Selección
de poemas y prosas de Luis Cernuda
POESÍA
QUÉ
RUIDO TAN TRISTE
Qué
ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando
se aman,
Parece
como el viento que se mece en otoño
Sobre
adolescentes mutilados,
Mientras
las manos llueven,
Manos
ligeras, manos egoístas, manos obscenas,
Cataratas
de manos que fueron un día
Flores
en el jardín de un diminuto bolsillo.
Las
flores son arena y los niños son hojas,
Y
su leve ruido es amable al oído
Cuando
ríen, cuando aman, cuando besan,
Cuando
besan el fondo
De
un hombre joven y cansado
Porque
antaño soñó mucho día y noche.
Mas
los niños no saben,
Ni
tampoco las manos llueven como dicen;
Así
el hombre, cansado de estar solo con sus sueños,
Invoca
los bolsillos que abandonan arena,
Arena
de las flores,
Para
que un día decoren su semblante de muerto.
ADONDE
FUERON DESPEÑADAS
¿Adónde
fueron despeñadas aquellas cataratas,
Tantos
besos de amantes, que la pálida historia
Con
signos venenosos presenta luego al peregrino
Sobre
el desierto, como un guante
Que
olvidado pregunta por su mano?
Tú
lo sabes, Corsario;
Corsario
que se goza en tibios arrecifes,
Cuerpos
gritando bajo el cuerpo que les visita,
Y
sólo piensan en la caricia,
Sólo
piensan en el deseo,
Como
bloque de vida
Derretido
lentamente por el frío de la muerte.
Otros
cuerpos, Corsario, nada saben;
Déjalos
pues.
Vierte,
viértete sobre mis deseos,
Ahórrate
en mis brazos tan jóvenes,
Que
con la vista ahogada,
Con
la voz última que aún broten mis labios,
Diré
amargamente cómo te amo.
EN
MEDIO DE LA MULTITUD
En
medio de la multitud le vi pasar, con sus ojos tan rubios como la cabellera.
Marchaba abriendo el aire y los cuerpos: una mujer se arrodilló
a su paso. Yo sentí cómo lo sangre desertaba mis venas gota
a gota.
Vacío, anduve sin rumbo por la ciudad. Gentes extrañas pasaban
a mi lado sin verme. Un cuerpo se derritió con leve susurro al tropezarme.
Anduve más y más.
No sentía mis pies. Quise cogerlos en mi mano, y no hallé
mis manos; quise gritar, y no hallé mi voz. La niebla me envolvía.
Me pesaba la vida como un remordimiento; quise arrojarla de mí.
Mas era imposible, porque estaba muerto y andaba entre los muertos.
A
UN MUCHACHO ANDALUZ
Te
hubiera dado el mundo,
Muchacho
que surgiste
Al
caer de la luz por tu Conquero,
Tras
la colina ocre,
Entre
pinos antiguos de perenne alegría.
¿Eras
emanación del mar cercano?
Eras
el mar aún más
Que
las aguas henchidas con su aliento,
Encauzadas
en río sobre tu tierra abierta,
Bajo
el inmenso cielo con nubes que se orlaban de rotos
resplandores.
Eras
el mar aún más
Tras
de las pobres telas que ocultaban tu cuerpo;
Eras
forma primera,
Eras
fuerza inconsciente de su propia hermosura.
Y
tus labios, de bisel tan terso,
Eran
la vida misma,
Como
una ardiente flor
Nutrida
con la savia
De
aquella piel oscura
Que
infiltraba nocturno escalofrío.
Si
el amor fuera un ala.
La
incierta hora con nubes desgarradas,
El
río oscuro y ciego bajo la extraña brisa,
La
rojiza colina con sus pinos cargados de secretos,
Te
enviaban a mí, a mi afán ya caído,
Como
verdad tangible.
Expresión
armoniosa de aquel mismo paraje,
Entre
los ateridos fantasmas que habitan nuestro mundo.
Eras
tú una verdad,
Sola
verdad que busco,
Más
que verdad de amor, verdad de vida;
Y
olvidando que sombra y pena acechan de continuo
Esa
cúspide virgen de la luz y la dicha,
Quise
por un momento fijar tu curso ineluctable.
Creí
en ti, muchachillo.
Cuando
el mar evidente,
Con
el irrefutable sol de mediodía,
Suspendía
mi cuerpo
En
esa abdicación del hombre ante su dios,
Un
resto de memoria
Levantaba
tu imagen como recuerdo único.
Y
entonces,
Con
sus luces el violento Atlántico,
Tantas
dunas profusas, tu Conquero nativo,
Estaban
en mi mísmo dichos en tu figura,
Divina
ya para mi afán con ellos,
Porque
nunca he querido dioses crucificados,
Tristes
dioses que insultan
Esa
tierra ardorosa que te hizo y deshace.
EL
JOVEN MARINO
El
mar, y nada más.
Insaciable,
insaciable.
Con
pie desnudo ibas sobre la olvidadiza arena,
Dulcemente
trastornado, como el hombre cuando un placer
espera,
Tu
cabello seguía la invocación frenética del viento;
Todo
tú vuelto apasionado albatros,
A
quien su trágico desear brotaba en alas,
Al
único maestro respondías:
El
mar, única criatura
Que
pudiera asumir tu vida poseyéndote.
Tuyo
sólo en los ojos no te bastaba,
Ni
en el ligero abrazo del nadador indiferente;
Lo
querías aún más:
Sus
infalibles labios transparentes contra los tuyos ávidos.
Tu
quebrada cintura contra el argínteo escudo de su
vientre,
Y
la vida escapando,
Como
sangre sin cárcel,
Desde
el fatal olvido en que caías.
Ahí
estás ya.
No
puedes recordar,
Porque
ahora tú mismo eres quieto recuerdo;
Y
aquella remota belleza.
En
tu cuerpo cifrada como feliz columna,
Hoy
sólo alienta en mí,
En
mí que la revivo bajo esta oscura forma,
Que
cuando tú vivías
Sobre
un ara invisible te adivinaba erguido.
No
te bastaba
El
sol de lengua ardiente sobre el negro diamante de
tu piel,
A
lo largo de tantas lentas mañanas, ganadas en ocio
celeste,
Llenas
de un áureo polen, igual que la corola de alguna
flor feliz,
De
reposo divino, divina indiferencia;
Caído
el cuerpo flexible y seguro, como un arma mortal,
Ante
la gran criatura enigmática, el mar inexpresable,
Sin
deseo ni pena, igual a un dios,
Que
sin embargo hubiera conocido, a semejanza del hombre,
Nuestros
deseos estériles, nuestras penas perdidas.
Mira
también hacia lo lejos
Aquellas
oscuras tardes, cuando severas nubes,
Denso
enjambre de negras alas,
Silencio
y zozobra vertían sobre el mar;
Y
en tanto las gaviotas encarnaban la angustia del aire
invadido por la tormenta,
Recuérdale
agitado, al mar, sacudiendo su entraña,
Como
demente que quisiera arrancar en la luz
EI
núcleo secreto de su mal,
Torciendo
en olas su pálido cuerpo,
Su
inagotable cuerpo dolido,
Trastornado
ante tu amor, también inagotable,
Sin
que pudieras llevar sobre su frente atormentada
La
concha protectora de una mano.
Las
gracias vagabundas de abril
Abrieron
sus menudas hojas sobre la arena perezosa.
Una
juventud nueva corría por las venas de los hombres
invernales;
Escapaban
timideces, escalofríos, pudores
Ante
el puñal radiante del deseo,
Palabra
ensordecedora para la criatura dolida en cuerpo
y espíritu
Por
las terribles mordeduras del amor,
Porque
el deseo se yergue sobre los despojos de la tormenta
Cuando
arde el sol en las playas del mundo.
Mas
¿qué importan a mi vida las playas del mundo?
Es
ésta solamente quien clava mi memoria,
Porque
en ella te vi cruzar, sombrío como una negra
aurora,
Arrastrando
las alas de tu hermosura
Sobre
su dilatada curva, semejante a una pomposa rama
Abierta
bajo la luz,
Con
su armadura de altas rocas
Caída
hacia las dunas de adelfas y de palmas,
En
lánguido paraje del perezoso sur.
Aún
ven mis ojos las salinas de sonrosadas aguas,
Los
leves molinos de viento
Y
aquellos menudos cuerpos oscuros,
Parsimoniosamente
movibles,
Junto
a los bueyes fulvos,
Transportando
los lunáticos bloques de sal
Sobre
las vagonetas, tristes como todo lo que pertenece a
los trabajos de la tierra,
Hasta
las anchas barcas resbaladizas sobre el pecho del
mar.
Quién
podría vivir en la tierra
Si
no fuera por el mar.
Cuántas
veces te vi,
Acariciados
los ligeros tobillos por el ancho círculo de
tu pantalón marino,
El
pecho y los hombros dilatados sobre la armoniosa cintura,
Cubierto
voluptuosamente de lana azul como de yedra,
El
desdén esculpido sobre los duros labios,
Anegarte
frente al mar en una contemplación
Más
honda que la del hombre frente al cuerpo que
ama.
Cambiantes
sentimientos nos enlazan con este o aquel
cuerpo,
Y
todos ellos no son sino sombras que velan
La
forma suprema del amor, que por sí mismo late,
Ciego
ante las mudanzas de los cuerpos,
Iluminado
por el ardor de su propia llama invencible.
Yo
te adoraba como cifra de todo cuerpo bello,
Sin
velos que mudaran la recóndita imagen del amor;
Más
que al mismo amor, más, ¿me oyes?,
Insaciable
como tú mismo.
Inagotable
como tú mismo;
Aun
sabiendo que el mar era el único ser de la creación
digno de ti
Y
tu cuerpo el único digno de su inhumana soberbia.
Era
el atardecer. Las aves del día
Huyeron
ante el furtivo pensamiento de la sombra.
Los
hombres descansaban en sus cabañas,
Entre
la mujer y los hijos,
Desnudos
los pies bajo la luz funeral del acetileno,
Acechando
el sueño en sus yacijas junto al mar;
Como
si no pudieran dormir lejos de lo que les hace
vivir
Y
de lo que les hace morir.
Un
gran silencio, una gran calma
Daba
con su presencia el mar;
Pero
también latía por el aire adormecido y fresco del
letal anochecer
Un
miedo oscuro
A
no se sabe qué pálidos gigantes,
Dueños
de grisáceas serpientes y negros hipocampos,
Abriendo
las sombrías aguas,
En
lucha sus miembros retorcidos con rebeldes potencias
animales del abismo.
Las
barcas, como leves espectros,
Surgían
lentamente desde la arena soñolienta,
Voluptuosos
cuerpos tibios,
Con
la gracia del animal que sabe volver los ojos implorantes
Hacia
las manos de su dueño, dispensadoras de protección
y de caricias,
Y
piensa tristemente que se alejan sin poder retenerlas.
No
a estas horas,
No
a estas horas de tregua cobarde,
Al
amanecer es cuando debías ir hacia el mar, joven
marino,
Desnudo
como una flor;
Y
entonces es cuando debías amarle, cuando el mar debía
poseerte,
Cuerpo
a cuerpo,
Hasta
confundir su vida con la tuya
Y
despertar en ti su inmenso amor
El
breve espasmo de tu placer sometido,
Desposados
el uno con el otro,
Vida
con vida, muerte con muerte.
Y
una vez, como rosa dejada,
Flotó
tu cuerpo, apenas deformado por las nupciales
caricias del mar,
Mas
pálidos los labios, lo mismo que si hubieran dado
paso
A
toda su pasión, el ave de la vida;
Igualmente
hermoso así, joven marino,
Desgarradoramente
triste con tu belleza inhabitada,
Como
cuando tornasolaba la vida tus miembros melodiosos.
Cambian
las vidas, pero la muerte es única.
Aún
oigo aquella voz exangüe, que en su vago delirio
Llegó
hasta mí, a través de las velas caídas en la arena,
como alas arrancadas;
Alguien
que conocía tu ausencia, porque sus ojos te
vieron muerto, tal una rosa abandonada sobre el mar,
Decía
lentamente: “Era más ligero que el agua.”
Qué
desiertos los hombres,
Cómo
chocan sin verse unos a otros sus frentes de vergüenza,
Y
cuán dulce será rodar, igual que tú, del otro lado,
en
el olvido.
Así
tu muerte despierta en mí el deseo de la muerte,
Como
tu vida despertaba en mí el deseo de la vida.
PRECIO
DE UN CUERPO
Cuando
algún cuerpo hermoso,
Como
el tuyo, nos lleva
Tras
de sí, él mismo no comprende,
Sólo
el amante y el amor lo saben.
(Amor,
terror de soledad humana.)
Esta
humillante servidumbre,
Necesidad
de gastar la ternura
En
un ser que llenamos
Con
nuestro pensamiento,
Vivo
de nuestra vida.
Él
da el motivo,
Lo
diste tú; porque tú existes
Afuera
como sombra de algo,
Una
sombra perfecta
Dc
aquel afán, que es del amante, mío.
Si
yo te hablase
Cómo
el amor depara
Su
razón al vivir y su locura,
Tú
no comprenderías.
Por
eso nada digo.
La
hermosura, inconsciente
De
su propia celada, cobró la presa
Y
sigue. Así, por cada instante
De
goce, el precio está pagado:
Este
infierno de angustia y de deseo.
BIRDS
IN THE NIGHT
El
gobierno francés, ¿o fue el gobierno inglés?, puso
una lápida
En
esa casa de 8 Great College Street, Camden Town,
Londres,
Adonde
en una habitación Rimbaud y Verlaine, rara
pareja,
Vivieron,
bebieron, trabajaron, fornicaron,
Durante
algunas breves semanas tormentosas.
Al
acto inaugural asistieron sin duda embajador y alcalde,
Todos
aquellos que fueran enemigos de Verlaine y Rimbaud
cuando vivían.
La
casa es triste y pobre, como el barrio,
Con
la tristeza sórdida que va con lo que es pobre,
No
la tristeza funeral de lo que es rico sin espíritu.
Cuando
la tarde cae, como en el tiempo de ellos,
Sobre
su acera, húmedo y gris el aire, un organillo
Suena,
y los vecinos, de vuelta del trabajo,
Bailan
unos, los jóvenes, los otros van a la taberna.
Corta
fue la amistad singular de Verlaine el borracho
Y
de
Rimbaud el golfo, querellándose largamente.
Mas
podemos pensar que acaso un buen instante
Hubo
para los dos, al menos si recordaba cada uno
Que
dejaron atrás la madre inaguantable y la aburrida
esposa.
Pero
la libertad no es de este mundo, y los libertos,
En
ruptura con todo, tuvieron qut pagarla a precio alto.
Sí,
estuvieron ahí, la lápida lo dice, tras el muro,
Presos
de su destino: la amistad imposible, la amargura
De
la separación, el escándalo luego; y para éste
El
proceso, la cárcel por dos años, gracias a sus costumbres
Que
sociedad y ley condenan, hoy al menos; para aquél
a solas
Errar
desde un rincón a otro de la tierra,
Huyendo
a nuestro mundo y su progreso renombrado.
El
silencio del uno y la locuacidad banal del otro
Se
compensaron. Rimbaud rechazó la mano que oprimía
Su
vida; Verlaine la besa, aceptando su castigo.
Uno
arrastra en el cinto el oro que ha ganado; el otro
Lo
malgasta en ajenjo y mujerzuelas. Pero ambos
En
entredicho siempre de las autoridades, de la gente
Que
con trabajo ajeno se enriquece y triunfa.
Entonces
hasta la negra prostituta tenía derecho de insultarles;
Hoy,
como el tiempo ha pasado, como pasa en el mundo,
Vida
al margen de todo, sodomía, borrachera, versos
escarnecidos,
Ya
no importan en ellos, y Francia usa de ambos nombres
y ambas obras
Para
mayor gloria de Francia y su arte lógico.
Sus
actos y sus pasos se investigan, dando al público
Detalles
íntimos de sus vidas. Nadie se asusta ahora, ni
protesta.
"¿Verlaine?
Vaya, amigo mío, un sátiro, un verdadero
sátiro.
Cuando
de la mujer se trata; bien normal era el hombre,
Igual
que usted y que yo. ¿Rimbaud? Católico sincero,
como está demostrado."
Y
se recitan trozos del “Barco Ebrio” y del soneto a
las “Vocales”.
Mas
de Verlaine no se recita nada, porque no está de
moda
Como
el otro, del que se lanzan textos falsos en edición
de lujo;
Poetas
mozos de todos los países hablan mucho de él
en sus provincias.
¿Oyen
los muertos lo que los vivos dicen luego de
ellos?
Ojalá
nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable
Para
aquellos que vivieron por la palabra y murieron
por ella,
Como
Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita
Acá
la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno
Que
la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.
Tal
vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla.
LUIS
DE BAVIERA ESCUCHA LOHENGRIN
Sólo
dos tonos rompen la penumbra:
Destellar
de algún oro y estridencia granate.
Al
fondo luce la caverna mágica
Donde
unas criaturas, ¿de qué naturaleza?, pasan
Melodiosas,
manando de sus voces música
Que
como fuente escondida, lenta fluye
O,
crespa luego, su caudal agita
Estremeciendo
el aire fulvo de la cueva
Y
con iris perlado riela en notas.
Sombras
la sala de auditorio nulo.
En
el palco real un elfo solo asiste
Al
festejo del cual razón parece dar y enigma:
Negro
pelo, ojos sombríos que contemplan
La
gruta luminosa, en pasmo friolento
Esculpido.
La pelliza de martas le agasaja
Abierta
a una blancura, a seda que se anuda en lazo.
Los
ojos entornados escuchan, beben la melodía
Como
una tierra seca absorbe el don del agua.
Asiste
a doble fiesta: una exterior, aquella
De
que es testigo; otra interior allá en su mente,
Donde
ambas se funden (como color y forma
Se
funden en un cuerpo), componen una misma delicia.
Así,
razón y enigma, el poder le permite
A
solas escuchar las voces a su orden concertadas,
El
brotar melodioso que le acuna y nutre
Los
sueños, mientras la escena desarrolla,
Ascua
litúrgica, una amada leyenda.
Ni
existe el mundo, ni la presencia humana
Interrumpe
el encanto de reinar en sueños.
Pero,
mañana, chambelán, consejero, ministro,
Volverán
con demandas estúpidas al rey:
Que
gobierne por fin, les oiga y les atienda.
¿Gobernar?
¿Quién gobierna en el mundo de los sueños?
¿Cuándo
llegará el día en que gobiernen los lacayos?
Se
interpondrá un biombo, benéfico, entre el rey y sus
ministros.
Un
elfo corre libre los bosques, bebe el aire.
Esa
es su vida, y trata fielmente de vivirla:
Que
le dejen vivirla. No en la ciudad, el nido
Ya
está sobre las cimas nevadas de las sierras
Más
altas de su reino. Carretela, trineo,
Por
las sendas; flotilla nívea, por los ríos y lagos,
Le
esperan siempre, prestos a levantarle
Adonde
vive su reino verdadero, que no es de este mundo:
Donde
el sueño le espera, donde la soledad le aguarda.
Donde
la soledad y el sueño le ciñen su única corona.
Mas
la presencia humana es a veces encanto,
Encanto
imperioso que el rey mismo conoce
Y
sufre con tormento inefable: el bisel de una boca,
Unos
ojos profundos, una piel soleada,
Gracia
de un cuerpo joven. Él lo conoce,
Sí,
lo ha conocido, y cuántas veces padecido,
El
imperio que ejerce la criatura joven,
Obrando
sobre él, dejándole indefenso,
Ya
no rey, sino siervo de la humana hermosura.
Flotando
sobre música el sueño ahora se encarna:
Mancebo
todo blanco, rubio, hermoso, que llega
Hacia
él y que es él mismo. ¿Magia o espejismo?
¿Es
posible a la música dar forma, ser forma de mortal alguno?
¿Cuál
de los dos es él, o no es él, acaso, ambos?
El
rey no puede, ni aun pudiendo quiere dividirse a sí del otro.
Sobre
la música inclinado, como extraño contempla
Con
emoción gemela su imagen desdoblada
Y
en éxtasis de amor y melodía queda suspenso.
Él
es el otro, desconocido hermano cuyo existir jamás creyera
Ver
algún día. Ahora ahí está y en él ya
ama
Aquello
que en él mismo pretendieron amar otros.
Con
su canto le llama y le seduce. Pero, ¿puede
Consigo
mismo unirse? Teme que, si respira, el sueño escape.
Luego
un terror le invade: ¿no muere aquel que ve a su doble?
La
fuerza del amor, bien despierto ya en él, alza su escudo
Contra
todo temor, debilidad, desconfianza.
Como
Elsa, ama, mas sin saber a quién. Sólo sabe que ama.
En
el canto, palabra y movimiento de los labios
Del
otro le habla también el canto, palabra y movimiento
Que
a brotar de sus labios al mismo tiempo iban,
Saludando
al hermano nacido de su sueño, nutrido por su sueño.
Mas
no, no es eso: es la música quien nutriera a su sueño, le
dio forma.
Su
sangre se apresura en sus venas, al tiempo apresurando:
El
pasado, tan breve, revive en el presente,
Con
luz de dioses su presente ilumina al futuro.
Todo,
todo ha de ser como su sueño le presagia.
En
el vivir del otro el suyo certidumbre encuentra.
Sólo
el amor depara al rey razón para estar vivo,
Olvido
a su impotencia, saciedad al deseo
Vago
y disperso que tanto tiempo le aquejara.
Se
inclina y se contempla en la corriente
Melodiosa
e, imagen ajenada, su remedio espera
Al
trastorno profundo que dentro de sí siente.
¿No
le basta que exista, fuera de él, lo amado?
Contemplar
a lo hermoso, ¿no es respuesta bastante?
Los
dioses escucharon, y su deseo satisfacen
(Que
los dioses castigan concediendo a los hombres
Lo
que estos les piden), y el destino del rey,
Desearse
a sí mismo, le transforma,
Como
en flor, en cosa hermosa, inerme, inoperante,
Hasta
acabar su vida gobernado por lacayos,
Pero
teniendo en ellos, al morir, la venganza de un rey.
Las
sombras de sus sueños para el eran la verdad de la vida.
No
fue de nadie, ni a nadie pudo llamar suyo.
Ahora
el rey está ahí, en su palco, y solitario escucha,
Joven
y hermoso, como dios nimbado
Por
esa gracia pura e intocable del mancebo,
Existiendo
en el sueño imposible de una vida
Que
queda sólo en música y que es como música,
Fundido
con el mito al contemplarlo, forma ya de ese mito
De
pureza rebelde que tierra apenas toca,
Del
éter huésped desterrado. La melodía le ayuda a conocerse,
A
enamorarse de lo que él mismo es. Y para siempre
en la música vive.
A
LAS ESTATUAS DE LOS DIOSES
Hermosas
y vencidas soñáis,
Vueltos
los ciegos ojos hacia el cielo,
Mirando
las remotas edades
De
titánicos hombres,
Cuyo
amor os daba ligeras guirnaldas
Y
la olorosa llama se alzaba
Hacia
la luz divina, su hermana celeste.
Reflejo
de vuestra verdad, las criaturas
Adictas
y libres como el agua iban;
Aún
no había mordido la brillante maldad
Sus
cuerpos llenos de majestad y gracia.
En
vosotros creían y vosotros existíais;
La
vida no era un delirio sombrío.
La
miseria y la muerte futuras,
No
pensadas aún, en vuestras manos
Bajo
un inofensivo sueño adormecían
Sus
venenosas flores bellas,
Y
una y otra vez el mismo amor tornaba
Al
pecho de los hombres,
Como
ave fiel que vuelve al nido
Cuando
el día, entre las altas ramas,
Con
apacible risa va entornando los ojos.
Eran
tiempos heroicos y frágiles,
Deshechos
con vuestro poder como un sueño feliz.
PROSAS
EL
AMANTE
La noche de agosto confundía el mar y el cielo negros en una misma
vastedad, de la que se apartaba, tal el principio de un mundo increado,
la línea grisácea de la playa. Por ella, desnudo bajo el
ropaje blanco, andaba yo a solas, aunque los amigos, nadando mar adentro,
me llamaban para que les
siguiese. Y entre todas sus voces, yo distinguía una fresca y pura.
El mar guardaba aún en su seno el calor del día, exhalándolo
en un aliento cálido y amargo que iba a perderse por el aire nocturno.
Entre la sombra de la playa anduve largo rato, lleno de dicha, de embriaguez,
de vida. Pero nunca diré por qué. Es locura querer expresar
lo inexpresable. ¿Puede decirse con palabras lo que es le llama
y su divino ardor a quien no la ve ni la siente?
Al fin me lancé al agua, que apenas agitada por el oleaje, con movimiento
tranquilo me fue llevando mar adentro. Vi a lo lejos la línea grisásea
de la playa, y en ella la mancha blanca de mis ropas caídas. Cuando
ellos volvieron, llamando mi nombre entre la noche, buscándome junto
a la envoltura, inerte como cuerpo vacío, yo les contemplaba invisible
en la oscuridad, tal desde otro mundo y otra vida pudiéramos contemplar,
ya sin nosotros, el lugar y los cuerpos que amábamos.
BELLEZA
OCULTA
Pisaba Albanio ya el umbral de la adolescencia, e iba a dejar la casa donde
había nacido, y hasta entonces vivido, por otra en las afueras da
la ciudad. Era una tarde de marzo tibia y luminosa, visible ya la primavera
en aroma, en halo, en inspiración, por el aire de aquel campo entonces
casi solitario.
Estaba en la habitación aun vacía que había de ser
la suya en la casa nueva, y a través de la ventana abierta las ráfagas
de la brisa le traían el olor juvenil y puro de la naturaleza, enardeciendo
la luz verde y áurea, acrecentando la fuerza de la tarde. Apoyado
sobre el quicio de la ventana, nostálgico sin saber de qué,
miró al campo largo rato.
Como en una intuición, más que en una percepción,
por primera vez en su vida adivinó la hermosura de todo aquello
que sus ojos contemplaban. Y con la visión de esa hermosura oculta
se deslizaba agudamente en su alma, clavándose en ella, un sentimiento
de soledad hasta entonces para él desconocido.
El peso del tesoro que la naturaleza le confiaba era demasiado para su
solo espirítu aún infantil, porque aquella riqueza parecía
infundir en él una responsabilidad y un deber, y le asaltó
el deseo de aliviarla con la comunicacion de los otros. Mas luego un pudor
extraño lo retuvo, sellando sus labios, como si el precio de aquel
don fuera la melancolía y aislamiento que lo acompañaban,
condenándole a gozar y a sufrir en silencio la amarga y divina embriaguez,
incomunicable e inefable, que ahogaba su pecho y nublaba sus ojos de lágrimas.
EL
POETA
Aun sería Albanio muy niño cuando leyó a Bécquer
por vez primera. Eran unos volúmenes de encuadernación azul
con arabescos de oro, y entre las hojas de color amarillento alguien guardó fotografías
de catedrales viejas y arruinados castillos. Se los habían dejado
a las hermanas de Albanio sus primas, porque en tales días se hablaba
mucho y vago sobre Bécquer, al traer desde Madrid sus restos para
darles sepultura pomposamente en la capilla de la universidad.
Entre las páginas más densas de prosa, al hojear aquellos
libros, halló otras claras, con unas cortas líneas de leve
cadencia. No alcanzó entonces (aunque no por ser un niño,
ya que la mayoría de los hombres crecidos tampoco alcanzan esto)
la desdichada historia humana que rescata la palabra pura de un poeta.
Mas al leer sin comprender, como el niño y como muchos hombres,
se contagió de algo distinto y misterioso, algo que luego, al releer
otras veces al poeta, despertó en él tal el recuerdo de una
vida anterior, vago e insistente, ahogado en abandono y nostalgia.
Años más tarde, capaz ya claramente, para su desdicha, de
admiración, de amor y de poesía, entró muchas veces
Albanio en la capilla de la universidad, parándose en un rincón,
donde bajo dosel de piedra un ángel sostiene en su mano un libro
mientras lleva la otra a los labios, alzado un dedo, imponiendo silencio.
Aunque sabía que Béequer no estaba allí, sino abajo,
en la cripta de la capilla, solo, tal siempre se hallan los vivos y los
muertos, durante largo rato contemplaba Albanio aquella imagen, como si
no bastándole su elocuencia silenciosa necesitara escuchar, desvelado
en sonido, el mensaje de aquellos labios de piedra. Y quienes respondían
a su interrogación eran las voces jóvenes, las risas vivas
de los estudiantes, que a través de los gruesos muros hasta él
llegaban rlesde el patio salcedo. Allá adentro todo era ya indiferencia
y olvido.
EL
PLACER
En las noches de primavera, alta ya la madrugada, venía a través
del campo, desde Eritaña, el son de un organillo. La tonada efímera,
en el silencio y la calma de la noche, adquiría voz, y hablaba de
quienes a esa hora, en vez de dormir, vivían, velando para el placer
de un momento. Yo les veía, ellos
y ellas, un poco bebidos, serios, la mirada fija y vaga a un tiempo, enlazados
como si siguieran el ritmo del espasmo más que el del baile, las
manos acariciando enajenadas el hermoso cuerpo humano, triunfante un día
para hundirse luego en la muerte. Y el grito ronco y agudo de algún
pavo real, insomne por las alamedas del parque, rompía la cadencia
de la musiquilla como una burla de mi anhelo loco y triste.
Niño aún, mi deseo no tenía forma, y el afán
que lo despertaba en nada podía concretarse; y yo pensaba envidioso
en aquellos hombres anónimos que a esa hora le divertían,
groseramente quizá, mas que eran superiores a mí por el conocimiento
del placer, del que yo sólo tenía el deseo. Y me preguntaba
si eran dignos de ese conocimiento, si yo sería digno de tenerlo
un día, lo mismo que tal o cual criatura perfecta de gracia animal,
apenas por mí entrevista en la revuelta de una calle, cuyo recuerdo
súbito se alumbraba entonces en mi memoria.
A través de las ramas de acacia en flor, por el aire tibio de la
noche de mayo, desde el jardín de la venta, la musiquilla venía
insistente. No era la voz de la melodía inmortal, que nos persuade
de que en nosotros, como en ella, algo no ha de pasar; ésta, frigia
y deleznable, hablaba a nuestra duda, incitándonos a gozar, con
acento que la noche y la ocasión tornaban dramático, como
la voz que a través de un ridículo antifaz nos advierte,
seria, honda, apasionada.
EL
MAGNOLIO
Se entraba a la calle por un arco. Era estrecha, tanto que quien iba por
en medio de ella, al extender a los lados sus brazos, podía tocar
ambos muros. Luego, tras una cancela, iba sesgada a perderse
en el dédalo de otras callejas y plazoletas que componían
aquel barrio antiguo. Al fondo de la calle sólo había una
puertecilla siempre cerrada, y parecía como si la única salida
fuera por encima de las casas, hacia el cielo de un ardiente azul.
En un recodo de la calle estaba el balcón, al que se podía
trepar, sin esfuerzo casi, desde el suelo; y al lado suyo, sobre las tapias
del jardín, brotaba cubriéndolo todo con sus ramas el inmenso
magnolio. Entre las hojas brillantes y agudas se posaban en primavera,
con ese sutil misterio de lo virgen, los copos nevados de sus flores.
Aquel magnolio fue siempre para mí algo más que una hermosa
realidad: en él se cifraba la imagen de la vida. Aunque a veces
la deseara de otro modo, más libre, más en la corriente de
los seres y de las cosas, yo sabía que era precisamente aquel apartado
vivir del árbol, aquel florecer sin testigos, quienes daban a la
hermosura
tan alta calidad. Su propio ardor lo consumía, y brotaba en la soledad
unas puras flores, como sacrificio inaceptado ante el altar de un dios.
EL
ENAMORADO
Estabas en el teatro de verano, donde la noche y las estrellas era lo que
sobre sus cabezas veían aquellas criaturas allí congregadas,
anulando con un misterio más real, una vastedad más dramática,
el acontecer trivial de la escena. Sentado entre los suyos, como tú
entre los tuyos, no lejos de ti le descubriste, para suscitar con su presencia,
desde el fondo de tu ser, esa atracción ineludible, gozosa y dolorosa,
por la cual el hombre, identificado más que nunca consigo mismo,
deja también de pertenecerse a sí mismo.
Un pudor extraño, defensa quizá de la personalidad a riesgo
de enajenarse, tiraba hacia dentro de ti, mientras una simpatía
instintiva tiraba hacia fuera de ti, hacia aquella criatura con la que
no sabías cómo deseabas confundirte. Animada por los ojos
oscuros, coronada por una lisa cabellera, qué encanto hallabas en
aquella faz, irguiéndose sobre el cuello tal sobre un tallo, con
presunción graciosa e inconsciente.
No fue esa la primera vez que te enamoraste, aunque sí fue acaso
la primera en que el sentimiento, todavía sin nombre, urgió
sobre tu conciencia. Luego tu sentimiento se olvidó, lejos la causa
de él, como se olvida un despertar breve del amanecer cuando la
luz apenas despunta y el cuerpo cae de nuevo en la ignorancia del sueño.
Ni pensaste que podías no verle más, inapercibido ante la
premura del tiempo, tan temprano aún, que apenas si en la vida nos
permite espacio para la ternura de que seríamos capaces.
*
Aquella noche prendió en ti solo una chispa del fuego en el cual
más tarde debías consumirte, para renacer igual que el fénix.
Mas a su fulgor entreviste ya la hermosura del cuerpo juvenil, casi sin
saber desearlo todavía, al que ninguna flor equivale en matiz, en
contorno, en gracia, siendo además, o pareciendo, capaz de respuesta
ante la admiración apasionada de un amante.
Otros podrán hablar de cómo se marchita y decae la hermosura
corporal, pero tú sólo deseas recordar su esplendor primero,
y no obstante la melancolía con que acaba, nunca quedará
por ella oscurecido su momento. Algunos creyeron que la hermosura, por
serlo, es eterna (Como dal fuoco il caldo, esser diviso - Non
può’l bel dall’eterno), y aun cuando no lo sea, tal en una corriente
el remanso nutrido por idéntica agua fugitiva, ella y su contemplación
son lo único que parece arrancarnos al tiempo durante un instante
desmesurado.
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