Dos poemas de Francisco Muñoz del Monte

 

     Francisco Muñoz del Monte (Santiago de los Caballeros, Santo Domingo, 1800-Madrid, 1875). En 1825 publicó el periódico La Minerva en Santiago de Cuba. En 1840 se estableció en La Habana, donde ejerció la profesión de abogado. En octubre de 1847 pronunció el discurso de apertura de clases del Liceo de la Habana. En diciembre de ese mismo año, y también en el Liceo, pronunció otro discurso sobre la elocuencia del Foro. Regresó a Europa, se radicó en Madrid y colaboró con La Revista Española de Ambos Mundos. Uno de sus poemas más conocidos es "El verano en la Habana," que José Lezama Lima incluyó en su Antología de poesía cubana (1965). El poema parece anunciar la nostalgia casaliana por la nieve, al mismo tiempo que figura a Cuba, la patria idolatrada, como espacio parentético entre el deseo de fuga y el de permanencia. De este modo, el poema de Muñoz del Monte se inscribe en la órbita de otros poemas famosos en los que la isla resulta indisociable del imaginario de la distancia, del viaje; sobre todo del viaje como pérdida: "El himno del desterrado," de Heredia; "Al partir," de la Avellaneda; "Domingo triste," de Martí; "El testamento del pez," de Baquero, etc.

 

EL VERANO DE LA HABANA                           

     Ese denso vapor que se levanta,
Opaco, blanquecino, amarillento, 
Y sube en perezoso movimiento
Desde el bajo horizonte hasta el zenit,
Es la respiración ardiente y seca 
De la tierra de Cuba en el verano,
Abrasado suspiro, con que en vano
Llama del Norte la estación feliz.   
El sol en Cáncer sus caballos lanza
Por las llanuras del desierto cielo, 
Y su aliento de llama enciende el suelo
Y lo tuesta su soplo abrasador.
Y arde el monte, y la loma, y la sabana,
Y la radiosa palma llama al trueno,
Y en la flecha que sale de su seno
Hunde el rayo su fuego aterrador.
Y mustio, y palpitante, y requemado,
Exhala el árbol un chirrido agudo, 
Y entre el denso espesor del bosque mudo
Corre tibio el arroyo sonador. 
Y la tímida flor su cáliz cubre
Cerrando su corola perfumada,
Como virgen que oculta avergonzada
Con sus manos el seno encantador.  
Y el hombre en esta atmósfera de llama,
Entre estas lavas de un volcán latente,
A par que el alma arrebatarse siente,
Siente el cuerpo abatirse en proporción. 
Y sus flexibles nervios se liquidan,
Y sus músculos duros se distienden,
Y sus entrañas trémulas se encienden,
Y se quema su débil corazón.
¿Quién alumbra los fuegos que en la noche
Cruzan el aire transparente y puro?
¿Quién en los ojos del cocuyo obscuro
Nutre y mueve la lumbre sideral? 
Y en la pálida faz de la habanera
¿Quién pone esos carbones encendidos,
Esos ojos eléctricos y fluidos,
Embeleso y tormento del mortal?

II

     Es el sol claro y fulgente
Que en el trópico candente
Vierte su inmenso torrente
de fuego y luz inmortal.   
Es el sol, que engendra y luce;
El sol, que mata y seduce;
El sol, que abrasa y produce
En un contraste eternal   
Es el sol!—Su lumbre pura,
Ya fecunda, ya madura,
Los cafetos en la altura,
En llano el cañaveral.   
Dora del mango la yema,
Cuece en el anón la crema,
Da a la piña su diadema,
Su lanza a la palma real
Y es rosa en el horizonte,
Verde esmeralda en el monte,
Melodía en el sinsonte,
En la alta caña cristal.
Y en el hombre es chispa ardiente
Que le infunde un estro hirviente
Cuando casi adolescente
Se lanza al mundo ideal.   
Y en la doncella cubana
Es la gracia sobrehumana
Que une la hurí musulmana
A la Ondina de Fingal.

III

     Julio en tanto ardoroso se levanta
Y hacia el rugiente Can se precipita,
Y una fiebre exterior el cuerpo agita,
Y otra fiebre interior la alma quebranta.  
No más ¡oh sol! no más! Tu fuego intenso 
La masa cerebral volatiliza;
La médula transforma en vapor denso,
Y en las venas la sangre carboniza.
¡Ah! Dadme hielo, y cabe al hielo lumbre;
Dadme el cierzo a beber del Somosierra,
O dadme del Pirene la alta cumbre,
O de Granada la nevada sierra!
Dadme hielos, salones alfombrados,
Que en la nieve glacial mi pie resbale,
Y del cuello y del seno, en piel forrados,
Su grato aroma la belleza exhale.
Dadme hielo, y carámbanos, y frio,
Que enrojezcan mi rostro macilento, 
Y el fuego apaguen en el pecho mio,
Y en mi sangre el ardor calenturiento.

IV

Mas no! Dejadme en Cuba, mi patria idolatrada,
Dejadme en esta zona bendita en que nací,
En donde por las brisas mi infancia fue arrullada,
En donde el sol naciente la vez primera vi.
Dejadme entre las ondas del plácido Almendares,
Bordado de aguinaldos, sombreado de palmares,
Templar la calentura que siento arder en mí.
Dejadme por la siesta burlar el sol radiante
Mirando entre las hojas del plátano sonante
Mecerse los racimos cual ramos de alelí.
Dejadme que respire la brisa encantadora
Que viene del Oriente rizando el ancho mar,
Cargada de perfumes robados á la aurora,
Bañada de frescura que el fuego va á templar.
Dejadme que refresque las llamas de mi frente
Con el terral nocturno que sopla del Poniente
Trayendo los suspiros del Cándido azahar.
Dejadme ver la luna cubierta de celajes,
Que en torno de su disco figuran los encajes
De vírgen desposada que marcha hacia el altar.   
Dejadme, sí, en la Habana; la tierra de las flores,
La tierra del deleite, del fuego y del amor.
Tu sol yo quiero ¡oh patria! tus vientos bramadores, 
Tus negros huracanes, tu cielo y tu calor.
Tus bosques son un velo bordado de esmeraldas,
Que flota en tu garganta, que cubre tus espaldas,
Y templa los ardores del astro abrasador.
Tus palmas son las plumas que ondulan en tu frente:
Tu mar la azul alfombra do duermes muellemente;
Tu sol rica diadema que anuncia tu esplendor.
La Habana aún es muy joven. No existe aquí el pasado.
Su gloria es el presente, su anhelo el porvenir.
Poeta de recuerdos!—Tu canto es excusado.
Poeta de esperanzas!—Tu canto deja oír.
Dejadme, sí, dejadme que cante lo presente,
Que cante lo futuro del suelo por quien siente
Mi pecho estremecido sus músculos latir.
Dejadme, sí, que viva; dejad que muera en Cuba;
Dejad que cuando mi alma de Dios al trono suba,
Mi tumba entre palmares se pueda en Cuba abrir.  
Mas ¡ay! que en vano quiero, ardiendo en patriotismo, 
Poner en mi sepulcro las palmas por dosel;
Un hado inexorable, más fuerte que yo mismo,
De España a las riberas empuja mi bajel.
Acaso helado un día al pie del Guadarrama,
Del sol que aquí me tuesta, del sol que aquí me inflama,
La acción vivificante mis labios pedirán,
Y entonces del recuerdo la lágrima quemante,
Surcando tristemente mi pálido semblante,
Caer helada al suelo mis ojos la verán.

p. 131-137

LA HABANERA

     Hija del sol, morena centellante,
Viva, gentil, volcánica, indolente,
La habanera dulcísima y picante
Es la flor de la Tiro de Occidente.
Gloria y corona de Almendar undoso,
De tu boca el deleite se destila;
La embriaguez de tu acento melodioso,
Y el fuego de tu eléctrica pupila.
Tú marchas, y en flexibles ademanes
Tu talle, cual la palma, se mimbrea;
Tú miras, y la luz de los volcanes
En tu ardiente mirar relampaguea.   
De la abrasada esplendorosa zona
Nacida por tu suerte a las orillas,
Tu risa contagiosa y juguetona,
El dorado fulgor de tus mejillas, 
Tu sensibilidad viva y profunda,
Y tu tez chispeante y sombreada,
Del fuego inmenso que tu ser inunda
Revelan la violencia concentrada. 

     Y ese fuego es insufrible,
Y al que se acerca lo abrasa;
Y la quemadura pasa
De la piel al corazón.   
Y una llama en él se enciende,
Que sólo apagar podría 
La misma que sabe, impía,
Atizar la combustión.   

     Mirad. En esas noches voluptuosas
Que la luna del trópico hermosea, 
Y perfuma con brisas olorosas,
Y del caribe mar la faz platea;
En esas noches en que el goce intenso
De vivir y sentir penetra el alma,
Y hay calma en el azul del cielo inmenso,
Y en lo interior del corazón hay calma;
Vestida la habanera de albo lino
En ruidoso quitrín rápida gira,
O muestra en la ventana el pie divino,
Y el disco de la luna de allí mira.
Y el rayo misterioso que atraviesa
Por la reja, anacara su semblante,
Y el fresco lirio de sus labios besa,
Y refleja en su seno palpitante.
Y en sus lánguidos ojos juveniles,
Dulces como los ojos de gacela,
Y como los del águila sutiles,
Trémulo oscila y vagoroso riela. 
Y teniendo la luna por corona,
Un amante a sus pies erguido y vano,
La habanera es la hija de Latona,
La Hurí del Edén mahometano. 

     Y aquel la mira y se abrasa,
Y la contempla y suspira,
Y torna á verla y delira,
Porque verla es delirar. 
Y mientras la noche vuela,
Y el tiempo sus alas bate,
Aumenta el duro combate
De su amor y su penar. 
Y de su pena se ríe,
Y con su amor es severa
La encantadora habanera,
La habanera sin piedad.  
Y él, clavado á la ventana,
La implora en humilde tono:
Que la ventana es el trono
De la implacable deidad. 
«Soy tu amiga,» ella le dice.
¿Qué importa?—Ese sentimiento
No mitiga su tormento,
Ni en su pecho penetró.
Amigas mil donde quiera
El hado a tu amante brinda;
Pero en ti, habanera linda,
Quiere amante, amiga no.
¡Piedad por él! ¡Ah! Contempla
Su pecho agitado, hirviente;
Oye su latir rugente
Como el cráter de un volcán.
Miradlo. Preso a la reja
Como el tronco está a la rama,
Cual mariposa á la llama,
Como el acero al imán,
Lo sorprende el grito agudo
Del inflexible sereno;
Y en tanto que el pecho lleno
Del desengaño más cruel,   
Las once!!! oye de nuevo,
El amante adiós te dice, 
Y abandona el infelice
De la ventana el dintel. 
Y adiós, respondes tú entonces,
Y aplazas para otro día
Endulzar su pena ímpia.
¡Propio achaque de mujer!   
¿Qué has hecho, habanera incauta?
Al umbral de tu ventana
No tendrás tal vez mañana
Quien te recuerde el ayer.

p. 193-197

 

Francisco Muñoz del Monte. Poesías de D. Francisco Muñoz del Monte. Madrid: Imp. y Fundición de M. Tello, 1880.