Un
escándalo canónico
Jesús Barquet y Norberto
Codina, eds.
Poesía cubana
del siglo XX
FCE, 2002, 556 pp.
Jorge Fornet y Carlos Espinosa
Domínguez, eds.
Cuento cubano del siglo
XX
FCE, 2002, 392 pp.
Rafael Hernández y
Rafael Rojas, eds.
Ensayo cubano del siglo
XX
FCE, 2002, 738 pp.
Ernesto Hernández
Busto
Dos tipos de objeciones suelen
acompañar a las antologías literarias. La más simple
y frecuente: que al
separar la paja del trigo, los antologadores no consigan dar pruebas de
talento o disimular su rencor con un mínimo de conocimiento y buen
gusto. Sería equívoco confundir esas limitaciones con el
puñado de prejuicios que toda antología clava en la escena
literaria como un pendón de guerra: a falta de bibliotecas borgesianas,
la crítica procede por eliminación y cualquier lista tiene
algo de apuesta, más fiable cuanto más sólidas sean
sus razones discriminatorias. Acecha, luego, el fantasma de la inconsistencia;
si la recopilación que propone el decálogo excluyente se
muestra incapaz de cumplirlo al pie de la letra y acaba zozobrando en la
arbitrariedad.
No resulta difícil encontrar en la literatura cubana antologías
gravadas con uno de estos lastres. Más raro es topar con alguna
que, como los tomos editados por el FCE, incurra en ambos vicios con similar
desparpajo y se acompañe de justificaciones que rozan el escándalo
editorial. Por esta vez, el escándalo lleva sordina. Hace días
llegaron a mi buzón electrónico unas curiosas cartas, privadas
o semiprivadas, que tenían la apariencia de una polémica
literaria. Apariencia, digo, porque hasta ahora esas razones sólo
han circulado en incendiarios e-mails. Al limitarse a ese cruce de opiniones,
la posible polémica queda cubierta por un equívoco manto
salonnière, se confunde con los resquemores curriculares en detrimento
del debate público. Síntoma preocupante de una “república
de las letras” donde las ruinas suelen disfrazarse de renacimiento.
Algunos polemistas protestan, con razón, su ausencia en estos tomos.
Los antologadores tejen y destejen. Se trata, ante todo, de una discusión
política: sobre cómo los escritores encargados (por razones
no exentas de sospecha) de este ordenamiento canónico han usado
normas que tienen poco que ver con la literatura. De la manera, también,
en que intelectuales del exilio se prestan a esa manipulación para
ver reconocida su carrera por una editorial prestigiosa que los designa
primus inter pares, árbitros dentro del mismo terreno de juego.
La zurdería más evidente de estos tres libros: soslayar a
toda una generación de escritores cubanos. Me corrijo: a toda una
generación menos un ensayista y dos poetas. Fuera de ellos, y por
una de esas raras coincidencias que disculpan nuestra paranoia, el siglo
XX de estas antologías termina en 1979.
Por supuesto, los responsables no aceptan que han jugado el papel de censores
y prefieren hablar de polémicas generacionales o estéticas.
Acuden al argumento de la "calidad literaria", a la apología
de los clásicos y al amasiato incongruente (“adentro”+”afuera”)
por el que estos volúmenes intentan presentarse como acogida “oficial”
del exilio histórico en la historia literaria cubana. Si así
fuera, habría que lamentar que el criterio de acceso al canon tuviera
demasiado que ver con la política. Pero, hélas, tampoco en
ese abrazo simbólico estas recopilaciones resultan lo bastante creíbles:
ausentes siguen Guillermo Cabrera Infante y Heberto Padilla, dos figuras
emblemáticas del exilio. (No aparecen porque no quieren, argumentan
los antologadores. ¿Por qué no querrán?, es la pregunta
que nadie responde en un aire viciado de sobreentendidos).
A cambio de ilustres ausentes como Severo Sarduy, la recopilación
de poesía nos regala una pléyade de poetisas de lírica
deslavazada, titilantes en los cenáculos académicos del exilio.
También está José Pérez Olivares, imitador
de un libro de Eliseo Diego. Visto a vuelo de pájaro, este florilegio
resulta el peor de los tres. Y la razón (o sinrazón) de ello
es la más sencilla de las mencionadas: tanto Barquet como Codina
son poetas mediocres, aquejados de tradicionalismo y miopía histórica.
Ya lo hace notar Antonio José Ponte, uno de los excluidos, en su
atendible carta de protesta:
la obra poética de Codina (escasa y
prescindible) no amerita su condición de juez; la de crítico
literario no se encuentra por ninguna parte. El propio Ponte revela la
extraña aritmética literaria del antologador: “Ha puesto
diecitantos poemas (breves) de Boti por cinco o seis (largos) de Lezama.
Desconfía de lo sucinto o hace equivaler cinco metros cuadrados
de Boti a cinco metros cuadrados de Lezama. Y, con este ejemplo, ya está
dicho casi todo acerca de su agudeza”. Agreguemos otro cálculo que
compromete a Barquet: Lezama o Eliseo Diego tienen menos poemas incluidos
que Rita Geada, de quien no me resisto a citar dos versos ejemplares: “Inusitadamente
a Nueva Inglaterra he regresado/ con el inquieto mar aún en las
retinas”.
Una malsana curiosidad me hizo dedicar varias horas a reflexionar sobre
los ocho (¡!) criterios (“genealógico”, “métrico-formal”,
“antiestereotipador”, etc.) expuestos en el prólogo. Ninguno aporta
razones de peso para excluir al grupo de poetas conocido como “Generación
de los 80”, a quienes primero se les reprocha haber “enterrado vivos –en
ocasiones injustamente– a ciertos maestros” (¿?) y luego se les
deporta a una antología de la poesía cubana del siglo XXI.
Lo cual, además de dictum ideológico, es claro síntoma
de ceguera estética. Como prueba de inconsistencia excluyente, quedan
Sigfredo Ariel y Damaris Calderón, solitaria (y distinguida) pareja
en un salón ajeno.
Más allá de las cábalas personales, la lista de ausentes
es tan escandalosa que Víctor Fowler, otro de los corresponsales
de la “polémica” habanera, achaca a los compiladores la voluntad
de “borrar de la poesía cubana post-59 toda voluntad experimental
para volvernos reos de una anciana batalla entre conversacionales e imaginales,
violentos y exquisitos”. Puede agregarse poco, salvo una recomendación:
si el lector quiere una lectura objetiva de la poesía cubana de
este siglo, lo mejor será que acuda a cualquier otra antología,
entre el medio centenar del último quinquenio.
Tenemos luego el tomo de cuentos, más orgánico aunque de
espíritu discutible. De los 37 autores, algunos parecen inclusiones
pactadas en los pasillos de la Unión de Escritores (Miguel Mejides
o Francisco López Sacha); otros (Humberto Arenal y Julio Matas)
encajarían mejor en una antología de dramaturgos; unos terceros
(Reinaldo Montero o Carlos Victoria) no demuestran en los textos incluidos
la calidad que les atribuye la crítica. En resumen, este lector
se confiesa agobiado por la sensación de enfrentarse a un volumen
carente de criterio agonista, donde conviven Virgilio Piñera y Mirta
Yáñez, Alejo Carpentier y Julio E. Miranda, Lino Novás
Calvo y Senel Paz.
De nuevo choca la discutible la exclusión de los novísimos,
justificada con los modales, un tanto apresurados, de quien pone la venda
antes de la herida. Pero ésta no es de las que deja cicatrices maquillables:
Espinosa y Fornet usaron la sierra mecánica porque consideran, con
agudeza inigualable, que las preocupaciones de los nuevos cuentistas “son
de otra época”: “Nacidos a la literatura en los años
90, cuando del muro de Berlín sólo quedaban escombros e imágenes
fantasmales, en medio de una profunda crisis conocida como Periodo Especial,
no parecen desencantarse de nada, porque nunca llegaron a escribir obras
marcadas por el encanto. La mayor parte de ellos realiza, más bien,
una literatura postrevolucionaria, en el sentido de que la historia y el
destino de la Revolución misma no parecen preocuparles.”
¿Era ésta una antología de hipnotismo revolucionario?
Haberlo anunciado en portada y nos hubiéramos ahorrado los 150 pesos.
Repasadas sus últimas páginas, parece que ninguno de nuestros
cuentistas haya leído a Cortázar o a Onetti. Porque, como
se ha dicho muchas veces, son algunos autores de la última generación
quienes proponen una ruptura en este canon viciado por el realismo. Dejando
a un lado las discutibles virtudes de la llamada “narrativa de la violencia”
(Heras León, Norberto Fuentes, Jesús Díaz; literatura
de filiación testimonial, obsesionada por la épica, es decir,
empobrecida de entrada), tenemos dos décadas (60’s y 70’s) armadas
con fórmulas de taller literario, congeladas en el estilo ojeroso
del didactismo. Desde Piñera y hasta los novísimos, el cuento
cubano sobrevive con mala conciencia de sí mismo, incapaz de mostrar
un Carver entre tantos epígonos tropicales de Hemingway. Salvemos
la excepción que confirma la regla (sólo Miguel Collazo logra
sacar la cabeza de ese magma de dialogismo ideosincrático) y citemos,
para alegrarnos, a un par de excluidos: Rolando Sánchez Mejías
y José Manuel Prieto. El primero introduce en la ficción
reciente un corte radical que afecta no sólo los modos de escritura,
sino también las conexiones con la tradición. En cuanto a
Prieto, es la mejor prueba de que no hace falta escribir diez libros para
volverse indispensable en un canon expoliado por la crítica provinciana.
Los relatos de Nunca antes habías visto el rojo (reeditado por Tusquets
como El tartamudo y la rusa) nos recuerdan lo que olvidaron estos compiladores:
el cuento cubano no necesita pasar por el corsé de “lo nacional”
para entrar en antologías definitivas.
Llegamos, entonces, al volumen de ensayos: un caso especial. Pues para
Rafael Rojas no valen
los reproches anteriores. Por su sagacidad como crítico de la cultura
cubana, Rojas era la persona más indicada para hacer esta recopilación.
Por razones que escapan a la comprensión de este reseñista,
ha terminado firmando, junto al oficialísimo Rafael Hernández,
un engendro cuestionable. Al intuir que algo huele mal en este asunto,
el prólogo intenta descargarse, sin mucho éxito, de obligaciones
canónicas y nos dice que estamos ante un simple “muestrario”, más
“poliédrico” que las otras dos antologías del ensayo en Cuba.
Bajo el disfraz vergonzante de este esbozo canónico, persisten profundas
dudas sobre los criterios de la selección. En primer lugar, lo que
se entiende por ensayo, qué territorios abarca ese género
en un país como Cuba, donde Montaigne se ve obligado a competir
con el yo colectivo y las preocupaciones fundacionales. ¿Qué
ha pasado con la experiencia introspectiva que define al género?
La respuesta, de nuevo política, no aparece por ninguna parte. A
cambio, se nos advierte que “no basta con saber escribir y entregar una
reflexión personal”. Y que “no todos los buenos narradores, poetas,
filósofos, críticos artísticos o literarios, son capaces,
más allá de su buena pluma o sus atinadas observaciones puntuales
sobre una determinada obra, de conseguir originalidad y profundidad de
ideas, o trascender más allá (sic) de un cuerpo doctrinal
establecido”. Zumbarán esas palabras en los oídos de quien
esperaba una antología literaria. Y más cuando tras lamentar
las ausencias de Lamar Schweyer, Llés, Figueras, Piñera o
Casey hay que tragarse a Marinello, Portuondo o Mirta Aguirre.
Se echa en falta que esta antología no haya copiado, por ejemplo,
el modelo de The Best American Essays of the Century, donde Joyce Carol
Oates repasa, año por año, un gran cúmulo de publicaciones
y escoge sin descuidar la médula del género: la experiencia
personal desplazada al terreno de una tradición (no necesariamente
nacionalista) o a un campo de ideas (no necesariamente actuales). Comenzar
con el elogio del "centauro de los géneros" para después
entregarnos la suma de un percherón añoso con el pegaso Lezama
parece más un travelling académico que una revisión
intelectual. Tal vez este libro cumpla con “dar cuenta de la riqueza del
proceso de las ideas en el campo de la cultura durante los últimos
cien años”. Pero es más discutible que muestre la espiral
de nuestra ensayística, un proceso literario donde no vale considerar
al periodismo campo de “lo episódico o lo efímero”.
Resalta, una vez más, el ninguneo de la última generación.
De Rafael Hernández podía esperarse lo peor. Pero, ¿por
qué Rojas se prestó para esta exclusión de sus cófrades,
a quienes otras veces ha reconocidos como intelectuales imprescindibles,
o al menos originales? El caso, por ejemplo, de Iván de la Nuez,
cuya obra tiene la indiscutible virtud de colocar la primera persona en
el centro de la escritura y devolverle al ensayo cubano un territorio colonizado
por el nacionalismo ramplón. Otra ausencia escandalosa: la de Antonio
José Ponte, cuyo último libro de ensayos vale por todos los
que ha publicado (y publicará) un crítico tan gris como Ambrosio
Fornet. Incluso Fowler, a quien no se podrá acusar de tendencioso,
denuncia lo que hay tras estas listas: “Es un error demasiado de bulto
(y, en este caso, de una lastimosa trascendencia política) como
para no suponer que se trata de una exclusión voluntaria y planificada.
(...) Queda la sensación de que sólo el hecho de no ser textos
‘correctos’ justifica la elección”.
Como resultado de tantas ausencias y ambigüedades, la última
parte de esta antología resulta una suma de despropósitos.
¿Quién ha escrito mejores ensayos literarios, Antón
Arrufat o Luisa Campuzano? ¿Son canónicas las “miradas de
género”? ¿Puede compensarse la ausencia de un texto como
“Hacia una comprensión total del XIX” de Calvert Casey con la lectura
marxistoide de Jorge Ibarra? Si en los predios de la crítica de
arte se incluye a Mosquera, ¿por qué no figura Osvaldo Sánchez?
¿Dónde están los ensayos de Emma Álvarez Tabío,
Emilio Ichikawa, Pedro Marqués de Armas, Rolando Sánchez
Mejías y el propio Rafael Rojas?
Alguien debería contestar estas preguntas, aunque sólo fuera
para devolvernos la más elemental de las cronologías: un
siglo que prescinda de límites políticos y no se abarate
en lamentables amagos de teoría literaria. |