Un libro inevitable

Rafael Rojas, CIDE, México D.F./ Princeton University

Jorge Camacho, Etnografía, política y poder a finales del siglo XIX. José Martí y la cuestión indígena, Chapel Hill, U.N.C. Department of Romance Languages, 2013. 260 pp.

     Los estudios martianos son un campo que refleja con nitidez las tensiones ideológicas de la cultura cubana. Una de las mayores pugnas doctrinales, en la experiencia histórica de la isla desde el siglo XIX, ha sido con el liberalismo. La obra intelectual y política de José Martí estableció una relación complicada con la tradición liberal, a la que se sumaron las consabidas querellas de la recepción de su autoría. Si a principios del siglo XX, eran pocos los que dudaban de la inscripción de Martí en el corpus doctrinal de esa tradición, en el último medio siglo, como consecuencia de la asimilación del legado martiano a la Revolución Cubana y al Estado socialista que se derivó de la misma, la idea de un Martí antiliberal se ha vuelto hegemónica.
     Jorge Camacho ha escrito un libro que replantea la relación de Martí con el liberalismo, especialmente con el liberalismo latinoamericano de su época, que fue la corriente política donde el poeta y político cubano selló sus principales alianzas estratégicas y donde encontró recepción en publicaciones referenciales como La Nación de Buenos Aires, El Partido Liberal de México o La Opinión Nacional de Caracas. Todos los amigos latinoamericanos de Martí (Manuel Mercado, José Vicente Villada, Bartolomé Mitre, Vicente G. Quesada, Cecilio Acosta, Miguel García Granados, Francisco Henríquez y Carvajal…) fueron liberales. Políticos y letrados que, en su mayoría, pertenecían a las élites republicanas de sus respectivas naciones, que habían vencido a los conservadores y a los imperios europeos que los respaldaron, como Francia en México y España en Perú y Chile, en las guerras civiles de mediados del siglo XIX, y que desde el poder emprendieron reformas de las sociedades tradicionales del continente.
     Camacho explora la relación de Martí con el liberalismo latinoamericano, a través de uno de sus aspectos: las políticas hacia las comunidades indígenas y los discursos de legitimación de las mismas. Lo que encuentra, en esencia, es que Martí compartió los fundamentos y los métodos de aquellas políticas que, al representar al indio como un sujeto atrasado, bárbaro, estamental y corporativo, impulsaron su asimilación al modelo cívico de la república por medio de la desamortización de las propiedades comunales, la educación, el exterminio, el mestizaje y la inmigración o el repoblamiento de europeos o criollos blancos. No hay, como prueba Camacho, mayores desacuerdos de Martí con esas políticas del liberalismo latinoamericano de su generación y, en algunos casos, hay alabanzas a las mismas.
     En diversos escritos sobre América Latina, entre 1875 y 1895, Martí respaldó las políticas contra las comunidades indígenas emprendidas por los gobiernos de Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada en México, Justo Rufino Barrios en Guatemala y Julio Argentino Roca y Miguel Juárez Celman en Argentina. Camacho da cuenta, exhaustivamente, de esos apoyos y en un par de capítulos, del mayor interés, dedicados a las crónicas de José Martí sobre el espectáculo de Buffalo Bill y la colonización de Oklahoma, encuentra representaciones de las comunidades indígenas de Estados Unidos que reiteran los tópicos estetizantes y racistas sobre el “salvajismo”, la “ferocidad” y el “ocio” de los discursos orientalistas y etnográficos que fundamentaron las políticas imperiales y neocolonizadoras de Occidente, a fines del siglo XIX.
     Uno de los objetivos de Camacho es refutar la idea de un supuesto corte ideológico en la obra de Martí, en torno al año 1887, que marcaría la madurez doctrinal del poeta y político cubano y lo haría abandonar el referente liberal de su juventud. Al comentar textos anteriores y posteriores a ese año, en los que se reiteran estas visiones sobre las comunidades indígenas de América, Camacho, a pesar de su insistencia en que Martí no debe ser leído como un autor siempre dado, igual a sí mismo, que no cambia o modula sus ideas sociales y políticas, propone otra manera de entender la relación de Martí, es decir, de todo Martí, con el liberalismo latinoamericano y su trazado de políticas hacia las comunidades indígenas, a fines del siglo XIX.
     Este libro parece, pues, uno de esos libros inevitables, determinados por la necesidad de cuestionar consensos establecidos en el campo de los estudios martianos. Pero, como todo libro inevitable, Etnografía, política y poder a finales del siglo XIX, llega arropado por un lenguaje revisionista e iconoclasta que, por momentos, no favorece la precisión conceptual. Un rigor, valga la aclaración, que no se echa en falta en el cuerpo fundamental del volumen, dedicado a una relectura de Martí, que por estar libre de excesivas mediaciones teóricas o hermenéuticas, hace más pertinente su mensaje central. Mis mayores reparos a este libro fundamental, que tendría que ser ineludible para quienes se tomen en serio la discusión sobre las ideas de José Martí, tienen que ver con la formulación de su premisa y sus conclusiones y con la visión del campo de los estudios martianos que trasmite.
     Aunque concuerdo con Camacho en que la idea de un Martí antiliberal está más extendida que cualquier otra que complejice la relación del poeta y político cubano con el liberalismo, creo que su afirmación de que autores como Ángel Rama, Iván Schulman, Julio Ramos, Susana Rotker o yo mismo, suscribimos la idea de Martí como “bastión de la antimodernidad”, en el sentido de Roberto Fernández Retamar en Calibán (pp. 31-32) es, deliberadamente, reduccionista. Los conceptos de “máscaras”, “desencuentro” o “fugas” de la modernidad, utilizados por algunos de esos autores, no fueron planteados en continuidad acrítica con la idea de un Martí antiliberal, adherido a un nacionalismo descolonizador o, mucho menos, a un marxismo-leninismo, como la sostenida por Fernández Retamar. En varios capítulos de mis libros José Martí. La invención de Cuba (2001) y Motivos de Anteo (2008), por ejemplo, se exploran las “pastorales” del progreso y la modernidad en Martí y sus zonas de contacto con el liberalismo y, sobre todo, el republicanismo atlánticos.
     Algunos juicios sobre el saldo de los estudios martianos, en el último siglo, caen en simplificaciones de la querella ideológica, que mencionamos al principio, y que a grandes rasgos ha sido reconstruida por Ottmar Ette, en su historia de la recepción de Martí que, por alguna razón, no tomó en cuenta Camacho. De este trabajo poco cuidadoso, desde el punto de vista de la historia intelectual atlántica, con el campo referencial de Martí y sobre Martí, se derivan también un enfoque y unas conclusiones, por momentos, exagerados o francamente equivocados. Camacho da por descontada una inmersión de Martí en el “evolucionismo” y el “positivismo”, a partir del respaldo del cubano a las políticas liberales sobre las comunidades indígenas, que no se sostiene con unas cuantas menciones incidentales de Comte, Brinton, Haeckel, Tylor o Lubbock –quien fue, por cierto, más un divulgador que un autor clave de la etnografía y que Martí leyó como naturalista, como se observa en los títulos que recomienda a María Mantilla, On British Wild Flowers (1875) y Ants, Bees, and Wasps (1879)-, ni con la idea de que Martí poseía una visión ascendente del desarrollo humano. El estudioso francés Jean Lamore, que también ha estudiado las lecturas que Martí hizo de arqueólogos o naturalistas europeos y norteamericanos, se cuida de no ubicar al cubano dentro del organicismo o el evolucionismo, aunque suscribe el viejo mito oficial de un Martí antiliberal.
     La idea de que la humanidad es perfectible y que el hombre escala grados de desarrollo social a lo largo de la historia, que lo hacen más libre y más feliz, no es específicamente evolucionista o positivista sino renacentista, ilustrada y romántica. La mayoría de los filósofos modernos compartió esa idea y el liberalismo del siglo XIX (Constant y Tocqueville en Francia o Jeremy Bentham y John Stuart Mill en Gran Bretaña) la confirmó con su paradigma de los derechos naturales del hombre. El principio de que todo hombre nace libre e igual ante la ley, que es el corazón del liberalismo decimonónico, aunque fue criticado por algunos, como Bentham, se plasmó en casi todas las constituciones y códigos de esa centuria y se afianzó con las revoluciones de 1848, que propagaron el gobierno representativo y el sufragio universal. Ese liberalismo romántico, matizado por un fuerte republicanismo neoclásico, fue al que se afilió Martí, y no creo que su imaginario racial pueda ser plenamente reconstruido sin alusiones a su proyecto de una “república con todos y para el bien de todos” en Cuba.
     El krausismo español –que influyó en Martí por la vía del derecho y la estética de Krause, Sanz del Río y Giner de los Ríos y no de la psicología o la sociología panhispanista de discípulos de estos, como Labra o Altamira, como sugiere Camacho- y el trascendentalismo norteamericano (Emerson, Alcott, Thoreau…) arraigaron, en Martí, esa asimilación espiritualista y republicana del legado liberal del siglo XIX. De ahí que, como el propio Emerson, Martí rechazara –y las evidencias de esto son tantas o más que las que ofrece Camacho- el centro de la doctrina evolucionista del darwinismo social –que no hay confundir con Darwin mismo, a quien Martí leyó como biólogo y no como sociólogo o etnógrafo-, que postulaba que había diferencias naturales entre razas y civilizaciones superiores e inferiores. Esa idea evolucionista, que cuestionaba el eje del jusnaturalismo, no fue aceptada por todos los liberales latinoamericanos, como han estudiado Charles Hale, Leopoldo Zea, Oscar Terán y Paula Bruno. Lo que quiere decir que, en su resistencia al positivismo, el caso de Martí tampoco fue excepcional en Latinoamérica, como puede constatarse releyendo a Darío, Rodó y los espiritualistas peruanos o colombianos de fines del XIX. 
     El evolucionismo y el organicismo fueron variantes del darwinismo social (Francis Galton, Arthur de Gobineau, Vacher de Lapouge, Houston Stewart Chamberlain), que, ya en los años 1870 y 80, cuando escribía Martí, se habían apartado, por la vía de la eugenesia, de Herbert Spencer y los primeros lectores de Darwin desde las ciencias sociales. Para spencerianos liberales, a la manera de Martí, seguidores, sobre todo, de los Principles of Sociology (1875) del británico, había una clara diferencia entre la biología y la sociedad, aunque fueran mundos que se prestaran a múltiples analogías. Para los organicistas y eugenésicos, sin embargo, la sociología y, sobre todo, la antropología y la etnografía, que Martí no llegó a conocer plenamente, eran extensiones de la biología. Cuando Martí dice, en la famosa polémica sobre espiritualismo y espiritismo en México, que “aprendió” sobre los espíritus en libros de “anatomía comparada” o en “materialistas como Luis Büchner”, o cuando dice que Emerson “analiza las naciones, como un geólogo fósiles y parecen sus frases vértebras de mastodonte”, está proponiendo analogías y metáforas, que hacen evidente una aproximación a las ciencias naturales muy similar a la de los primeros krausistas españoles y los trascendentalistas norteamericanos, que fueron, por cierto, críticos del positivismo, el racismo y la esclavitud en Estados Unidos.
     No hay una sola, entre las decenas de citas de Martí que propone Camacho como evidencia del “evolucionismo”, que permitan desprender la idea de diferencias naturales u orgánicas entre las razas “aria”, “negroide” o amarilla o las civilizaciones sajonas, latinas o eslavas. Aún cuando acepta la poligénesis del hombre, se inclina, desde muy pronto, por la “variedad de origen” e “identidad de la naturaleza humana”, o, lo que es lo mismo, por la igualdad natural entre las razas: “no es la historia humana un capítulo de Zoología”, dice. Todos los rasgos que Martí atribuye a los indígenas (“perezosos, incultos, infantiles, tristes, taciturnos, miserables, imbéciles, retraídos, tercos, huraños, apegados a sus tradiciones, amigos de sus propiedades, enemigos de todo Estado que cambie sus costumbres…” ) son morales, sociales o culturales, no raciales. Los retratos físicos de chinos, irlandeses, polacos, alemanes o italianos, que abundan en sus crónicas sobre Nueva York, así como su descripción de los indios norteamericanos, responden más al marco epistemológico de la historia natural heredada del siglo XVIII que a la de la antropología y la etnografía positivistas de fines del XIX y principios del XX, que se articularon luego de su muerte.
     En su proyecto de leer un Martí evolucionista y positivista, Camacho cae en varios anacronismos, como identificar las ideas raciales del cubano con autores y obras posteriores a Martí mismo, como Cesare Lombroso, Carlos Octavio Bunge, Francisco Giner de los Ríos, Fernando Ortiz o Rufino Blanco Fombona. Tampoco coteja a Martí con sus contemporáneos plenamente positivistas y evolucionistas en América Latina, como el argentino Domingo Faustino Sarmiento en Conflicto y armonía de las razas en América (1884), el mexicano Justo Sierra en La evolución política del pueblo mexicano (1879) o el boliviano Agustín Aspiazú en su Curso elemental de historia antigua (1870). Una lectura comparada de Martí y estos autores podría cuestionar la conclusión de Camacho de que “no hay una verdadera diferencia” entre José Martí y los políticos “civilizadores” de América Latina, si dentro de estos últimos se incluyen, también, a los letrados y estadistas que aplicaron políticas de “orden y progreso”, a partir de ideas organicistas y eugenésicas. Al fin y al cabo, para Martí, como reconoce el propio Camacho, Emerson fue siempre mucho más importante que Comte.
     Que Martí sea un republicano, de ascendencia liberal, no significa que su obra esté desprovista de prejuicios raciales o acentos civilizatorios. Todo lo contrario: hay un racismo propio de la tradición republicana en Hispanoamérica, como observa Diego von Vacano en The Color of Citizenship (2012), pero que no comparte el principio de las diferencias naturales entre razas y civilizaciones. Como en Simón Bolívar, la idea de una ciudadanía que construye su homogeneidad cívica sobre una heterogeneidad racial, vista como lastre para el progreso, hace que, como sostienen Alejandro de la Fuente, Alejandra Bronfman, David Sartorius y otros estudiosos de la cuestión racial en Cuba, el proyecto republicano de Martí defina la nación como una comunidad post-étnica. Eso, como sabemos, es problemático desde muchos sentidos, sobre todo, luego del giro multicultural que ha vivido la sociedad global en las últimas décadas. Este libro, como otros que han aparecido recientemente, sobre migración, género y sexualidades en José Martí, es una buena muestra de la nueva interpelación del liberalismo y el republicanismo que se abre paso en los estudios latinoamericanos.