Entre lúdico y agónico (notas varias sobre Virgilio Piñera)
Pedro Marqués de Armas
Trágico tropical, Virgilio Piñera se mueve entre la levedad del espíritu burlón que parece colocado por encima de su circunstancia y el patetismo de quien se sabe apresado en ella. Se trata de roles que le permiten convertir su vida (agónica) en juego, y su literatura (lúdica) en un riguroso ejercicio de género. A prueba de paradojas, este tráfico tensa una escritura en la que el absurdo y sus alegorías determinan efectos de sentido – siempre alrededor de “cuestiones últimas” y “umbrales de infierno,” para emplear términos bajtinianos –, ligados a una singular comicidad. Como expresa Lezama en el poema que le dedica: “Sabemos que lo lúdico es lo agónico.”(1) Invertimos la fórmula y el significado es el mismo: la agonía es burla, mueca, también ingravidez.
Ahora bien, esto que llamamos “circunstancia” asume de antemano en Piñera los atributos de una escena cerrada, cuya clausura le llega de la Ley, mientras los eventos que se suceden apuntan a un “caduco esplendor” signado por el anacronismo y la gratuidad de las invenciones. Sin embargo, la “soberana habilidad” con que manipula estos modelos permite transformar el encierro en sátira, en pie forzado para el desquiciamiento de las alteridades.(2) De modo que también la historia, perfectamente teatral, entra a escena en calidad de ruina, lo que pone en jaque cualquier posible (o fácil) antítesis absurdo/realidad.
En este sentido, Piñera escribió que era “tan realista” que sólo podía experimentar la realidad distorsionándola, pues así la convertía en algo más real y vivo. Subrayo estos términos ya que justo en ello descansa, en toda su extensión, pero también en toda su intensidad, el núcleo de la ficción piñeriana. Si bien el absurdo implica (en cuanto género) la distorsión de determinada racionalidad, nada prueba en cambio que lo que entendemos por "realidad" responda a un orden, a una cierta razón. En efecto, en no pocas ocasiones la vida se le presentó como la más acabada de las obras, al punto que sería mejor, según sus propias palabras, “no intervenir:”
“Al disponerme a relatar la historia de mi familia – cuenta a propósito de Aire Frío – me encontré ante una situación tan absurda que sólo presentándola de modo realista cobraría vida ese absurdo” (...) “me ha bastado presentar la historia de una familia cubana, por sí misma una historia tan absurda que de haber recurrido al absurdo hubiera convertido a mis personajes en gente razonable.”(3)
Se debería, por tanto, situar el vínculo representación / realidad como otra de esas “cuestiones últimas”; pero es justo aquí donde no hay que errar el tiro, toda vez que este vínculo no se produce ad límite, sino como resultado de un simulacro constante: pequeños ciclos que ubican la tragedia (su grandiosidad) en el desfondamiento de una opereta. De ahí que el voto por lo más real y vivo venga a significar: vivo como fantasma y real como esas marionetas que suspenden toda resolución humana o vital.
No se trata, en exclusión, del rango del que dota a sus personajes, a sus figuras poéticas, incluso a su propia auto-observación; está en juego – también – un entorno que accede a la escritura en tanto “carga” pero que, como señala el propio Piñera en su ensayo El secreto de Kafka (1945), ya ha sido sutilmente descolocado, es decir, restablecido en su radical extrañeza. Entre ambos polos no habría, pues, más brecha que la propiamente ficcional.
En este ensayo, excelentemente moderno y uno de los que mejor define su concepto de ficción, Piñera insiste en el carácter inventivo de la literatura como artefacto o juguete imaginario capaz no sólo de sobreponerse a ingredientes políticos, religiosos o sociales, sino también de captar la condición ficticia de estos últimos, para encontrar en ese intersticio, entre lo uno y lo otro – nos dice apoyándose en una cita de Hannah Arendt –, el secreto, el sueño despierto, la pesadilla del porvenir.
Obra hecha de fatalidades, este bamboleo ludo / agónico no supone por sí mismo una premisa, sino que debe vérsele como lo que existe de particular en una conducta literaria en la que – pese a todo – siempre se va a intentar alguna salida. La condición tragicómica determina, no obstante, que toda salida sea virtual, lo que recuerda el pataleo de un actor sacrificado en escena: ofrenda donde, al no existir salvación, aquel que se rinde es el que domina y, el dominado, un gran burlador. Si el afuera se presenta como un sistema ocluido, entonces no habrá sino amagos de fugas y el rendimiento final a la causa de la condena: rendimiento que, de tan deseado – el deseo masoquista, paródicamente sacrificial, dota de poder al sujeto piñeriano – se establece como estrategia encaminada a invertir cualquier lógica redentora.(4)
Se instala así un rasgo excelentemente negador que atraviesa ya medio siglo de cultura nacional y que, como sabemos, se ha extendido más allá de la resurrección literaria de Virgilio Piñera, gestión de unos pocos, acontecida desde de los años ochenta, y nunca decentemente apoyada por los artífices de la cultura. El mayor riesgo que hoy corre su obra es el de la canonización, la cual puede presentarse lo mismo de parte de quienes intentan una convergencia de signo cultural (recluyéndolo en el círculo esencialista de la cubanidad, del que Piñera sería apenas su faz oscura), que del lado de quienes agitan una fe puramente sacralizadora al margen de su problematización literaria.
Imaginario a rebours, la negatividad piñeriana, siempre compleja, hace posible otras inversiones: en lo relativo a su condición de artista-pobre-homosexual (lo que no debería ser entendido como posicionamiento minoritario, al menos en un sentido duro, aunque sí como un desestabilizador de la noción burguesa de literatura); a su modo de percibir la ideología insularista de Orígenes y; finalmente, a una manera de actualizar el relato carnavalesco, religándolo, bajo muy distintos signos, a ciertas derivas genéricas: humor negro, choteo, kitsch, grotesco, etc.
Extenso periplo, Piñera rompe primero con la “atmósfera gongorina” y el “maniqueísmo católico” de los origenistas. Escribe luego – con toda intención – La Isla en Peso (aunque solar, oscuro y cegador archipiélago en que no pueda mirarse el Narciso de Lezama)... Para partir más tarde a Argentina, regresar, partir de nuevo, regresar, etc...., mientras en el ínterin es expulsado por Vitier y Baquero del canon poético cubensis y adviene una Revolución. Por último, la inigualable alianza y complicidad con el autor de Paradiso, intercambio – en algún grado – de posiciones ante el lenguaje y diálogo en medio de una determinada clausura de la historia: “Callados por un rato, / oímos ciudades deshechas en polvo, / arder en pavesas insignes manuscritos / y el lento, cotidiano gotear del odio.”(5)
Y es que Piñera es el desertor por excelencia. Al desviarse, ya no sólo del barroco lezamiano sino también de la poesía de la memoria, así como de la tradición romántico paisajista del siglo XIX (coordenadas de peso en el esquema de lo cubano), refuerza una línea contraria, recelosa: el modernismo, iniciado por Casal y continuado (siempre saltonamente y según una genealogía apenas verificable) por Boti, Poveda y más tarde Tallet. Así, a fuerza de remontar y exteriorizar estas poéticas del “desencanto,” Piñera convierte el modernismo en oportuna modernidad.
En este sentido habría que observar que logró, con indudable eficacia, la prosificación del poema (y del lenguaje poético), condición necesaria en su caso para un poética que prescinde, por lo general, de una constante de estilo y que asume a la vez el gusto de lo inacabado;(6) rasgos que implican, en consecuencia, la reversión del concepto poesía / profundidad (tan caro a la pastoral origenista) en una vaciada superficie. Pero su apertura negativa es también pertinente en otro aspecto: irrumpe con él una escritura civil (o contracivil: algo así como una “poética del miedo”) que, en persistente tensión lenguaje-horror, será ella misma parodia de toda ficción de Estado y de cualquier lectura de la Nación como ontología.
Sólo Julián del Casal había llevado este divorcio literatura nación a escala semejante. La fractura propuesta por Zequeira en La Ronda, donde pone de cabeza tanto un lenguaje – el de la ilustración – como un entorno – la plaza militar que era La Habana a comienzos del siglo XIX –, resultó sin embargo opacada por el proyecto de fundación que este mismo poeta – cantor oficial (y cautivo) del reformismo criollo – contribuyó a edificar. Si bien Lezama señala este corte – acaso el primer desvío de peso dentro de la tradición poética cubana –, también es cierto que limita su lectura de La Ronda al reconocimiento de ciertas oscuridades metafísicas. Cautivo – él también – en la continuidad de un proyecto fundacional, no podía llegar al fondo mucho más disonante de esta cuestión.
Piñera retoma los agenciamientos oníricos y macabros de Zequeira y, sobre todo, las máscaras de Casal, para montarlos en un espectáculo decididamente carnavalizado. Lo que en el primero es gesto esquizo, y en el segundo irónico repliegue; será ahora simulacrada intervención. Cambia así el espacio (la plaza de Zequeira y los retablos de Casal asumen otros decorados) sin que se acceda, por ello, a una nueva temporalidad en el sentido hegeliano, dimensional, de la Historia. Accional de mimo, de lo que se trata es de un movimiento en falso, pues el tiempo propuesto para el espectáculo tiene por condición el vacío: devenir vaciado de acontecimientos que pone entre paréntesis tanto una Historia como un Origen.(7) Había, luego, que inventar una lengua, un instrumento que nombrara ese vacío.
Al contrario de Lezama, Gran Sumador, Piñera se contenta con restar. En este sentido la lengua que inventa (como dirá Deleuze a propósito de Carmelo Bene)(8) es el producto de una operación de resta. Remite a cuanto es reverso, condición espectral: nadaruidos, nadacasas, nadasoles. Así el paréntesis en que surge corona una “nadahistoria.” Lengua menor, rebaja todo signo a carne, marca o tatuaje. Concebida para el gasto y la pasión encarnizada, se comporta como grilla que evade sistemas y morfologías, al tiempo que construye su propio descampado. Sin verbo donde morar, sin casa del ser donde refugiarse, se explaya a punto de intemperies, errancias y alegorías carnívoras. La desnudez, el desenfreno y la desecación absolutos en La Isla en Peso, y la maceración y ablandamiento compulsivos en La carne de René.
Entre uno y otro texto asistimos a la conversión (a lo que ya aludimos, pero que convendría precisar) de la fatalidad en sátira. Y es que el daseinanalyse de La Isla en Peso, es decir, la pregunta por la imposibilidad de relatar un país (“pueblo mío, no sabes relatar”), primero cambia de signo en sus cuentos y relatos, para sólo más tarde verificarse en su poesía. En La Isla... Piñera precisaba aún de un tono mayor. Aquel “umbral de infierno” del agua por todas partes, aún podía escapar por la tangente, demasiado vasta, del significante pueblo. Idea mayúscula, abstracta. No obstante, era un punto de partida: la centralidad arqueológica, el ídolo nunca encontrado daría paso al desvío, al juego indiferente con la ley.(9)
La sentencia benjaminiana (“La alegoría no es un rostro: es un cadáver”) acaso termina por imponerse, de modo que podamos entender su obra – y no de otra manera él la define – en el marco de una cultura de la muerte (o si se prefiere, dado los riesgos que ello implica: de la moribundez). En lugar del símbolo – de la rostridad –, lo que se plantea ahora es aquello que se resiste a significar en términos de una lógica del secreto o del asomo del ser. Al contrario, la poética piñeriana apunta a la mortificación de toda trascendencia por medio de la más áspera crítica. "Nada, surgida de ella misma" (La vida tal cual), deviene certeza célibe, autocreada-creadora, creciente tal vez como el pelo y las uñas en un cuerpo sin vida. Si algo mueve la ficción piñeriana, quiero decir, si algo la mueve todavía hacia el porvenir, es justamente este índice de resurrección. "Fúnebre caminata llena de vida” (para decirlo a título de un cuento suyo) que nos habla desde el reino de lo alegórico.
En La gran puta, poema por largo tiempo inédito, la escritura se torna radicalmente exterior.(10) Lo mismo que en Aire Frío, apenas habrá que “intervenir”, pues es la realidad la que ha devenido género (absurdo). Dijo Bertolt Brecht que toda realidad se organiza como un crimen y es lo que el texto relata: una Habana que corre “como río de sangre,” en la que los flujos más heterogéneos vienen a mezclarse a la “confusa gesta del danzón ensangrentado.” Simulacro del que tampoco hay salida, en él circulan los recuerdos del poeta que, apelando a un proceso de anagnórisis, intercala letras de canciones y urgentes ritornellos. Se trata de animar un vacío, de que la lengua haga “sensible” la nada y convierta la historia en una serie de cuadros móviles. Como si las fotos tomadas por Walker Evans poco antes de la época a que se remonta el poema, hubieran roto la inercia y echaran de pronto a andar.
Acerca de estos flujos, Piñera escribe: “amorfa, sí, amorfa cantidad de donde extraigo el canto, en cualquier parte.” Siempre in media res, señala a diversas minorías (soldados, artistas, homosexuales, prostitutas, locos o pobres), pero sin llegar a asumir el mensaje de alguna en particular, si bien el sujeto se acopla a cada una de estas figuras, siendo de toda ellas una suerte de apéndice o resto, una sombra, un flujo más. Expresión, más bien, de un conglomerado humano donde toda diferencia ha sido cancelada, lo que se escucha es un rumor, el vocerío de fondo que tan pronto recrudece como acalla. Así también cualquier crimen, como esos cuyo eco dobla alguna crónica roja – a lo que alude en varias ocasiones – para pronto desvanecerse. Para Piñera estos flujos son el deseo y materializan su errancia. Alimentan su lengua, que los junta y dispersa, allí donde la escritura parece accionar el mecanismo de cierta pobreza: cada uno contando sus pasos, sus pesos o sus versos. Pobreza sin elegancia, repetida y unánime, termina poblando – ¿por qué no? – lo que llamó "nadahistoria," espacio último donde el significante pueblo (el de La isla en peso) por fin se decanta y es puesto a prueba.
Escrito en el momento más represor y, por descontado, homofóbico de la historia de Cuba, La gran puta se constituye también en tanto que escritura clandestina, como cifra marginal capaz de captar el horror de un discurso de Estado. Su verdadero travestimiento consiste acaso en su ex-posición: apelar, desde el secuestro de la voz, a los restos de la memoria, para dar salida así (otra vez virtualmente) a todo una voluntad pública, civil, nunca como entonces tan apremiante.
Volviendo a su ensayo El secreto de Kafka, podríamos situarnos una vez más en ese umbral o espacio de indeterminación entre obra y vida, entre ficción y terror, que sólo la mejor literatura es capaz de transitar, y de lo que deja ejemplos formidables como serían, entre otros, su cuento “La rebelión de los enfermos,” su pieza de teatro “Dos viejos pánicos” y el poema “Un duque de Alba.”
“Umbral de infierno:” Piñera entra y sale como un actor a escena. “En brecha mortal,” avanza todavía un poco, pero para entrar y salir indefinidamente. Y es que entre su vida (agónica) y su escritura (lúdica) no hay más que ciclos mínimos, reversibles, del grosor de un cabello.
Notas
(1) “Virgilio Piñera cumple 60 años,” José Lezama Lima. En: Poesía Completa, 1985, Letras Cubanas, pp. 483-84.
(2) Me apoyo en términos (caduco esplendor, soberana habilidad) empleados por Walter Benjamin en El origen del drama barroco alemán, Taurus Humanidades, Madrid, 1990, pp. 170-171.
(3) Teatro Completo (prólogo), Virgilio Piñera, Ediciones Revolución, La Habana, 1960.
(4) Virgilio Piñera: el peso de la cultura insular, José Quiroga (Conferencia pronunciada en Emory University, abril de 1996). Quiroga desarrolla con agudeza la relación espectáculo-poder en el sujeto piñeriano, en tanto sacrificio o entrega masoquista en medio de un sistema cerrado que ocupa todo el espacio escénico.
(5) Algunos poemas del último Lezama parecen firmados por Piñera. Entonces experimenta el barroco como cárcel, la metáfora como retirada y el sistema que ha construido como horror. Si Fragmentos a su imán debe leerse de algún modo es como diferencia, sobre todo respecto al mismo Lezama. Por su parte, Piñera propicia la alianza al reconocer el “Golpe maestro” de Paradiso como proeza donde se ve reflejado: ver el ensayo Opciones de Lezama, así como el poema El Hechizado, que escribe a la muerte de su contrincante, ya devenido aliado en particulares condiciones histórico literarias. Además, en esta etapa Piñera le dedica otros dos poemas: Bueno, digamos y Un Duque de Alba. Al primero corresponden los versos citados. Sin duda, se generó entre ellos un mutuo traspaso de señales, lo mismo atentos a sus destinos como creadores que al entorno donde se desenvolvían.
(6) Rodríguez Feo calificó de coloquial el estilo de Piñera. En lo que hace a la poesía, el estilo muta en varias ocasiones: va del frío, aunque exaltado formalismo de las Las Furias al discurso de largo aliento, todavía metafórico y ya un tanto coloquial de la La Isla en Peso, para tornarse luego francamente dialógico y asumir cada vez más el despropósito y lo inacabado. Al efecto, Antón Arrufat ha escrito: “Muy joven comprendió que el mundo que tenía que contar sólo podía expresarlo en un estilo de cháchara casera (...) Siendo un poeta, renunció sin embargo a las metáforas y la alusión: su estilo, que puede resultar ingrato al principio, tiene algo metálico, rudo, de cercanía física al objeto y los hechos, que lo vuelve, no obstante, inesperado”. (“La carne de Virgilio,” Antón Arrufat, revista Unión, no 10, abril-mayo-junio, 1990, p. 47).
(7) “Una tragedia en el trópico,” Ernesto Hernández Busto. En: Homenaje a Virgilio Piñera: Encuentro, 13, 1999, pp. 36-44. (El autor escribe: “El tiempo en el trópico no existe. Las cosas y los hechos se suceden, trascurren, pero no llegan a convertirse en acontecimientos. El acontecimiento implica la diferencia, el significado y la novedad”).
(8) “Un manifiesto de menos,” Gilles Deleuze. En: Diáspora(s)/documentos 3, 1998, pp. 43-54.
(9) “Cavo esta tierra para encontrar los ídolos y hacerme una historia.” La Isla en Peso, Ediciones Unión, 1998, p. 37.
(10) “La Galaxia Virgilio.” En: La Gaceta de Cuba, No 5, septiembre-octubre, 1999, pp. 13.