Un
disparate canonizado: respuesta parcial a Ernesto Hernández
Busto
Jesús J. Barquet
Por las razones que expondré
a continuación, me veo obligado a responder aquí la reseña
titulada “Un escándalo canónico”, de Ernesto Hernández
Busto (de ahora en adelante, EHB), aparecida en la revista mexicana Letras
Libres (número 51, marzo de 2003, pp. 70-72). Dicha reseña
pretende hacer una valoración de las tres antologías de literatura
cubana del siglo XX publicadas en la Ciudad de México por el Fondo
de Cultura Económica en el año 2002. Me referiré mayormente
a la supuesta "lectura" que EHB hace del tomo de Poesía cubana del
siglo XX, del cual fui co-editor con Norberto Codina, además de
prologuista. No sé si mis conclusiones puedan aplicarse también
a su “lectura” de las otras dos antologías: a saber, la de ensayo
(editores Rafael Rojas y Rafael Hernández) y la de cuento (editores
Carlos Espinosa Domínguez y Jorge Fornet).
De cómo reseñar
una antología sin leerla y fracasar en el intento
Al comenzar su reseña
concibiendo como “lastre” y “vicio” (p. 70) los inevitables aspectos humanos
y contextuales
que todo antologador introduce en su selección, EHB parece abogar
por una antología esencial o arquetípica hecha por dioses-editores
abstractos. Este esencialismo (del cual EHB parece participar, pues en
ocasiones su reseña propone las antologías ideales que Él
mismo — entiéndase EHB — haría en los tres géneros)
parece “lastrar” desde el inicio su reseña: en vez de repetir los
más consabidos lugares comunes sobre la inevitable condición
falible (es decir, humana) de toda antología — condición
esta que las hace, sin embargo, perfectibles y, por lo tanto, infinitas
—, habría sido preferible que EHB, buscando ser más original
y coherente con su función crítica, hubiera tratado de descifrar
aquellos aspectos insoslayables que estuvieron en la génesis de
la antología a reseñar. Pero para ello, diría Perogrullo,
se necesita leerla, es decir, leer su índice, su prólogo
explicativo, el texto todo. Y es precisamente esta lectura básica
la que parece no haber hecho EHB con la antología de poesía,
ya que los obvios errores en que cae nos demuestran que ni revisó
bien su índice, ni leyó mi prólogo — aunque asegure
lo contrario (p. 71), ni contabilizó bien sus páginas, ni
pudo justificarse con citas apropiadas. Sus argumentos contra dicha antología
resultan tan erróneos que, aunque hubiera tenido el libro en sus
manos, parece que no se molestó en revisarlo y redujo su reseña,
en el caso de la poesía, a repetir y ampliar, sin consultar la fuente,
lo que informalmente comentaron al respecto, entre otros nombres no revelados,
los poetas y ensayistas José Antonio Ponte y Víctor Fowler
en unos “incendiarios e-mails” recibidos por EHB en su “buzón electrónico”,
según nos confiesa (p. 70). Parece que estamos una vez más
ante los efectos nefastos de lo que un colega nuestro llama jocosamente
el cybersolar cubano (“solar” en Cuba equivale a “casa de vecindad” en
México).
Es una pena que EHB no haya consultado seriamente nuestra antología
porque, precisamente para facilitarle su trabajo y señalar las razones
de algunas ausencias y carencias en ella que para mí mismo resultaban
ser imperdonables, expliqué en el prólogo claramente titulado
“Nueve criterios para armar y una conclusión esperanzada” (p. 7),
los (repito) nueve criterios que seguimos para armarla. Sin embargo, EHB
asegura que leyó mis “ocho (¡!) criterios” (p. 71) y hasta
coloca esos alterados signos de exclamación con no-sé-qué
ineficiente intención desacreditadora: ¿acaso esperaba que
repitiéramos como loros que únicamente nos movió un
criterio, ¡el de la calidad literaria!, al acometer una antología
de tales dimensiones? Pero, visto ahora su obvio error aritmético,
dichos signos de exclamación se vuelven más pertinentes,
ya que ponen en cuestionamiento su “lectura” del prólogo.
Aceptemos que esto fue sólo
un inocente lapsus mentis de EHB (quien revelaría así
su condición humana), pero unas líneas antes había
citado también erróneamente y, de nuevo con torpe ánimo
desacreditador, dos versos de la poetisa Rita Geada (p. 71) que no pertenecen
a los poemas suyos incluidos en nuestra antología, sino al poema
"Otra vez otoño en New England" de su plaquette de 1996 titulado
Poemas
de New England (p. 3). Es cierto que EHB no afirma que dichos versos
provengan de nuestra antología pero, si seguimos la lógica
de su discurso y la práctica normal de toda reseña, se sobreentiende
que esta cita deba pertenecer al libro analizado. ¿Lo habrá
consultado alguna vez?, no dejo de preguntarme. Si la respuesta es afirmativa,
¿por qué entonces basó su burla malsana en unos versos
de Geada no incluidos en la antología? ¿Será acaso
porque no halló entre los incluidos ninguno reprochable? Esta cita,
si desacreditara a alguien, sería — efecto boomerang de nuevo
— al propio EHB por su falta de rigor crítico. Por otra parte, no
es ajeno al cybersolar cubano el descrédito acrítico de ciertos
autores; nuestro reseñista, miméticamente, se hace eco de
ello.
Y si esto no fuera suficiente
para demostrar su apócrifa “lectura” de nuestra antología,
hay otro lapsus (o llamémoslo ya por su nombre: desconocimiento)
aún más craso unas líneas antes de su desacertada
cita de Geada. Tras apuntar la importancia insoslayable del poeta Heberto
Padilla para la poesía cubana del siglo XX, EHB nos acusa de excluirlo
de nuestra antología por motivos no explicados (p. 71). Si hubiera
leído el prólogo, habría hallado una extensa explicación
sobre esta ausencia de Padilla (pp. 12 y 28-30). En ningún momento
tuvimos la intención de excluirlo: razones legales de derechos de
autor, hoy día en manos de sus familiares, se nos interpusieron.
Pero como estábamos inconformes con su “ausencia física,
que no espiritual” en el libro — afirmo en la p. 28 —, nos preocupamos
por darle una nítida presencia en el prólogo, en detrimento
incluso de la tónica general del mismo. Además de citar en
varias ocasiones sus versos y mencionar los títulos de los numerosos
poemas suyos que pensábamos incluir, inserté en el prólogo
un boceto de toda su poesía en el que destacaba su amplia significación
dentro de la trayectoria espiritual de nuestra nación durante la
segunda mitad del siglo XX, significación esta que no debe limitarse
al tema del exilio. La poesía de Padilla, aunque expresó
el exilio en su breve producción final, no es ni mayormente ni únicamente
“emblemática del exilio”, como afirma de manera reduccionista EHB
(p. 71). Desacierta aún más nuestro reseñista al preguntarse
“por qué no querr[á]” participar Padilla (no se refiere a
sus herederos) en esta antología, y al añadir una falsedad:
EHB dice que nosotros decimos que Padilla no quiso participar (p. 71).
Como no todos vivimos en el cybersolar pretendidamente salonnière
de EHB (p. 70), apunté escuetamente en mi prólogo la razón
de dicha ausencia: la negativa de sus familiares. Jamás dijimos
que Padilla mismo se había negado, ya que, hélas (uso los
elegantes galicismos de EHB), el poeta falleció en el año
2000 — ¿acaso no lo sabía EHB? —, es decir, mucho antes de
que esta antología se concibiera. Hasta ahora, los poderes mediúmnicos
no constituyen nuestro fuerte ni ofrecen ninguna protección legal
en el mercado capitalista del libro.
Con todo ese entuerto, busca EHB insinuar que operó una censura
política en nuestra antología, como si el hecho contestatario
en nuestra poesía fuera coto exclusivo de Padilla (por supuesto
que no me refiero a su poemario El justo tiempo humano). Lo invito,
pues, a abrir el libro y leer los poemas contestatarios que incluimos en
las selecciones de Eugenio Florit, Gastón Baquero, Magali Alabau,
Manuel Díaz Martínez, Antón Arrufat, José Pérez
Olivares y Raúl Rivero, cuyo reciente encarcelamiento en Cuba repite
fatalmente el ominoso “caso Padilla”.
Una sola idea comparto con EHB, pero esta idea no es suya sino que la copió
de Ponte y Fowler, aunque si hubiera leído el prólogo, la
habría podido copiar de mí mismo: debíamos haber incluido
más autores nacidos a partir de 1960, aunque — como Él mismo
reconoce — fue nuestra antología la que más de ellos incluyó
y, debo yo añadir, razones de espacio establecidas por la editorial
nos impidieron extendernos como queríamos. En mi prólogo,
de nuevo, hice un extenso boceto expositivo (pp. 17-22) para solucionar
ese déficit (no ausencia ni exclusión, como EHB afirma):
señalé la importancia de estos jóvenes en la poesía
cubana tanto de dentro como de fuera de la Isla (varios optaron pronto
por el exilio), anoté algunas de sus propuestas ideo-estéticas,
dejé amplia constancia de sus nombres y, ¡únicamente
sobre esta promoción!, mencioné las varias antologías
que generosamente los incluyen. EHB mismo — otrora poeta — aparece en una
de ellas: Un grupo avanza silencioso (1990), título tomado precisamente
de un verso suyo.
Al igual que hice con Padilla, dejé bien explícita nuestra
propia insatisfacción como editores cuando afirmé en el prólogo
que, con este segundo boceto, pretendía subsanar, de alguna forma,
el déficit “particularmente notable en lo que respecta a los poetas
nacidos en los años 60 y 70” (p. 22). Nunca hablé allí
de “excluirlos”, por lo que la inclusión de Sigfredo Ariel (n. 1962)
y Damaris Calderón (n. 1967) en nuestra antología no significa
ninguna “inconsistencia excluyente”, como afirma EHB (p. 71). Es decir,
EHB no descubre nada que la propia antología no supiera, dijera
y buscara resolver en el prólogo.
No entiendo por qué le molestó a EHB el parricidio (en ocasiones
injusto, dije) que señalo en algunas propuestas ideo-estéticas
de estas nuevas promociones. Es práctica común de muchos
creadores jóvenes, particularmente en la historia de la poesía
cubana, reaccionar contra ciertos “maestros” anteriores, más aún
si estos se hallan aún vivos cuando los nuevos irrumpen y si se
inmiscuyen además factores políticos, como fue el caso de
Cuba en las dos últimas décadas del siglo XX. Dije “injusto”
parricidio no para “reprochar” nada, como cree EHB (p. 71), sino porque
en la historia de la poesía muchos poetas así lo reconocen
con el paso del tiempo. Valgan dos ejemplos: Borges y su justa revaloración
de Lugones y Darío tras su “incendiario” período ultraísta;
Padilla y su cambiante percepción de la figura de Lezama. Quien
sabe de poesía, sabe a lo que me refiero.
Pero la importancia de las
dos últimas décadas del siglo XX en la poesía cubana
— y es justo reiterarlo, pues los afanes de protagonismo de todo tipo han
asolado por décadas nuestra Isla — se debe no solamente a la irrupción
de esos jóvenes nacidos a partir de 1960 sino también a la
renovación y/o reaparición, tras una larga censura editorial,
de numerosos autores de las promociones anteriores que siguen escribiendo
entonces dentro y fuera de la Isla. Es falso, pues, que en nuestra antología
el siglo XX termine en 1979, como afirma EHB (p. 70) tratando de encontrar,
¡oh infelice!, una frase feliz o boutade, decimos siguiendo
el sabor galicista de su reseña. En los casos pertinentes (Lorenzo
García Vega, Roberto Fernández Retamar, Manuel Díaz
Martínez, Antón Arrufat, Rita Geada, Raúl Rivero,
Reinaldo García Ramos y Lina de Feria, entre otros), pusimos enorme
cuidado en recoger la continuidad creativa de las diferentes promociones
hasta fines de siglo.
Es obvio que EHB no utilizó lo mejor de su tiempo en leer concienzudamente
nuestra antología sino en leer esos e-mails de los que sustrajo
sus “ideas”. A una primera irresponsabilidad como crítico añade
ahora dos más: repetir ideas ajenas sin corroborarlas con la fuente
y desplazar a una revista canónica, sin ninguna consideración
hacia su público internacional, comentarios expresados en un efímero
medio informal (el cybersolar cubano). Uso el término “canónica”
siguiendo los presupuestos del propio EHB: si canónica es la casa
editorial del Fondo de Cultura Económica (de ahí el título
de su reseña), también lo es la revista Letras Libres.
Pero su condición ventrílocua lleva a nuestro reseñista
a seguir cometiendo errores. Primero: cita de nuevo a Fowler para acusarnos
de “borrar de la poesía cubana post-59 toda voluntad experimental”
(p. 71). Mi prólogo podía haberle aclarado ese aspecto, especialmente
porque, no obstante resultar algo desteñida en la segunda mitad
del siglo XX esa bandera del “experimentalismo” (¿acaso no lo es
toda obra auténtica?, sonreiría Lezama), nuestra antología
recoge claros casos de poesía cubana post-59 que bien representarían
lo que convencionalmente se tiene como “poesía experimental”: véanse,
por ejemplo, los textos de Lorenzo García Vega, Octavio Armand,
Ángel Escobar y José Kozer. El “experimentalismo”, así
limitadamente entendido, no es coto exclusivo de ninguna promoción
cubana ni de la poesía escrita dentro de la Isla.
Segundo:
EHB repite y asume acríticamente una boutade de Ponte (más
ingeniosa en este por razones de su genio literario) sobre “la extraña
aritmética del antologador” (p. 71). En realidad no está
muy claro el fragmento del e-mail de Ponte citado por EHB, pero parece
que aquel sí cae en unas sumatorias no sólo erróneas
sino también ajenas a nuestras intenciones y a las características
propias (breve, largo) de cada poema, como veremos más adelante.
No huelga recordar que ninguna antología escapa a sus dobles coordenadas
aritméticas: a saber, el número de páginas convenido
con la casa editorial (como fue nuestro caso) y el espacio que se le asigna
a cada autor según su respectiva categoría literaria. Parece
que al brillante ensayista y no menor poeta Ponte no se le dan los números:
contó “diecitantos poemas (breves) de Boti” (p. 71) donde sólo
había nueve (pp. 51-55), los cuales se justifican allí precisamente
por el mencionado tema del “experimentalismo”: el paso que da Regino E.
Boti del posmodernismo a la vanguardia en 1929-1930 nos servía para
ilustrar ese momento de experimentación dentro de nuestra poesía,
como se señala en el prólogo (p. 13).
No puede la aritmética darnos la respuesta cuando lidiamos con poemas
breves de un autor (Boti) y poemas largos de otro (a saber, “Muerte de
Narciso” y “Pensamientos en La Habana” de José Lezama Lima). No
fue nuestra intención hacer “equivaler cinco metros cuadrados de
Boti a cinco metros cuadrados de Lezama”, como afirma Ponte, según
EHB (p. 71), sino, por un lado, ilustrar con Boti ese mencionado paso a
la vanguardia poética y, por otro, registrar con Lezama un interés
secundario que teníamos como antologadores y que explico suficientemente
en el prólogo (pp. 24-25): incluir en nuestra antología una
suerte de “subantología” o compilación del poema largo en
la poesía
cubana del siglo XX. De todas formas, Boti ocupa físicamente once
hojas (pp. 45-55) mientras que Lezama veintidós (pp. 179-200). Además,
Lezama tiene más poemas que los “cinco o seis poemas (largos)” que
mal contó Ponte. Tiene nueve poemas (o diez, según se haga
el conteo), de los cuales sólo los dos antes mencionados podrían
considerarse propiamente como “poemas largos”. Los sonetos y la décima
de Lezama que incluimos no calificarían en ningún tratado
de métrica castellana como "poemas largos". Es decir, a Lezama,
por ser más gordo que Boti, no le bastaban “cinco metros cuadrados”,
por lo que nos vimos obligados a asignarle un flat más amplio.
Pero EHB, imitando la aritmética ponteana, realiza su propia errática
sumatoria y me acusa en directo: por mi culpa, afirma, Geada tiene más
poemas que Lezama y que Eliseo Diego (p. 71). Paso, pues, a la superficial
e infructuosa sumatoria a la que EHB obliga, ya que, a diferencia de la
selección de Geada, las respectivas selecciones de Diego y Lezama
incluyen poemas largos y, en el caso de Diego, hasta las ilustraciones
que conforman su poema “Riesgos del equilibrista”:
LEZAMA
DIEGO GEADA
22 páginas
21 páginas 8 páginas
9 poemas
9 poemas 7 poemas
Si contamos como poema individual
cada sección numerada de un poema mayor, obtendríamos entonces
las siguientes cifras:
LEZAMA
DIEGO GEADA
10 poemas 19 poemas
10 poemas
Como queda demostrado, en
ningún sentido Geada tiene más poemas o mayor representación
que los otros dos poetas. Quizás EHB ha olvidado los rudimentos
básicos de la aritmética, o quizá simplemente padece
de miopía, lo cual es un contrasentido ya que, al acusarnos de estar
aquejados de “miopía histórica” (p. 71), dábamos por
segura, gracias a su provinciana familiaridad con la poesía de la
llamada “generación de los 80” en la Isla — familiaridad jamás
registrada en contundentes trabajos críticos como los realizados
por Jorge Luis Arcos, Virgilio López Lemus y el propio Fowler —,
su exclusiva omnicapacidad de visión de los principales destinos
históricos de la poesía cubana.
Pero resulta que tengo conmigo
el e-mail completo de Ponte (aunque Mahoma no vaya al cybersolar, éste
viene a Mahoma) y encuentro allí un dato curioso que nuestro reseñista
omite en su afán desinformador. A diferencia de EHB, Ponte confiesa
antes de criticar las tres antologías lo siguiente: “No tengo conmigo
ejemplares [de ellas] . . . , de manera que si cometo algún desliz,
algún error, ruego que me sea aclarado”. Una razón más
para que EHB, de moverlo un interés crítico serio, se viera
obligado a consultar la fuente. Prefirió, sin embargo, citar y ampliar
superficial y malsanamente (repito este término porque EHB se lo
aplica a sí mismo como adjetivo en su reseña) ideas de otro
que no sólo ha confesado el tono informal de sus declaraciones,
sino que también pide aclaración, como aquí le hago.
Hay otros tres “criterios” generales de EHB que continúan su ciega
misión desacreditadora pero que también resultan ser disparatados
—su “criterio” particular sobre mi poesía, la cual seguramente desconoce
en gran parte o miópicamente leyó, según hemos comprobado
que sucede en su caso, es un derecho insoslayable suyo que debo respetar;
“criterio” el suyo que —y entran ahora aquí mis derechos— puedo
sencillamente desatender.
Primer
“criterio”, tomado otra vez de Ponte: sólo un poeta consumado
amerita ser juez de poesía (p. 71). Sin dudas, un gran poeta puede
ser tenido como juez de poesía, pero esta labor no es exclusiva
de ellos. Muchas antologías poéticas de gran valor histórico
y/o literario no fueron realizadas por poetas; es más, a veces los
mejores jueces de una promoción poética no son precisamente
sus mejores poetas. Pero en caso de que este presupuesto de EHB (dejo fuera
a Ponte porque su e-mail es sincero e informal y responde a su contexto
habanero, como él mismo afirma) sea cierto, me pregunto — efecto
boomerang —: ¿dónde está esa grandiosa obra
poética de EHB que lo acreditaría entonces como juez de jueces
de poesía? Y en tanto que crítico, ¿dónde están
— pues todavía no se le conocen — esos enjundiosos estudios suyos
sobre la poesía cubana del siglo XX que igualmente lo acreditarían?
Ubi sunt, que no los veo.
Segundo
“criterio”. Ligero con la pluma, como ya hemos visto, EHB nos acusa
de “tradicionalistas” (p. 71), sin más ni menos. Además del
término “experimentalismo”, utiliza “tradicionalismo” con una total
superficialidad que, además, en este caso, resulta ser inapropiada
al objeto de estudio: esta antología no pretende registrar los últimos
arrebatos iconoclastas o incendiarios de la poesía cubana, sino
lo que con el paso del tiempo ha ido quedando, precisamente, como nuestra
“tradición poética” del siglo XX, en el sentido más
amplio del término. Sobre esto también hablo en el prólogo
(pp. 10-12).
Tercer
“criterio”. Oigamos mejor al reseñista: tras lamentarse de la
ausencia de Severo Sarduy en nuestra antología — sabido es que la
huella mayor de Sarduy se halla en la novela y el ensayo —, EHB se refiere
a las poetisas del exilio incluidas en el libro como una “pléyade
de poetisas de lírica deslavazada, titilantes en los cenáculos
académicos del exilio” (p. 71). ¡Cuánta malsana “tradición”
de crítica pedante y superficial (por no decir estúpida)
reproduce aquí EHB al retomar esa trasnochada burla a cierta lírica
escrita por mujeres y, ya en general, a los poetas vinculados a la Academia!
¡Con cuánta desfachatez misógina reproduce, de nuevo
miméticamente, hasta el léxico más desgastado de esa
“tradición” crítica: “lírica deslavazada”, “titilantes”,
“cenáculos”! ¡Qué desconocimiento de la valiosa relectura
y revaloración realizada por críticos y creadores en los
últimos treinta años con respecto a la poesía escrita
por mujeres! Por otra parte, ¿qué tendrá que ver el
centro de trabajo de un autor con la calidad de su obra? ¿Acaso
prefiere el reseñista que nuestras poetisas del exilio asociadas
a la Academia, que no son todas, se ganen la vida de meseras, de bailarinas
de can-can o de mendigas —como algunos másculos sin busto— tras
las grandes editoriales y revistas literarias de moda esperando, “como
un perro a sus plantas” (diría la Agustini), colocar en sus prensas
una reseña cualquiera o un artículo de ocasión? ¿Acaso
el caballero las prefiere rubias?
Para concluir diría que, además de los crasos errores apuntados,
EHB basa su reseña en criterios de escaso fundamento intraliterario
y excesivo snobismo vetusto, arrogante y estéril.
De las numerarias razones
del loro aritmético
Como EHB se atreve, malsana e injustificadamente, a "adivinar" nuestras
supuestas razones personales al hacer esta antología, mientras que
otras razones de la misma — las propiamente literarias que Él debía
haber indagado y que aquí he tenido que reiterarle — “escapan a
[su] comprensión”, según nos confiesa (p. 72), me siento
aquí con carta blanca (y esto nada tiene que ver — Lezama dixit
— con una dialéctica de las destilerías) para también
adivinar o no dejar escapar las posibles razones que motivaron su reseña.
En su omnisabiduría, EHB asegura que los del exilio participamos
en estas antologías por la mera vanidad
de “ver reconocida [nuestra] carrera por una editorial prestigiosa”, etc.
(p. 70). Es harto sabido que, muchas veces, una persona, al opinar sobre
otra, proyecta en esta sus propios fantasmas, sus propias aspiraciones,
sus propias frustraciones. Quiero recordarle a EHB que, mucho antes de
la invitación del Fondo de Cultura Económica, los otros dos
editores del exilio (Rafael Rojas y Carlos Espinosa Domínguez),
gracias a sus constantes e importantes publicaciones críticas sobre
la cultura cubana, eran ya dueños del mayor respeto y reconocimiento
profesional entre numerosos cubanos y extranjeros. Inversamente a lo que
Él cree, es el Fondo el que se enriquece haciéndolos parte
de sus colaboradores. Además, de ser como indica el reseñista,
ni Espinosa Domínguez ni Rojas habrían necesitado participar
en esta triple empresa, ya que libros suyos anteriores habían sido
publicados por el Fondo: Teatro cubano contemporáneo (1992),
de Espinosa Domínguez, y
Un banquete canónico (2000),
de Rojas.
Quedo sólo yo. Lamento mucho que EHB desconozca que mucho trabajo
artístico e intelectual se ha hecho, tanto dentro como fuera de
Cuba, por un solo motivo: "por amor al arte". Por ello, sepa también
que, aunque su concepto de la condición humana no parezca incluir
dicho motivo, en mi caso yo habría realizado este trabajo editorial
aun cuando hubiera sido una oscura casa editorial de Jatibonico la que
lo publicara, y que de hecho he publicado desde los años 80 varias
compilaciones de poesía cubana en diversas revistas más o
menos (des)conocidas. Todo “por amor al arte", por el disfrute de releer
a nuestros poetas, de poder divulgar sus obras entre otros públicos,
de poder —desde mi humana y falible finitud— participar de un diálogo
o (re)construcción infinita de nuestra (¿por qué temerle
tan ciegamente a la palabra?) "tradición" poética.
En otras palabras, no desconozco la importancia cultural que en el ámbito
hispánico ha tenido por décadas el Fondo de Cultura Económica,
pero antes que todo uno trabaja por amor a la poesía. En el trabajo
cultural existe un gozo, un amor libre e incontaminado que ojalá
EHB llegue algún día a concebir como una motivación
humana, aunque Él prefiera no practicarla. Gracias al trabajo universitario
que —como varias poetisas del exilio— cotidianamente ejerzo, no dependo
económicamente de los favores de ninguna editorial en particular,
por lo que puedo darme el lujo de estos libres amoríos con la poesía
y con las editoriales.
Curioso resulta que EHB, aunque critique negativamente también la
antología de ensayo, se vea necesitado a hacer en su reseña
un par de bizarros elogios personales al co-editor Rojas. Sin dudas, merece
Rojas estos elogios, pero también los merecería Espinosa
Domínguez, por citar sólo a estos dos, pero EHB sólo
tiene (r)ojos para Rojas, quien es amigo y asiduo colaborador de Letras
Libres, que es curiosamente la revista donde esta reseña aparece
y donde EHB parece desempeñarse como reseñista habitual.
Incluso el título, “Un escándalo canónico”, es coincidentemente
un eco diríamos “deslavazado y titilante” del mencionado libro de
Rojas. “Comme c’est curieux! comme c’est bizarre! et quelle coïncidence!”,
afirmaría Eugène Ionesco. “La media es el mensaje”, nos explicó
hace décadas Marshall McLuhan.
Muchas razones pertinentes a nuestras antologías “escapan a la comprensión”
de EHB, según nos confiesa tras su “vuelo de pájaro” por
las mismas (pp. 71-72). Otras razones pertinentes a Él mismo no
parecen, sin embargo, que nos sean tan fugaces. Dejémoslo serpeante
que se vuelva... a su “buzón electrónico” —fuente inagotable
de omnisabiduría incendiaria—, al brete virtual del cybersolar habanero.
De todas formas, leer un texto como el aquí anal/izado me provoca
un je-ne-sais-quoi que el propio EHB describe en un verso ejemplar:
"No sé qué es pero me encojo"-no.
Las Cruces, 1ero de
mayo de 2003
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