Hojas al viento
Poesías de Julián del Casal
Manuel Zeno Gandía
(Habana, 1890)
Dijérase, al recorrer las páginas de este libro, que en una copa bohemia se desborda la mirra ofrecida por un descreído al dios adolescente de la fe. Paradoja extravagante, pero real. Imposible, ante los fríos dogmatismos del raciocinio; verosímil, en el mundo de la pasión y del sentimiento. Fenómeno que pugna con la lógica escrita, pero que se deriva fácil y comprensible de esta otra lógica en que bullen la circunvalación cerebral bajo la irritabilidad del dolor, el nervio bajo la excitación del deseo, el músculo idealizado que salta en el pecho bajo los estímulos de la emoción. Fenómeno que escapa a los silogismos de gabinete, pero que resulta verdadero en la vida real como increíble corolario impuesto por el delirio de una felicidad que nunca llega, por el malestar de un descontento incurable, por la neurosis de la aspiración jamás calmada, por la embriaguez, en fin, de una ventura entrevista, en pos de la cual se vuela dudando de ella.
Julián del Casal es, pues, un creyente que duda de todo; un escéptico que si canta su ventura es porque cree en la felicidad que le falta y que persigue; un romántico dedicado a desnudar ideales; un soñador que vive despierto relatando en hermosas rimas lo que puede soñarse; un condenado al suplicio de Tántalo complacido en modelar Venus tentadoras para luego arrojar a la cloaca los despojos esqueléticos de sus creaciones. Tal el temperamento de este poeta: su libro lo denuncia en todas sus páginas como a la hoguera encerrada el humo que escapa por las grietas del muro. Allí está, con su modo ilógico, inconsecuente consigo mismo, distinto hoy de ayer, y mañana de hoy, y siempre el mismo. Allí está, deleitando si deja discurrir la fantasía como serena corriente; amargando si clava en el encanto el arpón de la duda.
Por allí vuela, sin rumbo fijo, con alas vigorosas desplegadas por el vacío de la nostalgia, con plegarias entrecortadas por maldiciones, denunciando que hay en su genial poético algo indeciso e increado, algo que lucha por tomar forma definitiva, algo que palpita en crisálida, algo naciente, algo, finalmente, que promete doradas esperanzas al espléndido cielo de la lírica cubana. Después de todo, ese genial no es nuevo: ¡tantos como él...!
Enérgico en sus pensamientos, franco en sus arranques, atrevido en sus conclusiones, vehemente en la expresión de las ideas, por completo dueño de la forma externa, fácil en la rima y con un matiz de originalidad en los giros poéticos que encanta, se lanza Julián del Casal por el piélago de todos los infortunios y de todos los naufragios. Es el suyo, un llanto simpático aunque infecundo como el de Becker; son sus blasfemias tentadoras, comprensibles para todos los que sufren, aunque estériles, como las de Heine. Tiene también horas de amor, y noches de Weimar como Goethe: amores humeantes y vaporosos que pierden en el libro el tributo que pagan a la vulgaridad, gracias al ingenio del cantor. Pudieran aceptarse esas tendencias líricas si como en Poetefi Sandor quedase obscurecida la nota quejumbrosa y romántica ante los dardos satíricos o la carcajada cínica, porque así agitándose el poeta en la esfera real de los humanismos puede comprenderse que pasee a la luz de la luna soñando con idealismos de gloria al par que se rebuja cuidadosamente en el embozo por si acaso tropieza con algún acreedor... O pudiera aceptarse esa tonalidad de ingenio, si como Stagnelius, el gran sueco, que así pensaba y así sentía en sus versos, tuviera que caldear los apáticos instintos de un pueblo ártico, o encender sobre nevadas cumbres, para remover una literatura linfática, las brillantes luminarias del numen. Mas no es éste el caso. Julián del Casal es un creyente disfrazado de pagano y canta allá, en la hermosa Cuba, en la cuna gentil de una literatura exuberante y copiosa que tuvo feliz navidad en las melodías sonantes y dulcísimas de aquellos primeros cantores que espaciaron la fantasía
a orillas del Yarayabo
del agua oyendo el rumor...
Julián del Casal ríe demasiado poco en sus versos y no le toca con ellos deshacer hielos escandinavos. En su modo literario hay, pues, pecado, y la crítica le hará responsable si su ingenio se derrocha estérilmente sin contornos peculiares y sin cauce.
En todas las páginas del libro "Hojas al Viento," centellea la fantasía del poeta. Incierta, movediza, incontinente, a veces; deslumbrante, atractiva, conmovedora, otras. Casi siempre nueva y casi siempre original, lo que constituye inapreciable cualidad que consagrará en el porvenir la fama del cantor. Hay allí rastros de luz como huellas de bólidos despeñados en el cielo de sus sueños. Hay sonoridades métricas tan espontáneas y lozanas que recuerdan el germinar copioso de un campo de amapolas. Hay formas poéticas en las que parece que se besa la memoria de Virgilio y Meléndez Valdés. Y rimas tan suaves como el discurrir de linfas cristalinas entre guijas doradas. Todo eso hay: todo, menos conjunto preciso; menos humanidad que se reconcentra para sondar los dramas de la vida; menos tendencias a martillar en mármoles y bronces. Todo allí escrito en la arena, lanzado al viento, impreso en la niebla, grabado en la espuma.... Dice que no cree:
La urna
"Veo, con mirada fría,
Que está la urna sagrada
Como mi alma: vacía."
La canción de la morfina
"Amantes de la quimera
Yo calmaré vuestro mal;
Soy la dicha artificial,
Que es la dicha verdadera."
Y sin embargo, le dice a su pensamiento en Introducción:
"Que al volver las primaveras,
Harán en ti las quimeras
Nuevo nido..."
y en Autobiografía exclama:
"Guardo siempre en el fondo de mi alma
Cual hostia blanca en cáliz cincelado,
La purísima fe de mis mayores . . ."
y en Ausencia:
"¡Triste es la vida no amando!
¡Bello es vivir si se ama!"
y en El Puente:
"- Yo te haré un puente si subir deseas.
- ¿Cuál es tu nombre? dije - La Plegaria."
y en el Adiós del Polaco:
"¡Siempre al patriótico acento
El amor enmudeció!"
probando elocuentemente que con tal descreimiento es imposible socavar los cimientos del templo de la fe. Dice que no ama:
La última noche
"Y una voz dijo en tono lamentable:
- Yo soy un corazón que nunca he amado..."
y esa negación en abierta oposición con los delicados efluvios que emanan de sus afectos subjetivos, cae a poco derribada por los arranques de una lira apasionada y vehemente, sumisa a los halagos de la ilusión y cautiva a
los pies de su dama. Muy presto aquel que creyó no haber amado nunca, dice en Tras la ventana:
"Desde mi estancia lóbrega y desierta
Pensaba en mi adorada
Para esos goces muerta;
La que sacó mi alma de la nada
Infundiéndole vida
Con la brillante luz de su mirada..."
y en otras poesías de su libro:
"Estreché convulsivo su garganta,
Y en aquel triste abrazo y mudo beso
La dejé toda el alma."
"Es porque siempre los celos
Asedian a quien bien ama."
"¡Siempre te llevo en la mente!
¡Siempre te llevo en el alma!"
"Mi alma es como esa palmera:
De noche ensueños de rosa
A ella vienen y de día
Huyen como las palomas."
"Siempre serás la reina de mi alma
Y mi alma la fiel esclava tuya."
"Ya que no podré nunca libertarme
De esta pasión que causa mi locura..."
"Cuando en mi corazón que tuyo ha sido,
Se muevan los gusanos..."
Colígese, pues, que esto constituye un verdadero tibi dabo de amor. Quien así no ama es vena abierta en el manantial de piadosos sentimientos y eterno enamorado que muere de amor
"De un ave oyendo el armonioso trino..."
De los versos de Julián del Casal puede decirse lo que de sus obras dijo Goethe: todas mi obras son fragmentos de una confesión general. En "Hojas al Viento" el poeta diafaniza al hombre. Sus ternuras, sus aspiraciones, sus ensueños, todo surge en la rima y no hay secreto de aquel corazón que no se trence con ansia comunicativa en las cuerdas de esa lira. El amor, el eterno femenino, palpita en todos los lugares del libro como medio ambiente que nutre, el vigor de las estrofas, como atmósfera que envuelve las armonías y cadencias. De esta suerte, el mundo exterior queda para el poeta anulado por completo. El geniecillo de observación externa, huelga; la lente analítica, está opaca; el histrión de la comedia humana, dormita; la música trágica, yace ebria con las libaciones que le ofrece Venus. De las grandes jornadas del arte moderno no se ve en el libro ni una huella. Las grandes revoluciones de los gustos en privanza, los grandes efectos del modernismo, las irresistibles tendencias plasmadoras del arte coetáneo; inútil buscarlos allí. Parecen versos hechos en el aislamiento, bajo la campana neumática de un temperamento reconcentrado. Y en esa Cuba cuyo renacimiento se opera al presente con pasmosa actividad, el arte lírico modificándose también y sacudiendo la tutela del gusto viejo, está menesteroso de saludables renovaciones que cambien los dejos florentinos del verso por la energía fustigadora del concepto y por la humanización de los ideales. Será porque tiene que ser: nada en el haz de lo creado está inmóvil. Julián del Casal, apto sin ningún género de duda, seguirá esos senderos. El movimiento de su época lo arrastra y su gallarda lira acabará por recoger los ecos flotantes de su torno.
Por lo demás, hay en el libro trabajos de innegable mérito. La "Canción de la Morfina", el "Adiós del Polaco" y "Amor en el Claustro" tienen realce y se apoderan del ánimo. Algunos sonetos y el "Idilio realista" cautivan la atención. Y sobre muchos trabajos de empeño, sobresale el "Adiós al Brasil del Emperador D. Pedro II", poesía conocidísima y recibida con plácemes por los amigos de las letras.
El libro de Julián del Casal se necesita en nuestras bibliotecas, significa una faz de nuestro desenvolvimiento literario y un remanso en las ricas márgenes de la lírica hispano-americana.
El Fígaro, 29 de junio de 1890. pp. 3-4.