La prosa de la historia

Paulo Eduardo Arantes, Universidade de São Paulo

El modo desenvuelto mediante el cual Hegel multiplica las restricciones respecto de varias sociedades nos permite estimar el peso de la evidencia - de allí en adelante insoslayable - con que la Historia se impone como suelo universal de la experiencia, como puede observarse - en particular a lo largo de la Introducción y de las primeras secciones de las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal - en el inventario de las sociedades que escapan al argumento del libro y en el develamiento de los principios que legitiman esa exclusión. Visto desde esta perspectiva, el concepto de Historia solo se torna preciso a la luz de las instancias que rechaza, como si la nueva figura de la Historia solo pudiese delinearse sobre el fondo neutro e indiferenciado de la no-Historia. Se sabe que, ante la diversidad empírica de las sociedades humanas - dispersas en la coexistencia geográfica o alineadas por el hilo de la cronología -, Hegel no vacila en ordenarlas en función de la noción de progreso; pero antes de hacerlo, él opera una rigurosa distinción entre las sociedades “sin historia” y las sociedades “históricas.” No hay que identificar esa separación con la distinción entre pueblos “primitivos” y “civilizados,” aun cuando la representación de esa diferencia constituya el primer modelo de la oposición entre Historia y no-Historia. Los “primitivos” no son los únicos que permanecen al margen de la Historia; además de ellos hay pueblos que, como en China y en la India, al llegar al umbral de la Historia civilizada quedan allí atascados en lugar de traspasarlo. Hay que recordar aun, entre las sociedades adormecidas en la no-Historia, aquellas que fueron abandonadas por la corriente histórica y que, como máquinas funcionando en el vacío, solo ofrecen el espectáculo de una supervivencia anacrónica. Una mirada más atenta percibirá que, al destacar el contraste entre Historia y no-Historia, Hegel señala a un mismo tiempo las diversas modalidades de inscripción de lo social en el devenir temporal o, más aun, distingue las formas sociales típicas de experiencia y de conceptualización del tiempo. Este es el punto en el cual retomamos el hilo de nuestro problema: al seguir la confrontación establecida por Hegel, veremos surgir los primeros trazos distintivos del tiempo histórico.

La insistencia con la que Hegel vuelve a la distinción entre sociedades “sin historia” y sociedades “históricas” no tiene por qué sorprender. ¿No presupone ella, desde el comienzo, la evidencia de una Razón histórica activa? Por cierto, esta es la única presuposición exigida y la única admitida para la comprensión filosófica de la Historia; por lo demás, para el saber especulativo, para la Historia en cuanto tal, será menos una presuposición que una verdad demostrada. El criterio está, por lo tanto, dado y la división, decidida. “Lo único propio y digno de la consideración filosófica es comenzar el estudio de la Historia allí donde la racionalidad empieza a aparecer en la existencia terrestre; no donde solo es todavía una posibilidad en sí, sino donde existe un Estado, en el que la razón surge a la conciencia, a la voluntad y a la acción. La existencia inorgánica del Espíritu, la brutalidad -o si se quiere excelencia- feroz o blanda, ignorante de la libertad, esto es, del bien y del mal y, por tanto, de las leyes, no es objeto de la historia.”(1).

Hegel se sitúa en el corazón de las exigencias de la conciencia de sí; y al haber definido la Historia en función del desarrollo de la racionalidad -donde reside, en último análisis, la diferencia fundamental (ibid., p. 174)- y a este, por la dialéctica, ¿qué lugar podría reservar a las sociedades “cerradas” que no estuviese por debajo de la verdadera “apertura” de la Historia?, ¿qué estatus podría atribuir a la “mentalidad primitiva,” si no el correspondiente al grado cero de la conciencia? Una vez que la no-Historia es situada bajo el signo de la no-conciencia, las representaciones tradicionales en esas áreas se abrirán paso sin ningún obstáculo. “Así, pues, los americanos viven como niños insensatos (unverständige), que se limitan a existir, lejos de todo lo que signifique pensamientos y fines elevados” (ibid., p. 202; trad. fr.: p. 234 [trad. esp.: p. 172]). Si nos dirigimos hacia África, tendremos la misma proximidad inocente e inmediata, que Hegel define como “estado de la inconciencia de sí” (cf. ibid., p. 218 [trad. esp.: p. 183]). En ese estado, la conciencia, como “un centro oscuro y árido,” permanece cerrada a sí misma y, en consecuencia, “sustraída a esta evolución de que surge la historia” (ibid., p. 162 [trad. esp.: p. 136]). De ello se concluye: “ella no tiene en realidad historia. Por eso abandonamos África, para no mencionarla ya más. No es una parte del mundo histórico; no presenta un movimiento ni una evolución [...]. Lo que entendemos propiamente por África es un mundo a-histórico, no-desarrollado (Unaufgeschlossene), sumido todavía por completo en el espíritu natural, y que solo puede mencionarse aquí en el umbral de la historia universal” (ibid., p. 234; trad. fr.: 269 [trad. esp.: p. 194]).(2) Todo lo que permanece en la forma indeterminada del en-sí y de la inmediación, en el estado de inconciencia, de simple posibilidad abstracta, de envolvimiento, todo ello es colocado al margen del curso de la Historia.(3)

Es solo, pues, a partir de la ruptura con la vida inmediata que el objeto de la Historia especulativa comienza a delinearse. La relación entre un pueblo y su historia solo puede establecerse a la luz de la claridad y de la distinción de la conciencia. “Los pueblos de conciencia confusa, así como de historia confusa, no pueden ser objeto de la historia mundial filosófica, la cual tiene como fin el conocimiento de la Idea en la Historia, la aprehensión del espíritu de los pueblos que tomaron conciencia de su principio y saben lo que son y lo que hacen” (ibid., p. 5; trad. fr.: 25). El advenimiento de lo histórico está sujeto a los mecanismos de la “toma de conciencia,” o, en otras palabras, la apertura de la historia supone la desarticulación de las formas inmediatas y, por ello, confusas de la conciencia, por lo que se encuentra necesariamente bloqueada mientras la conciencia permanezca sumergida en la naturaleza, mientras el espíritu permanezca en estado de “germinación”.(4) Es el Espíritu, por cierto, el que desencadena la Historia, pero solo puede hacerlo a condición de romper el caparazón del en-sí, al instalarse en la primera evidencia del para-sí; en una palabra, el Espíritu solo desencadena la Historia al alcanzar la etapa del desdoblamiento reflexivo. De allí que Hegel establezca, como fundamento del criterio de inclusión en la Historia, la incompatibilidad entre la estructuración ético-política y el errar del deseo, que fluctúa al compás del instante: “un pueblo pertenece a la historia universal (ist nur Welthistorisch) cuando en su elemento y fin fundamental hay un principio universal, cuando la obra que en él produce el espíritu es una organización moral y política. Cuando solo el deseo es el que impulsa a los pueblos, este impulso pasa sin dejar vestigios” (ibid., p. 176; trad. fr.: p. 207 [trad. esp.: p. 145]). Esos vestigios son, ante todo, los de la historiografía, de la historia escrita. La Reflexión del Espíritu -única instancia capaz de suscitar la aurora de la Historia al efectuarse en el seno del organismo ético-político - lleva a que la representación que esos “pueblos históricos” tienen de sí mismos - en este caso, la representación del pasado- se transforme en parte integrante de su realidad, al punto de condicionarla.(5) Es lo que se desprende de la interpretación hegeliana de la doble significación del término “historia.” “La palabra historia reúne en nuestra lengua el sentido objetivo y el subjetivo: significa tanto historiam rerum gestarum como res gestas mismas, tanto la narración histórica como los hechos y acontecimientos. Debemos considerar esta unión de ambas acepciones como algo más que una casualidad externa; significa que la narración histórica aparece simultáneamente con los hechos y acontecimientos propiamente históricos. Un íntimo fundamento común las hace brotar juntas” (ibid., p. 164; trad. fr.: p. 193 [trad. esp.: p. 137]). El saber especulativo remite, en última instancia, ese fundamento interno común a la sustancia espiritual en vías de escindirse en sujeto y objeto. La representación del pasado, que solo puede ser provocada por una modificación sufrida por el objeto, repercute a su vez sobre el objeto, ejerciendo sobre él un contraefecto que suscita el surgimiento de una nueva objetividad del objeto. “La verdadera historia objetiva de un pueblo comienza cuando ella se torna también una historia escrita (Historie)” (ibid., p. 5; trad. fr.: p. 25). Todo sucede como si la historia real solo pudiese ser vivida como tal a condición de ser concebida. Hegel es categórico: “Los espacios de tiempo que han transcurrido para los pueblos antes de la historia escrita, ya nos los figuremos de siglos o de milenios, y aunque hayan estado repletos de revoluciones, de migraciones, de las más violentas transformaciones, carecen de historia objetiva, porque no tienen historia subjetiva, narración histórica. No es que [los documentos] hayan tal vez desparecido, en un período tan largo. Y no es que la historiografía haya decaído en estos espacios de tiempo casualmente, sino que no la tenemos porque no ha podido existir” (ibid., pp. 164-165; trad. fr.: p. 194 [trad. esp.: p. 137]).

Nada más justo, si se sigue la argumentación hegeliana, que el elogio de la prosa en la pluma de un historiador como Michelet, que en 1831 escribía en su Introducción a la historia universal: “quien dice prosa, dice la forma menos figurada y concreta, la más abstracta, más pura, más transparente, o sea, la menos material, más libre, más común a todos los hombres, más humana. La prosa es la última forma del pensamiento, lo que hay de más distante del devaneo vago e inactivo, lo que hay de más cercano a la acción. El pasaje del simbolismo mudo a la poesía, de la poesía a la prosa, es un progreso en la dirección de la igualdad de las luces; es una nivelación intelectual. Así, de la misteriosa jerarquía de las castas orientales, surge la aristocracia heroica y de esta, la democracia moderna”. De la misma manera, Hegel, en la Estética, no solo suscribe la tesis de la antecedencia de la poesía respecto de la prosa, no solo ilumina la distancia que separa la representación poética de la representación prosaica (sin olvidar, además, de subrayar la transformación que la aparición de la prosa impuso a la poesía), sino que también pone de relieve la radicación de la conciencia prosaica en el pensamiento del intelecto, así como vincula la determinación de la prosa, como forma general de la representación literaria del mundo, con una mutación de la realidad política. Es en ese punto preciso, sobre esa nueva base terrenal, que la Historia viene a desposar a la prosa, que la representación prosaica del mundo acoge y fija el saber de la Historia; Historia que, tras haber aparecido en un comienzo como objeto, se torna medio, el elemento donde se sumerge lo social.

Al considerar el análisis hegeliano de las sociedades “sin historia,” los hechos que privilegia, los trazos que considera en el curso de su análisis, veremos cómo Hegel distingue y ajusta, unos con otros, ciertos fenómenos cuyo acuerdo recíproco presidiría la instauración de la Historia como realidad efectiva: fundación del Estado y organización del poder político, introducción de la escritura (sobre todo la escritura fonética de tipo alfabético), institución de la prosa, ligada a las funciones de la memoria. El lenguaje ilustra de modo ejemplar el modo en que esos fenómenos (así como las instancias de las que derivan o que suscitan) se inscriben en el devenir de la racionalidad: en las sociedades “sin historia,” la extensión y el desarrollo del “reino de la palabra” permanecerán “mudos.” Hegel lo explica: “Es un hecho atestiguado por los monumentos que las lenguas se han desarrollado mucho en el estadio inculto de los pueblos que las hablaban. La inteligencia hubo de desenvolverse poderosamente en este terreno teórico. La extensa gramática consiguiente es la obra del pensamiento, que destaca en ella sus categorías. Es, además, un hecho que, con la progresiva civilización de la sociedad y del Estado, se embota este sistemático desarrollo de la inteligencia; y la lengua desde entonces se hace más pobre e informe. Es peculiar este fenómeno de que el progreso, al hacerse más espiritual y al dar nacimiento y forma a la racionalidad, descuide aquella precisión y exactitud intelectual y la considere embarazosa y superflua. La lengua es la obra de la inteligencia teórica, en sentido propio, pues es su manifestación externa. Las actividades de la memoria (Erinnerung) (las cursivas son mías) y de la fantasía son, sin el lenguaje, simples manifestaciones internas. Pero esta obra teórica, como asimismo su posterior evolución y también la labor más concreta - enlazada con ella - de la dispersión de los pueblos, su separación, su mezcla y sus migraciones, permanece envuelta en la niebla de un mudo pretérito (las cursivas son mías). No son hechos de la voluntad, que adquiere conciencia de sí misma; no son hechos de la libertad, que se da otra apariencia, una realidad propiamente dicha. Al no pertenecer al elemento que es el verdadero elemento de la Razón, esas transformaciones no han tenido historia (las cursivas son mías), a pesar de su desarrollo cultural en el idioma” (VG, p. 166; trad. fr.: pp. 195-196 [trad. esp.: p. 139]).(6) Así, en el caso de la India por ejemplo, la organización de las diferencias sociales según un sistema de castas le sustrae cualquier posibilidad de una verdadera vida ética; tal sociedad se ve por tanto privada de toda “finalidad de progreso y de evolución,” indispensable para hacerla permeable a la Historia. Estrechamente ligados entre sí, el régimen de la lengua y la organización del poder político condicionan la irrupción de la Historia a su mutua transformación, en el sentido de la apertura de la vía de la racionalidad; mientras esa mutación no tenga lugar, ningún objeto puede ofrecerse a una rememoración que, a su vez, es totalmente incapaz de trasmutarse en conocimiento histórico. Del mismo modo, al considerar en sí misma la esfera de la prosa y el modo de representación que le corresponde, y que Hegel define como “prosaica,”(7)encontramos la estructura, las operaciones que el pensamiento, intelectualizándose, pone en funcionamiento para articular los materiales de la experiencia: el trabajo de plasmación de la realidad concierne así a las categorías de causa y efecto, de fin y medio, al acto de ligar el objeto particular, tomado como nudo de una red de relaciones, a leyes de alcance general; en una palabra, el pensamiento prosaico libera el objeto, pone su objetividad de relieve, pero la autonomía que adquiere de esa manera, y que se expresa por medio de la atención a la particularidad, permanece sujeta a las reglas determinantes de la dependencia y de la relatividad, de la “explicación” y de la manifestación fenoménica de un contenido universal. Según Hegel, la prosa sería contemporánea de la consideración intelectual (verständig) del mundo.

La prosa de la historia solo surge en el momento en que el “pensamiento prosaico” (cf. VuAe., p. 282) ocupa el lugar de la anterior representación poética. Como señalamos antes, Hegel reúne, en un mismo análisis de la aparición de las sociedades históricas, el surgimiento de la prosa y de la historiografía, la estabilización de la diversificación de los contenidos de la memoria: la historia solo podría tornarse realidad efectiva y concebible por medio de esa convergencia, como una culminación o como una precipitación, en que la organización estatal de la vida ética desempeñaría el papel de catalizador. No es necesario recordar que la historiografía no extrae la naturaleza del “género prosaico” que le es peculiar de la simple forma literaria de su discurso: es su contenido el que le impone necesariamente la forma de la prosa. Es ese contenido el que suscita y articula la exploración del pasado, el que (precediendo todo discurso, disponible desde siempre y a la espera de ser dicho) constituye la prosa del mundo, aquello que Hegel llama el “lado prosaico de una época histórica,” y que se esboza en el momento en que la sociedad se da leyes, instituciones estables dotadas de alcance universal (cf. ibid., vol. 15, t. III, p. 258). “Tanto por su objeto como por su tenor, la historiografía solo comienza en el momento en que desaparece la época heroica en la cual la poesía y el arte habían tomado su más prístino contenido, en el momento, por lo tanto, en que la determinidad y la prosa de la vida comenzaban a imponerse, no solo a las situaciones reales, sino también a la manera de aprehenderlas y de expresarlas” (ibid.; trad. fr.: t. III, 2, p. 37). La simple consideración del modo de realización de los hechos históricos nos muestra en qué consiste la prosa de la vida: la instancia más visible de los hechos históricos es la contingencia y el acaso, constantemente reproducidos en la ruptura entre lo sustancial y la relatividad de los acontecimientos, siempre infiltrados, a través de la particularidad accidental de los agentes históricos y de la subjetividad de los protagonistas, con sus pasiones y destinos particulares, en la trama de la propia realidad; la prosa es la necesidad de enunciar esa dispersión de lo singular, de sujetarla siempre y prioritariamente a los esquemas de la utilidad práctica y de la finalidad del entendimiento. En la realización de los actos históricos, señala Hegel, se produce siempre, por un lado, “un divorcio, una separación entre la particularidad subjetiva y el conocimiento de las leyes, de los principios, de las máximas, etc.; y, por el otro lado, la realización de los fines deseados exige el recurso a numerosos preparativos y medios auxiliares cuya utilización presupone, en aquel o en aquellos que se abocaron a dicha tarea, mucho de inteligencia, de savoir-faire, de previsión y de cálculo, facultades puramente racionales y esencialmente prosaicas” (ibid., p. 260; trad. fr.: p. 39). La historia de la prosa nos muestra cuán prosaica es la propia Historia; Hegel no puede, en efecto, conceder ninguna pertinencia histórica al saber tradicional, envuelto en los mitos, en las sagas, en los cantos populares, en los poemas en general; la representación poética, dice básicamente, no puede manifestar ninguna verdad histórica, no apoya su contenido en la realidad determinada, no podría guardar en su autonomía específica todo lo ocurrido, ya que busca directamente su sentido en la vida libre y espontánea, para hacer brotar su valor universal, la pulsación inmediata y armoniosa de la totalidad; en una palabra, siempre que la poesía hace las veces de historia de la realidad, la posibilidad de aprehender de modo prosaico los objetos está bloqueada, es decir, es imposible enunciar leyes, explicitar determinaciones abstractas, refiriéndolas como a su raíz profunda, a la conciencia del ser-ahí exterior e independiente.(8)

La sociedad india, tal como la representa Hegel, brinda una ilustración ejemplar del significado de la poesía en el lugar de la historia real, fenómeno que marca con fuerza la distancia que la separa del mundo de la prosa. En la civilización de la India, Hegel (que en ese momento sigue las ideas corrientes en su época) solo ve deseo, fantasía y sentimiento. Allí todo es sueño y está subordinado a ese sueño; la imaginación solo se apropia de la realidad para transformarla de inmediato en fantasía; todo objeto real dotado de límites determinados se transforma, cuando es investido por la imaginación, en lo contrario de lo que es para una conciencia vigilante. Para Hegel, es el sueño el que puede explicar ese estado de no-saber de una conciencia sumergida en un sueño informe, esa es la clave del inmovilismo de la sociedad india: “En el sueño el individuo deja de conocerse como individuo determinado, como autónomo frente a los objetos. Cuando estoy despierto, existo para mí, y lo otro es algo externo y fijo frente a mí, como yo frente a ello. Lo otro, como algo extenso que es, se despliega ante mí en un conjunto inteligible, en un sistema de relaciones, en el cual mi propia individualidad es un miembro, una individualidad en conexión con él, esta es la esfera del intelecto. En el sueño, por el contrario, no existe esta separación. El hombre no distingue aquí entre su personalidad, existente por sí, y lo que es exterior a él. Desaparece en el sueño la conexión de lo externo, la intelección del mundo exterior; tampoco existe la distancia entre el ser-para-sí del sujeto y el ser-para-sí del objeto. El espíritu ha cesado de ser para sí frente a lo otro, y en general desaparece toda distinción entre lo externo y lo particular y la universalidad y esencia del espíritu” (VPh Wg., II, p. 352; trad. fr.: p. 110 [trad. esp.: pp. 277-278]). Así, la fluida indistinción se opone a la separación, a la claridad y a la distinción de la prosa. ¿Cómo, pues, espantarse ante una civilización que, tres veces milenaria como la de la India, no llegó a escribir su propia Historia? Ya conocemos la lección que Hegel extrae de esa situación: de la falta de aptitud para la prosa se deriva la impermeabilidad a la Historia objetiva.(9) No se trata de que la sociedad india se haya mostrado incapaz de evolución cultural; muy por el contrario, y en ello Hegel es claro, ella conoció la geometría, el álgebra, la gramática, la astronomía, ninguna lengua conoció el grado de desarrollo del sánscrito; y, sin embargo, no fue capaz de originar una verdadera historiografía. ¿Cómo, en efecto, podría la historiografía implantarse y prosperar en ese suelo fluido, donde todos los hechos se volatilizan como sueños inciertos? En la prosa, y solo con ella, se abre el campo de la Historia, tornando posible un saber inédito que a su vez se alimenta de una base real igualmente buena (novedad que Hegel define de manera precisa y contundente: “El Estado es, empero, el que por vez primera da un contenido, que no solo es apropiado a la prosa de la historia, sino que la engendra” (VG., p. 164; trad. fr.: pp. 193-194 [trad. esp.: p. 137]); parecería, pues, que el surgimiento simultáneo de la prosa y de la historia marcase un giro, ignorado por las sociedades “cerradas”, en la voluntad de saber, un desvío, en fin, al que correspondería una nueva disposición, un nuevo estatus de los protagonistas políticos: “La Historia, en efecto - señala Hegel -, requiere intelecto (Verstand), exige fuerza bastante para abandonar el objeto a sí mismo y concebirlo en su relación inteligible. Solo aquellos pueblos que han llegado a poseer individuos que se conocen como existentes por sí, con conciencia de sí mismos, son, por consiguiente, aptos para la historia, como para la prosa en general” (VPh Wg., II, p. 357; trad. fr.: p. 124 [trad. esp.: p. 281]).

Es, en efecto, muy largo el aprendizaje de la prosa de la Historia, o, más bien, aquel que la prosa parece imponer. Lo que anima y sostiene la textura de la prosa es precisamente un esfuerzo de conocimiento, pues se trata de decidir acerca de un camino que se ha de recorrer, de un obstáculo que se ha de superar y, ante todo, de una diferencia que se ha de percibir y una distancia que se ha de respetar: lo que corresponde, en el lenguaje de Hegel, a la “separación prosaica entre el concepto y la realidad” (VuAe., III, W 15; trad. fr.: III, 2, p. 41). Es de esa separación que se alimenta la prosa, y que ella misma instituye, y de allí la tarea infinita de un ajuste recíproco de dos planos, la necesidad de producir su unidad, de viajar sin cesar de uno a otro. Lo prosaico, tal como lo presenta Hegel, aparece en primer término en el reconocimiento de la irrebatible superabundacia del pormenor. Más precisamente, y más que cualquier otra prosa (en este nivel, al menos, de la explicación hegeliana), al chocar continuamente con las figuras de la contingencia, la prosa historiográfica vuelve visible la discontinuidad, en su coherencia irresistible: coherencia que más tarde se torna un problema - la necesaria reducción de lo discontinuo -, pero que comienza por presentarse como la constatación clara y luminosa, por eso mismo insoslayable, de la promiscuidad entre lo aleatorio y lo sustancial, pues lo que teje la trama de esa prosa es el reconocimiento, anterior a toda voluntad de saber, de la necesidad de permanecer en el campo del no-sentido circunstancial para poder captar el sentido, de prestar atención a la acumulación aleatoria de los hechos insignificantes, para dejar que su significación madure y salga a la luz; en una palabra, no es posible llegar a los “fundamentos absolutos de los acontecimientos,” descubrir su razón superior y secreta, sin pasar por ese largo desvío impuesto por la prosa del mundo. Ese giro que impone la prosa es, precisamente, una conversión a una nueva autonomía del objeto: “el historiador no tiene el derecho de eliminar los rasgos prosaicos de su contenido o de someterlo a un maquillaje poético; él debe contar lo que es, tal como es, sin interpretaciones arbitrarias o deformaciones poéticas. Cualquiera que sea el esfuerzo que haga para captarles el sentido íntimo, el espíritu de la época, del pueblo, de ciertos acontecimientos que describe, para hacer de ellos el núcleo que articula, unos con otros, los pormenores que narra, jamás podrá subordinar a esos fines las circunstancias, los caracteres y los acontecimientos, aun purificándolos de todo lo que es accidental e insignificante; siempre debe dejarlos tal como se presentan, con todo lo que tienen de accidental, de contingente, con toda su apariencia contingente” (ibid., p. 260; trad. fr.: p. 39). Enunciar las cosas tal como son, dejarlas tal como se presentan, ese es el principio regulador del que la prosa no puede escapar sin perder su naturaleza propia: se trata, por cierto, de una especie de forma inédita de la voluntad de verdad que la narración histórica debe conducir a la plena realización. Justamente, esa forma de la voluntad de verdad no puede ocurrir en las sociedades “sin historia;” por ello, explica Hegel, sería vano pedir a las narraciones que tienen lugar en esas sociedades “eso que nosotros llamamos verdad y veracidad históricas, comprensión razonable e inteligente de los acontecimientos, fidelidad en la exposición” (VPh Wg., II, p. 357; trad. fr.: p. 124 [trad. esp.: p. 281]). Si retrazáramos la genealogía del ideal de claridad y distinción, el surgimiento de la prosa aparecería allí como una etapa fundamental. La constitución del mundo de la prosa parece provocar una reconversión de la percepción; esta abandona el elemento cambiante de la imagen, el puro aparecer de la cosa, para tornarse apreciación justa, punto de apoyo y primer soporte de un juicio de verdad. La propia representación, redefinida por la acción de la prosa, ya no nos entrega el fenómeno del contenido, ni nos lanza a la realidad inmediata de las cosas, pero circunscribe, sí, la “significación en tanto tal,” separa imagen y significación, libera el contenido abstracto del residuo de la figura, y, transformada en puro medio de toma de conciencia de ese contenido, abandona la búsqueda y la fascinación de la imagen, incluso donde la imagen marca con más nitidez los contornos o los límites de las cosas. Esto es así porque la prosa o el modo de representación que instituye, como explica Hegel, solo puede llegar a ser lo que es en la medida en que se somete a la ley que introduce en la experiencia: la ley de la exactitud (Richtigkeit), de la determinidad precisa (deutliche Bestimmtheit). En pocas palabras, la representación prosaica es definida por el principio de la adecuación (Angemessenheit) (cf. VuAe., III, W 15, pp. 280-281). La base que sostiene la prosa de la Historia solo puede por tanto ser un sistema de medios y de fines, un sistema de remisiones en que todas las instancias son instrumentalizadas por fines prácticos particulares, en que los materiales de la experiencia son de inmediato convertidos en puntos de partida del saber y del querer. En las sociedades “sin historia” no se encuentra trazo alguno de esa voluntad de saber que articula internamente la Historia a la verdad, en que el conocimiento adecuado se delinea sobre el fondo de la separación entre la representación exacta y lo representado autónomo. El único suelo capaz de historia es aquel donde nace esa figura particular de la verdad.

Pero aun es preciso añadir, como ya sugerimos, la instancia suplementaria de la maduración de la memoria. Según Hegel, solo son capaces de prosa, y de la prosa histórica en particular, los pueblos que llegaron al momento en que la memoria parece liberarse de la hegemonía de la imaginación y que pueden, así, elevarse hasta la representación prosaica del pasado. La prosa de la Historia comulga con la “memoria pensante” (denkendes Andenken) (cf. VG., p. 165 [trad. esp.: p. 138]). Como vimos, para Hegel, la Historia irrumpe en el seno de las sociedades a raíz de una toma de conciencia, de una mutación que conduce de lo indeterminado a lo determinado, de la inmediación a la distancia objetivante; esa operación constitutiva es por tanto inseparable de la actividad de rememoración, lo cual es ilustrado por la separación entre las sociedades “sin historia” y las sociedades históricas y que es retomado de manera sistemática por la Filosofía del Espíritu, cuando se trata de la anticipación del pensamiento (Gedanke) en la memoria (Gedächtnis), cuya afinidad trasparece ya en la figuración lingüística.(10) Donde el mundo prosaico permanece en eclipse, la rememoración falla, se resuelve en fantasía: ella sueña el pasado. La consideración retrospectiva, para organizar la dispersión del pasado y asimilarlo, exige como fundamento (además de la regla de la exactitud, del principio general de la adecuación a la significación y a la determinación abstracta del contenido, que son específicos de la prosa) un objeto sólido que sea al mismo tiempo objeto de saber y meta de la voluntad: objeto que solo el Estado puede proponer. Es aquí donde la memoria hace su aprendizaje, ya que la fidelidad de la narración presupone e impone la claridad y la distinción del recuerdo: “Los recuerdos familiares y las tradiciones patriarcales tienen un interés dentro de la familia o de la tribu. El curso uniforme de su estado no es objeto del recuerdo; pero los hechos más señalados o los giros del destino pueden incitar a Mnemosyne a conservar esas imágenes, como el amor y el sentimiento religioso convidan a la fantasía a dar forma al impulso que, en un principio, es informe;” ahora bien, el surgimiento del Estado solo puede coincidir con la génesis de una memoria colectiva, con la constitución de las diversas formas de conservación del pasado, del dominio del devenir temporal, de inscripción del pretérito en el resultado actual (por lo demás, solo el encadenamiento prosaico de los recuerdos esboza la propia idea de resultado): “En lugar de los mandatos puramente subjetivos del jefe, mandatos suficientes para las necesidades del momento, toda comunidad, que se consolida y eleva a la altura de un Estado, exige preceptos, leyes, decisiones generales y válidas para la generalidad, y crea, por consiguiente, no solo la narración, sino el interés de los hechos y acontecimientos inteligibles, determinados y perdurables en sus resultados, hechos a los cuales Mnemosyne tiende a añadir la duración del recuerdo, para perpetuar el fin de la forma y estructura presentes del Estado” (VG., p. 164; trad. fr.: pp. 193-194 [trad. esp.: p. 137]). Ya señalamos antes que Hegel asocia la normalización de la representación prosaica del mundo con una reestructuración de la percepción - un perfeccionamiento de la consideración (en el sentido de Meinung), una opinión sin desvíos, ortho-doxa-, la institución del juicio adecuadamente completado como modelo de la verdad; a esos rasgos de la voluntad de saber que se encuentra en el origen de la Historia, Hegel les añade otro: con la edad de la prosa surge también una socialización de la memoria que, a su vez, es contemporánea de un desplazamiento del interés de los protagonistas políticos (recordemos, de paso, que la palabra interés aparece, en Hegel, siempre acompañada por las ideas de razón y de racionalidad), a partir de la constitución del Estado como principal agente histórico. En efecto, Hegel sugiere que el recorte puntual del devenir, el atesoramiento fantasioso de los recuerdos, tiende a borrarse para dar lugar a una exploración interesada del pasado, es decir, determinada por el interés general (y por lo tanto racional), que se inviste a su vez en la representación de un Estado en cuanto objeto que hay que producir y reproducir. Se trata de una ruptura con lo inmediato, pero la vía tomada por la memoria pensante no termina por adherir a otro inmediato; por el contrario, el nuevo objeto se presenta bajo la forma de una Gegenwärtigkeit inacabada y es por allí, por esa incompletitud, que la Historia puede finalmente inscribirse en el objeto: “Un sentimiento profundo, como el amor y también la intuición religiosa, con sus formas, tiene en sí mismo una presencia total (ganz gegenwärtig) y satisface por sí mismo; pero la existencia externa del Estado, con sus leyes y costumbres racionales, es un presente imperfecto, incompleto (eine unvollständige Gegenwart), cuya inteligencia necesita, para integrarse, la conciencia del pasado” (ibid.)

La Historia efectiva solo puede ser, por lo tanto, experimentada como el terreno primitivo donde todas nuestras experiencias se arraigan, donde todas van a buscar su sentido, con la condición de ser representada en cuanto tal; acabamos de ver en qué sentido el ejercicio del saber, protegido por la prosa y por la memoria, combinadas y animadas por la misma tensión, por el trabajo de la voluntad de verdad, hace posible esa representación. Pero eso no es todo; para que la Historia pueda darse al mismo tiempo como objeto y como proyecto, es necesario que la representación adecuada del pasado sea parte integrante y real de la propia sociedad, que en ella se infiltre como la imagen que reúne la dispersión del devenir, que se interponga entre la conciencia rememorativa, y previdente, y su objeto, cuya “presencia” inacabada solo puede provocar este tipo de representación: “Mediante la historia, llegan los pueblos a tener conciencia del curso de su espíritu, que se expresa en leyes, costumbres y hechos. Las leyes, como las costumbres y las instituciones, constituyen lo permanente. Pero la historia da al pueblo su imagen como una condición que, de esta suerte, se hace objetiva para él. Sin historia, su existencia temporal es ciega: es solo un continuo juego de la arbitrariedad bajo diversas formas. Pero la historia fija esta contingencia, la hace estable, le da la forma de la universalidad y establece así la regla para ella y contra ella. La historia es un eslabón intermediario esencial en el desarrollo y consolidación de la constitución, esto es, de una condición racional, política; porque es el modo empírico de hacer resaltar lo universal, puesto que ofrece a la representación algo perdurable” (VPh Wg., p. 358: trad. fr.: p. 125 [trad. esp.: p. 282]). En contrapunto, ¿qué vemos en las sociedades “cerradas”? Jamás, aquí, la retrospección, la imagen segregada del pasado, podría desempeñar el papel de “eslabón intermediario esencial,” ya que en ellas solo encontramos formaciones acabadas interiormente, estacionarias, que tempranamente llegaron al estado en que se encuentran en el presente, en que la perpetua reaparición de lo mismo ocupa el lugar de lo que llamaríamos histórico (cf. ibid.,por ejemplo, pp. 275, 343). Pero ese elemento durable no es del mismo orden del que rige las sociedades históricas y que es solo el producto del trabajo prosaico de rememoración; en un caso, él remite a una especie de permanencia que excluye toda transformación, todo desequilibrio, mientras que, en el otro, remite ante todo a la generalidad de lo que es originariamente objeto de un saber. Si nuestros análisis anteriores son correctos, se vuelve más fácil comprender que nos encontramos aquí ante dos maneras distintas de instituir la representación del pasado o, de modo más genérico, de integrar la representación del devenir temporal en la representación actual del cuerpo social; se observa, pues, que la diferencia fundamental reside finalmente en las modalidades de la conciencia. En efecto, la claridad de la conciencia y de la Historia solo pueden surgir juntas. Solo se torna posible una imagen del pasado, coherente y activa, por obra de una ruptura de lo inmediato, de una fisura que trabaja su cuerpo monolítico: solo con esta negación puede surgir la conciencia del ser-en-sí y para-sí; en otras palabras, la conciencia solo se instaura en la medida de esa ruptura. Ahora bien, es claro que esa ruptura de lo inmediato traduce en su propio plano la operación fundamental del espíritu: el acto de la escisión, de la oposición a sí mismo, el volverse su propio objeto, el distinguirse para remitirse a lo diferente allí puesto, como a sí mismo. Es precisamente esa oposición o, mejor, la conceptualización de los términos en ella separados y confrontados, lo que jamás se encuentra en las sociedades “sin historia” (ibid., p. 275): en ellas, para seguir la terminología hegeliana, no hay diversidad alguna entre la unidad sustancial y la libertad subjetiva; ante la ausencia de esa separación, la sustancia no se eleva a la reflexión en sí. Alcanzamos en este momento algo que ya mencionamos cuando se trataba de retrazar aquello que correspondería, en Hegel, a una lógica del tiempo: así como la co-pertinencia entre egoidad y la temporalidad reposa, en última instancia, sobre una reflexión primitiva, sobre una división originaria, así como es posible reconducir la producción del tiempo a esa distancia, podemos también ver que la complicidad entre el Espíritu y la Historia deriva de una reflexión semejante. En efecto, la apertura de la Historia coincide con el advenimiento del Espíritu (cf. VPh Wg., p. 512). Si la luz de la conciencia vuelve visible la Historia, esta solo puede surgir, tras una larga incubación, con la condición de ser acogida por una instancia ya susceptible de reflejarla. Ahora bien, solo la conciencia es capaz de hacerlo, pues la “conciencia es lo único Abierto (das Offene)” (VG., p. 162; trad. fr.: p. 192 [trad. esp.: p. 136]): aquello a lo que la Historia puede revelarse (offenbaren), al mismo tiempo como objeto y como campo productor de lo universal, solo puede ser ese Abierto, o, en otros términos, “la conciencia reflexionante (nachdenkend)” (ibid.). Explosión de lo inmediato, apertura que adviene como una reflexión originaria, objetivación de la conciencia por la estructuración del pasado: son formas diferentes de indicar las condiciones de posibilidad de desencadenamiento de un proceso de mediación que Hegel llama Historia, ese lugar de producción de lo universal o, lo que es lo mismo, de manifestación de la racionalidad, hecha al fin posible por el advenimiento de esa realidad “incompletamente presente” que es el Estado. Pero los análisis hegelianos de la doble significación, tanto subjetiva como objetiva de la Historia, muestran que ese proceso de mediación es el revés de un proceso de interiorización, que el primero supone el segundo, en fin, que solo pueden ocurrir de manera simultánea. Si hay sociedades “sin historia,” es porque en ellas el espíritu aún no se interiorizó (cf., por ejemplo, VPh Wg., II, p. 269); y solo puede interiorizarse donde hay diferencia y oposición, conflicto y carencia. Sin historia, la existencia de esas sociedades en el tiempo es apenas un curso uniforme, reproducción de un equilibrio dado desde siempre. Por el contrario, en los pueblos en que lo social surge en la ola de un conflicto (si así comprendemos lo que Hegel entiende por escisión del Espíritu), en que la oposición (en el caso, la oposición entre la sustancialidad y la libre singularidad) es asumida y desarrollada, en que el objeto del interés de los protagonistas se ofrece bajo la forma de una presencia parcial (que se opone así a la abstracta plenitud del presente), la conciencia del pasado o la prosa del recuerdo que en ella se imbrica tiene que contribuir a la modificación de su modo de inserción en el devenir temporal. Al situar el nacimiento de la prosa de la Historia bajo el signo de un despertar de la conciencia, de una Besinnung, Hegel asocia internamente Besinnung y Erinnerung en el doble sentido de interiorización y de rememoración, que la segunda palabra recibe en el lenguaje hegeliano. En otras palabras: lo que siempre está ligando la trama de la prosa de la Historia es esa interiorización del devenir temporal. Las sociedades históricas, al contrario de las sociedades “cerradas,” son aquellas que interiorizan el devenir temporal - operación cuyos términos intentamos analizar -, para hacer de él un momento constitutivo de la oposición que a su vez instituye. Al concebir el tiempo como devenir intuido, Hegel nos propone así aprehender el tiempo histórico como devenir interiorizado. El devenir temporal solo podría ser experimentado como devenir histórico con la condición de ser interiorizado, de ser puesto como momento del objeto.

El análisis de la distinción hegeliana entre sociedades “sin historia” y sociedades históricas nos permitió hasta ahora iluminar las condiciones, tanto del lado del sujeto como del lado del objeto, cuya articulación hace posible la constitución del campo donde se da continuamente la transformación del mero devenir temporal en devenir histórico. Son esas condiciones las que presiden la constitución de aquello que podemos llamar tiempo histórico. Profundizando un poco el análisis, descubrimos otros trazos indicativos de esa conversión y que permiten ampliar la distinción operada, al punto de identificarla como la oposición entre dos maneras de reaccionar ante el encadenamiento temporal de las cosas o de registrarlo: las sociedades “sin historia” intentan no ofrecer flanco alguno al tiempo, concebirlo como un parámetro entre otros, para evitar sufrir su acción como agente de desequilibrio, mientras que las otras sociedades transforman la representación del tiempo en un eslabón intermediario de su propio desarrollo y multiplican sus efectos en lugar de intentar neutralizarlos.

La prosa especulativa de la Historia se abre con una meditación sobre las ruinas.(11) Considerando las cosas desde el punto de vista del “presente temporal,” vemos que China y la India duran, persisten sobre la Tierra, cuando nada queda del imperio persa salvo, a lo sumo, como dice Hegel, “un montón de ladrillos” (cf. VPh Wg., II, p. 274 [trad. esp.: p. 220]). Una de las primeras tareas de la comprensión especulativa de la Historia consiste justamente en invertir la dirección de esa tendencia natural a privilegiar lo durable a costa de lo perecible; invirtiendo esa tendencia, la especulación mostrará la pertinencia teórica de la oposición entre Historia y no-Historia. Es cierto que “las distintas figuras [de los pueblos] se presentan también coexistiendo y perdurando en el espacio, indiferentes unos a otros” cf. VG., p. 154; trad. fr.: p. 183 [trad. esp.: p. 130]). Distribuir de ese modo sobre la superficie del planeta el conjunto de las sociedades humanas, para medirles la duración relativa, es la obra (legítima en su género) de la reflexión que se sitúa desde el punto de vista exclusivo del “presente temporal.” Pero la coexistencia así figurada disimula la transición, la yuxtaposición esconde la conexión interna, que no deja de ser real por ser menos visible y presente. En el plano propiamente lógico, el esfuerzo especulativo se traduce entonces por el desplazamiento de esa representación del sistema de las coexistencias en favor de un pensamiento serial, es decir, del concepto de una especie de orden gradual. Con ese gesto, los eslabones perdidos, por el propio hecho de su desaparición, son promovidos al estatus de objeto real. Las razones que Hegel proporciona para esa inversión deciden, al mismo tiempo, la cuestión de la primacía: “Esta serie universal se halla expuesta aquí en su modo perdurable de ser [esto es, en la Antigüedad, el “principio oriental,” el “mundo musulmán” y el “mundo cristiano”]; pero en la historia universal la encontramos en fases sucesivas. Los grandes principios, al pervivir unos junto a otros, no exigen por ello la pervivencia de todas las formas que transcurrieron en el tiempo. Podríamos desear la existencia actual de un pueblo griego, con su hermoso paganismo, o de un pueblo romano; pero estos pueblos han perecido. Hay asimismo formas, dentro de todos los pueblos, que perecen, aunque estos sigan existiendo. ¿Por qué desaparecen? ¿Por qué no perduran en el espacio? Esto solo puede explicarse por su especial naturaleza; pero esta explicación tiene su lugar indicado en la historia universal misma. Allí se verá que solo perviven las formas más universales. Las formas determinadas desaparecen necesariamente, después de haberse manifestado con intranquila vitalidad” (ibid. [trad. esp.: pp. 130-131]). De estas proposiciones solo retendremos la manera mediante la cual superponen lo histórico a las formaciones condenadas a la desaparición por su propia y compleja diferenciación. Lo que equivale a decir que solo la ausencia de pensamiento, la conciencia somnolienta, es imperecedera, o sea, que solo lo abstracto puede escapar de la acción del tiempo. Volvamos al ejemplo del imperio persa: con él la Historia está armada, allí entramos por primera vez en su proceso. “Los persas son el primer pueblo histórico; Persia es el primer imperio que ha sucumbido” (VPh Wg., II, p. 414; trad. fr.: p. 133 [trad. esp.: p. 323]); además, añade Hegel, tal desaparición nos muestra, por primera vez, un “pasaje histórico” (cf. ibid., p. 512). No hay nada de extraño en que la exposición especulativa de la Historia Universal sea inaugurada por la consideración del testimonio de las ruinas. Ahora bien, no basta la ruina para dar testimonio del carácter histórico de un pueblo, aun es necesario que la caída de la civilización sea el resultado de un proceso interno. Como es sabido, todos los análisis hegelianos de los fenómenos de decadencia se vinculan con la disolución de una muerte natural: en los pueblos históricos, lo negativo solo puede surgir del interior, y el papel de la violencia externa nunca es determinante en la caída final. Las sociedades “sin historia” presentan, por otro lado, una figura inversa: siendo su positividad lo que es, la desagregación solo puede ocurrir como efecto de una catástrofe por así decir extrínseca; muy tempranamente su estabilidad (su débil temporalidad o, como veremos, su “duración”) las vuelve vulnerables a las devastaciones de lo arbitrario exterior, lo negativo que en ellas se insinúa proviene de fuera o, como dice Hegel, “al no desarrollarse adentro, la oposición explota en el exterior” (VG., p. 248; trad. fr.: p. 286). Ellas pueden dejar ruinas, pero la Historia no pasa por su destrucción: “También esta historia es predominantemente ahistórica, pues es solamente la repetición de una misma ruina (Untergang) majestuosa. Lo nuevo, que se produce por la valentía, la fuerza, la nobleza, y sustituye a la suntuosidad anterior, sigue el mismo ciclo de decadencia y ruina. Esta ruina no es, pues, una verdadera ruina, porque estas variaciones incesantes no llevan a cabo ningún progreso. Lo nuevo, que viene a sustituir a lo muerto, se sumerge también en la decadencia; aquí no hay progreso alguno y toda esta inquietud es una historia ahistórica (eine ungeschichtliche Geschichte)” (ibid., p. 245; trad. fr.: p. 283 [trad. esp.: p. 203]). Hay, por lo tanto, ruinas que no demarcan ningún pasaje histórico; allí, en efecto, no están presentes las categorías que permiten delimitar el campo de la Historia: ninguna transformación orientada, guiada por un fin racional (ya que el único fin que allí encontramos se reduce a la pura yuxtaposición de las “duraciones” bruscamente interrumpidas), ningún rejuvenecimiento, es decir, nada nuevo, a no ser bajo la forma de la repetición de un mismo destino. Al contrario de los pueblos históricos, las marcas de la desaparición de los pueblos “sin historia” sugieren, por medio de la meditación sobre las ruinas, menos la categoría del cambio que la de la permanencia, de la duración en que cada fisura aparece como una figura casual; por ello era necesario, una vez más, insistir en la distinción entre Historia y no-Historia, diversificar, entre una ruina y otra, la formación de la experiencia de la temporalidad.

La contemplación de las ruinas ilustra bien esa función que Hegel atribuye a la Historia, la de constituir un medio empírico de la producción de lo general, pues aquello que se anuncia ante la visión de las ruinas remite a una identificación inmediata con lo universal; si la desaparición atañe incluso a ese nivel de indeterminación es porque estamos siempre cerca de nosotros, en casa; por ello mismo, las ruinas se tornan la alegoría de la degradación temporal, de la irreversible supresión de las cosas corroídas por la Historia. “El aspecto negativo de este pensamiento de la variación provoca nuestro pesar”, señala Hegel, que a continuación dice: “Lo que nos oprime es que la más rica figura, la vida más bella encuentra su ocaso en la historia. En la historia caminamos entre las ruinas de lo egregio. La historia nos arranca a lo más noble y más hermoso, por que nos interesamos. Las pasiones humanas lo han hecho sucumbir. Es perecedero. Todo parece pasar y nada permanecer. Todo viajero ha sentido esta melancolía. ¿Quién habrá estado entre las ruinas de Cartago, Palmira, Persépolis o Roma, sin entregarse a consideraciones sobre la caducidad de los imperios y de los hombres, al duelo por una vida pasada, fuerte y rica? Es un duelo que no deplora pérdidas personales y la caducidad de los propios fines particulares, como sucede junto al sepulcro de las personas queridas, sino un duelo desinteresado, por la desaparición de vidas humanas brillantes y cultas” (VG., pp. 34-35; trad. fr.: p. 54 [trad. esp.: p. 47]). Apenas se ha desprendido del “duelo desinteresado de la ruina” y lo universal se borra en la monotonía de la tristeza, volviéndose experiencia negativa en la inoperancia de la melancolía. La dialéctica aprehende ese universal en el curso de esa experiencia del duelo, pero trabajándolo de modo tal que produzca, al mismo tiempo, la crítica de aquellos que en ella se demoran. Convertir las ruinas en alegoría de una interminable decadencia (llamada, entonces, Historia), ¿no sería doblegarse complacientemente a los poderes del tiempo? La tristeza que inspiran las ruinas expuestas por la Historia es, nadie lo niega, provocada por el “duelo más profundo e inconsolable, que ningún resultado compensador sería capaz de contrapesar” (cf. ibid., p. 80; trad. fr.: p. 103 [trad. esp.: p. 80]); siempre es necesario constatar que “no podemos sino sumergirnos en la tristeza frente a la representación de la caducidad en general” (ibid.). Pero al presentar sistemáticamente la ruina como desenlace de la Historia, ese tipo de meditación no deja de subvertir las relaciones entre medio y fin, de ignorar el intercambio entre mediación y resultado - que la dialéctica nos enseña a discernir -. “Por otra parte - añade Hegel -, el interés de aquella reflexión sentimental no consiste propiamente tampoco en elevarse sobre aquellas visiones y los sentimientos correspondientes, y en resolver de hecho los enigmas de la Providencia, que aquellas consideraciones nos han propuesto, sino más bien en complacerse melancólicamente sobre las vanas e infecundas sublimidades de aquel resultado negativo” (ibid., p. 81; trad. fr.: pp. 103-104 [trad. esp.: p. 80]). En una palabra, ese desprecio por el aspecto negativo del cambio, concerniente a la significación de la negación determinada, tiene un origen bien conocido: transformar el devenir de la Historia en Trauerspiel, esa es la obra de una analítica de la finitud. “El pensamiento referente a la finitud de las cosas lleva consigo este pesar (Trauer), porque la finitud es la negación cualitativa empujada hasta su extremo, a las cosas en la simplicidad de tal destinación ya no se deja un ser afirmativo distinto de su destinación al perecer.”(12) En el terreno de la Historia, así rebajada al plano de la ilustración, las ruinas solo pueden aparecer como alegoría de la finitud, y la melancolía puede alimentarse de la inversión que consiste en transformar lo perecedero en una determinación imperecedera. Como es sabido, el intelecto tiende siempre a agravar el alcance de la proposición que afirma que el fin de las cosas finitas es exactamente la necesidad de tener un fin. Y ello, mientras lo afirmativo trasparece en la necesidad de desaparecimiento de la desaparición: “el intelecto persevera en este pesar de la finitud (Trauer der Endlichkeit), en cuanto convierte el no-ser en destinación de las cosas, y al mismo tiempo en imperecedero y absoluto”; ahora bien, añade Hegel: “La fugacidad de las cosas podría desaparecer solo en su otro, en lo afirmativo” (WdL.., pp. 117-118; trad. fr.: p. 130 [trad. esp.: p. 116]). Como vemos, al pasaje lógico de lo finito a lo infinito le corresponde, en el plano de la Historia, el reconocimiento de un “pasaje histórico” en todo desaparecimiento - la ruina se vuelve la señal del advenimiento de una nueva forma de racionalidad -. Si la dialéctica, según Hegel, no puede remediar la tristeza de la finitud, es justamente porque ella se muestra capaz de habitar ese elemento; ¿qué hace la dialéctica de lo particular y de lo universal sino mostrar que la Idea debe pagar el “tributo del ser-ahí de la caducidad”? (cf. VG., p. 105; trad. fr.: p. 129). (La analítica de la finitud no vería en eso, es verdad, nada más que una astucia de la razón.) En ese sentido, el trabajo del Concepto, que se opera por medio de la meditación sobre las ruinas, aparece como el trabajo del duelo. El duelo suscitado por la ruina solo es posible mediante una identificación con lo desaparecido: el desinterés que lo define nos proyecta en el terreno de lo universal, y el duelo desinteresado pasa a aparecer como el revés del interés de la Razón. La ruina, en su función alegórica, es vivida entonces como una pérdida del objeto, y la melancolía expresa a su vez la identificación con el objeto perdido. Pero ya estamos en el dominio de lo universal: ese duelo, decía Hegel, no proviene de la muerte, de la caducidad de los fines particulares; asimismo, el pensamiento no podría demorarse en las heridas infligidas a las formaciones singulares, y de la dialéctica no podría esperarse consuelo alguno. Conviene, por tanto, marcar con nitidez la diferencia: la Filosofía reconcilia, no consuela, nada más alejado del estilo de la dialéctica que transformar lo negativo en un espejismo: “Lo que generalmente se llama ‘realidad’ es considerado por la filosofía como sospechoso, que puede aparecer como real, pero que no es real en sí y para sí. Este modo de ser puede decirse que nos consuela, frente a la representación de que la cadena de los sucesos es absoluta infelicidad y locura. Pero este consuelo solo es, sin embargo, el sustitutivo de un mal, que no hubiera debido suceder; su centro es lo finito. La filosofía no es, por tanto, un consuelo; es algo más, [...] algo que remedia la injusticia aparente y la reconcilia con lo racional” (ibid. [trad. esp.: p. 78]). Se trata, pues, de “matar lo muerto,” o de mirar lo perecedero con el ojo del Concepto; es desde esta perspectiva que se debe releer la frase de la Fenomenología: “La muerte, si así queremos llamar a esa irrealidad, es lo más espantoso, y el retener lo muerto lo que requiere una mayor fuerza.”(13) El trabajo conceptual del duelo culmina, también, en una liberación que igualmente torna posibles otras inversiones: nos libera de la tristeza de la finitud por una ruptura de la ligación con el objeto suprimido, pero esa ruptura asume aquí la forma de la doble negación, pues es el desaparecimiento de la desaparición. Esto es lo que Hegel llama reconciliación con la caducidad: “La caducidad puede conmovernos; pero se nos muestra, si miramos más profundamente, como algo necesario en la idea superior del espíritu. El espíritu está puesto de manera que realiza su absoluto fin último. Y así debemos reconciliarnos con su caducidad” (VG., p. 69; trad. fr.: p. 91 [trad. esp.: p. 72]). Comprendamos este imperativo: es necesario ligar la negatividad del tiempo con la negatividad del Concepto; el poder del tiempo, que se delinea de entrada como pérdida y ruina, debe ser subordinado al poder del Concepto, en el que la pérdida es metamorfoseada en ganancia, en el que lo que desaparece da testimonio de su pertinencia respecto de la Historia.

En la teoría del tiempo, vimos que Hegel distingue dos formas de temporalidad: la duración y el tiempo. Era de esperar que la distinción entre Historia y no-Historia la recubriese, es decir, se sobrepusiese a la distinción que opone el proceso abstracto de las cosas a su abolición relativa. Recorrimos, así, el análisis hegeliano de las condiciones que permiten explicar por qué ciertas sociedades permanecen impermeables a la acción corrosiva del tiempo, o simplemente duran, mientras que otras se sumergen por entero en el tiempo de la Historia por haber interiorizado el devenir; solo donde hay oposición desarrollada, puede el tiempo inscribirse en la osamenta del proceso, grabarse como tiempo histórico. De allí el inmovilismo, la inmutabilidad sustancial de los pueblos en los que reina la duración; y Hegel nos proporciona los fundamentos de ese inmovilismo, Las sociedades “sin historia”, al no poder cambiar por razones internas, ilustran a la perfección el “reino de la duración”: a esa “duración espacial” se opone la forma del tiempo (cf. VG., pp. 245, 248; VPh Wg., II, p. 247); siempre que el Espíritu no se divide, no se abre, siempre que ninguna oposición diferencial puede desencadenar el proceso de la mediación, el antes y el después permanecen indiscernibles, el pasado puede prolongarse en el presente, pero no hay Historia, pues el organismo social no envejece y ninguna fractura permite que el tiempo se inscriba en él: la resistencia (endurance) de ese organismo es su “duración”. Al sacar a luz la diferencia entre el tiempo y la duración, la reflexión sobre las ruinas permitió también alejar un preconcepto, o decidir una cuestión de prioridad: “¿Por qué ha sucumbido el imperio persa, mientras los imperios de los principios anteriores han perdurado? La duración como tal no constituye una preeminencia sobre la caducidad. Las montañas no tienen preeminencia sobre la rosa, que se marchita” (VPh Wg., II, p. 512 [trad. esp.: p. 394]). En una palabra, la verdad no se expone como proceso en aquello que solo dura, por debajo de la prueba del tiempo.(14)

* Publicado originalmente en el primer número de la revista Almanaque, São Paulo, Basiliense, 1976, con traducción de Bento Prado Jr., este texto forma parte del libro Hegel. A ordem do tempo, São Paulo, Hucitec/Polis, 2000, pp. 187-212. [Traducido por Ada Solari, y gracias a la generosa contribución de Carleton College.]

Notas

1. Die Vernunft in der Geschichte, ed. de J. Hoffmeister, Hamburgo, Felix Meiner, 1966, p. 162 (abreviado: VG.); trad. al francés de K. Papaioannou, La raison dans l’histoire, París, col. 10/18, p. 191 [las citas de esta obra pertenecen en general a la edición en español: “Introducción general” e “Introducción especial”, en Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, trad. de José Gaos, Madrid, Revista de Occidente, 1974, p 136. No obstante, no se sigue literalmente la edición en español a fin  adecuar las citas a la versión del artículo, N. de la T.].

2. Y más aun: “En esta parte principal de África no puede haber en realidad historia. No hay más que casualidades, sorpresas, que se suceden unas a otras” (VG., p. 216; trad. fr.: p. 249 [trad. esp.: p. 182).

3. Del mismo modo, la “prehistoria”, a fortiori, queda fuera del tratamiento especulativo de la Historia: fue pues sin historia que se realizó “esa labor inmensa y variada que supone el crecimiento de las familias en tribus, de las tribus en pueblos y la dispersión consiguiente a tal aumento, que permite presumir grandes complicaciones, guerras, perturbaciones y decadencias” (ibid., p. 166; trad. fr.: p. 195 [trad. esp.: p. 138]). El nuevo saber filológico tampoco autoriza, a los ojos de la especulación, una ampliación del dominio de la Historia: “El gran descubrimiento histórico, grande como el de un nuevo mundo, ha sido el que tuvo lugar hace veintitantos años, sobre la lengua sánscrita y sobre la relación de las lenguas europeas con el sánscrito. Este descubrimiento nos ha mostrado la unión histórica de los pueblos germánicos y los pueblos indos [...]. La indicada relación entre las lenguas de pueblos tan distantes y diversos [...] ( y no solo en los tiempos actuales, sino desde los ya antiguos en que los conocemos) nos ofrece un resultado que nos revela como un hecho innegable la dispersión de estas naciones, a partir de Asia, y el desarrollo divergente [las cursivas son mías] de su afinidad primitiva. [...] Pero ese pasado, que se ofrece tan largo, cae fuera de la historia; ha precedido a la historia propiamente dicha” (ibid., p. 163; trad. fr.: pp. 192-193) [trad. esp.: pp. 136-137].

4. “La China y la India son el sordo germinar del espíritu” (Vorlesungen über die Philosophie der Weitgeschichte [abreviado: VPh Wg.], vol. II, Die Orientalische Welt, ed. de G. Lasson, Hamburgo, Felix Meiner, 1968, p. 418. Nos referimos a veces a la traducción de J. Gibelin, Leçons sur la Philosophie de l’Histoire, París, Vrin, 1967) [las citas de esta obra se basan, no de manera literal, en la edición en español: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, op. cit., p. 326].

5. “Es preciso saber que el estado del mundo, de un pueblo, depende del concepto que él tiene de sí mismo” (Einleitung in die Geschichte der Philosophie, ed. de J. Hoffmeister, Hamburgo, Felix Meiner, 1966, p. 62; trad. al francés de J. Gibelin, Leçons sur l’Histoire de la Philosophie, París, Gallimard, Idées, 1954, p. 80).

6. Es suficiente con recordar que ese tipo de explicación se relaciona con los análisis que encontramos en la Enciclopedia (§ 459), que Hegel sitúa justamente entre la teoría de la imaginación y la teoría de la memoria, y donde se califica la cultura del espíritu chino -cultura de un pueblo “sin historia”- como statarisch (término que M. de Gandillac traduce por “fundada-sobre-el-comentario-de-escuela”; trad. fr.: p. 410), cultura a la que se adapta el lenguaje escrito jeroglífico, una escritura que es del orden del obstáculo; en contraste, la escritura alfabética constituye un “medio de cultura infinito”. Nótese también que Hegel emplea la misma palabra statarisch en el comienzo de su exposición acerca del mundo chino para mejor señalar su inmutabilidad (cf. VPh Wg., II, p. 275).

7. Cf. Vorlesungen über die Aesthetik, Werke, Suhrkamp, vol. 15, t. III, p. 242 (abreviado: VuAe.); trad. al francés de S. Jankélévitch, París, Aubier.

8. Cf., por ejemplo, VG., p. 5 y notas al margen; VPh Wg., II, p. 267; Grundlinien der Philosophie des Rechts, ed. de J. Hoffmeister, Hamburgo, Felix Meiner, 1967, § 355, p. 294; trad. al francés de André Kaan, Principes de la Philosophie du Droit, París, Gallimard, col. Idées, p. 372.

9. “Como los indios no tienen historia narrativa (Geschichte als Historie), tampoco la tienen en el sentido de los hechos (Geschichte als Taten) (res gestae); esto es, no han llegado a formar un verdadero estado político” (VPh Wg., II, p. 358; trad. fr.: p. 125 [trad. esp.: p. 282]). En ese sentido el criterio hegeliano parece incluir una excepción: la civilización china. En efecto, en repetidas ocasiones Hegel llama la atención hacia la plétora de la historiografía china. Una de las condiciones de la formación de la Historia, señaladas por él, está por tanto presente, y aun así China tampoco tiene Historia. El análisis hegeliano multiplica entonces, en otros planos, el inventario de las disposiciones que dejan a China al margen de la Historia, entre ellas la forma china del despotismo oriental. Además, Hegel parece, in extremis, invertir su argumento para poder seguir aplicándolo: los historiadores chinos no solo tratan lo mítico y lo prehistórico como si fuesen la propia historia, sino que también pecan por exceso de exactitud. Dicha exactitud es menos la de una historiografía descriptiva que la que preside el establecimiento de los archivos de la administración “despótica” del Imperio. La vida china, en la opinión de Hegel, es pues el cúmulo del prosaísmo (Hegel insiste en ese punto a lo largo de la exposición acerca del mundo oriental) y su historiografía, “que no desarrolla nada por sí misma” (ibid., II, p. 283; trad. fr.: p. 94), es más bien del orden del obstáculo.

10. Cf. Enzyclopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundisse (1830), ed. de F. Nicolin y Pöggeler, Hamburgo, Felix Meiner, 1959, § 464. Para las Adiciones (abreviado: Zus.) citamos por la edición de Suhrkamp de las Werke, vols. 8, 9 y 10. Traducciones al francés de B. Bougeois, París, Vrin, 1970, para la primera parte y las respectivas adiciones; M. de Gandillac, París, Gallimard, 1970, para la segunda y la tercera partes.

11. Sobre los orígenes de ese “motivo” hegeliano, véase Jacques D’Hondt, Hegel secret, París, PUF, 1968, pp. 83 y ss.

12. Wissenschaft der Logik, ed. de G. Lasson, Hamburgo, Felix Meiner, 1967, vol. I, p. 117 (abreviado: WdL.); trad. al francés de S. Jankélévitch, Science de la Logique, París, Aubier, vol. I, p. 129 [la cita pertenece a la edición en español: Ciencia de la lógica, trad. de Augusta y Rodolfo Mondolfo, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1968, pp. 115-116].

13. Phänomenologie des Geistes, ed. de J. Hoffmeister, Hamburgo, Felix Meiner, 1952, p. 29; trad. al francés de J. Hyppolite, París, Aubier, vol. I, p. 29 [la cita pertenece a la edición en español: Fenomenología del espíritu, trad. de Wenceslao Roces, México, Fondo de Cultura Económica, 1966, p. 24].

14. Ciertas observaciones de la Enciclopedia a propósito de la distinción entre tiempo y duración ya habían tomado ese mismo rumbo: “lo pésimo (dura) porque es una universalidad abstracta, así el espacio, así el propio tiempo, el sol, los elementos, piedras, montañas, la naturaleza inorgánica en general, y también obras de los hombres, pirámides; su duración no es un privilegio. Lo que dura es más respetado que lo que pronto perece; pero todo florecimiento, toda bella vitalidad tiene una muerte prematura”. Y más aun: “Aquiles, el florecimiento de la vida griega, Alejandro Magno, esa individualidad infinitamente vigorosa, no perseveraron; solo sus actos, sus acciones permanecen, esto es, el mundo instituido por ellos. Lo que es mediocre dura y gobierna por fin el mundo; esa mediocridad tiene también pensamientos, con ellos achata el mundo existente, extingue la vitalidad espiritual, hace de ella un mero hábito, y así dura. Su duración consiste justamente en persistir en la inverdad, no lograr su derecho, no dar al concepto su honra, no exponerse en ella la verdad como proceso” (Zus., § 258, W 9, II, p. 51).