Breve introducción al cuento “El torturador,” de Severo Sarduy

Pedro Marqués de Armas

     De los tres grandes narradores cubanos del exilio, Severo Sarduy fue el único que se mantuvo alejado de la política. Su relación con la historia es, por otra parte, la menos intensa, si entendemos ésta en términos de testimonio. Se sitúa en cierto sentido al otro extremo de Guillermo Cabrera Infante y de Reinaldo Arenas. A Sarduy lo asiste en cambio un sujeto antropológico que no procura la síntesis (ni por vía de la memoria, ni de la resistencia), sino la superposición: el montaje de la diferencia en una escena a la vez imaginaria y material, donde el signo es por fin la marca de un cuerpo escrito y errante, y la representación (Cuba como espacio, por ejemplo) una entelequia que lo mismo puede suceder en la India que en el Sena.  

     Y, sin embargo, hay un primer Sarduy atento a la política y a la historia: aquel que escribe y publica en los primeros días de la Revolución (cuando este nombre admitía todo su sentido) los cuentos titulados “El general,” “Las bombas” y “El torturador.” El narrador de estos relatos apunta siempre a un contexto identificable: la República o, por lo menos, una república asediada por militares y no menos por la violencia de quienes se le oponen. Pero lo que es más importante, sostienen siempre un mismo énfasis irónico, la distancia de quien sabe apreciar la banalidad de los acontecimientos por debajo de lo trágico y de lo épico, esa terrible banalidad que es también la del mal, la de una Historia sin ángel que la repare repare o dé cuenta de sus ruinas. Un tono por demás piñeriano, el de estos cuentos, que devalúa todo aquello que toca.

     Así, el general va a morir por deslizamiento en la bañera; la bombas de los jóvenes terroristas y la masacre que generan se volverán irrisorias, sin que los contertulios abandonen su “juego de canasta;” mientras el artilugio diabólico (mitad garrote/mitad metáfora de toda máquina de descuartizamiento) con que el torturador del último relato pretende alcanzar la fama, será suspendido en su narración (postergado, como si se tratase en efecto de un instrumento inenarrable) para dar paso a ese festín de muerte que fueron los fusilamientos masivos. Estos no sólo sirven de telón de fondo; son más que nada la sustancia misma de lo narrado. Sarduy no pretende anticipar; no hay aquí profecía, ni siquiera un “reloj que se adelanta,” como se ha dicho a propósito de algunos relatos de Kafka. Todo ocurre al unísono, en su justo tiempo. Se trata de una justicia que el soberano/verdugo aplica en toda su desmesura, y que la seguirá aplicando en lo sucesivo, en la medida en que monopoliza tanto el tiempo como la violencia.

     Se puede leer literalmente y decir: lo que el cuento intenta mostrar es que le ha llegado la hora al torturador; también el narrador pretende hacer justicia. Nada más torpe. Aquel Sarduy era ya suficientemente irónico y escurridizo. Lo que se inscribe es la continuidad de la violencia, allí donde tuvo (tiene) un rostro concreto. Habría pues que contarla siempre, contarla de nuevo, asome o no por ahí el ángel de la Historia, con su acostumbrada tardanza. 

 

El torturador

Severo Sarduy

¡No es cierto lo que dicen! No he matado a cien personas. Sólo a unas cuarenta, y otras veinte torturadas... es decir, veintidós, porque había dos niños, ahora que recuerdo.
     Pues bien, ¿por qué no confesarlo? Soy el mejor torturador del régimen.
     Si bien es cierto que al principio mi ejecución era algo burda, también lo es que he refinado mis procedimientos hasta la exquisitez, ¡tras... tras! y ya están fuera los ojos. Unos ligeros golpecitos más en el saca-uñas y las manos se vuelven veinte hilillos de sangre. El rostro humano cobra entonces una nueva conmovedora expresión (la palabra “conmovedora” no es la indicada, ya que sólo los primeros casos lograron conmoverme: una niña prometió seguir mirándome aun después de no tener ojos).
     El más envidiado de mis aciertos, lo confieso, es “la silla” que tiene un agujero en su parte anterior para lo que sabéis. Soy esto simplemente: un fabricante de artefactos mecánicos. No me negarán que para ello se requiere una gran dosis de talento. Si alguno de mis inventos (cuya creación ahora me niegan los otros torturadores) son puramente ingenuos, tales como el saca-ojos, el saca-uñas y el corta-dedos y el corta-..., he concebido otros, con menos sentido práctico, es cierto, donde las más tremendas facultades del espíritu humano se ponen en juego, combinadas a la vez con la electricidad.
     Pero comencemos por el principio. ¿Quién soy, en primer lugar? ¿Cómo me enrolé en el régimen?... Bien, salía de una sala de teatro, algo tarde en la noche... ¿Había tomado?... no lo recuerdo exactamente. Cruzaba la calle cuando se acercó un carro perseguidora. Me hicieron las preguntas de ritual, añadiendo algunas malas palabras, y creo que llegaron a empujarme.
     – Felipe Aguilar – le respondí rápidamente.
     – En el 265, dije algo nervioso – en el 265 den San Francisco.
     – Simplemente estudio Medicina.
     Cuando llegamos a las oficinas del SIM, me abandonaron en una especie de antecámara, desde la cual, después de una corta y angustiosa espera, pasé a otra más pequeña y de techo más bajo, y luego a otra, más pequeña aún, donde conocí, o mejor dicho, vi por primera vez a quien hoy es mi jefe.
     – ¡Mira! – me dijo señalando uno de los supliciados, a quien en el momento le sacaban los ojos... Lo mismo le haremos si no “afloja”. Sabemos que es comunista (aquí algunas malas palabras) y lo pagará con sangre...
     – No insista con esa cuchara – solo atiné a responder –, le será imposible escindir el tendón y por lo tanto sacar el globo ocular de su órbita.
     No podría describir exactamente la expresión de felicidad que advertí en aquellos hombres: era como si hubieran descubierto el paraíso...
     Trate, trate usted si tiene la amabilidad, me dijo el principal de ellos con una leve sonrisilla, mientras me daba unos golpecitos afectuosos en el hombro. Me acerqué al supliciado, tomé una guillete que había sobre la mesa, y de un leve tajo, ligero como un rayo (tengo sobresaliente en Disección) cercené ambos ojos. Luego, para culminar aquel feliz experimento en medio de las carcajadas de mis admiradores, escindí con igual gracia la yugular derecha, y casi sin derramar sangre, lo que dio bello acabado a mi actuación, el músculo tiroideo y el homoiodeo, ambos del cuello, di además unos rápidos toquecitos sobre la espalda...
     Así me inicié en los Servicios Represores de la República. Luego... pues no sé: diez nuevos supliciados, confesiones, torturas, servicios en el Departamento de Confidentes (que el asqueroso vulgo llama “chivatos”) y otros ejercicios que me valieron ascensos y distinciones. Recuerdo aquel infundio, en casa de “la tremenda”, una de las amiguitas del jefe: ve tú – me dijo – por si no doy la talla... toma este chequecito...
     Después, lo que todos saben... toda la revuelta, el devenir de jóvenes de rock and roll, el caos (me avisaron tarde, me embarcaron). Todo esto, que tiene para mí una gran desventaja: he perdido la realización del sueño de mi vida, del más codiciado de mis aparatos. No sé, ni me interesan (no me miren con esa cara) las implicaciones morales del mismo. Se lo explicaré brevemente.
     Alguien, quizás con menos genio que yo, lo continuará y le pondrá su nombre. Pero no importa. Tengo mis conceptos de la Historia. Bien, consta de una silla sobre la cual se ajusta una especie de recámara con un hueco en el centro para la cabeza del occiso. La recámara se va inflando lentamente por un dispositivo... pero... perdonen un momento... me esperan... lamento no poder continuar la descripción... creo que tengo que dar algunas demostraciones al público... pero… ¿y esas salvas?... No las merezco, pero ¡ah! ¿Y ese paredón de fusilamiento?

Revolución. 2 (54): 14, feb. 6, 1959 [Página "Nueva Generación"] y Diario Libre. 1(149):2, jul. 5, 1959.

Tomado de: Cira Romero, comp., prólogo y notas. Severo Sarduy en Cuba 1953-1961. Santiago de Cuba: Editorial Oriente, 2007.