EL
INDOLENTE [1929]
Con
mi sol y mi plebe me basta.
Galdós,
España
Trágica.
Sansueña es un pueblo ribereño en el mar del sur trasparente
y profundo. Un pueblo claro si los hay, todo blanco, verde y azul, con
sus olivos, sus chopos y sus álamos y su golpe aquel de chumberas,
al pie de una peña rojiza. Desde las azoteas, allá sobre
lo alto de lo roca aparece una ermita,
donde la virgen del Amargo Recuerdo se venera en el único altar,
entre flores de trapo bordadas de lentejuelas. Y aunque algún santo
arriba no esté mal, abajo nadie le disputa la autoridad al alcalde,
que para eso es cacique máximo y déspota más o menos
ilustrado.
¿Quién no ha soñado alguna vez al volver tarde a su
hogar en una ciudad vasta y sombría, que entre ocupaciones y diversiones
igualmente aburridas está perdiendo la vida? No tenemos más
que una vida y la vivimos como si aún nos pareciese demasiado, a
escape y de mala gana, con ojos que no ven y con el pecho cargado de un
aire turbio y envilecido.
En Sansueña los ojos se abren a una luz pura y el pecho respira
un aire oloroso. Ningún deseo duele al corazón, porque el
deseo ha muerto en la beatitud de vivir; de vivir como viven las cosas:
con silencio apasionado. La paz ha hecho su morada bajo los sombrajos donde
duermen estos hombres. Y aunque el amanecer les despierte, yendo en sus
barcas a tender las redes, a mediodía retiradas con el copo, también
durante el día reina la paz; una paz militante, sonora y luminosa.
Si alguna vez me pierdo, que vengan s buscarme aquí, a Sansueña.
Bien sabía esto Don Míster, como llamaban (su verdadero nombre
no hace al caso) todos al inglés que años atrás compró
aquella casa espaciosa, erguida entre las peñas. La rodeaba un jardín
en pendiente cuyas terrazas morían junto al mar, sobre las rocas
que el agua había ido socavando; rocas donde día y noche
resonaban las olas con voz insomne, rompiendo su cresta de espuma, para
dejar luego la piel verdosa del mar estriada de copos nacarados, como si
las rosas abiertas arriba entre palmeras, en los arriates del jardín,
lloviesen, deshechas y consumidas de ardor bajo la calma estival.
En una de las habitaciones bajas de la casa, sobre unas pieles tendidas
en el suelo, dormía Don Míster, junto a la reja de una ventana
que nunca vi cerrada, fuese invierno o verano, brillara el sol o azotara
el vendaval. No podía conciliar el sueño si en sus oídos
no cantaba la nana del mar, acunando sus fantasías de niño
viejo.
Niño le llamaban precisamente las gentes de Sansueña. Para
el andaluz, cuando interpela a alguien, sólo dos términos
hay, y son éstos: niño o abuelo. Allá puede uno ser
niño hasta los cuarenta, cincuenta y aún más. Luego,
de un salto brusco y triste, dejan de considerarnos como niños para
mirarnos como abuelos. "Niño, quítate de ahí, que
me haces sombra”, dice parsimonioso quien va caminando, jinete sobre un
borrico, al peatón que no le ha visto. “Abuelo, arrímese
a la pared, no vaya a chocarle”, dice el mismo jinete si el peatón
es hombre mayor, dando entonces más brío a la voz, porque
presume que la edad, si no chocho, al menos habrá dejado sordo al
pobre.
En
esta categoría de niño figuraba todavía el personaje
de quien hoy me propongo hablar. Así le llamaban campechanamente
a veces, aunque otras fuese Don Míster, Mister Inglés o bien
el Inglés a secas. Con pelo negro y cara sonriente, desmentía
la estampa tradicional de la raza. Sin embargo, al verle desnudo o a medio
vestir, guardaba el desgarbo típico de sus compatriotas, quienes
sólo al endosar el traje urbano convierten en esbeltez las líneas
escuetas, adquiriendo su prestancia y buen porte proverbiales.
En cambio es triste pensar qué facha tendría el Adán
tendido por Miguel Ángel en el techo de la Sixtina, hermoso, fuerte,
inocente, si animándose un día debiese cubrir su forma divina
con los vestidos al uso. Tal vez sea la elegancia una compensación
de gente espiritada. No me atrevo a afirmarlo. Porque de constituir una
compensación, siempre debería la elegancia ejercer atractivo,
como la hermosura física. Mas recuerdo ahora que cierto amigo pretendió
una vez convencer a quien esto escribe, y casi le convenció, de
que él se acicalaba y adornaba no para atraer sino para alejar a
la gente de su lado. Había notado, o creído notar, que si
bien la mujer elegante atrae, el hombre elegante repele. Según dicha
teoría el dandismo no sería sino una forma entre otras de
aspirar a la soledad ascética del yermo. Lo cual puede ser cierto.
Al menos los más escépticos deberán reconocer que
de todas las formas que ha revestido esa vieja aspiración humana
de la soledad, esta del dandismo aparece así como la más
refinada de todas.
Pero volvamos a Don Míster. Aún le veo a la caída
de la tarde, vestido como solía de blanco, con un pañuelo
azul anulado al desgaire bajo el cuello abierto de la camisa, paseando
por los senderos de su jardín marino. Unas veces recoge las hojas
que la brisa dejó caer sobre la grava, otras alza los ojos para
abarcar el horizonte inmenso, aspirando luego el aire lleno del perfume
de los jazmines y de las magnolias. Había en su gesto, al encoger
y dilatar el pecho en aquella ancha respiración, una especie de
reto, como si dijera: ¿quién me puede quitar este gozo elemental
y sutil de no ser nada, de no saber nada, de no esperar nada? El perfume
del aire, entrando por sus pulmones, respondía a su espíritu
reservado y silencioso con un sí, también reservado y silencioso,
de la tierra. La tierra y él estaban de acuerdo. ¿Podía
pedirse algo más?
Después de recorrer las veredas floridas del jardín nos sentábamos
en los bancos encalados del balconcillo, abierto en un repecho sobre el
mar. A un lado, entre las hojas de la enredadera, abiertas sus campanillas
azules, se veía la playa alargarse abajo, vasta y solitaria. Más
lejos aparecían las primeras casas del pueblo, blancas, de tejados
rosas y postigos verdes, como palomas adornadas con cintas que un enamorado
enviara a su amor dentro de un canastillo. Si el día era claro y
se disipaba la niebla luminosa del sur, ese polvo sutil que hace trémula
e incierta le visión tal en un sueño, podían verse
las montañas de África, aceradas e irreales, brotar extrañamente
cerca.
- Le envidio - dije yo a Don Mister una de esas tardes -. Carece usted
de lo que la gente considera como necesario para vivir, ya sea aparato
de radio, teléfono o periódicos. Tiene en cambio todo lo
que hoy se considera superfluo, desde las flores y el aire hasta la soledad.
¡Quién fuera usted! - añadí con un suspiro.
- Pues es bien fácil - me respondió -. No vuelva a la capital.
Nadie le obliga a ello. ¿Tiene necesidad de trabajar para ganarse
la vida? En esos árboles hay fruta todo el año. Un poco de
pan cualquiera suele darlo aquí como limosna. Recuerde la súplica
de los mendiguillos con pies descalzos y ojos de azabache que van por ahí
de puerta en puerta pidiendo un pedazo de pan.
Acariciaba entretanto, al hablar así, las hojas de una mata de albahaca,
y aspirando el aroma de que se habían impregnado sus dedos, añadió
luego:
- En esta casa, aunque ya no es mía, nunca me faltará un
rincón donde echarse a descansar.
Recordé que en efecto la casa ya no era suya. Su familia, allá
en Inglaterra, había acabado por inquietarse de cómo gastaba
el dinero, a pesar del respeto profesado por algunas de aquellas gentes
a lo que pudiéramos llamar el derecho a la extravagancia; derecho
imprescindible para la vida y olvidado por los viejos revolucionarios franceses
al promulgar su decálogo.
Los parientes lo habían dejado vivir a su gusto, hasta que un buen
día supieron que pagaba a cada vecino de Sansueña cinco pesetas
diarias por escuchar durante una hora la lectura que en voz alta les hacía
de varios versículos de la Biblia. Como aquellas gentes del pueblo
apenas si obtenían una peseta de jornal por nueve o diez horas de
esfuerzo agotador, pronto el trabajo se dejó a un lado y el grupo
de oyentes llego a equivaler al número de vecinos, descendiendo
en proporción rápida el capital de Don Míster.
Sospechaba yo que éste no pretendió con tales lecturas hacer
prosélitos del libre examen ni libertar víctimas de la tiranía
papista, sino que esa fue la forma más delicada que halló
para justificar su generosidad con aquellas pobres gentes. Ni siquiera
cabía pensar que quiso educar sus gustos literarios, abriéndoles
los ojos a la hermosura del texto divino, porque si bien pocos hombres
he hallado con lenguaje tan rico y expresivo como éstos, pocos también
conozco con menos inclinación a la lectura y a los libros. Hubiera
sido pena perdida.
No fueron tan crueles los parientes en cuestión como para privar
a Don Míster de su libertad, obligándolo a regresar a una
tierra, una sociedad y un clima que detestaba. Le pusieron, eso sí,
en tutela como a un chico, a pesar de sus cuarenta años corridos.
Su casa fue dividida en departamentos, y estos, con excepción de
uno reservado para él mismo, alquilados a extranjeros que acudían
allí desde climas remotos, como aves migratorias, para olvidar entre
el cielo y el mar, en un rincón bello del mundo, una civilización
enojosa.
El edificio era espacioso en extremo y estos vecinos forzosos no molestaban
nunca. Apenas si por la noche, ya tarde, cuando subiendo desde la playa
cruzábamos el patio, se oía a veces un susurro o un beso,
que llegaban a nuestros oídos a través de los postigos entreabiertos
a causa del calor. Sin duda alguien, extranjero o extranjera, estaba sacrificando
al amor acompañado por uno de los hijos de Sansueña. Como
estos extranjeros eran ricos y generosos (cualidades que raramente van
juntas), placer y provecho llovían sobre la dorada juventud local.
¡Qué hermosas eran aquellas criaturas! Verdad es que a veces
la mujer sólo tenía la gracia de los quince años,
y que pronto perdía las líneas puras de la adolescencia.
Mas en su entraña guardaba un arquetipo instintivo de hermosura,
con arreglo al cual era concebida y formada su descendencia numerosa. El
hombre, glabro y cenceño, podía conservar más tiempo
el porte juvenil, hasta que, como si fuese de madera y no de carne, su
cuerpo quedaba arrugado y nudoso bajo los limpios vestidos remendados.
De niños, de muchachos, eran exquisitos como una flor y sabrosos
como un fruto. Abajo en la playa los veía yo correr y reír,
y alzando de pronto las caras frescas y burlonas, pararse gritándome:
¡Money! ¡Maney! Me suponían también extranjero
y proferían la única palabra de mi supuesto lenguaje que
habían aprendido interesadamente. A mí, que era tan andaluz
como ellos, si no más, y que aunque hubiese azacaneado mis huesos
por esos mundos, nací en el corazón mismo de Andalucía.
- Esa hermosa gente - dije a Don Mister - es la aristocracia verdadera
del país. Si se les colocara en sus harapos al lado de un aristócrata
indígena, éste, con su fealdad secular y la rapacidad pintada
en cada rasgo, es quien resulta el villano auténtico. Viéndoles
ahí abajo, en la playa, llenos de esa gracia que da al cuerpo el
haber caminado siempre con los pies desnudos, cimbreantes y dorados, parecen
príncipes de una remota dinastía decaída, y da pena
recordar las gentes sórdidas que se afanan en las ciudades reproduciéndose
a oscuras tal monos en jaula.
- Son hermosos porque son naturales, como los árboles, y los otros
han dejado de serlo. Uno había aún más hermoso que
éstos. Usted no lo conoció. Nadie conoció a Aire como
yo - dijo con un tono de pesar viejo escondido en la voz.
- ¿Aire? ¿Quién era Aire? - le pregunté.
- ¿Sería realmente hermoso? - continuó sin escucharme
-. ¿O fue esa gracia a que usted aludió quien le hacía
aparecer así? Pero es inútil preguntarse esto ahora.
Aquí hizo una pausa. Y aunque el relato que presentí tras
tales palabras comenzaba igual a uno de aquellos del siglo pasado, donde
los personajes eran tan insípidamente hermosos y honrados que trajeron
como reacción los personajes feos e inmorales de la época
siguiente, confieso que cierta curiosidad se había despertado en
mí.
Don Míster, como si sólo entonces hubiera oído mi
pregunta, repitió:
- ¿Qué quién era Aire? ¡Oh, nadie! Al menos
socialmente; no crea que fue ministro, ni general, ni
siquiera
profesor. Era un simple mozo pescador, a quien conocí a poco de
llegar yo a Sansueña. Ahora recuerdo que nunca le hablé a
usted de mis pasadas aficiones arqueológicas, que me trajeron un
buen día a esta tierra. ¿No conoce esas ruinas que hay en
la isla de la Pena Muerta? Son restos de una fortaleza nazarita, levantada
a su vez sobre los de un templo contemporáneo de las colonias griegas
en el país. Al menos eso creíamos hace veinte años;
no sé si desde entonces los sabios habrán hecho cambiar de
opinión a la historia. Vine yo aquí en busca de una supuesta
estatua helenística, la estatua del dios a quien dieron culto en
ese templo, y que presumía estaba enterrada junto a las rocas de
la Pena Muerta. Las gentes de Sansueña consideran a la isla como
maléfica y huyen de ella. Tal vez con razón, como luego verá.
Porque yo encontré la estatua, no en mármol corroído,
sino en carne viva y animada, con más suerte que Pigmalión,
aunque fue mayor mi castigo.
No me interesaba mucho la arqueología en aquel momento. Así
que respondí con vaguedad:
- Algo he oído hablar sobre esas ruinas, sin hacer nunca caso. Suponía
que el comentario y el maleficio eran sólo leyenda. Pero dígame
- insistí -. ¿Qué fue de Aire? ¿Se marchó
de Sansueña?
- Murió hace tiempo; hace más de veinte años. Aunque
usted parece desdeñar las leyendas, no tengo inconveniente en decirle
que al ver por primera vez este cielo y este mar pensé que sería
lástima si tampoco junto a ellos eran verdaderas alguna vez. Entonces
lo fueron para mí; pero la verdad que encontré pronto se
convirtió también en leyenda. Por amor de ellas vine y por
amor de ellas me quedé. Ahora conoce lo que me ata a esta tierra:
un sueño y una sombra. Pero tan fuertes son sus lazos que nada podra
desatarlos ni separarme ya de aquí.
No quise preguntarle más. Pero Don Míster debió conocer
mi curiosidad y compadecerse de ella, o tal vez sintió aquella tarde
un afán de confidencia inusitado en él. Me dijo que le esperase
y se levantó de mi lado, entrando en la casa.
Yo pensaba verle aparecer con un retrato, merdallón u otra reliquia
sentimental. Cuando volvió sólo traía una botella
y dos vasos altos y esbeltos, de esos que llaman cañas, en los cuales
los viejos que un día fueron mozos crudos aún bailan hoy
la manzanilla, arrojándola por alto y recogiendo luego el líquido
en el vaso sin derramar una gota.
- No es vicio - dijo -. Pero no puedo hablar de estas cosas así
en frío. Necesito perder pie. Ya recuerda el consejo de Goethe:
ten en cuenta la realidad, pero apoyando en ella un pie solo.
Se sentó y vertió en los vasos el vino, que era de color
amarillo claro, ligero y ardiente al paladar como aquella tierra que lo
criaba. Parecía que bebiésemos con él un trago de
aire salado. Pronto se subía a la cabeza y trastornaba a su hombre.
- Ahora, cuando recuerdo a Aire - continuó Don Míster -,
comprendo la debilidad de la palabra. ¿Cómo decir a nadie,
a nadie que no la esté viendo conmigo aquí, a mi lado, la
hermosura de este paisaje y de esta hora? ¿De qué está
hecha esta hermosura? ¿Es el color, es la luz, es el perfume? Es
todo esto y es mucho más; algo inefable que siento dentro de mí
y que debe quedar ahí y morir conmigo. Esta guitarra, ¿la
oye?, cuyo rasgueo nos lo trae una ráfaga de brisa, subraya toda
esta
hermosura,
haciéndola dolorosa a fuerza de viva y apacible. ¿A quién
le puedo comunicar esta emoción que ahora sube en mi pecho, como
esas olas por el mar? A nadie. Las palabras deforman nuestro corazón;
son exageradas y olvidadizas como los hombres, y no es menos inútil
confiar en unos que en otras.
Con los ojos brillantes de lágrimas contuvo su exaltación.
Comenzaba yo a sentir cierto malestar al verle abandonarse así.
Se sentó, quedando quieto y silencioso unos momentos. Después,
más sereno, continuó hablando.
II
Antes de venir a Sansueña yo era un estudioso, un sabio en ciernes;
el mundo y su gloria aguardaban mis obras. Hoy, ¡cuánto tiempo
me parece que hace de todo eso! Hacen sólo veinte años.
Fue a comienzos de verano, y llegué aquí por la tarde. Como
entonces no había automóviles, un coche de punto, una victoria
que semejaba un trono, me trajo con mi equipaje desde la ciudad, y el cochero
mismo me indicó la casa donde podía encontrar alojamiento.
Poco tardé yo en descubrir ésta donde ahora estamos, que
entonces era como hoy un caserón destartalado, pero con un jardín
que es su gloria. No sé qué princesa austríaca, loca
y errante, vino por Sansueña hace más de un siglo. Le gustó
el lugar y mandó levantar esta casa, donde vivió algunos
años. Soñaba con el amor, enamorada siempre de alguien, pero
llena de pudores extraños nunca se atrevió a acercarse a
quien amaba. Algo de su locura debió quedar en el ambiente, y yo
la adquirí juntemente con la vivienda. Mi ser anterior, mis gustos,
deseos, propósitos, todo lo olvidé o dejé a un lado
como cosa sin valor. Le aseguro que esa noche de mi llegada me sentí
trastornado, con una embriaguez, un desfallecimiento de la voluntad desconocido
antes para mí.
Apenas concertado mi alojamiento en la casa a que me condujeron salí
y empecé a vagar por las calles. Pequeño era Sansueña
y pequeño sigue siendo, así que pronto me hallé en
esa alameda que hay a las afueras del pueblo, junto al camino.
Pocas palmeras había yo visto antes de llegar a Andalucía;
ninguna semejante a éstas de la alameda. Ya las conoce: troncos
altos como pilares de catedral y hojas largas y agudas que caen desde arriba
en un torrente de gracia y esplendor, rozando los hombros de quien pasa
debajo.
No brillaba aquella noche otra luz sino la de un farol, allá desde
la última esquina del pueblo. El rumor del mar venía hasta
mí, cercano y distante, con algo misterioso. Flotaba sobre todo
un perfume denso, penetrante, hecho de jazmines, de la flor nocturna del
dondiego, de azahares remotos, porque estábamos en junio y el azahar
sólo florece unos días al comenzar la primavera. No sé
si era una mezcla de todos esos aromas o el aroma de la tierra misma, de
los cuerpos enfebrecidos que entre la oscuridad se abrazaban junto a los
quicios de las puertas o conversaban a través de las rejas en
las
ventanas bajas.
Entré en la alameda, perdida la memoria, como si siguiera los pasos
de alguien; di vueltas por los senderos solitarios y al fin me dejé
caer sobre un banco. Nada respondió a ese afán amoroso que
me asaltaba; pero recreándome en su intensidad misma, hallé
al fin una satisfacción. Satisfacción vana, igual a la de
los frutos prometedores e insípidos que engañan la sed en
ciertos climas meridionales. Tal vez fuera mejor así. En el fondo,
no sonría, soy cristiano, y sé que si es hermoso conseguir
otras veces es más hermoso perder.
Volví a casa, dormí larga, profundamente. Quería levantarme
temprano, bajar a la playa, entrar en el agua fría de la mañana,
cuando la luz del sol tiene el color de la rosa rosada y la arena está
fresca y suave al tacto como un cuerpo juvenil. Fue propósito inútil:
desperté tarde, con tos miembros fatigados y torpes.
¿Diré mi gozo al entrar en el mar aquella mañana?
¿La frescura del agua en contraste con el soplo ardiente del aire?
¿La trasparencia de la luz atrevesando la hondura del mar? Me parecía
que acababa de nacer, no inconsciente e inútil como nace el hombre,
sino crecido y fuerte, lleno de deseos y con manos aptas para dar forma
a los deseos.
Los días se sucedieron así iguales y perfectos, trayendo
con ellos la saciedad justa para que esos deseos, aplacados pero no satisfechos,
no muriesen, y con ellos mi propio fervor. Casi no oía las horas
que daba el reloj en la torre de la iglesia. Al llegar había trazado
una raya blanca en la pared desnuda de mi habitación: no pude trazar
otras que me diesen cuenta del tiempo que iba trascurriendo. Era un día
único, un día inmortal, sereno y hermoso como los de los
dioses.
Yo estaba solo, no tenía amigos, no conocía a nadie, ni podía
o quería hablar con nadie. Las pocas palabras que sabía entonces
del idioma casi me estorbaban, tal peso inutil que dificultara el vuelo
de mi cántico íntimo y silencioso.
Una mañana estaba yo en el lugar apartado de la playa cuyo malecifio
legendario alejaba a las gentes y donde solía pysar largas horas.
Recordé los cuentos que corrían por el pueblo, la estatua
sepultada que yo había venido a buscar, y que con pereza nueva en
mí tenía casi olvidada. ¿Lo diré? Sentí
cierto recelo. Los dioses se vengan de quien los olvida. Después
de todo las gentes de Sansueña podían tener alguna razón
que abonase su temor supersticioso. Miré al islote de la Pena Muerta.
Vi su fortaleza en ruinas bajo la luz dorada de la mañana. Hasta
podía distinguir el fuste truncado que alguna columna marmórea,
resto del viejo templo, destacaba sobre la piedra rojiza de un murallón
desdentado.
Entonces surgió una aparición. Al menos por tal la tuve,
porque no parecía criatura de las que vemos a diario, sino emanación
o encarnación viva de la tierra que yo estaba contemplando.
Aquella criatura, fuese quien fuese, saltando desnuda entre las peñas,
con agilidad de elemento y
no de persona humana, se fue acercando poco a poco. Así conocí
a Aire.
Ya sabe usted el prejuicio que tenemos los extranjeros de creer morena
a toda la gente en este país, con pelo y ojos negros lo mismo que
el ala del cuervo. Aire era rubio, de piel oscura y ojos pardos. Había
en su pelo esas vetas más claras de la concha llamada carey, tonalidad
que denota larga familiaridad con el mar. Su cuerpo me apareció
aquella mañana sobre el cielo, fino, resistente y esbelto, tal modelado
por las olas, que entienden de eso como escultor ninguno he sabido en la
tierra. Con los labios entreabiertos, sonreía silenciosamente.
Me acudió a la memoria alguna fugaz historia amorosa mía,
en la que yo no había sido muy feliz, y le miré con envidia,
pensando que de haber sido yo como él ninguna mujer me hubiera desdeñado.
A pesar de mi timidez, de mi poca gracia, motivo por el cual huyo precisamente
de las gentes que me interesan y soporto las que me aburren, hicimos amistad.
Mejor dicho: fue él quien la hizo. Yo, con la mano tendida, le dejé
aproximarse; lo mismo que cuando un pájaro se acerca y recelamos
que cualquier movimiento brusco pueda asustarle.
Poco a poco nos fuimos acostumbrando el uno al otro. Apenas hablamos al
principio. Pronto aprendimos palabras comunes. Todos los días por
la mañana nos veíamos en la playa. Todos los días
al caer de la tarde estábamos en el cafetín del pueblo. Y
en medio de las olas tranquilas o sentado ante una copa de montilla, entre
las paredes del bar pintadas de azul, no sentía yo la presencia
de un extraño frente a mí. Es curioso. Aire me hacía
el efecto de un cristal, un cristal donde yo mismo me viese reflejado.
Pero en aquel reflejo era yo más joven, más fuerte, más
sereno, como si mi imagen se hubiese fijado al fin, haciéndola definitiva
la eternidad.
Ninguno de los dos hablaba nunca de su vida anterior. De labios ajenos
supe que Aire no tenía familia. Algunos rumores llegaron además
hasta mí de que su madre, ya muerta, había sido mujer a la
cual se le atribuyeron varios deslices. Nadie conocía a su padre.
¿Sintió él vergüenza de su origen y por esto
nunca hizo alusión a ese tema? No lo creo.
Se había despertado en él la curiosidad de ver mundo, y noté
que la vida en Sansueña comenzaba a pesarle. Una idea fija fue prendiendo
en él: la de que yo me marcharía de allí y otra vez
había de encontrarse sólo entre unas gentes y en un lugar
insoportables ya. Por mí aprendió a conocer otra manera distinta
de vivir. Quería oír voces, moverse entre un vaivén
que le aturdiera, como han deseado otras gentes más civilizadas
que él. Fui yo inconscientemente, yo que tanto le quería
ya, quien puso en movimiento su destino dormido hasta entonces.
Cierto día le hallé más silencioso que de ordinario.
Ni siquiera sonreía. Con los ojos bajos, fijos en la mesa, estuvo
escuchando mis palabras.
- Tú quieres vivir aquí - me dijo de pronto -. Yo quiero
marcharme. No es posible que dos personas piensen lo mismo.
- No sabes lo que dices - le respondí -. Mira ese cielo. En parte
alguna hallarás otro igual.
- Mejor. Otros cielos son los que yo quiero. Los de allá lejos,
los que nunca he visto.
- ¿Qué buscarías bajo ellos que aquí no tengas?
Sólo encontrarías soles mojados y tristes. Un día
has de recordar esta luz, esta misma luz de la tarde sobre esas tapias
blancas, y la echarás de menos. Entonces querrás volver.
- Esa luz es tan triste que no quiero verla. Además me gusta la
mudanza aunque nada traiga. Cambiar por cambiar. ¿No es eso bastante?
- Te cansarás un día. La vida es dura lejos de este rincón
casi olvidado. ¡Cuántas decepciones te esperan!
- ¿No las he sufrido aquí? ¡Qué sabes tú!
Mira. Cuando niño, mientras ayudaba a los pescadores a vender el
copo, aprendí a leer en los papeles que caían en mis manos.
Quería saber cosas. ¿Para qué? Cuando llegué
a mozo, porque podía rasguear un poco la guitarra y rondaban mi
cabeza unas coplas, me empeñé en ser músico. Todos
se rieron de mí. No comprendían que enjaulado como yo estoy
nadie puede volar alto. Me enamoré, y más vale no hablar.
Desde entonces cuando oigo hablar de enamoramientos hago la cruz y me voy.
Al fin me hice pescador, porque de fantasía no se vive. Pero ir
tirando así, ¡cuánto trabajo me cuesta! Hay días
en que me parece tener siglos y llevar encima el peso de la tierra.
- No seas niño, Aire. Tú y yo tenemos que hablar. Pero hoy
no, que ya hemos charlado bastante; otro día. Ahora, vámonos.
Yo era rico entonces y podía permitirme cualquier fantasía.
Pensé cuán fácil sería marcharme de allí
y llevar a Aire conmigo, satisfaciendo su deseo de ver mundo. Comprendía
al mismo tiempo que nuestra amistad, tan agradable aquí, no sería
igual en otra parte. Esa misma relación nuestra, tan espontánea
y natural, podía ser mal interpertada y erróneamente juzgada
por la gente. ¿Qué situación tendría Aire con
respecto a mí? ¿Amigo? ¿Criado? Era difícil
decidir. Sin embargo la idea me agradaba, y mi capricho casi estaba resuelto
en favor de ella. Pero queriendo dar más tiempo a la resolución,
nada dije entonces a Aire.
Nos levantamos y al salir afuera a la playa vi a lo lejos las ruinas de
la Pena Muerta. Aunque era larga la distancia, se las veía surgir
desde el mar. Su color cambiaba con la luz, siendo sonrosado al amanecer
y más encendido a medida que avanzaba el día, hasta volverse
rojo por la tarde, y a la noche blanco como un fantasma. En esa hora crepuscular
eran espectrales aquellas ruinas, y parecían guardar un secreto,
desafiándome a que lo averiguase.
Súbitamente, con ese afán estúpido de dar apariencia
de utilidad hasta a nuestros caprichos, pensé que no debía
marcharme sin averiguar algo sobre la estatua, causa y origen de mi venida
a Sansueña. ¿Qué iba a decir si no a los amigos cuando
volviese a mi tierra? Tanto hablarles de excavaciones y descubrimientos
para luego volver con un mozo extraño y medio salvaje por todo bagaje
científico, y sin noticia alguna sobre la estatua dichosa.
Mientras caminábamos por la playa en dirección al pueblo,
no descubriendo todavía mi propósito casi formado de regresar
llevándole conmigo, interrogué a Aire:
- Corre por Sansueña una historia sobre las ruinas que llaman de
la Pena Muerta. Me han hablado de cierta estatua que hay al pie de esa
roca.
- Son historias con que las viejas duermen a los niñas. No hagas
caso de ellas.
- Mucha seguridad tienes cuando hablas así.
- Ninguna. De Sansueña soy y sus historias conozco. Pero nunca vi
forastero que las tomara en serio.
- Eso no es motivo bastante para que dejen de ser ciertas.
No sé lo que me impulsaba a jugar así con una superstición
que yo no compartía. Aire quedó pensativo unos momentos.
Luego respondió:
- Acaso lleves razón. Yo mismo no conozco si las creo. Siempre oí
hablar del maleficio de la Pena Muerta. Nadie pone el pie allí,
y las mujeres hacen la cruz cuando oyen ese nombre. Tal vez por eso sentí
siempre curiosidad. Hace tiempo, siendo yo zagal, hice un día una
escapada y llegué nadando hasta las rocas de esa isleta. No hallé
allí sino piedras viejas y jaramagos, y lagartijas entre las piedras.
Junto a un rosal me senté y de cansancio me quedé dormido.
Cuando desperté oscurecía, y me dieron miedo las flores que
rozaban mi cara como bocas descoloridas. Un sueño me pareció
luego aquello.
- Las leyendas, los sueños son hermosos, Aire. Cosa triste que ellos
y la vida vayan por caminos distintos.
- Nadie puede ver visiones, y es mejor así. ¿Viniste tú
a esta tierra con la pretensión de verlas? - dijo sonriéndose.
- No lo sé. Ni me lo vuelvas a preguntar. (Será una tontería,
pero cuando Aire dijo aquellas palabras me pareció sentir en el
pecho esa angustia de la muerte, como si ésta, llamándonos
desde un rincón oscuro, fuera a paralizarnos el corazón.)
¿Por qué te ríes? - añadí con mal humor,
ya repuesto de mi aprensión.
- Porque me parece que tú también eres supersticioso.
- Será contagio vuestro.
- Entonces no te extrañará si te digo que alguien ha visto
la estatua.
- ¿Hablas en serio? Dime quién es.
- Un amigo mío. Le llaman Guitarra.
- Quiero hablar con él. Tráelo contigo mañana.
- ¿Y si lo que ha visto son fantasías?
- No importa. Quiero saber si las fantasías se ven.
Con esas palabras nos despedimos aquella tarde. Luego, a solas, me impacienté
conmigo mismo. Me pareció que era estúpido preocuparme por
cosas y propósitos antiguos que había ya olvidado. ¿Acaso
no veía yo en Aire la imagen viva de aquellas gentes perdidas, de
aquel ídolo que yo había venido a buscar? Pues si por un
azar casi milagroso de la ilusión creía hallar en la realidad
una imagen de lo pasado, ¿a qué tentar más el destino?
Para nada necesitaba la estatua, si es que realmente existía. Lo
mejor era marcharse sin más averiguaciones.
Pero al día siguiente había cambiado yo de parecer. Por la
tarde fui al bar, como de costumbre, y a poco de sentarme allí apareció
Aire. Venía con él un mozo cetrino, de su misma edad poco
más o menos, aunque al primer momento pareciera mayor.
- Aquí tienes a Guitarra - me dijo Aire.
Respondí al saludo de ambos y cambiamos unas cuantas frases banales,
hasta que Aire, cortando bruscamente la conversación, me advirtió:
- Ya he hablado con Guitarra del asunto aquel.
- ¿ Es cierto que ha visto esa estatua a que se refieren las gentes
del pueblo? - pregunté a Guitarra.
- Como lo estoy viendo a usted. Éste - dijo señalando a Aire
- no me cree. Por estas cruces que la vi.
Le miré a la cara, y pensé que hablaba con acento sincero.
- Cuénteme lo que sepa - le pedí.
- El otro día, cuando estábamos tendiendo las redes cerca
de la isleta de la Pena Muerta, porque yo también soy pescador -
advirtió -, se quedaron sujetas las mallas y tuve que echarme al
agua para desenredarlas. Allá por la Pena Muerta hay bastante fondo.
Cuando iba a tirar de la red, vi... ¡Parece mentira que no me crean!
- dijo con cólera al aparecer una sonrisa en labios de Aire.
- Si te creyera - dijo entonces éste -, ¿iba yo a perder
el tiempo en oírte, cuando la estatua llevará siglos allá
abajo, esperando que alguien la saque a tierra?
- ¿Te atreverías tú? - preguntó Guitarra vivamente.
- Para eso estoy yo aquí - intervine -. Si vosotros me ayudáis,
sacaremos la estatua del mar. Ese ha sido mi deseo desde mucho tiempo atrás,
y a eso vine a Sansueña.
- ¿Y si no existe? - dijo Aire con mal humor.
- Poca luz había aquel día dentro del agua, pero era bastante
para ver donde estaba sujeta la red. Me crean o no me crean, la sujetaba
una mano de la estatua; una mano blanca y grande como un pulpo. Eso es
lo que parecía: un pulpo blanco. Entre los dedos tenía la
red y tiraba de ella mar adentro.
Vi que Aire, aunque hasta entonces había parecido incrédulo,
comenzaba a escuchar con vivo interés el relato de Guitarra. Este
continuó así:
- Hace pocas noches, un domingo, mientras tú bailabas con Olvido
en la plaza, yo me marché de la fiesta. Estaba de mal humor. Me
fui a la playa, y como tenía calor, quise nadar un poco. Me desnudé
y eché al mar, y cuando iba cerca de las rocas de la Pena Muerta,
recordé la historia de la estatua. Entonces entré bajo el
agua, que estaba clara con la luna llena, y hallé en el fondo...
Aquí, como si quisiera merlir la credulidad de Aire, que ahora escuchaba
sin pestañear, le miró e hizo una pausa. Después prosiguió:
- Hallé en el fondo la cabeza de la estatua. Al primer momento sólo
distinguía un bulto blanco, pero luego comprendí lo que era.
Ciega y con los ojos abiertos, como el agua se movía entre ella
y yo, hubiera jurado que parpadeaba y movía los labios. Tenía
una expresión tan rara, que quien hubiera visto aquello a la luz
de la luna, a través del agua negra, no se reiría de la estatua.
Fácil es convencerse de que existe, viéndola con los propios
ojos - concluyó.
- Bien nado y poco se me da de la vida, pero caer en uno de aquellos pozos
que por la isleta hay, no me atrae mucho - dijo Aire -. Desde que nací
estoy oyendo hablar de esa estatua y de su maleficio. Parece que me persigue.
Creo en ella y no quisiera creer.
- Amigos - intervine yo entonces, sin atender a las palabras de Aire, y
lleno de entusiasmo al ver confirmadas por el relato de Guitarra mis presunciones
acerca de la estatua -. Amigos, escuchadme. Yo quiero, necesito esa estatua.
Vosotros me ayudaréis a conseguirla, que no os pesará. Pero
de esto ni una palabra a la gente. ¿Cuánto fondo hay junto
a la isla?
- Bastante - respondió Aire.
- No tanto como se dice - aclaró Guitarra.
- Ya veremos lo que hace falta para sacar la estatua del mar. Habrá
que comprar las cosas en la ciudad, y llevarlas de noche con una barca
a la isla, dejándolas allí ocultas entre las piedras. Pero
yo me ocuparé de los preparativos. Vosotros estad listos para cuando
os necesite, que ha de ser pronto. Entretanto, recordad mi advertencia:
ni una palabra a nadie.
Con esto nos levantamos y nos fuimos. Guitarra se despidió de mí
muy obsequioso, tras prometer gran reserva. Aire me acompañó
mudo y sin mirarme. Yo iba loco de contento. Tan absorto estaba en mis
propios sentimientos, que apenas reparé entonces en la animosidad
que tenían los ojos de Guitarra cuando miraban a Aire. O si reparé
fue sin darle importancia, pensando que tal vez existiría entre
ellos una de esas disputas, famosas entre mozos ternes andaluces, esas
rencillas que se solventan con gestos y abrir de navaja, sin tocarse al
pelo de la ropa, hasta que algunos compadres separan y calman a los contendientes.
Aire me sacó de mi abstracción:
- ¿ Te irás de Sansueña cuando halles la estatua?
- Ten confianza en mí, Aire, y no pienses en eso ahora. Por cierto:
¿quién es esa mujer a que se ha referido Guitarra y con quien
tú bailabas en la plaza?
- ¿Olvido? Eso es agua pasada.
No dijo más y se despidió de mí. Entonces en el fondo
de mi alma se levantó un necio resquemor: ¿Quién era
aquella Olvido a la cual Guitarra aludió celosamente? ¿Novia
de Aire? ¿Amante? Después de todo - pensé -, ¿qué
me importa eso? Pero no dejaba yo de sentir algún despecho al saber
que Aire tenía otros afectos, aunque éstos fueran ya muertos,
como parecía. Egoístamente le quería solo. ¡Cuánta
vanidad en nuestros afectos, hasta en los más puros!
III
Me pareció que Don Míster debía estar fatigado y le
pedí que hiciera un alto en su relato.
- No - me dijo -. Quiero seguirlo ahora. A menos que usted se halle más
cansado de oírme que yo de hablar.
Como le asegurara lo contrario, continuó:
- Deje que salgan afuera las efusiones viejas del alma. Mañana,
dentro de dos horas tal vez, la desgana, la apatía, volverán
a enseñorearse de mí. Entonces todo esto que le refiero quedará
pobre y sin sentido. Como en el cuento infantil, puede creer que lo que
ahora parece relucir tal el oro no será mañana carbón.
Escúcheme pues.
- Usted - continuó Don Míster - vive retraído. No
habla con la gente del pueblo. ¿A cuántos conoce? Yo los
conozco a todos. Sé sus nombres, su edad. A muchos vi nacer. Otros
ya no existen. Algunos, los menos, se marcharon, desaparecieron. ¿Dónde
estarán hoy Olvido y Guitarra? Dudo que el peso de su pasado les
impida vivir y alegrarse allí donde estén. Los remordimientos
no existen, son uno de tantos mitos consoladores inventados por el homhre,
nada más. También se dice que somos cristianos. ¿Vio
usted alguna vez alguien que realmente lo fuera?
Pensé que estaba divagando, aunque no dejaba de reconocer que había
algo de cierto en sus palabras.
- Ella - dijo refiriéndose a Olvido - era, o mejor, había
sido amante de Aire. Fuerte como un hermoso animal, de piel lisa y mate
tal el pétalo de la magnolia, atraía a muchos, entre otros
a Guitarra, que andaba loco tras de ella desde hacía largo tiempo,
con esa tenacidad del deseo exasperado por la dificultad, la vanidad y
el tesón de esta gente. Yo no la conocía aún. Estos
datos
los
tuve después.
Enamorada de Aire, le estaba viendo alejarse. Era imposible retenerle,
porque escapaba de todo y sólo apreciaba una cosa: su libertad.
Y sin embargo en aquellos días tal vez la hubiera sacrificado por
mí.
¡Qué necio, qué loco fui! Nos quejamos de la suerte,
nos lamentamos de estar vivos. Pero ¿quién no ha tenido o
quién no espera unos momentos de dicha que justifiquen los sufrimientos
de la vida entera? Yo, como otros tantos, tuve esos momentos, porque hasta
esto que ahora voy a referirle, mis días en Sansueña fueron
perfertos. Si todo acabó con brevedad trágica, mía
fue la culpa. Todos los hombres matan lo que aman; es cierto. Como si un
demonio de odio nos poseyera, destruimos aquello mismo sin cuya presencia
la vida ha de ser para nosotros un infierno. Y aunque yo mismo no maté,
dejé que otros mataran lo que yo amaba.
Años tengo, pero nunca olvidaré aquellos días de que
le hablo. Había yo encontrado en la casa donde entonces vivía,
unos libros que un viajero entusiasta y sentimental, alemán sin
duda, olvidó o perdió. Entre otros hallé un tomo de
Teócrito, que yo conocía, y otro desconocido para mí:
el Hyperion de Hölderlin. Siempre he sido aficionado a la lectura,
mas en aquellos días no podía leer. ¿Por qué
fueron estos libros, este libro último precisamente, a parar entonces
a mis manos? Aquel era el unico libro que yo podía leer en tal momento.
Dicen que el sol es enemigo del pensamiento. Mentira. El sol mata el pensamiento
estéril, que se aplica a menesteres bajos y como un mulo ciego va
dando vueltas a la noria día tras día. Pero la llama inteligente
que Dios prende en el hombre, el sol la exalta con su calor fraterno.
Bien lo conocí aquellas mañanas, cuando tendido sobre la
arena leía yo, a la sombra que mi propio cuerpo proyectaba sobre
las páginas, el Hyperion de Hölderlin. Al volver la cabeza,
en las pausas de mi lectura, veía los ojos y la sonrisa de Aire,
que estaba descansando al lado mío. Nunca he vuelto a leer ese libro.
Hay en él verdades que sólo una vez pude comprender. Hoy
estarían cerradas para mí. En ciertos momentos de la vida
estamos como sobre una cima, y luego todo será descenso y caída.
Sé que esto que digo no lo comprenderá, o lo comprenderá
mal, que es peor. Sin embargo lo digo. ¿Por qué? No basta
a veces la felicidad, queremos que los demás sepan que fuimos felices.
¡Cómo si a los demás les importara nuestra felicidad
o nuestra desdicha!
Cuando yo era joven tuve un profesor en la universidad, de quien la casualidad
me hizo amigo, y digo casualidad porque ninguna razón había
para que fuésemos amigos. No conocía yo a nadie, y aquel
hombre fue partícipe involuntario de mis pensamientos y de mis emociones
juveniles que para él eran letra muerta. Con dificultad admitía
yo entonces que existiese incomprensión entre dos criaturas. Más
tarde, al darme cuenta de mi error, disculpé a mi profesor, y comprendí
por qué la gente cree aquí que los árabes se confiesan
a un muro: lo importante es desahogar el pecho, aunque no nos comprendan
ni nos escuchen.
Pero vuelvo a mi relato. Una tarde en que Aire había ido a la ciudad
para comprar algo que necesitábamos en nuestros trabajos, vagaba
yo a solas por las calles del pueblo. El pensamiento de mi próxima
partida, junto con la simpatía que me inspiraba Sansueña,
daban a mi deambular una melancolía casi voluptuosa. Recorrí
varias calles, y aunque el pueblo es pequeño, tiene tal dédalo
de callejas y plazuelas, que me hallé no sé cómo en
un pasadizo largo y revuelto que yo no conocía, cerrado por el arco
de un compás. Ya sabe a qué compás me refiero. Es
una plazoleta de muros encalados, adonde no hay un sólo balcón,
si no es algún ventanillo polvoriento, condenado tras de rejas espesas,
ya que las únicas fachadas que allí dan son las de un convento.
En medio de esa plazoleta había entonces una cruz de hierro rodeada
de geranios, adelfas y arrayán. Se oía el gotear de una fuente,
y sobre los aleros, en el cielo pálido del atardecer, revoloteaban
las golondrinas con su grito melancólico. La tarde era tranquila
y el silencio maravilloso.
Vi un poyo a un lado del muro y me senté a descansar unos momentos.
Poco rato llevaba allí cuando rechinaron los goznes de un postigo,
abriéndose una ventana baja de la plazoleta, a la entrada del callejón,
cerca de donde yo estaba.
Apenas me había fijado antes en esa ventana. Supuse que era del
convento, sin reparar que doblando la esquina de la calleja podía
haber alguna puerta de casa particular. Porque en esta tierra, a veces,
no sabemos cómo o por dónde entrar en una casa que sólo
muestra al exterior un muro liso y blanco hasta que hallada en algún
recodo la puerta misteriosa, al entrar dentro, como en el amor escondido,
hallamos todas las delicias imaginables.
Se abrió pues la reja y asomó a ella una mujer joven, de
pelo negro, liso y brillante, vestida de blanco, con una rosa en el pecho
y un abanico en la mano. Pero éste, más que para darse aire,
le servía de látigo con el que comenzó a azotar las
cruces de la reja y las macetas de la ventana. Parecía furiosa,
y las guijas blancas y grises que empedraban la calle estuvieron pronto
cubiertas de pétalos deshojados. Allí, tras de los hierros,
brillaban sus ojos tal los de una fiera en acecho; una fiera enjaulada
a quien ni los días de cautiverio ni el aburrimiento de su inactividad
han podido domar.
Yo la contemplaba admirado, recelando que con una de sus ojeadas centelleantes
me descubriese y fulminara, aunque ella no podía verme, porque el
recodo del muro ocultaba el lugar donde me hallaba. Pero tampoco podía
marcharme sin pasar por delante de la reja.
En esa situación estaba indeciso cuando oí pasos por la calleja,
resonante con el rumor subterráneo de un aljibe, y en la esquina
de la plazuela apareció una vieja. Era ésta ágil,
limpia y con visos aún de presunción femenil. Llevaba un
traje rosa fuerte, sobre ruyo color destacaba algún remiendo más
claro, un mantoncillo negro y flores en el pelo. No se estaba quieta un
momento; sus zarcillos largos temblaban como las hojas de un árbol
sacudido por la tormenta. ¡Pohre Petunia! Siempre la vi vestida así,
y con su abanico en ristre fuese invierno o verano; con él se daba
aire si hacía calor o aventaba la pobre candela de su hogar si hacía
frío. Era un abanico de esos que tienen en el país la rueda
de la fortuna, y al que varias veces al día preguntaban: “¿Me
quiere?” Y el abanico respondía invariable: “Si eres prudente.”
Venía apresurada, pero antes de llegar junto a la reja se detuvo,
volviendo atrás la cabeza. Por su actitud comprendí nuevamente
que yo era allí un intruso. Mas otro temor vino a añadirse
al anterior si abandonaba mi escondite: atraer la atención de la
vieja.
Petunia era entrometida como ella sola y me perseguía con sus propuestas
de hallarme novia. Nunca pudo ver hombre y mujer solteros sin hacerlos
pareja, aunque jamás se hubieran visto antes, ni se gustaran o acordaran
entre sí. Sentía yo timidez extraña de que me hiciera
cruzar la palabra con aquella mujer de la ventana, que me atraía
y repelía con sentimiento indefinible.
- Aquí me tienes, niña - dijo Petunia -. Corriendo vengo
como si fuera una mocita, que parece mentira tenga yo sesenta años
y no quince. - Respiró con fatiga, agregando - : Descolorida estás.
- Será de tanto esperar - dijo la otra con voz un poco ronca y velada.
- ¿A mí? Pues ¿qué hora es? Te dije que a las
seis estaría aquí. Y las seis han dado hace poco en la iglesia.
- Esa espera no iba contigo, sino con otro. Hasta las dos estuve aguardándole
anoche. Tiemblo cada vez que oigo pasos de alguien por la calle, creyendo
que son los suyos. Cuando ya no me quedan esperanzas de verlo, me echo
sobre la cama a llorar de pena y de rabia.
- ¿Tienes celos ole alguien?
- De nadie y de todos. Dime, Petunia. ¿Le has visto hoy? ¿Sabes
si vendrá esta noche? - dijo agarrándose a los hierros de
la reja y pegando a ella su cara, como si en los ojos de la vieja pudiera
distinguir la imagen de aquel por quien preguntaba.
- En todo el día no he visto a ese mal angel. No pienses más
en él. De otros sé yo que no se apartarían un momento
de esta reja si tú quisieras.
Petunia, al decir esto, aguardó ansiosa el efecto de su celestineo.
- ¡Ingrato! - continuó la otra como si no la hubiera oído
-. Ya no se acuerda de tantas noches como pasamos juntos en esta misma
ventana y sólo cuando amanecía nos separábamos. ¿No
sabes dónde anda? ¿No sabes lo que hace?
- Anda mucho con ese inglés, con Don Míster. Dicen que se
va del pueblo - respondió la vieja -. Pero tú no te apures:
a rey muerto, rey puesto.
- ¿Qué estás diciendo? ¿Que se va? - gritó
la joven interrumpiéndola -. Te juro que no me ha de dejar así.
Al oír mi nombre tuve un sobresalto. Ni siquiera me sorprendió
cómo conocía Petunia lo de nuestra marcha, que era un proyecto
del que no había hablado a nadie. Sólo pensaba en que aquella
mujer de la reja era Olvido, y que al fin me veía frente a ella.
Si hermosa me pareció antes, ahora, al saber que era la enamorada
de mi amigo, su hermosura fue más incitante para mí. Un lazo
sutil me ató a ella, como si en su cuerpo se escondiese algo que
alejaba de mí la amistad de Aire, una parte remota y escondida de
la vida de éste, a quien yo creía conocer por entero.
- No están bien amenazas en tu boca - dijo la vieja tratando de
calmarla.
- Es imposible - continuó Olvido -. No puede marcharse y dejarme.
- Cálmate - insistía la vieja -. Si tú quisieras...
- insinuó.
- No me vengas otra vez con tus historias y proposiciones. Si quisiera
otro hombre, ahí está Guitarra espetando turno. Ojalá
pudiera olvidar a Aire.
- Un camino hay. No sé si te atreverías.
- A todo me atrevo yo por odio, si no por amor.
Dudaba Petunia. Al fin preguntó:
- ¿Tienes alguna prenda de Aire?
- En este medallón un rizo de pelo suyo, que se lo corté
una noche mientras dormía.
- Como una paloma ha vivido entre tus pechos. Joya entre joyas finas. ¡Ay,
niña! Quién fuera hombre y mozo - suspiró la vieja.
- Cállate y no me desesperes. Dime tu remedio.
- Una candela he de encender y moldear en cera al calor de su llama la
figura de Aire. El rizo lo pondré entre la cera caliente. Tres veces
le atravesarás el pecho con un alfiler, repitiendo las palabras
que te diga yo. Candelillas encenderás alrededor y dirás
oraciones para que tus deseos se vean cumplidos. Pero has de prometerme
no decir a nadie palabra de esto.
- No me conoces si temes chismes conmigo.
- Pues ven a mi casa esta noche a las diez. Sola estaré esperándote.
Ahora, adiós. Que es tarde. Dejé la olla puesta al fogón
y se me va a achicharrar la comida.
Se rnarchó la vieja y la ventana se cerró con un portazo
de despecho y malhumor.
Distraído con aquellas pasiones que tan cerca me atañían,
no me apercibí de que la tarde había ido cayendo y era ya
casi noche cerrada. Al toque de ánimas en la torre de la iglesia
me sacaron de mi abstracción unas campanadas hondas y graves, seguidas
de otras rápidas y en tono menor.
Apareció en la plazoleta el sereno, con su chuzo al hombro y el
farol encendido sobre el pecho. Emprendía yo la retirada, para que
no me sorprendiera en mi escondite, y al cruzarme con él, me saludó
en estos términos:
- A la paz de Dios, Don Mister. ¡Vaya nochecita que hace para pelar
la pava con una buena moza!
Sin duda se figuraba que en aquella reja ahora cerrada tenía yo
secretos de amor. Razón llevaba después de todo, aunque sólo
en parte.
Comenzó a preocuparme un recelo, una aprensión de lo que
iba a ocurrir. Aún no veía clara la trama de pasiones tejidas
alrededor de Aire. Pero oscuramente sentí que debía prevenirle
de algo, protegerle, guardarle. Y decidí que tan pronto estuviera
la estatua en mi poder nos marcharíamos de Sansueña.
A veces pienso que la culpa de lo ocurrido ha sido mía más
que de Olvido y de Guitarra. Aire estaba ajeno a todas aquellas pasiones
encontradas, y aunque conocía la rivalidad de Guitarra, no le daba
importancia. Esto fue lo que al otro exasperó más. La indiferencia
de Aire y mi egoísmo, frente al amor de Olvido y el odio de Guitarra:
la cuenta era muy desigual.
Sin embargo aquella noche, cuando encontré a Aire en la playa, de
vuelta ya de la ciudad, no le dije una palabra sobre lo que acababa de
oír. Piense usted lo que quiera de mi silencio. ¿Fue timidez
de levantar entre nosotros el recuerdo de su antiguo amor? ¿Distracción
nuestra de todas las cosas al vernos reunidos? ¿Añagaza del
destino para que nadie frustrase su designio? Lo cierto es que sólo
nos ocupamos del momento presente. ¡Qué hermosa estaba la
noche! ¡Qué palpitante y apasionada parecía la vida!
- Quisiera - dije a Aire aquella noche - volver a vivir otra vez, hora
tras hora, todos estos días que tú y yo hemos vivido juntos.
IV
Al día siguiente era la fiesta del patrón del pueblo, fiesta
de agosto, celebrada con procesión, corrida y velada. Ya conoce
las costumbres estivales de Andalucía. Cada pueblo, cada ciudad
tiene su santo patrono o su santa patrona, y como si los hubieran elegido
expresamente, la fiesta de casi todos ellos cae en pleno no rigor estival.
Fuera del pueblo acampa una tribu de gitanos que chalanean en jacos viejos
y burros anémicos. Por las calles van erguidos, cetrinos. Ellas
arrastrando la falda con majestad de reina antigua, el niño arrepernado
sobre la cadera y un canastillo vacío al brazo; ellos con una vara
en la mano, sombrero de ala ancha derribado hacia la nuca como una aureola.
Y ellos y ellas prestos a caer sobre el inocente o el descuidado, seguidos,
por si fuera poco, de una patulea de gitanillos medio desnudos, al aire
el vientre moreno como un perol de cobre y los pies descalzos trazando
con gracia instintiva unos pasos de baile.
¡Mañanas de julio y agosto con repique de campanas, en sombra
las calles entoldadas y alfombrado el suelo de romero y juncia! El aire
tiene una vivacidad, una frescura nueva, las gentes pasan sonrientes, alguna
música tosca suena sus cobres en una plaza lejana. De pronto el
repique se hace más intenso, vienen bocanadas de incienso y por
una esquina antes solitaria se van congregando los curiosos: mujeres vestidas
de claro y cubierta la cabeza por un velo o pañuelo, hombres con
el sombrero en la mano y vestidos de oscuro.
Aparece la procesión. Son primeros los tambores con seco y duro
redoble, luego los monaguillos de rojo y blanco, con ciriales e incensarios,
los curas de gesto hosco y rígida capa bordada, hasta que al fin
aparecen las andas de plata, con flores y faroles encendidos a pesar de
ser mediodía, en torno a un San Rafael de alas doradas y un pez
rosa en la mano; o un San Cristóbal de pierna y brazo arremangado
con el niño sentado sobre un hombro; o un santo obispo de mitra
y báculo, el gesto extático y beatífico, mientras
una paloma sujeta a una varilla clavada en el cuello del santo varón
parece rondarle la sien y arrullarle secretos divinos. ¡Qué
sé yo cuántos santos más!
Tras de la procesión vienen las viejas, las terribles viejas españolas,
vestidas de negro con escapularios inmensos sobre el pecho y vela rizada
en la mano, un pañolillo de encajes interpuesto entre la cera y
la mano flaca, mientras la otra mano enguantada golpea el pecho, apretando
al mismo tiempo el rosario descomunal y el devocionario de cantos dorados.
Cuando todo ha pasado, aún queda flotando en el aire el perfume
de las flores y del incienso, el eco árido del tambor y las trompetas.
Entonces nace cerca, dulce como una reminiscencia de la edad de oro, el
son de un pífano alegre y saltarín. Aparece un mozo engalanado
con su traje negro de fiesta: alamares de seda y plata en la chaqueta corta,
la faja ceñida a la cintura esbelta, el cordobés terciado,
asomando sobre la oreja un ramito de biznagas. Infla el mozo los carrillos
soplando el pífano, mientras detrás le sigue sujeto de una
cuerda un ternerillo rubio y blanco como una ninfa encantada. Es la rifa,
la lotería de la hermandad, con la cual se costean los gastos de
la fiesta. ¡Oh delicia del tiempo ido, de las mañanas estivales
de esta tierra perdida!
A la tarde, después de la corrida, se abre el baile. Todas las parejas
en ronda giran una tras otra dentro del círculo de la plaza. En
torno hay puntos de turrón y alfajores, de chocolate y buñuelos,
de sandías y melones. En otros se venden juguetes, cintas y aguas
de olor, baratijas de cobre o filigrana. Suena en tanto la musiquilla ratonera
de algún tío vivo, caballitos o cunitas. Recita altisonante
algún maese Pedro de ojo tuerto, en ristre su cartel con terroríficas
pinturas de almagra y añil. No cesan un punto los chasquidos del
tiro al blanco, y en torno a esa algarabía aún forman un
halo las voces de vendedores y farsantes.
Pero el espectáculo principal, la atracción magna comienza
cuando el sol se ha puesto. Entonces las gentes se congregan allá
en la alameda dejando desierto cl prado donde están las barracas.
Van a comenzar los fuegos de artificio, los cohetes, las bengalas. Un chasquido
preliminar los anuncia, un silbido que rasga el aire, y el primer cohete
salta en la noche abriendo su cola de oro encendido y fugaz. Las gentes
lo miran con ojos de encanto y maravilla. Antes de que se apague éste
surge otro, y después otro y otro. ¿Cuántos? Pronto
el cielo profundo de la noche está lleno de chispas irisadas como
la cola de un pavo real.
Después vienen las ruedas, los anillos crepitantes tal estrellas
en ignición. El embobamiento aumenta. Los ojos no parpadean. Pero
algún bribón se aprevecha de eso para merodear bolsillos
y faltriqueras. Si no son las manos atrevidas de algún galán
desconocido, que levanta pellizcos desaforados sobre las posaderas de la
moza que vino allí inocentemente a buscar un momento de esparcimiento.
En la oscuridad, en el bullicio y confusión, ¿quién
adivina cuya es la mano que roba o que acaricia? Nunca mejor se cumple
el precepto evangélico de: “no sepa tu mano derecha lo que hace
tu izquierda".
Al fin, para colmo de arrebato y derroche, viene la traca. Allí
es el trocarse el silencio expectante en alaridos, gritos y revuelcos.
Entre las apreturas de niños, adultos y ancianos no cabe una aguja.
¿Da a luz alguna embarazada? En todo caso poco le falta. Ya se llevan
a éste con un pie desvencijado de un pisotón feroz, ya a
aquella insultada y llorosa de ofensa anónima o dolor súbito.
¡Oh encantos, delicias y transportes de las fiestas de esta tierra
y esta gente! Quien no te conoce, Andalucía, no conoce nada.
Pesaroso y preocupado andaba yo aquella noche entre la animación
de alegre gentío. Buscaba a Aire. En todo el día sólo
le había visto un momento por la mañana, antes de que saliera
camino de la ciudad a buscar algún pertrecho que aún nos
hacía falta. Yo no le había acompañado porque quería
ver las fiestas del pueblo, nuevas para mí, y con las cuales pensaba
decir adiós a Sansueña.
Aquella noche era la que habíamos elegido para sacar la estatua
del mar. Noche más tranquila no podía hallarse, estando la
gente toda en la alameda o en el prado, distraída con la fiesta
y sin que a alma viviente se le ocurriera aparecer por la playa. Aunque
allí era donde pensábamos reunirnos, creí sin embargo
que Aire aparecería antes por la alameda. Pero no lo vi.
Me sentía angustiado sin saber por qué, y lo atribuí
a esa pena vaga que un viaje próximo despierta en ánimos
como el mío. Di vueltas entre las gentes sin que la animación
de la velada distrajese mis aprensiones.
En la buñolería, sentados a solas y conversando ensimismados,
vi a Guitarra y Olvido. Era la tercera vez que aquel día los hallaba
así, juntos como novios o cómplices, separados de los demás
por una intimidad extraña. No dejó aquello de sorprenderme,
porque el día anterior había oído a Olvido hablar
de Guitarra con indiferencia si no desdén. ¿Era la vieja
alcahueta quien había conseguido conciliar y atraer ánimos
antes tan distantes? Pronto iba yo a conocer cómo en ello no hubo
otro artífice que el rencor y despecho de la propia Olvido. Su alma
era toda odio, y al caérsele aquella
máscara
de amor quedó desnuda la hermosa furia que ella era.
Guitarra estaba radiante. Apenas si alguna vez un pliegue nublaba su entrecejo.
Pero Olvido lo miraba, le hablaba poniendo su mano y su brazo sobre el
hombro de él, y otra vez parecían abstraerse del gentío
que los rodeaba. Centelleaban los ojos de ella lo mismo que cuando la vi
azotar las flores de su reja. Varias veces los encontré aquella
noche. Pasearon, bailaron, siempre juntos en charla intensa e íntima.
Luego desaparecieron y ya no les vi más.
¿Cuánto tiempo transcurrió? Para distraer el abatimiento,
que yo achacaba a mi intermitente melancolía, bebí bastante.
Di vueltas por la alameda, compré en los puestos baratijas que no
neresitaba, tiré al blanco no sé cuántas veces apuntando
siempre en vano, dada mi ninguna destreza, a una extraña cabeza
de Gorgona, con grandes aretes de latón dorado en las orejas, que
tenía una vaga semejanza, o yo así lo creí entotonces,
con Olvido. Los últimos cohetes se habían apagado ya, y todavía
algún organillo repetía por centésima vez un tango
andaluz dejoso y sandunguero. Pero apenas quedaba gente en la velada, si
no eran esos tercos trasnochadores veraniegos, que juran no acostarse hasta
que comienza a amanecer.
Pensé que debía ser ya la hora señalada para reunirnos.
Puesto que Aire no había venido a la velada, estaría con
los últimos pertrechos esperando en la barca. ¿Y Guitarra?
¿Se acordaría de nuestra cita? Muy amartelado le había
visto yo con Olvido, para que dejase antes de medianoche su flamante amorío
y se lanzara a aquella empresa que yo mismo comenzaba a mirar como descabellada.
Sin él poco podíamos hacer.
Aire y Guitarra, que eran dos buenos nadadores, debían arrojarse
al agua desde la isleta, llevando fuertes sogas prevenidas para el caso,
y bucear por el fondo donde suponíamos sepultada la estatua. Mientras
yo, que entonces sabía poco de natación, vigilaría
desde arriba, en las rocas, por si alguna barca aparecía a lo lejos,
y si el caso llegaba manejando los artefactos primitivos que para sacar
a flote la estatua habíamos instalado allí noches atrás.
Dejé al fin la alameda con paso inseguro, porque la traidora manzanilla
se había subido a mi cabeza más de lo que yo esperaba. Atravesé
la plaza, desierta a aquella hora y apagados los farolillos de colores
con que en honor del santo patrón y de su fiesta la habían
engalanado. Al entrar por unas callejas que desde la plaza desembocaban
en el pretil de la playa, allá junto a una hornacina con una virgen
vestida de azul, vi a Petunia parada como si rezase. Su presencia inesperada,
su actitud allí a aquella hora, casi me sobrecogieron. Iba yo a
retroceder, cuando distraída de su rezo por mis pasos, volvió
en sí. No pude ya eludir su encuentro, y al acercarme, en la cara
llena de angustia no hallé rastro de aquel gesto burlón suyo
habitual.
- ¿Has visto a Aire? - me preguntó tuteándome como
tuteaba a todo el mundo.
- No - le respondí.
- ¿Dónde estará?
- Eso mismo me pregunto yo.
- Tú le quieres - me dijo. Y su afán profesional la distrajo
un momento, continuando con malicia voluble - : No me lo niegues. Lo sé.
Lo quieres como a las niñas de tus ojos. Con él te piensas
marchar del pueblo.
- ¿Quién te lo ha dicho?
- Poco importa ahora. Dime donde está, si lo sabes. Y si no quieres,
no me lo digas. Pero vela por él.
Recordé sus arrumacos del día anterior, y al rumor de sus
palabras mis preocupaciones comenzaron a concretarse, como el ruido de
la tormenta fija esa aprensión oscura y vaga que la precede.
- ¿Qué pasa? - exclamé -. ¿Qué sabes
de él?
- No me lo preguntes, que no lo sé. Estaba ciega. Aquí nadie
le quiere bien, porque dicen que es un descastado y un mala sangre, como
su madre, que bastantes trastadas me jugó, Dios la haya perdonado.
Pero yo nunca lo miré con malos ojos.
- Os equivocáis - le dije, y quise marcharme. Pero la vieja dichosa
no soltaba mi brazo, que tenía agarrado con ambas manos.
- Lo creo, hijo, lo creo. Pero, ¿qué vamos a hacerle? Ya
no tiene remedio. Mira - continuó -, no sé si lo creerás:
ni a la velada he ido; no tenía ganas. Ahí en la iglesia
me entré a rezar un rosario. Por algo que no te diré, no
podía apartar a ese mocito de mi memoria. Pedí por él,
y cuando con más devoción estaba rezando, una vela, un cirio
de los mayores de la verita del santo, se apagó de pronto como si
alguien lo hubiera soplado. ¡Ay, virgen santa! ¿Qué
desgracia ronda a ese niño? Yo no lo quiero mal. Dios mío,
protégelo. Y tú, ¿qué haces ahí? Tú
sabes dónde está. Corre, búscalo antes de que sea
tarde.
Algo había en su voz que me hizo olvidar mi temor a que descubriera
nuestro proyecto, y sin pensarlo más, sin ver tampoco cómo
se puso en camino tras de mí, salí corriendo en dirección
a la playa. El reloj de la iglesia dio una campanada. Era mucho más
tarde de lo que yo creía, y la hora de nuestra cita había
pasado hacía largo rato.
Cuando llegué a la playa no hallé a nadie. Era la noche honda
y silenciosa, y el mar oscuro alentaba quedamente con un chapoteo soñoliento.
Mis temores se calmaron, pero dentro quedaba un resto de zozobra. ¿Era
porque mis planes podían fallar? ¿Era a causa de Aire? No
hubiera sabido decirlo.
Anduve por la playa, intentando en medio de la oscuridad divisar las rocas
de la Pena Muerta. Había hecho mucho calor durante el día,
y el aire estaba denso y cargado. Comenzó a invadirme ese cansancio,
esa modorra de las noches calurosas junto al mar; una fatiga intranquila
en la que creía oír voces, ver figuras confusas.
Iba a dejarme caer sobre la arena, cuando de pronto una sombra, brotando
entre los peñascos, allá junto a la orilla, cruza rápida
sin verme. Se detuvo a los pocos pasos, si no hubiera dicho que era un
sueño. Y una voz llena de pasión, atravesando mi pecho como
un cuchillo, gritó:
- Ahí está, mátale. Mi cuerpo por su vida. Tuya soy,
pero mátale.
Mi somnolencia cesó, y todos los presentimientos que habían
ido advirtiéndome sin yo querer percibirlos, se cumplían
ahora con fatal precisión. Oí a lo lejos un golpe rápido,
seguido de un chapotear entrechocado, como de cuerpos que se agitaran en
las olas. La luna, rasgando el vapor pesado que la velaba, vino entonces
a iluminar la playa.
No sabía nadar. Pero desnudándome me lancé al mar
desesperadamente, para luchar por mi propia dicha, que allá a pocos
metros se hundía, y si no salvarla, quería al menos morir
con ella. Avancé un poco. La marea, aunque suave, me arrastró.
Vi que mi deseo loco de morir iba a realizarse. No podía más;
quise sostenerme flotando, pero el agua comenzaba a sofocarme. De pronto
vi surgir una masa oscura acercándose adonde yo luchaba con el mar,
y sentí un choque violento, un golpe duro en el hombro, como si
alguien me derribara con una maza. Quise gritar, pedir ayuda, no para mí,
sino para alguien que en aquel momento, antes de desvanecerme, apareció
en mi memoria como último recuerdo de la vida. Cuando volví
en mí estaba tendido en una barca, al lado de la vieja Petunia.
- ¿Dónde está Aire? - le pregunté -. Maldita,
déjame al menos morir en paz.
- Calla y espera. ¿No ves como yo espero?
- Allá, allá - dijo otra voz al extremo de la barca. Luego,
erguida sobre la noche, apareció la figura de Olvido -. Mira - gritó
ansiosamente a Petunia -. Alguien viene.
Por el mar avanzaba un rumor lento, como si un nadador se acercara adonde
estábamos. Creí tener el corazón entre los dientes,
y sentía deseos de morderlo, de escupirlo sangrante sobre las olas.
Pero seguí allí quieto, esperando la verdad, ciego de afán
y sin fuerza alguna. No veía nada. - ¡Aire!, - exclamé
-. Y una voz llena de compasión y remordimiento, la de la vieja,
respondió:
- No le llames más. Está ahí, pero es Guitarra quien
lo trae.
Entonces del mar oscuro vi destacarse la sombra de Guitarra, y junto a
él flotar un cuerpo inerte, sobre el cual se posó un momento
la luna. Lo saqué del agua, tomándolo en mis brazos, estrechándolo
contra mi pecho sin decir palabra. Los otros debieron remar hacia la playa.
Yo no recuerdo. Sólo sé que me vi otra vez en la arena, y
oí a Petunia que a mi lado decía sordamente:
- Iros los dos de aquí. Compasión os tengo a vosotros más
que a éste. ¡Rey mío! Más hermoso estás
aún que cuando vivías. ¿Te hicieron mucho mal, niño?
Guitarra tomó por un brazo a Olvido y juntos huyeron como una sola
sombra. Petunia y yo quedamos silenciosos junto al cuerpo de Aire.
La noche iba pasando. Unos pescadores que antes del amanecer debían
hacerse en su barca al mar, nos hallaron allí, y llamaron gente.
Pronto la noticia corrió por el pueblo. Aquellos que la noche anterior
charlaron y rieron, acudían ahora a medio vestir, aun con sus trajes
de fiesta. Alguien trajo una manta sobre la que pusieron el cuerpo de Aire,
y un farol que dejaron encendido a la cabecera. Aún vi brillar a
aquella luz las vetas de oro del pelo caído sobre los ojos. Luego
el alba mató ese resplandor, y en corro, callados todos, seguimos
aguardando a que llegara el aura. Petunia de rodillas rezaba en voz baja.
- ¿Qué más puedo decirle? - agregó Don Mister
-. Yo quise que nadie sino yo cuidara del cuerpo de Aire. Como no tenía
familia, ninguno se opuso. Me daba pena encerrarle, y al anocheccr, en
un lugar distante de la playa, hice una hoguera y sobre ella pusimos su
cuerpo. Vi como las llamas lo fueron cercando hasta cubrirlo, hasta consumirlo.
Ya conoce el cementerio de Sansueña, allá sobre la roca,
a pico sobre el mar, lleno de rosales y cipreses, de nidos de pájaros,
de paz. Allí están en una urna de mármol blanco las
cenizas de Aire. Allí también quiero estar yo un día.
Me da miedo la muerte, como a todos. Pero saber que del lado de la muerte
están los que uno amó,
nos deja ya ausentes de la vida. A veces deseo, no morir, sino haber muerto
ya, estar muerto hace años, siglos. Otras pienso que será
una pena no ver más esta tierra y este mar. Porque en la vida no
hay más realidades que éstas: un destello de sol, un aroma
de rosa, el son de una voz; y aun así de vanas y efímeras
son lo mejor del mundo, lo mejor del mundo para mí.
Por eso estoy aquí, por eso no quiero marcharme. ¿El recuerdo?
No quiero ser hipócrita. Casi no tengo recuerdos ya. Al referirle
esta historia me parecía que la iba inventando y olvidando. Estoy
aquí porque amo esta tierra, nada más; esta tierra que es
como una flor cuyo aroma no me cansa nunca y que siempre es nuevo para
mí. Lo demás de la vida me parece un espejismo, igual a esa
agua que se finge en los arenales desiertos y que desaparece al llegar
a ella los labios sedientos.
De Olvido y Guitarra nada supe. Huyeron del pueblo. Todos creyeron que
la muerte de Aire fue un accidente. La superstición de esta gente,
la fama de raro que él tenía, el lugar y las circunstancias
de su muerte lo explicaron todo sin aclarar nada. Petunia murió
meses después.
Aquí calló la voz de Don Míster. Como la noche había
caído por completo, nuestros cuerpos estaban perdidos en la sombra.
No quedaban otra luz sino el destello fugaz y repetido del faro, que se
había encendido allá lejos poco antes.
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