Recientemente recibimos en nuestra redacción la solicitud de Jesús
J.Barquet de responder, a través de nuestras páginas, al
artículo que, sobre la antología Poesía cubana
del siglo XX (FCE, 2002), había publicado Ernesto Hernández
Busto en la revista mexicana Letras
Libres (número 51, marzo de 2003, pp. 70-72). Debido al carácter
plural que nos ha caracterizado siempre, accedimos a ello, pero le sugerimos
a Barquet, a fin de actuar con justicia, incluir el artículo de
Hernández Busto, así como el prólogo de la antología.
Consultamos igualmente con Hernández Busto, el cual nos facilitó
una copia de su artículo. Ofrecemos, pues, al lector, todas las
piezas del juego -- hasta donde esto nos era posible, pues habría
que haber reproducido la antología en su totalidad, lo cual era
imposible -- a fin de que se haga su propia opinión. Primero se
podrá leer el prólogo de la antología, y, a continuación
-- sugerimos -- el texto de Hernández
Busto para, finalmente, concluir con el de Jesús
J. Barquet. Por último, incluimos el artículo
"Ruido de medallas" que -- sobre el affaire Lizardo -- escribió
Jorge Ferrer.
Poesía
cubana del siglo XX
Jesús Barquet y Norberto
Codina, eds.
FCE, 2002, 556 pp.
Nueve
criterios para armar y una conclusión esperanzada
Jesús
J. Barquet
Señala el crítico Virgilio López Lemus que, aunque
no haya fehacientes testimonios escritos de la existencia de poesía
en lengua española en Cuba poco después de la llegada de
los españoles en 1492,
se puede afirmar que ya en el siglo XVI se había comenzado a practicar
entre los primeros criollos una poesía oral cuyos rasgos característicos
(el uso de la décima y el verso octosílabo) se logran rastrear
en los primeros documentos líricos que "aparecen por fin en el cuarto
final del siglo XVII". El "hallazgo" realizado por el círculo de
Domingo Delmonte en el siglo XIX del largo poema épico Espejo
de paciencia, así como su atribución al viajero canario
Silvestre de Balboa y al año de 1608, resultan todavía datos
dudosos que, de resultar ciertos, no harían de este poema el inicio
de la poesía culta cubana, sino sólo su anticipo, nos dice
también López Lemus (8-9).
Los siglos XVIII y XIX continúan entonces dicha labor poética
y establecen, para el futuro, la doble vertiente (culta y popular) de la
lírica cubana. En particular el siglo XIX descuella por su pronta
madurez y exhibe con orgullo cuatro figuras de relieve internacional que
pertenecen al canon de la poesía hispanoamericana: José Maria
Heredia, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Julián del Casal
y José Martí. Formado dentro del neoclasicismo, Heredia expresa
en su poesía el nuevo fermento romántico. Fija los conceptos-imágenes
de la cubanidad y de la condición de exiliado, así como la
terrible dicotomía entre mundo físico y mundo moral ("la
belleza del físico mundo, / los horrores del mundo moral" [en López
Lemus 56]) que caracterizaría desde entonces la circunstancia nacional.
Plenamente dentro del movimiento romántico, Gómez de Avellaneda
sobresale no sólo en poesía sino también en otros
géneros como la narrativa, la epístola y el teatro, y continúa
la senda abierta en el siglo XVII por Sor Juana Inés de la Cruz
para la escritura de mujeres en América Latina. Gracias a Heredia,
Gómez de Avellaneda y otros románticos mayores como Gabriel
de la Concepción Valdés (Plácido), José Jacinto
Milanés, Juan Cristóbal Nápoles Fajardo (El Cucalambé),
Juan Clemente Zenea y Luisa Pérez de Zambrana, cuando el importante
y novedoso movimiento modernista y noventayochista de fines del XIX irrumpe
en la literatura hispánica, ya cuenta la Isla, todavía colonia
española, con una tradición poética que no cesará
de seguir reclutando tanto poetas citadinos de relieve continental (Julián
del Casal y José Martí) como anónimos poetas orales
de origen campesino.
El largo período bélico independentista (1868-1898) no obstruye
el proceso literario cubano. No obstante, las muertes prematuras de Casal
en una tertulia habanera en 1893 y de Martí en el campo
de batalla en 1895 (fantasmas o sombras tutelares ambos - aunque Martí
como poeta haya tenido que esperar a la década del 20 para su mejor
divulgación en de la Isla - que recorrerán toda la poesía
del siglo XX cubano, asegura Jorge Luis Arcos [xxi-xxii]) significan un
fuerte golpe a una expresión y a un ser nacionales que no han hallado
aún su configuración en la esfera política. En el
período que va desde el fin de la guerra anticolonial contra España
- también concebida por su ideólogo Martí, aunque
sin este término, como antiimperialista, es decir, contra la expansión
de la nueva potencia vecina, los Estados Unidos -, hasta la aparición
de Arabescos mentales de Regino E. Boti en 1913, Ala de Agustín
Acosta en 1915 y Versos precursores de José Manuel Poveda
en 1917, pasando por la instauración de la República de Cuba
en 1902, parece haber un impasse en la poesía culta cubana, pero
este no es tal si concordamos con López Lemus en que hay entonces
una interesante efervescencia cultural en la Isla (regreso de poetas exiliados,
visitas de poetas extranjeros, aparición de revistas y tertulias
literarias, así como de una "poesía de certamen, de Ateneo
y Academia" y de "algunos líricos menores" como René López
y Francisco J. Pichardo, según señala Cintio Vitier [1])
y en que no hay que pedirle a toda época histórica que, como
prueba de su vitalidad poética, ofrezca al proceso de la poesía
"una o varias lumbreras o un movimiento pinacular" (López Lemus
17), como había ocurrido en el siglo XIX. De todas formas, si la
poesía culta parece ofrecer un relativo déficit de altura,
la oral se mantiene activa y garantiza una forma de expresión nacional
que no dejará de enriquecer a la poesía escrita durante el
resto del siglo, como se comprobará después en la obra de
Jesús Orta Ruiz (mejor conocido como el Indio Naborí).
Por razones principalmente históricas, no es raro que aparezcan
esos momentos de pausa en la poesía cubana. Se repite durante el
exilio de los años 60, período en que predomina una poesía
política y patriótica de muy escasos valores literarios y
sólo unos aislados poemarios de Gastón Baquero, Rita Geada,
Rolando Campins e Isel Rivero resultan ser notorios. Esto lleva a Carlos
Espinosa Domínguez a afirmar que no es hasta la década siguiente
que la poesía de la diáspora logra "su etapa de despegue"
(La pérdida 12). Durante todo el siglo XX ha habido entonces,
tanto dentro como fuera de Cuba, numerosísimos poetas mayores o
menores que han sabido mantener viva la tradición poética.
Por ello se ha llegado a hablar, no sin justificada sorna, del alto porcentaje
de poetas a escala nacional y de que resultaría más fácil,
por tanto, "confeccionar la lista de los [cubanos] que no son poetas" (Espina
Pérez, xx).
Paso ahora a explicar los diversos criterios que, resumidos en nueve, animaron
y orientaron la concepción, selección y ordenación
de esta antología de la poesía cubana del siglo XX. Y digo
"diversos criterios" porque, desde el inicio y durante la realización
del proyecto, nos pareció a ambos editores, Norberto Codina y yo,
que mantener un único criterio en la preparación de un texto
de estas dimensiones, sobre un siglo tan rico y diverso tanto histórica
como literariamente, resultaba ser en ocasiones inoperante, forzado y,
para el lector contemporáneo, hasta tedioso. Además del consabido
criterio estético basado en la calidad literaria del poema - criterio
este que siempre puede (y debe) ser revisado por las nuevas promociones
-, los restantes criterios manejados aquí fueron diversos y cambiantes,
según fuera el objeto de análisis o nuestra intención.
Primero: el criterio genealógico. Nada surge de la nada,
dicen. Mucho menos entonces esta antología, la cual no teme confesar
su voluntad inicial de emparentarse con una serie de valiosísimas antologías
de poesía cubana que han ido decantando -sin que el inherente resultado
canonizador y excluyente de toda antología anule en las futuras
generaciones la posibilidad de revisarla y proponer las suyas propias-
y dando cuenta de una tradición culta y popular que, como hemos
visto, no ha cesado en la Isla, especialmente a partir del siglo XVIII,
ni siquiera en los momentos en que los sucesos históricos han parecido
no favorecer la producción poética.
El lector encontrará en este libro un listado muy completo de las
antologías dedicadas total o parcialmente a la poesía cubana
del siglo XX, muchas de las cuales, conjuntamente con la obra específica
de cada poeta, hemos utilizado de consulta. Destacan en dicho listado las
siguientes: Cincuenta años de poesía cubana (1952)
del ya mencionado Cintio Vitier; las antologías de "cien mejores
poemas" debidas a José María Chacón y Calvo (1922),
Rafael Esténger (1948) y Virgilio López Lemus (1999); algunas
antologías en torno a asuntos específicos tales como la producción
de la diáspora posterior a 1959 (Poesía en éxodo
[1970] de Ana Rosa Núñez y La pérdida y el sueño
[2001] de Carlos Espinosa Domínguez), la poesía escrita por
mujeres (Poetisas cubanas [1985] de Alberto Rocasolano y Voces
viajeras [2002] de Carlota Caulfield) y determinada tendencia, grupo
o generación (Órbita de la poesía afrocubana
[1939] de Ramón Guirao, Diez poetas cubanos [1948] de Cintio
Vitier y La generación de los años 50 [1984] de Luis
Suardíaz y David Chericián, entre otras).
No desatendimos la antología pionera en unir en un volumen, después
de 1959, la poesía publicada dentro o fuera de la Isla: La última
poesía cubana de Orlando Rodríguez Sardiñas, publicada
en 1973. Hubo que esperar más de dos décadas para que esa
integradora concepción de Rodríguez Sardiñas comenzara
a imitarse: aparecen entonces La poesía de las dos orillas
(1994) de León de la Hoz, Poesía cubana: la isla entera
(1995) de Bladimir Zamora y Felipe Lázaro - este último ha
compilado, además, varias antologías valiosas de la diáspora
-, La isla en su tinta (2000) de Francisco Morán y Las
palabras son islas (1999) de Jorge Luis Arcos, esta última antecesora
de la nuestra en el aliento y, en forma varia, también cómplice
de nuestro trabajo. Contrarios a cualquier parcialidad ante nuestra tradición
lírica, no podíamos nosotros aquí sino continuar esa
saludable labor de unir en un mismo corpus la poesía cubana
del siglo XX publicada dentro o fuera de la Isla.
No nos interesaba esgrimir superficiales iconoclasias: nos animaba más
la continuidad creativa
dentro del criterio heredado, es decir, la inserción de nuestra
lectura en las lecturas que nos han precedido. Entendemos que, aunque algunos
lo duden, la crítica de poesía constituye también
un género literario que tiene en Cuba una digna y extendida tradición,
la cual coronó a fines del siglo XIX el propio José Martí.
Por referirnos sólo a los estudios sobre la poesía del siglo
XX cubano, dicha tradición ha contado con los compiladores y críticos
antes mencionados, así como con otros igualmente importantes: a
saber, Fina García-Marruz, Eugenio Florit, Enrique Saínz,
Yara González-Montes, Matías Montes Huidobro, José
Prats Sariol, José Olivio Jiménez, Basilia Papastamatíu,
Guillermo Rodríguez Rivera, Víctor Fowler Calzada, Octavio
de la Suarée, Elías Miguel Muñoz, Víctor Rodríguez
Núñez, Osmar Sánchez Aguilera, Efraín Rodríguez
Santana, Armando González-Pérez, Arturo Arango y Madeline
Cámara.
Muy particularmente, podríamos destacar tres nombres claves y tres
libros abarcadores: Cintio Vitier, Premio Juan Rulfo en el 2002 y maestro
de mucha crítica de poesía cubana del siglo XX, especialmente
por su fundamental ensayo Lo cubano en la poesía (1958, 1970,
1998); Roberto Fernández Retamar, excelente crítico y profesor
universitario de poesía hispanoamericana a quien se le debe uno
de los estudios más precisos e iluminadores sobre la poesía
cubana de la primera mitad del siglo XX: La poesía contemporánea
en Cuba (1927-1953) (1954); y Carlos Espinosa Domínguez, autor
de El peregrino en comarca ajena (2001), ingente trabajo de recopilación
y comentario de los diferentes géneros de la literatura cubana del
exilio. De todos ellos confesamos ser deudores también. Sin duda
alguna, la poesía y la crítica de poesía cubanas son
hoy, en los umbrales del siglo XXI, dos sólidas tradiciones que,
aunque puedan presentar temporales zigzagueos o pausas por razones extraliterarias,
se hallan en excelente estado de salud creativa tanto fuera como dentro
de la Isla.
Por buscar en todo momento una confluencia de intereses en el largo proceso
coral de recepción y valoración de nuestra tradición
poética, hemos incluido en esta antología a algunos autores
e incluso algunos poemas que quizás no contaban con nuestro mayor
fervor
como lectores individuales, pero que sí lo habían tenido
en el de nuestros predecesores y, como hijos ya adultos que no necesitan
de la ruptura frontal y altisonante para poder expresar su individualidad,
respetamos suficientemente la propuesta de ellos. Pero, como era de esperar,
hemos también sabido añadir, no con menor preferencia, "lo
nuestro". El lector informado encontrará ahora aquí no sólo
autores que quizás fueron, por una u otra causa, olvidados o desconocidos
o no suficientemente evaluados en las anteriores antologías, sino
también algunas sutiles transgresiones o inesperadas inclusiones
entre los poemas de algunos autores tenidos como clásicos. Ni cortapisas
ideológicas, morales, sexuales, religiosas o de cualquier otra índole
extraliteraria limitaron nuestra selección: respetamos aquello "suyo"
que cada poeta quiso, pudo y supo decir con calidad estética en
"su" momento. Así, por ejemplo, divergimos de selecciones anteriores
al no descuidar en autores como Regino E. Boti, Rubén Martínez
Villena, Nicolás Guillén y Antón Arrufat ciertos deslices
eróticos significativos dentro de sendas producciones poéticas,
ni en Heberto Padilla (cuya ausencia solamente física en este libro
explicaré más adelante) su angustiosa y valiente parábola
ideológica desde los años 50 hasta su muerte en el año
2000.
Segundo: el criterio historicista. A fin de respetar la continuidad
histórica de la poesía cubana del siglo XX, debíamos
no sólo registrar aquí sus diversas tendencias a partir de
sus figuras cimeras, sino también restablecer, dentro de las prefijadas
limitaciones de espacio, sin reductores prejuicios, la integridad de aquellas
promociones que han sufrido los estragos de cierta crítica ideológico-contenidista,
como fueron los casos de la llamada "generación de los años
50" - amplia pero a la vez parcialmente compilada por los ya mencionados
Suardíaz y Chericián - y del grupo El Puente.
Registramos entonces las siguientes tendencias o promociones: el modernismo
tardío de Boti y Poveda
en los años 10 y 20; la vanguardia también tardía
que, atrayendo ocasionalmente a figuras como Boti en Kodak-Ensueño
(1929) y Kindergarten (1932), se expresa con mayor consistencia
en tres vertientes: la poesía negrista (mulata, afrocubana o afroantillana)
de Nicolás Guillén y Emilio Ballagas, la poesía pura
de Mariano Brull y de parte de la obra de Ballagas y de Eugenio Florit
- estudiados todos por Marta Linares Pérez en su libro La poesía
pura en Cuba y su evolución (1975) -, y la poesía social
de Guillén y Regino Pedroso, con reconocido antecedente, dentro
de la vertiente posmodernista, en La zafra (1926) de Agustín
Acosta; el intimismo de cierta poesía escrita por mujeres (Dulce
María Loynaz), así como el neorromanticismo de varios hombres
y mujeres como Ballagas y Carilda Oliver Labra en los años 40 y
50, décadas en que florece también el "grupo Orígenes":
José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Cintio Vitier, Gastón
Baquero, Fina García-Marruz, Eliseo Diego, Lorenzo García
Vega, Ángel Gaztelu, Octavio Smith y Justo Rodríguez Santos.
Calificada de forma general como "trascendentalista" por Fernández
Retamar (La poesía contemporánea 86), la poesía
origenista abarca en su interior poéticas muy diferentes entre sí.
Otra
promoción importante fue la "generación de los años
50", la cual logra su cohesión como grupo en los años 60,
inmediatamente después del triunfo de la Revolución Cubana.
A ella pertenecen, entre otros, Rolando Escardó, Roberto Fernández
Retamar, Fayad Jamís, Pablo Armando Fernández, Manuel Díaz
Martínez, Heberto Padilla, Antón Arrufat, César López,
Francisco y Pedro de Oraá, Nivaria Tejera, José Álvarez
Baragaño, Domingo Alfonso, Luis Marré, Mario Martínez
Sobrino, Cleva Solís (a quien Alberto Rocasolano coloca en el "ámbito
de Orígenes" [16]), Rafael Alcides, Armando Álvarez Bravo
y Roberto Friol, a quien Juan Carlos Flores, con su poema "Oración
por Roberto Friol" (en Arcos 559), inserta en esta "generación"
y rescata para nuestra poesía. Fue en los años 60 cuando
muchos integrantes de esta "generación" muestran como impronta estética
diferenciadora el conversacionalismo o coloquialismo, aunque vale señalar
que este se halla presente en poetas de otras promociones que fueron coetáneos
al grupo.
Dentro de la poesía cubana, algunos rasgos propios del coloquialismo
habían ya aflorado en las dos décadas anteriores: en Virgilio
Piñera ("Vida de Flora"), en Eliseo Diego (zonas de su poemario
En
la Calzada de Jesús del Monte), en Eugenio Florit ("Los poetas
solos de Manhattan", "Conversación con mi padre"), en los francotiradores
Samuel Feijóo (la segunda parte de su poema "Faz") y José
Zacarías Tallet, en Dulce María Loynaz ("Últimos días
de una casa") y Oliver Labra, así como en zonas de los primeros
poemarios de Fernández Retamar, Jamís y Pablo Armando Fernández.
Pero fue en los años 60 cuando dicha tendencia logra su apogeo tanto
en Cuba como en el resto de América Latina, según lo han
explicado certeramente Fernández Retamar ("Antipoesía y poesía
conversacional en Hispanoamérica", en Para una teoría
de la literatura hispanoamericana y otras aproximaciones [1975], pp.
111-126) y, centrándose en la poesía cubana, López
Lemus (Palabras del trasfondo [1988]) y Teresa J. Fernández
(Revolución, poesía del ser [1987]). La estética
coloquialista no fue, sin embargo, impedimento para el desarrollo de otras
poéticas individuales dentro de esta "generación", la cual
sufrió, junto a las restantes promociones que entonces convivían
en la Isla, la conmoción sicosocial que significaron el impacto
político del triunfo revolucionario de 1959, la instauración
de un régimen socialista de corte marxista-leninista y aliado por
más de 20 años a la Unión Soviética, y la opción
voluntaria o forzosa del destierro.
En el proceso de la poesía cubana del siglo XX, los años
60 se hallan entre los más ricos y complejos, no sólo porque
entonces conviven con los jóvenes, muchos poetas de las diferentes
promociones y estilos anteriores (Acosta, Florit, Pedroso, Guillén,
Tallet, Lezama, Baquero), sino también porque producto del radical
viraje sociopolítico y de la amplia gestión educacional,
artística y editorial promovida por el nuevo gobierno a todo lo
largo del país, se producen constantemente en la Isla novedosos
debates de gran repercusión cultural que llevan a numerosos poetas
de varias promociones a realizar una profunda revisión ideoestética
de sus respectivas poéticas, mientras que otros (ya maduros como
Acosta y Baquero, o todavía en cierne hacia 1959, como varios contemporáneos
de la "generación de los años 50": a saber, Rita Geada, Orlando
Rossardi [Rodríguez Sardiñas], Ángel Cuadra, René
Ariza y Mauricio Fernández) parten al exilio o sufren un temprano
ostracismo y la prisión. Por otra parte, la creciente participación
del Estado en toda publicación literaria (entiéndase aquí
el interés gubernamental por promover, orientar, apadrinar y, en
consecuencia, supervisar o controlar la producción cultural) enfrenta,
por primera vez, a los escritores y al Estado con nuevos y urgentes retos
e interrogantes para los cuales ninguno de los dos estaba suficientemente
preparado.
En los 60 aparecen en la Isla, además, dos nuevas promociones poéticas
formadas por autores "más jóvenes" que los de la "generación
de los años 50": los nacidos aproximadamente entre 1940 y 1946 (excepto
Georgina Herrera, nacida en 1936). Son los poetas de las Ediciones El Puente
y los
"caimaneros". Entre los primeros (en los que se incluían varios
autores provenientes de las clases populares, de raza negra y/o abierta
identidad homosexual) estaban Nancy Morejón, Miguel Barnet, Reinaldo
Felipe (García Ramos), Belkis Cuza Malé, Georgina Herrera,
Mercedes Cortázar, Gerardo Fulleda León e Isel (Rivero).
Todos ellos (aunque tuvieran alguna publicación previa como Cuza
Malé) estuvieron inicialmente asociados a El Puente, pequeña
empresa editorial independiente y privada que, dirigida por el poeta José
Mario, se mantuvo muy activa desde 1961 hasta su cierre por disposición
gubernamental en 1965. Los "caimaneros", por su parte, giran en torno a
El
Caimán Barbudo, belicoso suplemento cultural que, inicialmente
dirigido por el narrador Jesús Díaz y asociado al diario
Juventud Rebelde, sale a la luz en marzo de 1966: Luis Rogelio Nogueras,
Guillermo Rodríguez Rivera, Víctor Casaus, Raúl Rivero,
Sigifredo Álvarez Conesa y Félix Contreras, entre otros.
Nogueras sobresale cuando gana en 1967, junto a Lina de Feria (quien por
breve tiempo fue jefa de redacción de El Caimán y
después miembro de su consejo de redacción), el Premio David
de Poesía, otorgado por la Unión Nacional de Escritores y
Artistas de Cuba (UNEAC).
Curiosamente, Ediciones El Puente planeaba publicar en 1965 un segundo
volumen de "novísima poesía cubana" (el primero había
sido editado por García Ramos y Ana María Simo en 1962) que
incluía a Lina de Feria y los futuros "caimaneros" Álvarez
Conesa y Rodríguez Rivera, así como a otros poetas que abandonarían
más tarde el país (Lilliam Moro, Pío [Emilio] Serrano
y Pedro Pérez Sarduy). Preparada y prologada por José Mario
antes de su forzosa reclusión en las eufemísticamente llamadas
Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) - las cuales
estuvieron activas entre 1965 y 1967 (Bunck 135) -, dicha segunda novísima
no llegó nunca a publicarse, pero sus pruebas de plana sobrevivieron
a la clausura de las Ediciones y hoy día García Ramos tiene
en su poder fotocopias de esas pruebas.
En los años 70 - conocidos como el "decenio negro" (o "quinquenio
gris", según la denominación original
más atemperada e imprecisa) de la cultura cubana -, producto de
la censura ideológica, religiosa y sexual sufrida por muchos de
los autores y estéticas antes mencionados, el coloquialismo monopoliza,
no sin cierta sanción oficial, el panorama poético nacional.
Revalorizado por la modalidad coloquialista de los 60 y, en particular,
por Rodríguez Rivera, reaparece en las prensas nacionales el entonces
anciano Tallet. Bajo el sabio y discreto maestrazgo que, en la década
del 70, ejerce entre los jóvenes el origenista Eliseo Diego, nuevos
autores nacidos a fines de los años 40 o en los 50 (Reina María
Rodríguez, Luis Lorente, Álex Fleites, Marilyn Bobes, Ángel
Escobar, Osvaldo Navarro, Carlos Martí, Norberto Codina, Soleida
Ríos desde Santiago de Cuba y Álex Pausides desde Manzanillo),
algunos de ellos incluso desde el propio coloquialismo, intentan renovar
dicho panorama, pero tendrán que esperar todavía la rectificación
de errores y revisión general de la cultura insular que trajeron
consigo los años 80 para lograr más cabalmente dicho cometido.
A estos autores se sumarán otros de similar promoción en
los años 80: José Pérez Olivares, Raúl Hernández
Novás, Efraín Rodríguez Santana, Emilio de Armas,
Virgilio López Lemus, María Elena Cruz Varela y Abilio Estévez.
Gracias a todos ellos y a las promociones más jóvenes, los
nacidos entre 1954 y 1973 - quienes también entran con gran empuje
en esta década y en la siguiente: León de la Hoz, Jorge Luis
Arcos, Alberto Acosta-Pérez, Cira Andrés Esquivel, Rolando
Sánchez Mejías, Sigfredo Ariel, Víctor Fowler Calzada,
Emilio García Montiel, Alberto Rodríguez Tosca, Antonio José
Ponte, Carlos Augusto Alfonso, Omar Pérez, Frank Abel Dopico, Heriberto
Hernández, Damaris Calderón, Ramón Fernández
Larrea, Alberto Lauro, Raúl Ortega, Norge Espinosa, Odette Alonso,
Alessandra Molina y José Félix León -, la poesía
de la Isla resucita de forma altamente saludable. (Muchos de estos últimos
autores aparecen recogidos en las antologías Retrato de grupo
[1989] de Carlos Augusto Alfonso Barroso et al., Un grupo avanza silencioso
[2 tomos, 1990] de Gaspar Aguilera Díaz y La casa se mueve
[2002] de Aurora Luque y Jesús Aguado.) En parte como rechazo al
ya agotado coloquialismo oficial con su cuota de simplificación
y complacencia ante la realidad, todos estos autores de los 80 y 90 se
lanzan en diversas búsquedas individuales en las que, por una parte,
entierran vivos - en ocasiones injustamente - a ciertos maestros y, por
otra parte, comienzan lenta y justamente a desenterrar - a tono con el
rectificador proceso de "rehabilitación" llevado a cabo por las
instituciones de cultura - a otros que habían sido silenciados en
los años 70. Entre los más importantes, alcanzan estatura
divina los difuntos Lezama Lima y Piñera, nuevos fantasmas o sombras
tutelares que se suman ahora, y para el siglo XXI, a los decimonónicos
fantasmas de Casal y Martí.
Como parte de dicha "rehabilitación", vuelven a la escena pública
en la Isla autores vivos censurados por más de 10 años, tales
como Arrufat, Díaz Martínez, Pablo Armando Fernández,
César López, Alcides y Delfín Prats. Lentamente en
los 80, pero con gran empuje en la década del
90, tras un largo silencio editorial debido a diversos motivos, cuatro
importantes voces femeninas de diferentes décadas son difundidas
dentro del país: Dulce María Loynaz (1902-1997), Serafina
Núñez (1913-), Carilda Oliver Labra (1924-) y Lina de Feria
(1945-). No publicadas desde los 60, Cleva Solís y Tania Díaz
Castro reaparecen también en las dos últimas décadas
del siglo. Incluso algunos autores del exilio (Acosta, Baquero, José
Kozer y María Elena Blanco, entre otros) comienzan aisladamente
a ser editados en Cuba. Los nuevos autores de los 80 y los 90 refuerzan,
pues, sus vínculos con muchas de estas voces rescatadas del pasado
y, especialmente, con las de los años 60, cuando todavía
la poesía se movía en un ámbito de análisis
y problematización de la realidad y la ética individual.
Los años 80 (especialmente su segunda mitad) y la década
subsiguiente dan muestras de un fuerte renacer creativo y crítico
en la literatura cubana, no obstante el nuevo impacto sicosocial que significaron
el "decenio negro", el éxodo masivo de más de 120 mil cubanos
por el puerto del Mariel a inicios del verano de 1980 y, más adelante,
la crisis de los balseros en 1994. Cuba es un estimulante hervidero de
variadas inquietudes y propuestas riesgosas que, salvando las dificultades
de publicación particularmente durante el llamado "período
especial" (momento de crisis económica y editorial que se vive en
Cuba tras el colapso de los regímenes socialistas europeos y de
la Unión Soviética en la frontera de los años 80-90),
logran plasmarse en revistas, libros y antologías muchas veces de
precaria factura, en plaquettes, hojas sueltas o engrapadas y hasta en
textos manufacturados como las Ediciones Vigía y La Revista del
Vigía en Matanzas.
La creación de muchos de esos autores cuya obra eclosiona a partir
de la segunda mitad de los 80 - y quienes en número considerable
pasarán a radicar en el extranjero - se halla marcada por la insatisfacción,
la revisión cómplice del mejor origenismo, la reasunción
de ciertas composiciones métricas tradicionales tales como la décima
y el soneto, la iconoclasia, la incisiva ruptura generacional, el cansancio
y descrédito de los temas épicos y de la gravitación
o imposición de la Historia y sus mártires, la común
búsqueda de un ilimitado espacio otro de residencia espiritual,
el afán de un viaje hacia la alteridad, las conductas marginales,
lo desconocido, así como "lo incondicionado" que tanto había
reclamado Lezama Lima. Resulta entonces muy difícil determinar una
tendencia prioritaria dentro de la Isla: ante la "dispersión estilística"
detectada en ellos por Arturo Arango - y que Sigfredo Ariel entiende como
"ausencia de norma de estilo" (19) -, se ha preferido hablar de poéticas
individuales.
Si bien muchos de los últimos autores mencionados radican en la
capital (o "centro") del país, la ciudad de La Habana, los años
90 presentan también activos núcleos poéticos de gran
calidad en diferentes ciudades de "provincia" (o "interior") del país.
Citamos a continuación sólo algunas de ellas: Camagüey
(Luis Álvarez, Roberto Manzano, Roberto Méndez, Jesús
David Curbelo y Rafael Almanza), Holguín (Delfín Prats, Lourdes
González Herrero, Ronel Gutiérrez, José Luis Serrano,
Lalita Curbelo Barberán y Juan I. Siam Arias), Matanzas (Oliver
Labra, Laura Ruiz Montes y el proyecto Vigía) y Santiago de Cuba
(Jesús Cos Causse, Efraín Nadereau, Teresa Melo y Marino
Wilson Jay). Desde la "provincia" se ha trabajado así a favor de
una descentralización de la poesía cubana de fines del siglo
XX, lo cual nos lleva a recordar que el renacer, a inicios de siglo, de
la mejor poesía nacional con Boti y Poveda fundamentalmente, ocurrió
en el "interior" del país: en Guantánamo y Santiago de Cuba,
respectivamente. Autores como Méndez, Jesús David Curbelo
y Delfín Prats han protagonizado desde la "provincia" momentos importantes
de la poesía cubana de las dos últimas décadas del
siglo. Asimismo, Cos Causse ha sido hasta hoy día un activo promotor
de la reorientación y reinserción caribeña de nuestra
poesía, labor esta que la poesía de Guillén supo llevar
a cabo magistralmente en su momento.
Otro imperativo histórico a registrar en nuestra antología
era la llamada "poesía de la diáspora". Iniciada
en 1959 y conocida con nombres tan diversos y polémicos como exilio,
emigración o destierro posrevolucionario, dicha diáspora,
aún vigente, cuenta con un vasto corpus poético que en ningún
sentido permite concebirse como una entidad cerrada, uniforme y unifocal,
ya que constituye un corpus dinámico y multiforme en temas y estilos,
con múltiples focos de producción dispersos por el mundo
(Estados Unidos, España, México, Francia, Venezuela, Chile,
República Dominicana, Puerto Rico, Colombia, Suiza, Sudáfrica,
Inglaterra, Suecia), un corpus que desde los años 60 vive
en constante renovación y enriquecimiento producto de las sucesivas
emigraciones de poetas ya formados en la Isla y de los también sucesivos
brotes de autores "autóctonos", es decir, formados literariamente
fuera del país o que publican sus primeros libros una vez en el
destierro.
Si se revisan los años que van de 1959 al 2000, se puede encontrar
activos, llegando en diferentes épocas a formar parte de dicha diáspora,
a autores de prácticamente todas las tendencias y promociones antes
citadas y cuyos primeros textos vieron la luz en la Isla. Ellos son Acosta,
Florit (quien en realidad vivió fuera de Cuba desde mucho antes
de 1959), Mercedes García Tudurí, José Ángel
Buesa, Baquero, Rodríguez Santos, Ana Rosa Núñez,
Heberto Padilla, Díaz Martínez, Tejera, Álvarez Bravo,
Geada, Ariza, Severo Sarduy, Pura del Prado, Isel Rivero, José Mario,
Cuza Malé, García Ramos, Navarro, Minerva Salado, Yoel Mesa
Falcón, Elena Tamargo, Cruz Varela, Víctor Rodríguez
Núñez, Zoé Valdés y Fernández Larrea,
entre muchos otros.
Pero la diáspora cuenta también con sus autores autóctonos.
Tras el mencionado impasse de los años 60, sorprenden la eclosión
y la calidad de numerosos autores de variada edad en la década siguiente:
Amelia del Castillo (1925), Martha Padilla (1933), Mireya Robles (1934),
Gladys Zaldívar (1936), José Corrales (1937), Edith Llerena
(1937), Teresa María Rojas (1938), Roberto Cazorla (1940), Pío
Serrano (1941), Eliana Rivero (1942), Rafael Catalá (1942), Luis
F. González-Cruz (1943), Emilio Bejel (1944), Uva A. Clavijo (o
de Aragón) (1944), Wifredo Fernández (1946), Lilliam Moro
(1946), Felipe Lázaro (1948) y Laura Ymayo Tartakoff (1954), entre
otros que Espinosa Domínguez concibe como pertenecientes a la "Generación
del Cincuenta" o a la llamada "Quinta Generación" republicana, a
saber, los nacidos entre 1939 y 1954, dentro de la Isla (El peregrino
29).
Las décadas del 80 y 90 son aún más extremadamente
ricas en cantidad y calidad. Entre los núcleos, tendencias o poéticas
individuales que sobresalen en esos años se hallan los siguientes:
un grupo neoyorquino (Alina Galliano, Magali Alabau, Iraida Iturralde,
Maya Islas y Lourdes Gil) que sorprende por su pluralidad y madurez expresivas
dentro de ciertas coordenadas recurrentes de la escritura de mujeres; los
poetas (y junto a ellos varios narradores) que, asumiendo la condición
cubano-estadounidense (Lourdes Casal, Gustavo Pérez Firmat, Virgil
Suárez, Silvia Curbelo, Ricardo Pau-Llosa, Carolina Hospital, Pablo
Medina, Rafael Campo, Dionisio D. Martínez), comienzan a reclamar,
en español, inglés o en una mezcla caprichosa de ambas lenguas,
su espacio en el complejo y polifónico concierto de la poesía
cubana finisecular - a ellos se unirá después Ruth Behar,
añadiendo a dicha condición sus raíces judías
(también presentes en zonas de la poesía de Kozer y Alabau);
la creciente producción de Juana Rosa Pita y Amando Fernández
(Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez
en 1991), cuyas poéticas respectivas, de rápida eclosión
en los 80, resultan distintivas dentro de la poesía de la diáspora;
el experimentalismo de Octavio Armand y del otrora origenista Lorenzo García
Vega; el neobarroco febril e inagotable de José Kozer y la lúdica
reformulación de las composiciones métricas tradicionales
que realiza Orlando González Esteva.
El panorama de los 80 resulta más complejo por la aparición
de las primeras obras del llamado "grupo del Mariel", recién llegado
de la Isla. Entre sus poetas se hallan Reinaldo García Ramos, Reinaldo
Arenas, Roberto Valero, Rafael Bordao, Jesús J. Barquet, Néstor
Díaz de Villegas, Andrés
Reynaldo, Leandro Eduardo Campa, Juan Abreu y Carlos A. Díaz Barrios
(Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez
en 1994), a quienes quedan asociados otros recién llegados por diferentes
vías: Heberto Padilla, Cuza Malé, Cuadra, Álvarez
Bravo, Ariza, Esteban Luis Cárdenas, José Abreu Felippe,
David Lago González y Carlota Caulfield. A fines de los 80 y, especialmente
en los 90, se suman desde Europa dos voces novedosas: Rodolfo Häsler
y María Elena Blanco. Hacia Chile, México, Colombia, España
o los Estados Unidos, principalmente, se dirigen en los 90 muchos jóvenes
poetas surgidos en los años 80 y 90 en la Isla: Damaris Calderón,
María Elena Hernández, Odette Alonso, Dopico, Ortega, Rodríguez
Tosca, León de la Hoz, Sánchez Mejías, Emilio de Armas,
Francisco Morán, Félix Lizárraga y Jorge Salcedo,
entre otros. Es así como la pluralidad de propuestas ideoestéticas
que encontramos en la Isla en las últimas dos décadas tiene
un correlato similar en el destierro.
Sabemos que muchos autores mencionados en las listas anteriores merecerían
estar en esta antología, pero debido a razones de espacio y a los
criterios operativos que Codina y yo nos trazamos - y que se explicarán
a continuación -, ello no fue posible. Con estas listas hemos querido,
de alguna forma, subsanar esta ausencia, particularmente notable en lo
que respecta a los poetas nacidos en los años 60 y 70.
Tercero:
el criterio métrico-formal. Como la poesía ha sido siempre
"forma" - y más aún después del aldabonazo modernista
-, nos interesaba registrar en esta antología las variadas formas
métricas que a través del siglo se practicaron recurrentemente
en nuestra poesía. El modernismo hispanoamericano de fines del siglo
XIX se había caracterizado por una vasta experimentación (también
conocida como renovación) formal dentro del mayor respeto y conocimiento
de la métrica tradicional, no sólo del español sino
también del francés y de las lenguas clásicas. El
vasto y rico legado formal que dicho movimiento dejó se presenta
muy cauteloso en los dos poetas que nos sirven de modesto "pórtico"
de entrada al siglo XX: Bonifacio Byrne y Dulce María Borrero. Pero
una mayor calidad poética y aventura formal, como era de rigor entre
los modernistas, aparecerán poco después en los orientales
Boti y Poveda. Ellos son quienes realmente inauguran, junto con Acosta,
nuestro siglo XX poético, aunque en sentido formal - y exceptuando
los deslices vanguardistas de Boti - mantuvieron vínculos muy fuertes
con el siglo anterior, especialmente con Casal.
El soneto, formidablemente enriquecido por el modernismo, es presencia
constante en nuestra poesía a lo largo del siglo: además
de los poetas citados en el párrafo anterior, lo practicaron Ballagas,
Florit, Guillén, Baquero, García-Marruz, Oliver Labra, el
Indio Naborí, Feijóo, Geada, Hernández Novás,
González Esteva y Pérez Olivares, entre otros. En medio de
las altisonantes herejías formales del vanguardismo, Rubén
Martínez Villena dio cuenta de la eternidad y prestigio de esta
composición poética en su soneto "La medalla del soneto clásico".
De forma infiel lo practicaron más tarde Lezama Lima, Armand y Sarduy.
Igualmente la décima espinela - estrofa típica de la poesía
oral cubana, de origen fundamentalmente campesino - es visita frecuente
en la poesía escrita ya sea con afanes cultos o populares: la vemos
en Byrne y Acosta a principios de siglo, en la recreación estética
de la misma que realizan Florit en Trópico (1930) y González
Esteva en Mañas de la poesía (1981), en las juguetonas
o amistosas décimas de Lezama Lima, en la reformulación de
lo popular que caracteriza una parte de la poesía del Indio Naborí,
y como una práctica esporádica por más de 50 años
en Décimas por un tomeguín (2001) de Fernández
Retamar. Un estudio exhaustivo de esta composición métrica
lo realiza López Lemus en su libro La décima constante:
las tradiciones oral y escrita (1999).
También de fines del siglo XIX recibimos, proveniente de Francia,
el poema en prosa: aparece en cierta producción vanguardista de
Boti, en Poemas sin nombre (1953) de Dulce María Loynaz (Premio
Miguel de Cervantes en 1992), en Versiones (1970) de Eliseo Diego
(Premio Juan Rulfo en 1993), en La pedrada (1962) de Fayad Jamís
y en la mayor parte de la obra de Lorenzo García Vega. Y dentro
de esta búsqueda de mayor extensión del verso, contamos también
con el empleo del versículo en autores como Baquero ("Memorial de
un testigo", "Palabras escritas en la arena") y Kozer, cuyos numerosos
"autorretratos" se hallan en la frontera con el poema en prosa.
A partir de los movimientos de vanguardia de la primera mitad del siglo
XX se impone en la poesía hispánica una experimentación
formal entendida como ruptura total e irreverente con la tradición
métrica, la cual es vista ahora como un cadáver putrefacto.
Toma auge el versolibrismo y la poesía cubana del siglo XX participa
ampliamente de esta novedad: la practican hasta los poetas más dotados
para la métrica tradicional como Guillén, Florit, el Indio
Naborí y Oliver Labra. El versolibrismo, con su secuela (y potencial
peligro) prosaísta, asoma en la producción más "disonante"
de Lezama Lima y domina la escena en los años 60 como metro favorito
del coloquialismo de moda.
Pero aún en medio de la eclosión versolibrista, no resulta
infrecuente la armónica combinación libre de versos blancos
fundamentalmente impares (endecasílabos, heptasílabos y eneasílabos,
a los que se suman los alejandrinos gracias a la posibilidad rítmica
de sus dos hemistiquios de siete versos). Ello se aprecia en largas composiciones
magistrales como "Visitaciones" de García-Marruz y "Últimos
días de una casa" (1959) de Loynaz.
Dentro de este criterio formal fue también nuestra intención
recoger aquí la tradición del poema largo - del cual fue
muestra el mencionado Espejo de paciencia - en nuestra poesía
del siglo XX. Además de los arriba citados textos de García-Marruz
y Loynaz, el lector hallará los siguientes poemas largos: Muerte
de Narciso (1937) - según Piñera, el manifiesto poético
del grupo Orígenes en sus inicios a fines de los años 30
- y "Pensamientos en La Habana" de Lezama Lima, "La isla en peso" (1943)
de Piñera, "El sitio en que tan bien se está" de Eliseo Diego,
"Sobre el nido del Cuco" de Hernández Novás y Abuso de
confianza (1992) de Escobar. Cuando por razones de espacio no pudimos
incluir poemas largos considerados por la crítica como magistrales
(como "Faz" de Feijóo en la lectura crítica de López
Lemus), tratamos de incluir fragmentos significativos de los mismos, como
son los casos de "Palabras escritas en la arena por un inocente" de Baquero,
Elegía
a Jesús Menéndez (1951) de Guillén, "El gallo
de Pomander Walk" de Pablo Armando Fernández, Hermana (1989)
y Hemos llegado a Ilión (1992) de Alabau, y En el vientre
del trópico (1994) de Alina Galliano. Con esto terminamos la
presentación de algunos de los aspectos métrico-formales
que hemos tenido en cuenta en esta antología.
Cuarto: el criterio semántico. Aquí confrontábamos
una aparente contradicción: queríamos priorizar a los autores
del siglo XX que se mantuvieron fieles al trabajo poético durante
la mayor parte de su vida, pero esta prioridad no podía impedirnos
la consideración y posible inclusión de autores que, aunque
escasos de obra debido a la muerte prematura (Martínez Villena,
Escardó, Lourdes Casal) o al abrupto abandono de la escritura (Alabau),
resultaban ser esenciales por haber expresado de forma excepcional algún
aspecto significativo del drama nacional. Entendemos que la poesía
no sólo posee o constituye un "reino autónomo" (Fernández
Retamar, La poesía, reino 154) en el cual su historia y formas
de expresión - como hemos hecho en los dos acápites anteriores
- se pueden describir por sí mismas, sino que también es
un cuerpo vivo que no puede, aunque quiera e intente, desentenderse de
su circunstancia; ni el poeta que la escribe es solamente - aunque algunos
así lo prefieran - un intermediario o emisario de lo "incondicionado"
y la alteridad, sino también otro ser vivo, social (lo cual incluye
lo político), cuya poesía, aunque busque y efectivamente
logre ser una vía de expresión y realización individual,
no por ello deja de ser, además, una manifestación del colectivo
al cual el poeta "no por azar" pertenece, según la confesión
de Eliseo Diego sobre su gestión como poeta (80).
Generalizando, pues, la confesión de Diego, podemos afirmar que
no es por azar que los poetas nacen
"en un sitio y no en otro, sino para dar testimonio", para atender intensamente
a todo lo que les ha sido dado en herencia: "a los colores y sombras de
[su] patria; a las costumbres de sus familias; a la manera en que se dicen
las cosas; y a las cosas mismas - oscuras a veces y a veces leves" (Diego
81-82). Por tanto, el cuarto criterio que seguimos consistió en
entender el proceso poético cubano como una vía de expresión
y realización lúcida (y, por momentos, orientadora, visionaria)
del drama íntimo y colectivo vivido dentro y fuera de la Isla en
el siglo XX. Si sigue este criterio, el lector verá que, al finalizar
su lectura lineal de esta antología, no sólo se habrá
asomado a (o reencontrado con) una de las poesías más ricas
y dinámicas del siglo XX hispánico, sino que también
habrá sentido la respiración enervante de una nación,
o valga decir sin intenciones populistas, de todo un pueblo proyectado
hacia el mejoramiento humano y la utopía por la diversa figuración
de sus poetas. Es decir, conocerá la trayectoria histórica
y espiritual del pueblo cubano a lo largo del siglo XX.
Si atiende intensamente, podrá el lector escuchar a una nación
(entendida aquí en una doble dualidad: como proyecto y realización,
y como pertenencia territorial y transterritorial, es decir, concibiéndose
y/o realizándose dentro y fuera de la geografía insular)
respirar libremente o asmáticamente ahogarse, como Lezama Lima,
en medio de las mayores o menores insuficiencias y excesos de sus diferentes
períodos históricos. La escuchará nacer por fin como
república el 20 de mayo de 1902, un nacimiento tardío en
el plano político, si se lo compara con el restante territorio conquistado
por España en las Américas y el Caribe (con excepción
de Puerto Rico); pero si se mantiene atento, la escuchará también
lamentarse (Byrne, Dulce María Borrero, Acosta) por sus oprobiosas
dependencias al entonces incipiente imperio estadounidense y luchar (Pedroso,
Martínez Villena) durante lustros por librarse de estas hasta lograrlo
parcialmente en la década del 30. La sentirá lidiar después,
en los años 40 y 50, con sus propias y recurrentes inclemencias
políticas y sociales (Guillén, Loynaz), así como con
el vacío existencial (Piñera, García Vega, Escardó)
que se instala muy tempranamente en las entrañas de su aún
joven república; oirá entonces a sus poetas (Lezama, Baquero,
Diego, García-Marruz, Vitier) construir un magnífico Estado
escritural donde - y para esto necesita el lector aguzar bien el oído
- salvar idealmente la nación de su posible desintegración
y resistir optimistas hasta que el Estado real ofrezca garantías
de mejor sobrevivencia. De repente - y el repentino estruendo de triunfo
militar y alegría coral (Feijóo, Vitier, Oliver Labra, Fernández
Retamar, Pablo Armando Fernández, Francisco de Oraá, Barnet,
Morejón) no debe impedirle al lector escuchar poco después
algunas voces disonantes en sordina (Arrufat, Padilla y mucho después
Pérez Olivares) - escuchará a la nación ilusionarse,
esperanzarse con la realeza mayor de la Historia, que muestra a todos el
rostro justiciero de una revolución popular tomando el poder un
1ero. de enero de 1959, fecha que pasa a ser la segunda más importante
del siglo ya que va a marcar de manera definitoria no sólo a todos
los cubanos entonces vivos, sino también a los muertos (quienes
comienzan a ser constantemente revisitados, desempolvados, resucitados
o vueltos a enterrar más hondo todavía, según la ocasión
o perspectiva) y a los que van a nacer en las próximas décadas.
El lector verá ahora cómo una nación escasamente consolidada
dentro del liberalismo democrático-burgués se lanza de pronto,
a menos de 57 años de fundada, por inesperados rumbos y alianzas
político-ideológicas producto del nuevo proceso histórico
de corte nacionalista y popular que, en 1961, en medio de una invasión
militar de exiliados cubanos a Playa Girón o Bahía de Cochinos,
Fidel Castro califica de socialista y marxista-leninista; cómo,
también a partir de 1959 - año que "divide en dos el siglo
XX en Cuba" (Arcos xxxiii) -, la sociedad cubana se transforma radicalmente
en todos los aspectos y resiste heroicamente o sobrevive con mucho sacrificio
a diferentes embates y reveses de la historia y la política internacionales
(Raúl Rivero, Escobar); cómo el anhelado proyecto de nación
con que se abrió el siglo continúa, con acostumbradas y nuevas
dificultades, realizándose y enraizándose en el territorio
insular (Hernández Novás), pero también se enajena
de él para bifurcarse de manera raigal en aquellos que sufren más
duramente el reverso de la Historia y se suman - cada vez en mayor número
- a la larga diáspora iniciada en 1959 por dicho proceso (Geada,
Díaz Martínez, García Ramos, Alabau); y cómo
comienza a concebirse así una identidad nacional transterritorial
o en diáspora (Caulfield, Kozer) que conserva o imagina sus anclajes
referenciales en el espacio cultural o geográfico de la Isla (Pita,
Galliano, González Esteva) mientras no puede impedir nutrirse de
los conflictivos vínculos que inevitablemente establece con los
diferentes discursos identitarios y políticos de los países
extranjeros en que habita (Lourdes Casal).
Sobre
esa dualidad identitaria nos habla el cubano-estadounidense Gustavo Pérez
Firmat: "¿cómo no seguir viviendo con dos / lenguas casas
nostalgias tentaciones melancolías? / Quisiera (...) / singularizar
lo indivisiblemente dividido, / hacer de dos grandes ojos una sola mirada"
(55). Por obvias razones cuantitativas, destaca dentro de la diáspora,
reclamando voz y voto en el proyecto de nación cubana, la nueva
identidad cubano-estadounidense. Así lo expresa Pérez Firmat:
reclamo
un turno y una voz
en
nuestra historia.
Reclamo
marcar
en la cola
de
ese ilustre cocodrilo inerte
que
nos devora en la distancia.
Reclamo
la pertinencia y el mar.
(...)
Yo también llevo el cocodrilo a cuestas
Y
digo que sus aletazos verdes me baten
incesantemente.
Y
digo que me otorgan la palabra
y
el sentido.
Y
digo que sin ellos no sería lo que soy
y
lo que no soy:
una
brisa de ansiedad y recuerdo
soplando
hacia otra orilla. (51)
Todo
esto, que no es poco ni le ha sido ajeno -en tanto que avatar de la aventura
humana sobre la tierra- a nuestra nación y poesía, queríamos
mostrar en esta antología.
Por ello lamentamos la ausencia física, que no espiritual, de Heberto
Padilla (1932-2000) en la misma.
La parábola semántica descrita por su poesía desde
los años 50 hasta su muerte no refleja sólo su experiencia
personal, sino también la de buena parte del pueblo cubano: de la
angustia existencial y el exilio de cierto sector intelectual en los años
50, pasa Padilla al popular entusiasmo épico-revolucionario nacional
e internacional de inicios de los 60, para transformarse luego, a fines
de esa década, en el sujeto crítico y crecientemente desencantado
con la Historia que tan bien recoge su famoso poemario Fuera del juego
(1968). En sus posteriores poemas, Padilla reivindica (y se refugia en)
la tranquila y reconfortante intimidad doméstica familiar y, a partir
de los años 80, su poesía de exilio, aunque breve, refleja
magistralmente los tópicos típicos de dicha condición:
la lejanía, la marginalidad y la doble identidad, entre otros.
Por no habernos concedido los herederos de Padilla el permiso de publicación,
los lectores no podrán hallar aquí los siguientes poemas
suyos que tan cuidadosa y respetuosamente habíamos seleccionado:
"Dones (I, IV)", "Retrato del poeta como un duende joven (III)", "El árbol",
"Postcard to USA", "En tiempos difíciles", "Los poetas cubanos ya
no sueñan", "Cantan los nuevos Césares", "Instrucciones para
ingresar en una nueva sociedad", "A veces me zambullo", "A veces", "El
hombre al margen", "Eso que va flotando sobre las aguas", "El hombre junto
al mar", "El regalo" y "Entre el gato y la casa". Estos poemas nos hablan
de un individuo (a saber, un poeta) al que "le pidieron su tiempo / para
que lo juntara al tiempo de la Historia" (Poesía 78) y cuyo ojo
estaba obligado "a ver, a ver, a ver" (Poesía 16); de un individuo
que, tras sufrir el reverso de la Historia, queda al margen de esta ("Ningún
espejo / se atrevería a copiar / este labio caído, esta sabiduría
en bancarrota" [Poesía 74]) y, sobreponiéndose a la derrota
y al exilio, busca renacer a partir de su condición humana universal
en la trinidad familiar y la fe:
Hay
un hombre tirado junto al mar
Pero
no pienses que voy a describirlo como a un ahogado . . .
Yo
sé que él está vivo
A
todo lo largo y ancho de su cuerpo. (El hombre 31)
***
Hemos
vivido años
luchando
con vientos acres,
como
soplados de las ruinas;
mas
siempre hubo una fruta,
la
más sencilla,
y
hubo siempre una flor.
De
modo que aunque no sean
lo
más importante del universo,
yo
sé que aumentarán el tamaño de tu alegría
lo
mismo que la fiesta de esa nieve que cae.
Nuestro
hijo la disuelve sonriente entre los dedos
como
debe hacer Dios con nuestras vidas.
Nos
hemos puesto abrigos y botas,
y
nuestras pieles rojas y ateridas
son
otra imagen de la Resurrección.
Criaturas
de las diásporas de nuestro tiempo,
¡oh
Dios, danos la fuerza para proseguir! (El hombre 110)
Con
esto queremos dejar constancia de la importancia de Padilla dentro de la
poesía cubana de la segunda mitad del siglo XX e invitar a su lectura.
Quinto:
el criterio dialógico. Buscábamos que no sólo
los poetas sino también los poemas escogidos dialogaran entre sí,
bien sea por el tema, el motivo, el estilo o la forma (el diálogo
entre formas está implícito en el tercer criterio): véase
así un diálogo entre Florit y Fernández Retamar; entre
la obra de afirmación de los origenistas Lezama Lima, García-Marruz
y Vitier y la obra de negación o desmitificación de los también
origenistas Piñera y García Vega; entre algunos poemas que
quisimos de Padilla y otros muy similares de Escardó, Arrufat y
Pérez Olivares; entre los que han introducido el tema negro en su
poesía (Guillén, Ballagas, Morejón, Galiano) y el
poema/adaptación "Tótem" del poeta negro Baquero, quien confiesa
que quiso en 1965, con este y otros "poemas africanos" adaptados por él
al español, "añadir un argumento más en contra de
esa estulticia llamada poesía negra, afroantillana, afrobrasilera,
etc., que, salvo excepciones contadísimas, ni es negra ni es
poesía" (218); entre Oliver Labra (a quien Suardíaz y Chericián,
contrarios a la opinión de Fernández Retamar y Jamís
en el prólogo a Poesía joven de Cuba (9), incluyen con Rafaela
Chacón Nardi en la "generación de los años 50") y
los poetas de dicha "generación", en particular Escardó;
entre este y el poema "El gigante" de Martínez Villena; y entre
dos suicidas (Hernández Novás y Escobar) cuyas respectivas
poéticas fueron de gran repercusión entre sus coetáneos
en la Isla. Valgan estos diálogos como ejemplos de otros que los
lectores deberán descubrir por sí mismos.
Sexto: el criterio "dramatúrgico", según lo denominó
Codina. Sabiendo que extraer poemas de sus libros originales para recombinarlos
con otros de diferentes épocas, poéticas y libros del mismo
autor significaba, por parte nuestra, la creación de un nuevo corpus
textual en el cual los poemas seleccionados iban seguramente a irradiar
nuevas significaciones e interrelaciones, y teniendo en cuenta los cinco
criterios antes descritos, decidimos no asumir tampoco un criterio único
en la selección y reordenación de los poemas de cada autor.
Si bien los poetas aparecen siguiendo el estricto orden cronológico
de su nacimiento biológico (y no literario), sendos poemas no siempre
siguen similar orden temporal. Es decir, en algunos casos se imponía
el orden cronológico de los poemas porque dicho orden reflejaba
fielmente el proceso histórico de la poesía cubana (por ejemplo,
el paso del modernismo al vanguardismo en Boti, o el paso del purismo al
anuncio del coloquialismo en Florit) o del drama nacional (de la República
a la Revolución Cubana en la poesía de Guillén, Escardó
y Oliver Labra, o de la ruptura familiar de los 60 a las visitas de familiares
exiliados a la Isla en los 80-90 en Alabau). Cuando la estricta cronología
no reflejaba estos imperativos literarios o socio-históricos, nos
vimos libres para poder optar, si queríamos, por una dramaturgia
más personal y creativa en la selección y ordenación
de los poemas. Liberados entonces de sus respectivas fechas y libros originales,
los poemas de algunos autores se escogieron pensando en el nuevo corpus
que debían configurar y desde donde debían irradiar con nueva
coherencia y sentido. Así se pensó la selección y
ordenación de los poemas de Armand y de Amando Fernández.
He dado aquí unos pocos ejemplos de cada ordenación; le toca
ahora al lector interesado descifrar los casos restantes.
Séptimo: el criterio antiestereotipador. Los autores cuya
poesía mostraba diversos registros estéticos no debían
quedar reducidos a un solo registro, aunque este hubiera sido el que los
difundiera y prestigiara en el ámbito nacional o internacional.
Es decir, debíamos liberarlos de la prisión reductora del
estereotipo. Valgan los siguientes ejemplos. Guillén, maestro del
negrismo, no debía reducirse en nuestra antología a esa modalidad
poética de los años 20 y 30; existen otros Guillenes: el
social, el amante, el irónico, el maldito. Lezama Lima, tachado
de hermético, oscuro y culterano por muchos, fue también
capaz de una inusitada transparencia en ciertos momentos íntimo-familiares
de su libro Fragmentos a su imán (1977). No obstante los
frecuentes y desenfadados temas amatorio-confesionales que vinculan a Oliver
Labra con cierta poesía posmodernista de principios de siglo (Alfonsina
Storni, Delmira Agustini, etc.), dicha autora no debía reducirse
a ser la novia eterna de la "generación de los años
50", sino que debíamos mostrarla en lo que también fue dentro
de esa promoción: la primera que escapó de la angustia existencial
de los años 50 (Escardó, Jamís, Padilla) - la cual
ella expresó tempranamente a fines de los años 40 - para
abrazar los nuevos hechos históricos que se le sobrevenían.
Seguíamos la idea expresada por su contemporáneo Alcides
en "Carta abierta" a la autora: en el asunto de la Revolución, "que
luego sería el tema fundamental de la poesía cubana, tú
has sido la primera en la generación. Cuando todavía la Patria
era solamente la patria, tú cantaste a la bandera, cantaste a Cuba
y luego cantaste a la Revolución, en plena guerra liberadora" (10).
Asimismo, Fernández Retamar no es sólo el poeta aparentemente
satisfecho con su circunstancia, sino también un utopista que en
su poemario Aquí (1995, 1996, 2000) - de donde extrajimos
"La veo encanecer"- parece concebir el ideal humano en el reino autónomo
de la memoria selectiva y nostálgica hecha escritura poética.
Baquero, tan alejado - como vimos - del negrismo debido a su filiación
origenista e intereses ideoestéticos, fue sin embargo capaz de sorprender
con sus adaptaciones al español de poemas del África Negra,
de los que seleccionamos un enigmático poema sobre la identidad
racial, "Tótem". Acosta no fue sólo el gestor del poemario
La
zafra (1926), aunque este lo haya hecho pionero de la poesía
social cubana del siglo XX, sino que en ocasiones sorprende con poemas
más sugerentes como "Un pueblo" y "La piedra desnuda". Ni Pedroso
es sólo el férreo poeta defensor de los obreros por su libro
Nosotros
(1933), sino también, siguiendo sus raíces étnicas,
el delicado orientalista de El ciruelo de Yuan Pei Fu (1955). La
poesía de la diáspora iniciada en 1959 no es únicamente
un discurso nostálgico abocado a la memoria y al regreso a un supuesto
paraíso perdido o por construir, como a veces se la ha presentado,
sino también una producción tan rica y variada en forma y
contenido como la poesía escrita en la Isla, con la cual guarda
no pocas confluencias significativas.
Pero en algunos casos - porque con tal libertad asumimos nuestros propios
criterios operativos - no nos interesó o no podíamos, por
razones de espacio (como nos ocurrió al incluir poemas largos de
Hernández Novás y Escobar), registrar los diferentes registros
de un autor y optamos entonces por mostrar una selección más
o menos extensa de algún libro suyo que, además de poseer
calidad literaria, resultaba ser representativo en un nivel transpersonal,
tales son los casos de Juana Rosa Pita con su poemario Viajes de Penélope
(1980) - emblemático de la condición de exilio desde la perspectiva
femenina - y de Alina Galliano con En el vientre del trópico
(1994) - cumbre de la vertiente negrista dentro de la poesía de
la diáspora.
Octavo: el criterio limitador del objeto de estudio. También
por razones de espacio, debimos limitar esta antología a la poesía
llamada culta, de transmisión escrita, lo cual incluye aquella poesía
escrita que se identifica formal y temáticamente con lo popular,
como es el caso de cierta zona de la obra del Indio Naborí y Guillén.
Nos limitamos también a la poesía que, escrita originalmente
en español por autores nacidos en Cuba o naturalizados cubanos (Florit,
Vitier), apareció por primera vez en libros o revistas publicados
entre el 1ero. de enero de 1901 y el 31 de diciembre del 2000. Dejamos
por tanto injustamente fuera de esta antología, incluso en contra
de nuestras preferencias, entre otras expresiones poéticas menos
extendidas, la poesía oral de carácter popular, la rica poesía
cubano-estadounidense (o cubano-americana) escrita en inglés o en
el llamado "spanglish" o "code-switching", así como la canción
de factura altamente poética (con tendencias propias, tales como
la Vieja Trova, la canción negrista, el "feeling" [filin] y la Nueva
Trova) que encuentra sus raíces primeras en la trova surgida en
la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del XX con figuras como
Sindo Garay, Miguel Matamoros, Manuel Corona e Ignacio Villa (más
conocido como Bola de Nieve).
Sobre
los vínculos entre canción y poesía se impone ahora
un aparte. En la segunda mitad del siglo XX, florecen dentro o fuera de
la Isla numerosos cantautores y compositores cubanos de mayor o menor relieve
internacional: Marta Valdés, José Antonio Méndez,
César Portillo de la Luz, Pablito Milanés, Silvio Rodríguez,
Noel Nicola, Amaury Pérez, Albita Rodríguez, Marisela Verena,
Carlos Varela y Pedro Luis Ferrer, entre muchos otros. En particular, Silvio
Rodríguez, cuya obra ha tenido enorme influencia en todo el ámbito
cultural hispánico, incluyendo el cubano, es considerado por muchos
como uno de los mejores "poetas" de las últimas cuatro décadas
del siglo XX cubano. Así como dos canciones negristas de Bola de
Nieve aparecieron publicadas junto a los poemas negristas de Guillén,
Ballagas y Tallet en la Órbita de la poesía afrocubana
1928-37 de Ramón Guirao en 1938, aparecen canciones de Silvio, Nicola
y Pablito en la antología Los dispositivos en la flor. Cuba:
literatura desde la Revolución de Edmundo Desnoes en 1981. No
es nuevo entonces proclamar esta analogía entre poesía y
canción en Cuba. Entre los críticos importantes que la apoyan
están Rodríguez Rivera ("Poesía y canción en
Cuba", en su libro Ensayos voluntarios [1984], pp. 143-170) y Fernández
Retamar, quien afirma que trovadores como algunos de los antes mencionados
"no son menos poetas por el hecho de que canten sus poemas en vez de imprimirlos
y encuadernarlos" (La poesía, reino 155). Como se desprende
de lo anterior, se puede hallar diálogos entre ambas modalidades
poéticas: entre Bola de Nieve y los poetas negristas de los años
20-30, entre Silvio Rodríguez y ciertos poetas jóvenes de
los años 60 (Rodríguez Rivera, Casaus).
Noveno y último: el criterio del gusto personal. Este criterio
no nos es exclusivo ya que está presente en toda antología
y se refiere al inevitable e irrenunciable gusto particular de los compiladores,
en tanto que amantes de la poesía condicionados fatalmente por su
hic et nunc. No obstante esto, tratamos - como ya dije - de integrar algunas
preferencias de compiladores anteriores, así como de hallar, por
ser esta una coedición, un consenso entre nuestros respectivos gustos
privados.
Conclusión: En el prólogo a los tres volúmenes
de su magnífica antología de la poesía cubana del
siglo XVII al XIX, Lezama Lima se basa en los primeros anuncios metafóricos
sobre Cuba hechos por Cristóbal Colón en su Diario de 1492,
para afirmar lapidariamente que nuestra Isla "comienza su historia dentro
de la poesía" (7). Y no dudaría el Maestro del siglo XX cubano
en aceptar también que, desde dicha configuración poética
de la Isla - no concebida aún como nación, sino como corroboración
de un ideal en la forma de feliz cumplimiento de un largo, difícil
y atrevido viaje - en la imaginación y escritura utópicas
del primer europeo que atracó en sus puertos naturales, Cuba no
ha
cesado de seguirse concibiendo poéticamente como afán de
utopía, cuando no bastión de resistencia y necesaria salvación
física y espiritual, en la escritura ahora autóctona de sus
habitantes: mezcla de blanco, negro, indígena, chino, árabe
y judío gestada por el erotismo y la lasitud efervescentes de sus
paisajes a través de los siglos y de las sucesivas migraciones o
difíciles viajes en uno y otro sentido.
País subdesarrollado a pesar de ciertos logros económicos
en los años 50 y del avance en ciertas áreas profesionales
en las décadas posteriores, Cuba no ha sido hasta ahora, ni quizás
sea nunca, una potencia industrial, pero sí es, desde finales del
siglo XIX, al menos dentro del ámbito hispánico, una potencia
poética. No obstante el desconocimiento o el prejuicio mostrado
por varios compiladores durante los años 60-80 ante la poesía
cubana de la diáspora - lo cual los alejaba de importantes autores
exiliados como Baquero y Kozer - o ante poetas cubanos no divulgados por
la cultura oficial - como Loynaz y Oliver Labra -, son comunes las antologías
de poesía hispanoamericana o en lengua española de los siglos
XIX-XX que incluyen a varios de los siguientes poetas cubanos: José
María Heredia, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Julián
del Casal, José Martí, Eugenio Florit, Emilio Ballagas, Dulce
María Loynaz, Nicolás Guillén, José Lezama
Lima, Virgilio Piñera, Gastón Baquero, Cintio Vitier, Fina
García-Marruz, Eliseo Diego, Roberto Fernández Retamar, Heberto
Padilla, José Kozer, Juana Rosa Pita y Nancy Morejón. Para
un país tan pequeño y relativamente pobre como Cuba, que
a fines del siglo XX sólo contaba aproximadamente con 11 millones
de habitantes, tamaña representación en los foros internacionales
de poesía confirma la certera aseveración de Jorge Zalamea
de que "en poesía no existen pueblos subdesarrollados" (11).
Afirmar esto aquí no constituye, como también dijo Zalamea,
un acto de "modesta revancha espiritual" (11), sino de flagrante orgullo
dispuesto a ser compartido con los hermanos hispanohablantes de las Américas,
el Caribe y España. No debemos los americanos temerle a este tipo
de orgullo, nos advirtió José Martí en 1891 con su
ensayo "Nuestra América", porque "no hay patria en que pueda tener
el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas
americanas" (II, 108), especialmente cuando reconocemos el heroísmo
y la tenacidad que ha significado para Cuba rebasar su trágica historia,
su subdesarrollo económico-técnico y su composición
étnica esporádicamente conflictiva, para legarle al mundo,
en menos de dos siglos, una poesía de tal reconocimiento internacional.
Y nos dice más Martí, el Maestro del siglo XIX cubano, en
su ensayo "El poeta Walt Whitman" de 1887: "¿Quién es el
ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos?
(...) La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia,
que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y
el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma,
pues esta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquella les
da el deseo y la fuerza de la vida" (I, 1138). Han faltado siempre en la
Isla, para la gran mayoría de sus habitantes, muchos de los bienes
materiales de que gozan los países industrializados, pero los poetas
cultos y populares cubanos, mayores y menores, de dentro o de fuera de
la Isla, de una u otra tendencia o cosmovisión, han sabido con su
poesía desbordar de bienes espirituales las arcas nacionales. Estadistas
del espíritu, nuestros poetas han sabido crear y mantener a través
de los años -como le gustaba pensar a Lezama Lima -, frente a su
difícil circunstancia histórico-política, un desarrollado
y autónomo Estado poético.
Nunca en el siglo XX nos ha escaseado la poesía, nunca nos ha dejado
de proporcionar y justificar, hasta en los poetas suicidas como Ángel
Escobar y Raúl Hernández Novás o prematuramente desaparecidos
como Rubén Martínez Villena, Rolando Escardó, Amando
Fernández y Lourdes Casal, "el deseo y la fuerza de la vida". Sirva
aquí entonces la poesía para "congregar" y "apuntalar" en
su unidad esencial, aquello que la Historia haya disgregado. Para lograr
esto, muchos poetas cubanos han sabido seguir las siguientes instrucciones
que Baquero le daba a un inocente:
Sueña
donde desees lo que desees. No aceptes. No renuncies. Reconcilia.
Navega
majestuoso el corazón que te desdeña.
Sueña
e inventa tus dulces imprecisas realidades, escribe su nombre en las arenas,
entrégalo
al mar, viaja con él, silente navío desterrado.
Inventa
tus precisas realidades y borra su nombre en las arenas. (51)
Similar
a la ciudad del "Testamento del pez" de Baquero, nuestra poesía
del siglo XX ha sabido oponer a la dispersión y a la angustia de
ser mortal, su atrevida estructura "de impalpable tejido y de esperanza"
(89).
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