El Museo de Julián del Casal

Francisco Morán, Southern Methodist University

 

     La revista literaria El Museo no aparece en el Diccionario de la literatura cubana. Subtitulada «Semanario ilustrado de literatura, artes, ciencias y conocimientos generales», su primer número apareció el 3 de diciembre de 1882 – muy poco antes que La Habana Elegante – y se publicó quizá solo hasta 1884.  En este sentido, podría tratarse de una de las tantas publicaciones periódicas menores que aparecieron y desaparecieron rápidamente en la época, no solo en Cuba, sino también en Hispanoamérica.
Fascinado por los materiales de archivos que están ya a la disposición de todos los lectores en internet, y arrastrado también por el vértigo de la búsqueda incesante – lo que en cierta medida ha reemplazado el manoseo físico en los archivos de Cuba – descubrí un file con los dos últimos números de 1883 y los años 1883-1884 de El Museo.  
Fue en El Museo que Casal publicó uno de sus primeros poemas: “Amor en el claustro.”  No tengo ni que decirles a los lectores lo que representa, por tanto, el hallazgo de la revista.  En primer lugar, contamos ahora con la edición original de uno de los poemas casalianos que fue incluido más tarde en la colección Hojas al viento (1890).  En segundo lugar, en El Museo también leemos una breve crónica en la que se menciona la lectura pública del poema. La importancia de esto radica en que, hasta ahora, solo contábamos con las versiones de Casal, José María de Céspedes, Nicolás Azcárate y de Ramón Meza del hecho, versiones de la que podíamos inferir que dicha ocasión había sido la de la primera presentación de Casal en público. Quienes hayan leído el «busto» que Casal le dedicó a José Fornaris en Bustos y Rimas (1893), recordarán la evocación de la velada y de la lectura del poema.  La crónica de El Museo revela, sin embargo, que el hecho no sucedió exactamente como lo narra (y/o lo recuerda) el poeta en 1893. Según me propongo demostrarlo aquí, este desacuerdo no solamente no invalida lo que afirmé al comentar el relato de Casal, sino que, por el contrario, parece confirmarlo.  Pero, antes, considero indispensable – si bien por un ejercicio de nostalgia que ni me esforzaré en disimular – rescatar para la memoria este semanario del que no sabíamos prácticamente nada.
     En el file hallado en internet solo aparecen las dos últimas ediciones de 1882 – 24 y 31 de diciembre, respectivamente – siendo la primera de ellas el número 4 del volumen I. El último número en el file – y del que solo tenemos la primera página – es el del 27 de abril de 1884. Su redactor fue Juan Ignacio de Armas, amigo de José Martí. Luego, a partir del número del 1 de julio de 1883, Bernardo Costales y Sotolongo aparece también como redactor.
     El Museo tenía “ocho páginas de lectura en cuarto mayor,” a dos columnas. Al principio, solo la última columna de la última página estaba dedicada a los anuncios publicitarios (incluido el de la revista misma). Esta escasez de comerciales tiene su punto culminante en la edición del 18 de noviembre de 1883, en la que encontramos un solo anuncio al final: el de «Almacenes del Bazar Parisién» (San Rafael, números 29 y 31). Lo curioso es que la disposición a dos columnas tenía a veces como resultado que el anuncio y el texto literario no solamente no aparecieran visualmente jerarquizados, sino que, en un anticipo ya del estilo modernista, ambos revelaban una especie de «aire de familia» en la concupiscencia de los aderezos del estilo. C. G. Valdés deja los versos de “A Evangelina Zambrana” en «su álbum» - gesto de la época que incribía los versos de ocasión en un objeto traído de la tienda por departamentos. Más aún, junto a los versos que Valdés le dedica a Evangelina – “Astro que a brillar empiezas / En cielo de nubes blancas,” “Mariposa que has dejado / Ayer mismo tu crisálida,” “Lirio de cubano río / cuya margen embalsamas” – el Bazar Parisién anuncia “cintas, flores, y adornos de todas clases, y un gran surtido de perfumería fina.” Tanto el Bazar como la revista misma El Museo, cuyo anuncio también se inserta, ofrecen piezas para álbumes – los preciosos grabados del segundo, por ejemplo.  De este modo, tanto el poema que ofrece El Museo, así como el “surtido de perfumería fina” que anuncia el Bazar, se inscriben, visual y estilísticamente en una misma transacción monetaria: “El precio de suscripción es UN PESO al mes rigurosamente adelantado” (2 de diciembre de 1883) (itálica en el original).
     Desde el 13 de enero de 1884, la publicidad gana más espacio. En este número ocupa, podemos decir, la segunda columna de la página 7 y la página 8 completa, puesto que la segunda columna de esta es también, de cierto modo, un anuncio publicitario. Y no solo porque, como en el ejemplo anterior, la publicidad se despliega cara a cara a lo literario, sino porque en este caso específico, lo literario – el aviso sobre los nuevos redactores que se unen a la revista – sugiere, otra vez, un capital que es, simultáneamente, simbólico y económico. Más aún, la reproducción de ese aviso en las ediciones del 20 de enero y 17 de febrero y en el mismo espacio que en la anterior, confirman su naturaleza comercial. En la de febrero las «Píldoras de Blancard» ocupan un espacio que ningún anuncio había tenido hasta entonces. Así, pues, como ya dijimos, el siguiente aviso a los suscritores forma parte de un mismo circuito de venta que incluye las mencionadas «Píldoras de Blancard», el «Jarabe depurativo del Dr. Gibert», el «Jarabe Collas» para la neurosis, el café «El recreo del Foro», y el estudio fotográfico de N. E. Maceo:         

            “A nuestros suscritores”

     Desde el primer número del presente año se ha enriquecido la Redacción de EL MUSEO, con la colaboración de un crecido número de distinguidos escritores.
D. Rafael Montoro, D. Enrique José Varona, D. Nicolás Azcárate, D. Rafael Fernández de Castro, D. José Varela Zequeira, D. Esteban Borrero Echeverría, D. Saturnino Martínez, D. Luis Victoriano Betancourt, D. Carlos G. Valdés y otros no menos acreditados, honrarán con sus trabajos las columnas de nuestro periódico; sin que los nombres de los señores D. José Fornaris, D. Pablo Hernández, D. Antonio Espinal, y toda la extensa lista de nuestros colaboradores antiguos, deje de aparecer en las columnas que tantas veces han realzado con sus notables producciones.
Contamos además con excelentes trabajos, originales y traducidos, de dos conocidas señoritas de la capital, que con notable éxito cultivan la literatura.
     El Director de EL MUSEO empezará en el presente volumen, y terminará en el transcurso del año, una serie de estudios críticos sobre los principales poetas cubanos, reproduciendo una o dos de las más celebradas composiciones de Heredia, Plácido, Milanés, la Avellaneda, Luaces y Zenea, con comentarios alusivos a sus bellezas y defectos; así como otra serie de trabajos críticos sobre los libros de texto, actualmente en uso en la Universidad, escuelas y colegios.
     Un redactor competente se hará cargo de una sección destinada a dar cuenta del movimiento literario de España y demás naciones, con la extensión posible en nuestras estrechas columnas; y con respecto a Cuba dedicaremos artículos especiales a revistar las obras más importantes que se publiquen, y a emitir juicio imparcial sobre su mérito.
     Las noches de velada en el Nuevo Liceo, publicará EL MUSEO un suplemento especial con el programa oficial y detallado, el reparto de la pieza dramática que se presente, un extracto del argumento de ésta, y la relación de la velada anterior. Dicho suplemento se repartirá gratis a los concurrentes, en el local del Nuevo Liceo, y se llevará a domicilio, también gratis, a los suscritores que lo deséen.
     La ilustrada y beneficiosa Caridad del Cerro, así como todas las sociedades de la Habana; sean de instrucción y recreo, sean científicas o de otro género, serán en nuestras columnas constante objeto de atención.
     Las condiciones de la suscripción serán las mismas que hasta ahora, UN PESO en papel al mes, a pagar adelantado. La fuerte alza de los precios de impresión, conocida de todo el público, no ha hecho otro efecto en nuestra empresa que posponer por algún tiempo el aumento de las columnas que teníamos proyectado.
     Tal es, en resumen, el programa de EL MUSEO para el año que comienza. Solo la política militante y sus candentes controversias, quedan, como hasta aquí, excluidas de nuestras labores periodísticas; solo a la mayor ventaja material e intelectual de nuestros suscritores, dirigiremos, como hasta aquí, nuestros esfuerzos.

     El destaque en negrita de los nombres de los nuevos redactores que se ha agenciado la revista resulta todavía más significativo si se piensa que ninguno de aquellos otros “colaboradores antiguos” que se mencionan a continuación habían sido publicitados con anterioridad, ni hay un solo número en los que aparezcan como redactores de El Museo. Si se les da relevancia ahora es solo porque la publicidad otorgada a los nuevos escritores, así lo exige. Por otra parte, en términos de política de género resulta notable que las “dos conocidas señoritas de la capital” permanezcan innombradas, sobre todo por el contraste que esto ofrece con el privilegio visual concedido a los redactores masculinos.
     Vemos en El Museo el paso del romanticismo al modernismo. La dirección anuncia la publicación de algunas de “las más celebradas composiciones” de los poetas románticos cubanos: la Avellaneda, Heredia, Plácido, Milánes, Luaces y Zenea. A esto hay que agregar la publicación de Sab como folletín, y de otros textos de Fornaris y de los hermanos Sellén, que encontramos en la revista. Al mismo tiempo, la edición del 24 de diciembre de 1882 ya se vanagloria de sorprender “al público, si así podemos decir, con la presentación del número 4 de El Museo exornado con artísticos grabados, impresos con igual esmero y nitidez que el de las más afamadas publicaciones de Europa y Norteamérica.” Luego de agradecer el apoyo al “público habanero,” el redactor expresa, en términos más vagos, su esperanza de que “no desmaye la protección que hasta ahora hemos recibido y de que estamos tan agradecidos.” No se menciona a esos protectores, pero lo que nos interesa enfatizar es el espíritu de ruptura – “EL MUSEO ilustrado no es un mero ensayo, como los que antes de ahora se han hecho incompletamente en esta Isla,” sino una “innovación definitiva” – asociado al carácter artístico de la publicación, a su modernidad y calidad de los grabados que promete al público.
     El Museo tenía como portada un espléndido grabado con el correspondiente artículo según el caso.(1) Los grabados eran muy variados: retratos de escritores y artistas (cubanos y extranjeros), reproducciones de obras de arte, etc. Las secciones incluían: «Vida habanera» (noticias de sociedad, culturales), «Mosaico» (curiosidades), «Teatros», artículos de miscelánea sobre la tecnología y la naturaleza, poemas, folletines, relatos, noticias de deportes. Entre otras informaciones importantes que entresacamos de las páginas del semanario está la de que el Diario de la Marina “ha establecido en sus oficinas el alumbrado de Edison, y ha celebrado un contrato con la Prensa Asociada de New York para publicar exclusivamente en Cuba la mayor parte de los despachos telegráficos que llegan por el cable trasatlántico” (4 de marzo de 1883). En este mismo número que citamos aparece por primera vez la sección «Nuevo Liceo de la Habana». Allí se afirma que la tribuna del Nuevo Liceo “está abierta para los oradores de todos los partidos y procedencias, que quieran honrarla, sin más limitaciones que las que de todos exige la conveniencia, ante un auditorio compuesto en su mayor parte de las más distinguidas damas de nuestra sociedad, y la proscripción absoluta de la política militante” (114) (énfasis nuestro). Según la nota, el Liceo contaba en esos momentos con 1860 socios. El Liceo organizaba bailes y tenía veladas a las que concurrían oradores, científicos y poetas, y contaba con una Sección de Música y con otra de Recreo y Declamación. El presidente del Liceo era Nicolás Azcárate.
     En el número del 18 de marzo de 1883, El Museo informa que poco más de doscientos socios del Nuevo Liceo se han dado de baja, pero que era una cantidad menos de la esperada. “[L]a cuestión económica,” se expresa, “puede darse por resuelta.” En esos momentos el número de socios ya había descendido a 1675. Dados los “inconvenientes” del local, se reportan planes para la instalación de un Liceo “que ha de contar con más de mil quinientos socios, que ha de tener salones de lectura y de conversación especiales para las señoras, además de los destinados a los socios, para iguales fines, y para juegos; que ha de tener espacio para gabinete de física, laboratorio de química y museos; y salones ricamente decorados para bailes y otras fiestas; y teatro y anfiteatro para espectáculos y conferencias.” Este mapa de la institución – o de su proyección – permite constatar la segregación del espacio público según el género, así como también – lo cual fue característico de las revistas modernistas – la inclusión de la ciencia y la tecnología junto al arte, el espectáculo, los deportes (y la política, habría que agregar, aún, y quizá sobre todo, en cualquier intento por excluirla).
     El 25 de marzo de 1883 El Museo dedica el grabado de su portada a Nicolás Azcárate, “Presidente hoy del Nuevo Liceo de la Habana.” Azcárate, que había nacido en 1828, tenía entonces 55 años. El artículo biográfico que acompaña al grabado nos dice que en 1850 Azcárate viajó a España, donde se graduó de Derecho. Domingo del Monte, su amigo íntimo, murió en sus brazos habiéndole nombrado “uno de sus albaceas y legándole sus manuscritos.” Luego de viajar por Europa, Azcárate regresó a Cuba, “abriendo su bufete con gran fortuna, como que fue abogado de las causas criminales más célebres de aquella época, y de pleitos civiles de gran importancia, a cuyo término, por ventajosas transacciones, ha contribuido siempre” […]. Llegó a ser Consejal del Ayuntamiento de La Habana “en las primeras elecciones populares que se hicieron en Cuba,” y ejerció el cargo de Síndico defensor de esclavos, además de fundar, en 1861, el Liceo de Guanabacoa. En 1865, “reunía en su casa de Guanabacoa, todos los jueves, a cuantos en la Habana cultivaban las letras o la música, sin distinciones de partido ni de procedencia.” Lo que allí se leyó quedó recogido en dos volúmenes titulados Noches literarias, y que fueron costeados por el propio Azcárate. “Reformista convencido, según ha dicho Piñeyro,” embarcó hacia la península en 1866 con toda su familia “para hacer la propaganda de sus ideas.” En 1868 fundó La Voz del Siglo, pero lo suspendió al estallar la guerra en Cuba. En 1870 aceptó “una Comisión secreta del gobierno de [Juan] Prim, que buscaba a la guerra un término,” pero al morir el Marqués de los Castillejos “faltó la base de toda posible inteligencia, y Azcárate regresó a Madrid.” Azcárate regresó a La Habana en 1875, pero obligado a exiliarse se marchó a México, donde permaneció hasta 1878. “Nombrado Presidente de la Sección de Literatura del Liceo de Guanabacoa, organizó en esa sociedad una serie de espléndidas veladas, en que tomaron parte los Sres. Martí, Mestre, Cortina, Varona, Giberga, Leal, Suzarte (D. J. Quintin y D. Florencio), León, el malogrado Dorcbecker y otros muchos.” También se nos dice que en 1859, Azcárate rechazó “por escrito” la orden Cruz de Caballero Carlos III, e hizo lo mismo veinte años más tarde con los “honores de Jefe Superior de Administración que se le concedieron, libres de gastos,” por considerar “entonces como ahora, que semejantes distinciones no eran compatibles con sus ideas democráticas” (énfasis nuestro).
     En su edición del 3 de junio de 1883, El Museo informa que “[l]as conversaciones literarias en la morada del Dr. José M. Céspedes han empezado con lucimiento,” agregando que allí se leyeron composiciones de [Diego Vicente] Tejera “y de la señorita Matamoros” (215).
     El 1ro de julio de 1883 el semanario dedica el grabado de su portada a Félix Varela. Este número permite entrever los escabrosos movimientos políticos de la prensa habanera en los años que siguieron a la firma del Zanjón. El artículo que presenta a Varela apenas alude a sus ideas independentistas, limitándose a expresar que “los acontecimientos políticos de 1823 lo arrojaron a los Estados Unidos con sus compañeros Gener y Santos Suárez.” Se mencionan El Habanero y “sus interesantes” Cartas a Elpidio. Varela figura entre “los grandes hombres que por su talento y sus virtudes se han hecho acreedores a la estimación pública,” y es llamado “el maestro de los maestros, el que formó aquella pléyade de ilustres varones, entre los que descollaban Escobedo, Saco, Govantes, Del-Monte y D. José de la Luz.” Curiosamente, mientras se evita aludir directamente al ideario político de Varela, la semblanza nos obsequia una minuciosa descripción física, y por cierto poco o nada halagüeña: “Era de estatura mediana, delgado, de color trigueño, lampiño, de frente ancha, y enteramente miope” (2) (énfasis nuestro). La presentación de Varela, por cierto, aparece firmada por B. C. y S., es decir, por Bernardo Costales y Sotolongo quien, se anuncia en un suelto, se incorpora a la revista en calidad de redactor a partir de este número. Al doblar la página, lo primero que leemos es una columna titulada “Ataques contra El Liceo,” y no aparece firmada. Como veremos enseguida, tantos los «ataques» contra El Liceo, como la defensa de este en las páginas de El Museo, reflejan la tensión política, un estado de guerra – aún cuando ya había concluido la Guerra de los Diez Años – que en la ciudad solo podía tener lugar en el espacio simbólico que proveían la prensa y los espectáculos públicos.
     Según el columnista anónimo, “El Sportman Habanero y La voz de Cuba, obedeciendo a las exageraciones de criterios opuestos,” atacaron injustamente a la mencionada sociedad habanera. El primero de ellos censuró al Nuevo Liceo por no haber dedicado una velada que homenajeara – en ocasión de conmemorarse el 21 aniversario de su muerte – a Luz y Caballero, mientras que, por el contrario, intervino a los pocos días “en la celebración de una corrida de toros.” El Museo pregunta, astutamente, que qué tiene que ver una cosa con la otra: “¿A qué viene, pues, dar a entender que se dejó de conmemorar la muerte de D. José de la Luz, para dar como en cambio una función de toros?” El énfasis dado en la pregunta al trueque mismo sugiere que sí existe una relación, que, en efecto, era imposible no leer en un ambiente políticamente cargado como el de Cuba en aquellos años la corrida de toros (símbolo de la dominación colonial española) en relación con la ausencia del debido homenaje al patriota independentista. Debe notarse que en definitivas se trataba de un aniversario más, y que la no celebración de la velada no habría tenido una significación especial si otras no hubiesen sido las circunstancias. Pero lo eran. El Museo defiende al Nuevo Liceo apelando nada menos que a la profesionalización y autonomía de la literatura. Se trata de que De la Luz “fue sin duda un sabio, y aunque escribía el castellano con ejemplar pureza, no era, sin embargo, un literato de profesión. Era mucho más, en una esfera esencialmente distinta del cultivo de las bellas letras; era un filósofo, un educador de la juventud” (énfasis en el original). Puesto que el Nuevo Liceo era una “sociedad de literatura y recreo” y no una “sociedad relacionada con el magisterio,” no ha incurrido en una falta realmente censurable.
     Tenemos que decir que una sociedad presidida por Azcárate no podía ser apolítica, a pesar de – o quizá precisamente por – las insistencias de El Museo. Pienso que lo que está en juego en la defensa del Nuevo Liceo es la imperiosa necesidad de desechar cualquier sospecha de disidencia política, y al emprender la defensa de aquel, El Museo parece estar empeñado más bien en ofrecer otra señal inequívoca de su propio apoliticismo, tan insistentemente pregonado en sus páginas. Es por esto que aprovecha la oportunidad para intentar la despolitización de José de la Luz y Caballero, y de quien dice que “ha llegado a dársele, por el esfuerzo combinado de dos intransigencias opuestas, una significación, no solo errada, sino incompatible con su carácter, su profesión y sus tendencias.” Fue él, nos dice El Museo, “hombre pacífico, enteramente dedicado al estudio y a la enseñanza” y “ajeno por completo a las candentes y peligrosas luchas de la política militante” (énfasis nuestro). Aquí hay que decir que luego de leerse varios números del semanario se entiende que para este política militante significa simplemente política. Lo que se busca es desmarcar al cubano del ideario independentista, refutar cualquier intento de verlo “como un cabecilla, en fin, de la insurrección.” Porque es esta asociación y no otra la que no salvaría “de un peligro inminente la existencia del Liceo, cuya marcha se ha distinguido hasta ahora por su cordura y seguridad” (énfasis nuestro). El elogio y defensa del Nuevo Liceo parece tiene como trasfondo el miedo a las represalias del poder colonial.
     Llamo la atención sobre el hecho de la significativa diferencia de espacio que dedica El Museo a refutar la crítica, o los “ataques” de El Sportman Habanero y de La voz de Cuba. A este último le dedica un mínimo espacio en comparación con el primero. La crítica de La voz de Cuba al Nuevo Liceo consiste en su pregunta de que “qué tiene que ver la Beneficencia con el Nuevo Liceo,” puesto que la corrida fue un espectáculo organizado por ambas instituciones para su mutuo beneficio. Al parecer, las objeciones planteadas por La voz de Cuba respondían al deseo de no ver mezclarse a una sociedad artística y cultural con el espectáculo de la sangre. Al menos es lo que se deduce del comentario de El Museo: la corrida de toros, “entretenimiento que cualquiera que sea el juicio que de él se forme, se aprovecha en casi todas partes donde existe, para el sostenimiento de sociedades benéficas.” Aún así, el rechazo de este tipo de espectáculo, insisto, particularmente en la Cuba colonial, tenía que tomar una connotación política, aún si estaba realmente articulada por convicciones éticas y no por ideas políticas. La posibilidad del en cambio no podía sino estar siempre presente. La conclusión, entonces, es: “El Nuevo Liceo no es ni puede ser una sociedad política, ni propagadora de reformas sociales. No está, bajo ningún concepto, en la obligación de conmemorar aniversarios mortuorios, ni de hacer la guerra a las corridas de toros.” Como puede verse, tanto lo uno como lo otro, gravitaban inevitablemente hacia el escenario de la política militante. Lo curioso es que El Museo no parece registrar meramente la posición del Nuevo Liceo ante estos debates, sino decretarla. Simultáneamente, la portada con el bello grabado de Félix Varela sugiere – independientemente de la insistencia del semanario por desmarcarse de la política militante – una ambigua posición respecto de la misma. Además, es precisamente en esta edición que El Museo comienza a publicar en forma de folletin la novela Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Presentada como «Joya Literaria», se expresa que se trata de una “interesantísima novela, casi inédita,” puesto que era “desconocida para la generalidad de los lectores.” La novela, leemos en la nota de presentación, tuvo una limitada edición en 1841, y aún esta “fue en su mayor parte secuestrada por los mismos parientes de la autora, a causa de las ideas abolicionistas que encierra.” Por razón similar, “fue excluida de la edición de las obras completas de la Avellaneda, a que de seguro se le habría negado la entrada en esta isla, si hubiera figurado Sab en ella” (énfasis nuestro). La alusión directa a la censura colonial de la novela, la inclusión del retrato de Varela en la portada y el exorcismo, a cada paso, de lo político – o de la política militante – parecen contradecirse mutuamente.
     Para que se tenga una idea de con qué cuidado hay que ir en estos casos, baste decir que hay más de una razón para dudar del supuesto apoliticismo de El Museo. Tal apoliticismo parece más bien un gesto de precaución. Así, en la siguiente edición – 8 de julio – su columna editorial “El odio a la ilustración” (sin firma), comienza en los siguientes términos: “No puede EL MUSEO seguir a La Voz de Cuba al peligroso terreno a que este lo provoca. No entra en su programa ocuparse de discusiones políticas, ni es ya tan inocente para que muerda un cebo tan grosero, cayendo en los dominios del Fiscal de imprenta, lo que haría el caldo gordo, como vulgarmente se dice, al diario inquisitorial” (énfasis nuestro). Estas líneas dejan entrever que tras estos reclamos estaba el miedo. El comentario de que si Luz y Caballero “era un sabio o un hombre ‘vulgarísimo’, no es por cierto la redacción de La voz de Cuba quien puede decidirlo,” mas “en cuanto a la acusación maligna de laborante, es deber nuestro repetir esta y cuantas veces sean necesarias, que D. José de la Luz jamás se inmiscuyó en los acontecimientos políticos” (10). Las expresiones “vulgarísmo” y laborante – la primera entre comillas y ambas en itálicas – podrían reproducir los calificativos que La voz de Cuba le habría dirigido al pensador cubano. La sospecha crece si recordamos lo que expresó Raimundo Cabrera sobre La voz de Cuba en su Cuba y los cubanos. Luego de afirmar que “[d]urante el funesto gobierno del general Prendergast (en 1882) se sucedieron con espantosa frecuencia los fusilamientos de presos que intentaban fugarse, ejecutados por la fuerza que los conducía,” hechos que eran denunciados por la «prensa liberal» (El Triunfo, El País, La Lucha, La Tarde, El Popular, entre otros), Cabrera contrasta esto último con la posición de “El Diario de la Marina y sus análogos, especialmente La voz de Cuba,” periódicos que, continúa, “les han prestado su sanción [a las ejecuciones por intento de fuga], atenuándol[a]s y muchas veces justificándol[a]s.” Asimismo agrega – y esto es de especial importancia para lo que analizamos aquí – que:

En mayo de 1882 La voz de Cuba, para tratar la cuestión y refutar las justificadas censuras de los periódicos avanzados, traía a colación hasta la nacionalidad y el separatismo; llegó al extremo de prohijar unas correspondencias de Alquízar, tan sanguinarias como disparatadas, en las que su autor, a título de hombre de bien, pedía la aplicación de la pena de muerte para todos los delitos, y aplicada no por los Tribunales, sino por la Policía, cuyo alto criterio, civismo y desinterés, le parecían más eficaces que las leyes (Cabrera, 216).(2)

     El hecho mencionado por Cabrera ocurrió, como puede verse, en el mismo año en que empezó a publicarse El Museo. El carácter pro-colonial atribuido a La voz de Cuba,(3) así como la sugerencia de que este periódico usó la política como arma para justificar y de paso apoyar – directa o indirectamente – la represión extrema por parte del gobierno de “todos los delitos,” son suficientes para explicar, en mi opinión, la ansiedad de la redacción de El Museo, su creciente preocupación – y su adevertencia al Nuevo Liceo – por el peligro de dejarse arrastrar a un debate político en el que hubiera necesariamente que tomar una posición a favor del régimen colonial o del laborantismo. Esto a su vez implica la necesidad de matizar la llamada libertad de prensa y levantamiento de la censura que habrían seguido a la firma del Zanjón. No puede negarse que la creación de los nuevos partidos políticos, y de periódicos de la más diversa orientación política, así como de libros que abiertamente propugnaron el nacionalismo cubano, apuntan – y en verdad reflejan – el relajamiento de la censura y una indudable apertura política. Pero aún si casos como el de El Museo fueron solo excepciones – o pudieran interpretarse como residuos dejados por el clima de la guerra – esto no significa que no nos obliguen a reconsiderar más cuidadosamente, insisto, el clima político de esos años. Después de todo, como expresa Ambrosio Fornet,

al suprimirse la censura se hizo evidente que en los liceos y ateneos, en los círculos gremiales y políticos se agudizaba la lucha ideológica con el resurgimiento del separatismo, que paradójicamente encontraba su caldo de cultivo en la propaganda autonomista. En efecto, obligados a hacer la crítica del régimen colonial para preservar la colonia, a exigir libertades políticas para impedir la revolución social, los autonomistas contribuían a crear internamente el clima propicio para la agitación revolucionaria (151).(4)

     Y en lo tocante a El Museo, sus reclamos de apoliticismo se vuelven todavía más sospechosos si recordamos la amistad de su redactor, Juan Ignacio de Armas, con José Martí.(5)

José Martí en El Museo

     La primera alusión a Martí la encontramos en la edición del 15 de julio de 1883 en la crónica “Deliciosa noche.” Aunque no aparece firmada, podría haber sido escrita por el redactor del semanario. “Lo fue para nosotros,” comienza el cronista, “la noche en que tuvimos el gusto de conocer al ilustre mejicano Sr. D. José Peón y Contreras, en la morada de nuestro amigo Azcárate, donde se hospedó por breves horas a su rápido paso por la Habana, el poeta lírico muchas veces laureado.” Azcárate envió invitaciones para que conocieran al escritor mejicano a Mendive – “a quien ha dedicado Peón una de sus mejores producciones líricas” –, José Fornaris, Diego Vicente Tejera, y otros, “si bien lo tempestuoso de la tarde impidió que llegaran algunos y que acudiesen todos a la cita.” El cronista afirma que a Peón lo ligaba una amistad con Azcárate, “nacida y cultivada durante el destierro de este.” Azcárate, por su parte, refirió que Peón había ganado un certamen literario auspiciado por el Casino Español de México para premiar a “la mejor Oda que se escribiese en loor de Hernán Cortés.” Azcárate “nos refirió asimismo la ovación que le tributaron [a Peón] los escritores mejicanos y extranjeros, por el éxito de su drama «La hija del Rey»; ovación en que cupo parte a nuestros compatriotas Azcárate y Martí; y llevó la palabra a nombre de todos los directores el periodista español Sr. de la Portilla, que le entregó una pluma de oro […]” (22). Como puede verse, el afecto común que comparten Juan Ignacio de Armas, José Peón y Contreras, y Nicolás Azcárate, no es otro que Martí. Y no está demás tomar nota de esa oda a Cortés, firmada por “el eminente médico alienista, que escribiendo tantos y tan buenos versos, tenía en Méjico una numerosa clientela, dirigía el asilo de enajenados y cumplía sus deberes de Senador por el estado de Yucatán” (22).(6)
     La segunda alusión a Martí la encontramos en la sección “Vida habanera” correspondiente a la edición del 5 de agosto de 1883:

     Ha obsequiado al Sr. Armas, con un lujoso ejemplar del interesante Poema del Niágara, su autor, el inspirado vate venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde. El tomo que contiene el poema del Sr. Pérez Bonalde, está esmeradamente impreso en Nueva York; y dividido el poema en nueve cantos, cada uno de estos está elegantemente ilustrado. Precede a la obra un extenso y bien meditado prólogo de nuestro querido amigo y compañero D. José Martí.
Después de la oda de Heredia, no creíamos que hubiera poeta capaz de producir nada nuevo ni interesante sobre el Niágara. El Sr. Pérez Bonalde nos ha sorprendido, presentándonos en su obra cantos admirables que compiten con los de nuestro egregio bardo.
     Bien merece el autor del Poema del Niágara el elogio que hace del mismo el Sr. Martí (47) (énfasis mío).

     No hay que descartar la posibilidad de que tanto la visita de Peón Contreras a La Habana – y en tránsito hacia Nueva York – como la de Pérez Bonalde, procedente de esta última ciudad, tuvieran alguna relación con las actividades revolucionarias de Martí en los Estados Unidos. Por lo menos, resulta difícil pensar que el redactor de El Museo no tuviera alguna noticia de esas actividades, por lo que la expresión pública de cariño hacia su compañero Martí nos obliga, otra vez, a ser cautelosos al sopesar el supuesto apoliticismo del primero.
     Un curioso ejemplo de las acrobacias políticas de la élite letrada criolla lo encontramos en la edición de El Museo del 12 de agosto de 1883. Allí leemos la crónica de la deslumbrante puesta en escena de La Sonámbula, de Bellini, que había tenido lugar dos días antes en el Nuevo Liceo, y que el semanario llamó el “acontecimiento social y artístico más importante ocurrido en La Habana de treinta años a esta parte.” Al evento asistió el recién nombrado Capitán General Tomás de Reyna. Dejemos atrás el incidente del coche que arroyó a Azcárate a la entrada misma del teatro, y el de la señora que dejó caer un abanico que “fue a dar casualmente al interior de un bombillo de gas,” con lo que estuvo a punto de ocurrir una catástrofe que “hubiera marcado como luctuosa la fecha de aquel día” (énfasis míos). Por cierto que a propósito de esta función escuchamos mencionar por primera vez el nombre de la legendaria María Cay, quien interpretó el papel de Lisa en la ópera y a la que se menciona como distinguidísima aficionada (50-51). Pues bien, El Museo reproduce el mensaje de saludo del Nuevo Liceo al mismísimo Capitán General. Leído por el propio Azcárate, el mensaje expresa que el Nuevo Liceo “no es una institución política, ni erige cátedra para propagar determinados principios, sistemas o creencias; sino que, por el contrario, ofrece campo abierto a todas las creencias, a todos los sistemas y a todos los principios.” El Nuevo Liceo, que “convida a sus certámenes a los artistas y hombres de letras de todas partes,” no les pregunta “de dónde vienen, ni a qué partido sirven,” puesto que “aspira únicamente a levantar una tribuna libre, tan libre, si no tan brillante, ni de tan majestuosa resonancia, como la del Ateneo de Madrid” (54). Puede verse lo ambiguo de estas declaraciones. Por un lado, el Nuevo Liceo no es una institución política, y al parecer solo acoge a artistas y hombres de letras. Por el otro, no les pregunta a esos mismos artistas y hombres de letras de dónde vienen, ni a qué partido sirven. Agréguese el énfasis en ese deseo de tribuna libre que – dados los tiempos que corrían, y en una situación colonial como la de Cuba – podían evocar sentimientos de independencia. Sobre todo porque, como puede verse, al presidente del Nuevo Liceo no parecía importarle mucho la brillantez y la majestuosa resonancia de la tribuna del Ateneo madrileño, y sí su libertad. Y como remate de lo que comentamos, véase lo que se expresa en “Vida habanera” en la edición de El Museo del 30 de eptiembre de 1883 – y cuya portada obsequia un bello grabado de Ignacio Cervantes – sobre el susodicho Capitán General, y quien apenas tuvo tiempo de sentarse en su puesto: “Nada tenemos que agradecerle en particular, ni entra en nuestras costumbres quemar incienso a las autoridades” (112). En cambio, al reportar la muerte del Dr. D. Andrés Arango y Lamar el 14 de octubre de 1883 en “Vida habanera” la redacción expresa que se trata de una pérdida sensible para la familia, la Patria – con mayúsculas – y para la Humanidad. La crónica consigna que impulsado “por el sentimiento que a principios de la revolución de Yara, embargaba a un número de cubanos,” Arango “fue de los que intentaron venir del extranjero en una arriesgada expedición, la segunda de la goleta Galvanic, cuyo fracaso puso en peligro la vida de los que en ella venían.” Habiéndosele ofrecido el indulto por las “influencias de la familia,” prefirió “cumplir con sus amigos, los siete años que tenía señalados” (131). Aunque el sentimiento independentista se relega a cosa del pasado – embargaba – se aprovecha la ocasión para exaltar el patriotismo y la integridad de Arango.
     Encontramos otra alusión a Martí en el número correspondiente al 7 de octubre de 1883, y donde en “Notas literarias” se informa de dos libros recibidos de Nueva York: Cecilia Valdés, de Villaverde, y “Cuentos de hoy y mañana, cuadros políticos y sociales por Rafael C. Palomino, con un prólogo de José Martí” (124)

El Museo: un semanario proto-modernista

     Dijimos al principio que en El Museo podemos ver el tránsito del romanticismo al modernismo. El énfasis del semanario en «lo artístico» de sus grabados, en su modernidad; el interés en lo novedoso, la fusión de la alta cultura con la cultura de masas (el circo, los bailes, los deportes, la publicidad), el artículo científico, la tecnología, así como el interés que comenzamos a notar en lo extraño, en el sensacionalismo, y el hecho de asistir a los comienzos mismos de la actividad literaria de Casal en esta revista, le confieren a la misma un interés particular en lo que respecta al rastreo de los orígenes de la estética modernista.
     Lo mismo se reseñan los triunfos “ruidosos y legítimos” que “recoge la compañía italiana de la Tessero” durante las representaciones de Dora, el “gran drama social de Sardon,” que las funciones del teatro Jané que continúa “atrayendo multitudes, que siempre se retiran satisfechas de la variedad y mérito de los espectáculos,” sobre todos los jueves, cuando “no se cabe en el circo.” Todo esto cabe en la “Vida habanera” donde entran además, por supuesto, las veladas en el Liceo (31). A un artículo sobre el cometa de 1882, le sigue una breve exposición sobre la divisibilidad de la materia, y a esta un bello grabado de la Catedral de Strasburgo acompañado de un texto histórico-descriptivo de la misma. De su reloj se dice que “tiene fama universal y es positivamente uno de los más curiosos y de mayor mérito en el mundo. El primitivo reloj lo construyó en 1352 un artista desconocido a quien dicen sacaron los ojos para que no hiciese otro igual” (36). La descripción del reloj busca excitar la imaginación del lector, y mientras asocia explícitamente la violencia con la ceguera, ofrece la imagen de la fachada de la catedral oponiendo esta al deseo de ver del lector. Pero, tan pronto como el decepcionado lector pasa la página aparece ante sus ojos el corte transversal del reloj y, por tanto, la “revelación” del secreto de su maquinaria. De esta manera, en el objeto museable, coleccionable – el grabado de la revista – se anudan el nuevo interés en la máquina con «lo artístico». Y todo esto hecho posible por la pérdida del aura – siguiendo a Benjamin – del arte en la era de la reproducción mecánica, lo cual viene a emblematizar el grabado mismo.
     En la revista comienzan a aparecer también los sucesos – suicidios, crímenes, la droga – como noticias y como temas literarios. Véase, por ejemplo, “La catástrofe del Payret” (18 de marzo de 1883), “La guillotina,” de Alejandro Dumas (22 de abril de 1883), “El tiro,” de José A. Quintero (6 de mayo de 1883), “Una ejecución en la isla de Malta” (6 de mayo de 1883), “El suicida,” de José A. Carcaño (20 de mayo de 1883), “La embriaguez de Casis” (21 de octubre de 1883), “Historia de un suicidio,” de Rafael María Balart (24 de febrero de 1884). El 13 de enero de 1884 El Museo reproduce una crónica de La Aurora, de Matanzas, sobre un supuesto caso de antropofagia. Según se refiere, un asiático “tenía recogido en su casa a un niño blanco de nueve años de edad,” el cual se dedicaba a hacer cigarros de las colillas que recogía en la calle. El día del suceso el niño hacía su trabajo cuando el asiático se arrojó sobre él y le dio cuatro puñaladas que al parecer lo dejaron sin vida. Creyéndolo muerto, el asiático “empezó a lamerle las heridas y chuparle la sangre que salía en abundancia,” tras lo cual lo envolvió en una frazada y lo encerró en la habitación. El niño volvió en sí, salió a la calle, pidió socorro. Luego de aplicarle las primeras curas, “dos facultativos” declararon “que su estado era grave.” La crónica se pasa de truculenta, y en su exageración resulta increíble. A esto hay que agregar que, más que un caso de antropofagia, lo que se reporta aquí es uno de vampirismo. Parece reflejar más el fantaseo de la imaginación que el reporte de un hecho real.
     En El Museo encontramos también referencias a una revista muy joven, de apenas unos meses de existencia, y que llegará a ser el estandarte del modernismo cubano: La Habana Elegante. Junto a los reportes sobre los juegos de baseball, las partidas de ajedrez, los torneos de esgrima, un soneto a la electricidad, el relato del suicidio del poeta mexicano Acuña, o el regodeo en la descripción de los vestidos de las mujeres del coro de La sonámbula (María Cay incluida), asistimos también a la presentación pública de Nieves Xenes y de Julián del Casal en la tertulia en casa de José María de Céspedes y en el Nuevo Liceo, respectivamente. El modernismo nos hace sus primeras señas desde El Museo que, antes de desaparecer, nos obsequia momentos únicos de la cultura finisecular habanera. En su edición del 15 de marzo de 1884, al mismo tiempo que nos entrega la viñeta de un “kiosko chino” de indudable sabor modernista, abre un círculo mágico en el salón de baile de la sociedad de La Caridad del Cerro, para que veamos “a nuestro amigo Fornaris bailar más de un danzón; por cierto que lo hacía tan bien, que llamaba la atención de todos. ¡Buen secreto nos guardaba nuestro querido poeta!” (86).
     Pero dejamos este instante sabroso – por lo inesperado – y regresaemos a las tertulias en casa de Céspedes y a las actividades del Nuevo Liceo.

Julián del Casal en El Museo

     Hasta ahora, los únicos testimonios sobre la presentación pública de Casal que teníamos eran los de José María de Céspedes, Nicolás Azcárate, Ramón Meza y del propio Casal.
     Meza afirma recordar “bien” la presentación de Casal “en el escenario vasto del Nuevo Liceo,” y en el que apareció

tímido, con la mirada de sus ojos grandes, verdes, inquieta, como si desde allí interrogara su porvenir, al lado de la venerable figura del culto literario don Nicolás Azcárate, cuya corbata blanca y redondo y redondo cuello corto lucían, a guisa de cola, bajo su cabellera gris ensortijada, dándole aspecto de cumplido caballero de la corte de un Luis o de un Carlos del siglo XII, cabellera gris que contrastaba con la castaño claro, lacia, del poeta, y su barba fina, incipiente, de color de oro.              

Y agrega más adelante: “Llevando del brazo, casi a rastras, al joven desconocido, avanzó por el escenario y recitó la poesía Amor en el claustro” (Meza, 221).
     Como sucede a través de todo el ensayo que le dedica a Casal, lo verdaderamente asombroso es esa memoria que recuerda cada detalle, y más asombroso aún por el hecho de que Meza escribe muchos años después del suceso. En efecto, su ensayo se publicó por primera vez en 1910 en la Revista de la Facultad de Letras y Ciencias de la Universidad de La Habana. No sorprende la fijación – tan común en casi todos los que le conocieron – en la mirada verde de Casal, pero sí el detalle de la corbata de Azcárate, por ejemplo. Algo que llama la atención – y que no menciono en mi libro sobre Casal al referirme a ese episodio – es que, según el testimonio de Meza es Azcárate, y no Casal, quien lee el poema. La timidez de Casal es enfatizada a través de la imagen de Azcárate llevándolo “casi a rastras” hasta el escenario. En cuanto a este último, y en carta a Enrique Hernández Miyares, publicada en la edición-homenaje a Casal con motivo de su muerte por la La Habana Elegante el 29 de octubre de 1893, expresa: “Por eso, desde que sentí poeta a Julián del Casal, y lo presentí diamante, tuve a gloria como usted me recuerda, ser el primero que lo presentase en público” (10). No solo corrobora esto lo dicho por Meza, sino que además, el como usted me recuerda nos dice que Hernández Miyares también tenía ese recuerdo.
     La versión de Casal, sin embargo, difiere de las de Meza, Azcárate y, al parecer, de la su amigo más íntimo: Enrique Hernández Miyares. Esto es lo que nos refiere el poeta: “Hasta hace algunos años, se celebraban semanalmente, en el salón del Dr. José Ma. de Céspedes, unas veladas íntimas de carácter literario, a las que acudían muchos amantes de las letras cubanas.” Agrega, entonces: “Atraído por el éxito de las veladas, me presenté una noche en aquella casa, con objeto de leer un pequeño poema que acababa de escribir.” El poema no era otro que Amor en el claustro, en el que, expresa el poeta, él había intentado hacer “dos cuadros poéticos, uno en el estilo del Perugino y otro en el estilo de Rembrandt.” Al considerar que “[b]ajo los tintes místicos del primero había tanto sensualismo oculto,” dice que se decidió “a esconderlo” y solo presentó “el segundo, pues ambos podían mostrarse aislados” (Bustos, 105 – 107). Casal incluyó ese poema en su primer libro, Hojas al viento, con una dedicatoria para Céspedes.
     Ahora bien, a pesar de los diferentes espacios – el Nuevo Liceo y las tertulias de Céspedes – a que aluden estos testimonios, debe notarse que la ambigüedad con que Casal mismo presenta la lectura como tal del poema – “presenté” – no nos permite, hasta aquí, saber si realmente Casal leyó el poema él mismo, o si, habiéndolo meramente presentado, lo leyó Azcárate, o en todo caso Céspedes.
     Todas estas contradicciones y dudas parecen desaparecer tras lo que encontramos en El Museo.
     El 4 de marzo de 1883 El Museo informa a sus lectores, y “con la más viva satisfacción,” que el establecimiento del “nuevo instituto” en que tendría su sede el Nuevo Liceo, “no ha de hacerse esperar tanto tiempo como al principio temíamos” (114). A partir del 11 de marzo – y bajo el título de “La última velada,” o el de “Nuevo Liceo de la Habana”(7) – comenzarán a aparecer las crónicas sobre las actividades del Nuevo Liceo, presidido por Nicolás Azcárate. No es hasta el 20 de mayo de ese mismo año que se mencionan las veladas en casa de Céspedes. En esa edición, al final de la columna “Vida habanera,” el gacetillero «Juvencio» expresa:

     A última hora se me participa que desde el actual Domingo, empieza una serie de reuniones literarias en la morada de un amigo mío muy ilustrado y conocido: el Lcdo. D. José María de Céspedes, profesor de la Universidad.
     Deben ser cosa muy buena esas reuniones, dada la comptencia literaria del Sr. Céspedes, y el crecido número de amigos que sabe apreciar sus dotes.
      Falta hacía el anunciado solaz en desagravio de las letras (200) (énfasis mío).

     El empieza nos permite, pues, confirmar que las tertulias de Céspedes no habían sido mencionadas en El Museo simplemente porque no estaban teniendo lugar. El 3 de junio de 1883 la revista informa que aquéllas “han empezado con lucimiento,” añadiendo que se habían leído “composiciones de Tejera y de la señorita Matamoros” (215). Puede verse, otra vez, que el “[s]e han leído composiciones de” resulta ambiguo, puesto que no nos queda claro si estas composiciones fueron o no leídas por sus autores.  En general, El Museo reportaba preferente y más extensamente las actividades del Nuevo Liceo, pero en su edición del 8 de julio encontramos una “Crónica literaria” que, aunque muestra la misma disparidad, si ofrece detalles interesantes respecto a cómo eran las veladas en casa de Céspedes:

     Las reuniones literarias que con el carácter de conversaciones vienen verificándose los martes por la noche en la morada del ilustrado Dr. José María Céspedes, se ven cada vez más concurridas y animadas. Allí pueden concurrir todos los jóvenes principiantes sin temor alguno, porque las observaciones, los consejos y aún las críticas de los concurrentes, se hacen de una manera que lejos de causar la menor impresión de desagrado, convencen deleitando. Cuando las discusiones razonada y la censura justa, y sin exagerado amor propio se atiende a las lecciones de los que más saben, tienen tal importancia esos torneos de la inteligencia y tan provechosa es su influencia, que no deben pasar inadvertidos para los que de veras aman las letras y se interesan por la cultura intelectual del país.

     El cronista comenta que “[l]legamos precisamente cuando terminaba Fornaris de recitar sus lindísimos versos La luna en la madrugada, que no admitió objeción de ninguna clase.” Como podemos apreciar, los autores sí leían sus poemas, y no solo, por cierto, los poetas que, como Fornaris, habían alcanzado tal reputación que sus composiciones no admitían objeción alguna. Así, se menciona la presentación esa noche del joven Enrique del Monte, quien “fue invitado para que diera a conocer su soneto El Beso, y accediendo a los deseos manifestados, así lo hizo.” No resulta imposible pensar que un juvenil Casal – a punto de cumplir los veinte años – leyera esta crónica en El Museo y hubiera sentido la tentación de presentarse en esas tertulias. Pero, al mismo tiempo, las explícitas referencias a las críticas y a la censura dirigidas particularmente a los “principiantes,” pudieron ser motivo de una anticipada inquietud. Y más si, según es posible inferir de algunos de los comentarios sobre estas tertulias que leemos en El Museo, en estas se escudriñaban con particular celo aquellas composiciones que los que más sabían consideraran de dudosa moralidad.
     Un ejemplo de lo que decimos lo encontramos en la crónica que leemos en El Museo del 22 de julio de 1883. En esta se comenta la tertulia del martes 17 de ese mismo mes, y en la que el Sr. Espinosa “leyó una poesía original titulada La mujer.” El autor repitió la lectura, y la composición “fue sometida […] a un severísimo análisis por parte de los Sres. Céspedes, Azcárate, Fornaris, Ferraz, Canto y Nores y González Mesa, conveniendo todos, aparte de las observaciones a que dócilmente atendió el Sr. Espinosa, que abundan en la composición citada buenos rasgos poéticos y conceptos morales” (32) (énfasis míos).(8) El aire de mojigatería moral y pedantez letrada resulta casi irrespirable.(9) La docilidad que se esperaba del examinado explica, por un lado, la timidez de Casal, y por el otro, nos ayuda a intuir mejor lo provinciano del ambiente intelectual y literario en que tuvo que vérselas. Que Casal no se haya doblegado a esas exigencias es, probablemente, una de las más altas muestras de heroísmo poético que la cultura cubana haya dado nunca. Y si lo mencionamos ahora es porque él estuvo presente en esa temible sesión. En efecto, al mencionar a quienes estuvieron presentes en la tertulia, el cronista expresa que allí se encontraban “los Sres. Azcárate (padre e hijo), Ferraz, Fornaris, Espinosa de los Monteros, Canto y Nores, Martínez Arredondo, Del Monte, Matamoros, González Mesa, Imbernó, Casal y Martin Lamy” (32). No obstante, ¿fue o no en una de las tertulias de Céspedes – como afirma Casal – que tuvo lugar la casi presentación iniciática del poeta?
     En su edición correspondiente al 5 de agosto de 1883, en su sección “La última velada” El Museo (43) comenta la que tuvo lugar el último viernes en el Nuevo Liceo. Bernardo Costales y Sotolongo – el cronista – afirma que esa noche no tenía “el atractivo de la conferencia, ni el de la simpatía y fama del orador, motivos a que se ha atribuido otras veces el exceso de auditorio.” El programa, expresa, fue extenso, “pero variado e inteligentemente combinado,” con lo que se llenó el teatro “hasta el punto de tener muchas familias que invadir la tertulia.” Para que se tenga cuenta de la variedad del programa, hubo declamación, música de cámara y bel canto. La Sociedad Coral asturiana abrió el programa nada menos que con “el coro y aria de introducción de Hernani.” Juanita Poo “cautivó la atención pública recitando el célebre nocturno A Rosario de Manuel Acuña,” mientras que el Sr. Figueroa y el Sr. La Rosa “ejecutaron un precioso dúo de violines, composición de White.” Por su parte, la Sra. Busetti de Riverón “cantó admirablemente con el Sr. Marziali, el dúo del tercer acto de Rigoletto, conquistando ambos una justísima ovación.” Entonces le correspondió a Azcárate desempeñar

dos misiones a cuál más simpáticas y propias de su carácter: en una presentó al público, acompañándolo a la tribuna, al Sr. D. Rafael de Cárdenas, poeta sexagenario, privado hoy de la vista, que recitó sentidamente un soneto titulado Resignación […]. El Sr. Cárdenas, […] arrancó nutridos aplausos antes y después de la recitación de sus versos, conmoviendo profundamente a cuantos le escucharon. La otra misión del Sr. Azcárate fue presentar al público y leer unos versos del modesto joven poeta D. Julián Casal, titulados Amor en el claustro, que revelan ideas y sentimientos poco comunes en la juventud hoy día. El Sr. Casal, cuyos versos fueron dignamente acogidos, será sin duda un buen poeta, y no pasará mucho tiempo sin que le veamos brillar en el propio Instituto que ha tenido la gloria de darlo a conocer. El Sr. Azcárate, al presentar a uno y a otro, habló de ambos con merecidos elogios y fue aplaudido por su oportunidad y buen juicio (énfasis míos) (43)

     La crónica no deja lugar a dudas sobre quién y dónde presentó por primera vez a Casal. No obstante, gracias a la información que encontramos en El Museo, sabemos que antes de esta presentación ya Casal había asistido a, cuando menos, una de las tertulias en casa de Céspedes. En cuanto a la lectura misma, no solo sabemos ahora que Casal no leyó el poema, sino que meramente le presentó a Azcárate – no a Céspedes –, y si le creemos, solo una parte del poema. Digo “si le creemos” porque uno tiene que preguntarse, si se considera que El Museo publicó el texto completo, ¿por qué no creer que se leyera en público el texto completo y sí ofrecerlo en su totalidad para su publicación en la revista? Solo se me ocurre conjeturar que Casal pudo percibir y anticipar en la presencia física del público – que llenaba todo el teatro, como se recordará – un nivel de escrutinio muy diferente del que podría encontrar en El Museo donde solo aparece el texto firmado por “J. Casal.” En segundo lugar, Casal, al evocar este hecho en el busto que le dedica a Fornaris, pudo haber estado simplemente jugando con lo secreto, lo cual no es nada infrecuente, ni en su escritura, ni en otros momentos de su vida.
     Ahora bien, a pesar de su relativa parquedad, la importancia de esta crónica va más allá de la dilucidación de un dato de la biografía del poeta. Si bien es posible aventurar que esos nutridos aplausos que precedieron y siguieron a la recitación de Cárdenas los motivó la compasión, igualmente me atrevo a afirmar que los versos de Resignación – es decir, el poema mismo – encontraron una acogida más entusiasta que la que tuvo el poema de Casal, y de cuyos versos solo se dice que fueron dignamente acogidos. Esta recepción un tanto más fría, si se quiere, podría a su vez explicarse por la extrañeza del poema casaliano que el cronista no falla en notar. El simbolismo de la irrupción de esta extrañeza, de esta novedad – del modernismo, en mi opinión – se expresa en el contraste que forma con la figura del poeta sexagenario en retirada.
     Es en esta misma edición en que El Museo publica “Amor en el claustro,” que también se reporta el obsequio hecho al director por Antonio Pérez Bonalde de la edición lujosa de su Poema del Niágara que, prologado por Martí, se había impreso en Nueva York (47). Me atrevo a afirmar que esta (co)incidencia simultáneamente traiciona una divergencia entre Martí y Casal. El “Prólogo” martiano al poema de Juan Antonio Pérez Bonalde ha sido leído de manera casi unánime por los críticos como una especie manifiesto del modernismo, y esto es cierto si, tal como lo han leído esos mismos críticos, solo se pone atención al desasosiego del hombre moderno en un mundo donde el cambio constante lo desestabiliza todo, que tan bien captura Martí. Pero, lo extraño, lo verdaderamente extraño es que no se haya visto el impulso regresivo, pasadista, que Martí opone a la modernidad. Porque una cosa es que la crítica a la modernidad sea retóricamente constitutiva de la misma, y otra que pueda decirse lo mismo de eso que también se observa en el “Prólogo:” el rechazo a la vida moderna. Así, los críticos pasan por alto que ese manifiesto modernista sirva de prólogo a un poema que es, en sí mismo, un salto a la épica del pasado, al romanticismo a lo herédico. Si se tuviera en cuenta este extraño acoplamiento se vería que la “nostalgia de la hazaña” que informa el “Prólogo” tiene mucho de añoranza de la épica del romanticismo – Heredia, por ejemplo – que es lo que seduce a Martí del poema. Véase el comienzo del poema de Pérez Bonalde:    

Heme aquí frente a frente
de la espesa tiniebla desde donde
oírme debe la deidad rugiente
que en su seno se esconde:
Dime, Genio terrible del torrente,
¿a dónde vas al trasponer, la valla
del hondo precipicio,
tras la ruda batalla
de la atracción, la roca y la corriente. . ?
¿A dónde va el mortal cuando la frente
triunfadora del vicio,
yergue, al bajar a la mundana escoria
en pos de amor, y venturanza y gloria?
¿A dónde van, a dónde,
su fervoroso anhelo,
tu trueno que retumba...?
Y el eco me responde,
ronco y pausado: ¡tumba!

Es por eso que, desde el comienzo mismo del prólogo, el estilo no solo no anuncia nada nuevo, sino que en su gesto declamatorio y enfático – perfectamente alineado con el del poema – lejos de evocar el taller de costura del modernismo, nos trae a la mente el aspaviento neoclásico, la pose del Juramento de los Horacios, de David. Muy bien pudo empezar Martí plagiando a Homero: “¡Canta, oh Musa!:”

¡Pasajero, detente! ¡Este que traigo de la mano no es zurcidor de rimas, ni repetidor de viejos maestros, - que lo son porque a nadie repitieron, - ni decidor de amores, como aquellos que trocaron en mágicas cítaras el seno tenebroso de las traidoras góndolas de Italia, ni gemidor de oficio, como tantos que fuerzan a los hombres honrados a esconder sus pesares como culpas, y sus sagrados lamentos como pueriles sutilezas! Este que viene conmigo es grande, aunque no lo sea de España, y viene cubierto: es Juan Antonio Pérez Bonalde, que ha escrito el Poema del Niágara.

Martí afirma que Pérez Bonalde no es “repetidor de maestros” mientras él mismo repite, en pocas líneas, el romanticismo de Heredia. Nada falta: ni la «mágica cítara», ni el «seno tenebroso», ni la pose heroica (es difícil no imaginar cómo habría leído Martí estas líneas en una tribuna). Y todo esto podría resumirse en una idea mucho más simple y directa: José Antonio Pérez Bonalde no es un poeta maricón, “zurcidor de rimas,” es decir, no es como los hombres “ahora,” que son “como ciertas damiselas” (“El Poema,” 224). El rechazo martiano de la modernidad – el prólogo podría ser leído igualmente como un manifiesto anti-moderno y homofóbico – se explica por la asociación implícita, y aún explícita, diría yo, entre modernidad y mariconería. La “nostalgia de la hazaña” es la nostalgia de los hombres de ayer, en contraposición a los de ahora.
     El poema “Amor en el claustro” desenvuelve el drama del deseo amordazado inútilmente por los muros del convento donde está recluida la novicia. Debe notarse, en primer lugar, que el convento evoca cierto aire medieval, tanto en lo que atañe al lugar mismo como al rol de este en la represión del deseo. Curiosamente, el convento es también una institución religiosa que con frecuencia encontramos dentro de la ciudad en vías de modernización a fines del siglo XIX. Por esta razón, el poema de Casal ocupa simbólicamente un lugar intermedio entre el pasado y la modernidad, al mismo tiempo que los vuelve transitivos debido a los pliegues que entre uno y otra figura el deseo. No hay que olvidar – y mucho menos minimizar su importancia – el comentario que deja caer el cronista que asistió al Nuevo Liceo, en el sentido de que el poema de Casal revelaba “ideas y sentimientos poco comunes en la juventud hoy día.” Esa novedad la aporta el protagonismo del cuerpo deseante en “Amor en el claustro.” El modernismo que ya se avizora en el poema no va a la zaga de la modernidad del prólogo martiano, ambos, prólogo y poema, de 1883. Al mismo tiempo, no encontramos en el poema de Casal el forcejeo con la modernidad, los requiebros al pasado romántico – para decirlo en pocas palabras: el impulso reaccionario que persiste en el mismo estilo que da un paso hacia la renovación modernista – que sí vemos en el texto de Martí. De un lado, el fragor de la catarata, la “nostalgia de la hazaña,” la (siempre peligrosa) pose espartana de Abdala y el gesto grandilocuente, de catarata, producto todo de una combinación de neoclasicismo y romanticismo tardíos. Del otro, la pesadez conventual trenzada a las “mórbidas formas” de la novicia, y al “ropaje” por venir del corte y las puntadas del modernismo.

Notas

1. Juan I. de Armas y F. de Bertot fueron los redactores de El Ateneo. Repertorio Ilustrado de Arte Ciencia y Literatura, que se publicaba en Nueva York en la propia Imprenta y Redacción de El Ateneo. Solo he visto los números 19-24 (enero-junio de 1876), pero lo que llama la atención también es el cuidado y excelencia del diseño gráfico, sobre todo en lo que se refiere a los grabados. Es muy probable que el conocimiento y el aprovechamiendo de la modernización de las técnicas de impresión en Estados Unidos, reflejados en la calidad de El Ateneo, estuvieran detrás del diseño de El Museo, sobre todo si se considera las similitudes de ambas. En El Ateneo se publicaron textos de Ignacio M. Altaminano, Juan A. Pérez Bonalde, Soledad Acosta de Samper, Alejandro Manzoni y Antonio García y Cubas, entre otros.

2. Cito por la edición 1922, en su reproducción facsimilar realizada por la Editorial Cubana.

3. La voz de Cuba fue fundado por Gonzalo Castañón. Como ya se sabe, las autoridades coloniales ejecutaron a ocho estudiantes de medicina, a los que acusaron de haber profanado la tumba de Castañón. Véase, Opisso, 179.

4. La disputa con La voz de Cuba no terminó en los dos números a que hice referencia. Ver también el de 15 de julio de ese mismo año.

5. Carlos Ripoll, por ejemplo, cita la nota de Aldrey, publicada en La Opinión Nacional de Caracas – junto a la carta en que Martí se despide de Venezuela – y en la que Aldrey expresa, en referencia a Martí: “tuvimos […] tiempo y sazón para conocer íntimamente aquel ‘candor angelical’ de que nos habló don Juan Ignacio de Armas, el día en que nos trajo para publicar su juicio sobre una de las más notables producciones de Martí, la del Sun de Nueva York, que había vertido a nuestro idioma El Repertorio Colombiano.” Martí también expresó su admiración por de Armas al comentar brevemente su Fábula de los Caribes, publicado en La Habana en 1884, y que su autor había leído en la Sociedad Antropológica de la Habana. Por cierto, que la copia de este libro que puede bajarse de Google, aparece dedicada por De Armas a Ramón Vélez Herrera, “decano de los buenos poetas cubanos.” En ese mismo año, como decíamos, Martí comentaba desde Nueva York: “Juan Ignacio de Armas, de Cuba, que en pocos años ha ganado renombre de buscador ingeniosísimo y de esmerado poeta, […] desmiente […] que haya habido antropófagos jamás. Alegato ameno es esta Fábula de los Caribes, y no hay que decir que es victorioso, porque el que está en la naturaleza humana está en lo cierto. […] Este Juan Ignacio de Armas vivió en Caracas unos cuantos años, entre los grandes de la mente de todas las edades; y de andar entre libros, llegó a tener su color y sabiduría. Es perpicacísimo de naturaleza, y de aquellos que tienen la noble y desusada capacidad de poner por encima de sí mismos, y sacar salvo de todo, su amor al estudio […],” “Consideraciones,” 447.

6. Enrique O. Ferrari, al comentar “la temible revolución que se denominó de Tuxtepec,” de 1876, y que culminaría con el derrocamiento del Presidente Sebastián Lerdo de Tejada, expresa que la agitación se extendió a los propios escritores y literatos que “no pudieron librarse de aquella infección de odios,” y “contra la Sociedad literaria Gorostiza crea[ron] los poetas del [teatro] Principal la Sociedad Alarcón, para alzar a sus poetas sobre los poetas de aquella y formar al primer actor del Principal y al autor de las aplaudidas obras Hasta el cielo y El sacrificio de la vida, una atmósfera más favorable que la que creían tener entre los más viejos literatos: la Sociedad Gorostiza contaba con [Ignacio Manuel] Altamirano, el maestro querido; Monroy, Rosas, Peredo, Guillermo Prieto, Sierra, Ortiz y otros escritores no menos acreditados y distinguidos: la Sociedad Alarcón tenía por centro y jefes a Esteva, Peón Contreras y el periodista habanero José Martí.” Según Ferrari, la Sociedad Gorostiza, con ánimo conciliatorio, llegó incluso a “expedir nombramiento de socios a sus contrarios Esteva, Peón Contreras, Martí y Baz,” pero estos rechazaron la oferta y publicaron “sus renuncias en los periódicos que le eran afectos” (214-15). Como se recordará, Azcárate, al mencionar la entrega de la pluma de oro a Peón Contreras, aludió a la parte que les cupo en la ovación al dramaturgo a él y mismo a Martí. Ferrari, al recrear el homenaje, cita al Monitor Republicano, cuya crónica desinfla el evento: “El teatro estaba concurridísimo, las bandas de música tocaban a porfía: solo el adorno estaba desgraciado, y más bien parecía en toda su plenitud la Alberca Pane en día de festividad de nadadores, y es que meterse a adornar ese jacalón equivale a cubrir de cintas y colgajos a una vieja. Grande fue el entusiasmo, nutridos los aplausos, entusiastas las manifestaciones que recibió Peón Contreras; mas le faltaba el suplicio de la ceremonia.” Sigue el Monitor refiriendo que los actores salieron “vestidos de trusa,” las damas “con sus trajes del siglo XVI, y varios individuos con arreos del siglo XIX,” de modo que todos “formaban un conjunto abigarrado,” mientras que “el matado en el drama” reapareció “empuñando una bandera que venía tan en armonía con los trajes Felipe II, como si a Hernán Cortés se le plantase un frac de Magdaleno y Gardoqui.” Pero con todo, continúa el Monitor, “faltaba el amargo cáliz de los discursos improvisados con ocho días de anticipación.” No podemos afirmar que Martí y Azcárate estuvieran entre esos oradores, pero es lo que parece sugerir el testimonio del segundo. Mejor que no haya sido así, porque el Monitor, que decidió no mentar nombres, nos dejó un fresco alucinante de esas intervenciones: “un orador salió como deslumbrado por la concurrencia, contúvosele la respiración, pronunció algunas palabras y acabó cuando él mismo no lo esperaba. El público comenzó a fatigarse con el principio del fiasco, cuando apareció otro orador que después del primer arranque, se daba el placer de entreactos de cinco minutos, pero no entre frase y frase, ni entre palabra y palabra, sino entre sílaba y sílaba, […] concluyendo el orador con un párrafo de gacetilla sobre ladrones y plagiarios, y con arrojar al autor unos laureles que llevaba en una charola, y colocados sobre un cojincito de raso azul muy bonito…. Peón tomó la corona, la pluma y los laureles y dio gracias, en el fondo de su alma, de que la ceremonia se hubiese terminado” (224-25). En aras de la mayor objetividad posible, dejo claro que el propio Ferrari – quien explícitamente manifiesta su adhesión a la Sociedad Gorostiza – al citar en extenso al Monitor pudiera utilizarlo como pantalla para ridiculizar a la Sociedad Alarcón, y de la que, como ya se sabe, Peón Contreras era su figura más importante. Pero, por otra parte – y también por razones de objetividad – conviene enfatizar que la crónica del Monitor se deshace en elogios hacia el dramaturgo y dirige sus dardos contra el homenaje en lo que supuestamente habría tenido de absurdo y de pésimo gusto. Esta nota se ha extendido más de lo aconsejable, pero adelanto que el libro de Ferrari podría arrojar luz sobre el involucramiento de Martí con el movimiento teatral durante su estancia en México. Véase, por ejemplo, su alusión a la actriz mejicana Concha Padilla – la misma que estrenó Amor con amor se paga – en relación con la guerra que los “partidarios del Principal” le habrían declarado a la actriz española María Rodríguez, y a cuyo efecto alguien – Ferrari expresa que ignora quién – supuestamente habría inducido a Enrique Guasp “a permitir que en sus programas […] se tratase de sublevar el espíritu patriótico contra la actriz española.” El hecho habría tenido lugar en julio de 1876. El 17 de octubre de ese mismo año, Martí publicó una nota sin firma en la Revista Universal que, curiosamente, recaba el apoyo a la actriz identificándola con el teatro mexicano: “¿Quién faltará esta noche al teatro Principal? La joven actriz mexicana que, en toda la vida de nuestro teatro, ha encarnado en la escena mayor número de creaciones dramáticas y cómicas de los poetas de México, […] ofrece para esta noche […]. Y continúa: “El mismo público acudirá al teatro esta noche a aplaudir a la vez a la artista más celebrada y al autor dramático de más fama en México en estos tiempos. Recuérdese que se ofrece un drama de Peón” (“Concepción Padilla,” 145-46). Obsérvese que el anonimato en la Revista Universal le permite a Martí hablar como mexicano – “nuestro teatro” – mientras hace un trabajo de proselitismo a favor tanto de Padilla como de Peón Contreras. La obra mencionada por Martí debió ser Esperanza que, según Ferrari, Concepción Padilla estrenó, en efecto, el 17 de octubre de 1876 en el Principal (véase la fecha de la nota de Martí).

7. En ocasiones, tanto las noticias y pequeñas crónicas sobre el Nuevo Liceo como sobre las tertulias de Céspedes aparecen en la misma columna “Vida habanera.”                  

8. En El Museo del 19 de diciembre de 1883 se reseña una conferencia en el Liceo de Guanabacoa, donde el Sr. Cárdenas “recitó una poesía, del género moral en que se distinguen todas las suyas” (199).

9. Para tener una idea de a lo que podía llegarse en estas conversaciones literarias, véase la crónica “Las reuniones de Céspedes,” que aparece en El Museo del 15 de enero de 1884: “Presidió el acto el Sr. Fornaris, y pidió la palabra el Sr. La Rosa, que improvisó un discurso sobre Carlota Corday calcado en la historia de esa figura célebre de la Revolución francesa. Hízole algunas observaciones el Sr. Céspedes que supo atender con juicioso tacto el fogoso joven orador. Después se promovió por el Sr. Fornaris una ligera discusión acerca de la pronunciación del apellido Corday en que terciaron los Sres. Fernández Pellón, Guiralt y Eliseo Giberga” (14).

Obras Citadas

Armas, Juan Ignacio de, redactor. El Museo. 1882-1884.

Azcárate, Nicolás. “Carta a Enrique Hernández Miyares.” La Habana Elegante, 29 de octubre de 1893. 10.

Cabrera, Raimundo. Cuba y sus jueces. Edición facsimilar de la 1922. Miami: Editorial Cubana, 1994.

Casal, Julián del. “José Fornaris” en Bustos y Rimas. Biblioteca de La Habana Elegante. La Habana: Imprenta La Moderna, 1893.

De Olavarría y Ferrari, Orlando. Reseña histórica del teatro en México. Tomo III. Segunda edición. México: Imprenta La Europea, 1895.

Fornet, Ambrosio. El libro en Cuba. La Habana: Letras Cubanas, 1994.

Martí, José. “El Poema del Niágara” en Obras Completas. vol. 07. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1975.

----. “Consideraciones” en Nuestra América. Linkgua S. L. Ediciones, 2009.

----. “Concepción Padilla,” en: Luis Ángel Argüelles Espinosa. Martí en México. México, D. F.: UNAM, 1998.

Meza, Ramón. “Julián del Casal” en: Julián del Casal. Poesías. Edición del Centenario. La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1963.  

Opisso, Alfredo. Semblanzas políticas del siglo XIX. Barcelona: Herederos de Juan Gil Editores, 1908.

Ripoll, Carlos. “El viaje a Venezuela” en: http://eddosrios.org/marti/Letras_Huellas/venezuela.htm
(31 de enero de 2010)