Regresar a | ||
La más verbosa | ||
El
vacilón
(Un
ejercicio de identidad)
I
movimenti dei ballerini prevedono aggraziate
Emilio Ichikawa Sucedió en el apartamento de Nelson, otra estrella brillante, tan luminosa como Arturo. En una pieza sencilla y franca, adjunta a la clínica que una vez se llamó "La Covadonga" y hoy "Hospital de El Cerro" un grupo de amigos solíamos reunirnos semanalmente a discutir textos que siempre recomendaba el escritor Abilio Estévez. Nelson era matemático de formación y trabajaba en informática; Helena, asesora de la ONU para recursos naturales (especialidad: aves exiliares); yo enseñaba filosofía, y Abilio era el alquimista que encontraba sentido a todas las perspectivas. Un día recomendó un par de textos que abordaban ese manido asunto que reconocemos como "carácter nacional"; un enigma y varias semanas antes Julio Caro Baroja había tirado el tópico de la "identidad" al baúl de las quimeras con su libro El mito del carácter nacional español, pero el lío era nuevo para mí. Nuevo, es decir, interesante. Un tema tan insostenible en el nivel intelectual como ubicuo en los pujilatos de prestigio, complejos y envidias que rigen la vida cotidiana del hombre común. En uno de ellos Virgilio Piñera hablaba del énfasis en las maneras criollas, de la gesticularidad de "el cubano", cerrando la composición con una profecía utópica que había tomado de Macedonio Fernández: "algún día seremos más interesantes". En el segundo texto Borges criticaba la significación explícita de la "argentinidad", y optaba por símbolos más indirectos de la misma, como puede ser el ruiseñor, un pájaro que pertenece más a la literatura que a la realidad. El argentino prefería ser personaje antes que persona, una representación del ave antes que un ave. En todo caso "el" ave. Tras esas lecturas me sumí en la reflexión y la escritura acerca de la "cubanidad", cuya "esencia" busqué con fe ingenua hasta que advino esa suerte de escepticismo ontológico que atribuí a las lecturas postmodernas y que en verdad no fue más que un efecto espiritual de la edad. Negué, y hasta sentí vergüenza de los afanes de "cubanología" y, sin embargo, todavía hoy reincido periódicamente en ellos. He vuelto a aquel lugar de El Cerro donde una vez me sentí genial junto a los amigos; pero ahora lo habito con un debilitado entusiasmo, con menos dogmatismo, o con más inseguridad. No es lo mismo, pero es igual. A ese esfuerzo intelectual por entender la naturaleza del prójimo que tengo en mí mismo lo califico suavemente como un "ejercicio de identidad". Buscar quién soy confiando en que mi experiencia es una sensitividad compartida que me lanza más allá de una singularidad radical, de la soledad, es por lo menos una práctica piadosa. Cuando miro a esa edad creativa del té, el pelo largo, la insolencia en la frente y El lobo estepario como autoridad, me dan ganas de gritar: Snobistas de todo el mundo: ¡créansela! De la pose de hoy emergerán las obras del mañana. Hace unas noches descubrí uno de esos ejercicios de identidad que hubieran completado la dupla sugerida por Abilio Estévez. Se trata de un par de paginitas, adheridas en un libro amarillo, que al poeta Orlando González Esteva debió caérsele en un canal. Un libro, ya no mojado, sino húmedo, cuyo papel, cuando se deja leer, restalla como olas que se desbesan. El título del volumen: Primeras letras (Edit. Vuelta, México, 1988), que recoge prosas breves escritas por Octavio Paz desde el año 1931 al 1943; entre ellas El vacilón (11 de marzo, 1943), un genial "ejercicio de identidad". Paz
enumera significados del verbo "vacilar" que son perfectamente compatibles
entre sí: movimiento indeterminado, titubeo, perplejidad.
Dice Paz que México "vacila" y que a los mexicanos les gusta "vacilar": "nos vacilamos los unos a los otros". Esa "vacilación" tiene algunos fundamentos; primero está la geografía: "Nuestra tierra, erizada de volcanes, perpetuamente vacila", dice el poeta; después, como apuntó Rodolfo Usigli, está la historia, una marcha telúrica que ha forjado una democracia entre imperios y revoluciones. Un terrible guión, debió haber pensado el dramaturgo. "A todos nos gusta vacilar y nos vacilamos los unos a los otros", reitero que había dicho Paz de los mexicanos; y yo siento la fuerte tentación de decir lo mismo de los cubanos. Sin embargo, nuestra gente vacila en una escala menor, en tempo de crepúsculo. Mientras los mexicanos dicen "mucho", los cubanos decimos "muchito"; mientras ellos se dan un "tequilazo", nosotros tomamos un "roncito". El cubano es una criatura indecisa, con espanto al ridículo. En La Habana usted da un simple tropezón, "saca un boniato", y es como si el mundo se le cayera encima. Si corre desesperadamente y el ómnibus escapa, se siente en la necesidad de avanzar hasta la próxima estación para sortear la burla del público. Esos retraimientos se compensan con performances exagerados que no hacen sino confirmar esa inseguridad. Decía Fernando Ortiz que el cubano no es "valiente" sino "engallado", o "guapo", como reiteró Abrahám Rodríguez en su conocido drama Andoba. La valentía real se suple eficientemente con una coreografía de amenazas que consigue una paz presupuesta. Este sujeto ha creado así una sociedad desprejuiciada, pero hipócrita. Me explico. El prejuicio es un límite real, un alto en un desenfreno conductual; la hipocresía es la apropiación del texto del prejuicio y el rechazo a la frontera que establece. Se renta la eticidad de la letra para dignificar el rebajamiento moral que implica la consumación del gozo en lo prohibido. Se luce la prescripción pero a la vez se la transgrede. Esta lógica conduce entonces a un exhibicionismo vergonzante. De ahí que los cubanos hayamos optado por escribir "vacilar" con "b". Así se llama precisamente uno de los programas más populares de la radio de Miami: El Bacilón de la Mañana (Zol 95.7 FM). Esa "B" lleva una carga hedónica: Baile, Bolero, quizás "Biolencia" y "Banidad"; es decir, vicios humanos que se practican entre isleños con desgarradora ingenuidad. Afirma Paz en la p. 308 del libro citado: El 'vacilón' es una especie de pequeño pinchazo que desinfla a muchos globos públicos y privados. Es una advertencia contra la vanidad y la fanfarronería, contra las posturas excesivas o patéticas. La tragedia clásica es imposible en un mundo de 'vaciladores'. También lo son Benito Mussolini, Víctor Hugo, Job y casi todos los profetas.Por la época, el equivalente cubano del "vacilón" era la trompetilla, ya hoy en desuso. En la epónima conferencia titulada Indagación del choteo Jorge Mañach resaltó la función "emparejadora" de ese gesto. Desde la perspectiva axiológica esas maneras resultan muy ambivalentes: por un lado, el "vacilón" y el "choteo" son un arma eficaz para desmontar el falso prestigio, la altanería, pero pueden funcionar también como un impedimento al sano ejercicio de la capacidad de admiración, esa apreciación sincera del talento ajeno que es el único remedio contra la envidia. Hay cubanos que escogen el día que llegan los marcianos para informar sobre su boda, o sobre su muerte. El asunto es no dejarse robar el show. El famoso chá-chá-chá asegura por su parte que "los marcianos llegaron ya/ y llegaron bailando rica chá". El enigma queda así revelado: ¿Qué hacían los extraterrestres durante todo este tiempo?. Pues nada, prepararse para afrontar la tarea más digna del aleph galáctico: imitar a los cubanos: bailar chá-chá-chá. Los marcianos llegaron haciendo lo mismo que nosotros, imitándonos: "¡Mira mira, los marcianos nos plagian!". Así, la criatura busca aprobación y sale de su encierro; se envalentona y una vez más se autoriza en el que viene "de fuera". La xenofilia que nos salva nos hunde a la vez en nosotros mismos. El "vacilón" abre paso al "bacile". El "bacilador" es un Hamlet que no se pone ontológico cuando se autoexamina: Bueno, ¿y ahora qué?, ¿qué bolá?, ¿qué "vualá"?, ¿what ball for you?. El chiste en lugar del drama, la comedia en lugar de la tragedia. Lo apócrifo, la parte no escrita o censurada del libro, el "no sucedido" en calidad de esencia de estas historias. Como dice el escritor mexicano Héctor Aguilar Camín en su novela La guerra de Galio: el hecho de que la carta del General Santa Ana sea apócrifa, lejos de sacarla, la sitúa al centro de los documentos más representativos de la historia mexicana. Así también deviene la cubanidad: enmascarándose. Las mejores páginas de Martí son aquéllas perdidas de su Diario de campaña, y lo mejor que tiene el juego cubano, es lo malo que se está poniendo. El legendario Pedro Infante dejó en su discografía un álbum emblemático titulado Las mañanitas, y otro definitivo llamado El vacilón. Los cubanos montan la desmesura mexicana en tempo de clave: un dos, un dos tres: ta ta, ta ta ta, y ponen a la Aragón a hacer variaciones sobre el número del inmortal charro: Estas
son las mañanitas,
Emilio
Ichikawa.
Caballos Para Orlando, que atraviesa la campiña bajo un kimono de yute.
“No era la magia de entonces, pero todavía sucede.”
Los caballos de mi niñez eran fuertes, pero lentos. El que jineteaba Angelo era de color canela. Marchaba sereno por la guardarraya, perseguido por una manada de perros y poblada la guijada por moscas itinerantes; lo hacía tirando de un carretón repleto de bejucos. Angelo era un viejo honesto de machete en cintura y yarey sudado en su frente; dicen que hasta masón, pero hoy dudo de la inocencia de aquellas yerbas. Quizás escondían armas, libros secretos o carne de vaca, un alimento prohibido en la época de la dictadura. Mi tío Alberto, el de Catalina de Güines, montaba un caballo manso a cuya piel negrirroja se cosieron manchas blancas. Las dos huellas que marcaban sus cuatro patas dejaban hoyos en los caminos; huecos de brillo y fango como esos amores que hieren nuestro relieve y que empezamos a embellecer en el recuerdo solo cuando aparece otro amor. Una vez, cuando el tío noviaba (¿pololeaba?) con esa recia mujer que aún llaman “la negra”, se acercó a su portal llevando al animal por las bridas. Antes de dirigirse al Sr. Marín para pedirle la mano de lahija, se empezaron a besar de una forma tan apasionada que el caballo se irritó enfangando ligeramente el pantalón del tío. Es verdad, aunque ustedes no lo crean, es verdad, asegura la que es hoy su esposa, en ese momento Alberto se disgustó tanto, que le dió un bofetón al caballo y lo dejó muerto. Uno de los que no le creyó fue el primo Leonardo que, aunque no murió de otro golpe, recibió una tunda como para bestias. Gracias a ese incidente el tío Alberto ganó una licencia familiar para mentir o, para quedar bien tranquilo en sus recuerdos, para “fabular”. Los caballos se desbocaron de mi entorno y libros, música y visiones poblaron los establos. Por los verdes potreros trotaban Verne, Coleridge y Martí, mientras el mago oscuro domaba a las brujas que volaban en arcos y arlequines equilibrados bregaban entre cuerdas de azufre y llaves de café. Pero ellos regresaron; hace poco regresaron los caballos de entonces (o sus hijos, quizás sus nietos); peinaban la magia aquella que ahora sucedía entre lanzas vanas y rebeliones. Llegaron a mi puerta de la mano de una mujer y me contaron, casi rumiando, sobre un caballo muy famoso que había triunfado en las pistas y en el cine: Seabiscuit, se llamaba. Los caballos de allá sí tienen oportunidad porque son caballos libres. Son bestias privilegiadas y pastan rosas, claveles y amapolas sobre cuyos pétalos deposita la noche lágrimas de mostaza y entomatados sudores. Pero no cesa, desde hace unos dias, la ronda de caballos en mi vida. Es la vuelta de rueda, el círculo, el viaje de regreso que no incluye a la novia primera, por haber olvidado ya la risa temerosa de futuros y plena de responsabilidades. Me llegó un poco en un viaje a Occala, donde dicen algunos se crían las mejores razas del mundo. Y en el “subject” de un correo donde un amigo se identificaba como “The second Atila's horse”. El segundo caballo de Atila, esa insolente modestia solo podía provenir de la imaginación del Peco, amigo de los solares y las galerías. Fue así entonces que, ya intencionalmente, quise regalarle a mi sobrino los caballos que serán alguna vez de su recuerdo. “Quarterhorses” y andaluces diestros, elegantes, rítmicos. Sillas de cuero sobre sus lomos, tratados con gel y cremas de las más pensadas; y sobre las monturas amazonas altivas, elegantes, orgullosas. Le regalé caballos al pequeño James en el Championship Evens del sur americano donde suena el banjo y crujen sobre parrillas peces y cocodrilos. Sin darse cuenta de que ya no eran los acordes del Baby Mozart o la cursi versión de Vivaldi que se dispara en el radio cuando explota la tapa de su compota, sino las voces rasgadas que se escapan por la Thunder Country 100.3 FM, James ofrecía pasto a un ejemplar de cebú y derrumbaba la progapanda de abonos, regadíos y arados que racionaliza hasta el ocio de estos hombres y mujeres fuertes. Gente universal, encerrada en sí misma, inspiración de alados poetas y coreógrafos de Broadway. Señor, los caballos de mi infancia han regresado aquí; bañados de sol, ungidos de acuarelas. Déjalos un tiempo más, que lo mediocre avanza, y necesitamos velocidad en la fuga. Emilio
Ichikawa.
|
Regresar a | ||
La más verbosa | ||