La biblioteca de Néstor Perlongher

Ignacio Iriarte, UNMdP - CONICET

     En un cuestionario de la revista Babel, que ahora abre Prosa plebeya, Néstor Perlongher comenta que una de sus citas favoritas es “Lo primero para hacer la revolución es ir bien vestida” (1997a: 15), irónica sentencia de la cantante de Gestos, la primera novela de Severo Sarduy, durante los preparativos para la colocación de una bomba en la central eléctrica de La Habana. Dicha por Perlongher, la frase sintetiza bien los ejes que para él definen el neobarroco: la deconstrucción de los grandes relatos, el uso corrosivo de la parodia y la ruptura con la Revolución. En su obra, hizo suyos estos vectores y, para caracterizar las singularidades que la poética asume en el Río de la Plata, acuñó, como se sabe, el neologismo de “neobarroso.” No fue sistemático en las diferencias, sino que parece haber confiado en las connotaciones que sobrevuelan al reemplazar “barroco” por “barroso.” Según indica en “Una saga de la desubjetivación,” en el neobarroco predomina el elemento perla irregular, con la dureza que esa joya imperfecta tiene; en el neobarroso, en cambio, los escritores trabajarían con un material lábil y maleable como el barro. La poética sería, pues, una forma de escritura que radicalizaría el programa crítico del neobarroco, disolviendo las estructuras subjetivas y las formas literarias en el maremágnum de los deseos.
     Aunque el término no tuvo la misma fortuna que el neobarroco, la crítica supo manejar y desarrollar con amplitud estas ideas para leer su obra, independientemente de que en sus textos hayan empleado o no el raro neologismo de Perlongher. Como un repaso por la bibliografía merecería todo un artículo, quisiera destacar apenas un puñado de lecturas clásicas que permiten comprobar esta idea. En el excelente epílogo a Chorreo de las iluminaciones, el poemario post-mortem de Perlongher, Tamara Kamenzsain observa que el escritor toma las grandes tradiciones literarias, en este caso el modernismo de Ruben Darío, y los arrastra por el barro, metamorfoseándolas en el devenir del camino. En su clásico Tratados sobre Néstor Perlongher, Nicolás Rosa distingue los flujos poéticos que pone en juego el escritor y, como una máquina deseante, los conecta con su propia escritura, acto mediante el cual elimina el supuesto estatus metalingüístico de la crítica, convirtiéndola en una escritura ella misma neobarrosa. En “Detritus,” compilado en el volumen Lúmpenes peregrinaciones, Jorge Panesi subraya, en fin, el interés del escritor por los desperdicios, los descartes, la basura, todo un material abyecto con el que ensambla sus collages textuales.
     No hace mucho, Martín Prieto (2007) abrió una perspectiva diferente. Demostró que, entre las novedades que el neobarroco trajo a la Argentina, también se encuentra la conformación de una biblioteca distinta de las que habían sido habituales en este país, en la medida en que entabló un vínculo sólido con la literatura latinoamericana y destacó la importancia de algunos escritores argentinos más bien periféricos, como los que integraron la revista Literal. El neobarroso, según esta perspectiva, no sería sólo una forma de escritura, sino también una serie de actos de lectura. La práctica misma de Perlongher demuestra el acierto de esta interpretación: nunca opera en el vacío, porque reconoce –y ese reconocimiento es una de sus armas principales –, que toda escritura siempre entabla una relación tensa con otras que la preceden. En este sentido, si de un lado el concepto define lo que podríamos llamar una práctica deconstructiva, que tiene entre sus principales efectos romper la función referencial del lenguaje, del otro lado es un concepto mediante el cual Perlongher delimita una tradición, tomando una serie de antecedentes (Góngora, José Lezama Lima, Sarduy y algunos integrantes de Literal)que han trazado huellas importantes en la literatura en lengua española.
     En línea con esta perspectiva, en este trabajo voy a leer el neobarroso como una biblioteca que Perlongher conforma en sus ensayos a partir de tres bloques de la historia de la literatura: el Barroco del siglo XVII, el Neobarroco Cubano y la literatura argentina de los años ’70 y ’80. Con esto, quisiera destacar sus aciertos, pero también la relación tensa y parcial que con ellos mantiene. La cita de Sarduy vuelve a servir de ejemplo. En realidad, el personaje de Gestos no dice “Para hacer la Revolución lo primero es ir bien vestida,” sino “Lo primero para poner una bomba es ir bien vestido” (1999: 300). Perlongher (o la memoria de Perlongher) traiciona a Sarduy: cambia la frase para que el fragmento sea inequívoco y pueda citarse aislado sin que despierte malos entendidos. En este sentido, el neobarroso es una biblioteca que Perlongher organiza a partir de lecturas brillantes y a la vez parciales, mediante las cuales retoca los textos para eliminar ambigüedades y establecer un catálogo coherente. Líneas atrás, he recordado que el neobarroso se separa del neobarroco porque es una forma de escritura que radicaliza su programa. Desde el punto de vista de las lecturas, el Barroco, el neobarroco y el neobarroso se distinguen porque existe siempre esa rémora inevitable de mala interpretación.

Los barrocos

     La biblioteca del siglo XVII que maneja Perlongher puede evaluarse al compararla con las que manejaron otros escritores. En una entrevista con Pablo Dreizik, de agosto de 1986, el escritor reconoce dos grupos que lo anteceden en su recuperación del Barroco y que podemos tomarlos como términos de referencia en este sentido: los españoles de la generación del ’27 y los cubanos Lezama Lima y Sarduy. En esta serie, se puede apreciar un comportamiento doble que acompaña la marcha del siglo XX: por un lado, hay una progresiva reducción de la importancia del Barroco histórico y, por el otro, una cada vez más clara articulación del Barroco con la actualidad.
     El punto de partida, como sostiene Perlongher, es la generación del ’27. Dámaso Alonso, pero también Jorge Guillén, Rafael Alberti y Federico García Lorca, demuestran como es sabido una gran familiaridad con los autores del Barroco. Al primero casi no hace falta referirse, dado que sus glosas han permitido a generaciones enteras el acceso a la difícil poesía de Góngora; en la misma línea habría que colocar a Jorge Guillén, que en 1926 defiende su tesis doctoral sobre Góngora, a Rafael Alberti, que escribe su informada “Soledad tercera” para el centenario de 1927 y aun a García Lorca, que lee en diversas oportunidades su conocida conferencia “La imagen poética de don Luis de Góngora.” Otro tanto podemos afirmar de Lezama Lima. En La expresión americana, para tomar su ensayo más conocido,Lezama escribe con letra segura sobre Góngora, Quevedo, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora, demostrando además un conocimiento igual de importante sobre figuras menos recordadas, como el indio Kondori y el Aleijadinho. Este alto grado de conocimiento, presente tanto en Lezama como en la generación del ’27, pone de manifiesto que, aunque la historia y la literatura son campos cuyas fronteras se alejan ya de manera nítida desde el siglo XVIII, existe todavía, al menos en lo que respecta al Barroco, un importante archivo en común.(1) Por cierto, Lezama no era filólogo y tuvo una idea muy particular de la historia, pero un ensayo como La expresión americana tiene un respaldo documental y un horizonte de expectativas muy cercanos al de esos libros más sistemáticos y nutridos de la vida académica que son las Corrientes literarias en la América Hispana de Pedro Henríquez Ureña y De la conquista a la independencia de Mariano Picón-Salas.(2)
     Tras los años ’60, esta situación cambia en términos generales y se separan ya de manera nítida los campos de la historia y la literatura. Como ejemplo podemos tomar dos libros publicados casi en simultáneo: La cultura del Barroco(1975), de José Antonio Maravall, y Barroco (1974), de Severo Sarduy. El primero, un verdadero clásico de la historiografía, cuenta con una amplísima documentación y continúa las líneas de investigación abiertas por Werner Weisbach, Arnold Hauser y los debates sobre el siglo XVII que se dieron en la revista británica Past and Present.Con este respaldo, el historiador presenta un análisis impecable a través del cual demuestra que el Barroco es el dique ideológico mediante el cual las monarquías absolutas y la Iglesia intentan contener los desbordes de una población acuciada por las crisis políticas y económicas, tesis que permite explicar el inocultable conservadurismo que late en las principales obras de Lope de Vega, Quevedo y Góngora. El libro de Sarduy, otro clásico del Barroco, también presenta un amplio cuadro interpretativo de la época. Pero, frente a la vasta documentación de Maravall, sustenta su descripción en apenas un puñado de figuras: Kepler, Caravaggio, El Greco, Rubens, Borromini y Góngora, poeta que por otra parte lee a través de las glosas de Alonso. Este selectivo recorte no desmerece su trabajo, sino que demuestra que su interés está puesto menos en la historia que en la contemporaneidad. El mejor ejemplo es su lectura de Góngora: en su ensayo Sarduy desdeña el sustrato social sobre el que se formó el escritor y conecta sus peripecias formales con las tesis sobre la locura de Jacques Lacan. Otro tanto cabe decir de su interpretación de la ciudad barroca. En la siguiente cita enumera una serie de cambios en el entramado urbano y, de pronto, en una secuencia referida al siglo XVII, aparecen el periódico y el tiempo acelerado de los medios masivos de comunicación:

Apoteosis, casi histérica, de lo nuevo, y hasta de lo estrafalario: obeliscos, fuentes grotescas para desvirtuar la monotonía de las avenidas, ruinas o falsas ruinas, para ahondar y negar el cauce mudo del pasado cuya historia “se encuentra más bien en las huellas que ha dejado en las formas vivas”. Los periódicos envejecen el acontecimiento de ayer con la galaxia sin conexión alguna – excepto su simultaneidad – de acontecimientos de hoy; la moda, siempre cambiante, ridiculiza el traje ya visto: es imposible – no hay grado cero del vestuario – no  seguirla (1999: 1227).

     ¿Cómo explicar este abandono del pasado? En el clásico artículo “El concepto de barroco en la investigación literaria,” René Wellek sostiene que la palabra “barroco” únicamente tiene sentido si se refiere tanto al estilo como a la ideología. Esto equivale a desglosar el “Barroco,” término técnico de la historia de la cultura, de los “barrocos,” concepto que designa la pluralidad de estilos que, independientemente de la historia, hacen de la sobrecarga su mecanismo principal. Mientras Maravall busca explicar la red de concepciones políticas, económicas y mentales de la época, Sarduy abandona ese pasado y articula el estilo con la actualidad. Nada refleja mejor esta separación que las coincidencias que todavía mantienen. Ambos parten de la premisa de que el eje del Barroco es la crisis, pero mientras Maravall saca de ella la conclusión de que se trata de una cultura que se propone dominar psicológicamente a los hombres a fin de reafirmar el poder de las monarquías, Sarduy postula en cambio que el Barroco articula con aquellos movimientos que atentan contra el orden establecido de nuestras sociedades. En Maravall, el Barroco se propone contener las consecuencias de la crisis del siglo XVII; en Sarduy, es una fuerza que pone en crisis la contemporaneidad.
     Perlongher está plenamente instalado en este proceso. En una entrevista de 1988 demuestra, además, que es conciente de esta cuestión:

     Porque hay dos maneras de recorrer el gongorismo. Una manera es codificarlo. Y eso hace, magníficamente, Dámaso Alonso. Pero es una manera escolar y no tiene nada que ver con todo ese maremágnum de resonancias del barroco, ni con el modo en que ese maremágnum puede encajar, se puede mezclar con otra cosa. La otra manera es dejarse llevar, dejarse arrastrar por esos flujos, que es lo que hice con Lezama: me zambullí en él. Entonces lo que aparece es una especie de máquina, un uso bélico del barroco áureo (2004: 311).

     A tono con estas ideas, Perlongher reduce casi completamente el lugar que le concede a los libros del siglo XVII. El dato saliente es que, a diferencia de Sarduy, se inscribe en el Barroco sin dedicarle un solo ensayo a la cultura del 1600. Pero más importante aún es que, en los diez trabajos en los que habla del neobarroco y el neobarroso, se vincula con el siglo XVII a través de desplazamientos muy pronunciados. En primer lugar, considera que la poesía de Góngora funciona como metonimia del período. No contento con esto, desplaza la obra del poeta (prácticamente no la analiza) por una serie de conclusiones ajenas. Ante todo, afianza la idea de Sarduy de que, al violentar las metáforas del petrarquismo, Góngora aleja la palabra del mundo real, elaborando “un lenguaje demente” (1997a: 115). En igual sentido, afirma que, con esta retórica exacerbada, el lenguaje pierde “su función de comunicación, para desplegarse como pura superficie, espesa e irisada, que “brilla en sí”: “literatura del lenguaje” que traiciona la función puramente instrumental, utilitaria de la lengua para regodearse en los meandros de los juegos de sones y sentidos” (1997a: 95). Perlongher toma a Góngora por el todo, dejando de lado otros escritores, y, a su vez, desplaza al propio Góngora por una serie de ideas críticas, abandono del plano de la comunicación, ruptura de la función referencial y desborde hacia la locura, que transforman el Barroco en una suerte de irrupción dionisíaca en la estructura del lenguaje. 
     Con estas operaciones, suprime ya sin ambages sus características ideológicas y se queda sólo con su estructura formal. Nada lo refleja mejor que sus interpretaciones globales sobre el siglo XVII. Para Perlongher, el Barroco no se explica por la crisis de la economía o el peligro en el que viven las monarquías, tampoco por la ortodoxia contrarreformista que pesó sobre Sor Juana Inés de la Cruz o las aperturas científicas que se registran en Carlos de Sigüenza y Góngora, sino por la relación estructural que el lenguaje mantiene con el mundo. Escribe en “Caribe transplatino,” citando a Nicolás Rosa: “el barroco áureo exige la traducción: se resguarda de la posibilidad de decodificar la simbología cifrada y restaurar el texto “normal,” a la manera del trabajo realizado por Dámaso Alonso sobre los textos de Góngora” (1997a: 98). Ciertamente, las posibilidades de traducir el texto al discurso llano demuestran la pertenencia del Barroco a ese siglo que Michel Foucault (1999) incluyó en la edad de la representación. Pero ante esa premisa se abren dos caminos: o bien esa interpretación se integra con otras características del 1600, o bien sirve de contraste para pensar la pérdida ya definitiva del control referencial por parte de la literatura que en el presente se reivindica como barroca. Perlongher descarta la primera opción, dejándosela a la filología, y desarrolla la segunda, en la medida en que su propósito no es hacer historia, sino producir en la actualidad. En su biblioteca, el siglo XVII ocupa un espacio muy reducido, porque el pasado sólo tiene interés como término de referencia para anclar una producción literaria nueva en una larga y ya por entonces prestigiosa tradición.

Los cubanos

     Alonso y Perlongher ejemplifican las dos direcciones que puede tomar el Barroco. El primero se preocupó por descubrir el significado que las palabras de Góngora tenían en su época, mientras que el segundo desarticuló estilo e ideología.(3) Esto no significa que Perlongher sea ajeno a los problemas políticos. Por el contrario, si arranca el Barroco de su suelo ideológico, lo hace para articularlo con horizontes ideológicos nuevos. Perlongher produjo esto a través de una serie de importantes incursiones en la literatura cubana.(4) Para esto, toma un camino que en principio podríamos considerar esperable para todo lector no cubano: en sus ensayos trabaja sólo con aquellos escritores que han logrado un alto grado de conocimiento en la escena internacional (Sarduy, Lezama, Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas). Pero esto pone de relieve una exclusión significativa: Alejo Carpentier. Perlongher no lo discute ni lo critica, sino que ni siquiera lo menciona. En paralelo, y aunque la prudencia lo empuja a no ser contundente en este sentido, incluye a Arenas en lo que llama “el circuito de incidencia del neobarroco” (1997a: 120).(5) Con esta doble operación, Perlongher articula el barroco con una serie de condiciones políticas concretas: excluye a Carpentier, un novelista masculino, sartreano, casi tradicional en su forma de trabajo. que apoya la Revolución Cubana, y acerca a un escritor como Arenas, ostensiblemente homosexual, que sufre las persecuciones que impulsó el moralismo revolucionario y que el propio Perlongher se encargó de analizar en “Cuba, el sexo y el puente de plata” (1986).
     De todos modos, el eje de sus lecturas es Sarduy. En sus ensayos, Perlongher lee Gestos, De donde son los cantantes y Cobra, pero se concentra más claramente en las dos primeras novelas, es decir, en el tramo en el cual Sarduy se encuentra en una situación políticamente incierta, instalado en París pero todavía con pasaporte cubano.(6) La selección tiene un innegable simbolismo. En Gestos, Sarduy cuenta la Revolución desde los bares, los teatros y cabarets, mezclando los cantos populares con las charadas; en De donde son los cantantes, más allá de la parodia a Castro que hace en “La entrada de Cristo en La Habana,” vuelve sobre el tema, al anclar su primera parte en el Barrio Chino. Como se sabe, el Gobierno Cubano se había mostrado en contra de que la literatura y el arte retrataran este tipo de lugares en los que se desarrollan actividades de dispersión y emergen los erotismos semiclandestinos. Primero lo hizo con la conocida censura a PM; luego, durante el caso Padilla, la cuestión volvió a ocupar el centro de la escena, por ejemplo cuando Leopoldo Ávila criticó Tres tristes tigres precisamente porque Cabrera Infante se complacía enfermizamente en retratar “La Habana de los borrachos, los homosexuales, los toxicómanos y las prostitutas” (1971: 22). Entre ambos acontecimientos, en 1967 para ser exactos, la embajada cubana le niega a Sarduy la renovación del pasaporte. Los dos hechos son simbólicos: si aquella parte de la ciudad, en la que se mezclan lo estético con lo sexual, es barrida por la Revolución, en el mismo sentido Sarduy es una parte que se cae de Cuba. En sus ensayos, en los que recupera su gesto revulsivo y critica el moralismo revolucionario, Perlongher toma esta parte por el todo y con esta parte define el neobarroco: es una poética de la subversión sexual, que establece una actitud contestataria respecto de las grandes totalizaciones políticas y asume una perspectiva teórica y una praxis de la escritura que busca poner en crisis la noción de identidad.
     En Perlongher, esta imagen del neobarroco es tan potente que se convierte en un prisma desde el cual lee el conjunto de la literatura cubana y, particularmente, a Lezama Lima. El dato más relevante en este sentido es aquello que elige analizar para comprender el lugar político en el que se encuentra el escritor. Perlongher se apoya de manera notoria en las cartas que Lezama escribe tras la confesión de Herberto Padilla, esas cartas que le envía a la hermana luego de que éste lo acusara públicamente de contrarrevolucionario, en las cuales se queja repetidamente de que las autoridades no lo autoricen a salir del país para recibir premios y dictar conferencias en el extranjero. En contraste, no hace una sola mención de sus importantes trabajos a favor de la Revolución que sacó entre 1959 y 1968.(7) A partir de esto, en el informado “Cuba, el sexo y el puente de plata” (1986) llega a conclusiones a la vez rotundas y ambiguas sobre el grupo Orígenes, mediante las cuales silencia el fervor político que varios de sus integrantes tuvieron durante la primera época de la Revolución. En su texto, nos enteramos así de que cuando Castro entra a La Habana, “los literatos de Orígenes ocupaban ya una posición de prestigio en el medio cultural local que sustentaban merced a suplicantes peregrinaciones por los despachos de los jerarcas capitalistas” (1997a: 121), sentencia por lo menos incierta, que contrasta con el famoso rechazo editorial que Lezama le propinó al gobierno desde la revista. Pocas líneas después, Perlongher sostiene que, tras 1959, aquellos integrantes del grupo que se quedaron en Cuba “pudieron obtener algo más que migajas,” frase en la que se aprecia de nuevo su enérgica ambigüedad, por lo menos poco feliz para caracterizar a Lezama, que ocupó cargos de relativa importancia en cultura, contrastando con los trabajos poco gratos en los que se había desempeñado durante la República. Todo esto revela dos cosas: la primera, que la situación de Lezama en Cuba es compleja, contradictoria, cambiante; la segunda, que Perlongher, que organiza su concepción del neobarroco a través de Sarduy, se queda sólo con una parte de Lezama. ¿No es esto mismo lo que prima en su lectura de Paradiso? Perlongher repara casi exclusivamente en el capítulo 8, opción que le permite destacar el homosexualismo de la novela y el lugar disruptivo que ocupa en la cultura revolucionaria, al precio de olvidar que el tema de Paradiso no es la sexualidad, sino la iniciación al conocimiento poético por parte de José Cemí.
     El mismo prisma sarduyano, aunque de manera más indirecta, opera en la lectura profunda que Perlongher hace de la poesía de Lezama. El texto más importante en este sentido es el poema que abre Parque Lezama, cuyo título, “Abisinia Exibar,” remite al medicamento que el escritor supo usar para combatir el asma que lo aquejó toda la vida. En charla con Pablo Dreizik, Perlongher da algunas claves de lectura:

hay un poema mío, “Abisinia Exibar”, donde yo me mando un montón de juegos. Abisinia Exibar es una marca de polvos que Lezama Lima usaba. Esta Abisinia que es un lugar donde justamente hay cubanos y un “bar” es un bar y “Exibar” es también un bar y tiene que ver con el éxito y la exit (salida). (2004: 294-295).

     Si, como sugiere Rolland Barthes (2003), la obra de un escritor es un cruce entre la lengua y el cuerpo, la obra de Lezama resulta del cruce entre el asma y el castellano universal y localizado de Cuba. Julio Cortázar se había percatado de esto durante su corrección de Paradiso, al advertirle por carta a Emmanuel Carballo que los problemas respiratorios lo habrían llevado a emplear las comas con arbitraria regularidad. Perlongher también se interesa por este aspecto, pero con el detalle nada menor de que sustituye el remedio por la enfermedad. Con esto, produce dos novedades de interés. En primer lugar, satura el asma de contenido político. En el poema, una primera persona exclama ¡Abisinia Excibar!, recurso mediante el cual Perlongher reproduce uno de los estribillos de las cartas, en las cuales Lezama les pide a los amigos y familiares en el extranjero que le envíen sus remedios, ya que, evidentemente, el bloqueo también había caído sobre las industrias farmacéuticas que los producían. En el poema de Perlongher, la asfixia del cuerpo se conecta de manera sutil con las asfixia política y el ruego por los medicamentos se convierte casi en un alegato contra el sistema: “No secuestren mis polvos que no voy a dormirme/ y soñar con el negro de la adarga enjuta” (1997b: 189). Con los remedios, Perlongher retoma, asimismo, la conexión lezamiana de lo real con lo irreal. En esto, seguramente se basó en Lezama, que les había dado esa connotación, por ejemplo en esta entrevista con Ciro Bianchi Ross, en la que habla del Abisinia Exibar:

Pasé gran parte de mi niñez tomando jarabe de torúa y brea, y muchos años más tarde probé unos polvos que se llamaban Abisinia Exibar que me hacían la enfermedad más llevadera y sobre todo, me comunicaban una atmósfera oriental que me recordaba un poco a Las mil y una noches… Me veía rodeado de un polvo de lentos chisporroteos de donde podían surgir extrañas divinidades. En medio de eso me quedaba dormido (1983: 32).

     En su poema, Perlongher se adueña de este recurso al representar algunas escenas cotidianas y casi en simultáneo despegar a partir de ellas imágenes oníricas.(8) Pero, a la vez, lo transforma con gran libertad. En principio, el desvío es muy leve. En su correspondencia, Lezama nunca pide Abisinia Exibar, sino otros dos medicamentos, que son Himrod y Dyspne Inhal. El reemplazo puede deberse a un descuido o a un acto de justicia poética: el nombre Abisinia Exibar evoca inevitablemente la irrealidad de la que habla Lezama, mientras que Dyspne Inhal y Himrod tienen la típica asepsia de la farmacología. Pero al lado de esta leve modificación, hay un cambio de enfoque más fuerte. Notemos, en la carta a sus hermanas del 30 de mayo de 1965, el plano irreal al que accede Lezama a través del Himrod, no del Abisinia Exibar:

Recibí los dos frascos de Himrod. Como es un remedio usado desde la infancia, pienso que sus evaporaciones nos vuelven a reunir en nuestra casa de Prado, 9. Rodeado por el humo las veo surgir a ustedes. A Rosita llegando del Sagrado Corazón, muy fragante y cuidada, sacando su banqueta para el portal hasta la hora de la comida. Tú, Eloísa, eres entonces muy pequeña, tienes cinco o seis años, miras con tus ojos chiquitos donde el asombro se hace más grande y sigues a Mamá por todas partes. Por la noche, Abuela en su silla grande, perfumándose las manos, mientras van llegando Augusto, Alberto. Y ya a las once todos nos recogemos, cada uno ocupando su pieza para el sueño. Ese ya es mi mundo, la realidad y la irrealidad están tan entrelazadas que apenas distingo lo sucedido, el suceso actual y las infinitas posibilidades del suceder (1979: 170).

     Este proustiano fragmento de su epistolario descubre una de las notas predominantes de la obra de Lezama, según han demostrado críticos como Abel Prieto (1985), Duanel Díaz Infante (2005) y Rafael Rojas (2006): la vuelta a un pasado utópico, centrado en la familia tradicional, lejos del gigantismo de la metrópoli y cerca del orden integrado del Renacimiento, nostalgia que se refuerza tras la Revolución con el exilio de las hermanas y la muerte de la madre. En su poema, Perlongher disuelve esta atmósfera y, en lugar de volver a la casa materna, se afirma en las intensidades urbanas que había descubierto Sarduy, utilizando, pues, el recurso a lo irreal de Lezama para conectar la poesía con los puntos de fuga metropolitanos. De este modo, carga el texto con un erotismo mediante el cual rompe todo marco subjetivo y por supuesto toda la estructura “molar” de la familia tradicional. Perlongher transforma a Lezama en Parque Lezama, nombre del poemario, pero a la vez nombre de ese gran parque de Buenos Aires, espacio pulsional en el cual los que hacen la calle se cruzan con la historia argentina. Con esto, define el neobarroco: palabra desubjetivante que, en lugar de pasar al plano de la nostalgia, hace “alucinar” los textos, como repite Perlongher a partir de El mundo alucinante, procedimiento mediante el cual sigue las curvaturas moleculares de los deseos y deconstruye los órdenes molares, desde el familiarismo a las culturas represivas de Cuba y Argentina.(9)

Los argentinos

     En la literatura y la política argentinas existía desde luego un campo igual de rico para que Perlongher definiera sus preferencias estéticas. Entre su primer poemario, Austria-Hungría (1980), y el segundo, Alambres (1987), emerge en Argentina un clima favorable hacia el Barroco, que constituye el piso de las definiciones literarias del escritor. Como estudió Ana Porrúa (2008), el ritmo de este clima está marcado por el libro de Héctor Piccoli Si no a enhestar el oro oído (1983), que contiene el importante y conocido prólogo de Nicolás Rosa, y por los trabajos de Tamara Kamenszain El texto silencioso (1983) y “La nueva poesía argentina: de Lamborghini a Perlongher” (1986). Más atrás, habría que mencionar el artículo de Aulicino “Balance y perspectivas” (1980) y Nueva escritura en Latinoamérica (1977), libro en el cual Héctor Libertella sitúa a Osvaldo Lamborghini, junto con Sarduy, en lo que denomina las “literaturas del lenguaje.” Dentro de esta pequeña muestra de textos, se debe mencionar, con algo más de detalle, la revista Literal.
     Aparecida sólo en tres oportunidades (1973, 1975 y 1977), la mítica publicación ocupó un lugar periférico y revulsivo dentro del campo intelectual de los años ’70. En este contexto merece destacarse el último número, que contiene, bajo la traducción de Viviana Honorio, la clase del 8 de mayo de 1973 que Lacan dictó en el marco de su seminario Encore. Titulada “Sobre el barroco,” en ella Lacan demuestra que el Barroco descubre anticipadamente varios de los puntos centrales de la estructura del sujeto tal cual él la formula en su teoría. Su tesis central es que la Contrarreforma suprime la idea renacentista del mundo como lugar para ser disfrutado y en su reemplazo vuelve a la concepción escolástica de que se trata de un libro en el que se lee la palabra de Dios. Como Lacan, el siglo XVII pone de este modo en el centro el “Otro como lugar donde la palabra, por ser depositada –tomen en cuenta las resonancias – funda la verdad” (50). Para mostrar esto, el arte del Barroco siguió, según afirma en su exposición, un camino singular. Como se ve en El éxtasis de Santa Teresa de Bernini, la pintura y la escultura representaron la centralidad de Dios a través de su incidencia en el cuerpo, es decir, mediante cuerpos contraídos por el goce que produce su manifestación. En función de esto, Lacan sostiene que se trata de un arte obsceno. Etimológicamente, obsceno quiere decir “frente al cieno,” frente al barro que se forma en las aguas estancadas, pero también frente a la inmundicia, los desperdicios, la basura. El arte del Barroco es obsceno porque muestra algo que está al límite del pudor, pero sobre todo porque escenifica el momento exacto en el cual ese Otro que es Dios interviene para marcar el cuerpo del individuo y cortarlo, sacándole un excedente, produciendo un desperdicio. Para Lacan, en el arte del Barroso ese residuo se revela porque, en su amontonamiento de cuerpos, no aparece nunca, cosa curiosa, la cópula sexual. En este sentido, la pintura y la escultura representan el momento en el cual el Otro (Dios) castra al sujeto, volviendo imposible la relación sexual, es decir, la comunicación plena, directa, sin mediaciones, de un sujeto con otro. El Barroco, tal cual lo define Lacan, se coloca en este corte que separa la estructura simbólica de eso que se vuelve irrepresentable y aparece como un agujero. Por esta razón, el arte es, según la enérgica palabra de Lacan, basura, en tanto obtiene su efecto de aquello que el sujeto pierde al entrar en el lenguaje.
     La clase de Lacan produce una serie de hechos que tarde o temprano serían importantes en el campo literario argentino. En primer lugar, aunque ésa es la primera vez que Literal habla del arte del siglo XVII, barniza con tinte barroco las ideas teóricas que la revista había propuesto desde el principio. Esto no sólo se debe a la centralidad que la publicación le había otorgado a Lacan, sino también a que hay una enorme coincidencia entre su concepción del arte y la que defiende de entrada la publicación. Incluso antes de fundar la revista, Osvaldo Lamborghini y Germán García habían producido una literatura obscena en el sentido lacaniano. El primero muestra con El fiord el momento impúdico en el cual Juan Domingo Perón interviene en el cuerpo popular; el segundo publica Nanina, una novela que, tras agotar cuatro ediciones en 1968, es prohibida, y su autor procesado por obscenidad. En “El matrimonio entre la utopía y el poder,” ensayo programático que abre el primer número de Literal, escrito a dúo por García y Lamborghini, proponen de manera coherente que la literatura debe romper con los valores de eficiencia y comunicabilidad y colocarse en los márgenes de la estructura simbólica, lugar incierto donde la improductividad de su lenguaje articula con esas prácticas también obscenas que son la homosexualidad y la droga. Si la clase de Lacan articula esta literatura con el Barroco, al mismo tiempo coloca a la revista al lado de Sarduy, un escritor que se había definido barroco y lacaniano una década atrás y que, en el mundo literario argentino, se conocía gracias a la publicación de Escrito sobre un cuerpo en Buenos Aires y a la reseña que Nicolás Rosa le había hecho en la revista Los libros.(10) Hacia delante, la clase de Lacan explica, en fin, al menos parte del Barroco que emerge en los años ’80, como podemos verlo en que, seis años después de su publicación, aparece el libro de Piccoli, con el prólogo barroco y lacaniano de Rosa.
     Perlongher interviene en este clima y, aunque lo hace con algo de demora (los primeros ensayos y entrevistas en los que se declara barroco salen recién en 1986), ocupa rápidamente el centro de la escena. Por supuesto, esto se explica por la excelente calidad de su poesía, pero también porque estableció una serie de vectores mediante los cuales le dio una fuerte organización al neobarroco argentino. Seguramente, el libro que mejor revela su operación es Caribe transplatino. Poesía neobarroca cubana e rioplatense. En el prólogo a esta conocida antología bilingüe, Perlongher define el barroco rioplatense a través de la identificación de sus orígenes en Argentina. Para cumplir con este propósito, verdadero requisito a la hora de determinar una poética compartida, propone en su texto dos padres fundadores: Arturo Carrera, con La partera canta, y Osvaldo Lamborghini, con El Fiord. Sin embargo, y aunque destaca la importancia de Carrera, tras este reconocimiento no lo menciona más, para explayarse abundantemente sobre Lamborghini. Lo mismo podemos comprobar en la antología. Del lado cubano, recoge textos que, en su orden de aparición, pertenecen a Lezama, Sarduy y José Kózer; del lado rioplatense, la secuencia es Lamborghini, Perlongher, Roberto Echavarren, Carrera, Eduardo Milán y Tamara Kamenszain. Si en el prólogo reconoce a Carrera y luego desplaza la atención hacia Lamborghini, en el orden que le asigna a la antología da un paso más: coloca a Lamborghini en el mismo lugar originario que le asigna a Lezama en la serie cubana.
     Perlongher explica en diversos ensayos las razones por las cuales lo considera el origen del neobarroso. En primer lugar, Lamborghini comparte con Sarduy el uso de un lenguaje buscadamente ficcional y el interés por los residuos de la cultura. Efectivamente, el escritor argentino crea una literatura mediante la cual revela el carácter artificial que esconde la búsqueda de profundidad y referencialidad del realismo y, en simultáneo, ocupa los lugares interdictos de la sociedad, articulándolos en una narrativa perversa que sintetiza bien con el Marqués de Sebregondi, narrador homosexual y cocainómano, dos aficiones desde luego escandalosas en el marco de la época. Pero Lamborghini también es el origen del neobarroso porque se aleja de Sarduy. Para Perlongher, este alejamiento se debe a que desplaza la estética del tatuaje del cubano y propone en su reemplazo una estética del tajo, de la violencia, de la destrucción del cuerpo y ya no de la mera inscripción del lenguaje del Otro sobre la piel.
     Este reconocimiento de Lamborghini tiene un impacto crucial en su trabajo literario. Como descubre Nicolás Rosa en la última página de sus Tratados, Perlongher es un “a-normal,” porque huye de las leyes sexuales y poéticas, mientras que Lamborghini es un clandestino, ya que revienta esas leyes “por pura contaminación y por el despliegue de la sordidez del orden” (125). Lamborghini publicó poco y escribió casi a la sombra del circuito editorial una obra obscena, tan violenta que no encuentra lugar en la literatura. Perlongher, en cambio, no rompe con las leyes que delimitan el campo literario, sino que escribe en perpetuo desvío. La diferencia no es menor. Pero esta permanencia tensa dentro de la literatura se puede explicar precisamente porque convierte la obra imposible de Lamborghini en el origen de una serie literaria de la cual él es su máximo continuador. Perlongher se incluye dentro de las leyes y a la vez se desvía, tensiona los límites, en tanto reintroduce en el campo literario la cruda violencia sexual que se encuentra en la obra imposible de un clandestino.
     Con esta operación de lectura, el escritor ordena el neobarroco argentino al darle un padre y un nombre que lo diferencie de los otros neobarrocos latinoamericanos. Pero, además, logra colocarse en el centro del clima favorable a la recuperación del siglo XVII que se abre en la Argentina de los años ’80. ¿Quién si no él, que había publicado Austria-Hungría, poemario en el que la violencia política está impregnada de sexualidad, habría de ser su representante en la actualidad? (11) Pero su centralidad no responde únicamente a las coincidencias que tiene con Lamborghini, sino también a que supo encarnarlas en su cuerpo, uniendo obra y vida, literatura y praxis vital. Gracias a los invalorables ensayos que Osvaldo Baigorria y Christian Ferrer publicaron en Lúmpenes peregrinaciones, sabemos que, antes de dedicarse a las letras, Perlongher siguió un derrotero anarco-trotskista signado por una reivindicación creciente del deseo sexual, ese resto que no logra entrar, que no tiene lugar en ninguna organización institucional. Su recorrido es fulgurante: en 1972 abandona Política Obrera porque sus dirigentes se niegan a pronunciarse a favor de la homosexualidad; ese mismo año ingresa al flamante Frente de Liberación Homosexual, agrupación que planifica unirse a las heterogéneas filas del peronismo, para abandonar más tarde esos propósitos, porque la izquierda peronista deja en claro, en una manifestación, que no quiere saber nada ni con los drogadictos ni con los homosexuales. Durante todo este período, Perlongher asume una opinión radicalizada, que lo lleva a condenar la lucha por la igualdad de los homosexuales y a sostener que el deseo es una fuerza que se ejerce ahí donde aparece, es decir, en los márgenes de la estructura simbólica. El Barroco viene después, en 1986, pero, definido como a-normalidad lingüística, encastra perfectamente bien con la a-normalidad de Perlongher. Articula, así, de manera brillante, literatura y praxis vital, dando una definición de ahí en más insoslayable para el Barroco.
     Y sin embargo, la centralidad que Perlongher le asigna a Lamborghini, ese paso clave mediante el cual define el neobarroso y a la vez ocupa el centro de la escena, se basa en una serie de operaciones de lectura mediante las cuales sobrescribe y determina de una manera marcada la obra del escritor. Podemos verlo, con toda claridad, en sus ensayos: Perlongher no logra citar una sola palabra mediante la cual Lamborghini se pronuncie siquiera sobre el Barroco. Para llenar ese vacío, reproduce la lectura de Libertella, repitiendo la inscripción en la “literatura del lenguaje” y la cercanía con Sarduy. Pero, lo sabemos gracias a Ricardo Strafacce, cuando Lamborghini leyó esa interpretación, le dirigió una carta a Libertella, enrostrándole su más profundo desacuerdo: “En cuanto a mis opiniones sobre Cobra y algunos de sus congéneres –bufones de corte, poética del neocapitalismo – las mantengo: Góngora y Lezama Lima son el gesto imperial de cierta cultura española; Sarduy, la desublimación represiva de ese gesto”.(12) Perlongher tiene importantes continuidades con Lamborghini, pero en realidad se apoya en ellas para construir un origen a su medida y colocarse en el centro del neobarroco argentino.
     Todo esto no desmerece su trabajo. Sí demuestra que si el neobarroso es una forma de escritura, también es una biblioteca, es decir, un acto mediante el cual le impone un orden al pasado y al presente, acto mediante el cual determina los textos y a través del cual, con sus agrupamientos y articulaciones, construye un bloque coherente que le permite afirmarse en el presente y proyectarse al porvenir.

Las dualidades del neobarroso

     Perlongher levanta una biblioteca que parece ser enorme. En sus ensayos se ocupa, entre otras cosas, del siglo XVII, la literatura cubana y buena parte de la literatura argentina. Pero sus brillantes operaciones de lectura contienen también encuadres parciales y desvíos muy marcados respecto de los textos con los que trabaja. Tanto los aciertos críticos como los límites interpretativos permiten comprender en su caso una gran cantidad de hechos. Uno de los fundamentales es la diferencia que existe entre los términos de barroco, neobarroco y neobarroso. Como vimos en la primera parte de este trabajo, el neobarroco puede comprenderse como una lectura del Barroco histórico que se desvía del pasado. Esto explica que, para Perlongher, lo mismo que para Sarduy, Góngora escriba una obra revolucionaria, idea que logra gracias a que olvida la estructura social en la que éste se formó. El mismo tipo de operación se encuentra en su estudio sobre las características que asume el neobarroco en Cuba. Perlongher suprime a Carpentier, que habría dado un neobarroco favorable hacia la Revolución, y convierte a Sarduy en término de referencia general. Esto le permite simplificar la actitud cambiante de Lezama hacia la política cubana y transformar su concepción de la irrealidad en una “narcografía” mediante la cual deconstruye el familiarismo y la estructura política cubana a través de los deseos presubjetivos que se encuentran tanto en el lenguaje como en las calles de los grandes centros metropolitanos. Otro tanto sucede con el neobarroso. Perlongher propone el concepto a partir de Lamborghini. Es decir, construye a Lambroghini como origen, transformando sus características diferenciales, del tatuaje al tajo, de la perla al barro, en los ejes del neobarroso.
     A diferencia del crítico, el escritor cuenta con su obra para justificar los errores, desvíos y olvidos de sus lecturas. La obra de Perlongher, seguramente uno de los tantos ejemplos que se pueden encontrar, ha dejado una marca cautivante en las literaturas argentina y latinoamericana precisamente porque ha traicionado de manera inevitable y original la tradición con la que se vinculó. El neobarroso, para decirlo con su neologismo, engloba el archivo y el incendio del archivo, la memoria y el olvido, la literatura y su destrucción. Poética contradictoria, tensa, dual, por un lado Perlongher crea la palabra para intervenir en el campo literario: establece un orden a su medida, organiza la literatura argentina y traza una serie de vasos comunicantes con Cuba; por el otro, se desvía de ese pasado, o mejor dicho, lo organiza en una biblioteca para traicionarlo y formular su letra singular, tan saturada de deseo como un cuadro del siglo XVII. Por cierto, lee (es lo que nos dice a cada paso) la estructura implacable de Góngora, la irrealidad de Lezama, las novelas de Sarduy, la resistencia de Lamborghini a reducirse a cualquier categoría; pero hace esto para desviarse, buscando la parte que se cae del sistema. Del sensualismo racional de Góngora extrae la locura, de la nostalgia familiar de Lezama, los deseos prohibidos que se abren en el tejido urbano de las metrópolis. Convierte a Sarduy, que siempre criticó de manera metafórica y alusiva a la Revolución, en una inequívoca parte caída de su cultura. En fin, y gracias a un movimiento contrario, incluye a Lamborghini en la tradición y transforma su obra inclasificable en el origen del neobarroso, acto mediante el cual hace de la clandestinidad, ese atentado inevitable a la literatura, una “a-normalidad,” una potencia para el desvío y la producción. El neobarroso es una dualidad que, resguardada dentro de los límites de la literatura, tensa la palabra con la llamarada de Lamborghini. Pero mirémoslo también de manera inversa. De un lado, el neobarroso disemina el sujeto y disuelve la solidez del referente; del otro, es un acto de lectura mediante el cual Perlongher explicita un sistema de trabajo sobre el lenguaje y elabora una biblioteca desde la cual se vuelve legible su compleja literatura. El neobarroso es como un río que barre con las formas heredadas de la literatura y las subjetividades, pero únicamente es legible en los moldes del libro y en los anaqueles tradicionales de una librería. La revolución de Perlongher es una revolución literaria, potente, corrosiva, pero a la vez está situada dentro de los límites intactos que el campo literario le impone. De un lado, desterritorializa las subjetividades y destruye la legibilidad del texto; del otro, reterritorializa una tradición y establece un impecable marco de legibilidad.
     Esto nos llevan a una última cuestión: la diferencia entre los términos neobarroco y neobarroso. El Neobarroco es a esta altura una palabra técnica que designa a un grupo de escritores y articula una serie de prácticas de escritura cuyo centro ocupan los autores cubanos y, si tuviéramos que reducirlos a uno solo, Severo Sarduy. De ahí que el nombre requiera la neutral dignidad de la mayúscula inicial. El neobarroso es en cambio una palabra que se mantiene todavía en el campo de lo nocional. Su riqueza no se encuentra en la claridad conceptual, sino en sus tensas y contradictorias dualidades. De un lado es una biblioteca, del otro una traición. Por este motivo, a pesar de que Perlongher quiso que fuera un nombre para el Neobarroco argentino, el neobarroso designa el corte demasiado singular que practica, para decirlo con Barthes (1996), entre el placer de su biblioteca y el goce de su destrucción.

Notas

1. María-Dolores Albiac Blanco (2011) sitúa los comienzos de esta separación en la edad de los novatores (1680-1725).

2. Asimismo, Lezama comparte con ellos la idea, no la palabra, de la transculturación como eje para pensar el surgimiento de la cultura criolla.

3. Como demostró Aurora Egido (2009), Alonso se fue inclinando cada vez más a transformar el Barroco en una cuestión histórica, abandonando los usos modernos.

4. Con esto, no haríamos más que comprobar una conocida cuestión. Si bien no se puede decir que, tras la Revolución, Cuba centraliza todos los debates, sí podemos comprobar que aparece como un territorio capital en el cual y sobre el cual se discuten y se prueban la viabilidad de las definiciones ideológicas y estéticas latinoamericanas.

5. La frase pertenece a “Cuba, el sexo y el puente de plata” (1986). En las entrevistas, recopiladas en Papeles insumisos, habla más cauteloso de realismo alucinante. Más allá de Perlongher, la inclusión del novelista cubano en el neobarroco es problemática. Entre otros críticos que se refieren a la cuestión, se puede citar a Joaquín Roses (2008). Sin embargo, en la novela El portero, Arenas sostiene que la literatura de Sarduy es “una bisutería neobarroca que no habría Dios que pudiese entender” (2006: 152). No es mi intención despejar este problema, sino señalar que, cuando Perlongher acerca a Arenas y excluye a Carpentier, define una idea de lo que es el neobarroco.

6. Para estos datos, me baso en González Echeverría (1987) y François Wahl (1999).

7. Varios de estos textos aparecen en la antología preparada por Ciro Bianchi Ross Imagen y posibilidad.Perlongher, por otra parte, deja de lado la carta del 3 de marzo de 1966, en la cual Lezama le cuenta a su hermana el avance que para él y la literatura cubana significó la Revolución.

8. Cintio Vitier caracterizó este impulso poético, que Perlongher toma a través del medicamento: Lezama comienza representando un paisaje o un objeto y luego se despega a través de las metamorfosis, movimiento mediante el cual se propone respetar “la poderosa y oscura sugestión inicial de las cosas, [y] completar la otra mitad invisible del arco que ellas inician, mediante una creación de raíz reminiscente” (1970: 79).

9. Entre otras, ver la citada entrevista con Pablo Dreizik.

10. En el prologo a su antología de Literal, Libertella recuerda que Sarduy estaba en el clima en el cual emergió la revista: “Germán García publicaba un epílogo a El fiord de Lamborghini, sí, pero lo hacía encubierto tras su segundo nombre (Leopoldo) y su apellido materno (Fernández), acaso para no complicar e juicio por obscenidad contra su novela Nanina. El propio Lamborghini prometía escribir un invisible libro de imaginación crítica que nunca escribió. […] Desde París, Sarduy lanzaba la más hermética definición del barroco: “Todo por convencer”, y Lacan completaba la propuesta con aquella magistral y no menos hermética clase sobre el barroco que apareció en la revista” (2002: 5-6).

11. Aunque merecería un mayor desarrollo, cabe anotar un puente igual de importante que Perlongher tiende hacia Lamborghini. Como casi todos los escritores de Literal, Lamborghini era un lacaniano. Perlongher, en cambio, buscó superar a Lacan a través de Gilles Deleuze. Pero igualmente fundamentó ese giro en Lamborghini. Como señala en “Ondas en El fiord”, Lamborghini no era un lacaniano sistemático, sino que hacía un “uso bélico” de Lacan, es decir, lo utilizaba para violentar el orden establecido. Con esto, Perlongher separa a Lamborghini del psicoanálisis, pero además, también a partir de esto se posiciona como un heredero: desplaza a Lacan, ahora institucionalizado, y trae a la Argentina un uso igualmente bélico de Deleuze.

12. Citado en Strafacce (2008: 501).

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