Una belleza distinta y fría

Gerardo Fernández Fe

 

     Hace cerca de quince años, en una de nuestras escasas conversaciones, Antón Arrufat me aseguró que Virgilio Piñera nunca había edificado, mantenido, mucho menos legado, una biblioteca personal; eso, que no acumulaba libros queridos que fueran revisitados en días de inspiración o de antojo. Por esa misma época había caído en mis manos, no sé por qué vía, un ejemplar de Cartas a la madre, de Baudelaire, editado por la Editorial Schapire, de Buenos Aires, en 1947. Llegaba a mí, sobre todo, con la aureola demoníaca de haber pertenecido a la supuesta biblioteca de Virgilio Piñera.
     El hecho de que en 1947 Piñera permaneciera en Buenos Aires como becario de la Comisión Nacional de Cultura de la ciudad, que se trate del año de la primera publicación en español de Ferdydurke de Witold Gombrowicz (traducción en la que el cubano estuvo altamente implicado), y del año en que Borges publica en Anales de Buenos Aires su cuento “El señor Ministro,” más allá de incitar la suposición, son sólo ahora resultado de la confluencia de meras fechas coincidentes en este entramado de anécdotas, resonancias, vínculos anodinos para algunos, significantes para otros.
     Un poeta maldito – me dije entonces – leído y acunado por otro poeta maldito. Y aunque el desmentido de Arrufat no se hizo esperar (el libro tampoco lleva firma ni ex libris que lo identifique), cierto es que aún a estas alturas, por obra y gracia de esas conexiones también demoníacas que establecemos con nuestras lecturas, aquel libro de cartas donde se habla de dolor y de dinero sigue mirándose las caras en mi escueta biblioteca habanera con uno más reciente, entre rosado y fresa, ¡fucsia!, el de casi toda la poesía de Virgilio Piñera, que abro a menudo con el gesto de quien en la calle hojea revistas displicentes, en un par de minutos, diríamos al vuelo, pero con ojo aguzado, para luego regresarlas a su lugar en el quiosco.
     La poesía de Virgilio Piñera me ha parecido siempre un alto divertido, una toma de otro aire, necesaria, en medio de la tanta solemnidad de la poesía cubana de todos los tiempos. Bien temprano, con la publicación del cuaderno Las furias, la familia consideró que se trataba de “un modo de botar el dinero, pues las cosas que escribía Virgilio eran tan raras que iba a ser difícil que alguien comprara sus libros,” según testimonio de su hermana Luisa para el libro Virgilio Piñera en persona, de Carlos Espinosa. Seguidamente, algo que no merece aquí demasiada extensión, Gastón Baquero, al leer a Piñera, hablará de una “desconexión absoluta con el tono cubano de expresión,” y Cintio Vitier aludirá a visiones que “de ningún modo y en ningún sentido pueden correspondernos” y al testimonio “falseado” de una isla. Había comenzado un proceso de rarefacción al que el poeta no era totalmente ajeno.
     Así pues, Piñera asumió su rareza, torció en público sus pulsiones de escritura hacia otros dominios (el teatro, la ficción) y amparado por el epíteto de poeta ocasional que él mismo se atribuía, dejó de hablar de sus versos y pergeñó en silencio los menos de doscientos poemas de toda una vida, una buena parte de ellos recuperados en cajones tras su muerte, en papelitos plegados que algún amigo decidió conservar; también en folios que con vanidad y previsión supo en secreto acumular y, con un guiño altanero, legar a la posteridad, él, que tanto descreía del canon, del brillo del mármol al que aspiran los poetas solemnes.
     Fue durante sus últimos diez años que esta especie de acentuación del mutismo cobró un matiz más intenso; los mismos diez años en que la política cultural revolucionaria acentuara su indigencia hacia su persona y hacia tantos otros considerados como raros o incómodos o ajenos a la épica del momento – y por lo tanto excluibles. Entonces guardó sus poemas, ocultó su existencia incluso a sus amigos más cercanos. “¿Cuál es la mamá que regalará Las flores del Mal a sus hijos por fin de año?,” preguntaba Baudelaire a su madre en julio de 1861. Virgilio Piñera también dudó del voltaje de los suyos; creyó, con razón, que aquel Estado indigente no ponderaría sus poemas descarnados o aquellos más juguetones (“Lady Davida,” “Decoditos en el tepuén”…), los in-solemnes, donde no se hablaba de la zafra o de la sonrisa de una muchacha que recoge tomates con su pantalón verde militar (“Un Duque de Alba,” “Alocución contra los necrófilos”); pensó, también con razón, que no serían leídos aquellos otros poemas del dolor de la vejez – estamos ante un poeta de varias tesituras – y el desamparo ante la muerte (“De nuevo nacer,” “Nadie”); ni siquiera los más inofensivos, los colgados al inevitable pathos amoroso (“Lo de menos,” “La sustitución,” “Si quieres”); mucho menos, en tiempos de sudor y de entusiasmo patriótico, “Ma maîtresse à moi,” “Lacartomancienne,” sus poemas en francés y afrancesados – que no es lo mismo –, licenciosos y ligeros, diría el Poder, como aquel otro, “L´écorchement,” primero colmo del ludibrium, a la manera de “Si muero en la carretera,” poema del mismo 1970, luego reflexión sobre la eternidad de la piedra y la brevedad de la carne, que al fin pudre: uno de los dos únicos poemas en que Virgilio Piñera cita, menciona, no esconde una de sus lecturas de todos los tiempos, quizás la más fértil, la de Charles Baudelaire. Al final del texto, con crudeza, el poeta sentencia: “Baudelaire c´est un con comme quelconque mortel!,” epíteto que Luis Marré ha traducido infelizmente como carajo, donde debería leerse estúpido, imbécil, necio, tonto…, eso, Baudelaire, que cree en la eternidad de un cuerpo hermoso de mujer, no es más que un tonto como cualquiera de los mortales.
     Que Virgilio Piñera haya sido un lector ardoroso de la poesía de Baudelaire no nos sorprende; que lo haya preferido a Valéry o a Claudel tampoco debe ser motivo de extrañamiento. El 20 de julio de 1960, en el número 64 de Lunes de Revolución, Piñera incluye Las flores del Mal como uno de los diez libros que salvaría de una hecatombe, un libro del que, según sus amigos más cercanos, se sabía de memoria poemas enteros. Durante sus últimos cinco años, en el momento de apogeo de la represiva indiferencia hacia su persona, en aquellas reuniones casi secretas que tenían lugar en Mantilla en casa de los herederos del patriota Juan Gualberto Gómez, y uno de los escasos sitios donde era escuchado con respeto, Piñera incluyó la obra de Baudelaire como tema de sus charlas sobre literatura ante aquella muy reducida cofradía, encuentros que fueron abortados por la policía política hacia 1977 y de donde Piñera, según testimonio de Yoni Ibáñez, salió amonestado por “su influencia perniciosa para los jóvenes.”
     Quizás ronde aún en algún anaquel resentido el manuscrito de Las flores del Mal que Piñera tradujera y luego regalara a Lezama Lima como acto de respeto (al poeta traducido y al destinatario) y de paz tras un período de distanciamiento. Hablamos de un cartapacio perdido, como tantos ha habido en la historia de nuestra república letrada. Nuevamente una ausencia generadora de tantas y tantas explosiones del imaginario. Imaginemos entonces una copia de este manuscrito – pues Piñera, se supo después de su muerte, guardaba meticulosamente copias de sus cartas y de buena parte de sus escritos— dentro de los papeles incautados por la policía política tras la requisición que se le realizara a su apartamento el mismo día de su velatorio. Imposible dejar de imaginar la cara de los descubridores de deslealtades patrióticas al leer, en traducción de Piñera, cuatro sencillos versos de “La metamorfosis del vampiro,” uno de los seis poemas que en 1857 la 6º Cámara Correccional de París obligó a Baudelaire y a su editor a suprimir del libro por ultraje a la moral pública y a sus buenas costumbres:

Cuando hubo succionado de mis huesos la médula
Y lánguidamente me volvía hacia ella
Para devolverle un beso de amor, sólo vi
Rebosante de pus, un odre pegajoso.

     Virgilio Piñera también fue juzgado, aunque en silencio, en el silencio cáustico de la maquinaria del Estado Total; un Piñera anéanti, convertido en nada: un libro que no se edita, una pieza teatral que no es montada, un conocido que cambia de acera cuando el saludo es inminente, y sobre todo – y aquí está su eficacia — inoculado el miedo, “el miedo, que viste y calza nuestros actos, [que] se sienta a la mesa con nosotros,” como escribiera en su poema “De sobremesa”, de 1977.
     Más allá de otras evidentes diferencias, habrá que reconocer un par de similitudes entre la poesía de Piñera y la obra de Baudelaire, específicamente en lo que respecta a Las flores del Mal, un libro para el cual el francés había concebido dos otros títulos, uno etéreo, otro más que terrenal: Los limbos, Las lesbianas… En carta a su madre en la Navidad de 1857, Baudelaire se define como “un hombre cuya profesión es producir y vestir ficciones.” Tan sólo este par de verbos y el sustantivo final denotan una pulsión que sus padres literarios, e incluso sus contemporáneos, no tenían; una pulsión narrativa, de recuento de lo más inmediato, lo más pedestre, a unos cuantos años de distancia de las elegías consentidas y políticamente correctas que los románticos franceses habían hecho suyas. Ni Alfred de Vigny, ni de Musset, ni el suntuoso Hugo se habrían apegado al testimonio de la realidad real como el Baudelaire que describe las “colgantes mamas” en “Gitanos en ruta,” las posturas que ensaya su amante, en su lubricidad (“Las joyas”), la barriada y sus casuchas con persianas que “ocultan las lujurias secretas” (“El sol”), o el tamaño de los ataúdes de viejas, “casi tan minúsculos como los de un infante” (“Las viejecitas”). Tampoco Lamartine y sus enérgicos versos de amor (“Aimons donc, aimons donc! de l´heure fugitive, /Hatons-nous, jouissons!”) se habría detenido a relatar, como Baudelaire, la noche en que se acostara con una horrible judía, “como junto a un cadáver yacente”, o el viaje a la isla de Citerea y su visión de un hombre ahorcado – en el que el poeta se ve a sí mismo –, un “ahorcado maduro” que es devorado por aves de rapiña: “Fosos eran los ojos y del saqueado vientre/ los gruesos intestinos colgaban de los muslos.” Hay en Baudelaire – y ello lo define – una pulsión de recuento fictivo y un regusto por la carne con todas sus valencias: la carne que hierve en las pasiones más intensas, también las más mórbidas; la carne que pudre con la llegada de la muerte.
     Lorenzo García Vega, en Los años de Orígenes, ha logrado un retrato que ahora nos atañe: “Lezama, como los origenistas, se sentía abrumado por lo que llamaba lo feo. Ellos no podían acercarse a una circunstancia que no pudiera ser metamorfoseada o disfrazada.” Fue entonces que llegó Virgilio y una desfachatez inaudita, hasta entonces inconcebible. Unos años atrás Boti se había hastiado también de nuestra modosa tradición y con ciertos poemas (“Árbol humano,” “Canto a mi carne,” “El muerto,” “Al gusano”), había inaugurado un morbo en verso que luego Piñera se encargaría de encauzar y que tendrá, por diferentes vías, una secuela escatológica en la poesía cubana que llega hasta nuestros días: José Kozer, Ángel Escobar, un par de viejos poemas de Alcides Pérez, ciertos versos anales de Severo Sarduy, un libro de Pedro Juan Gutiérrez, el más reciente Juan Carlos Flores, violentos poemas de Javier Marimón…
     La de Piñera es también una poesía narrativa, de versos que conectan una escena a otra, un storyboard sin afeites, un relato del cuerpo cubano, el testimonio cruento de nuestra opereta nacional, pre y post 1959: la pordiosera que resbala en el agua mientras “lava uno de sus pezones,” la mujer “que invariablemente masturba, noche a noche, al soldado de guardia,” “los once mulatos fálicos,” Flora y sus enormes pies: “monstruos horrorizados por una cucaracha,” el falo de un negro “donde la Creación se muestra,” María Viván y su tisis galopante, o las “damas putrefactas” junto a las que el poeta vive…; y luego el poeta mismo, caminante en una ciudad las más de las veces apagada. Obviamente esta “exploración de lo demoníaco personal,” como lo resume Vitier en Diez poetas cubanos. 1937-1947, tenía que incomodar a quienes pretendían un ámbito cultural pausterizado –insisto –, pre y post 1959.
     Si la novela emblemática de Lezama Lima había que leerla – como me anticiparon a mi salida de la adolescencia— con un diccionario a cuestas, habría entonces que entrarle a muchos de los poemas de Virgilio Piñera siguiendo el reflejo del médico forense que comienza su jornada o del párroco que no sabe qué nuevo horror le espera tras el confesionario, con un pañuelo pudibundo, perfumado y firme contra nariz y labios. Fue esa animalidad – esa “belleza siniestra y fría,” diría Baudelaire de su libro medular –, la que no supo ver, digerir, buena parte de nuestra ciudad letrada. De ahí, y de mucho antes, de aquella conferencia de 1941 sobre la Avellaneda que provocara ronchas en José María Chacón y Calvo, el calificativo asumido por Piñera de “escritor irrespetuoso.”
     Pero ni la novela de Lezama Lima merece un diccionario, ni presillas para contener un capítulo desbordado, ni la poesía más corrosiva de Piñera provoca una arqueada del imaginario, sino la certidumbre de nuestra real temporalidad, el retrato de todos los rostros de una ciudad, el testimonio de nuestros flujos más abyectos – ese “caos sin virginidad” que Vitier señala espantado –, descarnado, sin oropeles, sin remilgos, tal cual.
     Cruzando apenas esa frontera simbólica que es enero/59 y que marca tantos inicios y finales en nuestra historia más reciente, Virgilio Piñera, llevado no obstante y muy brevemente por la efervescencia que toda revolución implica, como mismo Baudelaire tras las barricadas contra Luis Felipe en febrero de 1848, quizás sea el único poeta a cuyos textos no se incorpore el fervor y aquel dictatus de que la verdadera poesía se estaba escribiendo en las calles. Un poema como “Los muertos de la patria,” publicado en Lunes de Revolución en 1961, además de conservar el tono narrativo de piezas anteriores, insiste en una no-solemnidad ante el sempiterno tema de la muerte que marcará mucha de su posterior poesía y que se distingue del pathos patriotero de buena parte de sus compañeros de armas:

Y tú
--muerto tirado en esa zanja,
con un zapato como casco guerrero en tu cabeza--,
¿qué mago consultaste para estar ahora
de cara al Tiempo y con la Patria adentro?

     A esta foto final, más cercana a “El muerto jubiloso” de Baudelaire o a “El durmiente del valle” de Rimbaud, que a la poesía hímnica de Neruda o de Nazim Hikmet, se le suma otra foto escrita un año antes y nunca incluida en libro, “La gran puta”: más que foto, sucesión de fotos, paneo, cámara en mano, sobre el lado sórdido de la ciudad.
     En una entrevista reciente, Orlando Jiménez Leal, co-realizador en 1961 del mítico documental PM, se refiere a la gran fiesta que significó a nivel social y del imaginario el triunfo de enero de 1959; sin embargo, una línea más abajo aclara rotundo: “ya en 1961 existía una enorme tensión política en el ambiente; de alguna manera se habían apagado las luces de esa fiesta.” Y como el fotógrafo y el cineasta trabajan esencialmente con la luz y con sus antípodas, PM se convirtió en un paneo sombrío de una ciudad en la que, de día, se construía un proyecto grandioso. En ese mismo ambiente, con esos mismo ruidos – las  marchas de milicianos a primera mañana, los chillidos de las putas en la madrugada –, escribió Virgilio Piñera un insólito texto que de perder de repente su verticalidad, su arquitectura versificada, se convertiría entonces en uno de esos relatos plagados de hipérboles y mentirillas que el poeta, desde un sillón, producía ante la mirada atónita de sus amigos.
     En “La gran puta” Piñera relata el pre desde el post; el jolgorio revolucionario no roza siquiera este poema enorme y descarnado de 1960. Por primera vez el sujeto homosexual es retratado sin reparos; emergen personajes de la marginalidad del pre que el post a toda costa intentará reeducar, encaminar, reconvertir, y otros verbos edificantes – o  de lo contrario reducir a pulpa de historia. Por lo tanto, los constructores del post no podían permitir que este poema viera la luz ni siquiera en el rincón más anodino de nuestras revistas culturales. “La gran puta,” radiografía del hambre y de las tribus más anatematizadas de una urbe, pasa a ser un poema de gaveta, cuando a todas luces hoy debería ser presencia ineludible en las antologías. “Estos son los monumentos que nunca veremos en nuestras plazas”, sentencia Piñera en este texto que es – junto a PM— el primer retrato post del lado oscuro de La Habana.
     Curiosamente aquí, donde menos podía uno imaginarlo, Virgilio Piñera desliza un nuevo elemento, útil para entender sus últimos años y buena parte de su última poesía:

Pero La Habana se hizo aún más rígida
(…)
para que esa noche las putas chancrosas
hicieran buenos pesos y para que lloraran los
sentimentales, entre los cuales me cuento,
al extremo que podría ser nombrado presidente de
los sentimentales.

     Cualquiera huiría azorado tras haber escuchado el tópico ternura en la poesía de Virgilio Piñera. Claro que este siempre se cuidó de matizar con el desenfado y la ironía cualquier viso de ternura; razones tenía para ser directo, impulsivo – algo de lo que su poesía es testimonio. (Resulta paradójico que tanto el ala más ortodoxa del origenismo como luego el dictado cultural revolucionario, repudiaron lo mismo la poesía agreste de Piñera como la lírica epidérmica de Luis Amado Blanco: dos poetas tan dispares.) Sin embargo, al repasar esos poemas que sus antologadores llamaron desaparecidos, otros más que de ocasión, los que consideró impublicables pero no destruyó o los que regaló por algún motivo puntual, vemos que en aquellos quince años finales de exclusión y de atonía de todo tipo, Piñera hizo gala de honestidad y, como mismo no escondió sus tantos miedos, escribió a la amistad; también sobre los márgenes nebulosos del deseo y la soledad, incluso al amor.

EN EL DENTISTA

¿Qué puede hacerse contigo? ¿Qué podría encontrar tu frescura
en mi piel ajada?
Te engalanas para el amor, gimes por el amor, te hundes en su noche.
Quizás no sepas quiénes fueron Baudelaire y la señora Sabatier,
ni lo que entre ellos ocurrió. Pero es tan divertido (o tal vez sea otra cosa)
escribir estos renglones dedicados a ti,
que no eres más que un fantasma.

     Baste el título y un repaso ligero para reparar que estamos ante un poema breve de amor y de ocasión. Por un lado, un poeta de 53 años y la conciencia de su cuerpo descolorido; por el otro, una presencia no muy afincada, evanescente, bien posiblemente ilusoria. En el centro, una anécdota: nuevamente Baudelaire, pero esta vez no como referente de carnalidad, sino un Baudelaire galante, un Don Juan que entra en sociedad, vive la ilusión de un amor mental, espera y, tras haber consumado un único acto físico, abandona la escena y regresa a las calles de las putas, a su comercio y a la agonía de la escritura.
     Es Théophile Gautier quien conduce a Baudelaire al salón de Apollonie Sabatier –rue Frochot –, saliendo este apenas de una de las sórdidas etapas de su relación con la mulata Jeanne Duval. De 1852 data la primera de las cartas anónimas que Baudelaire le escribe y que serán acompañadas, en lo sucesivo, por poemas, “A la que es demasiado alegre,” “Himno,” “Confesión,” “Reversibilidad” (¿acaso el preámbulo de otro excelente de Piñera, de idéntico título, escrito en 1978?), que formarán parte de Las flores del Mal. Cinco años más tarde, tras una sola noche de amor, Baudelaire abandona la partida.
     En ese juego de hipótesis y del imaginario que llevamos a cabo sobre los libros que un escritor admirado leyó o no, cabe ahora preguntarnos si Virgilio Piñera tuvo en sus manos en 1965 el primero de los dos libros que hasta el momento se le hayan dedicado a este amorío: Baudelaire et madame Sabatier, de Armand Mauss, publicado por A. G. Nizet, en París, en ese mismo año. A estas alturas ya poco importa. Virgilio Piñera, hombre de teatro, sabe que de repente un buen pretexto puede reencaminar la trama de una obra. El poema en cuestión, suerte de lamento de ocasión escriturado al vuelo, sobre el muslo, mientras espera un turno en el dentista, tal vez en un papel pequeño, al dorso de una receta médica o en un pedazo de papel cartucho, revela a un Piñera menos mordaz, sentido, sentidor.
     En Virgilio Piñera entre él y yo, Anton Arrufat ha confesado que en sus últimos años, además de la mente, Piñera nunca dejó de ejercitar su cuerpo mediante el sexo. Con la pertinacia de un monje copista, semanalmente sexuaba, lo que implicaba un encuentro sin otros merodeos que los puramente físicos, el pago de un servicio y el aseguramiento de su libertad individual, precisa Arrufat, su libertad sentimental. En algún lugar Carlos M. Luis se ha referido al gusto del hombre-Piñera por los guagüeros, ese sonoro vocablo nuestro; Guillermo Cabrera Infante ha sido más abarcador: “porteros, serenos, varios vagabundos y tal vez un soldado con licencia…”; y ahí mismo evoca una anécdota en la que, en los preliminares del intercambio, el desconocido comenta a Virgilio su interés por los libros, a lo que el poeta responde con ira y abandona el foro.
     Paradójicamente, en paralelo a su comercio amatorio y al coto al sentimiento que nunca escondió, Virgilio Piñera ha estado escribiendo poemas diferentes, muchos de ellos breves pero de sobrada intensidad, muchos de ellos dedicados a amigos, ahora que los amigos escasean y que el Estado, la revolución convertida en autocracia, ha querido lapidarlo como se lapida a una mujer afgana. En varios de ellos regresa la humorada, la afrenta al suceso de la muerte de que ya hacía gala en “Muchas alabanzas,” un viejo poema de 1944. Este es un Piñera menos sucio – o casi nada, o nada –, más simple, más pausado, que se ha atrevido, quién lo hubiera imaginado, ¿sus enemigos?, ¿el ojo perenne del Estado Total?, ha osado escribir, incluso en el dentista, en una barbería, textos simples que la posteridad ha llamado eufemísticamente poemas de ocasión, sobre el peso y la proximidad de la muerte, sobre el miedo y el desamparo, sobre la lozanía perdida, sobre un hombre que se convierte en isla y otro que es degollado como una puta famosa, y nuevamente sobre la muerte, que se aproxima. “Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste”, había escrito en “La isla en peso.” “Todos somos ahorcados o ahorcables,” había anticipado Baudelaire.

La Habana, noviembre de 2008