Cuerdas
para Lorenzo
Habría que ver ese
espectáculo; pero como fue
tras una cortina de humo, al
final se ve Nada.
Rogelio Saunders
Al leer a Lorenzo García Vega, oyes lo que no puedes
oír y lees lo que no puedes leer. De hecho, es muy
difícil decir que ha sido escrito.
¿No
una escritura? Sin eso, no hay escritura.
La forma de un imaginario (o su existir en falta: hay una capa de ozono psíquica...
)
Se ha decidido no seguir el brillo engañoso de la
forma.
Ah: el artista. Cuántos, bajo la coartada de la
forma, no se revuelcan en su ostentosa nadería.
Para que el canto fuera devenir, habría todos esos
muertos, toda esa herrumbre, el niño abandonado en el banco de
la estación, en el vestíbulo del hotel.
Eso que sería uniforme (pleno) si estuviera escrito.
Pero es lo que no llega a suceder, pues todo está lleno de un
suceso, un hormigueo o centelleo de millones de formas, de
sueños. Cajas dentro de otras cajas, sueños dentro de
otros sueños. Un suceder informe y sin fin, donde el niño
fuga, alargado como un alero o un riel. Este innombrado, que presta su
luz a lo fabuloso, no tiene otra elección que el carrousel
alargado. Pero esta limitación no tiene límite. Su
devenir es infinito como la hilera de hormigas que rota en su pupila,
en lisura de laja.
Ni escritura de la conciencia, ni conciencia de la
escritura.
La culpa quiere ser cura de la corrupción, pero ella
misma es la corrupción. La no culpabilidad es el sueño
más acariciado del culpable. ¿Pero dónde
está la culpa? La mano que se acerca al papel trata de borrar
eso que no puede ser escrito y sin lo cual, sin embargo, no hay
escritura.
Hay quien no parece saberlo, pues, como el niño, no
puede hacer suya la culpa.
El prestigio de la forma —de la literatura— proviene de la
negociación. Por eso hay tantos que pueden fingirse escritores,
sin serlo. Negociadores hábiles, son hablados, vapuleados sin
misericordia por el lenguaje.
La culpa, siempre más joven que el hombre, lo confina
en la locuacidad, en el tumulto del habla.
Quien ve a un hombre en traje gris perla que sonríe
contra un fondo nevado comprende sin signos adicionales esa
negociación que es la literatura (y su mal infinito: la prensa).
No se da cuenta de que lo más importante es lo que no
puede comprender. (Lo que no puede oír ni escribir.)
Pero lo importante no puede existir, pues todo ha sucedido
tras una cortina de humo. En cierto modo, mejor, pues lo importante,
que es único, no pude ser resguardado bajo ningún nombre.
(No puede ser llamado “importante” ni “único”.)
Seguir el descamino es difícil si uno se lo propone.
Pero encontrar a un descaminado que ignora esa falsedad monstruosa que
es el camino es casi imposible. Y sin embargo: helo aquí.
¿Aquí dónde? No hay suelo bajo los pies
convertidos en aletas.
No hay ninguna seguridad de que algo sea algo (ni siquiera
de que nada sea nada). Más bien una niebla o sombra que lo pone todo en duda. Un
semisueño o semivela.
Quien quiera certezas, encontrará horrores.
Éste es el abismo que no se puede eludir. El filo por
el que camina la hormiga de cabeza roja, mientras la humedad,
imparable, avanza.
La mano, convertida en araña, salta de un
sueño a otro, de un cordón de zapatos a otro, de una
grieta de la estación a otra.
Ni siquiera hay esto.
El sueño de la ventana y, más aún, el
sueño imposible del comienzo.
Desabrigado de la culpa. Desasistido por el lenguaje.
El que, sin dispensa, faltará al todo, y al que todo
le faltará.
No un niño. Ni un ojo. Todo niño. Todo ojo.
Cien relatos no pueden contar esta ausencia. Este cigoto
donde el ojo, la mano y el agua no se separan. Este camino que no
existe, esta historia que no ha comenzado.
Allí donde un beso no es un beso, ni la lluvia es
lluvia. La perceptio obscura donde los astros habitan el cristal de
aumento, en un mundo siempre por ser.
Ese mundo que nunca podrá llegar a ser es causa de
toda literatura.
Tiempo u horizonte presunto, nada cambia. Sólo el
ruido de lo existido o por existir, que no puede tocarse con la mano.
Esa sombra o niebla que ha creado al sol.
El pie pequeño que pendulea en el
Todavía —y siempre— ahí.
(Sabadell, abril de 2006)
Todavía —y siempre— ahí.
I. La
escritura en falta
Rogelio Saunders
Un delirio moderno, nuevo en la literatura cubana y al mismo tiempo tan
antiguo como la invención llamada “literatura cubana” (si hay un
laberinto, es la misma varia
invenzione: invención del país, invención
de la literatura, invención del cerebro).
Lorenzo
García Vega habla de la “mala expresión” y de una novela
“rigurosamente mala”. Qué gran reto. Un casi insoportable (o
insostenible) descaro. (Lo insostenible: qué gran reto.)
Encararse con lo Risible así, de buenas a primeras, sin
más. Pero pronto se comprende que no hay alternativa. No hay
otra alternativa que ese mal relato, sea lo que sea. Relatar el relato,
fugar la fuga, relacionar la relación. Eso es lo formidable, lo
“moderno”. Ese atrevimiento que está también en Miles
Davis: atreverse, aunque signifique desafinar.
Y: oigan bien esto caballeros: desafinar,
lo nunca visto. Por que: ¿cómo puede haber música
sin Afinación? Del mismo modo: ¿cómo puede haber
arte sin el Arte? (Así pues, lo que plantea el jazz no es cosa
de juego. Es decir: no es el jazz lo que está en juego, sino el arte. Y así también
es el arte lo que está en juego en la novela “rigurosamente
mala” de García Vega.)
La intención no dicha de abolir (el siendo que anula) el
metadiscurso (la Literatura). De ser la carne de eso mismo sin futuro
(la carne misma de eso sin futuro). Lo fabuloso no es el futuro, sino
eso que no tiene futuro (sin fascinación). Para mejor
ver-no ver. Para mejor relatar (cálculo de entropía). Con
eso, siempre hay literatura. (O mejor aún: fundación sin
fundamento: vísceras.)
Así es como puede ser “bueno” lo que es “malo”, lo que no tiene
remedio. Lo irremediable, lo
que tiene que ser, la caída libre. El relato de lo Irremediable
se vuelve inevitabilidad de lo escrito. O dicho de otra manera: lo
importante no es “hacer Arte”, sea lo que fuere, si no relatar lo
Inevitable (dar con ello, no se sabe cómo).
O puede decirse también así:
Si esto es, esto también
es. Si el jazz es música, esto también es literatura.
¡Muchacho: tienes que tener algo que decir! Todo sigue en el
fondo al viejo estilo. Pero este “qué decir”, entiéndase,
no es cosa de elucubrar. Es cosa vaga e intensa que raya el papel, que
raya la literatura, que lasquea el arte (que lo niega todo en el mismo
acto en que de nuevo lo funda, en medio de un islote raso. Es la
gallina que escarba y saca a la luz los papeluchos húmedos. Lo
habíamos olvidado, pero resurgió). Es pues así y
siempre será así: sin futuro y sin pasado. Sin salida y
en fuga.
La literatura como límite,
llegado al límite de la literatura (al vigente: ¿a
quién diablos le importa la literatura? que Joyce vio con su
gran ojo de Homero). Ahí y entonces: el límite. La
gallina que escarba y saca a la luz los papeluchos húmedos. El
dedo hinchado del loco-cuerdo que resbala por el cristal y dice:
«¡Si lo sabré yo!”. Sí-No, loco-cuerdo,
uno-cero. ¡Si lo sabré yo!
Lo clínico y lo literario. El relato como el único
lugar posible. Como el único modo posible de dar cuenta de
aquello, clínico-literario, loco-cuerdo. La duda, la
divergencia, el no ha lugar. (No: la duda no es razonable.) Hay que
tener cierto oído para oír eso, pero está
ahí, entre lo cierto y lo falso.
La escritura como esquizografía: las arenas. Si hubiera una Escritura...
Tratan de convencernos y de aplastarnos cada día con eso,
pero... caramba, si fuera tan fácil. Siempre aparece un modesto
genio que nos deja sin empleo, sin nuestro querido fuego del hogar, a
ti o a mi, el hombre del periódico. ¡Diablos: quiero estar
en alguna parte! Pues como decía: no hay sino escrituras. Este vasto sueño
confuso y la gran precipitación.
Pero, de cualquier modo, no hay ninguna “legitimidad” a priori. Y sobre
todo: no hay forma de cobijarse, ni en el “Arte”, ni en la
elucubración. Escribir no es elucubrar: es relatar el relato. Es
mirar la gallina que picotea y no poder decidir si se está
mirando la gallina que picotea o se la está inventando, si
existió alguna vez una gallina que picotea y si lo que uno
está mirando es efectivamente eso y en última instancia
dónde diablos está uno y saber —de esto no cabe duda— que
a uno le están creciendo los ojos. Así Lorenzo
García Vega.
Ingenuidad consustancial que se lleva, en fuga, la sustancia (el “punto
que vuela” lezamiano).
¿Qué diferencia esa ingenuidad de la de un José
Soler Puig? La punzada esquizoide que inflama y transparenta lo
idiosincrásico sin abandonarlo en ningún momento.
Hinchado como las venas del cuello, toca fondo. Locura que rechina y
que, rechinando, lasquea la pulpa de lo ingenuo-provinciano. Lo
provinciano e ingenuo se vuelve lo nunca tan contingente y nunca tan
consustancial.
Llegado a este punto, lo ingenuo es colmo y no azoramiento o humildad.
Ha madurado por completo y actúa como lo que es. ¡No se le puede echar a
un lado sin más! El centro, soberbio, es puesto en duda por la
periferia. Y esta duda es más que fundamental: saca del juego a
ambos, centro y periferia. No hay centro ni periferia: hay sólo
lo que es (esto sin remedio,
esto escriturario-inevitable).
Le lección moderna es la lección de Schönberg y de
Gould: adiós a la tónica dominante. Curiosamente,
había algo en la cultura cubana (no digo propio o único
de ella) que ya conllevaba esa lección. Por lo que se ve en
Lezama, estaba ya en Ramón Meza. Yo lo veo en “Aire
frío”, de Virgilio Piñera. Eso de que la periferia se
vuelva no se sabe cómo fundamental. Algo más arriesgado
que el Kafka de Deleuze, con el que tiene una afinidad no de
profundidad, sino de abolición jerárquica.
Se observará que hay algo en Lezama tremendamente “radical” (y
por partida doble): la irrupción del habla del poeta, que no deja lugar a ninguna
“objetividad” (irrupción que, de no ser genial, sería el
colmo de la ignorancia), y la insoslayable ingenuidad lezamiana (ante
la que Julio Cortázar vacilaba perplejo). Ambas cosas incomparables y nuevas.1 (Nada tan difícil de
medir como lo incomparable; nada tan difícil de comprender como
lo nuevo.) Pero lo nuevo es sólo lo que tenemos delante de los
ojos pero que no sabemos mirar. Y ahí está también
García Vega (deleuziano: homenaje a deleuze) y su
esquizografía. El delirio habla y, sin más, es eso que no
hay que llamar arte (ay, mallarmé). Lo que se trata de evitar,
pues, es el arte en tanto soberbia que corre el peligro de volverse una
forma altamente sofisticada de Kitsch (y al revés: encarar el
Kitsch como lo que el arte no puede eludir). ¿Esto suena
“demasiado” irreverente? Aquí Joyce se reirá siempre de
Beckett y su alta lógica ilógica. (¿Por
qué? Porque sabía lo que él no parecía
saber: que oponer a la muerte del arte lo imperecedero de la
legitimidad era recaer en lo risible propio de lo moderno, genio
aparte.) Llegado a un punto, lo que parecía imposible se vuelve
posible: el tono menor se vuelve elegible.
Por que: si esto surge hasta la exageración, también
aparecerá aquello. Y mejor aún: lo “artístico” no
está en el Arte (es decir: en la forma, en la destreza
autoritativa, el rápido centelleo técnico). No.
Será difícil decir no, pero hay que decir: no. Pero,
siendo así: ¿dónde
está el arte? Pregunta de gran relevancia hoy (año 2002)
en que el arte no parece estar por ninguna parte mientras que el Arte
con mayúsculas sufre una desconocida hipertrofia. La
superproducción en sí misma a gran velocidad en circuito
cerrado ha volatizado la relevancia.
Pero, ¿acaso no es Lezama el representante por excelencia de lo
Trascendente? Apartémonos de su juego de lenguaje (de su stock
de juglar con un sombrero de hormigas) y tratemos de oír el
impulso (el pulso o ruido de fondo): la risa lezamiana. ¿No oyen
cómo Lezama se ríe todo el tiempo? Cómo
sufría y cómo reía. Y así sufre y
ríe también Lorenzo García Vega. Lo que impulsa no
es discernible (si lo fuera, ¿para qué existiría
la literatura?). Ni qué decir tiene que la literatura es siempre
el relato del esquizo. (Aunque también puede decirse: relatar es
siempre un acto esquizofrénico: de fuga: en fuga y sin salida:
sin salida y en fuga). Relator relatado. El relato se relata. La
relación se relaciona. Relatar la fuga: eso imposible de
discernir, sea en la mala escritura, en la mesa de operaciones o si uno
se cae de una ventana, como Chet Baker. (Ese sí-y-no de lo
esquizofrénico, carne de lo diario, aire frío de lo
cotidiano, donde lo trágico y lo risible se sustituyen al
infinito). Así también en Glenn Gould y en
Schöenberg. Así en Lezama Lima y en García Vega.
Ahí pues es donde está el arte como pregunta, como la
pregunta que es. Sí, pues: qué es el arte. Texto que
interroga y pregunta fecunda. (Mejor sin duda que aceptar sin
más lo que parece infinitamente ser y que nunca es.) No
elucubración pero tampoco mito. Tocar la melodía
detrás del hormiguero. Sacar la cabeza por la claraboya y ver
otras cabezas saliendo por las claraboyas. Equivocarse, qué otra
cosa iba a ser. Pero no mitologizar la equivocación, sino correr ese riesgo, sin más.
Sin remedio. Esperar aerolitos y ver caer carbones.
No hay nada digno en equivocarse, como no hay nada digno en ser pobre.
Pero tampoco indigno. AH: cómo voy a dar cuenta de esta cabeza,
mi querido Félix Krull.
Así pues: no hay ninguna Literatura. Pero la cabeza (el dolor de
cabeza) sí persiste. Y así también persiste
(persevera) lo irremediable.
Todo lo que tiene que ser dicho está por ser dicho. Y, siendo
únicamente duda, temblor del ojo que crece, infuturo y sordo
rallar perennemente en fuga sin salida, no deja lugar a dudas.
II.
Escritura y falta
Rogelio Saunders
Pero a veces, tal como me
sucede en este día de hoy en que estoy presintiendo el agua que
no moja, se me presentan intercalaciones: extrañas irrupciones
de relatos que nada tienen que ver con la novela mala que estoy
tratando de relatar, pero que no dejan por eso de imponérseme y
exigir, por lo tanto, que los tenga en cuenta ...
No se puede decir que es arte pero tampoco que no lo es. Acaso: un
imaginario al desnudo. ¿Al desnudo en qué sentido? A
veces no hay otra alternativa que la locura. No nos han dejado otra
cosa. Unos sucesos que nos engolfan y superan como a niños que
entienden (o mejor: ven) pero
no pueden hablar. La presión sobre el cerebro de lo que no lo
es. La pesadilla, el desasosiego, el Problema.
Todo eso es: obsesiones.
Pero obsesiones basales, he ahí la conexión. Lo que
conecta (a gente de diáspora(s) y a lorenzo garcía vega*) no es la literatura sino obsesiones basales. El desastre, en
fin.
¿Pero
por qué la literatura? Porque el mundo (y mejor aún: el
exmundo) no es ni puede ser otra cosa que un relato. (El mundo existe
porque es un sueño o un mal sueño.) Pero no el alto
relato, sino lo que iguala lo alto y lo bajo: la obsesión-mundo,
la enfermedad-mundo, el pensamiento-desastre, la cabeza hinchada.
Cabeza hidropésica de antes, durante y después de
Auschwitz. Lo que ronda a la vez la letra y el papel, el ojo y la mano.
Ése es el imposible relato. No puede haber ningún relato.
No se puede relatar aquello. Frente a esa imposibilidad, surge el raso
(el ras del suelo) que no deja en pie ni alto ni bajo. Toda literatura
(alta o baja) está en falta frente a la rasura basal que saja el
propósito y expone lo humano. (Por ejemplo: aquella
retroexcavadora echando cientos de cadáveres a la fosa o mera
hendedura como a simples desechos o papeles húmedos.) Frente a
esa basal falta de sentido, todo falta. Tanto da ese gesto que “encoge
el corazón”, como el agenciamiento problemático del
nombre del padre. A partir de esa falta basal (anterior a Dios), todo
falta. No somos ni padres ni hijos. De ahí los
heterónimos. No en la “literatura”, sino en las escrituras. En la mala cabeza y
mala fe, en el mal paso. (El mismo asesino no sabe que va a convertirse
en asesino. Él también está en falta. No ha hecho
nada y ya ha hecho demasiado. Hay siempre letreros incomprensibles,
sones de los que no podemos desprendernos. La luz que admiramos siempre
nos ciega.)
Si la mano se mueve, no es el estilo el que la mueve, pues
la mano es el heterónimo. Siempre disímil de sí
misma, siempre heterogénea. Mano-cabeza bifurcada.
El mazacote.
Aquello está ahí, insoslayable, y es necesario entrar en
relación con el (ello?).
El agenciamiento (lo que en otro caso sería el
estilo) se produce de un modo desesperado, en falta y bajo urgencia
(como el homeless que se cubre con lo primero que encuentra).
El estilo como los papeluchos húmedos no destinados a
publicarse que reaparecen porque nunca han dejado de estar ahí.
Lo impublicable visto.
Yo soy —dice Cecilio Acosta— el
que acaba de escribir los párrafos anteriores. No pierdo la
esperanza de llegar a poder escribir un relato mejor. Porque hasta
ahora, como se puede ver, nada está claro. ¡Nada
está claro!, nada está claro!, nada está claro!”
* Las citas, en cursivas, pertenecen su escritura.
Nota
1. Se
preguntará por qué no menciono al Aduanero Rousseau. Pues
porque no se trata de ningún Aduanero Rousseau, sino de lo que
está ahí en tanto eso que está ahí. Verlo
como lo que es y juzgarlo en tanto lo que es.
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