Oso

Pedro Cabiya

 

     Recibimos la llamada a las 10:30PM. Triple ursocidio, Vía del Liquidámbar # 139. El equipo forense ya estaba allí. Mullaney apenas había tenido tiempo de pellizcar una de las hogazas con miel que había ordenado. Estaba de un humor pésimo, y verse privado de su cena no parecía haber mejorado las cosas.
     —Lo siento, Falco—dije apurando la taza de café—. Me luce que el filete de ciervo en salsa de arándanos se quedará para otro día.
     —¿De qué hablas?—gritó Falco y asomó su enorme cabeza por la escotilla de la cocina—. ¡Tu plato ya está listo!
     —Tíralo a los indigentes del callejón. Se ven anémicos.
     —No pueden irse sin pagar, Perozo.
     —El deber nos llama—lo mortifiqué—. Envíame la factura al precinto.
     —Sí, claro…—claudicó el cocinero, para luego fulminarme con un índice acusatorio—. ¡Esto es abuso de autoridad!
     Mientras tanto, Mullaney se hurgaba en la boca con la zarpa derecha. Al cabo de unos instantes extrajo una abeja ensartada en la uña.
     —Maldición, Falco—dijo y dejó caer el insecto muerto sobre el mostrador—. No sé si te has enterado, pero la miel hay que colarla. Estoy harto de masticar cera de panal y abejas cada vez que vengo aquí. Debería denunciarte a salubridad.
     —Eres un osito muy sensible, Mullaney. Quizá deberías frecuentar restaurantes más sofisticados—replicó Falco, alzando la voz porque ya estábamos afuera. Subimos al auto. Mullaney se acomodó tras el volante y encendió el motor.
     —Usted dirá, teniente—gruñó. Era octubre. El cielo estaba despejado, pero no hacía tanto frío como debería para esta fecha. Los cedros se columpiaban en la suave brisa con un lento vaivén. Prendí un rubio. Nos pusimos en marcha.
     —Era Bournigal—comenté exhalando una espesa humareda—. No saben mucho aún, pero me dice que la hicieron bonita en una residencia de Jardines del Embajador. Un reguero.
     —¿Feo?—preguntó Mullaney.
     —No me quiso explicar por teléfono, pero supuestamente a Berceo le dio un vahído.
     Mullaney me miró incrédulo durante unos instantes y se rió por lo bajo. Quise reírme también, pero empecé a toser.
     —Constantino y Eneas están de servicio—advirtió Mullaney, su indignación recobrada—. A nosotros no nos dejan ni cenar después de un largo día de trabajo. Mi esposa debe estar hecha un demonio; ya no tengo cómo convencerla de que no me ando refocilando con las osas del Hawaiian Hut. No acostumbro a lloriquear, teniente, usted lo sabe, pero ¿por qué endilgarnos esta escena precisamente a nosotros?
     —Le hice a Bournigal esa misma observación—dije.
     —¿Y qué tal?
     —Dijo que ya veríamos por qué cuando llegáramos al lugar de los hechos, y que más nos valía darnos prisa, si queríamos conservar intacta la piel de nuestros traseros.
     —El capitán es muy gentil.
     —Un caballero de fina estampa—concordé. Mullaney activó la sirena y aceleró. No había mucho tráfico. La noche se acunaba en el cuarto menguante de una luna pálida.

*  *  *

     Aparcamos entre abedules, frente a una lujosa mansión. El perímetro ya había sido acordonado. Había patrullas por todas partes, un verdadero circo. Casi inmediatamente reconocimos, sentado en la defensa trasera de una ambulancia, la bruta corpulencia de Berceo, el policía más rudo del distrito, la leyenda. Todos lo respetan, los que no lo respetan, le temen, y los que no le temen, lo aborrecen y evaden. Digamos que nadie quiere ver enojado a un grizzli de una tonelada, judoka cinta negra, y con múltiples denuncias de uso excesivo de la fuerza en su plantilla… Su reputación, empero, se vería seriamente afectada en lo adelante: el oficial estaba doblado sobre sí mismo, vomitando bilis, mientras un camillero le frotaba la espalda con ternura.
     —Pobrecito—dijo Mullaney, dándole palmaditas en el hombro a manera de consuelo—, ¿te sientes bien, muñeco?
     —Con todo respeto, sargento—respondió Berceo con rabia contenida—, váyase al diablo.
     —Oigo por ahí que te fuiste de boca—dije. Berceo apartó la mirada, genuinamente avergonzado—. ¡Bah! Seguramente exageran. Si me preguntan a mí, diré que fue un bajón de azúcar, nada que no pueda remediarse con un tarro de miel tamaño familiar.
     Berceo me miró y sus ojos fulguraban con la luz fatua de un terror insondable.
     —Nunca había visto nada semejante, teniente—dijo Berceo, como una imploración, húmedos los ojos —. Nunca…
Encendí un cigarrillo. La noche estaba refrescando.
     —No te desanimes, muchacho—dije—. Créeme: no importa lo que hayamos visto, el futuro siempre se las arregla para guardarnos algo peor.
     Mullaney me dio un codazo y señaló con el hocico la puerta principal de la casa. Era el capitán Bournigal, los brazos en jarras, un puro entre los dientes.
     —¡Señoritas!—gritó—, si ya han terminado de hacerle cariñitos al peluche, tengan la amabilidad de acompañarme.
     Bournigal, acto seguido, dio media vuelta y desapareció en el interior. Nos despedimos de Berceo. Algunos uniformados rezongaban en el patio, intercambiando en voz baja sus lúgubres opiniones acerca de lo que habían visto. Flotaba sobre todos ellos un efluvio de mala suerte. Que nos abrieran paso en absoluto silencio, mirándonos con una piedad torva que deformaba sus caras, no me sentó bien. Meléndez vigilaba la puerta.
     —Detectives…—dijo, tocándose la visera.
     —Oficial…—dije.
     —No está bien lo que pasó ahí dentro—ofreció con tono indiferente, el kepis ladeado sobre la cabeza.
     —Si lo estuviera, no nos habrían llamado—dije, atravesando el umbral. Sentí que me hartaba de tanto suspenso.
     La casa era la típica guarida de clase alta. La palabra clave era: Confort. Almohadones multicolores, mullidas alfombras, tapices antiguos, arte rústico de los osos silvestres del norte, confortables butacones y divanes, mantas de lana, miel entibiada en calefactores de leña, fuentes de agua manantial en la que flotaban puñados de zarzamoras y arándanos maduros… Era un verdadero paraíso osuno. Bournigal nos devolvió a la realidad con el usual, fatigado, áspero sarcasmo de los policías veteranos, habituados al horror.
     —Sin prisa, detectives—dijo desde la entrada al comedor—. Estos osos ya están muertos.
     Nos acercamos… Lo mejor fue no haber comido.
     —Aníbal Lluberes, pardo, 37 años, arquitecto—dijo Bournigal. Se refería a la sanguinolenta masa en forma de oso que estaba sentada en la cabecera de la mesa, frente a una enorme cazuela de avena humeante. A ambos lados de su puesto, frente a sillas vacías, se enfriaban otras dos cazuelas de avena, cada una de menor tamaño: la más pequeña tenía un cucharón adentro y parte del cereal había sido consumido. Algunos miembros del equipo forense trabajaban en la escena. La musculatura y los tendones de la víctima relucían con un brillo que auguraba pegajosidades.
     —Al menos eso suponemos—explicó Bournigal—. Esta es, después de todo, su casa… Pero además… bueno, además tenemos esta otra pista.
     Bournigal señaló el piso de la cocina: extendida sobre las losetas, como una alfombra macabra, había una piel de oso pardo
     —Nos llamó el ama de llaves—explicó Bournigal—. Tenía la tarde libre; fue al cine y cuando regresó, dos horas después… La tienen sedada en el ala de cuidados intensivos del Hospital Presbiteriano. Pueden interrogarla mañana. Afortunadamente para ella, no llegó a ver el resto de la familia.
     Bournigal nos hizo señas para que lo siguiéramos. Entramos en una salita de estar muy acogedora, igualmente equipada para arrellanarse con comodidad y no tener que ir muy lejos a buscar algo de comer. Contra la pared mayor había una pantalla de plasma de 64 pulgadas. Frente a la pantalla habían tres confortables butacas: una enorme, una pequeña, destrozada, y una mediana, ocupada por una osa decapitada.
     —Se estaban preparando para hibernar, como habrán podido darse cuenta—dijo Bournigal—. No hemos podido encontrar las armas utilizadas; los expertos creen que puede tratarse de un machete, pero hasta que no concluyan sus investigaciones no estarán seguros de nada… La cabeza de la señora está por acá, caballeros.
     Nos dimos la vuelta: en una pared lateral, montada como un trofeo sobre un marco de roble, vimos la cabeza de una hermosa osa, los ojos entrecerrados, babeante, la lengua afuera. Mullaney se estremeció visiblemente.
     —Azafrán Comarazamy de Lluberes, kodiak, 31 años, ama de casa—dijo Bournigal—. Madre de un osezno de cinco años: Micael Lluberes. El pequeño Micael está arriba.
     Subimos al dormitorio, un amplio espacio abovedado, irregular, reminiscente de las cavernas de nuestros antepasados salvajes. Tres camas: una gigantesca, para papá, una mediana para mamá, y una pequeña para Micael… En esta última había alguien bajo la frazada sanguinolenta. Bournigal la levantó parcialmente… Algo muy malo había hecho su entrada en nuestra apacible comunidad forestal, sin duda. He visto mi porción de horrores, pero lo que tenía ante mis ojos ocupaba una categoría aparte. Las bascas de Mullaney interrumpieron mi fría contemplación del cadáver (si así podía llamársele al amasijo de vísceras revueltas sobre la cama) del pequeño Micael. Hablé.
     —Es extraño… La furia de este asesinato final no se corresponde con el cálculo requerido para llevar a cabo los primeros dos.
     —Suponiendo—dijo Mullaney limpiándose el vómito del hocico—, que el asesino mató al niño de último.
     —¿Por qué no?—dije—. Los padres no habían cenado aún, pero el plato del niño está vacío. Seguramente ya lo habían enviado a la cama, mientras ellos esperaban a que se les enfriara la avena.
     —Tiene sentido—dijo Bournigal.
     —Primero mató a la mamá—dijo Mullaney—. Un tajo limpio mientras se disponía a ver televisión sentada en su butaca.
     —Más o menos—intervine—. Creo que primero la dejó sin conocimiento con un golpe recio sobre la cabeza…
     —Con la butaca del niño—dijo Bournigal.
     —Exacto. Luego se ocupó del papá, sentado a la mesa, impaciente y dispuesto a comerse la avena fría o no… y con él se tomó su tiempo.
     —Con la madre también—dijo Mullaney—. Enmarcó su cabeza como un trofeo de caza. Eso requiere ciertos preparativos. ¿De dónde sacó el marco, por ejemplo? Fue premeditado.
     —No estoy tan seguro—dije—. Bajemos.
     Ordenamos al equipo forense que desmontara la cabeza de la señora, observando las debidas precauciones para preservar la integridad de la escena. Cuidadosamente la despegaron del marco, al que estaba adherida por clavos. Debajo había una placa de bronce, un emotivo reconocimiento a la excelencia otorgado por el Colegio de Arquitectos.
     —Lo que me temía—dije—. El asesino se valió de lo que estaba a su alcance. No hubo premeditación, pero que el tema de la cacería le haya venido a la mente de manera tan persistente en medio de la furia es un detalle muy revelador.
     Mullaney miró alrededor suyo.
     —Que no se perciban signos de entrada forzada también lo es.
     —El asesino era alguien conocido—susurró Bournigal—. Se movió por la casa sin despertar inquietud.
     —¿El ama de llaves?—tanteó Mullaney.
     —Dudo mucho que una venerable osa de 68 años haya tenido la agilidad o la fuerza para hacer todo esto en menos de dos horas—explicó Bournigal. Se hizo un silencio incómodo. Éramos presa de una ansiedad muy común en este tipo de casos; sentíamos que mientras más nos demorásemos en elucidar lo acaecido, si bien de manera esquemática, más nos contaminaríamos con aquella peste, más indeleblemente nos mancharía, con mayor tenacidad se nos enredaría en la ropa la insana malevolencia que se había metido en aquella casa… Y en ese momento, elevándose con un titubeo falso, como la postrer ceniza de una carta llena de malas noticias, entró volando una abeja.
     La seguimos con la vista, hipnotizados, sin decir palabra; la reacción normal. Ningún oso es capaz de ignorar una abeja. Supongo que perduran en la raza ursina atavismos que la evolución jamás podrá erradicar, que incluso en el oso más culto quedan rastros del cavernícola cuyo insumo calórico más importante dependía de saber interpretar en el vuelo y la danza de las abejas melíferas la ruta hacia el panal de miel. Mitad por esa intuición ancestral, mitad porque a todo osezno le machacan la lección en tercer grado de primaria, notamos que el patrón de vuelo de la abeja era errático. Difícilmente se posó sobre el cuerpo decapitado de mamá oso y comenzó a agitar las alas incoherentemente, caminando en zig-zag encima de las arterias cercenadas.
     —El asesino no tuvo que entrar—dije—. Vive adentro.
     —¿Qué?—exclamó Bournigal rompiendo el hechizo de la abeja.
     —Los chicos no han hecho un buen trabajo, capitán—dije—. Esta casa tiene un sótano.
     —¿De qué hablas?
     —Un oso tan evidentemente exquisito como el arquitecto Lluberes—dije—, debe tener en alguna parte una bodega de mieles exóticas. Mi apuesta es un sótano secreto, o un ático.
     —La policía ha estado en todas partes…
     —No en todas—repliqué—. Esa abeja recién escapa de una barrica de miel de flores tóxicas, o curada con frutas fermentadas. Mal colada… o bien fortalecida adrede con ponzoñas…
     —¡Uff!—hizo Mullaney, llevándose la mano a la cabeza—. Qué resaca…
     Otra abeja hizo su aparición. Venía del pasillo. Encendimos las lámparas. Las paredes estaban empapeladas con motivos florales. Un par de abejas revoloteaba enloquecidamente sobre el marco de una pintura que mostraba una estampa bucólica: refinados osos y osas en trajes decimonónicos se solazaban en la ribera de un plácido río. Junto a la pintura, la pared estaba ligeramente embadurnada de una miel azul pálido. Unté un poco en mi zarpa y la probé.
     —Tal y como sospechaba—dije, abandonándome brevemente al deleitable escozor en la lengua. Cerca del cuadro, camuflada entre las florecitas del empapelado, descubrimos una pequeña agarradera carmesí. El quicio era casi imperceptible, las bisagras estaban ocultas.
     —No hay que culpar a los oficiales—dije, halando la agarradera—. No puede encontrarse lo que no se está buscando.
     La puerta cedió. Delante de nosotros se extendió una negrura espesa. Intuí escaleras. Alumbrándome con el encendedor, busqué y hallé un interruptor de luz. Bajamos en perfecto silencio hasta arribar a una estancia lóbrega, pero de buen gusto, una especie de catacumba en la que el arquitecto, como había supuesto, tenía guardadas sus mieles más preciadas en barricas dispuestas por año sobre estanterías de madera. La estancia también servía como su taller de trabajo, como lo evidenciaban un escritorio lleno de papeles y una mesa de trabajo con planos y reglas T y lápices tirados por doquier. Delante del escritorio, bajo una silla de oficina, había una alfombra: un rosado pellejo de homínido. Por la cabeza, intacta y dispuesta para que luciera fiero, mostrando todos sus dientes a través de una espesa barba amarilla, deduje que se trataba de un macho. En la pared, sobre el escritorio abarrotado, colgaba una cabeza humana montada sobre un marco de roble. La fineza de sus ángulos faciales, y el largo cabello amarillo, fueron suficientes para concluir que se trataba de un hembra. El taxónomo había preservado en su rostro esa fea sonrisa de los primates…
     —¿Qué son?—preguntó Bournigal.
     —Humanos—respondí—. Probablemente de los médanos.
     —Perozo—llamó Mullaney. Acudimos. Cerca de uno de los estantes de miel había un gabinete con escopetas de caza y utensilios de taxidermia.
     —El arquitecto era un oso de muchos talentos—dijo Bournigal. En ese momento oímos un ruido seco, como de un fardo arrastrado sobre una superficie agreste. Desenfundamos los revólveres y tomamos posiciones defensivas. Poco a poco nos acercamos al lugar de donde había procedido el sonido. El sótano era amplio. Lentamente llegamos al fondo y muy cautelosamente doblamos un recodo hasta quedar frente a una especie de aposento enrejado. Un terrible olor a excrementos frescos ofendió nuestras narices. En el suelo cubierto de paja y periódicos manchados, dormida, había una hembra humana de ondulados cabellos color de oro. Estaba vestida con ropa de osita, pero muy encogida, como si hubiera pasado de ser una niña a un adulto en una noche. Desde donde estaba parado podía ver las liendres caminando por su cabeza. Un caso claro de maltrato de animales.
     —Llama al zoológico—dije a Mullaney—. Ya tenemos al asesino.
     Me agaché. Tenía la boca y las manos embarradas de miel azul; a su lado había una barrica mordisqueada. El débil pulso y las pupilas dilatadas confirmaron mis sospechas.
     —Lo que nadie acaba de entender—dije—, es que estas mieles de cóctel producen una reacción muy peligrosa en otras especies. Despiertan… instintos muy difíciles de aplacar.
     —No mató a la cría—dijo Mullaney mirando los trofeos del arquitecto—. La conservó como mascota…
     —Otra tarea imposible—dijo Bournigal—. Convencer a la gente de que los animales salvajes son salvajes, por más lindos que parezcan.
     —Así es—dije—. Más le hubiera valido al arquitecto rellenar a esta también.
     Los párpados de la niña desmayada a nuestros pies temblaban, como si soñara.