamiento de que aquella mano que empuñaba un paraguas de fina seda, era la misma que había trazado las hermosas y febriles páginas de Safo y La Razón Social.
     Al llegar al Point de l’Alma, Daudet lo atravesó, tomó el Quai de la Conference y se detuvo delante de la Avenida Morçeau. Eran cerca de las tres de la tarde, y la Avenida se llenaba con los primeros coches que iban en busca de la Avenida del Bosque, de la gran arteria de París alegre y elegante.
     Cansado de seguirle a distancia, avancé hasta colocarme casi a su lado; mirándole con la misma fijeza que él miraba a los demás, y con el aún no resuelto propósito de hablarle, si por cualquier contingencia surgía la oportunidad… Le vi de frente; así de pronto y sin entrar en detalles, es la verdad que su cabeza grande con su gran melena, y su rostro, entre sonriente y sombrío y rico en barbas, le dan el aspecto de un perro de agua; pero después se advierte que ha sido en su juventud un hombre verdaderamente hermoso y que aún conserva rasgos imborrables de aquel tiempo. Sus ojos, inquietos y brillantes, no encuentran un objeto en qué posarse, revelando en ellos su espíritu indeciso y febril; en su ancha y cansada frente parece que se leen escritas las largas veladas del artista trabajando en el silencio de su estudio: a veces, cuando el viento encajonada entre la larga y doble fila de casas adquiere fuerzas y pasa a su lado, se agita su larga barba, y le cubre el rostro al volar esparcida, y le da el aspecto de un cliché borroso en el que solo se advierte el fuego de unos ojos penetrantes y firmes. Todo él revela un cuerpo cansado y desmadejado por la fatiga, diríase que algo le llama hacia la tierra, parece que acaba de dejar el lecho y que camina para desperezarse, o que es un convaleciente que, aún con el sudor de la última calentura, pasea y distrae su convalecencia, animándose con la luz del sol, y reviviendo al contacto de la brisa fresca y libre. Pero así y todo, encorvado, febril, impaciente y nervioso, su corpachón respira salud y fuerza, se yergue altivo y elegante; y como si respondiese a esa  sacudida eléctrica del genio cuando concibe una idea inmortal, tiene a veces aspecto de estatua tallada en bronce, altiva, orgullosa y severa. Uno que le observase detenidamente seguiría dentro de él las huellas de su espíritu inquieto, vibrante y volador como una mariposa; el reflejo de un pensamiento sonriente baña su rostro si ve pasar una niña rica y feliz; la amarga reflexión se pinta en su frente si presencia una escena de tristezas; sus manos impacientes, recorriendo los botones de la levita o apretando con fuerza el puño del bastón, dicen cuánto le contraría lo que tarda en llegar a su estudio para dejar a sus anchas correr la pluma sobre el papel. Mira y observa de tal modo a los que pasan por su lado, que cualquiera le tomara por un policía o por un ladrón que quiere cerciorarse de lo que lleváis en el bolsillo. Todo París le conoce, y todo París le saluda con respeto, con admiración, con cariño…
     —¡Ese es Daudet!
     Y yo le miraba y le miraba, con la misma fijeza y respeto con que un niño contempla una figura de cera, pensando vagamente que por la noche irá a perturbar su sueño, presentándosele como un fantasma. Le miraba pensando que él había escrito aquellas hermosas páginas a través de las cuales yo descubrí todos los misterios y todos los encantos del arte, aquellos libros que yo había devorado impaciente siguiendo enamorado al artista en su hermosa obra de tejer tantas y tales bellezas; él, quien había concebido y dado vida a la pobrecita Zizi de Froment y Risler, a la dulce Desiderata, que una noche atravesó París con su delirio de amor para irse a arrojar al Sena; él, quien había trazado con su pluma empapada de sangre y fuego el perfil de la enamorada y caprichosa Safo; él, quien sabía relatar Cuentos tan bonitos, que de sencillos y joviales y brillantes que son, parece que de viva voz nos los está relatando en amistosa velada junto al calor del hogar o alrededor de la mesa de un café.
     Yo le miraba, le miraba ya sin verle, en tanto que París cruzaba ante nosotros, alegre, bullicioso, dejando a su paso como una cauda brillante y perfumada en medio de aquella hora de la tarde en que hasta el sol parece que se viste de gala para darse una vuelta por el Bosque. Si yo fuese un siervo de Siberia, delante del mismísimo emperador y señor de las Rusias no estaría con más veneración y respeto que lo estaba en presencia del autor de Poquita Cosa. Si me vio, ¿qué pensaría él de aquel pobre diablo que le miraba casi olvidado del mundo? ¿Qué hermosa idea despertaría en su mente aquella tarde, y aquella Avenida Morçeau, y aquella institutriz inglesa que cruzó por su lado conduciendo a dos niños tan hermosos con sus cintas azules y sus caritas de rosa?
     Mil ideas confusas se atropellaban en mi mente: sin saber por qué, me acordaba de la ventana de mi cuarto de estudiante, allá en la Habana, abierta a las brisas del Norte y sentado al lado de la cual devoraba los libros de literatura que traían los correos de la Península…. Yo había visto al maestro; como un simple y sencillo mortal le había visto saludar a un señor grueso y de rostro pálido que cruzó arrellenado muellemente en una hermosa y luciente carretela, y le vi otra vez distraído tropezar con un obrero al revolver de una esquina, y le vi largo rato, y de repente no le vi más…. perdiéndose sin dudas entre aquel diluvio de coches y ómnibus que en la avenida se cruzaban.
     Toda la noche experimenté una sensación amable y extraña a la par, que me hacía dichoso sin saber por qué… Mis nervios, en tensión durante una hora, se aflojaron produciéndome una tranquila laxitud, y la vida vulgar y ordinaria desfiló a mis ojos, más vulgar e indiferente que nunca……
     Blasco volvió de Suiza y le entregué la carta de Curbelo. No quise que me presentase a nadie, satisfecho como estaba de mi inesperado encuentro, y, después de charlar un rato de asuntos vagos, nos despedimos, y hasta ahora.

*                       *                       *

     El lector me preguntará que a qué viene eso de contarle que seguí a Daudet como un tonto, y yo, a mi vez, pidiéndole perdón por esa inocentada, quiero preguntarle:
     — Di, ¿no crees tú que aquellos dos niños que vio cruzar Daudet, conducidos por una institutriz, le inspirarían la idea de su última novela Rose et Ninette?
     Si es así, puedo yo congratularme de haber sido testigo de esa misteriosa cópula entre el genio y el mundo exterior, que dio por resultado la obra del artista.
     Y eso es mucho y merece la pena de contarse!

 

 

A Guy de Maupassant

Manuel Serafín Pichardo

     Joven sombrío de vetustos años,
Que al cargar con tu fama esclarecida,
Paseaste por la tierra tu ancha herida
Y por el mar tus hondos desengaños.

     Tu genio al descubrir males extraños,
Tu propia enfermedad halló escondida,
Y quisiste sin fe perder la vida
O la razón, para olvidar tus daños,

     ¡Ay! yo te comprendí desde el profundo
Callado mal con que entre penas lidio;
Que cuando cierra su horizonte el mundo

     Y ni en la gloria se halla la ventura,
Sólo nos queda un término: ¡el suicidio!
O un alivio de muerte: ¡la locura!

[Enero, 1892]

El Fígaro, Año VIII, núm. I, 15 de enero de 1892,  pág. 6.