Virgilio Piñera y Mirta Aguirre en el periódico Hoy

Francisco Morán, Southern Methodist University

 

     Antón Arrufat ha afirmado que Casal “fue una larga devoción en Piñera”, quien habría recogido del primero la lección de que, “autosuficiente y autónomo,” el poema es “[u]n hecho del lenguaje, más que de la experiencia vital” (Arrufat 26). Piñera, añade más adelante el autor de Los siete contra Tebas, “considera a Julián del Casal como un ejemplo, el único entre los del siglo XIX, de poeta concentrado. Casal resulta este tipo de héroe. Dada la importancia que Virgilio concede a la concentración, el elogio es impresionante” (27).
     Arrufat, que está glosando el artículo “Poesía cubana del XIX” (1960), busca justificar que en el mismo Piñera “aceptara sin discusión la imagen tradicional del poeta” [esto es, la del poeta evadido de su circunstancia] por el hecho de que en ese entonces aún no se habían recopilado las crónicas del poeta, las cuales Piñera solo conocía “fragmentariamente”. Según Arrufat, “[d]e haberlas conocido en su totalidad, [Piñera] hubiera podido ofrecer otra evidencia de la concentración poética de Casal” (32).
     La impresión que nos queda, entonces, es que si — justificadamente — Piñera siguió a la crítica tradicional en lo que respecta a la prosa de Casal, no ocurrió lo mismo con la poesía. Esto, sin embargo, no es rigurosamente cierto. El asunto es más complicado de lo que sugiere Arrufat. Remito al lector a lo que comenté sobre Piñera y Casal en la breve introducción a la celebración del Centenario del natalicio de Casal en 1963. Por otra parte, en el artículo de Piñera que reproducimos aquí —«¿Casal… o Martí?»—, de 1959, esos prejuicios se extienden a la poesía. Incluso; más que de prejuicios habría que hablar de entreguismo a las nuevas demandas políticas. Hay que ver los cambios en la jerga del Piñera iconoclasta. Le da el espaldarazo al «método dialéctico» usado por Portuondo para interpretar a Casal. Siente a la poesía de Casal «desligada del mundo en que nos ha tocado vivir», mientras que por otra parte Martí, si bien «menos poeta que Casal, nos resulta cercano, a tono con nuestra circunstancia». Reconocemos de inmediato la jerga política que inaugura la Revolución cubana y su inmediata adopción por Piñera. Así llega a decir que no solo Casal, sino también Baudelaire resultan «inoperantes» (el adjetivo parece tomado de un acta de asamblea). Y hasta echa mano a una cita de Fidel Castro para respaldar la necesidad de curas radicales: «No más curitas con mercuro cromo».
     Si comparamos el artículo de Piñera con el de Mirta Aguirre que reproducimos aquí, podemos apreciar mejor cuán rápidamente merman los aires aciclonados y asumen la horma de Hoy. Curiosamente, Piñera defiende el «método dialéctico» de Portuondo, y Mirta Aguirre enfila, sin decir, su nombre, contra Cintio Vitier cuando comenta que: “[p]oetas devotos de Casal, lastimados por [el ensayo que sobre éste había escrito Portuondo], han dicho que era «muy cómodo hablar de evasión, de escapismo y otros términos análogos que puso de moda la crítica marxista». La conclusión de Aguirre no cae, por cierto, lejos de la de Piñera. La sensibilidad de Casal, afirma, “y el modo de ver la vida que ella contribuía forjarle, nos son ajenas y distantes. No podemos compartirlas, pero, en sus circunstancias, podemos comprenderlas.”
     En perfecta sintonía con los cambios políticos, la conclusión de Piñera correja parejas con el viento de la comunista cubana:

Casal se limitaba a llorar sobre las ruinas de un mundo ido para siempre; no son sus poemas otra cosa; por el contrario, Martí gritaba, exigía, se rebelaba.
     Y nuestro mundo de hoy se compone de eso: de gritos, rebeldías, exigencias y más que todo: de confianza. ¿Será pues gran profanación preferir Martí a Casal?

Debemos destacar esto porque el único texto en el que, sin ambivalencias de ningún tipo, Piñera se vuelve, se orienta, pudiéramos decir, se reconoce en Casal, es el poema que cita Arrufat. Poema que, hay que recordar, escribió cuando la luz tremenda del mundo que le había tocado vivir lo arrincona, se deshace de él. Tenía que ser ese pathos de la experiencia personal, y que lo vuelve inoperante a él mismo, lo que finalmente produjera la anagnórisis. De todas maneras, por encima y a través de sus prejuicios, y hasta de su oportunismo político, Piñera no deja de pensar que Casal es más poeta que Martí. También puede afirmarse que el poema “Naturalmente en 1930,” que Arrufat comenta brevemente, refleja sin dudas una identificación de Piñera con Casal que no por azar cristaliza en el llamado «quinquenio gris», siendo uno de los poemas que Piñera escribió poco antes de morir.(1) Recordemos que también de 1976 es el cuento “Fíchenlo si pueden” en el que el homenaje a Casal, a quien cita, va de la mano con la zancadilla irreverente a Martí:

– Yo creo que éste va a ser poeta – decía la madre sonriendo.
– Loco querrás decir – respondía tía Marta –. Pero déjalo de mi cuenta; yo le voy a sacar toda la poesía que tenga en la cabeza. La culpa la tienen tú y Ricardo, diciéndole las poesías de ese Martí, que no era nada más que un orate. Por eso lo afrijolaron en Dos Ríos.
– ¿Qué barbaridad estás diciendo, Marta? – protestaba la hermana, llevándose las manos a la cabeza –. Martí es el padre de la patria.
– Allá tú si lo crees; yo te diría que es el padre de la locura (Cuentos Completos 7).  

     “En los años del setenta, calificados por Piñera de muerte civil,” comenta Arrufat, “la burocracia de la década nos había configurado en esa «extraña latitud» del ser: la muerte en vida. Nos impuso que muriéramos como escritores y continuáramos viviendo como disciplinados ciudadanos” (42). En estas circunstancias, el ensimismamiento en Casal que refleja el poema piñeriano se vuelve algo más que un acto de resistencia. El Casal que araña “un cuerpo liso, bruñido”, y con tal vehemencia que se rompe las uñas, responde a la pregunta ansiosa de Piñera que, ahí dentro “estaba el poema.” Esa vehemencia es, justamente, lo que mejor ilustra la lección de concentración de Casal, el ethos del escritor que se juega en la escritura nada más y nada menos que su propia existencia. Es la refutación a aceptar el dictamen estatal de morir como escritor y vivir como disciplinado ciudadano. La luz tremenda del amanecer épico de la revolución cubana ciega a Piñera. La llegada de la noche, el reencuentro nocturno con Casal, le devuelve la visión. Hicieron falta nada menos que la Isla en Peso de toda una Revolución y el tratado astronómico de su ideología tan precisa como inflexible, para que Piñera llegara, finalmente, a verse a sí mismo en el destino poético de Casal.

Nota

1. Según Arrufat fue escrito en 1976 (26). Piñera murió en 1979. Sobre la complicada y evolución de la estima de Piñera por Casal, véase: Francisco Morán. Julián del Casal o los pliegues del deseo, pp. 37-42.

 

¿Casal… o Martí?

Virgilio Piñera

     Como todo el mundo habla constantemente de nuestro brillante siglo XIX literario — que si el teatro, que si la poesía, que si la novela, que si el ensayo… — y como, al parecer, se esperan milagros de los escritores cubanos que a él pertenecieron (se ha llegado a pensar que en sus obras está el sésamo y ábrete de nuestra literatura por hacer; en realidad, no sé en qué basan sus argumentos), yo, por mi parte, no menos impresionado me he puesto a repensar el XIX.
     Por cierto, no es la primera vez que lo hago. Hace algunos años tenía por costumbre «meterme» en la Biblioteca Nacional con objeto de empaparme de nuestro Gran Siglo. Parece que me mojé con exceso. Aunque la Avellaneda siempre tuvo la virtud de exasperarme (nunca pude tragar su famosa «perfección formal», y encima de eso, sus quejumbres), aunque para desesperación del señor Chacón y Calvo puse al desnudo a nuestra gran poetisa, con todo, el siglo XIX cubano me seguía pareciendo nuestro Gran Siglo. Pasados veinte años, adoración tan ciega ha empezado a recobrar la vista: es decir, continúo adorando a nuestro Gran Siglo, pero tengo muy abiertos los ojos sobre él.
     Es así que nuestra generación, frente al XIX, lo miraba con nostalgia, y, por estimarlo plenamente logrado se miraba ella misma un tanto frustrada. Ignoro los pensamientos de los escritores cubanos del siglo pasado sobre el siglo XVIII cubano (por supuesto, dicho siglo no pasó nunca por Cuba), pero estamos autorizados a suponer que si los tuvieron también ellos pudieron haber llegado al convencimiento de su propia frustración. Lo peor que puede hacerse con un siglo literario es tomarlo como espejo: uno se mira en él, y como ocurre que la cara que allí se asoma está en proceso de formación, algo bien desagradable, contrahecho y confuso se refleja. O también, los siglos pasados sirven de pretexto o excusa para encubrir una impotencia de expresión momentánea: «¡Ah, Casal, qué gran lírico (y uno suspira), y Zenea, qué elegíaco insuperable…[»]. Después hay los arquetipos: Piñeiro es el crítico; Martí el orador; Villaverde el novelista; Casal el poeta… Esto es inobjetable, pero ciertos juicios, tomados como absolutos, resultan, a la postre, negativos. La ciega adoración, no deja lugar a la crítica; uno está siempre de rodillas, con la cabeza baja, y en tal postura se hace bien difícil manejar la espada del pensamiento. Ahora, que ya hemos enfilado la nave hacia nuestra plena integración nacional, me parece que es inaplazable la edición crítica (pero realmente crítica) de nuestros autores del siglo XIX. Con la sola excepción de José Antonio Portuondo (que se ha apoyado en el método dialéctico), prologuistas, ensayistas y demás se han empeñado en una crítica, que en el mejor de los casos no pasa de puramente impresionista, para no hablar de la de compromiso: estéril y abominable.
     Va para cinco años que en mi artículo sobre Ballagas decía: “En cierta ocasión me contaba el escritor Charles Steinberger que nuestra historia era tan cercana, nuestros héroes tan recientes que el también crítico de esa historia y de esos héroes produciría de seguro irritación en sus lectores si se decidiera a decir toda la verdad». Cuando la garganta está hecha a la suavidad del anís resulta muy amargo el trago de aguardiente. Y aquí es oportuna la frase de Fidel: «No más curitas con mercuro cromo». Demos al César lo que es del César, pero al mismo tiempo descubramos sus enaneces, que de seguro las tiene.
     Y como giramos continuamente en la órbita del XIX, no he podido evitar que el pensamiento se detenga en dos de las figuras literarias más apasionantes de dicho siglo: Casal y Martí. Mis pensamientos se centraron en la condición de poetas de ambos, y, sobre todo, si sería procedente bajar un tanto a Casal de su plinto y subir un poco más a Martí en el suyo. Esta operación (la palabra está de moda) levantará de seguro una ola de indignación. No me importa: las indignaciones me dejan helado —«Cómo! — dirán — ¿Bajar a Casal y subir a Martí?... «Si Casal es nuestro gran lírico, y, en cambio, Martí hizo poesía ocasionalmente»….
     Tales afirmaciones descansan sobre una evidencia, pero si el pensamiento no puede rebasarlas, nos toparemos con la mixtificación. Casal puede seguir siendo nuestro gran lírico, y junto a eso sentir nosotros que su lectura nos deja un tanto fríos; igualmente, reconoceremos que Martí hizo poesía al margen de sus actividades políticas, que fue poeta a ratos perdidos, y sin embargo, su lectura resultarnos muy vivificante. A esto me refiero cuando hablo de bajar un tanto al uno y subir un poco al otro. Ni Casal amengua su gloria y Martí no rebasa los límites de la suya.
     He releído a Casal y lo sigo sintiendo como un poeta que perteneciera al siglo en que le tocó vivir, con su pequeño mundo, con sus problemas personales, con su melancolía de buena ley y la gigantesca sombra de Baudelaire. Todo ello dio como resultado una poesía perdurable, que siempre leeremos sin fastidio y sin que nos vengan ganas de tirar el libro. Pero junto a eso, también la sentimos desligada del mundo en que nos ha tocado vivir, y algo más importante: no vemos, aparte de su valor estético, qué ayuda podría depararnos. Y es que a medida que nos vamos alejando de la vieja concepción burguesa del mundo (¡y cómo nos alejamos, y cuán velozmente!) no ya Casal sino hasta el mismo Baudelaire nos resultan inoperantes. En cambio, Martí, poeta de ocasión, en un sentido, menos poeta que Casal, nos resulta cercano, a tono con nuestra circunstancia; como, si un poco, sintiéramos que nosotros mismos hubiéramos firmado sus poemas. Acaso esto se deba a que la materia prima en Martí es lo revolucionario, presente siempre en cualquier manifestación de su intelecto. Casal se limitaba a llorar sobre las ruinas de un mundo ido para siempre; no son sus poemas otra cosa; por el contrario, Martí gritaba, exigía, se rebelaba.
     Y nuestro mundo de hoy se compone de eso: de gritos, rebeldías, exigencias y más que todo: de confianza. ¿Será pues gran profanación preferir Martí a Casal?

Lunes de Revolución, 16 de junio de 1959