Partir/Marchar(se): el No femenino en la poesía cubana del XIX y del XX. Gertrudis Gómez de Avellaneda e Isel Rivero
Milena Rodríguez Gutiérrez, Universidad de Granada
En su ya esencial artículo “Por los años de Orígenes,” dedicado a Lorenzo García Vega y publicado en 1995 en la revista Unión, Antonio José Ponte reivindica la tradición cubana del no o del reverso, necesaria junto a la tradición del sí. Los libros, los textos que conforman dicha tradición, dice Ponte, “son amargos, porque han sido hechos con las raíces más amargas de la tierra” (Ponte, 112). Son los textos en que “un país se burla de sí mismo, se maldice e injuria y olvida un poco de sí en la burla y en la ofensa” (112); y destaca la importancia de esa tradición otra:
Esa historia que arrojan sucesivos no es también nuestra historia, esa literatura que hacen es también la nuestra. Sin ella resultaría impensable una historia, una literatura nuestra, propia. Un país, un nacionalismo, son soportables sólo si cobijan también lo negador, las destrucciones. Un país y un nacionalismo no pueden ser proyectos monolíticos (112).
Desde distintas perspectivas, esa tradición del no ha recibido en las últimas décadas atención por parte de escritores, críticos, ensayistas: Rafael Rojas, Francisco Morán, Duanel Díaz Infante, Enrique del Risco, Gustavo Pérez Firmat. Y sabemos ya que en ella pueden inscribirse autores tan significativos como Julián del Casal, Virgilio Piñera (su figura más emblemática con La isla en peso), Lorenzo García Vega, Reinaldo Arenas.
En una de las secciones de la antología La isla en su tinta, la titulada “Palma negra” (título que rinde homenaje a Piñera), Francisco Morán nos presenta algunos de los poemas más representativos de esta tradición del reverso en la poesía cubana de ambos siglos; allí Morán intenta definir dicha tradición como la del “discurso que descalifica y socava el mito” (Morán, 23), ese que entrega “una isla más factual y grávida” (23), opuesto al discurso del sí, “que consagra y deifica el rostro de Cuba”(22).
Me he referido en otros trabajos a esta tradición del reverso.(1) Quiero proponer aquí un recorrido por dos textos poéticos que me parecen fundamentales dentro de lo que llamaré, siguiendo a Ponte, la poesía del no femenino. En concreto, voy a acercarme a un poema del XIX, “Al partir,” de Gertrudis Gómez de Avellaneda, y a otro del XX, La marcha de los Hurones, de Isel Rivero. Analizar, comentar estos poemas, relacionarlos con el contexto histórico y literario en que se escriben, así como con sus propias autoras, con las opiniones de la crítica y, sobre todo, argumentar su filiación a la tradición del no, son los propósitos de este artículo.
I. El siglo XIX: la partida de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Podría considerarse que durante el período decimonónico, el no que aparece en la poesía cubana se opone, o se separa, de un sí que resulta claro en su mandato, pero quizás impreciso en su formulación. Se trata de un sí que, en última instancia, es el sí de Colón, el sí de ese significante originario y fundacional de la isla: la más fermosa. Afirmar la fermosura (en sus diversas manifestaciones), afirmar el lazo de unión y el deseo de habitar en ella es quizás un resumen (incompleto) del contenido de ese sí decimonónico.
Pienso que el no femenino se inicia y adquiere su presencia más llamativa y original en ese período con Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1875), precursora, entonces, también, en este ámbito. Uno de los textos más emblemáticos de ese no es, acaso, el poema “Al partir,” texto fundamental en la obra de Avellaneda, con el que inició siempre cada una de las tres colecciones de poesía que publicó en vida, en 1841, 1850 y 1869.
Desde mi punto de vista, el de este poema es un no particular, que mantiene ciertas cercanías con ese al que se refiere Pérez Firmat en su libro Vidas en vilo. La cultura cubanoamericana (Life on the Hyphen: the Cuban-American way en su primera edición en inglés). Uno de los hallazgos de ese ensayo es leer ese no en la escritura cubano-americana, escritura dividida, con guión que une y separa; escritura que, en muchos de sus textos, como precisa el ensayista, dice Cuba, pero lo dice en inglés; o lo que es lo mismo, en lengua extraña. Y ahí establece Pérez Firmat un matiz muy interesante, al apuntar que el no “no es siempre teatral, atronador” (2000: 192), sino que puede constituir en ocasiones “una negación tranquila” (192). Ese no tranquilo es el que representarían esos textos de la cultura cubano-americana que afirman la cubanía; textos, sin embargo, donde “al ser pronunciado en inglés, al traducirse al Cuban yes,” el sí “pierde su acento” (194) y se convierte en otra cosa, y aún en su contrario, pues, indica Pérez Firmat, “afirmar lo cubano en inglés es ya una tácita negación” (194).
Creo que el no de “Al partir” es un no que, como el de la literatura cubano-americana, puede no ser atronador sino más bien tranquilo; puede, incluso, parecer, o hacerse pasar, por un sí; un no, podríamos decir, oblicuo, pero no por ello menos negador. En este poema, Gertrudis Gómez de Avellaneda afirma, sin duda, la fermosura colombina de la isla y muestra su amor hacia ella; “¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente! / ¡Hermosa Cuba! [...] adiós, patria feliz, edén querido / doquier que el halo a su furor me impela / Tu dulce nombre halagará mi oído” (1869: 1), dice a Cuba la voz poética. Pero es cierto – y aquí encontramos el matiz peculiar de este texto – que al mismo tiempo, le dice, también, adiós; es decir, elogia a la isla mientras se dispone a partir de ella, mientras está ya partiendo. Cuando se lee este poema – fechado por la autora en 1836(2) - por primera vez como parte de un libro, en el año 1841, se sabe, además, que la partida había sido por propia voluntad de la escritora o que, al menos, no había mediado ninguna razón política para que ésta se produjera.(3) Y es que, a diferencia de las abundantes partidas luctuosas, trágicas del XIX cubano (y del XX), la de Tula no es la del desterrado o el expulsado de la fermosura, sino que está motivada por su propio deseo, un deseo individual y muy personal; y eso es algo que, a pesar de la tristeza y el dolor que provoca la despedida, puede leerse también en el texto. Digamos que quien aquí habla parte con y por amor, pero lo que acaba decidiendo su deseo es el amor hacia algo lejano y tal vez aún impreciso que, como para Rimbaud, estaría en otra parte. Si nos fijamos en el poema, advertimos que éste recoge no sólo el propio hecho de la partida, si no también que, como si eso no fuera suficiente, la voz poética se recrea, se regodea, en el acto de irse: se describe con minuciosidad cómo el velero se prepara para la marcha, cómo empiezan a izarse las velas de la nave, cómo trabaja “la chusma diligente” para “arrancar” (así se cuenta) al yo lírico del suelo nativo;(4) en fin, cómo se alza el ancla y el “buque, estremecido,” “vuela.” Frente a la fervorosa e incondicional declaración de amor del “Himno del desterrado,” de Heredia ("Cuba, Cuba, que vida me diste, / Dulce tierra de luz y hermosura, / ¡Cuánto sueño de gloria y ventura / Tengo unido a tu suelo feliz!,” Heredia, 50), que es la afirmación devota y para siempre, desde la distancia, de aquel al que no le permiten habitar la fermosura,(5) “Al partir” se escucha como un bolero: “Te quiero mucho, Perla del mar, pero tengo que marcharme; te quiero a ti, Estrella de Occidente, pero me asaltan otras tentaciones; no te olvidaré nunca, Edén querido, pero ahí te quedas,” parece decirle a Cuba. Dice Iris Zavala que el bolero, ese “canto del deseo,” supone siempre una “forma elíptica de afianzar el amor, declararlo o despedirlo” (1995: 108),(6) y creo que aquí se trata de la tercera posibilidad; los piropos a la isla, abundantes (¿quizás demasiado abundantes?) endulzan la despedida, pretenden hacerla más digerible para la otra parte. Como escribe Severo Sarduy, quien resalta también, por cierto, la importancia de lo sonoro en “Al partir” (“tu dulce nombre halagará mi oído”), este poema recoge “la exaltación de lo abandonado” (Sarduy, 1981:20). Creo, así, que “Al partir” puede ser leído como un poema-bolero, forma elíptica con la que despedir(se) del primer amor, mientras se exaltan sus méritos y cualidades; aunque ese primer amor, por supuesto (¡cómo no!), se siga recordando siempre.(7) Pero decir sí a la fermosura mientras se está partiendo, por voluntad propia, hacia otro sitio, constituye una afirmación oblicua, y subversiva, en la isla; o mejor, como la afirmación de la cubanía en inglés, supone una negación tácita, la negación de un no tranquilo, pero, también, irreverente.
No me parece casual que, en Lo cubano en la poesía, Avellaneda sea, no ya excluida de la construcción de la teleología insular – este hecho, en definitiva, no resultaría tan sorprendente, pues la misma exclusión sufren muchas, casi todas, las mujeres(8) - sino que sea también, como Virgilio Piñera, regañada -in absentia, en su caso – por Cintio Vitier. Pienso que también el sí, como el no, puede ser más o menos tranquilo, más o menos atronador. Y si el sí de Lezama es, en general, un sí tranquilo ("Noche insular / jardines invisibles..."), el de Vitier en Lo cubano... es un sí atronador (en Ese sol del mundo moral el trueno afirmativo llega a convertirse en caricatura); un sí al que molestan Piñera y Avellaneda. Por motivos diferentes, pero quizás no tan distantes. Avellaneda no construye, es cierto, una “caótica, telúrica, atroz Antilla cualquiera” como, según Vitier, se hace en La isla en peso piñeriana (1958: 406), pero ella, “menos que ninguno,” entre los líricos mayores del XIX, llega, según Vitier, a tocar “ese tuétano, ese súbito de lo cubano” (1958: 108). Y es que a su modo, no por tranquilo menos atrevido, Avellaneda también niega. Ella viene a mostrar, con naturalidad, que de la fermosura no sólo se parte, sino que ésta, también, se com-parte. Como los cubano-americanos, añade un guión a su escritura y a su vida: el guión de la identidad cubano-española. Su escritura, sus poemas a la Reina Isabel II, su tuteo con los más relevantes poetas y literatos españoles de su época, sus maridos – dos, como sus patrias y también españoles –, el reconocimiento y el éxito que obtiene en la península, pueden generar el aplauso y el orgullo del sí isleño, pero generan asimismo incomodidad, son perturbadores; porque parecen construir el re‑verso de Heredia: ella hace vano que “entre Cuba y España / tienda inmenso sus olas el mar” (Heredia, 51). Y Vitier lo percibe y, casi sin darse cuenta, hasta lo dice, cuando la recrimina, con esa frase tan elocuente – y que podríamos calificar como un acto crítico fallido, porque dice sin querer decir, o dice más, o dice otra cosa –, por no ser “cubana de adentro” (1958: 110. Énfasis mío). Y aunque añada después, “de los adentros de la sensibilidad, la magia y el aire, que es lo que andamos buscando” (110), como quien necesitara precisar para no ser mal-entendido, ya ha dicho lo que, en apariencia, no pretendía decir. Porque, efectivamente, si algo no fue Tula es cubana de adentro. Por el contrario, fue cubana de afuera; de las que eligieron vivir y escribir desde otro lugar, no por otro mandato o necesidad que los impuestos por el deseo, es decir, por Eros.(9) Y aquí tendríamos, quizás, uno de los principales rasgos en común entre dos escritores tan distintos como Avellaneda y Piñera, la prevalencia en ambos de Eros y del deseo; rasgo que los hace incómodos a los ojos del teórico de la teleología insular: si Piñera pone “en lugar del conocimiento, el acto sexual” (Vitier, 407), Avellaneda construye, con su vida y su escritura, un bolero; el bolero de la despedida que nunca se acaba, el bolero atrevido de quien, sin querer estar adentro, quiere, a pesar de todo, estar; y el bolero, ya lo ha dicho muy bien Iris Zavala, “es una institución perversa que pone en escena una contrasociedad regida por Eros” (1995: 108).
II. El siglo XX: La marcha de Isel Rivero
Uno de los ejemplos más tempranos y significativos del no femenino en el siglo XX cubano,(10) un no más duro y directo; también más amargo que el de Avellaneda, se encuentra, acaso, en un libro publicado en 1960, La marcha de los Hurones, el primer poema extenso de Isel Rivero (La Habana, 1941).(11)
Ha señalado la crítica que La marcha.., junto a El grito, de José Mario, publicado el mismo año, “serán considerados como las primeras manifestaciones del futuro grupo El Puente” (Cezar Miskulin, 2011: 19). Habría que precisar, sin embargo, que sólo el poema de Isel Rivero (y no así el libro de José Mario), será mencionado en el prólogo a la antología de ese marginado e invisibilizado grupo literario cubano de principios de los 60, la Novísima poesía cubana, preparada en 1962 por los propios puenteros, y en concreto por Reinaldo Felipe García Ramos y Ana María Simo, y que reúne textos de estos jóvenes poetas, incluida la propia Isel Rivero, quien, desde 1960, y después de haber publicado en La Habana su libro, residía en Estados Unidos. En ese prólogo, considerado “como el manifiesto poético del grupo” (Cezar Miskulin, 25), sus autores dedican la segunda de las tres Notas que lo integran a La marcha..., observando en el poema “una gran unidad, un tono despojado y escueto, un aliento casi épico,” y ubicándolo como “la primera manifestación poética importante de esta generación” (Felipe y Simo, 2011: 450-51).
Como dicen los autores de la Novísima.., una de la tesis centrales del poema de Rivero es que “el hombre está condenado inevitablemente a la impotencia, esté o no, consciente de ello” (450). Pero esa sería una lectura universalista del poemario, plenamente válida, sin duda, pero incompleta. Y es que habría que añadir que el libro de Rivero tiene también una dimensión nacional, relacionada con el contexto en que se escribe, perceptible en el poemario y asumida de manera intencional por su autora.(12) Es esta dimensión nacional – que como veremos no pasó desapercibida en el momento de su edición – la que nos permite apreciar más nítidamente el carácter negativo, del reverso, de este poema.
Será este temprano texto, hoy prácticamente de culto, pero muy escasamente estudiado, tanto adentro como afuera de la isla, poema que aparece todavía hoy, como especie de enigma bordeado, más que descifrado, el que anunciará en la poesía cubana, antes que Fuera del juego (1968) de Heberto Padilla, el prematuro fin de lo que podría llamarse la etapa épico-mítica de la Revolución cubana. Como ha dicho Vicente Echerri en su reseña sobre la poesía de Rivero, que constituye quizás el artículo que ofrece el juicio más lúcido y certero sobre el poemario, Rivero se convertirá, con su libro, en una “una visionaria, una adelantada,” en una Casandra, “que había sabido ver, desde una especie de atalaya, el pavoroso amanecer del totalitarismo y se había atrevido a advertirlo en un notable cuaderno de poemas antes de salir al exilio” (Echerri, 2004: 306). Y es que, además de la indudable y altísima calidad estética del libro, asombra, y mucho, que Isel Rivero – o Isel, pues la autora no firmaba el libro más que con su nombre de pila(13)- lo escribiera, con apenas 20 años, precisamente durante esos primeros del triunfo revolucionario, entre 1959 y 1960, momento que quizás podríamos llamar, utilizando, libremente y no sin cierta ironía, el término de Marjorie Perloff y Renato Pogglioli en sus teorizaciones sobre las vanguardias, el momento futurista de la Revolución cubana; es decir, esa fase primera, “profética y utópica” (Perloff, 2009: 59), caracterizada por “el contexto de agitación y proyecto de revolución” (Perloff, 77);(14) fase, también, al decir de Perloff, breve, momentánea, en buena medida fugaz; fase en la que, en la isla, incluso figuras muy significativas de la literatura cubana que posteriormente van a ir distanciándose del proceso revolucionario, y ubicándose en los lugares de la decepción, la disidencia, el exilio, o el insilio, como Lezama, Padilla, Cabrera Infante, Piñera, aparecen formando parte del general y desbordante optimismo y entusiasmo colectivos, del deslumbramiento y la agitación; detenidos y atrapados en el poder simbólico del acontecimiento que acaba de producirse. Es en 1960, por ejemplo, cuando el sí lezamiano piensa y siente la Revolución como “la Gran Era Imaginaria” y escribe: “La Revolución cubana significa que todos los conjuros negativos han sido decapitados. El anillo caído en el estanque, como en las antiguas mitologías, ha sido reencontrado” (Lezama, 1988: 399), texto en que, como ya he comentado en otro lugar, la Revolución se convierte “en poesía, en mito, en leyenda fantástica” (Rodríguez, 2011a: 45). A esa visión mítica, la joven de 20 años Isel Rivero opone una contra-visión en La marcha…, donde la Revolución es presentada como una idea más que, como todas, algún día perdería su vigencia, su sentido, que, incluso, estaba ya perdiéndolo:
pero mientras
nos desgarramos por un ideal
que como todos los ideales, caen, ruedan y desaparecen
mientras, fustigamos nuestras aspiraciones
callamos cualquier ambición
y quedamos doblegados a sabiendas de que en el retorno del tiempo
todo muere
todo evoluciona por necesidad natural (Rivero, 2003: 69).
Como la Antilla piñeriana, la Revolución-idea de Rivero es también una Revolución cualquiera, una Revolución despojada de su carácter mitológico y mítico, único y excepcional. Paradójica o irónicamente, ni siquiera Virgilio Piñera fue capaz de advertir la cercanía de espíritu que tenía el libro de Rivero con su propio poema. No advierte que “su clamor está más cerca de La Isla en peso, de la maldita circunstancia del agua por todas partes, que de la teleología insular” (Abreu). No consigue ver que, tal como él había desmitificado el mito insular de Cuba en su poema, Rivero hacía lo mismo con la Revolución en La marcha... El autor de El no vive su momento futurista y es en esos años uno de los colaboradores principales, y más entusiastas, del periódico Revolución y, como ha escrito Duanel Díaz Infante, se convertirá en “comadrona” de la nueva literatura revolucionaria que, como el Santo Grial, se persigue en este período:
Se necesitaba una literatura nueva, tan osada como la revolución misma, tan fehaciente como la propia reforma agraria. En 1959, Piñera asumió de lleno el papel de comadrona de esa nueva literatura. Fue profeta, agitador de consciencias, tábano. Su iconoclastia era más genuina que la de sus jóvenes discípulos de Revolución, pues carecía del énfasis del novato o el converso; la había practicado desde los años de Poeta y La isla en peso (Díaz Infante).
Va a ser precisamente Piñera quien escriba en la época las únicas palabras que, además de las que dirán pocos años después los puenteros en la mencionada antología, se publicarán sobre el poemario, palabras que establecen la “visión oficial” sobre el mismo. Escribe Virgilio Piñera en una reseña en el mencionado periódico:(15) “El año poético vio tres muestras ofrecidas con distinta tensión. Una plaquette de la joven poeta Isel – La marcha de los Hurones –, me ha sorprendido. El libro está dividido en tres Cantos. Del primero les doy una muestra” (Piñera, 1961: 20). A continuación, y después de ofrecer un pequeño fragmento del Primer Canto, añade:
A pesar de que Isel tiene sólo veinte años esto es una muestra de buena poesía. Todo el libro es de la misma calidad. Por supuesto, está metido de lleno en la corriente poética de esos años 1940-1960. Isel tiene que dar el salto mortal y caer de pie. Si ella reconoce las señales de los tiempos, seguro que lo dará. El problema poético de los nuevos poetas consiste en resolver la ecuación: exquisitez más poesía para todos. El resultado es comunicación (20).
La opinión de Piñera es sin duda elogiosa, pero también distanciada y paternalista y muestra sus reservas hacia esa joven talentosa que ha escrito un excelente poemario que, según dice, resulta, sin embargo, desfasado respecto a los tiempos que corren.(16) Es muy probable que el juicio de Piñera haya influido en los propios puenteros, pues en la antología mencionada, Felipe y Simo, a la vez que destacan la calidad del poemario, asumen de lleno y van aún más allá del punto de vista piñeriano, al mezclar el elogio a La marcha... con las siguientes observaciones críticas:
La marcha expone vivencias y posturas que pertenecen a una época ultimada ya en el momento en que se escribe; mientras la realidad objetiva cambia en virtud de la Revolución y van quedando superados los conflictos y las contradicciones que las motivaron [...] El carácter definitivo de la Revolución, opuesto a esa actitud [de impotencia], lleva a este poema a sentirse aún más impotente. Es así como sus experiencias se vuelcan de súbito contra todas las manifestaciones del cambio revolucionario” (2011: 450).(17)
Las críticas al poemario ponen en evidencia las contradicciones del grupo y auguran sus escasas posibilidades de sobrevivencia en el contexto revolucionario: la que reivindican como muestra más importante de poesía de su generación, la única que consideran con méritos suficientes y en la que desean reconocerse, es, según ellos mismos, no sólo un poema aparentemente de otra época, de una época pasada y superada, sino que, incluso, se trata de un poema que va “contra todas las manifestaciones del cambio revolucionario.” Para colmo, su autora, que parece tener la “primacía magistral o poética sobre el grupo” (Barquet, 2011: 83), ni siquiera vive ya en Cuba, sino exiliada en Estados Unidos.(18)
Al revés de lo que vieron Piñera y los propios puenteros, La marcha... ha demostrado ser no un signo de tiempos pasados, sino mirada clarividente sobre el presente que ya se estaba viviendo en la isla, y, sobre todo, anuncio y profecía de tiempos futuros. Pero es hora de acercarnos al propio texto.
El título del poema resulta sugerente y polisémico: los dos sustantivos que lo forman, marcha y hurones, pueden tener significados diferentes, y aún opuestos. En primer lugar, el título alude, literal y metafóricamente, a una marcha colectiva (marcha que es a la vez existencia, vida diaria, compromiso social y Revolución); marcha que integran individuos despersonalizados, que van, como autómatas, moviéndose sin cesar de un lado a otro al compás de los veloces y comprometidos tiempos que corren: esos, como señala Barquet, “hurones ciegos ganados por la alienante rutina laboral y un nuevo fanatismo político” (2011: 76); marcha, entonces, en la cual, como ha declarado años después Rivero, “los hurones corren hacia un suicidio colectivo” (Rivero, 2002). Pero el título puede tener también otro sentido, en el que marcha y hurones adquieren también otro significado: la marcha, en el poema, no es sólo la rutinaria, repetitiva marcha de los hurones enajenados, fanáticos u obedientes; es, también, casi tanto como la anterior, la peculiar y distinta marcha otra de aquellos que no consiguen integrarse en ese colectivo homogéneo; es decir, la marcha cansada, insegura, confusa, vacilante, insatisfecha, hastiada, de unos hurones otros, unos hurones diferentes, más dispuestos y deseosos de ser individuos que de integrar la masa. En este segundo sentido, los hurones del título (término, por cierto, el de hurones, que no aparece ni una sola vez dentro del poemario) aludirían a esos otros huraños – los escépticos, los que no creen –, esos otros que han empezado a cuestionarse lo que nadie se cuestiona; hurones que han hurgado – es de hurones hurgar – y descubierto lo que se mantiene escondido y secreto, lo que nadie quiere ver: lo perecedero del ideal que se exalta como definitivo.
Quizás uno de los mejores modos de explorar y percibir ese sentido polisémico del título del poemario sea a través del acercamiento al que es acaso uno de los rasgos más significativos, interesantes y logrados del poema de Isel. Me refiero a la muy peculiar y compleja voz hablante de este texto, voz polifónica que se va desdoblando en el poema en varias personas y conjugando en diversos tiempos verbales; así, la primera persona del plural, predominante en el texto: “estamos aquí / sintiendo como el tiempo corre sin remedio”(Canto Primero, II, 68), o “Vamos hacia una cotidiana cita con otros rostros semejantes / donde en cada párpado hay trazada una cruz” (Canto Segundo, IV, 73), o “¿Por qué somos insuficientes para contestarnos nuestras propias preguntas?” (Canto Tercero, VII, 81); pero también la tercera del plural: “Sin embargo hay algunos aún que laten apesadumbrados y sufren / y ruedan y se despedazan” (Canto Primero, III, 70), o la tercera del singular: “el hombre pide clemencia al sueño” (Canto Tercero, IX, 84); o, a veces, como ráfagas instantáneas, la primera del singular: “¿Es que acaso tengo aún vestigio de hombre frente a mis percepciones / o sólo retengo de la arcaica concepción humana algún canon perdido?” (Canto Segundo, V, 77); o la segunda del singular, conjugada en modo imperativo: “gire / corra en diagonal” (Canto Tercero, VIII, 81); o, incluso, un infinitivo despersonalizado: “levantar un pie con toda la potencia acumulada / seguir una secuencia de pasos / mantener erecto el cuerpo para evitar un desplome” (Canto Tercero, VIII, 82).
Pienso que puede decirse que la voz del poema es la voz de un yo visionario, un vidente, un yo que contempla desde arriba lo que ocurre (“Desde este orgulloso edificio que tiene 18 pisos […] podemos desplegar nuestros sentidos”, I, 67-68); un yo que, sin embargo, muy rara vez asoma como yo en el texto, aunque hace señales, y deja huellas de su existencia (un “digo,” en III; un “no distingo,” “mi piel,” “tengo,” “retengo,” en V). Una voz que, sobre todo, se presenta como plural y colectiva y habla desde un nosotros; pero, ¿a quién representa este nosotros? En principio, el nosotros representa a los hurones autómatas y alienados. Pero, a lo largo del poemario, y casi desde su comienzo, se torna también en un nosotros diferente. Y es que por debajo de la voz de los hurones autómatas y alienados, y de su marcha mecanizada, se va filtrando la voz de unos hurones otros (“preciso es que dejemos filtrar esta voz / a través de sus consecuencias,” VI, 79), convertidos también en una colectividad otra. Parece como si el visionario yo del texto percibiera que su resistencia, sus quejas, sus cuestionamientos, sus visiones, pudieran ser no sólo suyos, sino también de otros que pensaran o sintieran lo mismo (“Nos han hecho de iguales materias / [...] Sin embargo, hay algunos aún que laten apesadumbrados y sufren / y ruedan y se despedazan,” III, 70), y acabara dando voz, también, a un nosotros distinto: los hurones otros dispersos y cuestionadores dentro de la gran marcha colectiva:
No nos ha sido dada la conformidad.
No nos ha sido dado el optimismo.
Prevemos la decadencia en pleno renacer.
Se nos condena pero es inevitable que señalemos
a pesar de que se nos anule
a pesar de que se nos envuelva con el hilo de lo incierto…
La verdad tiene infinito número de fases.
Es imposible hallar una verdad colectiva
además de aquella de que vivimos y morimos. (VI, 78).
Son ellos, así, en realidad, los hurones otros, los diferentes, cansados, cuestionadores, insatisfechos, visionarios, quienes describen realmente la marcha de todos, a la que los hurones otros están, también, convocados, pero en la que participan sin entenderla y sin compartirla (“Estamos cansados, insatisfechos / hastiados;” II, 69); sintiéndose en ella sin sitio y sin lugar (“Esta generación es una raza excluida. / Nada hacemos por acá”, VIII, 83); es a través, entonces, del discurso de estos hurones otros y de su propia y particular marcha, cuestionadores, confusos, dudosos, angustiados, vacilantes, extrañados, visionarios, que nos llega el discurso y la marcha colectiva del todos; marcha, en realidad ilusa, aparente más que real: “Es como una marcha donde todos vamos separados / acentuando nuestra absoluta soledad / porque a una sola flexión de nuestra mente / a una sola palabra / proclamamos las enormes diferencias que nos envuelven” (III, 70), y es, también, a través de los hurones otros, que logramos percibir a los hurones obedientes y autómatas. Voz, la del texto, dialógica, en la que ni siquiera el nosotros que suponen esos otros es igual a sí mismo, sino que aparece dividido, lleno de dudas (“quizás sólo nos gobierna el motivo de egoísmo al protestar,” II, 68), repleto de preguntas: “¿Cuál es la imagen verdadera? / ¿Cuál es el concepto veraz?” (V, 78), o “¿Desde qué punto lejano llega el dolor para acosar?” (VII, 80), o “¿Por qué existe esta pregunta desde tiempos inmemoriales? / ¿Por qué somos insuficientes para contestarnos nuestras propias preguntas?” (VIII, 81). Voz polifónica, entonces, la del poema, que intenta y consigue “revelar y representar todas las posibilidades y sentidos latentes en un punto de vista determinado” (Bajtín, 106).
Pero esa polifonía y ese dialogismo es todavía mayor en el texto, pues esa voz que habla lo hace tanto desde la universalidad (la impotencia del hombre a la que se refieren los prologuistas de la Novísima, impotencia inmersa en la modernidad y mecanización de la ciudad, de la que aparecen, como datos, como fondo del poema, los veloces automóviles, los grandes edificios, los panfletos, los archivos, las máquinas calculadoras, las oficinas, las avenidas, los letreros, los anuncios lumínicos; gran urbe moderna y automatizada, en la que los individuos tienden a despersonalizarse), como desde el contexto local, específico. Y ahí está, en el poema, sobre todo en la parte VIII, titulada “Ditirambo,” esa gran urbe que debió haber sido, que fue, La Habana de finales de los 50 y principios de los 60; “Ditirambo” donde la gran calle universal adquiere nombre y pasa a llamarse L y 23, donde los letreros y los anuncios lumínicos son ya cubanos y están en el centro de la capital: “Habana Libre,” “Cinerama,” “Saúl Díaz efectos médicos”…; donde la prisa, la velocidad, el automatismo de la gran ciudad se confunde con el de la ciudad concreta; automatismo que es, también, al mismo tiempo, el impuesto por la gran marcha revolucionaria mecánica y caótica: “L y 23 / los letreros verdes se encienden y se apagan / no se puede pasar / pase / urge / pase / cruce / el timbre / un semáforo ciego / el timbre / apresúrese / el silbato / gire / corra en diagonal / todo lo circundan fieros vehículos” (VIII, 81). Lo local, la Cuba revolucionaria de los 60, aparece también claramente en otros momentos del poema, como en ese del Canto II, que quizás es uno de los más piñerianos del libro, donde la mirada del vidente compadece a ese país que piensa, con candidez y a la vez con absoluto convencimiento, haber encontrado la solución definitiva a los problemas universales y nacionales: “Pobre ciudad junto al mar / sus hijos nuevos alzarán los brazos para caer. / Pobre ciudad... junto a su miseria elabora soluciones pasajeras / y se acerca un poco más a su ineludible destino” (II, 69). Lo local, entonces, dentro de lo global, marcado por éste, conectado a éste; lo revolucionario cubano del momento tan impotente como el universo; la Revolución como idea pasajera, que no ofrecerá a la isla ni a sus ciudadanos soluciones permanentes:
Y esta ciudad es la imagen de muchas ciudades
- porque todos somos reflejos unos de otros -
apilando conceptos, nuevas perspectivas para acercarse a lo nunca definitivo
uniendo generaciones
sacrificándolas al progreso...
nos mantenemos a punto de desfallecer... (II, 69).
El libro se abre con unos versos de Brecht: “Realmente vivo en tiempos oscuros! [...] Si te ríes, todavía no conoces / el terrible anuncio” (65), que es el primer aviso en un libro que está lleno de avisos o advertencias. Los tres cantos en que se estructura el poema, y también varias de las nueve partes en que éste se divide, van encabezados con citas del profeta hebreo Jeremías, autor del libro bíblico de igual nombre. En su introducción a Jeremías, Pedro Franquesa y José María Solé comentan:
Y a primera vista Jeremías ha añadido poca cosa a la teología de sus predecesores, sólo una visión más profunda del pecado del que hacia la mitad de su carrera ha dicho que es incurable para el conjunto de su nación. Y este estado de pecado es el punto de su construcción. Ha visto que la religión para permanecer debe emanciparse de las instituciones nacionales (Jeremías, “Introducción a Jeremías,” 1152-1153).
La voz que habla en La marcha... establece también un diálogo intertextual con la de Jeremías. Como la del profeta hebreo, esta voz detecta, ve, avisa, expone, predica, profetiza sobre un problema que parece “incurable para el conjunto de su nación”: “Es imposible hallar una verdad colectiva / además de aquella de que vivimos y morimos” (VI, 78), o “Prevemos la decadencia en pleno renacer” (VI, 78), o: “cualquier sueño es insuficiente / cualquier saciedad es momentánea” (VIII, 82). Si nos situamos más allá del texto, podría decirse que con estas citas y con la intertextualidad establecida con el Libro de Jeremías la autora pretendió ofrecer quizás en su poema un discurso bíblico auténtico, un profeta de verdad, frente al falso profeta que, a su entender, dirigía los destinos en la isla. Al menos, eso pueden hacer pensar estas palabras de Isel Rivero pronunciadas años más tarde: “el M. L. (ya se le decía 'el Máximo Líder') se explayaba hablando, haciendo gala de un virtuosismo oral poco común, transmutado en horas y horas de parábolas bíblicas” (Rivero, 2002).
Por último, otro rasgo llamativo del poemario, que lo sitúa también como texto del reverso, dando cuenta (como ya lo hacen los automóviles, la velocidad, los letreros y anuncios lumínicos) de su vocación vanguardista y experimental, es su fugaz temporalidad; es decir, el desarrollarse en un único día, en una sola jornada. El poema se abre con el amanecer, con el comienzo del día: “Es rosado el matiz del amanecer. / Los automóviles corren veloces en la confusión del día que comienza” (I, 67), y nos va dando, a lo largo de sus tres cantos y sus nueve partes, el transcurrir de esa única jornada; la llegada del mediodía ocurrirá en el Canto segundo: “el mediodía vaga por las calles reprimiendo entre sus dedos alguna vaga esperanza” (IV, 72), mediodía apresurado, veloz, donde “marchamos hacia el almuerzo con dos horas de margen;” y, por último, en el Canto Tercero, asistiremos al arribo de la noche: “Mientras el sol hiere con su fino tacto el recto horizonte / azul se abren las entrañas de la noche” (VII, 80), noche en la que “no se puede pensar ya en otra cosa sino en el descanso” (VIII, 81), noche en que, después de atravesar las calles “inexpugnables,” aparecerá todo el cansancio y el agotamiento tras la jornada incesante y alienada; momento en que “la tierna luz de una lámpara nocturna en una ventana encendida / muerde el vacío de la noche” (IX, “Final,” 83); noche, en fin, en que el hombre, totalmente exhausto, casi muerto al final de su jornada, ocupa ya “una estancia cerrada,” habitación propia en que aparece, sin embargo, cosificado: es “el saco que se desploma sobre cualquier silla visible” (IX, “Final,” 84), y acaba convertido en animal. Ese transcurrir en un único día no indica en el poema lo excepcional, sino todo contrario: se describe sólo una jornada porque basta con una para hacernos la idea de todas; y es que todas las jornadas son iguales, todas son lo mismo: “un cuerpo que cae, una cotidiana tortura que comienza / y terminará con el alba para reiniciarse” (IX, “Final,” 84). Vida y jornada circulares, repetidas una y otra vez, un día y otro y que, al mismo tiempo que subrayan el automatismo y alienación de la vida vivida a diario, podrían, también, acaso, ser metáfora y profecía del principio y el fin del proceso revolucionario en la isla: amanecer rosado, promesa de futuro (“Comenzamos con el ascendente giro del sol. / No hay nube ni presagio de lluvia / el horizonte luce siempre lejano e inofensivo,” I, 67), para llegar, después del enorme cansancio, al fin, donde hallamos al hombre absolutamente agotado, sin fuerzas, desfallecido; hombre casi muerto o cosificado; hombre atomizado, que ha perdido la unidad que lo identifica como humano para volverse partes desmembradas: “mano quejosa,” “frente inclinada sobre sí misma,” “pupila dilatada / vidriosa,” “paso flexible que se apaga,” “silbidos,” “murmullos” (IX, 84); hombre que cae como un saco sobre la silla de su casa (o de una casa vuelta también no-casa, sin rasgos personales que la identifiquen: sólo una llave en una cerradura, una puerta); hombre convertido en animal, en hurón: “con las fauces contraídas / los músculos tensos;” hombre que, ahora, al final, por fin, “pide clemencia al sueño” (IX, “Final,” 86); ¿al sueño de dormir o al sueño de soñar? Al primero sin dudas, pero, también, al segundo. Pide clemencia, es decir, compasión, moderación, al sueño de soñar, al sueño revolucionario de la isla. Una clemencia, sin embargo – y aquí hallaríamos una de las críticas más duras, y de las visiones más trágicas del poema –, pedida demasiado tarde, pedida ya al final de todo, por aquel que ha dejado prácticamente de ser hombre, de ser humano; aquel que se ha vuelto animal o cosa, muerto en vida; aquel ya pleno autómata que espera, que está preparado para que la marcha se repita igual a sí misma cada día, para que todo vuelva, siempre, una y otra vez, a comenzar de nuevo.
III. Conclusiones: bolero y profecía de dos mujeres de 20 años
En los primeros años del XIX y hacia la segunda mitad del XX, dos jóvenes mujeres poetas, ambas en la veintena, de veintitrés años una, con apenas 20 la otra, dicen no a la fermosura de la isla y a la Revolución cubana. La primera, Avellaneda, con su no tranquilo, con su bolero-despedida, parte de un modo particular y libre, como no se van otros, sin llegar a convertirse en expatriada, sin que la empujen más razones que las de Eros; se va, pero sigue queriendo estar; se va, pretendiendo estar afuera y, a la vez, seguir siendo de adentro. Su partida peculiar, diferente a las de sus coetáneos, es la que ha hecho que la crítica más contemporánea haya reconocido que es ella, “más que José María Heredia” y precisamente con “Al partir,” “quien inaugura en la isla el tema de la lejanía” (Méndez Rodenas, 15); o como escribe Severo Sarduy: “la Avellenda nos interesa hoy, suscita nuestra lectura y homenaje, precisamente por lo que siempre se le reprochó: su ausencia de la isla” (Sarduy, 1981: 19).
La segunda, Isel, inquieta ante los acontecimientos políticos y sociales que se están viviendo en la isla, y descreída ante la idea de la Revolución infalible, lanza su profecía como quien deja un aviso a sus conciudadanos y dice no cuando todos dicen sí, incluso Piñera, y se marcha después al exilio (la marcha, en el poema, puede suponer también, en última instancia, marchar-se; puede tener el significado de partida: esa puede ser la respuesta más coherente, quizás la única respuesta, para esos hurones otros que sienten que “nada hacemos por acá”). Deja su libro lleno de videncias e interrogaciones a sus conciudadanos; por dejar, deja también, quizás sin proponérselo, hasta una pregunta de identidad y sentido al propio grupo literario del que forma parte: “¿Cuál es el puente? / ¿Cuál es la palabra?” (V, 75).
El no de estas dos jóvenes mujeres no será entendido, ni bien aceptado en la isla, ni el de Avellaneda en el XIX ni menos aún el de Rivero en el XX. Si la primera va a sufrir continuamente (en su época y aún en las posteriores), las maniobras del nativo suelo por arrancarla de la literatura cubana, el duro anuncio de la segunda no va a ser oído por nadie o, en todo caso, va a ser escuchado al revés, por Virgilio Piñera y aún por los puenteros. En lugar de aviso sobre el oscuro futuro que se acercaba, que estaba ya a las puertas, todos asumieron sus palabras como una especie de anacronismo, como un rezago pasadista (para decirlo con los términos que hubieran empleado los futuristas), perteneciente a tiempos antiguos.
Aún hoy, hay que decirlo, el de Isel Rivero sigue siendo un anuncio que parpadea, como un extraño lumínico que podría perfectamente aparecer junto a los que encontramos en La marcha..: “Feijoo ortodoncista,” “Saul Díaz efectos médicos,” “Isel profetisa”....; anuncio que brilla y encandila, pero que pocos leen o intentan descifrar hasta sus últimas consecuencias. Ni siquiera en el reciente y sin duda notable y muy completo estudio publicado sobre El Puente y editado por Jesús J. Barquet, el anuncio de Isel se lee. Isel, desde luego, está (¿cómo no iba a estar?), encabeza el volumen, un poema suyo introduce todos los estudios; los colaboradores destacan la importancia esencial de La marcha... para El Puente. Pero ninguno de los tres estudios incluidos en el volumen analiza el libro. Isel sigue siendo la aislada voz de un grupo literario, la precursora que pone la primera tabla de un Puente que la aplaude pero la niega. Sólo en el estudio de Barquet se comenta de algún modo el poema, pero será para contraponerlo al libro que verdaderamente se analiza, La conquista, de José Mario y para resaltar que éste se escribe como respuesta comprometida a La marcha…, negadora del cambio revolucionario.(19)
El excelente poema de Isel Rivero guarda, sin embargo, otros mensajes y avisos que aún no han sido leídos; como prefigurar la censura y la invisibilización que sufrirá poco después en la isla el propio grupo El Puente, grupo que podríamos identificar con los hurones otros, diferentes e insatisfechos, que hablan en el texto, perdidos y dispersos en la gran marcha. O su visión de la culpa, divergente de la que presenta uno de los poemas emblemáticos de ese período, “El otro” (1959), de Fernández Retamar: si en éste la vida de todos, del nosotros revolucionario, no puede ser más que sobrevida, al llevarse como carga insoportable la culpa por la muerte de los héroes (“¿quién se murió por mí en la ergástula? / […] ¿Sobre qué muerto estoy yo vivo?”; Fernández Retamar, 109), en La marcha…, por el contrario, la culpa es esa que se adquiere por las palabras y los actos del pasado: “todos somos culpables de los que nos antecedieron” (Rivero, IV, 73); culpables entonces de la historia, de aquello que se dijo o se hizo antes, sin que estuviéramos, pero en nuestro nombre; culpables de los crímenes cometidos en el pasado en nombre del futuro: “miles de martirios hechos en nuestro nombre” (IV, 73); culpa que no cesa, que sigue viva, que se transfiere y se materializa de una generación a otra como una herencia: “miles de muertes prolongadas por nuestras manos” (IV, 73); culpa que nos hace, a la vez, verdugos y víctimas: “Somos una larga infinita caravana de verdugos. / Somos una larga e infinita caravana de víctimas” (IV, 73); culpa que volveremos a dejar a los que vengan tras nosotros; dimensión y visión, entonces, mucho más compleja y profunda de la culpa, que no sólo piensa en la propia y particular de la generación presente por lo que ya ha ocurrido, como en “El otro;” sino que se pregunta además por la culpa que se ha de legar a las generaciones posteriores: “¿A quién, a quién aniquilamos con nuestra palabra? / ¿A quién condenamos con nuestras vidas? / ¿A quién?”. O, también, está ya en La marcha… la anticipación (al comienzo de los 60, insisto) del cansancio ante el mundo revolucionario y perennemente combativo que recogerá la poesía cubana en épocas muy posteriores, como el que va a sentir, de otro modo, a finales de los 80, y atravesado por la postmodernidad y el exilio, el sujeto poético de otro texto del reverso, “Vivir sin historia,” de Gustavo Pérez Firmat: “Yo no tengo historia / y sin embargo estoy cansado. / Cansado de la historia, entre otras cosas, / y de las inmolaciones / y de los sacrificios / […] / y sobre todo de los héroes / y sobre todo de los mártires” (Pérez Firmat, 1989: 22).(20) ¿Se oponía verdaderamente La marcha… al cambio revolucionario en la isla, o, por el contrario, venía a decir, como ave de mal agüero, que era la propia Revolución que se construía la que se oponía a ese cambio? ¿No era acaso, en realidad, La marcha…, más revolucionaria que la Revolución misma?
Pareciera que nada tienen que ver el bolero de Avellaneda y la profecía de Isel Rivero; pareciera que en nada se asemejan. Pero ambos constituyen un modo particular y muy personal de decir no a las ideas establecidas en torno a la nación cubana en dos momentos históricos fundamentales; ambos son respuestas irónicas al mandato afirmativo nacional. Ambos contienen, además, cierta marca femenina, en la medida en que uno y otra son respuestas libres, aisladas y excepcionales, y se apartan de las convencionales (y masculinas) de las épocas históricas en que se inscriben: partir exclusivamente por deseo y sin justificaciones políticas; detectar la alienación y vaticinar el fracaso de la gran marcha en la que todos, absolutamente todos, están inmersos. Avellaneda e Isel; dos negaciones distintas, pero complementarias; el no oblicuo y tranquilo del XIX, y el duro, amargo, apocalíptico y profético no del XX; dos negaciones bien significativas de la poesía femenina cubana.
Notas
1. En los artículos "Contra Colón: la distopía en la poesía cubana del XIX y del XX", en Sonia Mattalía y Pilar Celma (Eds.), El viaje en la literatura hispanoamericana: el espíritu colombino. VII Congreso de la AEELH, Madrid / Frankfurt: Iberoamericana / Vervuert, 2008. 329-340 y en “Entre el Partido y el Tiempo: sobre la poesía de (y contra) la Revolución cubana” (2011).
2. En las dos primeras ediciones el poema aparece fechado: "1836", se lee en 1841; "abril de 1836", leemos en la segunda. En la definitiva de las Obras Literarias, revisadas y corregidas (en ocasiones muy corregidas) por la autora, la fecha desaparece. Tal vez en 1869, más de treinta años después de haber partido de Cuba y ya en los últimos años de su vida, no parecía demasiado importante la fecha exacta de su salida.
3. Más clara aún aparece esta circunstancia en el siglo XX, cuando se publican, en 1907, las luego muy célebres cartas amorosas a Ignacio de Cepeda, y entre ellas la conocida como "Autobiografía" en la que la autora prácticamente cuenta que, más que ser obligada por su familia, fue ella quien convenció a su madre para viajar a España: "Mi padrastro supo aprovechar bien su ascendiente sobre mamá, y yo por mi parte le secundé de tal modo, que al fin logramos determinarla a venir a España" (1907: 31).
4. Señala Francisco Morán, a propósito de "Al partir" (y del comentario de Eliseo Diego en una carta a Gastón Baquero), que el verbo "arrancar" es "un verbo clave" dentro de la poesía cubana. Y añade: "La Avellaneda siente, al partir, los esfuerzos de la 'turba diligente' por arrancarla del nativo suelo" (2000: 17). Su agudo comentario sugiere la polisemia de ese verso avellanedino o, quizás, nos hace percibir la capacidad intuitiva (o profética) de la escritora. En el texto esa “chusma diligente" es la marinería del barco que la "arranca", con sus maniobras, del suelo nativo; pero, ¿no podrá ser también, acaso, esa parte de la nación cubana, intolerante, exigente, que intentará, a raiz de su marcha, "maniobrar" para "arrancarla" también de la literatura nacional?
5. Aunque la fermosura cubana que Heredia describe no es completa (caben en ella "la belleza del físico mundo", pero también "los horrores del mundo moral"), queda implícito en el poema que el lado negativo u oscuro está motivado por la situación política y que debe desaparecer cuando ésta cambie.
6. Puede consultarse también el estudio de Zavala El bolero: historia de un amor (Madrid: Alianza, 1991).
7. En la página web de la Egrem, la empresa discográfica estatal cubana, encontré una información sin firma que me pareció muy curiosa: en el año 2010 el dúo Carlos y Marta, compuesto "por el trinitario Carlos Gómez y la canaria Marta" (sin apellido) publicó un disco titulado "Hermosa Cuba, tu brillante cielo" que, dice la Egrem, "resume una suerte de empeño por la defensa y divulgación del bolero y la trova cubana en una plaza -la ciudad de Miami- desinteresada por las raíces de la genuina música de la Isla" [sic]. En el disco, junto a varios boleros puertorriqueños y de autores cubanos como Graciano Gómez, Manuel Luna, Matamoros o Portillo de la Luz, se incluye también lo que me resulta una rareza, o quizás una confirmación de que acaso mi tesis no sea tan equivocada, "Carlos en una conmovedora musicalización de 'Al partir' de Gertrudis Gómez de Avellaneda". La canción puede escucharse en youtube, y merece la pena.
http://www.egrem.com.cu/noticias/11/2301.aspdivulgación
(Por cierto, que la misma información y la mismas frases aparecen en la página web de Cubaencuentro firmadas por Carlos Olivares Baró el 12 de enero de 2011).
http://www.cubaencuentro.com/cultura/articulos/los-mejores-discos-en-los-que-participan-musicos-cubanos-ano-2010-ii-253499
8. Sobre el canon de la poesía cubana y la exclusión de las poetas en Lo cubano en la poesía, de Cintio Vitier, he abundado en la introducción a la antología Otra Cuba secreta. Antología de poetas cubanas del XIX y del XX. A excepción de Luisa Pérez de Zambrana y su hermana Julia los nombres y textos femeninos están prácticamente ausentes del ensayo de Vitier. (Rodríguez, 2011: 17-40).
9. Con todas sus letras expresa su deseo y su amor com-partido Avellaneda en algunos lugares; por ejemplo, en la mencionada e íntima "Autobiografía" escrita a Cepeda; escribe allí: "deseaba otro cielo, otra tierra, otra existencia: amaba a España y me arrastraba a ella un impulso del corazón" (1907: 29).
10. En el siglo XX, y antes del no de Isel Rivero, podría quizás hablarse del no que aparece en los versos de Dulce María Loynaz, un no también tranquilo, que sería interesante explorar. A ese no se refiere, de pasada, Pérez Firmat en el ensayo citado, donde escribe: “En la literatura cubana existe también un “no” callado, una negación tranquila, la que se oye, por ejemplo, en los versos de Dulce María Loynaz –Soy lo que no queda ni vuelve” (Pérez Firmat, 2000: 192).
11. Isel Rivero es autora de tres poemas extensos, La marcha de los Hurones (La Habana, 1960), Tundra (poema a dos voces) (Nueva York, 1963) y El banquete (Madrid, 1981). Su primer libro, publicado con apenas diecinueve años, Fantasías de la noche (La Habana, 1959), agrupa una serie de poemas en prosa en torno a un tema unitario: el homenaje a Aloysius Bertrand, autor de Gaspard de la Nuit y quien introdujera en Francia el poema en prosa.
12. La propia Rivero ha señalado en algunos artículos y entrevistas la intención crítica y de denuncia que tenía el poemario cuando se escribe (Ver Rivero, 2002).
13. Es propio de los puenteros no firmar sus libros más que con el nombre de pila; además de Isel, otros autores del grupo, como José Mario, Reinaldo Felipe (García Ramos) o Silvia (Barros) asumen esta práctica, que "significaba un signo de rebeldía y una forma de mostrar que eran 'hijos de nadie'" (Cesar Miskulin, 20).
14. Marjorie Perloff considera, siguiendo a Renato Pogglioli, autor de The Theory of the Avant-Gard, que las vanguardias tuvieron un ‘momento’ futurista, nombre no referido en sentido estricto al llamado futurismo, sino más bien a esa etapa primera de su surgimiento, momento fugaz, de corta duración, que la autora ubica dentro del período previo a la Primera Guerra Mundial. (Perloff, 2009).
15. Para ser exactos, habría que decir que el escrito de Piñera no es una reseña del libro de Rivero, sino un recuento de los acontecimientos literarios y publicaciones más importantes, a su entender, ocurridos durante el año 1960 en la isla; de sus dos páginas, y a pesar de ser uno de los libros más elogiados en el artículo, sólo las palabras que recogemos están dedicadas al poemario de Isel Rivero.
16. El entusiasmo y optimismo piñeriano hacia la Revolución y la poesía revolucionaria se advierte al comienzo de la reseña, donde cuenta el reciente viaje de Neruda a Cuba con estas palabras: "El acontecimiento más destacado de 1960 fue, sin duda, la visita de Pablo Neruda. Por supuesto vinieron todos los Pablos que hay en Neruda [...] la presencia de este gran poeta, que nos había visitado con anterioridad, adquiriría especial significación. Neruda venía esta vez, en persona y en poesía, para decir bien alto que estaba en todo y con todo con la Revolución cubana. Él, como un ciclotrón atómico que generara poesía, ha puesto ésta al servicio de nuestra causa [...] Todo esto hay que agradecérselo a Neruda: se lo agradece el gobierno revolucionario y se lo agradecen los poetas" (Piñera, 1961: 19).
17. Hay otro dato que nos hace pensar en la influencia de la reseña de Piñera en las valoraciones y puntos de vista de los autores de la antología, y es el no mencionar en dicho prólogo El grito, de José Mario, publicado el mismo año que el de Rivero, a pesar de ser su autor el principal artífice de El Puente, y que, además, a diferencia de Isel Rivero, sigue residiendo en la isla en esas fechas. Los autores de la Novísima... sólo comentan los poemas posteriores de José Mario incluidos en la antología y lo hacen de modo crítico, con ideas que recuerdan las de Piñera. Sobre El grito había escrito Piñera en la reseña mencionada: "es el libro tipo -ex-abrupto [...] uno espera que los poemas a leer sean por lo menos de la calidad, digamos, de los poemas de Maiakovski, de Neruda, o de Bertold Brecht. Pero no, son la misma cosa que docenas de poetas hacen los trescientos sesenta y cinco días del año [...]" (Piñera, 1961: 20).
18. Cabría preguntarse, no obstante, hasta qué punto los editores de la antología y los puenteros en general comparten este punto de vista, o se trata quizás de la estrategia que adoptan ante el poder para poder incluir poemas de Rivero, quien se encuentra ya exiliada en Estados Unidos. Aún con ese comentario y según José Mario, la inclusión de Rivero y también de Mercedes Cortázar, exiliada como Isel, "provocará duras críticas dentro del país" (Cezar Miskulin, 25) pues, "ya para esa fecha, los escritores que se exiliaban eran borrados de la vida cultural de la isla" (Cesar Miskulin, 25-26).
19.Escribe en este sentido Barquet: “propongo leer La conquista como un texto que dialoga claramente con La marcha de los Hurones […] Diferente a la voz plural utilizada por Isel, el sujeto poético de La conquista sí se libra de la actitud nihilista e impotente supuestamente ‘heredada’ y de la posición de testigo crítico y escéptico –aunque visionario, agregaría aquí- que registra La marcha, para terminar identificándose en cuerpo, espíritu y escritura con la Revolución” (Barquet, 2011: 75).
20. Para un análisis más amplio de los poemas mencionados de Fernández Retamar y Pérez Firmat puede consultarse mi artículo “Entre el partido y el tiempo: sobre la poesía de (y contra) la Revolución cubana” (2011).
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