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La más verbosa


Spirogira o el sueño de uno solo (que acaba siendo la historia de muchos)

Rogelio Saunders

[Para aclarar una imprecisión en el artículo “Limones partidos”, de Víctor Fowler Calzada, aparecido en el número 5 de Cubista Magazine (Verano de 2006). En él se incluye a Rolando Sánchez Mejías y Antonio José Ponte entre los fundadores de Spirogira. Este error me sirvió como pretexto para contar una historia que hacнa tiempo que querнa ser contada.]

Hay que decir ante todo que Spirogira, esa hipotética publicación alrededor de la cual se alistó un grupo de personas con inquietudes artísticas o literarias, y que hizo que interviniera la estructura de poder cubana, fue la obra de una sola persona: Reynaldo Alfonso Jiménez, quien por entonces era muy joven, como todos nosotros.
     Ni Rolando Sánchez ni Antonio José Ponte tuvieron nada que ver en ella. Yo mismo no entré en la historia sino después, cuando todo el trabajo preliminar ya estaba hecho.
     Aunque en realidad el fenómeno Spirogira no comenzó ese día de 1985 en que Reynaldo me mostró por primera vez una lista de personas y supe que existía algo en que valía la pena colaborar, sino unos 3 años antes, cuando él y yo éramos soldados en un lugar remoto llamado Jijiga, en el llano desértico de Ogadén.

The King’s Men

Siempre que recuerdo la escena me veo a mí mismo en mi puesto de guardia un día de 1982 y a Reynaldo Alfonso acercándoseme con ese paso desgarbado y como oblicuo que tiene. Pero sé que no pudo ser así, porque nadie hacía guardia en el lugar en que nos encontramos. Creo que nos dijimos un par de cosas intrascendentes y que entonces él me preguntó: «¿Te interesaría hacer teatro?»
     La frase tuvo consecuencias inesperadas, porque fue el comienzo de una serie de transformaciones desconocidas en aquel rincón perdido de África. Aunque el tema de esta rememoración es la Spirogira, me parece importante señalar ese momento, dejarlo que brille con luz propia, porque si hubo una locura, una primera y hermosa locura, fue aquélla. Todo comenzó entonces y allí. O tal vez un poco antes, cuando Reynaldo y Gustavo Pérez de Alejo (un ex integrante del Grupo Teatro Escambray) decidieron crear un grupo de teatro para llevar a escena la obra que había escrito el último.
     Esa obra, como puede imaginarse, se ensayó y escenificó en contra de toda la plana de oficiales (¿a quién se le ocurría montar una obra de teatro en plena “preparación combativa” y en una misión militar? ¡no había tiempo para eso!), de modo que los integrantes del grupo usaban su horas de descanso en las guardias para ensayar.(1) Y a ella le siguieron otras dos locuras: la gestión de una emisora de radio dotada de un inesperado alcance y autonomía, y la creación de un taller literario. El último tuvo incluso su propia revista, impresa a mano con el rodillo de un mimeógrafo Gestetner que se negó a imprimir y al que hubo que extraer de la maquinaria para obligarlo a cumplir su tarea. Llevaba el brioso título de “Arte Joven” (en honor a una publicación homónima modernista), y duró 3 números impresos en un grueso papel amarillo hecho con bagazo de caña.
     Esos proyectos (en los que participaron los 8 integrantes del grupo de teatro) fueron la semilla de Spirogira, porque parecieron demostrar que incluso dentro de un sistema tan rígido como el del ejército podía abrirse paso el soplo de la creatividad bajo la forma de una energía desmedida. Que bastaba con ser joven y estar lleno de entusiasmo para que las rígidas esclusas de acero dejaran pasar un poco de aire.
     De los tres proyectos, sólo el de literatura podía atribuirse a mi autoría, y no tuvo ni de lejos la popularidad de los dos primeros.

Del marxismo al abismo de las ideas

No era la primera vez que yo participaba en un taller literario. En 1981, a los 18 años, había entrado en el taller literario “Aracelio Iglesias” de la Habana Vieja (al que después, cuando cumplía el servicio militar en Etiopía, entrarían Antonio José Ponte (2), Rolando Sánchez y Félix Lizárraga). Pero mi estancia en él no había sido todo lo apacible que se hubiera podido desear, y aunque se me veía como parte de no sé qué futuro prometedor, para cuando me fui a Etiopía en mayo de 1982 ya comenzaba a madurar la crisis que iba a tener su clímax 4 años después.
     Hay que recordar, además, que algunos de los actores de este drama pertenecíamos entonces a la Unión de Jóvenes Comunistas, lo cual situará lo ocurrido en el contexto adecuado para comprender por qué no se trataba en un principio de una rebelión contra las estructuras del estado. En absoluto. Lo que hacíamos nos parecía más bien una continuación natural de lo que habíamos comprendido del marxismo. Y ahí era precisamente donde nos equivocábamos. En mi caso, habiendo sido por largo tiempo una recalcitrante oveja negra, creía haber encontrado de golpe en el marxismo la tierra de Canaan (el verdadero orden de las cosas), y me había sumergido en él en cuerpo y alma y a la mayor profundidad posible, y había salido de la inmersión con una fuerte convicción filosófica y un vistoso carnet de color rojo que olía a nuevo (como hubiera olido sin duda el hombre nuevo si hubiera llegado a existir). Sólo que, ay, creerse el marxismo de principio a fin era un experimento altamente peligroso para quienes ya llevaban en sí el estigma de su pasado como ovejas negras. Cosa que enseguida se vio. No bien entramos a fondo en la teoría y la práctica del marxismo, comenzaron las preguntas. Y la falta de respuestas.
     Es posible que el catalizador haya sido el documental secreto (only for communist eyes) sobre las andanzas del Coronel Tortoló en la isla de Granada (donde lo que antes habíamos visto como un gesto heroico se nos revelaba de pronto como un enorme ridículo), pero lo cierto es que de pronto comenzamos a cuestionarlo todo, y en primer lugar ese vasto cuerpo enfermo e ineficiente que era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Se convirtió en el blanco sistemático de nuestras críticas, y por extensión incluyó a Cuba, pues lo que sucedía en un lugar (como saben todos los que vivieron esa época) estaba indisolublemente ligado a lo que sucedía en el otro, empezando por las propias fuerzas armadas cubanas.
     Para cuando Reynaldo me mostró las primeras listas de “spirogiros”, escritas a lápiz en simples hojas de papel sobadas y resobadas, llevadas de aquí para allá en una vieja mochila amarillenta (debió ser a mediados de 1985, y tengo otra imagen nítida: me veo parado en una calle hojeando aquellas hojas inocentes y curioseando en su interesante contenido), ya hacía tiempo que habían madurado nuestras dudas y que habían comenzado los problemas.
     Sólo que no teníamos idea de su alcance.


Nuestro hombre en la Casa de las Américas

Al igual que en el encuentro con Reynaldo a propósito del grupo de teatro, tampoco en este caso puedo ver más que una escena: la de un joven sonriente y cordial que se nos acerca con paso tranquilizador y que lleva una agenda en la mano. Estamos sentados en un sofá de la recepción de la Casa de las Américas, y ha comenzado a caer la noche. (El soplo, me aclara hoy Reynaldo, había partido sin que lo supiéramos de un personaje flacucho que trabajaba en la institución y cuya verdadera tarea era la de informar a la seguridad del estado.) El joven nos tiende la mano y se presenta: Bruno Rodríguez, del Buró Nacional de la Unión de Jóvenes Comunistas.
     ¿Recuerdan ese nombre? Sin duda el hombre que es hoy Viceministro de Relaciones Exteriores en Cuba ha recorrido un largo camino. Un camino que pasa, cómo no, por una estancia educativa en la República Popular de Angola y una no menos educativa designación como embajador de Cuba ante la ONU. Es posible incluso que, involuntariamente, hayamos contribuido a su imparable ascenso. Porque si aquella fue su primera prueba de fuego, hay que decir que la superó con creces. Su misión, ahora lo sabemos, era destruir aquel “movimiento paralelo” que no era más que unas listas de personas agrupadas en torno a la ilusión de una revista. Y lo hizo con suavidad y eficacia. Como en una versión real de “Quemado por el sol”, de Nikita Mijálkov, el joven Bruno Rodríguez nos invitó a cenar a su casa, donde su amable esposa (una bella mujer llamada “Nati”, de la que se divorciaría después) cocinó una sabrosa comida que era el preludio de una traición sin fisuras. Tengo la sospecha de que fue en ese momento también cuando Bruno Rodríguez acabó de traicionarse a sí mismo. Quienes conozcan la obra ínclita de Manuel Cofiño, sabrán que “Bruno” y “Nati” son los protagonistas de una de sus obras más célebres: La última mujer y el próximo combate. ¿Es posible que la vida se parezca tanto a una mala novela?
     Fueron veinte horas de conversación, sumando los dos encuentros. Veinte horas en que, con toda la ingenuidad de unos jóvenes de 20 años, abrimos el arcano de nuestros sueños, ideas y esperanzas ante ese subalterno de Mefistófeles que no dejaba de asentir y de sonreír, aportando aquí y allá pincelas de comprensión y cordial asombro. De paso, hay que decir que todo lo expuesto allí era una descripción pormenorizada de la debacle de 70 años de socialismo, y una predicción casi exacta de lo que pasaría si no se tomaban todas esas medidas que nos parecían no sólo necesarias, sino urgentes. Como se vio no mucho después, ya no había nada que pudiera salvar al socialismo. Pero eso tampoco lo sabíamos entonces. A todo esto, Bruno sonreía y “Nati” cocinaba. Era tan idílico que no podía traer nada bueno. Y no lo trajo.
     Y es que no sabíamos (no podíamos saber en ese momento) que lo de Bruno Rodríguez era parte de un cuadro mucho mayor: la estrategia del estado cubano para gestionar la creciente amenaza de una desintegración del sistema. En ese mismo año 1985 habían tenido lugar dos episodios inquietantes: la elección de Mijaíl Gorbachov como secretario general del PCUS (que traería luego como consecuencias la perestroika y la glásnost), y la renovación del movimiento pro derechos humanos. Como suele decirse, todas las alarmas saltaron, y la maquinaria de la contrainteligencia se puso en marcha. Había, además, cierto vínculo entre la Spirogira y el movimiento disidente creado por Ricardo Boffil, pues el primer encargado de agrupar a los pintores en ella había sido Raúl Montesino, que ya en ese momento pertenecía (o iba a pertenecer muy poco después) al Comité Cubano Pro Derechos Humanos.
     Era demasiado perturbador para que siguiera adelante.

¿La imaginación al poder?

Prácticamente de la nada, Reynaldo Alfonso Jiménez había logrado agrupar a dos centenares y pico de personas (listadas con sus nombres, apellidos, profesión e inclinaciones artísticas, y en un radio que abarcaba a 5 provincias del país) en torno a la mera idea de una revista de improbable nombre y de aún más improbable destino. Y lo hizo prácticamente solo, caminando, preguntando, hablando interminablemente. Soñando despierto como quien  recluta a incrédulos ciudadanos de a pie para ir en busca de un tesoro fabuloso. Solo, como una especie de desgarbado quijote habanero provisto de una mochila vieja y amarillenta. Yo mismo visité después a algunos “spirogiros” y pude constatar que no se trataba sólo de nombres en unas listas, sino de personas de carne y hueso a las que les brillaban los ojos cuando hablaban de sus proyectos y de sus sueños, tan antiguos (o tan nuevos) como el mundo. Si aquel era un “loco”, su locura era de un tipo muy peligroso, pues lograba que la gente creyera en su sueño a partir de una pintura en el aire.
     En cuanto al nombre de la hipotética revista, como me explicó el propio Reynaldo más de una vez (y como cualquiera puede comprobar), proviene de un tipo de alga verde que crece en los depósitos de agua dulce. La explicación que daba luego Reynaldo (que se trataba de un alga “que giraba” y de ahí lo de “spirogira”, etc.), era cuando menos confusa (aunque no dejo de reconocer que la estructura en espiral de las células de esa alga era una imagen más que apropiada para un movimiento), pero  aún así se convirtió en la esperanza de personas de edades, creencias y profesiones distintas, entre los cuales había algunas muy creativas pero en donde la profundidad del talento era menos importante que esa actuación idealista en el seno del inmovilismo totalitario, esa especie de fiesta dentro de la libertad vigilada.
     Al final, muchos se decepcionaron y enrabiaron (entre ellos yo mismo), pero la verdad es que no podemos culpar a nadie por darle alas a nuestros sueños. Somos nosotros los que soñamos. Somos nosotros los tercos, los “locos”, los que “no aprenden”. Y desde luego, lo que pasó allí iba mucho más allá del nombre de un alga y del fantasma de una revista, como lo supo enseguida la maquinaria del poder, que por algo mandó a uno de sus cuadros más prometedores a acabar de una vez por todas con aquella alegría no reglamentaria.

Ascuas y briznas de sueños

De aquella época tengo como escenas o fulgoneos de ciertos momentos claves, y en medio nada. La última escena que guardo en la memoria (escena terrible) es la de una breve reunión con el entonces secretario ideológico del Comité Central del Partido. Debió tener lugar en la primera mitad de 1986, y sólo participamos tres personas: el funcionario, Reynaldo Alfonso Jiménez y yo. El tema era uno solo: la integración de la Spirogira en una feria de la Unión de Jóvenes Comunistas que llevaba el pomposo título de “En marcha hacia el 2000” (el socialismo iba a durar para siempre, así que, ¿qué cosa eran unos 15 años de nada?). La feria se celebraría en el parque del instituto preuniversitario “Saúl Delgado”, y allí se nos permitiría por un instante desplegar nuestro retablo de quimeras, ya convertido en ascuas y briznas de sueños.  
     Escena terrible, porque aquel funcionario, lleno de suficiencia y desprecio, nos trató como lo que éramos para el Estado: unos ilusos y unos “locos” (y por eso el calificativo de “loco” aún hoy me huele a esa jerga). Con el agravante de que teníamos en el bolsillo un carnet de la Unión de Jóvenes Comunistas, por lo que había que llamarnos inmediatamente al orden. Como yo llevaba un año sin trabajar ni militar en ningún comité de base, aquello dio pie al gendarme para tratarme como a un adolescente desmañado cuyas travesuras habían sobrepasado el límite. De pie junto a su buró, con el portafolio en la mano como quien tiene mucha prisa (“me esperan para una reunión en el Comité Central dentro de cinco minutos”, dijo), era la viva estampa del burócrata socialista, compuesto a partes iguales de crueldad y de servilismo.
     Había llegado el momento clave, y ninguno de los dos tenía la madurez necesaria para una ruptura decisiva. No dije una sola palabra. Mi crisis personal, que había comenzado con el abandono del trabajo y con una salida igualmente explosiva del taller literario “Aracelio Iglesias”, estaba llegando a su clímax. Y además, la verdad es que no había sido el creador de aquella idea (porque la Spirogira nunca fue más que eso: una idea, un sueño), y no podía arrogarme el derecho a defenderla. Sólo podía contemplar impotente cómo recibía el golpe de gracia. No podía hablar, no me sentía autorizado a  hacerlo. Ya había sido acusado tantas veces de radical y de “loco” que estaba aprendiendo, con amargura, a mantener la boca cerrada. En aquel caso era más perentorio aún, pues quien estaba sentado allí ante aquel tremendo dilema era mi mejor amigo, y hubiera tenido que pasar por encima de su autoridad y ponerlo además en peligro para soltar lo que se me atragantaba como una costra de fuego. Simplemente no podía hacerlo. Me invadió una gran rabia y al mismo tiempo un gran cansancio. Y luego vino la peor: la resignación, el encogimiento de hombros. Al fin y al cabo, me dije, sólo habíamos estado soñando, y aquel era el fin de nuestro sueño. No resultaría entonces extraño, sino más bien natural (una conclusión lógica), que unos meses después yo estuviera internado en un hospital (y precisamente, en una sala destinada a los “locos”) y Reynaldo me llevase una carpeta con mi nombre impreso por fuera y adentro un montón de hojas en blanco. Era el símbolo de una época. Aunque también comprendo ahora (la sabiduría es una forma de tristeza) que no podíamos ganar de ningún modo. Que aquello, desde el principio, no podía tener ningún futuro. O mejor dicho: que no podía tener futuro precisamente porque mostraba los límites intraspasables del totalitarismo cubano, al igual que los mostrarían el movimiento en pro de los derechos humanos, las action paintings del grupo “Arte calle” y más adelante los grupos Paideia y Diáspora(s). Aquella feria no era sino un primer golpe mortal, al que le seguirían otros, como las reuniones en el Palacio de las Convenciones de La Habana o la represión sistemática de la disidencia. Golpes sucesivos que fueron apagando para siempre la pequeña luz y cerrando herméticamente las esclusas. Al final no quedó más remedio que irse, hacia dentro o hacia fuera.
     Pero el alistamiento de la Spirogira (que, como digo, no fue ningún movimiento u organización, sino sólo nombres y sueños), así como la idea de las Ediciones Babujal (también de Reynaldo Alfonso), no sólo mostraron la incapacidad y rigidez de la organizaciones creadas por el estado cubano. Sirvieron también (y ése es su mejor legado) para que se conocieran entre sí la mayoría de los que en aquella época tenían inquietudes artísticas o literarias, muchos de los cuales llegaron a ser después nombres conocidos. Yo mismo hice buenos amigos allí, y descubrí algunas cosas que iban a serme de mucho provecho.
     Fue como una gran bocanada de aire que coincidió con lo único parecido a una edad de oro que ha tenido esa larga marcha llamada revolución cubana. No una edad de oro material, sino espiritual. Hecha de energía e inocencia, de juventud y de sueños. Un breve momento en que pareció que de verdad la imaginación se había apoderado de las cosas. Recuerdo todavía a una avalancha de jóvenes empujando las puertas del cine Charlie Chaplin y pasando literalmente por encima de los agentes del orden que no sabían cómo reaccionar ante esa espontaneidad maravillosa. Me veo caminando y hablando toda la noche con mi amigo Alejandro Robles, y tomando luego, ya en lo alto de la madrugada, su celebérrimo “capuchino” de chocolate.
     Lo que quiero decir en el fondo es que entre 1985 y 1994 pasó algo en Cuba, y muy importante. No la Spirogira sólo, sino todo un espíritu supra generacional, pues lo mismo podías encontrarte en la casa de Isabel Sardiñas (con quien entonces vivía Reynaldo Alfonso) al fotógrafo argentino Pablo Cabado y al pintor Arturo Cuenca, que irte a la casa de Reina María Rodríguez y caer de lleno en esa atmósfera que describe el artículo “Revolutionary fight for youth’s poetic licence”, publicado por la periodista Elizabeth Hanly en The Guardian Unlimited el 21 de agosto de 1994.
     Afortunadamente, no puedo ya recordar la rabia, ni el odio. No puedo indignarme por lo que sucedió entonces, ni acongojarme, ni deprimirme. Ni siquiera puedo criticar a quienes no estuvieron a la altura de ese momento, porque, a fin de cuentas, ¿quién puede estar a la altura de sus sueños?
     Pero esa escena, esa bella locura, esos jóvenes declamando en el desierto o inclinados sobre las piedras de litografía, más grandes que ellos mismos, sonriendo porque era verdad lo que estaban haciendo (porque ésa era la única verdad que importaba, la única que existía), eso no se borra ni puede borrarse.
     ¿Cómo podríamos llamarlo?
     ¿La felicidad, tal vez?

(Sabadell, Barcelona, octubre de 2006)

Notas

1. Quien ha hecho una guardia militar de 24 horas sabe lo que significa

2. No lo recuerdo bien, pero creo que Antonio José Ponte estaba a punto de entrar en el taller cuando me fui a Etiopía. Se le mencionaba como “un joven de 18 años que estudia en el preuniversitario”.



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