Resonancias desde la piel de la manzana roja

Emerio Medina, Holguín, Cuba

 

     Si uno se detiene un poco a examinar lo que nos quedó de la presencia rusa en Cuba, descubriría que estamos rodeados por elementos imprescindibles y variados: medios de transporte, tecnología, vocabulario, nombres propios, cultura cinematográfica, ciertos íconos culturales, abundante literatura impresa (basta revisar los estantes de una biblioteca pública o las colecciones privadas de muchísimos lectores). Para la mayoría de los cubanos de más de 30 años hoy es imposible recordar sus años jóvenes sin evocar un radiorreceptor Rodina o Selena, un televisor Krim o Elektron, una bicicleta Chaika o Ukrania (más conocida como XBЗ), una cámara fotográfica Zenit o FED, un tocadiscos Ilga, una grabadora VEF o Radiotejnica, las revistas Unión Soviética, Spútnik y Mujer Soviética, un automóvil Lada, Moskvich o Volga, un camión KamAZ, ZIL, GAZ o KpZ, una motocicleta Verjovina, Karpati, Vosjod, Ural, Dniéper o Júpiter, un reloj-pulsera Slava, Raketa o Poljot, un despertador Zariá, una guagua LAZ o PAZ, una lavadora Aurika, una batidora cuya marca nadie nunca supo, un equipo de aire acondicionado BK, una plancha eléctrica de nombre impronunciable, un osito de peluche, una jaba plástica, una escoba del mismo material, un ventilador Orbita inolvidable (se descocotaba, y entonces había que amarrarle el casco del motor con un alambre, y luego se calentaba y el plástico se derretía; se quedaba chamuscado y negruzco pero nunca dejaba de funcionar). Sería imposible privar a la mayoría de los cubanos de una memoria histórica tan fuerte como ésa. (1) Todas las libretas de la escuela se forraban con páginas de la revista Unión Soviética, que eran algo así como el forro ideal por la calidad del papel y los colores de las láminas. En el caso de la literatura, el cine y la música, sería poco inteligente pensar que autores como Semiónov, Gaidar, Efrémov y los hermanos Strugatski, los actores Mijálkov, Alférova, Pankrátov-Chorni, Zhigarjanián, Mirónov, Nikulin y Tíjonov, y los artistas Pugachova, Rotaru, Leontiev, etc., no dejaron en nosotros una huella imborrable. Sumemos a eso el conocimiento y admiración por los deportistas: Taranenko, Alekséyev, Kárpov, Kaspárov, Riskiev, Ditiatin, Saneyev, Visotskiy, Bubka, Yashin y otros. Tendremos un cuadro bastante amplio de lo que significó para los habitantes de la isla la relación con la cultura soviética. Encima de todo eso, y para marcar los años de la infancia, los niños cubanos recibieron una dosis grande de animados (2), teleseries, literatura, discos, impresos gráficos de toda suerte. ¿Quién no sufrió con Shtirlitz (Viacheslav Tíjonov) durante la transmisión de la serie televisiva Diecisiete instantes de una primavera? ¿Qué niño, joven o adulto cubano no soñó con ser uno de los protagonistas del film Los incapturables? ¿Quién no se rio ampliamente con Popov o Nikulin mirando las funciones del Circo Soviético que transmitía la Televisión Cubana? El público lector, que tuvo total acceso a las producciones de las editoriales Mir y Progreso en los años setenta y ochenta, recuerda y conserva las colecciones de la época: Ráduga, Planeta. Todavía hoy, a más de veinte años de la caída de Moscú, una gran parte de los cubanos sigue añorando los años en que los dos países compartían un sistema social. Eso es inevitable, si se tiene en cuenta que durante treinta años los cubanos vivimos bajo una influencia total del país soviético. Era imposible, pues, acceder a otra cosa que no fuera un producto de origen ruso: comida (toda clase de enlatados, aceite, granos, arroz, jugos, fórmulas infantiles, harina, pescado, compotas, leche) (3), ropa, efectos eléctricos (prácticamente en exclusiva), publicaciones, películas, series televisivas, automóviles, tecnología en general, materias primas, comunicaciones, equipos de transporte marítimo, aéreo y terrestre. Esa inundación en exclusiva del mercado interno cubano creó una rusomanía tácita que nos dejaría sus huellas para siempre (4). Hoy se puede decir, por ejemplo, que tenemos más de trescientos nombres cubanos modernos que se originan en nombres y sonoridades rusas (5).
     Para los cubanos (los jóvenes de los años setenta y ochenta, fundamentalmente), la palabra unionsoviética significó mucho más que el simple nombre de un país que sostenía relaciones amistosas con Cuba. La mayor parte de nuestros jóvenes soñaban con los rusos de una manera extraña. Eran los tiempos (¿no lo son todavía?) del peligro latente. Se pensaba en una agresión inminente por parte de los EE.UU., y se temía que eso ocurriera, pero, a la vez, se contaba con ese aliado infalible, bien armado, inteligente y caballeresco: la URSS. Puede decirse que los cubanos conocían y pronunciaban los nombres de las batallas importantes de la Segunda Guerra Mundial, los nombres (nombre propio, patronímico y apellido) de los grandes estrategas soviéticos, las denominaciones de las armas del Ejército Rojo, su alcance, efectividad, cadencia de fuego, número de proyectiles en el cargador. En fin, todo. Recuerdo las comparaciones de la época: Mig vs Phantom, AKM vs M16, SS2 vs Tomahawk, T62 vs CUALQUIER COSA. La respuesta de un niño, joven o adulto cubano siempre sería la misma: los americanos no pueden con los soviéticos.
     Por supuesto que esa forma de pensar ha ido cambiando con el tiempo. La razón es que hoy conocemos menos lo que se hace en Rusia. Estamos desinformados en esas materias que antes ocupaban el centro de cualquier conversación familiar. Aun así, el interés sigue vivo. La admiración es casi la misma. La respuesta sigue siendo una: los americanos nunca podrán con los rusos. Así se piensa hoy en Cuba, en general, y ese pensamiento también es una huella cultural imborrable.
     Pero hubo un grupo importante de generaciones de cubanos que no solamente recibieron la influencia indirecta de una cultura tan lejana, sino que tuvieron la experiencia de primera mano porque, simplemente, vivieron en la Unión Soviética durante una parte importante de su vida: la primera juventud, esos años imprescindibles de la formación profesional. A ese grupo me referiré, en general, y tomaré mi experiencia personal como ejemplo para ilustrar el impacto que pudo haber causado en un joven de 18 años la exposición a la vida en Rusia o en alguna de las repúblicas que integraban la Unión. Hablaré de eso, y a la vez trataré de hurgar en las posibles influencias de ese impacto en un futuro escritor, como es mi caso.
     Desde 1961, fecha en que comienza a materializarse la colaboración entre Cuba y la Unión Soviética, hasta 1991, año final de las relaciones, deben haber pasado por diferentes centros de estudio en Rusia y las demás repúblicas más de 80 000 jóvenes cubanos. No tengo el dato exacto, pero puedo calcular en base a una cantidad anual de 1500-2000 estudiantes de primer ingreso. Puede resultar, por supuesto, en un número mayor, si se tienen en cuenta la enseñanza técnica profesional (politécnica), la educación altamente especializada (cursos de posgrado, maestrías y doctorados) y la preparación de obreros calificados y operarios de tecnología específica: choferes de guaguas, conductores de trenes, pilotos, navegantes, operadores de equipos tecnológicos (plantas de hormigón, calderas de vapor, pizarras telefónicas, tornos de mandos numéricos, subestaciones eléctricas, aeropuertos, instalaciones portuarias, plantas para el procesamiento de hidrocarburos, etc.). Se trataba, generalmente, de personas de ambos sexos, muy jóvenes, que partían hacia la Unión Soviética como becarios y residían en aquel país por un espacio de tiempo que podía variar entre 2 y 7 años. Como se verá, ese tiempo, a una edad tan temprana, es suficiente para moldear toda una gama de interrelaciones que van mucho más allá del puro interés profesional. Apareció en Cuba un número importante de personas que podían hablar con voz propia sobre sus experiencias en la URSS. Imposible, pues, que no se formara en una parte importante de la población una suerte de idilio y nostalgia por un país que resultaba a la vez lejano y cercano. Rusia, tan absorbente y encantadora, se presentaba ante nosotros como una realidad soñada. Comenzaron a aparecer en Cuba (y no solamente en La Habana o en las ciudades importantes, sino en cualquier recóndito paraje del campo cubano) jóvenes parejas binacionales, con su correspondiente descendencia y estilos de vida mezclados. La absorción de esos matices ocurrió lentamente, y sólo en la década de los años ochenta dejó de causar asombro o admiración la presencia de una rusa (que podía ser armenia, tártara, ucraniana o uzbeca) en cualquier sitio, ya fuera en un centro de trabajo, en un barrio o en una escuela. Ese giro propició a nuestra cultura un ingrediente inesperado. Hoy puede afirmarse que hay algo ruso en nosotros; algo difícil de definir, pero definitivamente cierto. Sería interesante explorar un poco en lo que encontraron esas muchachas a su llegada a Cuba, en la forma en que se aclimataron a nuestras condiciones, o en lo doloroso o agradable que pueda haber resultado el encontronazo con las realidades de una isla del Tercer Mundo. Pero no es ese el tema de esta exposición; sólo puedo proponer un acercamiento al trabajo del periodista ruso Oleg Viazmitínov (6), quien ha estado hurgando en esos tópicos y seguramente echará más luces sobre el tema de lo que pudiera hacer yo. Hablemos, pues, de lo que ocurrió con los jóvenes cubanos a su llegada a Rusia, y hablemos de lo que ocurrió conmigo. Lo haremos por partes, a la manera de los capítulos de una novela, de forma que un lector ajeno a estos temas tenga una información suficiente y pueda formarse sus juicios propios.

Capítulo 1. El barco.

     Recién comienza agosto en La Habana. Es el verano de 1985 y el sol calcina los adoquines de la Plaza de Armas. Un grupo de muchachos camina por la ciudad al mediodía. Se detienen a mirar los cañones de hierro y las balas fundidas en una sola pieza. Han llegado desde Caimito y Bahía Honda, o desde Santa Clara y Manicaragua, o quizá desde Oriente y Camagüey. Son muchachos del campo, de la ciudad, de los suburbios; de las lomas y de los llanos; del asfalto y el cañaveral. Van vestidos con la mejor ropa que se puede comprar en las tiendas de la cadena Amistad (7) de sus pueblos lejanos: pulóveres chinos de cuello blando, de hilo, o camisas Yumurí de poliéster, estampadas en cuadros rojos y negros; pantalones chinos también, de los llamados de vestir, o algunos jeans Sasson o Julian Charles comprados a 120 pesos en el mercado negro. Alguno lleva zapatillas deportivas de manufactura rumana, y otro calza zapatos cubanos Amadeo, o de confección similar, y maldice por el roce incómodo de las suelas duras sobre el empedrado de tres siglos de la Habana Vieja. Están hospedados en cualquier escuela de la ciudad, aletargados por el calor y el dinero escaso, pero van contentos. Mascullan alguna frase en un idioma incomprensible, y luego hablan más alto porque saben que la gente les ha puesto atención. Han terminado el Curso preparatorio de Idioma Ruso(8) y se sienten bien. Después de un año de estudios de esa lengua pueden hablar con seguridad alguna frase complicada: han tenido que vencer en ruso materias tan difíciles como el Álgebra, la Trigonometría, el Dibujo Técnico y otras pesadillas. Ahora van contentos hacia el mar, diciendo sus frases rusas en alta voz, alargando los ojos para ver desde lejos los mástiles de los barcos. Se acercan ya a la avenida, alborozados con el olor salino del aire, y no pierden tiempo en secarse el sudor. Se estremecen al sentir el golpe del viento marino en la cara; se apuran; caminan un poco más y franquean la pared que cierra la vista hacia el puerto. Sólo entonces se detienen. Se llevan las manos a la cabeza y se quedan mirando el espectáculo que se ofrece adelante.
     Las bordas de un trasatlántico se elevan hasta tocar el cielo. Es el Fiódor Shaliapin, de la Empresa Naviera de Odesa, que está en puerto desde hace dos días y ya mañana comenzará a cargar sus pasajeros. Llevará a mil estudiantes cubanos de primer ingreso hacia las universidades del País Soviético: Kiev, Moscú, Leningrado, Tashkent, Alma-Atá. Ya se ha ido ayer el Taras Shevchenko, navío menor en dimensiones, pero grande también, vientre enorme que se tragó a ochocientos y se hizo al mar.
     Los muchachos se quedan allí sin hablar. Es la primera vez que ven un barco tan grande, un cisne majestuoso y blanco que se los llevará muy lejos. Sólo pueden pensar que van a estar muy bien. Se alejarán de sus familias y estarán bien. Cabecearán durante días sobre el Atlántico a la velocidad de un crucero, se marearán un poco y verán, por fin, el mundo. Quieren decirlo así, pero no pueden. El momento no deja lugar para otra cosa que sea pasear los ojos por las bordas, arriba, sobre los mástiles y las antenas, y abajo otra vez, sobre la escalera que los llevará a bordo mañana, cuando llegue el momento de subir.
     Se tienden a la sombra de los árboles y esperan. Se quedan mirando el barco hasta que los ojos empiezan a doler por las molestias del sol, por la luz que se refleja en el agua y en el casco blanco empinado al cielo. Se ponen de pie cuando allá, sobre cubierta, asoma la cabeza de un hombre. El cuerpo asoma después. Es el cuerpo de un hombre blanco y alto que lleva gorra de marinero y mira la ciudad desde arriba. Es un ruso que mira La Habana con largos ojos de explorador avezado. Un marinero ruso que ha venido tan lejos a buscar su preciosa carga. Quizá es el capitán, pero eso nunca se sabrá. Los muchachos no lo sabrán nunca. Es la primera vez que ven a un marinero ruso. Un Volodia, o Nikitin. Un Iván Ilich. Un bogatir (9) que ha venido a buscarlos y tiene en los ojos y en la cara una expresión bondadosa, un aire de amigo y salvador que no engaña a nadie a pesar de la distancia, a pesar del sol y su reflejo en el agua de la bahía habanera.
     Los muchachos se retiran. Se vuelven un poco y miran las bordas y los mástiles. Ya han visto lo que necesitaban ver. Ya saben que el barco está ahí. Es el Fiodor Shaliapin, el mejor, el más rápido y confortable entre todos los barcos de la Empresa Naviera de Odesa. Queda claro que el Taras Shevchenko es apenas una cáscara en comparación con el coloso que les tocó en suerte. Sí. Todos convienen en que el Shevchenko es una mierda de barco. El Shaliapin, en cambio, es un trasatlántico verdadero. Nunca habían visto un trasatlántico tan cerca. Sólo en el cine, mirando esa cinta en que las bielas enormes del Titanic empujan al barco hacia su fin. Y mañana, mañana, subirán a bordo de esa maravilla sin pensar en la posibilidad remota de un naufragio. Partirán hacia Rusia cabeceando sobre las olas del Atlántico y olvidarán los peligros del mar.

Capítulo 2. El viaje.

     Ya nuestros muchachos han tenido el primer encontronazo con los marineros del Shaliapin. Ha sido un poco raro todo, y han debido recogerse un poco ante la mirada gélida del capitán y los oficiales. Hasta ahora sólo habían conocido a sus profesores del Curso Preparatorio: Luidmila Gavrílovna, Raiza Karímova, Aleksei Alekseyevich, Igor Ignátievich, Alevtina Alekséyevna. Buenos profesores eran todos; gente experimentada y seria que sabía tratarlos y toleraba bastante sus deslices tropicales y su torpeza al hablar. Pero ahora, enfrentados a recios marineros y oficiales muy serios, los muchachos han entendido que no está bien dejarse llevar por impulsos. Por suerte van en el barco camareras muy jóvenes que sirven las mesas con una sonrisa y no se ponen bravas por algún intento de probar la efectividad del idioma aprendido en un año. El viaje, en fin, resulta cómodo a pesar de las miradas torvas del capitán. El desayuno, si bien no resulta lo que se esperaba, tampoco los deja indiferentes: lascas de jamonada, pan blanco, huevos duros, alguna ensalada fría y… té. Es té negro, a veces, y a veces es té verde con olor y sabor a hierbas. Pero funciona bien, en general, y al cuarto día ya están acostumbrados. El almuerzo y la comida se compone invariablemente de sopas, cereales, algo de arroz, pollo, carne seca, confituras, refresco y… té. Otra vez el té. Se les administra como algo inevitable. Pero está bien. Está muy bien. Aunque empiezan a extrañar la comida de casa, las condiciones del barco son inmejorables y el viaje resulta placentero y cómodo. Por el día se quedan junto a la borda mirando el mar. Sólo pueden ver el mar. Quizá algún buque se pueda divisar en el horizonte, pero nunca tan cerca como para discernir su bandera o sus ocupantes. El Atlántico, inabarcable masa de agua oscura, no deja ver otra cosa que olas y nubes bajas; algún avión, quizá; algún pez volador. Pronto se cansan de mirar al horizonte y deciden ocuparse en asuntos más terrenales. Sobre la cubierta se organiza alguna partida de dominó, y los camarotes privados permiten citas rápidas con las muchachas de la patria. De noche la vida a bordo es más alegre: después de la comida suena la música y ya entonces el barco no es tan aburrido.
     Al décimo día ocurre un evento extraño: el barco está entrando al Puerto de Santa Cruz de Tenerife. Es una estancia rápida, pero suficiente para mirar desde las bordas la ciudad que asciende por las colinas. Esa es la primera vez que ven tierra extranjera. Los muchachos todavía se amontonan en las bordas cuando el barco va dejando atrás las Islas Canarias. En lo adelante verán más barcos, y todo será como una curiosa sucesión de asombros. La situación cambia radicalmente cuando dos aviones de guerra sobrevuelan el barco. No son Migs; eso queda claro. Son aviones enemigos. La curiosidad se convierte en preocupación general. Alguien les ha dicho que los americanos pudieran sabotear el viaje. Y luego la preocupación se convierte en miedo: son F-15 americanos de la Base Aérea de Gibraltar. Alguien explica, sin embargo, que no hay de qué preocuparse. Se trata de una inspección de rutina. Bien, pero aun así… La buena noticia es que ya están cerca de España. Se quedan despiertos toda la noche para presenciar el cruce por el estrecho que separa África de Europa. Alguien les dijo que en los días claros se pueden ver los dos continentes. Pero cruzan de noche, y sólo pueden ver algunas luces lejanas del lado de España. Delante está el Mediterráneo. Es un mar sucio que no deja ver demasiadas cosas: embarcaciones de dimensiones variadas que van en dirección contraria, tan lejanas que no se puede saludar a los tripulantes. Dos días después el barco pasa junto a las costas de Grecia. La tierra está muy cerca, tanto que se pueden ver en las colinas las luces de los pueblos. Y luego, en una mañana clara y luminosa, el Fiódor Shaliapin cruza lentamente bajo el puente de Estambul. Es el evento más interesante que han enfrentado desde que subieron a bordo. Se quedan atontados con la extraña maravilla, como si la simple curiosidad de los cubanos no fuera suficiente para admirar el puente enorme que une Europa y Asia. Pasan el día hablando de eso, y, ya lejos, entornan los ojos y miran atrás desde la borda. La entrada al Mar Negro ocurre de noche. Ya pronto llegarán al destino. Odesa está cerca, y los muchachos lo saben. Se quedan hasta muy tarde en cubierta: no quieren perderse ese momento en que las luces de la ciudad avisen que ya están llegando a tierra soviética.

Capítulo 3. Odesa.

«Aquí termina el mar y comienza la tierra. Llueve sobre la ciudad pálida. Las aguas del río bajan turbias de barro. Un barco oscuro asciende entre el flujo soturno. Es el Higland Brigade, de la Mala Real, que va a atracar en el muelle de Alcántara…» (10).

     Por estos días debe estar Saramago escribiendo esas líneas. Nada mejor se nos ocurre que pedir permiso al genio portugués para usar sus palabras y describir la llegada del barco. Sólo que en este caso no se trata del Higland Brigade, sino del Fiódor Shaliapin, y la ciudad que se divisa desde la borda no es Lisboa, sino Odesa, y los pasajeros no son emigrantes portugueses que regresan del Brasil a sufrir en carne propia la dictadura de Salazar, sino estudiantes cubanos que van a cumplir cinco años de prometedora estancia en el País de los Soviets. Por demás, no llueve, ni se divisa un río, ni se trata de una ciudad pálida. Odesa se presenta como una gran urbe moderna y luminosa. Para los cubanos, que escasamente han visto La Habana (no es mi caso, porque yo tomé el barco en Santiago de Cuba, y sólo conocí La Habana tres años más tarde, en viaje de vacaciones desde Tashkent), el encuentro con la ciudad resulta deslumbrante. Después de un trámite muy rápido ya están en tierra. Un autobús los lleva hasta un hotel de cinco plantas, un edificio blanco y confortable con habitaciones amuebladas con gusto. Permanecerán allí un par de días, y luego seguirán su viaje en tren o en avión hasta el destino final. Tienen, pues, dos días para caminar por la ciudad y conocerla un poco. Se asombrarán de cada cosa nueva, probarán el helado local, las frutas de Europa, los refrescos y las confituras. Un funcionario les entrega seis rublos (tres rublos diarios: eso debe ser suficiente) y les explica algunas cuestiones relativas al tiempo de estancia en la ciudad y el itinerario que deberá seguir cada uno. Este primer encontronazo les permitirá hacerse una idea general del país y la gente. Pero sólo una idea general. Necesitarán todavía un año mínimo de estancia en su destino final para descubrir las interioridades del país, y absorberlas, y aclimatarse a condiciones que distan mucho de parecerse al entorno conocido y familiar de su isla lejana. Es verano, por suerte, y hace calor. Suficiente calor. No se siente el vapor sofocante del Caribe, pero el aire caliente permite andar en ropas muy ligeras. En esta primera incursión a las calles de Odesa tratarán de probar el idioma aprendido, se frustrarán un poco al descubrir que los habitantes de la ciudad no entienden nada de lo que dicen. ¿Problemas con la pronunciación? ¿Palabras equivocadas? ¿O acaso los profesores del Curso Preparatorio no los enseñaron bien? Tardarán un tiempo todavía en dominar el idioma, y eso está claro. Pero hay mejores cosas que hacer ahora. Unas viejecitas venden manzanas y albaricoques en la acera. ¿Skolka stoit? ¿Skolka? El kilogramo se vende a diez kopecs: con un rublo pueden comprar frutas suficientes y saciar el viejo deseo de comer manzanas. ¡Manzanas! Por fin podrán resolver una pregunta que se han hecho siempre: ¿qué es mejor, un mango o una manzana? En esta primera ocasión, sin embargo, la balanza se inclinará hacia el trópico. Pero todo es muy barato, en realidad. Prueban el helado también, y el refresco gaseado: el cartel dice Kvas (11), a tres kopecs la jarra. Diablos de palabra tan difícil. ¿Kavás? No. ¿Kuás? No. Tendrán que repetir: Kvás, Kvás, Kvás. Así, indefinidamente, hasta que los labios, la lengua y los dientes se conviertan en una sola herramienta. Por primera vez se ven obligados a pronunciar bien. Se puede andar por la ciudad y conversar con esas vendedoras tan bonitas: como es verano, ellas no llevan ajustadores, se inclinan y las blusas se abren. Se ve una parte del pecho. ¿El pecho descubierto? ¿Los pezones? Sí, los pezones. Están ahí, firmes y rosados: son dos campos de perla y rosa sobre una superficie color carne (12). Este país promete. Lo deciden así, sin decir una palabra, sin entender lo que la muchacha dice, algo como Shto smotrish? (¿Qué miras?) o Pashol otciuda! (¡Largo de aquí!). Pero no se muestra tan arisca, y eso es bueno. Eso es seña de que el país promete. Los dos días pasan rápido, y ahora nuestros muchachos enfrentan una situación difícil: deben tomar un avión hacia Moscú. Ya se sabe que nunca han montado en avión. El estómago se recoge un poco; la lengua se enreda; los labios tiemblan al pronunciar la palabra. ¿Y qué avión será? En el aeropuerto de Odesa se entretienen mirando las naves. Suben a bordo de un TU-154 de la compañía Aeroflot. Es un avión rápido y confortable, cierto, pero nuestros muchachos están nerviosos. Tienen que estar nerviosos. Aguantan la respiración y cierran los ojos cuando el avión se impulsa para despegar.

Capítulo 4. Moscú.

     Desde el avión se ven los barrios suburbanos de Moscú. Podmoskovie es una llanura inmensa sombreada de bosques. Las cúpulas verdes de los monasterios ortodoxos se suman al color intenso de los árboles. El aeropuerto Vnúkovo es el final del vuelo. Otra palabra complicada. La v rusa resulta impronunciable. Ya se acostumbrarán a la v rusa; a la sh rusa; a la sch rusa; a la zh rusa. En los días del Curso Preparatorio en Cuba los profesores soviéticos no eran tan exigentes con la pronunciación. En Moscú, en esos primeros días, el problema con la zh es algo serio. Los labios caribeños no están acostumbrados a esa exigencia tan marcada de los idiomas eslavos.
     Alguno quiere llorar cuando van en el autobús hacia el albergue. Puede ser el albergue definitivo: la Residencia estudiantil del Instituto Lomonósov, de la Universidad Estatal de Moscú, del Instituto Moscovita de Automóviles y Carreteras. O puede ser también un albergue de tránsito, como es el caso de nuestros muchachos: estarán dos días en la ciudad, y luego tomarán un tren  o un avión hacia cualquiera de los confines de la Unión Soviética. En cualquier caso, se puede llorar un poco mirando la ciudad y la gente: ya pasaron más veinte días desde la salida de casa. Se puede llorar en silencio, y se puede esconder la cara y recordar a la familia lejana. Las hembras esconden los ojos y secan una lágrima; los varones, obligados por razones de género, obligan al cerebro a entretenerse admirando los edificios, las avenidas, los parques, los automóviles, los tranvías, las bocas luminosas de las estaciones del Metro, los trolebuses, las mujeres. Pero por estos días Moscú sí cree en lágrimas. Son los días iniciales, y el cambio es demasiado brusco. De manera que la ciudad enorme y el entorno agradable no son suficientes para impedir que una lágrima salga.
     Nuestros muchachos deben seguir viaje. Dos días en Moscú no serán suficientes para conocer la ciudad. Pero algo se conoce, sí. Algo. Los funcionarios del Ministerio de Educación organizan una excursión rapidísima: el Teatro Bolshoi es visita obligatoria. La Plaza Roja (algún día sabrán que en ruso la palabra roja aplicada a la plaza no significa precisamente roja, sino bonita) y el Mausoleo Lenin son visita obligatoria también. No hay tiempo, sin embargo, para mirar a Lenin momificado; la cola es demasiado larga. Trescientos, cuatrocientos visitantes hoy, y el avance es lento (13). Otro día será. Total, tienen cinco años por delante. Pero hay más cosas que mirar. ¿Monumentos? ¿Plazas? ¿Teatros? ¿Tiendas? ¿Museos? Sí. La ciudad es enorme. Ocho millones de habitantes. Ocho millones de rusos. Son rusos suficientes para llenar cuatro Habanas. Pero hay que dejarlos a un lado y seguir viaje. Cada grupo va desapareciendo poco a poco, como si la gran tierra plana que se extiende alrededor se los tragara definitivamente. Salen en tren hacia Leningrado y Kiev; en autobús hacia Tula y Zaporózhets; en avión hacia Novosibirsk y Alma-Atá. Nuestro grupo dice adiós a Moscú y se dirige en autobús hacia el aeropuerto Sheremétievo. Tomarán un avión hacia el centro de Asia: el soleado Tashkent. Primero se sorprenderán con el aeropuerto enorme; después abrirán los ojos hasta más allá de los cuencos cuando vean el avión que les toca: es un IL-86, el más grande avión de pasajeros que haya producido la industria soviética. En el aeropuerto interactúan con personas que no son rusas: armenios, georgianos, tártaros, kazajos, uzbecos. Al final de un viaje de cuatro horas la nave descenderá en el aeropuerto internacional de Tashkent. En esa hora precisa, con seguridad, decenas, cientos, miles de estudiantes cubanos de 17-18 años estarán arribando a sitios tan distantes y diferentes como Riga, Vilnius y Leningrado en el extremo norte de la Unión; Kishiniov, en las llanuras de  Moldavia; Rostov del Don, Kiev, Járkov, Volgogrado y Donetsk, en Ucrania y las orillas del Volga; Minsk, en Bielorrusia; Kazán, Tula, Ivánovo, al Sur de Moscú; Ufá, en los Montes Urales; Bakú, en Azerbaidzhán; Frunze y Alma-Atá, en Asia Central; Novosibirsk, en la lejana y fría Siberia. El abanico de lugares es enorme. Las posibilidades que se abren en cada sitio son ilimitadas. La gente que los va a recibir en cada sitio son personas educadas y corteses. Los mirarán como amigos, y sonreirán un poco al ver la policromía en la piel de los cubanos: negros, blancos, mestizos, todos hablando esa variante ruidosa del castellano.

Capítulo 5. El Instituto.

     Puede tomarse un instituto cualquiera para ejemplificar la vida de los estudiantes cubanos en la Unión Soviética; puede ser el Instituto Textil de Ivánovo, o la Universidad de Járkov, o el Instituto de Agricultura de Kishiniov, o una escuela tan prestigiosa a nivel mundial como el Instituto Lomonósov. Los albergues están situados en una barriada elegante de las periferias de la ciudad; nunca en un barrio demasiado peligroso, ni tan lejos que resulte demasiado largo el viaje matutino hacia los centros docentes.
     Lo primero que llamará la atención es la pulcra instalación de los albergues. Los muchachos dormirán en cuartos de dos, tres, cuatro capacidades; nunca un número mayor. Los cuartos están equipados con camas muy cómodas, escaparates, mesas de noche, sillas y butacones, buena iluminación, rejillas calefactoras. El baño y los sanitarios pueden ser de uso común: una habitación amplia e higiénica al final de pasillo que puede acoger a más de seis personas a la vez, de manera que no estarán hacinados ni sentirán demasiadas molestias. La cocina (y aquí enfrentarán un problema muy serio: deberán cocinar sus propios alimentos) es amplia también, con quemadores de gas u hornillas eléctricas, hornos, mesas de elaboración, estantería básica, utensilios imprescindibles. Compartirán la habitación, la cocina y el baño con estudiantes indios, nepaleses, árabes, africanos, latinoamericanos; en algún caso tendrán que convivir con dos extranjeros y un nacional (un ruso, o un tártaro, o un armenio). Pero eso no será un problema. Desde esos primeros días empezará a forjarse una amistad seria; como resultado se dispondrá de un acceso total y gratuito a una cultura adicional: se aprenderán algunas artes culinarias de la India, se comprenderán un poco las costumbres extrañas del Islam, se aprenderá un poco de inglés, francés, árabe. Los cubanos aportarán algo de ritmo a esa interrelación; un poco de ritmo y mucha bulla; un poco de la picardía latina. Y, lo más importante: estarán obligados a hablar en ruso en el albergue casi todo el tiempo.
     El desayuno se hace a elección: pueden preparar un té o café con leche en la habitación o en la cocina y acompañarlo con pan, huevos, jamonada, mantequilla, mermelada, jugo de frutas. O pueden bajar hasta la cafetería del albergue y consumir lo que quieran. En cualquier caso, todo resulta muy barato. Deben sobrevivir con 90 rublos al mes. ¿Les alcanzará? ¿No tendrán que pasar hambre? ¿Privaciones? ¿Estómagos pegados? ¿Ojos vidriosos y hundidos? ¿Cuerpos famélicos y desgastados por largas jornadas de estudio y alimentación insuficiente? Ya se verá que nada de eso va a ocurrir. Con noventa rublos pueden vivir holgadamente, y aun podrán gastar algo en cigarros y cerveza. Alguno habrá que logre ahorrar lo suficiente para comprar un tocadiscos y algo de ropa. Alguno habrá también, por supuesto, que decida gastarlo todo, o casi todo, en la cerveza negra, tan agradable, que venden las máquinas tragamonedas de la calle. Ya veremos lo que ocurre cuando se descubra un Pivnói bar muy cercano y se adquiera la costumbre de acompañar la cerveza con trozos de la carne rosada del salmón seco.
     El viaje hacia el Instituto se hará en tranvía, en trolebús, en el Metro, o en el más moderno y funcional autobús. El pasaje es muy barato, de manera que, aun cuando tomaran más de un medio de transporte, no gastarían nunca más de diez kopecs. Y llega, por fin, ese primer día en la escuela. Son miles de estudiantes que avanzan por los pasillos del jardín hasta ser engullidos por el edificio enorme. Con agrado se reciben las dos noticias más importantes del día. La primera: tenemos tres africanos, cuatro árabes, un argentino, dos indios y un polaco en el aula; la segunda: tenemos un total de veinte mujeres. ¿Rusas? Bueno, sí: rusas. Aunque después, andando los días, se descubrirá que sólo siete son rusas; las demás son moldavas, armenias, tártaras, ucranianas, bielorrusas, letonas, kirguizas, bashkiras. Pero no importa, por ejemplo, que esa muchacha alta de grandes ojos luminosos sea bashkira. Con el tiempo se aprenderá a diferenciar las nacionalidades; faltan meses de interacción para lograr eso. Por lo pronto se puede ir mejorando el idioma. Debe aprenderse rápido la cuestión de los diminutivos: Natasha es Nataliya, Olia es Olga, Sasha es Aleksandra, Liuba es Liubov, Liuda es Liudmila, Masha es María, Rita es Margarita, Svieta es Svetlana; y Seriozha, por supuesto, es Serguei, Yura es Yuri, Vania es Iván, Vladik es Vladimir, Leonia es Leonid, Timka es Timur, Dima es Dimitri, Aliosha es Aleksei.
     Esos primeros días pasarán rápido. Es el principio del otoño y todavía se puede andar en ropas ligeras. El problema de la alimentación se va resolviendo; el estómago se va acostumbrando a las sopas de col; al té; al helado Eskimó; a la ausencia de arroz y frijoles; a los vegetales, que allí los tienen bastantes y muy variados. En esos días se conoce bastante la ciudad. Las encinas y los nogales empiezan a amarillar, pero eso no es preocupante. ¿Qué? ¿Se están cayendo las hojas? ¡Bah! No saben nuestros muchachos lo que los espera cuando termine septiembre. No lo saben, no lo pueden imaginar. Una mañana, simplemente, la temperatura bajó hasta 15 grados sobre cero, y a la mañana siguiente bajó a diez, y antes de que tengan tiempo de pensar en nada más ya empezaron las nieves y el frío atenaza los pies y las manos. Ahora ya lo saben: está comenzando el invierno. Es el largo invierno ruso, el mismo que derrotó a Napoleón y a Hitler. Durante siete meses sólo podrán ver la nieve. Será un tiempo oscuro, con pocas salidas a la calle y una nostalgia extrema por las playas del Caribe. Los zapatos se romperán, y los huecos en las suelas dejarán pasar la nieve. Plojoye dielo, bratishka! (¡Mala cosa, hermanito!). Unas suelas rotas es lo peor que le puede pasar a uno en mitad del invierno. Muchos no soportarán las condiciones: desertarán y volverán a Cuba. Para la mayoría será, en general, un tiempo bueno. Pasarán las tardes oyendo música rusa y cubana. Alguna vez se sentarán junto al fuego en la habitación de un estudiante ruso de origen campesino y escucharán las historias de Babá Yagá (14). Esa noche descubrirán que hasta los soviéticos pueden creer en la brujería. Cuando termine el invierno ya estarán listos. Habrán aprendido muy bien el idioma y querrán seguir adelante. La primavera les confirmará que todo el esfuerzo valió la pena. Cuando el sol derrita las últimas nieves de abril, y el aire huela a flores de manzano, y las mujeres empiecen a vestir ropas más ligeras, entonces todo cambiará. Mayo tendrá sus colores especiales; la vida de la gente, detenida durante siete meses, comenzará de nuevo. Y ahora, ya listos para enfrentarlo todo, nuestros muchachos saldrán a la calle y agradecerán por estar en el sitio que les tocó en suerte. Comprueban eso que han oído siempre: hay siete mujeres para cada hombre. Han aprendido a ahorrar los noventa rublos del mes, pero, aun así, tienen que hacer gastos especiales: el cine es la opción mejor para una cita. Tienen que ver películas soviéticas aunque no les gusten. Por suerte ponen esas comedias italianas, algún drama francés, filmes de aventuras de Checoslovaquia, Polonia, Bulgaria. Filmes alemanes también, con esos indios apaches tan poco creíbles, pero divertidos. Al final les gustará el cine ruso. Se convertirán en especialistas competentes y podrán hablar de Mirónov y Alférova, de Zhigarjanián y Nikita Mijálkov con pleno dominio del tema. Durante cinco años repetirán un ciclo aprendido en ese primer curso, y ya entonces se sentirán parte de un país y un sistema, y pronunciarán Kvás en el ruso más limpio, y no tendrán problemas con la v, la sh, la sch, la zh de los idiomas eslavos.
     La mayoría se graduará de profesiones disímiles: Ingeniería, Licenciatura, Medicina, Artes, Letras, Idiomas. Regresarán al Caribe con el Título bajo el brazo, sonrientes, como si hubieran nacido por segunda vez. Una parte ínfima, despreciable por el número, quedará en el camino: abandono de los estudios por razones diversas, indisciplina, enfermedad, agotamiento físico y mental, inadaptabilidad, deserción, fuga hacia Finlandia, España o Estados Unidos. Este grupo que entró en 1985, en específico, será testigo presencial de un hecho inesperado: el derrumbe del socialismo europeo. Poco a poco irán oyendo las noticias: cayó Varsovia, cayó Berlín, cayó Budapest, cayó Praga. Una noche de 1989 estarán mirando el programa Vzgliad (Mirada) de la televisión y verán a Mijaíl Gorbachov en la intervención que liquidaba oficialmente al socialismo soviético. Será una noche de dudas y miedo: la seguridad de la Isla está en peligro. Las preguntas se hacen con los ojos: los funcionarios del Consulado Cubano y del Ministerio de Educación Superior dan sus vueltas y recomiendan calma y confianza. Los muchachos esconden la mirada. Golpean el suelo con el tacón de la bota. Piensan en Cuba, en la familia, en lo que pasaría si esos vientos de derrumbe soplaran sobre la Isla con la misma fuerza que azotaron el socialismo en Europa. Les tomará un tiempo todavía asimilar lo que ha pasado delante de sus ojos. Se tomarán decisiones en esos últimos meses de estancia. Muchos (muchos) se casarán con una rusa-tártara-ucraniana y se quedarán en el país; otros, habiendo descubierto nuevas formas de vida, optarán por deambular en cualquier ciudad de Europa y nunca regresarán a casa. Otros morirán en un accidente, como muchas veces ocurre. Otros (la abrumadora mayoría) volverán a Cuba. Un grupo exiguo, a manera de callada despedida, escupirá sobre la tierra que los recibió como a hijos propios. Un avión Il-72 de Cubana los traerá de vuelta. Los depositará en el suelo del Aeropuerto José Martí, allí, donde termina el aire y comienza la tierra. Unos llorarán; otros sonreirán. Muchos (pocos) tratarán de olvidar que alguna vez pudieron hablar limpiamente en idioma ruso.
     Y hasta aquí llega esta parte de la crónica general. En lo adelante me referiré exclusivamente a mi experiencia personal como becario del Instituto de Automóviles y Carreteras de Tashkent. Puede servir de ejemplo para ilustrar lo que ocurrió con cada uno de los estudiantes cubanos en sus ciudades respectivas; a fin de cuentas, el País Soviético, en su gran homogeneidad, eliminó las diferencias entre una y otra región. Cualquiera dirá que eso ocurrió sólo en apariencias, y tendrá razón quien lo diga así, pero para nosotros, los que vivimos allí durante cinco años, las grandes diferencias nunca fueron tan visibles. Se trataba de un gran pueblo multinacional que logró convivir sin conflictos internos durante setenta años. No importa lo que se diga hoy de la antigua Unión Soviética, yo creo que fue un pueblo muy feliz en esos años. Pero no me toca a mí emitir esos juicios. Yo sólo quiero hablar desde la perspectiva de un estudiante que enfrenta la vida dura y exigente de la Universidad en patio ajeno.

Capítulo 5. Las luces de Tashkent.

     He nombrado este capítulo Las luces de Tashkent porque ese es el título de una novela que empecé a escribir hace algún tiempo. La estoy escribiendo todavía. En ella (está narrada en la voz de un hebreo de Tashkent) el lector se asomará a eventos que ocurrieron en Uzbekistán entre 1986 y 1990: el derrumbe del Socialismo, del cual fui testigo. Por supuesto, he tomado de la novela sólo el nombre. Aquí, en aras del objetivo general de esta crónica, sólo me referiré a cuestiones generales de mi estancia en aquellas tierras remotas y las posibles influencias que esos años y esas circunstancias hayan ejercido en mi oficio de narrador.
     Rusia y Uzbekistán son dos países completamente diferentes. En la primera el paisaje es verde y plano, con grandes llanuras surcadas por ríos enormes; en el segundo el observador sólo encontrará un vasto desierto y algunas cadenas montañosas de mediana altura. Ningún río importante riega esas tierras áridas; no se puede encontrar allí ningún lago natural, y mucho menos el mar. Uzbekistán se encuentra en el mismo centro de Asia; no tiene costas, y eso lo convierte en un lugar de clima extremadamente seco. Recuerdo que en cinco años de estancia allí sólo vi llover una vez. Tashkent, su capital, tenía en aquellos años algo más de dos millones de habitantes. En 1966 fue destruida casi completamente por un terremoto. La reconstrucción generó una oleada de trabajadores que llegaron desde todos los confines de la Unión: Rusia, Ucrania, Moldavia, el Cáucaso, Siberia. Muchos de esos trabajadores viajaron a Tashkent con sus familias y se quedaron a vivir allí. La ciudad resurgió de sus escombros como un gran mosaico multinacional que ya en 1980 podía competir en modernidad con Moscú o Leningrado (15) y disponía del mayor entramado multiétnico de la Unión Soviética. 
     Mi estancia de cinco años en Uzbekistán me aportó un elemento sustancial en la formación de una cultura propia: me puso en contacto con diferentes pueblos, diferentes nacionalidades, costumbres, idiomas, todo mezclado y a la vez todo limpio. Creo que en Los días del juego lo dejo claro: un estudiante cubano expuesto a ese bombardeo incesante de culturas diferentes. En mi promoción de la universidad, por ejemplo, había rusos, tártaros, uzbecos, bashkires, kazajos, tadzhikos, uigures, afganos, armenios, al menos un moldavo, algún letón, una veintena de negros africanos, sirios, egipcios, yemenitas, alemanes, polacos, hebreos, kirguizos, bolivianos, panameños, colombianos, chinos, coreanos, vietnamitas, indios, nepaleses y otros que no recuerdo ahora. Como se puede suponer, el ambiente cultural era diverso. En la universidad era muy fácil codearse con alguien llegado desde el otro extremo del mundo. Yo compartí el cuarto con rusos, uzbecos, tártaros, árabes e indios. Aprendí, por supuesto, unas cuantas palabras en cada lengua. Pero quizá lo más importante fue la calle: Tashkent era una ciudad donde los barrios y las zonas se diferenciaban en cuanto a los pobladores, de manera que se andaba a pie por un barrio de tártaros, otro de uzbecos, otro de rusos, otro de armenios, otro de hebreos. Se oía una música diferente en cada sitio, idiomas diferentes, nombres diferentes. Recuerdo que en mi primer mes allí me invitaron a una boda tártara. Después fui a una boda bashkira. Después, a una boda rusa. Y así, hasta llenar todo un gran saco de celebraciones diferentes, de religiones diferentes, de hábitos alimentarios diferentes. Todo eso se estaba quedando dentro de mí sin yo saberlo. Ahora, veinte años después, todo eso está volviendo. Ya saldrá todo en la novela que he titulado Las luces de Tashkent. No puedo predecir si será buena o mala, sólo puedo decir que mi estancia en Uzbekistán me aportó todos esos elementos que estarán en la novela. Hay otros elementos no menos importantes, y son elementos del tipo geográfico: invierno de verdad, otoño, primavera, tres meses de verano. La vegetación, aunque escasa, alcanzaba en la ciudad una profusión envidiable. Y luego estaba el desierto. Quien no ha estado en un desierto no sabe lo que es la vida. No hay forma de imaginarlo. Yo estuve allí, en el desierto de Kizilkum, viajando en tren desde Tashkent hasta Oremburgo, hasta Frunze y Alma-Atá, atravesando varias veces el vasto desierto de Karakorum, mirando los cipreses solitarios en medio de la estepa: ese es un cuadro inolvidable. Para un escritor tiene que ser inolvidable, igual que los viajes en guagua hasta Andizhán, Samarcanda, Bujará, o en automóvil a las montañas de Chimgán, mirando esos montes enormes, o esos desiertos pelados, o toda esa arquitectura musulmana tan antigua. Baste decir, por ejemplo, que Samarcanda es una de las ciudades más antiguas del mundo (compite en antigüedad con Ereván y Bagdad), y ya era conocida por los cubanos a partir de la literatura universal. Verse allí de pronto, mirando las mezquitas y los minaretes que brillaban al sol con una tonalidad opalina, como si hubieran sido construidos diez años atrás, era como revivir los viejos cuentos de Las mil y una noches y todo lo que se había leído sobre los viajes de Marco Polo. Todo eso genera en el futuro escritor ciertas turbulencias: algo detona, algo se guarda, algo queda escondido definitivamente en las entretelas del cerebro. En mi caso, ese es precisamente mi principal asidero a la hora de escribir cualquier cosa: recuerdos, emociones pasadas, evocación de épocas y eventos que marcaron alguna etapa de mi vida (ese método me permite reconstruir determinadas realidades ya vistas, imaginar otras, recrear supuestos mundos con credibilidad suficiente) (16).
     Otra cosa que considero interesante y fundamental es la cuestión de los idiomas. Aunque no creo que el conocimiento de otro idioma le aporte nada a la calidad de la escritura, pienso que, en mi caso, sí hay determinadas aristas que responden al hecho de haberme codeado durante un tiempo largo con personas que hablaban lenguas diferentes. Yo soy un admirador de los pueblos. He dedicado tiempo a observarlos, aunque sea a distancia, y he aprendido a respetarlos, a quererlos, no importa cuál pueblo sea. Quizá a otra persona el conocimiento de un idioma extranjero sólo le aporte otras resonancias, y quizá ni siquiera sea necesario conocer el idioma para que esas resonancias se incorporen a la rutina diaria como algo común, pero a mí me basta con saber una palabra, una oración, un saludo, y entonces ocurre algo extraño: la prosa gana en densidad, en altibajos, en matices. Eso es lo que me ocurre con los idiomas, en general. He escrito algunos cuentos donde asoma alguna lengua extranjera, y eso es peligroso: puedes echar a perder un buen texto. Recuerdo que en toda la narrativa cubana de los setenta y los ochenta se abusaba mucho del inglés porque se pensaba que eso le daría fuerza a la narración, y yo no niego que le dé fuerza, yo sólo digo que se necesita mucho más que conocer el idioma extranjero para utilizar sus frases dentro de un texto escrito en español. Puedo mencionar, por ejemplo, “Los barcos terminados” (Las formas de la sangre. Guantánamo: Editorial El Mar y la Montaña, 2007). En ese cuento mío el protagonista es un hombre de cuarenta años que regresa a Cuba después de haber pasado siete años en una cárcel de Miami. Inevitablemente ese personaje tendría que hablar la mitad de las cosas en inglés, pero sólo podría hacerlo utilizando la jerga de la prisión, y eso es exactamente lo que hace: no la jerga por la jerga, y no la expresión por la expresión, sino palabras muy específicas que no le robarían efectividad al discurso hispano, sino que lo reforzarían. En “El puente y el templo” (El puente y el templo. Santiago de Cuba: Editorial Oriente, 2009) pasa algo diferente: el narrador–personaje es quien cita frases en francés y en ruso, y sólo lo hace para adornar el discurso, no para complicar la lectura, que sería imperdonable. Ese es un cuento que ocurre en La habana en tiempo actual, pero el narrador está haciendo alusiones constantes a la guerra franco–rusa en tiempos de la Campaña de Rusia de Napoleón Bonaparte. Las palabras rusas y francesas que el lector encuentra en el texto están usadas de la misma forma en que lo haría un narrador en cualquiera de esas lenguas, y no pretenden aportar ninguna información sustancial, sino que su uso se reduce al mero hecho de adornar el discurso y dotarlo de determinada sonoridad. Algo similar ocurre en “Rendez–vous nocturno para espacios abiertos” (Rendez–vous nocturno para espacios abiertos. Holguín: Editorial Holguín, 2007) frases sueltas en francés pronunciadas por un narrador–personaje, cosas muy puntuales que no aportan nada al contenido, sino a la forma, de manera que la lectura sea muy fácil y se comprenda todo sin necesidad de recurrir a un diccionario. En “Los días del juego” (Los días del juego y otros relatos. La Habana: Letras Cubanas, 2009) la situación es otra: se cuenta la historia de un estudiante cubano en Uzbekistán (ese estudiante perfectamente pude ser yo, o quizá es la suma de muchos yo) y es necesario citar nombres y palabras sueltas en ruso y tártaro: nombres de parques, calles, lagos. Puro exotismo, nada más. Quizá el mejor experimento que haya realizado sea el cuento “Serpens cubnesis non parit equinum” (Casa de las Américas, No. 263. 2011. pp. 99–108) , que no es más que un rejuego de frases clásicas en latín dentro de un texto puramente satírico. Nada serio, sólo poner en función del efecto general de la historia un recurso tan noble como pueden ser algunas frases sueltas en un idioma extranjero. Puedo hacer eso con el idioma ruso sin demasiadas complicaciones por una razón muy sencilla: pasé mi curso de adaptabilidad auditiva durante ese tiempo que estuve en Tashkent, durante esos cinco años de caminatas, juegos, peleas callejeras, borracheras, amores (unos muy correspondidos; otros, no).
     Alrededor de enero de 1989 comenzó, ya, el desmembramiento de la URSS. Para el grupo de cubanos que estudiaba en Tashkent eso significó un reto inmediato: se extendió por la ciudad una ola de xenofobia (17) que puso en peligro la integridad física de todos los extranjeros. Debimos amoldarnos a la nueva situación y soportar todo tipo de ofensas y ataques directos. Fue una prueba última y decisiva que debimos vencer. A la lejanía de casa se sumaba el odio; las condiciones se pusieron difíciles en la calle y debimos recogernos en el albergue. Llegó el verano de 1990, nos graduamos y regresamos a Cuba.
     ¿Qué nos quedó de todo ese tiempo en Tashkent? Yo creo que, sobre todo, nos quedó una infinita nostalgia. A mí, en lo personal, la nostalgia no me ha abandonado nunca. Quizá por eso escribo cuentos sobre temas rusos o uzbecos. Ahora, a más de veinte años, todo eso regresa. He escrito un cuento ruso que titulé Los tikrits donde el personaje (Sídorov, un millonario sesentón) regresa a Rusia después de haber vivido durante algún tiempo en Francia. Ese personaje es un poco Emerio Medina (sin los millones, claro), y regresa a Rusia a expiar ciertas culpas, y a morir. Creo que ese cuento puede decir bastante de mi propia situación: esa nostalgia irreprimible que me obliga a voltear los ojos hacia el desierto de Kizilkum y decir en voz baja: hacia allá se encuentra Tashkent. Hago eso todas las tardes, como el personaje de mi cuento, y escribo sobre las luces y las sombras de una ciudad que siempre estará conmigo.
     Creo que eso les ha pasado a muchos escritores que conozco. Alguna maldición nos echó la Madre Rusia; quizá Babá Yagá cocinó una manzana madura en el caldero de su isba, le quitó la piel, escupió y dijo: Eto vi v Rossii pobivali? Vot vam tipier: y zabivat nie smózhetie! (¿Estuvieron en Rusia? Pues ahora, tengan: ¡no podrán olvidar!). Basta echar una mirada a la literatura cubana contemporánea para descubrir algunos nombres: Anna Lidia Vega Serova, Polina Martínez Shvietsova. Son descendientes de rusos, como se puede apreciar por los apellidos. La maldición de Babá Yagá no se quedó ahí y se extiende a otros que, aunque no descienden de rusos, vivieron algunos años en Rusia: Rogelio Riverón, José Manuel Prieto Poveda, Emerio Medina. Y aun se extiende (increíblemente) a muchos que ni siquiera estuvieron en Rusia: Antonio José Ponte, Obdulio Fenelo, Antonio López Sacha, Jorge Enrique Lage, Gleivis Coro, Adelaida Fernández de Juan, Ernesto Pérez Chang. ¿Somos muchos? ¿Somos pocos? No conozco ni un solo caso en que las influencias de una cultura foránea hayan producido un efecto tan fuerte en la producción literaria cubana. Nu, shto zhe? (Bueno, ¿y qué?) Todavía falta mucho por ver. Estoy seguro de que esas resonancias llegarán más lejos.

 

Notas

1. Estamos hablando en pasado por tratarse de influencias, pero, en realidad, todos estos artefactos todavía existen en Cuba, y… funcionan.

2. Bajo el término muñequitos rusos debe entenderse toda la producción de animados proveniente del campo socialista: Bulgaria, Checoslovaquia, Polonia, Rumanía, Alemania Democrática y URSS.

3. Los chícharos (guisantes) no forman parte del menú tradicional ruso. Su producción se dedica exclusivamente a la alimentación del ganado, y a la exportación. No sé si en Cuba el hábito contemporáneo de consumir chícharos se debe a las grandes cantidades de este grano que el país importaba desde la URSS.

4. Hoy, aunque no se quiera reconocer públicamente, los cubanos tienen una forma de evaluar la calidad de una pieza o componente determinado: ¿Es ruso? ¡Ah, entonces es bueno!

5. Adjunto un listado con al menos cuatrocientos nombres cubanos contemporáneos de origen ruso y algunos apuntes o consideraciones personales sobre el tema.

6. Oleg Viazmitínov es el representante de la Agencia RIA-Novosti en La Habana.

7. La Cadena Amistad era en los años ochenta la única vía legal de comprar ropa, zapatos, perfumería, cosméticos y algunos equipos electrodomésticos por la libre. Los precios, por supuesto, eran altos. Comúnmente se denominaba a estas tiendas las abusadoras.

8. Inicialmente los estudiantes cubanos viajaban a la Unión Soviética sin estudiar previamente el idioma ruso. Después se crearon dos escuelas para estos fines: una en la ciudad de La Habana y otra en Camagüey.

9. El bogatir es el héroe tradicional ruso. Es una mezcla de fortachón, caballero y tonto, aunque en realidad se trata de un héroe campesino. En algunos casos ha llegado a tener las características de un semidiós.

10. Líneas iniciales de la novela El año de la muerte de Ricardo Reis, de José Saramago.

11. El kvas es una bebida fermentada muy refrescante. En algo recuerda al prú oriental cubano.

12. Fragmento de una oración del cuento Karina, del autor de este texto.

13. No sería exagerado decir que la fila se componía de mil personas. En ocasiones era necesario estar de pie hasta cinco horas para ver a Lenin, sobre todo si alguna delegación extranjera decidía incluir el mausoleo en su recorrido.

14. Babá Yagá es la más conocida de las brujas en la fantasía popular rusa. Es un personaje siniestro que responde perfectamente a la definición de bruja mala. Otra bruja muy popular es Kikímara, que se considera menos mala, o bruja torpe y tonta.

15. El Metro de Tashkent se consideraba el más moderno de la Unión Soviética. La torre de televisión era la segunda en altura en el país, y la cuarta en el mundo. Con la reconstrucción la ciudad se convirtió en el centro industrial más importante de toda la parte asiática de la URSS.

16. Aunque el cuento Los locos de Adhamiyah ocurre en Bagdad, la imagen que tenía en la cabeza a la hora de escribirlo era la de un barrio del Stariy Gorod (Ciudad Vieja) de Tashkent. Los niños iraquís del cuento son en realidad niños uzbecos.

17. Años después, ya en Cuba, vi una película que ocurre en Ruanda y tiene que ver con la guerra de los tutsis. La atmósfera tensa de esa película y el miedo de los personajes me hicieron recordar esos días duros de 1989, cuando ser ruso o extranjero en Uzbekistán era un verdadero peligro.

 

Pinturas en el orden en que aparecen en el artículo   

1. De la serie “Rojo contra azul”. Acuarela sobre cartulina. (30 x 100 cm). Camilo Villalvilla (reproducida con autorización del artista)
2. De la serie “Tesis, antítesis y síntesis”. Acrílico y carboncillos obre poster. (45 x 64 cm). Camilo Villalvilla (reproducida con autorización del artista)
3. “El sacerdote”. Acrílico y carboncillo sobre lienzo. (12 x 80 cm). Camilo Villalvilla (reproducida con autorización del artista)
4. De la serie “Tesis, antítesis y síntesis”. Acrítico y carboncillos obre poster. (45 x 64 cm). Camilo Villalvilla (reproducida con autorización del artista)