Ruido
de medallas
Jorge Ferrer
El affaire Elizardo me ha traído el grato recuerdo
de un tocadiscos que teníamos en mi casa de Marianao. Más
que escuchar los pocos discos que habían sobrevivido hasta mediados
de los setenta, lo
que me hechizaba de aquel viejo RCA Victor era el momento en que
la aguja terminaba de surcar la última pista y comenzaba a dibujar
infinitas eses sobre el vinilo, hasta que alguien levantaba el brazo y
lo devolvía a la horquilla.
Yo suponía que aquellos movimientos idénticos y ligeramente
espasmódicos se debían a que los discos estaban "rayados".
Me preguntaba por qué siempre se "rayaban" al final, cuando ya la
música había acabado. Y me confortaba que así fuera,
cosa que no era poco en una Cuba que no daba, precisamente, muchas alegrías
por entonces, a no ser que te tocara un número que bajara de la
veintena en la lotería anual de juguetes que nos organizaba el castrismo.
Hoy las loterías son otras. La Visa Lottery, más conocida
como El Bombo, la Mega Money, que se anuncia desde que pisas el
Aeropuerto Internacional de Miami, y la lotería de los soplones,
recientemente inaugurada por el régimen de La Habana.
Es precisamente en esta última que ganó premio Elizardo Sánchez
Santa Cruz. Mala suerte. Es la peor dotada: una medallita al pecho y un
abrazo de coronel. Un premio que lo convierte automáticamente --
lo debería convertir, más bien… aunque parece que no -- en
cadáver político.
Todos hemos asistido a sus balbuceos de los últimos días,
a la indisimulable histeria del que se sabe cogido en falta, a la sucesión
de correcciones de lo dicho ayer, a los afanes del patchwork: que
si fue un bolígrafo; que si yo hablo con Satanás cuanto haga
falta, pero no lo he hecho tantas veces; que si no, que ahora sí
recuerdo algo… aunque tras la neblina de Wordsworth: era una cosa
que me ponían en la bebida; que si me desorientaban -- ¿qué
hacían, por fin: orientarlo o desorientarlo? -- que si fue una trampa.
Evidentemente fue una trampa, pero que lo sea no menoscaba la bajeza de
quien cayó en ella, la ignominia de quien cantó el himno
nacional emocionado entre sus cofrades de la DSE, escuchó la lectura
de sus méritos, la relación de sus delaciones, aceptó
la medalla en una mise en scène de un ridículo grandioso,
bromeó con el cake y la velita y se aprestó al brindis.
Visto lo visto, oído lo que tenía que decir Elizardo sobre
bolígrafos y mejunjes desorientadores, lo que corresponde ahora
es darle otra medallita por los servicios prestados a la causa de los derechos
humanos en Cuba a este colaborador a tiempo completo -- esta segunda medalla
ya lo irá dotando de un aire de antiguo presidente de koljoz
amante de las guayaberas, que se consagrará definitivamente cuando
se le imponga la de ex preso político, merecida por partida doble
--, y encargarle unas memorias. Sí; unas memorias, que andamos escasos
de ellas y nuestros cadáveres políticos no se prodigan (no
es de desaprovechar la ocasión de agradecer las de Huber Matos).
Pero no me movió a escribir este artículo la vergüenza
de Elizardo, ni esa medallita frente a la que estará padeciendo
ahora los desvelos de Hamlet. ¿Qué importa, en definitiva,
un soplón más?
Una legión de columnistas cubanos entre los que ha habido, sin embargo,
alguna excepción, nos viene a decir que lo de Elizardo no es más
que una campaña orquestada por el régimen de La Habana para
desvirtuar a la disidencia interna, calumniándola. ¡Claro
que llevan razón! Es lo propio de un régimen dictatorial
el usar a sus periodistas a sueldo para ridiculizar al oponente, para ir
sirviendo la sopa que después repartirán munificentes los
fiscales. Lo han hecho siempre, no mereciendo en la absoluta mayoría
de los casos el menor crédito.
Pero si bien repugna la descarada tergiversación de las labores
de la disidencia interna que nos proponen los autores de El Camaján,
como antes los de Los disidentes, y su pretensión de anular
la aportación de Elizardo Sánchez a la causa de la defensa
de los derechos humanos en Cuba, a mí no me repugna menos que no
seamos capaces de juzgar a Elizardo en términos políticos,
porque no es a otra cosa a lo que se ha dedicado durante tantos años.
Que Elizardo haya sido, digamos, útil no anula su abyección
postrera. Que Elizardo haya dedicado años a poner en evidencia la
ignominia del régimen, no impide que ahora que esconde la medalla,
ahora que ha mentido desembozadamente, y continúa mintiendo para
hacernos creer que no recuerda nada y que jamás tuvo conciencia
de que se le condecoraba por orden del Ministro del Interior, le demos
el trato que merecen los mentirosos y los traidores, y se le condene al
olvido, al desdén y la inoperancia política.
No voy a entretenerme aquí en el análisis de las causas que
pudieron llevar al todavía presidente de la CCDHRN a ese pozo. Me
interesa más detenerme en los argumentos -- habrá que llamarlos
de alguna manera -- que anota, con esas mañas de maestro de colegio
rural que insufla a cada uno de sus artículos, Emilio Ichikawa,
para exculparlo.
Concedámosle, al menos, al amigo Emilio, la capacidad de sintetizar
en el crisol de sus sofismas el espíritu que ha emanado mayoritariamente
de las páginas de opinión de las publicaciones cubanas del
exilio. Todos esos cubanos, que aún viviendo hace ya tiempo en democracia,
son capaces de juzgar con la mayor severidad a cualquier político
de los que los convocan a las urnas en los EE.UU., España o Suecia,
pero ante el affaire Elizardo levantan un muelle andamiaje de disculpas,
reproduciendo, una vez más, los peores clichés que adornan
la historia nacional, en particular, la más reciente: Cuba es excepcional;
todo lo que provenga de la dictadura es falso y esencialmente maligno,
mientras que a la oposición interna hay que apoyarla a cualquier
precio -- a cualquier precio, insisten --; la unidad del exilio es el valor
supremo para acabar con Castro, aún a expensas de la verdad.
Citémosle, que en materia filosófica, dirá el aludido,
y en esto sí resulta que coincidimos, conviene abrevar de las fuentes.
En su artículo Elizardo Sánchez (El Nuevo Herald,
30-09-03; reproducido en otras páginas cubanas con el título
de Filosofando sobre Elizardo Sánchez) Emilio nos cuenta,
otra vez, sus desvelos en la Universidad de La Habana, y nos relata cómo
fue interpelado en una ocasión por oficiales de la Seguridad del
Estado pidiéndole información sobre tres estudiantes etíopes.
Contó lo que sabía. Años después, prosigue,
otro oficial de las mismas dependencias, le agradeció su colaboración,
con lo que Emilio y Elizardo se identifican, y el primero nos suelta: "Aunque
a mí no me condecoró el ministro, como han dicho en La Habana
que hicieron con Elizardo, también obtuve mi laudatio revolucionaria".
Ya reunidos ambos en el comité de informantes, aunque no hay duda
de que Emilio no afectaba los intereses de la disidencia con sus complicidades,
de hecho afirma no saber que ésta siquiera existía, nos llama
a "trabajar porque su valor [el de los miembros de la oposición
interna] se reconozca más allá de cualquier ''pecado'' que
como todo cristiano pueda componer su biografía".
El bueno de Ichikawa pretende minimizar la gravedad de su “chivatazo”,
asegurando que no conoce el amárico y poco pudo decir sobre los
más íntimos rumores de los etíopes. Corre el riesgo
de que no le crean sus lectores, a los que se les ha repetido tanto y tan
machaconamente que Ichikawa es el “filósofo del exilio”, que lo
tendrán, sin dudas, por bautense locuaz en griego, latín,
arameo y cualquier dialecto semito-camítico que aparezca mencionado
en las páginas de opinión de El Nuevo Herald. Doy
fe de que no es el caso. Ni parlotea Emilio el amárico, ni parece
haber notado que al proponernos tratar como a "todo cristiano” -- ay, ¡tiene
cada momentos nuestro Emilio! --, al Elizardo condecorado y soplón,
está condenando la política cubana del poscastrismo a males
parejos a los del régimen actual, donde la mentira no es considerada
un vicio, sino un elemento consustancial a nuestra excepcional -- y provisional
-- cosa pública.
Y más grave aún: Emilio viene a decirnos que bajo el castrismo,
todos los cubanos hemos participado de esas mentiras, de esas delaciones,
sea en castellano, amárico o spanglish. Y que no habría
nada grave en eso, porque lo crítico de la circunstancia valida
cualquier indignidad. No le demos, pues, importancia a lo de Elizardo:
siendo Castro el mal absoluto, qué importa esa erótica del
abrazo entre una mónada disidente y otra revestida con galones de
coronel. Habrá que recordarle a Emilio que no todos han sido delatores,
ni bajo ese régimen ni bajo ningún otro.
"Aquí hay dos alternativas: creerle al gobierno de Cuba o creerme
a mí", afirmó Elizardo Sánchez cuando la medalla le
cayó encima. Hay otra: no creerle a ninguno de los dos. Ni al gobierno
cubano cuando afirma que todos los opositores son como Elizardo, ni a Elizardo,
cuando nos pide que creamos en sus bolígrafos y sus sicodélicas
desorientaciones.
No sé qué clase de Cuba futura imaginan los articulistas
que se han ocupado en todas las orillas del exilio de echarle arena al
affaire Elizardo, a la manera del brazo de aquel antiguo tocadiscos, pero,
evidentemente, en esa que propugnan, con inconsciencia propia de quienes
desconocen las reglas de la democracia, para no hablar de las del buen
gusto, yo no voy a estar. Claro que tengo un buen puñado de razones
ajenas a este triste episodio para precaverme del futuro que espera a ese
país, pero tanto celo en apoyo de Elizardo Sánchez, venga
adornado con referencias cristianas o dictado por una obligatoriedad de
coincidencia en el exilio, añade la más grave de todas, porque
ya está apareciendo, antes incluso de que la música siniestra
haya acabado. |