Balas en el desierto: México y la economía política de la cultura visual hollywoodense del neoliberalismo

Ignacio M. Sánchez Prado, Washington University in Saint Louis

 

     En la escena final de la aclamada película Traffic (Steven Soderbergh, 2000), vemos al policía mexicano Javier Rodríguez (Benicio del Toro), en el público de un juego infantil de béisbol, en un parque nuevo y luminoso. La existencia de ese parque se debe al hecho de que Javier solicitó recursos para su comunidad a cambio de su colaboración con la DEA, para contribuir a la caída de un general que utiliza su posición en las fuerzas de seguridad del Estado mexicano para erradicar el cárter rival de la organización criminal para la que trabaja. El filme es un conjunto agregado de alegorías morales que abarcan a los actores principales del crimen organizado: la policía de ambos lados de la frontera, los traficantes, los intentos de ambos gobiernos por controlar el tráfico, etc. Sin embargo, las alegorías no son simétricas. Del lado norteamericano, la honestidad del policía Montel Gordon (Don Cheadle) y su compañero Ray Castro (Luis Guzmán) nunca es puesta en entredicho: Ray muere protegiendo a un testigo y Montel reinicia, al final de la película, una investigación fallida plantando un micrófono en la casa de un traficante. En cambio, Javier, miembro de la policía de Tijuana, y su compañero Manolo (Jacob Vargas) son parte de una red de corrupción en la cual ser honesto es una decisión cotidiana que pocos logran cumplir. En el caso de Javier, la alegoría es clara: la honestidad entendida como cooperación con el Estado norteamericano es premiada con el desarrollo de México.
     Para comprender esta escena, debemos comprender aquí que “México” en el vocabulario visual hollywoodense no refiere al país real, sino a un referente simbólico cuya función central es la actualización cultural de las mitologías imperiales fundadas por la Doctrina Monroe y el Destino Manifiesto. El filme de Soderbergh, una adaptación de un serial de la BBC sobre el tráfico de heroína en Pakistán, rearticula hacia el espacio México-norteamericano una alegoría del crimen que, en su producción original, refería a la tensa relación entre el antiguo imperio británico y la más conflictiva de sus ex-colonias. La reescritura de Soderbergh opera a través de la rearticulación de dicha relación imperial a través de las relaciones de raza y poder en la frontera. Deborah Shaw caracteriza el filme sugerentemente como un reflejo de

the state of serious cinema in the United States in an age of both political correctness and global power. The superiority of the United States is asserted and it perceives that it can only solve its own problems by solving those of other nations. Traffic presents an image of a benevolent neo-colonial power that relies on a good multi-ethnic state body to carry out its civilizing mission and to administer justice in its neighboring territory (221).

     Mi argumento aquí es que este tipo de lectura muestra la necesidad que las distintas rearticulaciones planteadas al mito imperial de los Estados Unidos y a las doctrinas de la excepcionalidad norteamericana, de las cuáles Hollywood es un instrumento central de diseño y enunciación, tienen de la construcción de imaginarios y subjetividades por fuera de la comunidad imaginada, con el fin de sustentar el cierre ideológico de dichas doctrinas. A pesar del registro realista invocado por Soderbergh a partir de su apropiación del discurso documental, existen dos “efectos de realidad”, para tomar el término de Roland Barthes, en juego aquí: una representación norteamericana que busca la identificación de los públicos posibles, y una versión de México que satisface los arquetipos de otro que sólo existe como referente vago en la mente de dichos públicos.
     Visto desde fuera de estos arquetipos es verdaderamente notable cuán artificial es el México de Traffic. Como observa Aaron Baker “Soderbergh explained that the Mexican sequences where shot using filters and forty-five-degree shutter to create a ‘stroboscopic’ effect and were later digitally desaturated to give them a bleached-out, yellowish tint” (75).(1) La paleta usada por Soderbergh, pese a su sofisticación, pertenece a una larga tradición de presentación de México como un desierto perenne, como un espacio árido y empobrecido en el que fluye la barbarie y la violencia y que amenaza constantemente la civilización que reside al norte del Río Bravo. Se trata, en palabras de Andrew G. Wood, de un retrato de México “as an exoticized landscape that is the source of drugs and corruption. Populating this Wild West frontier is a collection of anonymous players engaged in a deadly struggle between two drug cartels” (760). Para un lector sensible a estas estrategias de representación no es difícil encontrar en Traffic ecos de Speedy González y del México sin ley de los Westerns.(2) Esto se nota en el asalto final contra el cártel, donde vemos un conjunto de camionetas (elementos tecnológicos) dominando el espacio amplio del desierto: la civilización que viene a imponer el orden en la barbarie. En este orden de ideas también es posible notar que el casting de Benicio del Toro, un actor puertorriqueño, es parte de la artificialidad. Para un hablante del español, resulta transparentemente claro que el acento de Javier no es sino una mala imitación del español de Tijuana, imitación que por momentos suena más cercana al español de Colombia que al de México. Pareciera que la película cuenta con el hecho de que la audiencia de la película no sea hispanohablante: el pacto de realidad de las partes mexicanas, habladas en español, sólo se sustenta en el desconocimiento de estas sutilezas lingüísticas. El éxito de dicha premisa fue tal que el rol de Javier le valió un Óscar a mejor actor de reparto.
     Quizá sea por este motivo que, en general, las lecturas de Traffic suelen ser generosas a este respecto y otorgan crédito amplio a la película por su realismo. Baker, por ejemplo, apunta al hecho de que “despite their differences, Mexico and the United States are linked in economic and social relationships promotes by globalization, specifically the supply and demand for drugs, as well as the common ineffectualness of both governments in addressing these market forces” (75). Pese al claro desequilibrio moral entre los actores de ambos lados de la frontera (en Estados Unidos la norma es ser honesto pese a ser incompetente; en México la norma es ser corrupto y Javier representa la excepción necesaria de esta regla), el filme suele ser leído por los críticos norteamericanos como una representación justa y balanceada del conflicto bilateral. (3) De hecho, como señala Mark Gallagher:

Critical debates over Traffic, for example, showed interpretive lenses linked to critics’ own ideological positions. Many critics found the film to endorse their own view of the subject matter: critics for progressive publications identified a clear critique of the U.S.’s seemingly futile ‘war on drugs,’ while reviewers for conservative publications located in the film a call for individual responsibility and self-reliance […] Though not cohering into a fixed ideological position, these debates did successfully cast the film as principally ‘about’ the drug war rather than about other subjects, such as cross-border relations, class conflict, and so forth (141)

     Lo notable de esta cita es que, incluso dentro de la división ideológica que marca el imaginario político norteamericano, Traffic genera un consenso ideológico amplio. Lo que emerge de esto es el hecho de que la representación de México en el filme es parte de la manufactura de un común denominador simbólico sobre el que se pueden desarrollar los debates internos a los Estados Unidos. Es precisamente la habilidad de pasar por realismo lo que constituye el éxito ideológico y cultural del México producido por Soderbergh.
     Si bien, uno podría estudiar temas como la representación de los mexicano-americanos o la racialización de los latinos en la época posterior a los derechos civiles, es necesario pensar que también existe un México que no es propiamente un excedente poblacional de la hegemonía racial de los Estados Unidos, sino una manifestación de otredad externa que opera en el centro mismo de la máquina productora de imaginarios de la cultura popular norteamericana. Por ello, me parece Traffic es un ejemplo claro de por qué resulta esencial complementar la lectura de la representación de lo chicano/latino en la cultura norteamericana con una reflexión crítica más amplia sobre el rol que el significante mexicano juega en economías visuales en las que no juega un papel protagónico sino constitutivo. Existen diversos filmes y producciones televisivas y culturales que usan ese “México” simbólico en la constitución de discursos que tienen que ver, más bien, con las reconfiguraciones del imaginario imperial norteamericano ante la doble amenaza de la globalización neoliberal y la reconfiguración geopolítica planteada por la guerra contra el terrorismo. Traffic representa la rearticulación de una cartografía simbólica más propiamente perteneciente a la parte tardía de la Guerra Fría a los retos planteados por el contexto de lo que Francis Fukuyama llamó el “fin de la historia”. En términos generales, la obra de Steven Soderbergh representa un proyecto de reflexión amplia sobre distintos aspectos de la comunidad imaginada norteamericana y sus legados culturales. Según la crítica académica de Soderbergh, la característica central de su obra es la creación de una perspectiva autorial, propia del cine independiente, inscrita dentro de la maquinaría hollywoodense, desde la cual ha logrado una transformación estética de los lenguajes cinematográficos así como una reconfiguración de las estrategias de distribución y circulación del cine, abriendo espacios a filmes con capacidad financiera limitada y con temas de mayor impacto político y social.(4) Soderbergh es un autor cuyo objeto central es la americana y los dos filmes en los que toca la cuestión latinoamericana (Traffic y la extensa Che [2008], también protagonizada por Guillermo del Toro y completamente hablada en español), se fundan en los dos retos perceptibles que la región plantea en la nueva configuración imperial post-Guerra Fría: las drogas y el irresoluto conflicto con Cuba.
     Si bien Soderbergh representa una cara visible de este fenómeno, resulta interesante explorar la persistencia de este mito en el middlebrow hollywoodense, no sólo en las películas que ganan reconocimiento crítico o de audiencias, sino también en aquellas de mediano éxito, que pasan sin pena ni gloria en la historia del cine. Un ejemplo icónico en este sentido es The Mexican (Gore Verbinski, 2001). La película es una farsa que narra las desventuras de Jerry Welbach (Brad Pitt), un hombre obligado a servir al mafioso Arnold Margolese (Gene Hackman) debido a un accidente. Como parte de esta obligación, Jerry debe llevar a cabo una última misión: recuperar una antigua arma de fuego llamada “The Mexican”, que parece acarrear una maldición que la ata a suicidios y matrimonios. La situación se complica debido a que esto tensiona su relación con su novia Samantha (Julia Roberts), quien a su vez es secuestrada por Leroy/Winston (James Gandolfini) para asegurar que Jerry cumpla con su misión. El filme en principio tiene los elementos de una película de éxito. El casting incluía a Pitt en un momento alto de popularidad, a Julia Roberts tras la refundación de su carrera gracias al éxito de Erin Brockovich, por el que obtendría un premio Óscar, y a James Gandolfini en medio de su aclamada participación en la serie televisiva The Sopranos. Para el director, Gore Verbinski, el filme marca su ingreso a Hollywood y precedería sus grandes éxitos comerciales (entre ellos la película de terror The Ring[2002] y la saga Pirates of the Caribbean [2003-2007]). Pese a esto, el filme fue objeto de una tibia recepción crítica (sostiene a la fecha un ranking de 56% en la página web Rotten Tomatoes, lo que marca opiniones mixtas de la crítica) y recibió una poco notable recaudación doméstica de taquilla de 66.8 millones de dólares, apenas por encima de su presupuesto original de 57 millones. A la fecha, el filme no ha sido lanzado en formato Blu-Ray, lo cual indica el poco interés del estudio en promoverla como parte del catálogo.
     El que esta película sea tan mediocre y tan poco notable la hace un caso de estudio interesante de la naturalización de ese México ficticio a principios de la década pasada. Liberada de los imperativos geopolíticos de Traffic, The Mexican retoma los mismos elementos básicos de México (el desierto, las balas, los mexicanos interiores) y los utiliza sin reserva alguna como un escenario para tensiones en las que sólo los personajes norteamericanos tienen algún tipo de agencia emocional. En una breve nota en el New Yorker, el crítico David Denby expresa bien la política de representación del filme: “A shaggy-taco story—one of those south-of-the-border romps in which many people die in odd ways and the Mexicans are either gap-toothed cretins or unspeakably dignified grandees” (Web). Si bien el carácter fársico de la película genera situaciones basadas en la incompetencia cultural de Jerry (como el momento en que, al buscar que unos mexicanos lo lleven en su vehículo, pide que lo lleven en su “trucko”), en última instancia supera tanto a los mexicanos como a los norteamericanos para la resolución de la película. Si algo destaca de la película es cuán increíblemente racista es: los mexicanos son personajes caricaturescos sin límite, e incluso la agencia que Soderbergh concede a los policías mexicanos está completamente ausente. En un momento de la película, cuando Jerry llega a México, un agente de renta de autos le pregunta si habla español y cuando se da cuenta de que no es el caso, le dice en castellano “sólo lo que viste en Speedy González”. Pese a esta pretendida autoconsciencia, en realidad esa frase predice la estética de lo mexicano que sustenta la película: un México que sólo es creíble para aquellos cuyo referente es el cine y la televisión de la década de los cincuenta.
     The Mexican es un filme que carece de cualquier interés ideológico o estético, lo cual lo hace un ejemplo ideal para mostrar el proceso de naturalización de esa otredad mexicana en el periodo que comienza en 1989 y que estaba por terminar en septiembre del 2001. Por un lado, la elección de locación mexicana central es sintomática: el pueblo de Real de Catorce, un pueblo minero viejo, casi completamente abandonado, quizá de interés turístico. Real de Catorce tiene un historial como locación para cine internacional, desde los filmes de Orson Welles hasta el presente y suele ser un lugar ideal para recrear el estereotipo de México. El uso de Real de Catorce, un pueblo que no representa en lo más mínimo la contemporaneidad mexicana, permite a cineastas como Verbinski utilizar a México como un significante vacío que se puede llenar a voluntad con los imaginarios necesarios para funcionalizarlo a sus propias estética. Cabe notar, por ejemplo, que la terminal de entrada y salida de México es en el filme el aeropuerto de Toluca, en ese momento una terminal menor, y no aeropuertos más comúnmente usados como el de la Ciudad de México o el de Guadalajara. Esto hubiese implicado reconocer en México una realidad urbana y moderna que no corresponde a las expectativas del espectador hollywoodense promedio. En cambio, el filme se conforma, como observa Wood, con un “Old Mexico”. De hecho, en su representación, el filme enfatiza el carácter desértico de Toluca, una ciudad menos conocida y por ende más sujeta a la reinvención semántica, al mostrar las carreteras circundantes (o una nube de polvo rodeando a la terminal aérea) ignorando el hecho de que se trata también de una ciudad moderna. Incluso, desde el vehículo El Camino que Jerry obtiene de la agencia, llama la atención que buena cantidad de los autos son modelos viejos, de los años setenta y ochenta, algo que enfatiza el retraso en el proceso de modernización. Otra elección interesante es que The Mexican no se refiera a una persona sino al arma misma. Lo único mexicano que tiene subjetividad y sentido propio es el arma, un objeto. Más aún, se trata de un objeto lleno de mitologías, cubierto por una maldición, lo cual crea una obvia imagen de México como espacio para la superstición, que sólo puede ser enfrentada con la racionalidad de norteamericanos como Jerry.
     Como en Traffic, el éxito simbólico de un filme como The Mexican radica en su capacidad de presentar el México estereotípico como natural y realista, o, incluso, como un asunto que ni siquiera amerita ser discutido. En dos de las reseñas más prominentes del filme se observa el triunfo de esto. El crítico del New York Times Stephen Holden describe con entusiasmo los flashbacks donde se narra la historia del arma, donde un suicidio en una boda genera la maldición: “The movie deftly folds in three different versions of the myth of the antique gun, which has a curse surrounding it, so that by the end of the film it has become a facetious, comic symbol of fulfillment, a sort of Maltese Falcon manqué with a lovey-dovey mystique. Each of these flashbacks, filmed in sepia, is a different caricatured variation of a classic western showdown in a town square” (Web). A contrapelo de esta lectura, podría aseverarse el hecho de que lo que caricaturiza el filme es precisamente “a classic western shutdown”, es decir, un esquema narrativo natural a la mitologización norteamericana de expansión fronteriza más que de la cultura norteamericana. La presencia de este referente, junto con la comparación con The Maltese Falcon, un clásico del cine noir, muestra que el México de Verbinski no es más que una aplicación del repertorio clásico de narrativas hollywoodenses familiares. Este punto se ve claramente en la reseña de Roger Ebert, quien describe la torpeza de Jerry con el español, como una de las cosas que disfruta en el filme y lo caracteriza favorablemente como “more like a 1940s Warner Bros. picture where the stars get a breather while the supporting actors entertain us” (Web). Ebert, de manera aún más prominente que Holden, ignora por completo a México como tema o espacio del filme, algo que sustenta de manera clara su identificación del filme con las películas de los años cuarenta. Se trata, en otras palabras, de una vuelta a México como una función narrativa para un proceso de autorreflexión cultural dirigida a un público exclusivamente norteamericano (o por lo menos a una audiencia implícita altamente norteamericanizada). El humor se funda precisamente en el uso paródico de las formas naturales de la narración cinematográfica norteamericana. México no es más que un recurso formal que pertenece a la autorreferencialidad de la cultura estadounidense.
     Los eventos del 11 de septiembre de 2001 suscitaron una serie de desplazamientos en el imaginario imperial norteamericano que, a su vez, impactaron la función de México como otredad cultural. Esto vino aunado con un creciente papel de México en las ideologías de seguridad nacional, debido al crecimiento del crimen organizado, tanto en conexión a los secuestros como al narcotráfico. El cambio se registra de manera pronunciada en Man on Fire (Tony Scott, 2004). El filme narra la historia de Creasy (Denzel Washington), un ex-agente de la CIA quien es contratado por la familia de Samuel Ramos (Marc Anthony) como guardaespaldas de su hija Pita (Dakota Fanning), en respuesta a la epidemia de secuestros que asuela a la ciudad de México, donde viven, y como requisito para obtener un seguro anti-secuestros. En una narrativa larga y de ritmo lento, vemos a Creasy y Pita entablar gradualmente una amistad, que se interrumpe a media película cuando Pita es secuestrada. Tras sobrevivir las heridas recibidas durante el secuestro, Creasy comienza a investigar, perseguir, torturar y matar a cada uno de los involucrados, hasta que se da cuenta de la trama: Samuel participó en el secuestro de Pita para obtener dinero del seguro a consejo de su abogado (Mickey Rourke), pero el plan se arruina cuando Fuentes (Jesús Ochoa), un comandante de la policía, busca robar el dinero de la recompensa. Eso lleva al líder de la banda de secuestradores, “La Voz” (Roberto Sosa), a retener a Pita hasta el final de la película, donde exige a Creasy entregarse a cambio de ella.
     La ubicación de la trama del filme en la Ciudad de México fue un acto deliberado de adaptación de la película, dado que la novela en la que se basa (la novela homónima de A.J. Quinell) y la primera versión cinematográfica, de 1987, tienen lugar en Italia. La adaptación de la trama hacia México tiene que ver, por supuesto, con la emergencia del país en el imaginario transnacional del crimen, tomando el lugar que la Mafia italiana tuvo en los filmes de directores como Francis Ford Coppola y Martin Scorcese en los años ochenta. La elección, además, es particularmente significativa si consideramos que la trayectoria de Tony Scott en el cine de acción tiene lazos profundos con los cambios geopolíticos de distintas épocas. Vienen a la mente Top Gun (1986), una idealización del militarismo que contrarrestaba eventos como el escándalo Irán-Contras durante la presidencia de Ronald Reagan, Crimson Tide (1995), cuya acción en un submarino se fundaba en la ansiedad respecto a los arsenales nucleares tras el fin de la Guerra Fría, Enemy of the State (1998), donde se dirime la emergencia del Estado de vigilancia a fines de los años noventa y Spy Game (2001), uno de los últimos filmes en reflexionar sobre el rol de la CIA antes del 11 de septiembre. Man on Fire es una de las respuestas de Scott al cambio geopolítico representado por el 2001 fuera del mundo árabe, tema por el que nunca se interesó. La preocupación de Scott tiene que ver con el efecto en que el orden político neoliberal tiene tanto en el discurso norteamericano de seguridad como en las redes amplias del imperio norteamericano.
     El México representado por Scott ya no es el paraje desértico, anacrónico y sin modernidad de Soderbergh y Verbinski. Se trata más bien de una urbe caótica, representada por puentes viales, en los que suceden varias escenas clave del filme, donde se denota la existencia del tráfico y el desarrollo capitalista. Sin embargo, esta modernidad urbana es representada visualmente a través de un amplio espectro de recursos que generan una sensación de miedo e incertidumbre: el tono amarillento de la paleta de Soderbergh aparece aquí con un uso neblinoso de la luz, donde las imágenes de lo urbano suelen verse borrosas. La perspectiva de Creasy contribuye a la sensación de incertidumbre, ya que su lectura de la ciudad está mediada tanto por su condición de alcohólico, como por la paranoia de su pasado en la CIA. Esto hace que la película muestre una buena parte de los sucesos, y del espacio mismo de la Ciudad de México, en escenas confusas, con rápida sucesión de cuadros y una visualidad fuertemente fragmentada. Por estos motivos, la modernidad mexicana de Man on Fireno es una marca de civilización, sino una continuidad de la barbarie “Old West” del Hollywood previo al 11 de septiembre, donde el reino de la criminalidad sigue siendo la norma.(5)
     El punto fundamental de la película se evidencia muy al principio cuando comprendemos tanto a la familia Ramos como a Creasy. Es de notar que Samuel es dueño de compañías maquiladoras. Sin duda, esto tiene conexiones obvias con la relación económica entre Estados Unidos y México en la sociedad post-NAFTA. El objeto a proteger es precisamente el privilegio de las plutocracias beneficiadas por el reacomodo de la relación México-Estados Unidos en los años noventa. En una conversación al inicio de la película, Jared convence a Ramos de obtener el seguro contra secuestros y de contratar a Creasy, puesto que es el único personaje vulnerable “en su vecindario”, presumiblemente el barrio de clase alta donde habitan los ganadores de la apuesta neoliberal mexicana. Cuando descubrimos que el secuestro de Pita fue motivado por el rescate financiero de las empresas de Ramos, vemos el punto desarrollado hasta sus últimas consecuencias. Por un lado, el seguro contratado por Ramos no sólo tiene la función de proteger a los privilegiados de la violencia criminal, sino también de la incertidumbre económica que una modernidad caótica genera.
     El rol de Creasy aquí es importante. Su estatuto como ex-agente de la CIA lo muestra como parte de un paradigma agotado de geopolítica que, sin embargo, no se reconfigura a las circunstancias contemporáneas de seguridad nacional. Por ello, Creasy se reinventa tras el secuestro de Pita en un vengador cuyo trabajo es crear un orden a la modernidad mexicana para que la niña, quien representa el futuro de esa clase plutocrática transnacionalizada pueda estar segura. En una escena clave de la película, Paul (Christopher Walken) plantea al comandante de la policía Miguel Manzano (Giancarlo Giannini), el único agente honesto en el filme, que permita a Creasy hacer su trabajo, diciéndole que Creasy puede traer más justicia en un fin de semana que las instituciones policiacas en diez años. México es aquí de nuevo objeto de la ideología del Old West, en la que un agente de la excepcionalidad norteamericana pone orden en el caos construido por los otros bárbaros. El compromiso de Creasy por el futuro de Pita en esta sociedad es tal que al final accede a entregarse a La Voz a cambio de la niña, y se deja matar. El sacrificio del agente de la justicia es posible cuando ha cumplido su función. La superviviencia de Pita es casi una ficción fundacional donde la niña (cuyo nombre en realidad es Guadalupe, Lupita), nacida de un matrimonio entre un mexicano y una norteamericana (su madre Lisa interpretada por Radha Mitchell), representa la posibilidad de una alianza bilateral una vez que se erradique la barbarie. Por ello, la amistad de Pita con Creasy no es sino una alegoría de las posibilidades planteadas por la amistad entre el Estado neoliberal y el aparato de seguridad norteamericano. Como ha mostrado Paul Davies, Man on Fire construye una lucha posteológica entre el bien y el mal.
     Lo que Davies no menciona del todo es que el bien y el mal tienen ubicaciones culturales y nacionales precisas en el filme. Es de notar también que el reparto construye una economía visual de la moralidad en la que los mexicanos no salen bien parados. Los policías corruptos son todos representados por actores mexicanos, desde el policía judicial Jorge González (Mario Zaragoza) hasta Fuentes, interpretado por icónico Jesús Ochoa. En cambio, el único policía modesto es interpretado por Giancarlo Giannini, quizá en un guiño a los orígenes italianos de la historia, mientras que la periodista que busca desenmascarar a la red criminal, Mariana (Rachel Ticotin), es interpretada por una actriz mitad puertorriqueña, con trayectoria identificable en la televisión y el cine. Incluso en la selección de actores opera un claro intento de naturalizar lo mexicano como bárbaro.
     El filme no obtuvo una respuesta crítica favorable y el exceso representativo del filme fue una razón para esto. Sin embargo, incluso en algunas de las lecturas más críticas, la representación de México no parece ser problemática. Pero es cierto que los límites de la estrategia de representación de Scott fueron más criticados. El uso del español no es muy distinto al de Traffic – basta ver a Marc Anthony imitar un acento mexicano. Pero la estilización que busca esconder las ideologías del filme es claramente más torpe. A. O. Scott, en su reseña para el New York Times, lo pone así: “This time, like an art student discovering, a decade too late, that it's cool to incorporate text into images, he flashes subtitles across the middle of the screen, in a variety of sizes and type faces, not only translating the Spanish dialogue but also spelling out some choice lines of English as well” (Web). Al usar subtítulos tanto para el inglés como para el español, el filme busca naturalizar al español como parte del continuum narrativo del filme, pero la estilización innecesaria del texto en la pantalla no se lo permite. Por esta torpeza estilística, algunos lectores vieron en el filme los límites de la tradición representativa de México en el cine hollywoodense. En su reseña para Salon.com, Stephanie Zacharek observa que para Scott, la Ciudad de México es “a seedy hotbed of ruthless crime and corruption” y apunta lo absurdo que resulta el hecho de que, al final del filme, se muestra un mensaje que sin ironía alguna expresa: “A special thanks to Mexico City, a very special place”. Ante el absurdo contraste entre la representación insultante de la ciudad en el filme y este agradecimiento, Zacharek ironiza diciendo que “Mexico City is just not the kind of city you want to piss off” y se burla de la forma en que el mensaje de agradecimiento contradice toda la estética de la película: “Book that honeymoon now!”. Zacharek concluye revirtiendo el estereotipo mexicano a la película misma: “ “Man on Fire” is a Mexican jumping bean, animated by lots of visual noise including grainy processing, senseless jump cuts and, whenever a character is speaking Spanish, wriggly subtitles in a variety of typefaces, lest we get bored with a good, basic sans-serif” (Web). El “Mexican jumping bean” es el estilo mismo de Scott.
     Yo llevaría este punto más lejos para afirmar que los límites de Man on Fire acusan los límites ideológicos y estéticos de la representación de México que he discutido hasta aquí. Han emergido ya formas claras de reductio ad absurdum de esta estética (como la hecha por Robert Rodríguez en la trilogía del mariachi o el filme Casa de mi padre [Matt Piedmont, 2012], basado en la ridiculización del Western de tema mexicano), así como nuevas formas de representación de la relación bilateral mexicana que se enfocan, sin liberarse del todo de los estereotipos, en una representación menos asimétrica de México. La serie The Bridge representa un ejemplo reciente de esto. El modo de representación no ha muerto del todo y sigue teniendo manifestaciones significativas: hay que ver los episodios del serial televisivo NCIS dedicados a un cártel de las drogas o el filme Savages[Oliver Stone, 2012] donde las organizaciones criminales rompen el espacio paradisiaco construido por tres jóvenes traficantes en el Sur de California, concediendo superioridad moral al traficante norteamericano sobre el mexicano. Sin embargo, el fracaso estético de Man on Fire, en contraste con el éxito de Traffic, dejan ver una maquinaria ideológica, simbólica y visual en proceso de desmantelamiento, y un México que es cada vez más difícil de subsumir a la geopolítica hollywoodense.

Notas

1. La entrevista referida por Baker puede encontrarse en Kaufman 150.

2. Para un estudio más a fondo de esta genealogía, con énfasis en la influencia de esta tradición en las políticas estadounidenses sobre la frontera, véase Beckham III.

3. De hecho, en el análisis ético de la película propuesto por Shai Biderman y William Devlin, el estudio de las cuestiones morales relevantes a los protagonistas no distingue este claro imbalance, lo cual muestra el hecho de que quizá la diferencia entre mexicanos y norteamericanos no sea legible como tal para algunos espectadores estadounidenses.

4. Para dos desarrollos distintos de este argumento, véase Baker, Steven Soderbergh y Gallager, Another Steven Soderbergh Experience.

5. Un antecedente interesante de esta construcción es Romeo+Juliet (Baz Luhrmann, 1996) que construye su violenta Verona Beach no en Los Ángeles, sino en la Ciudad de México, que aparece aquí como una ciudad semifuturista regida por el caos y las fuerzas primigenias de las familias reinantes.

Obras citadas

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Machete. Dir. Robert Rodríguez. Perfs. Danny Trejo, Steven Seagal, Robert De Niro. 2010. Blu-Ray. 20th Century Fox. 2011.

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Romeo+Juliet. Dir. Baz Luhrmann. Perfs. Leonardo DiCaprio, Claire Danes. 1996. Blu-Ray. 20th Century Fox. 2010.

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