Literatura o historia: Rafael Rojas y su encrucijada republicana

Román de la Campa, University of Pennsylvania

 

     Decir que la historia de Cuba encierra un gran desafío intelectual pudiera parecer redundante, pero el tema exige precisión. ¿Cómo organizar una narrativa nacional que recoja una serie tan heterogénea de regímenes durante el último siglo, una secuencia de cambios—colonia, república, república mediatizada, socialismo, post-socialismo--capaces de amenazar la supervivencia de cualquier nación, tal vez incluso más en el caso de una isla caribeña? El grado de dificultad se profundiza cuando se toma en cuenta el papel simbólico de la Revolución cubana durante la Guerra fría, un suceso que sacudió a todo el continente americano, cuando no al mundo, lo cual acentúa la necesidad de matiz y rigor. Es consabido que abundan polémicas al respecto, que se trata de una historia todavía cercana, es decir, no solo esgrimida por investigadores académicos sino también vivida por testigos que reclaman su propia forma de autoridad. Abordar el tema es arduo, sobre todo si se busca cierta objetividad y amplitud de perspectiva. Pocos pensadores realmente asumen esta tarea de modo integral.
     El trabajo académico, como sabemos, se organiza desde su objeto de estudio. Desde allí se abordan y definen fenómenos sociales, culturales o científicos, evitando en todo lo posible generalizaciones arriesgadas, aún más cuando se trata de fenómenos contemporáneos. El cine, la novela, y otras artes discursivas también modelan la presentación de la experiencia humana según sus patrones y preceptos, aunque tal vez con más osadía. La tarea histórica que aquí se describe quizá exija algo de ambas tendencias, un investigador capaz de periodizar rigurosamente y un ensayista capaz de navegar creativamente las aguas tormentosas de la historia intelectual. De ser así, debemos cotejar con interés la publicación de Essays in Cuban Intellectual History, el primer libro en inglés de Rafael Rojas. Parece justo decir que el autor intenta encarar este desafío con cierto afán y que su trabajo merece una lectura más detenida y exigente de la que ha recibido hasta el momento.  Una mirada a su producción durante el pasado decenio descubrirá que Rojas no solo ha consignado por escrito la historia de Cuba, sino que ha convertido este proyecto en una misión, porque escribe como si el futuro de la nación dependiera de la República que aspira reconstruir. Durante este tiempo ha publicado más de diez libros sobre el tema, entre ellos El arte de la espera (1998), Isla sin fin (1999), José Martí: la invención de Cuba (2000), Tumbas sin sosiego (2006), El estante vacío (2008), Motivos de Anteo (2008). Su obra sobre la historia de Cuba y América Latina ha sido reconocida con varios premios internacionales importantes, entre ellos Matías Romero (2001), Anagrama (2006) y, de modo más reciente, el primer Premio Internacional de Ensayo Isabel Planco en Guadalajara (2010), por Las repúblicas del aire: Utopía y desencanto en la revolución hispanoamericana.
     Nacido en Cuba en 1965, Rojas ha impartido clases y conferencias en muchas universidades de diversas partes del mundo, entre ellas Cuba, México, España, Ecuador, Puerto Rico, Argentina y los Estados Unidos. Desde 1997, después de radicarse en México, ha mantenido cargos en el Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE) en Ciudad México. Fue además uno de los principales intelectuales que participaron en la creación y promoción de Encuentro de la Cultura Cubana (Madrid), la publicación de letras cubanas más leída fuera de la Isla. En 2007 fue profesor visitante en las universidades de Princeton y Columbia. Hasta el presente, su obra ha sido reconocida principalmente en América Latina y España, aunque en los últimos años algunos de sus ensayos se han traducido al inglés. Pudiera decirse, sin embargo, que Essays in Cuban Intellectual History marca su arribo oficial al mundo angloparlante. Se trata de una colección de siete ensayos que recoge una muestra representativa de su obra en español. La traducción sorprende a ratos, puesto que cuenta con cinco traductores, incluido el autor, una confluencia de voces disímiles que distancia al lector aun más de la prosa del autor, una de sus marcas de identificación, pero no se pierde por completo la arquitectura básica del ensayo, una integración sui generis de motivos literarios y pensamiento social inspirados por un nacionalismo profundo en la cual se puede observar una voluntad escritural considerable que parece sostenerlo aun en momentos de contradicción. Y lo que es más importante, el volumen presenta al lector de habla inglesa un atisbo de la pasión del autor por la historiografía cubana. Entre ese cuerpo de lectores, uno sospecha que el público lector, en particular cubano y cubano-americano, encuentre en Rojas un interlocutor novedoso, una voz profundamente inmersa en la intelectualidad del exilio cubano, pero todavía cercana a los debates de la isla y puesta a punto en el trabajo de un tercer espacio donde ha radicado por mucho tiempo: México.
     Cada uno de los capítulos del libro—ensayos por derecho propio—merece un abordaje más estrecho, pero primero haré algunos comentarios sobre el marco subyacente del volumen. Para Rojas, ante todo está la idea de que Cuba aún tiene futuro como República luego de soportar tantos difíciles momentos fundacionales: la independencia de España, las intervenciones estadounidenses, los diversos intentos de republicanismo cercados por dictaduras locales, todo lo cual culminó en una revolución socialista que dejó al país dividido y, en última instancia a la deriva con el fin de la Guerra fría, un período de inquietante incertidumbre. Según Rojas, la clave de ese futuro está en el pasado, sobre todo en 1940, cuando se estableció la Segunda República, el verdadero nacimiento de la nación. Esa búsqueda de una fundación orgánica estará informada por un tipo de historia intelectual que contiene la llave. La llama una «poética del recuerdo»; y comienza colocando a Cuba en el contexto de los regímenes post-socialistas de Europa oriental, así como de las pos-dictaduras militares latinoamericanas que han dado paso a gobiernos de transición y reconciliación nacional. De igual importancia para él es comprender que los asuntos cubanos contemporáneos, aunque separados en gran medida a lo largo de la línea divisoria exilio-Isla desde hace cinco decenios, han inspirado un corpus de escritos cuya gran parte se ha enmarcado en una guerra traumática de recuerdos que busca enjuiciar verdades polémicas del pasado. Lo importante para Rojas es que en esas querellas se puede palpar un ferviente nacionalismo. Además, ve indicios de que, más o menos en la última década, este corpus de relatos, compuesto en su mayoría por memorias, autobiografías, algunas obras académicas y varios géneros de ficción, se ha ido haciendo crecientemente conciliador a ambos lados de la escisión cubana. Por ello siente que la historia está del lado de la transición y la reunificación, incluso si aún no ha arraigado en todos los cubanos. Su meta entonces es formular una armazón que guíe este flujo de discursos de la memoria hacia una comprensión histórica unificada que, en última instancia, arroje una voluntad política para un regreso al republicanismo. El autor intentará brindarlo.
     Como también veremos, el compromiso de Rojas con la historia intelectual comienza y termina con la literatura, una relación no siempre cómoda que provoca preguntas y sugiere contradicciones que más tarde se exploran en detalle en este ensayo. El objetivo del autor es incorporar las artes de la memoria en un marco histórico unido por el nacionalismo, no obstante la dificultad de aportes discordes o distantes. Es consciente de que la comprensión histórica y la poética del recuerdo responden a propósitos diferentes, pero acorta la distancia entre historiografía y literatura, intentando llenar, con diversos grados de éxito, las brechas y tensiones intrínsecas entre estos modos de escritura. Su cronología básica comienza con dos períodos claves en la historia de Cuba: 1902-1933 (Primera República) y 1933-1952 (Segunda República). Estos se bosquejan como trasfondo de la obra de José Martí, Jorge Mañach, Fernando Ortiz y José Lezama Lima, figuras canónicas de relevancia internacional. Sigue un tercer período, 1959-1992 y después, que se corresponde al Estado socialista y sus consecuencias. Este corpus final está compuesto por textos de remembranza, con énfasis en la producción de memorias del exilio, de diversos tipos, cuyo examen conduce al llamado de una transición post-socialista.  En ocasiones Rojas despliega un acercamiento algo detenido de autores claves pero su acercamiento a la literatura se rige por un tema central: la línea diacrónica de la historia republicana de la Isla. Su versión de la historia nacional se interesa por la literatura siempre y cuando sea posible adecuar a los escritores y sus obras en esa teleología. Cuando no es así, cuando las líneas entre historia y literatura se diluyen o exceden ese presupuesto, el modelo entra en crisis. Su lectura de Martí, Lezama, Virgilio Piñera y todo el grupo Orígenes son, como veremos, los momentos más reveladores y contradictorios en la obra de Rojas. Lo que sigue brindará una mirada más cercana a este proyecto con atención a su forma de confeccionar una historia intelectual por medio de textos literarios y discursos de la memoria.

Revisitando a Martí

     En contra de lo que corrientemente se piensa, advierte el autor, puede que José Martí no sea el modelo o paradigma en torno al cual construir la nación cubana contemporánea. Aunque reverenciado por los cubanos como el padre fundador de la nación, y considerado por muchos académicos del mundo como la figura clave de la historia moderna latinoamericana, Rojas pretende mostrar la extraordinaria disparidad de posiciones políticas que hay detrás de la canonización de José Martí. Examina con cuidado la forma en que los diferentes periodos históricos cubanos (las dos Repúblicas y el Estado socialista) ungieron a Martí como «El Apóstol», una representación sagrada para cada relato, a pesar de las profundas divisiones nacionales que representan. Cabe especificar aquí que, para Rojas, la Primera República fracasó, pero contribuyó a sentar las bases de la segunda, que fue y continúa siendo su modelo para el futuro. Concluye que Martí no pertenece a ninguno de esos tres movimientos fundadores porque murió en 1895, siete años antes de la Primera República y, por tanto, no estaba en juego cuando llegó la independencia y mucho menos después, cuando la historia de la nueva nación tomó su curso. Pero cada período construyó sus bases sobre sesgadas interpretaciones de este poeta, práctica que solo ha intensificado la desunión y el error histórico. Su propósito no es cuestionar la importancia de Martí, sino historiar su lugar en la nación moderna. Después de examinar la filosofía política martiana, Rojas deduce que, en función de las tradiciones del siglo xix, cabría pensar en El Apóstol como un republicano —aunque no liberal— y que con toda probabilidad se hubiera encontrado de acuerdo y desacuerdo con diferentes posturas de los tres períodos posteriores; un pensador, por ejemplo, capaz de reprobar a los Estados Unidos por sus designios imperiales en el continente americano, al tiempo que reconocía sus principios democráticos fundadores. Martí, por tanto, lanza una luz doble. Su vida y obra, según Rojas, fue un preludio importante de la nación, sobre todo de la Primera República, pero no la figura clave que unificaría una república futura; su obra inspira a patriotas de todas las tendencias, pero conduce también a profundas divisiones, equivocaciones y manipulaciones.
     El estudio del “error histórico” en torno a la figura martiana comenzará a desentrañar el aspecto más significativo del libro de Rojas, un republicanismo teleológico, singular e incuestionable, aunque en ocasiones siente que la relación entre las culturas nacionales, el Estado-nación y la filosofía política deben atravesar nuevas contradicciones. Pero estas difíciles cuestiones de la historia nacional – lenguaje, raza, clases sociales, formas de gobierno – podrán siempre encontrar resolución en las bases creadas durante la Segunda República, o al menos inspirar confianza que serán resueltas ahora durante un momento delicado de transición post-socialista. De ahí que su mirada a la obra de Martí, u otros autores, no contemple la forma en que la literatura y la política brindan modos diferentes de entender el nacionalismo o conducen a conceptos distintos de la historia. El énfasis estará en el tiempo biográfico de Martí, no en el alcance simbólico de su obra literaria. Según esta lectura, la proximidad del gran poeta cubano a la Primera República conllevan una reducida relevancia del pensamiento martiano para la Segunda Republica, un énfasis en la proximidad política inmediata que desatiende sin más la potencialidad modernista martiana que permita hablarle a cualquier otro momento o espacio. El exceso de significado de la literatura, su inherente polisemia, será por tanto una limitación o amenaza política para este modelo de historia intelectual.
A lo largo del libro, este encierre conducirá a preguntas ulteriores e incluso a contradicciones relacionadas con la literatura e historia. La obra de Martí sin dudas produce ambigüedad, al igual que lo hacen las de Rodó, Darío y otros modernistas latinoamericanos. Su discurso literario correspondía a una nueva esfera disciplinaria de conocimiento que informa, pero también excede, la estricta teleología republicana y su correspondiente ubicación de finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte. En la conocida obra Divergent Modernities: Culture and Politics in the Nineteenth-Century Latin America, por ejemplo, Julio Ramos ha afirmado que Martí y otras figuras de la época complican el concepto de intelectuales atrapados en la red de «la ciudad letrada», un espacio en el que la lógica del Estado, con frecuencia aún colonial, brindaba un significado global a la obra de escritores y otros intelectuales que consolidaron o forjaron repúblicas latinoamericanas.(1) Escritos como los de Martí guardaban relación con una modernidad literaria surgida de una esfera relativamente autónoma de conocimiento que excedía temas unificados, una alineación polisémica de escritos y comprensión histórica provocada por fuerzas culturales y económicas nuevas. De ser así, si la literatura permite ese tipo de comprensión difícil pero enriquecedora, estamos ante un marco novedoso y transgresor para la historia moderna en su vínculo con la escritura. Cabe observar entonces, con Rojas, que el legado de Martí ha conducido a mucha manipulación ideológica, pero también pudiera concebirse un enfoque muy distinto al que propone, en el que la sostenida presencia de Marti en la literatura y la historia remite a una riqueza epistémica equívoca pero enriquecedora que rebasa las cronologías biográficas.

Biopolítica y orden criollo

     Desde un punto de vista formal, Cuba nació con la independencia, haciendo surgir así la Primera República (1902-1933) en la formulación de Rojas. Era, no obstante, un momento pletórico de obstáculos en apariencia insalvables, incluida la presencia interventora de los Estados Unidos. Sin embargo, para el autor el debate que tuvo lugar a continuación en la Isla sobre raza y modelos de civilización puede haber sido la amenaza más profunda a la estabilidad de la joven nación. Según él, la guerra de independencia, en términos militares, fue relativamente corta en comparación con la políticamente más costosa «guerra de discursos» en que combatieron «las élites intelectuales y políticas de la Isla» (p. 25). Rojas identificará estas élites republicanas como criollos blancos atrapados en un debate contraproducente sobre modelos raciales y civilizatorios en los que fundar una nación moderna. En esta búsqueda, veían de forma negativa a las poblaciones hispana y afroamericana de Cuba, en grados diferentes. El discurso eugenésico ocupará así un papel central en este momento de la historia nacional, al igual que la confusión entre el modelo civilizado y el racial. Es, en última instancia, un capítulo más en la historia de las políticas racializadas que prevaleció en toda América Latina durante el siglo xix e inicios del xx, pero aún más acentuado por la profunda importancia de la población negra de Cuba, una clave constitutiva de su formación, no solo en términos culturales sino también en la lucha por la independencia.
     Cimentar un modelo cívico basado en antecedentes criollos blancos era, por tanto, un empeño contradictorio, dado el temor profundamente arraigado de estos últimos a la ascendencia nacional africana, así como sus propias dudas sobre la disposición de la cultura hispana hacia la modernidad. En el plano de producción intelectual, la sociología y la antropología informaban sobre estos contradictorios cimientos, sobre todo a través de la obra temprana de Fernando Ortiz, en el plano político, se encontraban incipientes discursos que buscaban salvar estos obstáculos inextricables para la nueva República de Cuba.
     Rojas maneja con cuidado el peso de la eugenesia en los debates del siglo xix en todo el continente americano, describiendo el predominio de la ideología racista en las raíces de la nación. Además, reconoce las limitaciones de este debate para la República de Cuba; resultaba difícil, si no imposible, era dejar atrás estos confusos puntos de vista sobre razas y civilizaciones cuando aún prevalecía el lenguaje de la eugenesia imbuido en paradigmas positivistas. De ese ahí marco se desarrollaría la obra de Fernando Ortiz, el renombrado antropólogo cubano, a quien Rojas enmarca en un capítulo posterior como el verdadero protagonista de la modernidad cubana, cuya teoría de la transculturación abrió la posibilidad a la política nacional multirracial. Rojas recalca que Ortiz, a la larga, dejó atrás el discurso racializado de la Primera República pero que en su obra temprana estuvo atrapado en él. La eugenesia tenía que ser vencida, pero su fuerza persistente merece la  atención y un poco de teoría contemporánea por parte Rojas. Para ello, invoca el concepto de Michel Foucault de la «biopolítica», y cita la descripción de este último en términos de una «inscripción del racismo en los mecanismos de Estado» (p. 29), como trasfondo, no solo en Cuba sino en el pensamiento eugenésico latinoamericano durante el siglo xix. Sin embargo, Rojas se limita a insinuar que este terreno biopolítico solo pertenece a un pasado que esperaba definición y superación dentro de un orden nacional ilustrado por la transculturación. De tal modo evita la capa más profunda de la biopolítica que de hecho se ha intensificado en el siglo xx, como bien describen Foucault y otros pensadores de la biopolitica, entre ellos Antonio Negri y Giorgio Agamben, no obstante la disimilitud inherente a sus respectivas obras. El término, a fin de cuentas,  tiene una raigambre mucho más profunda y desafiante de lo que Rojas parece sospechar ya que su uso fundamental hoy día ha permitido auscultar cómo los estados-nación modernos, incluso los neoliberales, organizan el control de las poblaciones.
     En una lectura reciente de El nacimiento de la biopolítica, de Foucault —un libro proveniente de su seminario de 1979 que así se titulaba—, Michael Hardt aduce que la biopolítica no solo tenía en cuenta comportamientos raciales sino también sexuales, prácticas médicas, así como paradigmas económicos.(2) Así, abre un análisis a regímenes contemporáneos de todo tipo, incluido el neoliberal, en donde, afirma, los Estados ya no son el locus principal de poder, dado que están hoy supervisados por el mercado. A esa luz, es probable que una república post-socialista como la que prevé Rojas exija un argumento más complejo de lo que entiende por biopolítica, o al menos de cómo engrana la transculturación con las políticas raciales que se observan en la Cuba contemporánea y su diáspora. 

Ajiaco y transculturación

     La Segunda República abrió toda una nueva dirección para la Isla, aun cuando duró solo diecinueve años (1933 a 1952).  Las razones que dieron un fin abrupto a ese período central, al igual que el régimen subsiguiente, un hiato de siete años correspondiente a la dictadura de Batista, no recibe atención en la periodización de Rojas. Fuera de ello, su Segunda República es presentada con cuidado. Cristalizó en 1940, año en que se reunieron una Constitución progresista, la publicación de Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar de Fernando Ortiz, al igual que un nuevo auge de investigación histórica por académicos cubanos inspirados en métodos nuevos de análisis social y, de igual importancia, el papel de vanguardia de la Revista de Avance en la política nacional de Cuba, un conducto para las políticas democráticas, asistido por la figura de Jorge Mañach, ensayista cuyos paradigmáticos ideales contribuyeron a fusionar todas esas fuerzas. Tal coyuntura de erudición, articulación legislativa y acción política lleva a Cuba la modernidad; este es el argumento principal de Rojas. Con la ayuda del discernimiento de Ortiz, la obsesión criolla por la raza se pudo reorientar hacia la formación de una cultura nacional, lejos de modelos eugenésicos y de diferentes matrices de civilización. El nuevo ímpetu alcanzó la esfera de la política apuntalado por la nueva Constitución y por el activismo de Avance y Mañach. La República nace al fin, aunque debiera añadirse que el aspecto de la raza, un punto álgido muy lejos de haber encontrado resolución, no recibe atención posterior en la periodización de Rojas.
     El giro político de 1940 es el interés primordial del autor, aunque no deja atrás por completo la importancia de la cultura, dada la importancia que le otorga a Fernando Ortiz. De hecho, Rojas está bien al tanto de las críticas posmodernas a la transculturación, y por ello siente la necesidad de articular una defensa de la misma, argumentando con mucho ahínco su relevancia para la historia intelectual de Cuba. A diferencia de nuevos acercamientos académicos (estudios culturales y la hibridez poscolonial, entre otros) que Rojas considera viciados por ideologías posnacionales, el autor afirma la pertinencia de la transculturación como método basado en principios científicos sociales, centrado en un conocimiento mas preciso de la historia y la migración, insistiendo que brinda un modelo de integración nacional abierto a las diferencias raciales a la altura del desafío de verdadera ciudadanía cosmopolita. Arguye que la nación cubana no necesita ir más allá de Ortiz y 1940 y aun más, que la transculturación sigue siendo el terreno que mejor conduce a la demarcación de una subjetividad nacional multirracial.  Declarando de tal modo la universalidad de este gran pensador cubano, se observa mas claramente el interés de Rojas de colocar a Ortiz, y no a Martí, como verdadero apóstol intelectual de la nación cubana moderna: un científico social, no un poeta, que transforma la disciplina de la antropología y la epistemología eugenésica, un testigo de los momentos constitutivos de la República, capaz de transferir su comprensión culturalista orgánica a un marco político unificador.
     Las zonas más profundas de este argumento, por supuesto, exigen otras consideraciones. ¿Cómo medir el impacto de la transculturación en el epistema criollo cubano—es decir la jerarquía racialista – desde su inicio durante la Segunda Republica y luego durante la dictadura de Batista, el gobierno socialista y aun en las comunidades del exilio? Rojas intuye la dificultad del tema, pero solo en un sentido teórico mas predispuesto a un debate sobre el multiculturalismo contemporáneo que una consideración detenida de la raza en la cultura cubana después de 1940. Sabe que se trata de un problema que trasciende a Cuba y esto le permite una discusión del  multiculturalismo posmoderno, el cual, a su modo de ver, está formado por conceptos equivocados que pueden ser más proclives a la racialización que a la transculturación en sí. Es, sin embargo, un terreno que exige mucha mas precisión. Rojas pinta el discurso de la hibridez con pinceladas gruesas, prescindiendo de una mirada más profunda a fuentes claves como Edouard Glissant u Homi Bhaba, ambos pertinentes a contextos caribeños. En lugar de ello, uno se encuentra una insistencia, valiente pero no suficientemente argumentada, en Ortiz como un visionario cuya teoría, entendida de manera correcta, invalida las críticas dirigidas a su obra por un campo que según el autor ha sido vagamente definido de los estudios culturales.
     Para Rojas, el problema histórico de la raza en Cuba parece terminar en los años 40 con la transculturación de Ortiz. Aun mas, esta pudiera ser también un modelo para otras naciones, sobre todo si se entiende como teoría del «ajiaco» (espesa sopa cubana de múltiples ingredientes), nombre que por otra parte sugiere un plano conceptual más lúdicro que científico, si acaso hasta cercano a la manera posmoderna que el autor desecha al referirse a la hibridez. De manera que el tema racial que tanto importa para Rojas tampoco llega a recibir una atención cuidadosa o a dejar en claro su manejo de los intersticios entre cultura, historia y política. Es por ello necesario sugerir que la historia cultural del Caribe ha motivado nuevos aportes, entre ellos Modernity Disavowed,(3) de Sybille Fischer, inspirados por análisis históricos, no en lo que Rojas entiende como posmodernidad cuturalista, que continúan poniendo en duda el «relato culturalista» de Ortiz, en particular su «imaginería de absorción e incorporación dentro del territorio nacional», un discurso en que «la cultura ha tomado el papel de la política como vehículo para resolver divisiones» (p. 297). 

Nihilismo y márgenes

     Uno de los momentos más intrigantes de Essays in Cuban Intellectual History puede encontrarse en el capítulo «Orígenes y la poética de la historia». Hasta ese momento, el libro se concentra en la llegada de la Segunda República, pero no ha brindado indicios claros de las razones de su rápido final. Este capítulo ofrece un bosquejo de las sombras que acechaban a esa promesa.  Para ello se remonta a la revista literaria Orígenes, fundada por un grupo de influyentes escritores, entre quienes se yergue de modo predominante el poeta José Lezama Lima. Juntos constituyeron una influencia compensatoria, inspirada en una tradición literaria que cuestionaba la dirección de la Segunda República. En lugar de ello, nutrían una utopía poética mezclada con un tipo de anti-imperialismo que, en última instancia, según Rojas, resultó profética: sus esperanzas y expectativas encontraron una suerte de referente en el Estado socialista que reemplazó al republicanismo cubano. Se sugiere así una explicación inusual para el fin de la Republica: no la dictadura batistiana sino la postura intelectual de Lezama Lima y el grupo Orígenes. Como explica el autor, al enfrentar la crisis nacional estos intelectuales cultivaron el concepto de insilio, en oposición a exilio. Era un espacio interno, poético, secreto, que eventualmente se volvió una insulsa duda, fundadora de anti-republicanismo, un bloqueo del movimiento de la Primera a la Segunda República, una gravitación al margen del proyecto político patrocinado por Avance, Mañach y la transculturación nacional. Los origenistas se convirtieron en sujetos líricos en lugar de políticos, en este momento clave, «huérfanos republicanos» que se negaban a ser parte de un relevo que veían como atrapado en un ciclo de uniformidad para Cuba. Según observa Rojas, comprendieron la participación en los asuntos públicos como «una comunión con las imágenes poéticas posibles, no una asistencia al Estado político cotidiano». El Estado, para ellos, conjuraba una imagen de «nihil admirari, el escudo de la decadencia más antigua» (p. 90).
     El desdén a la subjetividad política por parte de los “origenistas” quizá explique por qué la mirada de Rojas a este movimiento en ocasiones puede parecer severa. En un momento, reprende a Virgilio Piñera, un escritor enormemente aclamado y miembro de Orígenes, por «alimentar una duda ontológica fatal respecto de la existencia de Cuba como nación» (p. 68), concepto que solo podía anunciar una «inmanencia subversiva, perversa y terriblemente resistente a todas las formas de autoridad». (p. 74) La transparencia entre literatura e historia sustentada por Rojas se hace un tanto inestable en este punto. En general se siente cómodo reseñando literatura, conoce cómo derivar grandes temas y contenidos con cierta soltura, pero encuentra, primero en Martí y luego en Lezama, un lenguaje que reclama una lectura mas detenida que se resiste a la representación histórico-política de manera explícita. El caso de Martí, en el alba de la nueva nación, estaba aún lo suficientemente impregnado de la lucha independentista para facilitar la lectura selectiva de Rojas, pero con Lezama debe lidiar con un intelectual cuya vida y obra no pudieran estar más alejadas de lo político. Esto explica el uso del término “nihilismo” para describir la reticencia hacia la política por parte de Orígenes en el período de la Segunda República. Sin embargo, el problema para Rojas se exacerba con la promesa de otro orden mantenida por este grupo de escritores, su deseo de un espacio utópico más allá de la historia de un republicanismo fallido, que él traduce directamente como la profecía del Estado socialista. Sin embargo, en un sentido mas compuesto, histórico tanto como nihilista, Orígenes sugería un nacionalismo alternativo que albergaba una ruptura, una fuerza negativa que se veía a sí misma en un contexto de orfandad, al negarse a reconocer el trabajo preliminar de base sentado por la Segunda República. Puede que este otro nacionalismo sea lo que más preocupe a Rojas, porque profetizaba algo que luego encontró inspiración en el posterior Estado socialista, que para Rojas no puede considerarse republicano. Así, Lezama se convierte en el profeta de una incontenible inmanencia que demuestra no ser de fiar para la República. Como concluye Rojas en tono casi apocalíptico e inculpador: «Entonces la Revolución desmanteló la República, cuya ingravidez y vacuidad ya se había expresado en la poética de Orígenes» (p. 83).
     El lugar de la literatura en los asuntos de Estado aflora aquí con toda su fuerza contradictoria.  No puede evitarse, pero debe contenerse. Rojas es enfático en este asunto y tal vez ofrece la evidencia más fuerte en la definición lezamiana del espacio público del momento como «una realidad tatuada donde uno flota en mundanas ofertas de la política positiva» (p. 88). Un concepto tal, entendido de forma estricta como un rechazo a la democracia o como un ingenuo deseo de un futuro gobierno capaz de dominio totalitario, da fuerza a la consternación de Rojas. Pero puede haber otras lecturas de esta extraordinaria cita de Lezama. Vista, puesto que remitían a una nación rodeada de intervenciones extranjeras y dictaduras internas que dan sentido a la poca fe que tenia el grupo Orígenes en la reforma política. Ecos de esta interpretación pueden encontrarse en el texto Cintio Vitier: La memoria integrada,(4) de Arcadio Diaz Quiñones, destacado crítico puertorriqueño a quien Rojas cita en otros contextos. Díaz Quiñones echa una mirada más detallada al vínculo entre poesía y frustración republicana del grupo Orígenes, una relación mucho más compleja que no necesariamente necesita encontrar su referente histórico en el Estado socialista cubano, incluso si cronológicamente lo sigue. Además, pudiera entenderse la interpretación “nihilista” lezamiana del espacio público como una forma de poner en duda la teleología del Estado-nación, si por ella se entiende un punto final, insuperable del devenir de la historia política, una interrogación que parece hoy de especial pertinencia. Los nacionalismos o regionalismos no agotan, para Lezama, las posibilidades del espacio público y la subjetividad política. Su obra inspira una por ello una práctica de afiliación comunitaria diferente, según sugieren libros recientes, entre ellos Del príncipe moderno al señor barroco: la república de la amistad en Paradiso de José Lezama Lima,(5) del crítico Juan Duchesne Winter.

Un canon a la altura de la nación   

     Como ya se ha esbozado, la cronología de Rojas deja el período de 1952 a 1959, la dictadura batistiana, colgando con el desafío nihilista de Orígenes. En este momento, su atención no regresa a la historia, sino más bien a la literatura, en particular a la formación del Canon, tal vez la vía más paradigmática de presentar cómo literatura e historia se unen en la búsqueda de una política nacional. Rojas avanza por este terreno con cierto cuidado. Es consciente de que, al igual que en la obra de Martí, crear un canon literario es un inevitable proceso de inclusión y exclusión, que se divide a lo largo de líneas de amigos y enemigos impelidas por la estética así como por intereses ideológicos. Revisa la literatura buscando tendencias generales, mostrando que en la historia de la formación del canon cubano es posible encontrar tendencias diversas, algunas más dispuestas a dar cuenta de la diferencia que otras. Al final, sin embargo, todas revelan parcialidad, a costa de la verdadera integración nacional, su meta final. Aquí se puede observar a Rojas hacer malabarismos con un tema que es tanto necesario como inherentemente conflictivo a su proyecto. La formación del canon es capaz de monumentalizar la historia nacional, pero en última instancia es exclusivista. Rojas examina, de pasada, el Western Canon de Harold Bloom, influyente obra que incluye un número extraordinariamente elevado de escritores cubanos, para ilustrar que también presenta niveles comprensibles de arbitrariedad. También reconoce que la literatura cubana suele ser definida como latinoamericana, a expensas de su orientación caribeña y que en ello se esconde una disposición negativa hacia los modelos caribeños de asociación pero, una vez más, solo la acusa en función del pasado, sin mencionar lo que pueda haber de ella en la actualidad o  para una futura República de Cuba en el siglo xxi. En un punto retorna a la figura de  Arcadio Díaz Quiñones, quien «nos recuerda constantemente» una historia de agravios cubanos a Puerto Rico,” pero no brinda detalles (p. 98). Luego observa que La isla que se repite, de Antonio Benítez Rojo, es «el único libro escrito por un cubano que pretende leer la cultura como si estuviera ya inscrita en el contexto caribeño» (p. 96), pero tampoco somete este texto a una lectura cuidadosa que complique considerablemente esa conclusión. Importa enfatizar que Rojas lamenta la resistencia histórica cubana a la contextualización caribeña pero evita un análisis de cómo persiste en la escritura cubana, tanto en el exilio como en la Isla, largo tiempo después de Mañach, Ortiz y la Segunda República. La tradición criolla, al parecer, mantiene un perfil constante en las letras cubanas, pero Rojas no lo examina; y lo que es más importante, se le escapa el aspecto de que, a pesar de su innegable valor, el libro de Benítez Rojo contiene una lectura del Caribe centrada en gran medida en lo cubano, o que su comprensión de la historia caribeña no podría estar más lejos de los planteamientos centrales de Rojas, dado que La isla que se repite presenta a la modernidad y sus políticas republicanas como empresas violentas, enemigas de las virtudes culturales de la región.
     A fin de cuentas Rojas revela una profunda ambivalencia en cuanto a la formación del canon: teme sus limitaciones pero valora su capacidad de exhibir fervor nacionalista. Concluye que un canon, en última instancia, «nos impone una identidad nacional», pero también que advierte que un “contra canon” basado en los «sustratos arqueológicos de literaturas femenina, gay, negra, disidente o minoritaria» lleva el peligro de «redefinir lo nacional desde dentro de discursos subvalorados, marginales, olvidados o rebeldes» (p. 113). Sabe que ambos excluyen, pero unos son más valorados que otros. Sus recelos hacia el fenómeno tropiezan por tanto con la posibilidad que tiene el canon de convocar un archivo capaz de monumentalizar la historia nacional.

Los peligros de la transición

     Essays in Cuban Intellectual History termina con dos ensayos más cercanos al presente. Este es el momento en que aparece la Revolución cubana y también el exilio —más tarde referido como toda una diáspora—, ambos iniciados en 1959. El autor no se detiene demasiado en la historia de ninguna de las partes en tanto entidades sociales ni políticas, ni en sus respectivas posturas en cuanto a la verdad política, muchas veces absoluta, pero insiste en calificar la relación entre ellas como guerra civil. Esto podría ser un tanto sorprendente, dado que el momento y alcance de los conflictos militares entre la Revolución cubana y su comunidad exiliada—la breve invasión de Bahía de Cochinos en 1961 y los esporádicos enfrentamientos en las montañas del Escambray en los 60—difícilmente justifiquen tal descripción. Se trata más bien de igualar los dos bandos remitiendo a las fieras batallas ideológicas entre cubanos, avivadas por la geopolítica de la Guerra fría, una confrontación de fuerzas simbólicas con más de cinco decenios de edad. En todo caso, los años 90 parecen haber atenuado ese duradero choque, de ahí el intento del autor de evocarlo como una narrativa de remembranza. El territorio de este corpus de recuerdos tiene menos ver con enfrentamientos militares que la sensación de pérdida, un archivo de ideas y sentimientos que quedaron en la estela de una división nacional cubana. Por ende, la transición post-socialista presenta una oportunidad de cruzar diferencias, trazar puntos de convergencia, proponer modos de adjudicación, y fomentar el regreso a la unidad nacional basada en el modelo de la Segunda República.
     Obviamente, los conflictos no desaparecen y el perdón será siempre un tema espinoso para una nación tan escindida por la historia, pero Rojas lo aborda con confianza, con una mirada integral a muchas fuentes, algunas más dispuestas que otras a renunciar a la recriminación. Muestra pruebas de que ambas partes—Cuba y el exilio(6)—han comenzado a atenuar sus posiciones respectivas por razones distintas y en grados que difieren. Mientras las posiciones oficiales de ambas partes siguen mostrando intransigencia, el fin del socialismo estilo soviético y la latino-americanización de Miami, entre otras causas, han colocado a la Revolución cubana y a su comunidad en el exilio cara a cara con sus respectivas, y tal vez inesperadas, transiciones. Una disposición cambiante hacia el otro es evidente en memorias, testimonios, autobiografías, filmes, actividad de Internet, algún periodismo, crítica literaria, obras de ciencias sociales, contactos entre artistas y varios esquemas que instan a la reconciliación nacional. Rojas revisa estos discursos de memorias con mirada optimista, aunque recalca un compromiso mucho mayor con ellos por parte de los exiliados que los de la Isla. Esto es así hasta un punto, pero requiere contexto ulterior.
     Desde los años 70 han existido grupos de exiliados que favorecen el diálogo con la Revolución, aunque en aquellos tiempos en Miami se los veía como una aberración, cuando no como una forma de traición. Con el tiempo, olas más recientes de exiliados y de nuevas generaciones de cubanoamericanos, esta iniciativa se hizo más aceptable, pero sigue teniendo poca repercusión en el mapa político de Miami y el estado de la Florida. La televisión, la radio y el periodismo impreso indican una clara propensión a fomentar la afiliación partidista ultraconservadora, pero el autor parece menos familiarizado con este vector de la política contemporánea que con las memorias de exiliados, muchas de ellas de académicos liberales, centradas en la pérdida y la idea de la unidad cubana. Hay también matices que Rojas no atiende con detenimiento, ya que entre los cubanoamericanos interesados en abrir relaciones con Cuba, la cuestión del nacionalismo es fundamentalmente distinta, puesto que revela adhesión a lenguajes e identidades múltiples y, por ende, una comprensión más compleja de lo que Rojas parece imaginar por transición y aun la formación de un Estado-nación a estas alturas del siglo veintiuno. Esto no pretende negar el giro hacia la remembranza que Rojas describe, que sin dudas se puede observar a partir la obra académica de los exiliados; pero incluso esos relatos de pérdida merecen una lectura más pormenorizada. Los autores del exilio con vidas firmemente enraizadas en otras naciones, muchos ya no escriben en español y en su gran mayoria casos se trata de imaginarios de duelo, lutos y tiempos muy alejados de la cotidianidad vital de la Isla. Todo ello es valioso y profundamente heterogéneo, anclado en residuos y excesos que albergan una idea de la nación muy distinta de la República que Rojas imagina. A primera vista, los textos del recuerdo diaspórico parecen prestarse a listas de temas generales, pero exigen una lectura mucho mas detenida.  
     El mapa político en Cuba durante este tiempo también recibe cierta atención. El autor comienza señalando la presencia de intelectuales independientes y otras entidades que ven la posibilidad de que «el sistema político en Cuba puede transformarse desde adentro por sus propios agentes e instituciones» (p. 126). De modo más específico, señala 1992 como la fecha clave en la Cuba post-socialista, dada la reforma constitucional que se produjo ese año, así como cambios posteriores, tales como la despenalización del dólar, la reapertura de los mercados agrícola y ganadero, la autorización del empleo por cuenta propia, los planes de inversión extranjera mixta, la reducción de los cuadros profesionales del Partido Comunista, y el desarrollo del turismo y las remesas como los primeros pasos de la economía nacional hacia la integración. (p. 141)
     Aunque observa que estas medidas pueden ir y venir sin advertencia mientras el régimen continúa controlando la economía y reprimiendo a la oposición política, sin dudas indican una suerte de apertura. En términos políticos, Rojas observa un cambio o  movimiento, de gobierno totalitario a uno mas bien autoritario; en términos filosóficos, ve «el abandono del marxismo-leninismo como ideología estatal y la re-adopción del nacionalismo revolucionario como doctrina del régimen» (p. 141). Pudiera añadirse que este cambio tal vez encuentre su mejor ilustración en la escena cultural. En los 60 y los 70, durante el auge del internacionalismo socialista, Cuba estaba más que dispuesta a separarse de su pasado cultural, cuando no a desdeñarlo como falsedad burguesa; después de 1989, lo ha revaluado, como es evidente en filmes de tan amplia aclamación como Fresa y chocolate y Guantanamera, entre otros.   
     De todos modos, si ha resurgido un nacionalismo revolucionario, lo cual parece intrigar al autor,  uno se pregunta cómo ubicarlo dentro de su vía republicana. ¿Se trata de una vertiente con características singulares o solo un registro que invoca el regreso a la tradición republicana? ¿Qué implicaría el significante «revolucionario» en el momento de la transición post-socialista? El tema invita múltiples interrogantes sobre el lugar de la nación para los Estados contemporáneos.  Es muy posible, por ejemplo, que ni el Estado socialista ni el imagnario de la diáspora cumplan los requisitos para ocupar el lugar de la República de Cuba definido por Roas. El primero ha estado comprometido con un epistema diferente de la nación por más de medio siglo; el segundo ha establecido una suerte de nacionalismo excepcional en el territorio de otra república.  Por tanto cabe concluir que esa República añorada, como tal, ha estado desocupada durante más de cincuenta años, al mismo tiempo que el nacionalismo se ha extendido, en formas inéditas, dentro de esas entidades. De ser así, la futura nación cubana puede requerir una reformulación capaz de acoplar una pluralidad imprevista en términos territoriales y culturales, si acaso más cerca de la imprecisión poética de Lezama después de todo. Rojas parece intuir esta complicación cuando observa que aunque desde 1992 Cuba ha experimentado una flexibilidad ideológica similar a la de los países asiáticos, las relaciones tensas con el gobierno estadounidense y la comunidad exiliada de Miami, así como la falta de coherencia institucional por parte del Partido Comunista y la timidez de sus reformas económicas, distinguen a Cuba del socialismo reformado y los capitalismos estatales de Asia. (p. 142)
     Esta breve descripción nos recuerda el papel de la Guerra fría en la escisión nacional de la Isla: una enmarañada red de historia que vincula los intereses de los Estados Unidos, los de la Revolución y los del exilio sin aparente resolución, una conjunción de elementos aún muy en juego que no solo ha dado origen a discursos de remembranza y nostalgia entre cubanos, sino que ha creado nuevas entidades sociales con características singulares y un grado considerable de permanencia. Cabría por tanto, detenerse antes de especular sobre qué tipo de formación de Estado-nación espera a los cubanos o cómo atravesarán sus múltiples formas de nacionalismo cultural, sus lenguajes y sus territorios respectivos, por no hablar de su respectiva composición racial y clase, divisiones que permanecen, pero también son significativamente diferentes.
     Rojas intuye, de pasada, estas complicaciones, incluyendo la noción de que pudiera haber un contexto caribeño pertinente al futuro de Cuba, dada la contradictoria historia de formación de Estados-naciones en la región, pero no se inclina a considerarlo seriamente, quizás porque pondría en peligro su modelo republicano, que parece corresponder mas a coordenadas latinoamericanas, o porque ve el futuro desde el punto de vista de un emigrado relativamente reciente, que continúa albergando la esperanza de un regreso mas o menos orgánico a su país. Por tanto, su atención se centrará en la promesa de transición, con el modelo post-socialista asiático y europeo por una parte y las post-dictaduras del Cono Sur por la otra. El primer obstáculo para dicha transición será un recuento histórico de las demandas penales de ambas partes, el gobierno cubano por un lado y la oposición exiliada por el otro, tarea que requiere un «ejercicio doble de memoria» para adjudicar posibles violaciones de derechos humanos de ambos (p. 150). Una vez logrado esto, el proceso dependerá del compromiso de renunciar a la violencia, desplegar la cultura como puente de diálogo, reconocer la legitimidad de todos los grupos, y tal vez reestablecer un patrimonio nacional verdaderamente pluralista, capaz de asumir la multiplicidad de manifestaciones nacionalistas cubanas. En función de la planificación política, estos son pasos esperanzadores y razonables, pero parecen solo centrarse en los cambios que esperan a la Isla, lo que una vez más sugiere la idea general de un regreso político a la unidad dentro del territorio isleño, como si la diáspora fuera a desaparecer o a dejar de reivindicar el futuro de su propia memoria después de medio siglo de cubanidad en Miami altamente representada en la política nacional norteamericana.
     De igual importancia es la ausencia de análisis económico en este modelo de transición, dada la probabilidad de que las políticas impelidas por el mercado invaliden todas las demás consideraciones en el futuro de Cuba: el socialismo reformado asiático, si se piensa en China, por ejemplo, o la estructura maquiladora promovida por la globalización en otras partes de Asia y America Latina, no se examinan en función de sus posibilidades para Cuba en el modelo de Rojas. Obviamente, uno se pregunta entonces por qué, sobre todo en el contexto de la crisis exacerbada por el fracaso del capitalismo financiero en muchas partes del mundo, o las posibilidades de apertura de mercados e inversiones en otras como Brasil. En resumen, el concepto de transición puede haberse complicado de manera considerable después de los años 90, o pasado a un terreno secundario según los marcos políticos se encuentran cediendo ante un sentido de inmanencia del mercado, que tiene poco o ningún precedente.
     La historia económica reciente traza vías insospechadas para los Estados-nación, pero la atención del autor se mantiene fija en la transición post-socialista europea como símbolo de liberación política. En esa búsqueda, el final del libro de Rojas hace un giro importante: de la esfera de las artes discursivas— literatura y memorias— pasa a la promesa del trabajo de las ciencias sociales, más inclinadas a reunir datos y formular modelos de política basados en comisiones de verdad y escenarios de diálogo con patrocinio internacional que permitan negociar diferencias desde una legalidad fundamentalmente imparcial para la reunificación nacional cubana. Propone entonces un método mas  orientado a la acción, inspirado en parte por la obra filosófica de Habermas, para poder aprovechar el poder de la memoria en un marco legalizado que allane el camino de regreso a la República. Así, el historiador intelectual se hace más pragmático. Como hemos visto, en este plan quedan muchas cuestiones claves sin examinar, pero el llamado a la acción será de importancia especial puesto que constituye un marco de posibilidades de diálogo, lleno de tanta angustia como certidumbre, en función de refundir los vínculos entre literatura e historia utilizados hasta el momento.

La otra república

     El cruce del pasado al futuro, del duelo y remembranza a la transición legalizada, pone en juego ahora un nuevo enfoque.  Hasta el momento, la historia intelectual de Rojas se ha nutrido de las artes literarias; incluso los capítulos de las revelaciones antropológicas de Fernando Ortiz se enmarcaban como parte de esta tradición letrada y creativa en Cuba. En lugar de ello, el acto de leer ahora requerirá un  compromiso con la acción que debe dar descanso de una vez y el estrecho vínculo entre la historia y la literatura:

Antes de gravitar una vez más a la idea de la literatura como refugio mítico contra la Historia, es mejor buscar redención en la Geografía. Escribir como construcción de lugares específicos (La Habana de Cabrera Infante, la playa homoerótica de Arenas, el Miami de Pérez Firmat), al menos ofrece la posibilidad de una comunidad regida por el principio del placer. En estos espacios literarios, la Historia revela su desconcertante domesticidad y seca su fuente de mitos infernales. (p. 119).

     Esta es sin duda una sorprendente manifestación de un conflicto que era posible ver a lo largo de todo el libro. Hasta este momento, la literatura para Rojas ha sido un archivo necesario del sentimiento nacionalista que debe aprovecharse, y en ocasiones saborearse por su poder simbólico, aunque en el fondo siempre existía el peligro de que se alzara su inmanencia «nihilista», una fuerza que podía llevar por mal camino a la nación si la historia no la ponía bajo control. Esto lo vimos primero en su lectura de Martí y luego en el capítulo de Lezama, cuya obra, junto con la de Orígenes, cayó bajo sospecha de haber despertado un sentido de nihilismo capaz de frustrar la promesa democrática de la Segunda República y acoger con beneplácito al Estado socialista.
     El concepto de transición cobra así definición final. Su centro estará en los planos de referencia de comisiones de verdad, en un pacto directo entre lenguaje y lugar, cosas y palabras, en fin, un realismo renuente a la polisemia literaria y mucho menos filosófica, una inscripción geográfica nacional que debe apartarse de las aspiraciones universales o mitológicas de la literatura. Según la transición va abriéndole la puerta a la acción política venidera, el autor marcará «Historia» con mayúscula, lanzándola como polvo secante sobre el pozo literario infernal. Vista así, ni el Estado socialista ni la comunidad de la diáspora presentan barreras insuperables a la transición post-socialista; tal es la promesa de la diplomacia y la adjudicación legal entre facciones en conflicto. La tradición literaria sin embargo, es vista ahora como un legado con más peligro que promesa para Rojas. Esa otra república de las artes, sí se entromete en el sentido más profundo y tal vez más clásico. Como puede observarse con facilidad, la conocida prohibición de los poetas pronunciada Platón no pudiera estar más cercana a la siguiente proclamación:

La percepción de que la literatura practica una suerte de estado mágico contra la historia, y que protegerá al individuo del mundo exterior, no es exactamente beneficiosa para todas las culturas. En el caso de Cuba, esta cosificación de las letras —que se extiende de Heredia a Casal, de Martí a Lezama y de Villaverde a Cabrera Infante— surge del patrimonio nihilista, desarrollado durante dos siglos de frustración política. Hoy, la naturaleza ridícula de algunas poses aristocráticas en las ruinas de alguna ciudad solo es equivalente al cinismo con que muchos intelectuales se adhieren a las peores políticas dentro y fuera de la Isla (p. 119).

     El carácter severo de esta máxima puede sorprender a los lectores, sobre todo en un libro tan comprometido con la idea de matizar diferencias entre cubanos de todas las tendencias. Hay, sin embargo, formas de explicarlo. La profunda tradición literaria cubana ganó una estatura durante la segunda mitad del siglo veinte mientras la nación se dividía en una pluralidad diaspórica, una aparente disyunción de prestigio que perturba el modelo de Rojas porque presagia una desconexión radical entre literatura nacional y suelo natal. El espectro de Lezama en particular, ese esquivo significante, ha cobrado mayor fuerza en los últimos decenios de la literatura latinoamericana y mundial. Hoy se habla de él en la misma categoría de Jorge Luis Borges. La literatura, pieza principal de la historia intelectual narrada por Rojas, termina siendo una fuente poco fidedigna para la tarea republicana que se propone.
     Pero tal vez Rojas diagnostica de manera errónea la situación, porque el nihilismo, definido por él como ausencia de lo político, o su vaciamiento, puede en realidad ser un rasgo insospechado pero provechoso del momento de transición que en otros sentidos ansía. Más que filosofía política, el Estado y las transiciones posteriores a 1989 pasan hoy al telos del mercado. De hecho, constituye un reino del saber y pensar actualmente que podría llamarse auto-télico, es decir, promovido por su propio impulso de inmanencia, donde los intereses del estado – republicanos o nacionales – ocupan, a lo sumo, un segundo plano. A esta luz, anhelar un momento en que los discursos políticos dominaban la escena central en el curso de la historia puede ser tan difícil de alcanzar como esperar que la literatura brinde solo conocimiento geográfico. De ser así, la transición post-socialista puede, en realidad, no brindar una vía clara a la Segunda República cubana, sino más bien un salto al futuro que debe tomar en cuenta la forma en que la relación de la nación-Estado se transforma ante la teleología del mercado, tal vez el sitio primario de comprensión biopolítica que antes Rojas introdujo, aunque ya no confinado al tema de la transculturación en los años 40. Más allá de eso se encuentra el fértil pero incierto terreno de la literatura e historia cubanas; un vínculo ya no dispuesto a producir sólo política nacionalista, o tal vez siquiera historia, en el sentido usual de esos términos. No es probable que el destierro de los poetas lo devuelva.
     La transición post-socialista no estará más exenta de duplicidad literaria que los períodos anteriores de la historia cubana, aun si Rojas intenta pensarla en esos términos. Es importante por ello observar un aspecto final en este libro que parece más prometedor. Tal sería su incursión, ligera pero frecuente, hacia debates teóricos sobre el lenguaje y métodos de lectura, tanto así que estos últimos piden atención mientras más se profundiza en su obra. El lector se pregunta entonces si el tema primordial del libro de Rojas tiene más que ver con las crisis disciplinarias que acechan la duplicidad ensayista-historiador. Esto pudiera parecer sorprendente, dado el compromiso del autor con una lectura histórico-literaria tan políticamente definida, pero el objeto de estudio tiende a revelar las costuras de la ambición de la escritura que lo sostiene, hasta el punto de que el primero puede abrumar al segundo. De ser así, podría concluirse que Essays in Cuban Intellectual History ofrece amplias pruebas de que el nacionalismo cubano es más que nada un terreno fértil para nuestros más profundos dilemas intelectuales, si acaso a veces inesperados por los que sólo esperan comprobar líneas preconcebidas. En ese sentido, en su amplio despliegue de esperanza rodeada de contradicción y temor, debemos acoger con interés la llegada de este libro.

Notas

1. Julio Ramos, Divergent Modernities: Culture and Politics in the Nineteenth-Century Latin America, Duke University Press, Durham, 1999.

2. Michael Hardt, «Militant Life», New Left Review, n. 64, Londres, julio-agosto de 2010.

3. Sybille Fischer, Modernity Disavowed, Duke University Press, Durham, 2004.

4. Arcadio Díaz Quiñonez, Cintio Vitier: la memoria integradora, Sin Nombre, San Juan de Puerto Rico, 1987.

5. Juan Ramón Duchesne, Del príncipe moderno al señor barroco: la república de la amistad en Paradiso de José Lezama Lima, Archivos del Índice, Cali, 2008.

6. Rafael Rojas, Essays in Cuban Intelectual History.  Palgrave, NY, 2008. La traducción es mía.