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La expresión americana | ||
Ayacucho
Eugenio María de Hostos Cuando el tiempo haya pasado por encima de la leyenda, y destruídola; cuando al irreflexivo vivir de sociedades que se forman, haya sucedido el vivir reflexivo de sociedades ya formadas; y los hombres y las ideas, los acontecimientos y los principios, los medios y los fines, las causas y los efectos tengan el valor limitado que la razón colectiva les dará, en vez del ilimitado, exclusivo, apasionado e inseguro que les da la fantasía individual; cuando empiece para la América colombiana la existencia completa, de total desarrollo de sus fuerzas físicas morales y mentales; de armónica consideración de su pasado, su presente y su futuro; en pocas palabras, cuando pueda haber historia de América, Ayacucho será más que una gloria, será un servicio. Dejará de ser una gloria de estos pueblos para ser un servicio de la humanidad. Dejará de ser un hecho para ser un derecho. Dejará de ser una promesa, para ser un compromiso. I El ideal cristiano no cabía en la unidad católica, y la rompió. El ideal social no cabía en la unidad monárquica, y la rompió. El ideal del progreso no cabía en la unidad territorial, y la rompió. Cada uno de estos rompimientos era una necesidad, es una gloria, y será un adelanto del espíritu humano. A cada uno de ellos ha correspondido una revolución, una evolución y una conquista. El sentimiento religioso produjo la revolución protestante en Alemania, en los Países Bajos, en Suecia, en Inglaterra y Francia; la evolución filosófica de las sociedades europeas, la conquista de la independencia para la conciencia y la razón universal. El rompimiento político produjo la revolución inglesa y la Revolución Francesa, la evolución de la sociedad europea hacia un estado social basado en el trabajo, en la justicia y en la libertad; la conquista de los derechos individuales. E1 rompimiento territorial produjo una revolución colonial en Norte América y otra revolución colonial en Sudamérica; la evolución de las sociedades coloniales hacia la posesión absoluta de sí mismas; la conquista de la independencia territorial, la política y social. Los rompimientos europeos eran una necesidad, porque sin libertad no hay vida, y, esclavitud en su conciencia, en su voluntad y en sus afectos, Europa moría encerrada en las tres unidades de religión, de rey y de régimen despótico. Son una gloria, porque todos ellos han ejercitado las facultades más activas, los sentimientos más generosos, la voluntad más sana de los pueblos. Serán un progreso, porque de todos ellos se producirá, se está produciendo una humanidad más inteligente, más concienzuda, más moral. Los rompimientos americanos eran una necesidad, porque sin independencia no hay dignidad, y América moría en la indignidad de una dependencia sofocante. Son una gloria, porque todos esos rompimientos han puesto en actividad las fuerzas poderosas, los deseos sacrosantos, las ideas reformadoras de una humanidad más joven, sana, renovadora, que ha traído nuevos factores a la sociedad, nuevos principios a la moral, nuevos problemas a las ciencias políticas y naturales, nuevos estímulos a la civilización, nueva savia a la vida universal. Serán un progreso, porque el día en que esos rompimientos hayan elaborado las consecuencias radicales que buscaban, la civilización fijará sus reales en el Nuevo Continente, y siendo esa civilización más completa, más humana, por ser más completa, la humanidad vivirá mejor que ha vivido, la ciencia tendrá más horizontes que descubrir, la conciencia más leyes que acatar. II Para romper la cadena que ligaba una sociedad naciente a otra sociedad agonizante; para hacer dueños de Colombia a los colombianos; árbitro de su destino al continente colombiano; posesión de la industria y del trabajo libre a la tierra esclavizada; tribunal de su fe a la conciencia individual; juez de todo, hombre sin Dios, naturaleza y sociedad, a la razón humana; organismo de derecho a la libertad individual, organismo de libertades al derecho social y nacional; sistema científico a las instituciones políticas, administrativas y económicas; sistema filosófico a las instituciones sociales y morales; para unir a todas las razas en el trabajo, en la libertad, en la igualdad y en la justicia; para ligar todos los pueblos de una raza, de una lengua, de una tradición, de unas costumbres, para eso fue Ayacucho. III Ayacucho no es el esfuerzo de un solo pueblo; es el esfuerzo de todos los pueblos meridionales del Continente; no es el resultado de una lucha parcial, es el resultado de una lucha general; no es la victoria de un solo ejército, es la victoria de todos los ejércitos sudamericanos; no es el triunfo militar de un solo capitán, es el triunfo intelectual de todos los grandes capitanes, desde la fantasía fascinadora que se llamó Bolívar hasta la conciencia impasible que se llamó San Martín; no es el campo de batalla de peruanos y españoles, es el campo de batalla de América y España; no es la colisión de dos contrarios, es la última colisión de un porvenir contra otro porvenir; no es la batalla de una guerra, es la batalla decisiva de una lucha secular. A los ojos de una historia filosófica, Ayacucho empezó en 1533. A los ojos de la critica, Ayacucho empezó en 1810. Sólo a los mal abiertos de la narrativa empezó y acabó el 9 de diciembre de 1824. 1533-1810-1824, tres cifras que compendian la historia colonial de Sudamérica; proporción aritmética que sintetiza una proporción social, política, moral e intelectual. 1533 es a 1810, como 1810 es a 1824, porque la conquista aniquiladora debía producir una revolución proporcional a ella, y la revolución debía un triunfo proporcional a sus inmensos fines. La civilización, que necesitaba más espacio, descubrió un nuevo mundo. Entregó a España medio mundo, y en vez de civilizarlo, de educarlo, de prepararlo para su altísimo destino, España lo oprimió. Esta es la historia de 1533 a 1810. El progreso, que por medio del vapor, iba a disminuir el espacio, y por medio de la electricidad iba a anularlo, necesitaba sociedades nuevas para impulsos nuevos y reconquistó de España el medio mundo que erróneamente le había confiado. La historia que empieza en las aventuras de Ojeda, de Pinzón, de Juan de la Cosa y de Ponce de León; en el épico descubrimiento del Pacífico; en el incendio heroico de las naves y en las dramáticas astucias de Tlaxcala; en el pacto ridículo-sublime de Pizarro, Almagro y Luque, dos soldados, un fraile y ningún hombre; en la escena grandiosa de la isla del Gallo; en la sangrienta traición de Cajamarca; en la exploración monumental de Gonzalo Pizarro; en el descubrimiento casual de Valdivia; en la matanza universal de indios, en la feroz imposición de una creencia; en la voraz avidez de plata y oro; en el quinto real, en los diezmos, en la capitación, en la mita, en las encomiendas, en los acotamientos, en las misiones, en la substitución del esclavo indio con el africano esclavo, en el privilegio de castas, en el monopolio de empleos y funciones; la historia que empieza en la lucha latente de todos los elementos sociales, que es igual a sí misma desde 1492 hasta 1870, siempre opresión, siempre opresión, siempre opresión, debía producir una revolución total y un triunfo universal. Produjo la revolución total. Desde Méjico hasta Chile, desde el Plata al Orinoco, desde el Misti al Chimborazo, desde Bogotá hasta Guatemala, desde el territorio que pueblan los mosquitos hasta el que recientemente ha inmortalizado el heroísmo de la raza guaraní. Produjo el triunfo universal. De naciones, de razas, de principios, de derechos, de moral, de justicia, de igualdad, de libertad. Y para que las cifras correspondan absolutamente al movimiento que simbolizan, y para que las consecuencias de 1824 equivalgan a los principios de 1810 y a la premisa de 1533, el triunfo fue en un día, en un lugar y para todos, como de todos había sido en trescientos lugares y en trescientos años de opresión. IV Ayacucho es, pues, más que una gloria de estos pueblos, más que un servicio hecho al progreso, más que un hecho resultante de otros hechos, más que un derecho conquistado, más que una promesa hecha a la historia y a los contemporáneos de que los vencedores en el campo de batalla eran la civilización contra el quietismo, la justicia contra la fuerza, la libertad contra la tiranía, la república contra la monarquía; Ayacucho es un compromiso contraído por toda la América que dejó de ser española en aquel día. Venezolanos y argentinos, neogranadinos y peruanos, ecuatorianos y chilenos, mejicanos y antillanos, llaneros, gauchos, pastusos, cholos, federalistas, unitarios, conservadores, radicales, los combatientes del primer día en Angosturas, en Carabobo, en Casanare, en San José, en Cataguata, en San Lorenzo; los combatientes de los últimos días, en Ríobamba, en Pichincha y en Junín, cuantos elementos etnográficos, políticos, militares y morales constituían la sociedad americano-colombiana, todos estuvieron unidos, confundidos, hermanados en la hora suprema de Ayacucho: todos derramaron su sangre generosa, todos tomaron el paso de triunfadores, en nombre de la independencia de toda la América latina, y a la voz de un sentimiento unánime: la unión perpetua de los pueblos aliados por la desgracia y la victoria. Si nadie hubiera dicho en aquel día que aquella primera aurora de la independencia era también la primera de la confederación, el mundo y la historia, la necesidad y el interés lo habrían dicho. Los dos pueblos que empezaron la tarea gloriosa, antes de concluirla para sí, la emprendieron en favor de sus hermanos. Aún no era independiente Venezuela, cuando ya combinaba sus fuerzas con las de Nueva Granada, y, después de aniquilar las españolas al partido peninsular, que se rehacían, emprendió su marcha triunfal hacia Caracas. Aún era insegura la independencia de las provincias unidas de la Plata, cuando ya los granaderos de a caballo y los artilleros de los Andes acompañaban desde Cuyo a los emigrados chilenos, y en Chacabuco y en Maipú, les devolvían la patria. ¿En qué pensaban los dos hombres más poderosos que creó la revolución? En la revolución total de todos los pueblos colombianos y en la unión como efecto de la lucha. Cuando los más firmes vacilaban, y toda Venezuela sometida se abandonaba al dolor de una impotencia, los pocos que huían con Bolívar, declararon demente al grande hombre. ¿Por qué? Porque fijo su espíritu en el fin predominante, se olvidaba del presente por antever el porvenir, y desde aquellos días tenebrosos, vislumbraba los radiantes días en que, emancipadas del yugo común por su común esfuerzo, todas las sociedades colombianas, todos sus gobiernos formaran una liga permanente. Cuando alboreaban para él los días de triunfo, ¿por qué se sustrajo San Martín al triunfo, y dimitió el mando del ejército argentino, y se retiró a Cuyo, y vivió en solitaria incubación de su ideal? Porque aquel espíritu sano, quizá el más sano de cuantos produjo aquella revolución desinfectante, buscaba el triunfo de su idea, pensaba en América más que en sí, quería la dilatación de Buenos Aires a Chile y al Perú, y comprendía, como Bolívar, que sólo la independencia de todos era seguridad para la independencia de cada uno de los pueblos, que sólo de la unión de todos ellos surgirían la estabilidad, la libertad y la paz. ¿Por qué se confederaron Venezuela, Nueva Granada y el Ecuador? ¿Por qué se ligaron el Perú y Bolivia? ¿Por qué se unieron las cinco repúblicas centrales? ¿Qué grande hombre, estadista o guerrero, poeta o pensador, produjo aquella salvadora convulsión, qué grande hombre, para quien no fuera ideal el más amado la confederación de los gobiernos y de todos los pueblos colombianos? ¿A qué voz del sentimiento, a qué estímulo del pensamiento respondían más enérgicamente estos pueblos, que al estímulo y a la voz persuasiva de la unión? La misma Europa, que apenas se había incorporado en su lecho de espinas para celebrar y venerar el movimiento de estas sociedades, ¿por qué se electrizó con la electricidad que comunica toda idea sublime, cuando oyó que los pueblos recién desuncidos del yugo español se congregaban para pactar su unión en Panamá? Porque la idea salvadora de la unión era sublime, porque el hecho que el Congreso realizaba era sublime. V Y sin embargo, hoy, 9 de diciembre de 1870, cuarenta y seis años después de la batalla de América contra España, el triunfo de aquella batalla no es completo, el compromiso contraído en el campo de Ayacucho por todos los pueblos en él representados, no se ha cumplido todavía. ¡Todavía no hay una Confederación Sudamericana! ¡Todavía hay pueblos americanos que combaten solitariamente contra España! ¡Todavía hay repúblicas desgarradas por las discordias civiles! ¡Todavía no tienen fuerza internacional las sociedades y los gobiernos colombianos! ¡Todavía puede un imperio atentar alevemente contra Méjico! ¡Todavía puede otro imperio destrozarnos impunemente al Paraguay! En tanto que esto suceda, imperativamente os lo ordena la conciencia americana, celebradores de Ayacucho, no, no celebréis la victoria sacrosanta. Enlazados los pueblos que ella creó definitivamente, encaminándose unidos hacia el porvenir, tienen derecho; separados, ¡no! Aquélla no fue la victoria de una u otra parcialidad del Continente, fue la victoria suprema de toda la América, y sólo cuando la política obedezca a la geografía, la realidad a la necesidad, la consecuencia a la premisa, sólo entonces será lógico el sagrado regocijo. Entonces el Continente se llamará Colombia, en vez de no saber cómo llamarse; en vez de ser la patria de peruanos, chilenos, argentinos, mejicanos; cada república, independiente en sí misma, concurrirá con todas las demás al gobierno internacional de todas, y el poder exterior que no ha logrado crear la fuerza individual de cada una de las naciones constituidas, lo impondrá eficazmente la fuerza colectiva. Entonces, cumplido el compromiso, será un derecho el aniversario de Ayacucho; entonces, la historia vigilante, contemplando en la confederación permanente de la paz el resultado de la confederación momentánea de la guerra, verá que es buena, e inscribirá la fecha de Ayacucho entre las solemnidades de la religión infalible del progreso. El Nacional, Lima,
9 de diciembre de 1870
La educación científica de la mujer Eugenio María de Hostos Al aceptar nuestra primera base, que siempre será gloria y honra del pensador eminente que os la propuso y nos preside, todos vosotros la habéis meditado; y la habéis abarcado, al meditarla, en todas sus fases, en todas sus consecuencias lógicas, en todas sus trascendencias de presente y porvenir. No caerá, por lo tanto, bajo el anatema del escándalo el tema que me propongo desarrollar ante vosotros: que cuando se ha atribuido al arte literario el fin de expresar la verdad filosófica; cuando se le atribuye como regla de composición y de críticas el deber de conformar las obras científicas a los hechos demostrados positivamente por la ciencia, y el deber de amoldar las obras sociológicas o meramente literarias al desarrollo de la naturaleza humana, se ha devuelto al arte de la palabra, escrita o hablada, el fin esencial a que corresponde; y el pensador que en esa reivindicación del arte literario ha sabido descubrir la rehabilitación de esferas enteras de pensamiento, con sólo esa rehabilitación ha demostrado la profundidad de su indagación, la alteza de su designio, y al asociarse a vosotros y al asociaros a su idea generosa, algo más ha querido, quería algo más que matar el ocio impuesto: ha querido lo que vosotros queréis, lo que yo quiero; deducir de la primera base las abundantes consecuencias que contiene. Entre esas consecuencias está íntegramente el tema que desenvolverá este discurso. Esta Academia quiere un arte literario basado en la verdad, y fuera de la ciencia no hay verdad; quiere servir a la verdad por medio de la palabra, y fuera de la que conquista prosélitos para la ciencia, no hay palabra; quiere, tiene que querer difusión para las verdades demostradas, y fuera de la propaganda continua no hay difusión; quiere, tiene que querer eficacia para la propaganda, y fuera de la irradiación del sentimiento no hay eficacia de verdad científica en pueblos niños que no han llegado todavía al libre uso de razón. Como el calor reanima los organismos más caducos, porque se hace sentir en los conductos más secretos de la vida, el sentimiento despierta el amor de la verdad en los pueblos no habituados a pensarla, porque hay una electricidad moral y el sentimiento es el mejor conductor de esa electricidad. El sentimiento es facultad inestable, transitoria e inconstante en nuestro sexo; es facultad estable, permanente, constante, en la mujer. Si nuestro fin es servir por medio del arte literario a la verdad, y en el estado actual de la vida chilena el medio más adecuado a ese fin es el sentimiento, y el sentimiento es más activo y por lo tanto más persuasivo y eficaz en la mujer, por una encadenación de ideas, por una rigurosa deducción llegaréis, como he llegado yo, a uno de los fines contenidos en la base primera: la educación científica de la mujer. Ella es sentimiento: educadla, y vuestra propaganda de verdad será eficaz; haced eficaz por medio de la mujer la propaganda redentora, y difundiréis por todas partes los principios eternos de la ciencia; difundid esos principios, y en cada labio tendréis palabras de verdad; dadme una generación que hable la verdad, y yo os daré una generación que haga el bien; daos madres que lo enseñen científicamente a sus hijos, y ellas os darán una patria que obedezca virilmente a la razón, que realice concienzudamente la libertad, que resuelva despacio el problema capital del Nuevo Mundo, basando la civilización en la ciencia, en la moralidad y en el trabajo, no en la fuerza corruptora, no en la moral indiferente, no en el predominio exclusivo del bienestar individual. Pero educar a la mujer para la ciencia es empresa tan ardua a los ojos de casi todos los hombres, que aquellos en quienes tiene luz más viva la razón y más sana energía la voluntad, prefieren la tiniebla del error, prefieren la ociosidad de su energía, a la lucha que impone la tarea Y no seréis vosotros los únicos, señores, que al llevar al silencio del hogar las congojas acerbas que en todo espíritu de hombre destila el espectáculo de la anarquía moral e intelectual de nuestro siglo, no seréis vosotros los únicos que os espantéis de concebir que allí, en el corazón afectuoso, en el cerebro ocioso, en el espíritu erial de la mujer, está probablemente el germen de la nueva vida social, del nuevo mundo moral que en vano reclamáis de los gobiernos, de las costumbres, de las leyes. No seréis los únicos que os espantéis de concebirlo. Educada exclusivamente como está por el corazón y para él, aislada sistemáticamente como vive en la esfera de la idealidad enfermiza, la mujer es una planta que vegeta, no una conciencia que conoce su existencia; es una mimosa sensitiva que lastima el contacto de los hechos, que las brutalidades de la realidad marchitan; no una entidad de razón y de conciencia que amparada por ellas en su vida, lucha para desarrollarlas, las desarrolla para vivirlas, las vive libremente, las realiza. Vegetación, no vida; desarrollo fatal, no desarrollo libre; instinto, no razón; haz de nervios irritables, no haz de facultades dirigibles; sístole-diástole fatal que dilata o contrae su existencia, no desenvolvimiento voluntario de su vida; eso han hecho de la mujer los errores que pesan sobre ella, las tradiciones sociales, intelectuales y morales que la abruman, y no es extraordinario que cuando concebimos en la rehabilitación total de la mujer la esperanza de un nuevo orden social, la esperanza de la armonía moral e intelectual, nos espantemos: entregar la dirección del porvenir a un ser a quien no hemos sabido todavía entregar la dirección de su propia vida, es un peligro pavoroso. Y sin embargo, es necesario arrostrarlo, porque es necesario vencerlo. Ese peligro es obra nuestra, es creación nuestra; es obra de nuestros errores, es creación de nuestras debilidades; y nosotros los hombres, los que monopolizamos la fuerza de que casi nunca sabemos hacer justo empleo; los que monopolizamos el poder social, que casi siempre manejamos con mano femenina; los que hacemos las leyes para nosotros, para el sexo masculino, para el sexo fuerte, a nuestro gusto, prescindiendo temerariamente de la mitad del género humano, nosotros somos responsables de los males que causan nuestra continua infracción de las leyes eternas de la naturaleza. Ley eterna de la naturaleza es igualdad moral del hombre y de la mujer, porque la mujer, como el hombre, es obrero de la vida; porque para desempeñar ese augusto ministerio, ella como él está dotada de las facultades creadoras que completan la formación física del hombre-bestia por la formación moral del hombre-dios. Nosotros violamos esa ley, cuando reduciendo el ministerio de la mujer a la simple cooperación de la formación física del animal, le arrebatamos el derecho de cooperar a la formación psíquica del ángel. Para acatar las leyes de la naturaleza, no basta que las nuestras reconozcan la personalidad de la mujer, es necesario que instituyan esa personalidad, y sólo hay personalidad en donde hay responsabilidad y en donde la responsabilidad es efectiva. Más lógicos en nuestras costumbres que solemos serlo en las especulaciones de nuestro entendimiento, aún no nos hemos atrevido a declarar responsable del desorden moral e intelectual a la mujer, porque, aún sabiendo que en ese desorden tiene ella una parte de la culpa, nos avergonzamos de hacerla responsable. ¿Por magnanimidad, por fortaleza? No; por estricta equidad, porque si la mujer es cómplice de nuestras faltas y copartícipe de nuestros males, lo es por ignorancia, por impotencia moral; porque la abandonamos cobardemente en las contiendas intelectuales que nosotros sostenemos con el error, porque la abandonamos impíamente a las congojas del cataclismo moral que atenebra la conciencia de este siglo. Reconstituyamos la personalidad de la mujer, instituyamos su responsabilidad ante sí misma, ante el hogar, ante la sociedad; y para hacerlo, restablezcamos la ley de la naturaleza, acatemos la igualdad moral de los dos sexos, devolvamos a la mujer el derecho de vivir racionalmente; hagámosle conocer este derecho, instruyámosla en todos sus deberes, eduquemos su conciencia para que ella sepa educar su corazón. Educada en su conciencia, será una personalidad responsable: educada en su corazón, responderá de su vida con las amables virtudes que hacen del vivir una satisfacción moral y corporal tanto como una resignación intelectual. ¿Cómo? Ya lo sabéis: obedeciendo a la naturaleza. Más justa con el hombre que lo es él consigo mismo, la naturaleza previó que el ser a quien dotaba de la conciencia de su destino, no hubiera podido resignarse a tener por compañera a un simple mamífero; y al dar al hombre un colaborador de la vida en la mujer, dotó a ésta de las mismas facultades de razón y la hizo colaborador de su destino. Para que el hombre fuera hombre, es decir, digno de realizar los fines de su vida, la naturaleza le dio conciencia de ella, capacidad de conocer su origen, sus elementos favorables y contrarios, su trascendencia y relaciones, su deber y su derecho, su libertad y su responsabilidad; capacidad de sentir y de amar lo que sintiera; capacidad de querer y realizar lo que quisiera; capacidad de perfeccionarse y de mejorar por si mismo las condiciones de su ser y por sí mismo elevar el ideal de su existencia. Idealistas o sensualistas, materialistas o positivistas, describan las facultades del espíritu según orden de ideas innatas o preestablecidas, según desarrollo del alma por el desarrollo de los sentidos, ya como meras modificaciones de la materia, ya como categorías, todos los filósofos y todos los psicólogos se han visto forzados a reconocer tres órdenes de facultades que conjuntamente constituyen la conciencia del ser humano, y que funcionando aisladamente constituyen su facultad de conocer, su facultad de sentir, su facultad de querer. Si estas facultades están con diversa intensidad repartidas en el hombre y la mujer, es un problema; pero que están total y parcialmente determinando la vida moral de uno y otro sexo, es un axioma: que los positivistas refieran al instinto la mayor parte de los medios atribuidos por los idealistas a la facultad de sentir; que Spinoza y la escuela escocesa señalen en los sentidos la mejor de las aptitudes que los racionalistas declaran privativas de la razón; que Krause hiciera de la conciencia una como facultad de facultades; que Kant resumiera en la razón pura todas las facultades del conocimiento y en la razón práctica todas las determinaciones del juicio, importa poco, en tanto que no se haya demostrado que el conocer, el sentir y el querer se ejercen de un modo absolutamente diverso en cada sexo. No se demostrará jamás, y siempre será base de la educación científica de la mujer la igualdad moral del ser humano. Se debe educar a la mujer para que sea ser humano, para que cultive y desarrolle sus facultades para que practique su razón, para que viva su conciencia, no para que funcione en la vida social con las funciones privativas de mujer. Cuanto más ser humano se conozca y se sienta, más mujer querrá ser y sabrá ser. Si se me permitiera distribuir en dos grupos las facultades y las actividades de nuestro ser, llamaría conciencia a las primeras, corazón a las segundas, para expresar las dos grandes fases de la educación de la mujer y para hacer comprender que si la razón, el sentimiento y la voluntad pueden y deben educarse en cuanto facultades, sólo pueden dirigirse en cuanto actividades: educación es también dirección, pero es externa, indirecta, mediata, extrapersonal; la dirección es esencialmente directa, inmediata, interna, personal. Como ser humano consciente, la mujer es educable; como corazón, sólo ella misma puede dirigirse. Que dirigirá mejor su corazón cuando esté más educada su conciencia; que sus actividades serán más saludables cuanto mejor desenvueltas estén sus facultades, es tan evidente y es tan obvio, que por eso es necesario, indispensable, obligatorio, educar científicamente a la mujer. Ciencia es el conjunto de verdades demostradas o de hipótesis demostrables, ya se refieran al mundo exterior o al interior, al yo o al no-yo, como dice la antigua metafísica; comprenden por lo tanto, todos los objetos de conocimiento positivo e hipotético, desde la materia en sus varios elementos, formas, transformaciones, fines, necesidades y relaciones, hasta el espíritu en sus múltiples aptitudes, derechos, deberes, leyes, finalidad y progresiones; desde el ser hasta el no-ser; desde el conocimiento de las evoluciones de los astros hasta el conocimiento de las revoluciones del planeta; desde las leyes que rigen el universo físico hasta las que rigen el mundo moral; desde las verdades axiomáticas en que está basada la ciencia de lo bello, hasta los principios fundamentales de la moral; desde el conjunto de hipótesis que se refieren al origen, transmigración, civilización y decadencia de las razas, hasta el conjunto de hechos que constituyen la sociología. Esta abrumadora diversidad de conocimientos, cada uno de los cuales puede absorber vidas enteras y en cada uno de los cuales establecen diferencias, divisiones y separaciones sucesivas el método, el rigor lógico y la especialización de hechos, de observaciones y de experimentaciones que antes no se habían comprobado, esta diversidad de conocimientos está virtualmente reducida a la unidad de la verdad, y se puede, por una sencilla generalización, abarcar en una simple serie. Todo lo cognoscible se refiere necesaria y absolutamente a alguno de nuestros medios de conocer. Conocemos por medio de nuestras facultades, y nuestras facultades están de tan íntimo modo ligadas entre sí, que lo que es conocer para las unas es sentir para las otras y querer para las restantes; y a veces la voluntad es sentimiento y conocimiento, y frecuentemente el sentimiento suple o completa e ilumina a la facultad que conoce y a la que realiza. Distribuyendo, pues, toda la ciencia conocida en tantas categorías cuantas facultades tenemos para conocer la verdad, para amarla y para ejercitarla, la abarcaremos en su unidad trascendental, y sin necesidad de conocerla en su abundante variedad, adquiriremos todos sus fundamentos, en los cuales, hombre o mujer, podemos todos conocer las leyes generales del universo, los caracteres propios de la materia y del espíritu, los fundamentos de la sociabilidad, los principios necesarios de derecho, los motivos, determinaciones y elementos de lo bello, la esencia y la necesidad de lo bueno y de lo justo. Todo eso puede saberlo la mujer, porque para todos esos conocimientos tiene facultades; todo eso debe saberlo, porque sabiendo todo eso se emancipará de la tutela del error y de la esclavitud en que la misma ociosidad de sus facultades intelectuales y morales la retienen. Se ama lo que se conoce bello, bueno, verdadero; el universo, el mundo, el hombre, la sociedad, la ciencia, el arte, la moral, todo es bello, bueno y verdadero en sí mismo; conociéndolo todo en su esencia, ¿no sería todo más amado? Y habiendo necesariamente en la educación científica de la mujer un desenvolvimiento correlativo de su facultad de amar, ¿no amaría más conociendo cuanto hoy ama sin conocer? Amando más y con mejor amor, ¿no sería más eficaz su misión en la sociedad? Educada por ella, conocedora y creadora ya de las leyes inmutables del universo, del planeta, del espíritu, de las sociedades, libre ya de las supersticiones, de los errores, de los terrores en que continuamente zozobran su sentimiento, su razón y su voluntad, ¿no sabría ser la primera y la última educadora de sus hijos, la primera para dirigir sus facultades, la última para moderar sus actividades, presentándoles siempre lo bello, lo bueno, lo verdadero como meta? La mujer es siempre madre; de sus hijos, porque les ha revelado la existencia; de su amado, porque le ha revelado la felicidad; de su esposo, porque le ha revelado la armonía. Madre, amante, esposa, toda mujer es una influencia. Armad de conocimientos científicos esa influencia, y soñad la existencia, la felicidad y la armonía inefable de que gozaría el hombre en el planeta, si la dadora, si la embellecedora, si la compañera de la vida fuera, como madre, nuestro guía científico; como amada, la amante reflexiva de nuestras ideas, y de nuestros designios virtuosos; como esposa, la compañera de nuestro cuerpo, de nuestra razón, de nuestro sentimiento, de nuestra voluntad y nuestra conciencia. Sería hombre completo. Hoy no lo es. El hombre que educa a una mujer, ése vivirá en la plenitud de su ser, y hay en el mundo algunos hombres que saben vivir su vida entera; pero ellos no son el mundo, y el infinito número de crímenes, de atrocidades, de infracciones de toda ley que en toda llora se cometen en todos los ámbitos del mundo, están clamando contra las pasiones bestiales que la ignorancia de la mujer alienta en todas partes, contra los intereses infernales que una mujer educada moderaría en el corazón de cada hijo, de cada esposo, de cada padre. Esta mujer americana, que tantas virtudes espontáneas atesora, que tan nobles ensueños acaricia, que tan alta razón despliega en el consejo de familia y tan enérgica voluntad pone al infortunio, que tan asombrosa perspicacia manifiesta y con tan poderosa intuición se asimila los conocimientos que el aumento de civilización diluye en la atmósfera intelectual de nuestro siglo; esta mujer americana, tan rebelde por tan digna, como dócil y educable por tan buena, es digna de la iniciación científica que está destinada a devolverle la integridad de su ser, la libertad de su conciencia, la responsabilidad de su existencia. En ella más que en nadie es perceptible en la América latina la trascendencia del cambio que se opera en el espíritu de la humanidad, y si ella no sabe de dónde viene la ansiosa vaguedad de sus deseos, a dónde van las tristezas morales que la abaten, dónde está el ideal en que quisiera revivir su corazón, antes marchito que formado, ella sabe que está pronta para bendecir el nuevo mundo moral en donde, convertida la verdad en realidad, convertida en verdad la idea de lo bello; convertida en amable belleza la virtud, las tres Gracias del mito simbólico descienden a la tierra y enlazadas estrechamente de la mano como estrechamente se enlazan la facultad de conocer lo verdadero, la facultad de querer lo justo, la facultad de amar lo bello, ciencia, conciencia y caridad se den la mano. Revista Sudamericana, Chile, junio de 1873 |
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