Fui
Damaris Calderón
Tenía un hueso atorado en la garganta. No podía tragar. O una espina de pescado.
Pero no había comido nada. ¿Entonces de dónde salían el hueso-lanza y la espina-punzón, sino de su propio esqueleto? Y el fuego en el pecho, como el incendio en la casa de yaguas.
-Madre, estoy ardiendo. (Y se llevaba la propia mano a la cara).
Sus manos (la escritura) podrían ser las patas de las grullas que escapaban por el sembradío.
Entonces, ¿había un camino?
La sombra de los plátanos abría un trillo.
Quise decirles “regresé”, al perro, a los puercos del corral. Quise doblarme a comer la misma bazofia.
Pero las moscas nos cubrían, como si estuviéramos todos muertos.
(El hueso-lanza, el pez en la garganta, la espina-punzón, la sombra de las grullas).
En el aire respiraba la neblina densa, las partículas milenarias que habían viajado millones de años hasta mis pulmones, golpeando en el estómago la pobre musiquilla de las esferas.
Recordé: “Vino el pájaro/ y devoró al gusano/ vino el hombre y devoró al pájaro/vino el gusano/ y devoró al hombre”. ¿Había rabia? No. Me habían sobado el lomo.
La musiquilla, la escritura (el incendio) se hizo cada vez más delgado.
El cuerpo se volteó, sordo, a la oscura pregunta ¿quién vive?