Pierre Loüys

Julio M. Cestero

I

     Aphrodite es la historia de una cortesana antigua que no se convierte.
     El mundo moderno – dice Pierre Loüys en el prólogo – sucumbe bajo una inundación de fealdad. Y en verdad, el mundo antiguo era más bello, más harmonioso, más perfectamente estético. El medio, el hombre, el arte, las instituciones, indumentaria, &, se convencían [sic] en estrecha analogía. Esa perfección harmoniosa, engendró la eterna Belleza helénicas [sic], que la Roma conquistadora, paseó por el mundo, esculpida en los escudos, en la huella de las sandalias y en las hojas de las espadas; de igual manera que Napoleón regara en los surcos que sus carros de guerra abrían en las tierras de Europa la fecundante semilla de la Revolución Francesa. Una Estética nueva que viene del Norte nos invade, las líneas rectas, que trazan las vías ferrocarrileras; los buildings enormes que se alzan audaces hasta las nubes, angulosos, pesados, sin elegancia; las maquinarias de complicado mecanismo, jeroglíficos de hierro y acero; la ropa estrecha que impide la soltura elegante de los movimientos; esos los productos de esa Estética de pura geometría.
     Y claro se está que, quienes por atavismo, temperamento y educación artística, sean extraños al ambiente actual, defiendan su Yo de la invasión de los Bárbaros y busquen atmósfera respirable a sus pulmones, evocando el pasado con su arte magnificente y su corrupción amable o sumergiéndose en el amplio campo de las especulaciones ideológicas. Así es fácil explicarse que Gustavo Flaubert resucite a Cartago, en Salambó y que Leconte d’Lisle y [José María de] Heredia busquen los leitmotives de sus poemas en las monstruosas florestas de Asia, en los desiertos sonoros del África y en las ruinas de Grecia roídos por el jaramago, y que Pierre Loüys rediviva a Alejandría con paciente labor de benedictino arqueólogo. El autor de Aphrodite, pues, es un alejandrino encarnado por misterioso avatar en un francés del siglo XIX.
     Aphrodite es una reconstrucción lógica de Alejandría. En las páginas del libro, la metrópolis antigua vive y adora a la invencible Afrodita, la diosa enemiga de las virginidades. La novela de Pierre Loüys, se desenvuelve en tres días extraordinarios, en los cuales se celebran las afrodisias. En el gran muelle las cortesanas pasean sus incitantes bellezas veladas por telas transparentes; y leen en el Muro Cerámico las citas por los amantes y escritas; las más jóvenes, aún no deformadas por la maternidad y la laxitud de las continuas bacanales, van completamente desnudas. Un misticismo fálico, pone sensualismo incansable, voluptuosidad suprema en los cuerpos; el vino de las orgías humedece los labios lúbricos. Una muchedumbre barroca barbota en las calles e invade el templo ganosa de depositar sus ofrendas votivas a los pies de la diosa, que se alza triunfal, entre esbeltas columnas coronadas de volutas jónicas, sobre el pedestal de piedra rosa, el mármol coloreado con el tono de las carnes femeninas, envuelto el cuello en las siete vueltas de un color de perlas, las verdaderas perlas de Anadyomena.
     Crysis – la heroína de la novela – es una joven cortesana galilea, la más bella de las hetairas de Alejandría. Su cabellera de oro bárbaro, profunda y espesa, es como una floresta de oro; sus brazos semejan ramas de marfil; los ojos azules a reflejos metálicos, brillantes y opacos a la vez, húmedos y laxos, cuasi cerrados por el peso de párpados y pestañas; la piel dulce y la nariz dilatada que husmea el Placer; flexible y felina, de andar indolente y muelle; un ritmo de danza balancea sus caderas turgecentes [sic] y sus senos libres, suavemente oprimidos por delicados linos, Crysis aprendió, durante siete años, de una esclava india, el arte complexo y voluptuoso de las cortesanas de Polibothra. Demetrios, un joven escultor de Rodhas, autor de la diosa venerada en el templo, varonilmente bello, conoce a Crysis y la ama locamente. Demetrios es el amante de la reina Berenice. Un día la reina llamó a Demetrios y le dijo:
     “Yo soy la Astartea. Toma un mármol y tu cincel y muéstrame a los hombres de Egipto. Yo quiero que se adore mi imagen”. Y Demetrios adivinando la sensualidad que agitaba su seno: "Yo la adoro el primero”. Y la rodeó con sus brazos. La reina sin extrañar su temeraria audacia preguntóle: “¿Te crees tú el Adonis para tocar la diosa?” “Sí”. – Lo miró, sonrió y concluyó: – “Tienes razón”. Amante real, el Deseo encerraba su vida en un círculo asfixiante. Y él, ¡oh! Dioses, ama a la estatua. Artista enamorado de su obra, la contemplación de la diosa serena y blanca le proporciona goces extáticos y castos. Incesto intelectual, pecado nuevo, como quiere Durtal en la novela La Bas de Huyssman. Crysis es tan bella como la estatua y es la única mujer que le resiste; aguijonea sus deseos con el desdén; flagela sus instintos pasionales con la indiferencia. Implacable exige como precio de su amor, el espejo de plata de la cortesana Bacchis que perteneció a Rodhopis, esclava con Esopo, adquirida por el hermano de Safo, este espejo reflejó el rostro de Safo; Crysis lo desea para “mirar sus ojos en sus ojos”. Y el peine de marfil cincelado que usa la mujer del gran sacerdote, más precioso que el espejo de Rodhopis; procede de una reina de Egipto, que vivió en lejanos tiempos y tiene grabado una joven que en puntillas atraviesa un marjal de lotos más grande que ella, para no mojarse; Crysis lo ansía para “introducirlo en sus cabellos como un hilo de sol en el agua”; y por último, el collar de perlas de la diosa, para que “salte en sus senos cuando baile para él las danzas nupciales de su país”. El Robo, el Asesinato y el Sacrilegio. Demetrios complace a Crysis, pero a las caricias apasionadas de la galilea, opone un egoísmo cruel: en la región del Ensueño, él ha realizado la comunión de sus cuerpos, [¿]para qué pues obedecer a la Carne? Demetrios exige a su amada, el sacrificio de su vida. Crysis se presentará al pueblo, con los objetos robados y él irá a verla al calabozo.
     Y Crysis rica, joven, amada y bella, siente el encanto irresistible de la Gloria, la magia de la Inmortalidad la atrae, y en la mano el espejo, en la cabeza el peine y en la garganta el collar de perlas, sube gloriosamente por la Muralla de Púrpura y desde lo alto del faro de mármol que limita el puerto, en desnudez alucinante, blanca y áurea como una copa de oro sobre una columna de mármol, se muestra al pueblo irritado que aúlla en las calles y en la muchedumbre deslumbrada, grita: Afrodita, Afrodita, y la adora. – Y luego en la ebriedad de la Gloria, apura la cicuta y con la encantadora coquetería ofrece la mitad a Demetrios, que no acepta, y apurando entonces heroica el veneno servido en vaso de oro, muere. El escultor modela en sus formas divinas la estatua de la Vida Inmortal.
     Tal es, a grandes rasgos, la novela de Pierre Loüys.

II

     El medio está reconstruido lógicamente. El estilo de P. Loüys, pictural y gracioso, se me antoja compararlo a un andrógino: alma bisexual, contextura varonil y piel y formas femeniles. En el momento psíquico de la creación, el artista se ha sustraído a las influencias bárbaras; impasible al medio circunstante; encerrado en su Torre de Marfil. Ama el vocablo precioso, iluscente; su prosa deslumbra con el esplendor de las gemas, prefiere las medias tintas, los colores lavados, desleídos, perceptibles sólo para los sentidos refinados. Su frase es simbólica, pero de ese simbolismo que vela tenuemente el objeto que se sugiere.
     Teodor de Wysewa – en su libro Nos Maitres – escribe: “es sin duda la acuciosidad apasionada de la perfección que posee el alma joven de Pierre Loüys, pues no se sabría imaginar una forma más pura, que la que nos muestra en un pequeño poema en prosa, Leda ou la Louange des Bienheureuses Teneebres. Quizás Pierre Loüys, ha querido transportar a su prosa las magníficas virtudes de los sonetos de Heredia; en ella, yo he encontrado la riqueza de las imágenes, la simplicidad y la firmeza elegante del ritmo y además ese bello aire de nobleza, por así decir, antiguo, al que no se llega, sin pacientes esfuerzos y largos ensayos”.
     Este libro, aunque un tanto satirisiaco, está escrito, confiesa el autor, “con la sencillez con que un ateniense hubiera relatado las mismas aventuras”.
     Aphrodite, es un poema erótico que podría colocarse en una Antología, junto a los perfumados Epigramas de Meleagro o grabarse entre hojas de acanto en los bajorrelieves de un templo de Venus.
     El autor de Aphrodite escancia la sangre nueva de la vieja Viña, en la copa de oro del poeta Anakreon.

Envío

Para usted, amable poeta que ha satisfecho mi curiosidad doblemente – colocando la ambición del bibliófilo con una rica y admirable edición, y proporcionando al escritor inefable placer con la lectura de un tan bello libro – son las sensaciones que Aphrodite ha producido en mi Yo semi-pagano. A través de esas páginas maestras, he amado a Crysis y ofrendado blancas palmas y velos azules a la invencible Afrodita.

1897