La
última lectura de Orlando
/ El Sendero Otro
(Esbozos sobre cierta
poesía de Eliseo Diego) *
Pablo de Cuba Soria
el mundo terrible de mis
sueños
Lovecraft
UNO /
(Apuntes de un diario: 04 de noviembre, le digo en correo a
Lorenzo: “Ahora medito un ensayo sobre Eliseo Diego. Siempre que lo
leo, experimento una pesadez tal que busco explicarme el motivo. Creo
ver en él, en varios momentos, sobre todo en los últimos,
un mundo bocabajo. Incluso, cuando en su Calzada trata de ser el Dante, otro
remedio no le queda que componerlo fatigosamente. Creo que su
poesía está más allá (o acá) de
teleologías o soles de mundos morales o ceremoniales o cosas
huecas por el estilo. Hay un instante en que sus demonios lo lanzan.
Así, por ejemplo, qué maravillosos me resultan esos feos monos blancuzcos que
están en el último poema que escribiera: Olmeca”.)
A lo largo del tiempo muchos hombres de letras
–diría la inmensa mayoría–, han trascendido, como
es natural, por sus obras independientemente de la vida llevada o los
sitios que habitaron. Sin embargo, otros pocos le deben por igual (o
más) a la huella que dejaron en la memoria de quienes le
conocieron por determinados hechos / circunstancias, y que luego se fue
transmitiendo de generación en generación, que por la
real valía (o real existencia en el mejor de los casos) de sus
libros. Han perdurado en la memoria colectiva más (o igual) por
cómo actuaron y no por lo que dejaran escrito: Sócrates
es más la cicuta que la mayéutica; Ovidio le debe tanto a
sus maravillosamente ingenuos poemas como a su exilio en Tomis;
Churchill quedará como un gran político y olvidable
novelista; Dulce María Loynaz es sobre todo por su linaje y
forma de vida, que por sus atendibles versos. Y hay un tercer grupo de
estos personajes que son la conjugación de ambas formas de
inmortalidad. Le deben tanto a su obra como a su acción /
actuación (siempre el hombre como figurante) en su existencia.
Tales son los casos de Ezra Pound con su grande obra y su mecenazgo
para con figuras como T. S. Eliot y James Joyce, más su
turbulenta vida; de Virginia Woolf con sus grandes novelas, incluida la
de su muerte singular; y la de un poeta como Eliseo Diego, quien
señaló la increíble
felicidad [que] sería
que vida y obra de un poeta formasen un cuerpo solo; y que luego
de inventar la principal calle poética de esta isla, de desandar
extraños pueblos
en busca del tesoro del Capitán Flint, murió de risa en
compañía de feos monos, y leyendo el Orlando.
(Así me detengo en la esposa de Leonard
Woolf.)
De la peregrinación a Haworth en
noviembre de 1904 a la zambullida definitiva en el río Ouse en
marzo de 1941, siempre el mismo ángel retorcido que
habitó en Virginia. Una existencia marcada por un vaciamiento
que se fue agravando con los años. “Queridísimo: Estoy
segura de estar volviéndome loca otra vez. Siento que ya no
podemos atravesar otro de estos horribles períodos. Y creo que
esta vez ya no tengo cura. Empiezo a oír voces, y ya no puedo
concentrarme”. Así termina Virginia: escribiéndole a
Leonard antes de emprender el atajo de piedras, en camisón,
hacia el río.
(Apuntes de un diario: Leo en «Ensayo
sobre el suicidio» de David Hume: “Incluso la alegría y la
dulzura de temperamento, que sirven de bálsamo para casi todas
las heridas, no proporcionan remedio alguna contra un veneno como la
angustia. Podemos observar esto muy particularmente en el bello sexo,
pues aunque, por lo común, las mujeres poseen estos valiosos
dones naturales, sienten que muchas de sus alegrías se ven
destrozadas por la presencia de intrusa tan inoportuna” [Hume, 1988:
121 – 122].)
Podría creerse, a simple ojeada, que la
señora que entra al río con los bolsillos llenos de
piedras, luego de haberse despedido del esposo por escrito –otra no
podía ser la manera–, es negación de aquella muchacha
(aparentemente, aunque en buena medida sí, entusiasta) que se
maravilla ante el pequeño taburete sobre el que Emily
Brontë escribía en el páramo. Con sólo ver
tres fotografías de épocas diferentes –dos en 1902,
Virginia aún muy joven: en una junto a su padre Leslie Stephen y
en la otra (quizá su retrato más conocido) sola, de medio
lado y con el pelo recogido, en ambas mirando hacia; y la
última, de finales de los años treinta: es ya toda una
señora, la señora Woolf, pero igualmente mirando hacia–
asistimos a la misma fijeza vacía, que no hace sino buscar el /
en el abismo. Hacia allí terminará aventurándose
desde su casa en Sussex, entre las bombas alemanas. In my beginning is my end,
diría su amigo Tom.
Vuelvo a Haworth y noviembre de 1904, un raro
día de buen sol en pleno invierno británico. Dice
Virginia ante la casa donde nacieran y murieran las hijas del reverendo
Patrick Brontë:
La curiosidad sólo es legítima cuando la casa de un gran
escritor o el país en que se encuentra añade algo a
nuestra comprensión de sus libros [...] Haworth es una
expresión de las Brontë y las Brontë de Haworth:
encajan como un caracol dentro de su cáscara. [Woolf, 2001: 21]
(Tanto es así, que actualmente ese pueblo de West Yorkshire es
asediado por turistas fascinados por el ambiente descrito en Cumbres Borrascosas.) Resulta
imposible desligar aquel páramo, al parecer, de Charlotte, Anne,
y Emily. Como así resulta imposible, parafraseando a
María Zambrano, desligar Aquino de Santo Tomás o Atenas
del mencionado Sócrates o La Habana de Lezama.
Otra vez (siempre en Haworth) Virginia Woolf
nos vuelve por último a decir:
“Es mejor leer a Carlyle en una butaca, en tu propio estudio, que
visitar la habitación insonorizada y estudiar interminablemente
los manuscritos en Chelsea [...] Yo no soy quién para preguntar
hasta qué punto lo que nos rodea afecta el pensamiento de la
gente”. [Woolf, 2001: 21]
(Esto se dijo a principios del siglo XX, pero bien se pudo haber
señalado delante de los ojos neblinosos de Homero.)
DOS / a) De rebote.
Tampoco yo soy quién para cuestionar la
filiación, por demás existente, del primer cuaderno de
poemas de Eliseo Diego (1920 – 1994), En
la Calzada de Jesús del Monte (1949), con el espacio y el
tiempo en el cual se reconoce / deambula el sujeto poemático.
(Filiación señalada primeramente por Cintio Vitier, y
luego en los demás acercamientos.) En gran medida la avenida de
Diez de Octubre, junto a los elementos que la caracterizan, deviene,
por antonomasia, en la figura y obra del autor de En las oscuras manos del olvido, y
viceversa. Asistimos al poeta que peregrina por una calle que le
tributa desde recodos varios de su Historia nacional, y de su historia
digamos doméstica, elementos arquitectónicos / externos, y
espirituales, para la conformación de una supuesta identidad. El
poeta que, ante la “realidad” / el entorno devastados, trata de
levantar una dimensión otra de sobrevida.
Ahora bien, no cuestiono pero sí me
lanzo al desvío. La pregunta primera es si la obra de Diego se
sostiene desde esa filiación / aquel filtro. Creo que a partir
de El Oscuro Esplendor (1966)
se evidencia una ruptura / negación de aquella naturaleza
exterior de La Calzada... que
ya en Los días de tu vida
(1977) hasta sus libros finales, se intensifica. A partir de ahí
la tensión lírica –“contención electiva”,
diría el nombrado Ezra Pound– de sus poemas muy poco (o casi
nada) le deben a la ornamentación –salvo en aislados poemas–, a
la memoria que “se levanta como asombrosa edificación
inesperada” [Vitier, 1998: 351], a la conformación de un linaje,
a la búsqueda de una identidad... A partir de ahí su
poesía, traicionada por la Historia, se encamina por un sendero
otro, hacia esa “dimensión nueva de lo conocido”, como
diría Fina García-Marruz. (Sendero donde el paso del
tiempo íntimo –la historia doméstica, minúscula–
desplaza al de la Historia con mayúsculas, y deja entrar, a
veces, lo demoníaco / pesadillesco.) Incluso, cuando se aventura
a tocar, insistente, las claves de lo identitario, decaen sus versos.
Más. Ya en La Calzada de Jesús del Monte,
en su naturaleza / estructura profunda –tomo el término prestado
a la gramática generativa, para ver si de esa manera nos aporta
algo– se da la pugna entre una mitad del poeta lleno de demonios y otra
mitad que se resiste a esos demonios / voces. Pugna que también
se intensifica en sucesivas entregas... Pero antes de extender /
continuar con esta idea, dialoguemos un poco más,
“paradójicamente”, con el propio autor de La luz del imposible.
b) Anteprimera
vuelta.
Eliseo Diego se inserta dentro de
lo que se ha dado en llamar la segunda promoción del grupo Orígenes (junto a Cintio,
Fina, Smith, y García Vega) que, a decir de Vitier:
“parece tener en común la mayor intimidad de sus versos, el
acercamiento a las realidades cotidianas y la búsqueda de un
centro intuitivo en la memoria” [Vitier, 1998: 351].
Los dos poemarios iniciales de Diego, En la Calzada de Jesús del Monte
(1949) y Por los extraños
pueblos (1958), comparten, como ya he venido señalando –y
tantos además– el diálogo sostenido con la realidad y la
historia; la búsqueda de cimentar un lugar de perpetuidad
más allá del entorno inmediato; y la búsqueda,
como también anoté, de una identidad tanto en la
tradición histórica como poética. Aunque es
menester apuntar que en el segundo libro la mengua de lo ceremonial
–aquel que Lezama advierte en su ensayo “Un día del ceremonial”
[Lezama 1981: 43 – 50]– y la desnudez de ornamentos respecto del
primero, es notable:
Se acabaron las fiestas que
solían
iluminar los hondos corredores
en que las buenas tardes se
cumplían.
Se acabaron sus lúcidos
colores.
[Diego, 2001: 102]
Y comparten, además, la perfección / el acabado formal de
la poesía. Característica de toda su poética.
(Eliseo Diego fue / es una especie de detallista / miniaturista del
verso.)
Mucho se ha apuntado y vuelto a apuntar, con
mayores o menores aciertos, sobre estos cuadernos iniciales de Diego
(según consenso de la crítica y los lectores, En la Calzada de Jesús del Monte
es su mejor libro) que tiene en el propio Cintio Vitier y en Lezama,
aún hoy, a sus principales y más lúcidos
intérpretes. En el caso del autor de Testimonios, en su reseña
escrita en el mismo año de aparición del libro (1949):
“En la Calzada de Jesús del Monte”, perfila ya algunos de los
rasgos / la naturaleza de esta poesía inaugural de Diego:
No puede ocultársenos [...] la significación más
trascendente que lo anima: la de situarnos –casi diría,
amurallarnos– dentro de la memoria y el espacio del mundo. Quiere el
poeta no sólo grabar los secretos de la infancia y de la isla
sobre el fondo entrañable de “la Calzada más bien enorme
de Jesús del Monte”, sino también dibujar para todos el
árbol de la vida histórica, el árbol
genealógico de nuestra sangre y nuestro espíritu.
[Vitier, 1971: 74]
Y en su lección de Lo cubano
en la poesía dedicada a Eliseo, retoma / extiende tales
disquisiciones:
...la memoria no se disuelve en añoranza, sino que le da a las
cosas una nueva, oscura y sobrepujada resistencia. Al integrarse la
realidad con el recuerdo de los años en que todo era
fábula, adquiere otro cuerpo más espeso e imponente, una
profunda enormidad que el poeta atribuye a la desmesura de la luz, pero
en el fondo del henchimiento de las cosas sumergidas en la sustancia
fabuladora de la memoria. [Vitier, 1998: 351]
Impresiones estas verificables, en primer
lugar, en la lectura de los poemas; y verificables también
(además) en los acercamientos posteriores, másmenos
felices, a la poesía de Diego. Impresiones estas que comparto
–partiendo específicamente de la lectura de sus versos– en buena
medida. No tendría que objetarle, salvo la pobreza, demasiado
irradiante, de algunos poemas de esos cuadernos. Los dos libros
iniciales de Diego –y piezas de sus demás cuadernos–, sin lugar
a muchas dudas, sostienen / son dables a aquella falacia origenista de
“la resurrección poética de la Habana” o de la
“Teleología Insular”; aunque creo, repito, desde su naturaleza
exterior. Mas desde tal filtro, resultan insostenibles. (Sería
como creer que Rubén Darío es inmenso poeta sólo
porque representa el modernismo, o porque cantó a
Caupolicán y al continente americano. Y sería,
además, obviar el vacío, la nieve –tan Casal– que
envuelve nuestra Isla; vacío / tokonoma por el que termina
evaporándose Lezama en su último poema.) Su
poética mantiene / mantendrá su vigencia – me atrevo a
anunciar – porque otros son los agujeros que ella expande.
(Apuntes de un diario: La pregunta
por la identidad. Wittggenstein, en algún momento de su libro Zettel, dice: “La identidad del
tractor. ¿En el ruido mecánico, o en la función
destinada? [...] Leyendo el Crimen y
Castigo de Dostoievski, una acotación, consecutio:
¿Es Raskólnikov el alma rusa (ángel-demonio),
sólo? Raskólnikov es hueso / cabeza humana ad infinitum. Raskólnikov es
el hombre entre la depresión y la mano de Dios” [Wittggenstein,
1981: 88].)
c) Primera vuelta de
tuercas. El sendero otro.
(Extiendo / continúo.) La
poesía jamás podrá encarnar en la Historia. “El
poeta, como señala Cioran, debe ser un tránsfuga odioso
de la realidad que en su huída lleva consigo su desdicha”
[Cioran, 1990: 109]. La Historia va por el sendero del derrumbe / la
caída; la poesía por el sendero otro del retorno al
origen / comienzo, antes de la expulsión. Toda poesía que
encarna en la Historia termina arrastrada por esta. Cuando cierta vez
le preguntaron a Confucio, cuenta Octavio Paz, qué era necesario
para cambiar / reiniciar el mundo, respondió que primero era
necesario deshacer las palabras, y luego volver a inventarlas para
sólo entonces, intentar el nuevo orden. La Historia pone en boca
de sus actuantes cada letra para lanzarlos hacia la destrucción;
la poesía le da cada letra al poeta para que intente el regreso
prehistórico. Las utopías, los sueños, son farsas
históricas –en el más noble de los casos: ingenuidades–;
las pesadillas –espacios por excelencia del misterio– son los sitios
que debe habitar el poeta para no caer dentro del sueño.
Así, cuando Eliseo Diego nos dice:
[...] tú
no fuiste nunca sino el fuego,
sino la luz, el aire,
sino la libertad americana
soplando donde quiere, donde
nunca
jamás se lo imaginan
[Diego, 2001: 322],
es presa del ingenuo y risible sueño. Sin embargo, cuando nos
dice:
Tal vez porque de todo
desconfío
por más familiar que
siempre lo vea
[Diego, 2001: 54],
desciende seguro a la dimensión de lo pesadillesco.
Me explico.
El verso del soneto de Lovecraft que abre
estas páginas: “el mundo terrible de mis sueños”,
contiene cierta zona de la poesía de Diego –la que ahora me
motiva, la que estimo valedera–, rastreable por momentos en toda su
obra, y que se acentúa desde El
oscuro esplendor a Poemas al
margen (2000); pero ya con fuertes atisbos (germen) en la Calzada. Las regiones del
subconsciente fueron casi siempre (son) rehuídas por los poetas
del mal nombrado “origenismo ortodoxo”. A excepción de Virgilio
Piñera, algunos poemas de Lezama, y Lorenzo García Vega
que sí tienen una poesía de corte onírico,
más bien pesadillesco –para Borges los sueños son el
género, y la pesadilla la especie–, los demás negaron /
criticaron / se alejaron de esas hermosamente turbias regiones.
(Resulta curioso que en una poeta como Fina García Marruz, sus
poemas logran un sorprendente misterio cuando coquetean con esas
regiones.) En el caso de Eliseo, a simple lectura, podría
aseverarse lo mismo. Nada tan lejos. Desde la misma En la Calzada..., cuando dice:
Dante: mi seudónimo,
que fatigosamente compongo
cuando llueve
[Diego, 2001: 54],
asoma rápida la imagen del poeta de la Vita Nuova que, si en
efecto termina al final de su periplo ascendiendo al Paraíso /
la luz, no le queda otro remedio que sortear la oscura selva áspera y fría;
y no le queda otro remedio que sortear los círculos infernales.
Todo ello en correspondencia con la exégesis viteriana. Pero
resulta que, en Eliseo, más allá del posible ascenso a la
luz, queda el regodeo en la penumbra, un dejo desabrido que le
imposibilita desproveerse de los espectros infernales que lo habitaron
y que él no permitió, salvo en felices ocasiones, que
asomaran. Además, fijarse que es fatigosamente como puede inventarse
al Dante. (Al epígrafe de Calderón que inicia En la Calzada...: “que toda la vida
es sueño”, podría oponérsele el de Lovecraft.)
También el terror –engendro de la
pesadilla– ante el paso del tiempo y la caducidad de los elementos,
asoma ya entre los versos de la Calzada:
y daban miedo las tablas del
sueño lamidas por la noche
vasta
[Diego, 2001: 58]
Terror que retorna / cobra fuerza en las sucesivas entregas de Diego.
En ellas, de manera abrumadora, el poeta se sobrecoge, se turba:
Yo pregunto:
qué irremediable
catástrofe separa
sus manos de su frente de arena
[Diego, 2001: 113]
Al decir de Enrique Saínz en su prólogo a la Obra Poética de Eliseo:
Desde El oscuro esplendor
hasta Poemas al margen
observamos un creciente proceso de interiorización de la
problemática del poeta, obsesionado por la fugacidad y el
desamparo, siempre angustiado con el encuentro consigo mismo.
[Saínz, 2001: 11]
Es decir, se da un proceso de introspección en su poesía.
(Para Cioran, “la vida interior es patrimonio de los delicados, de esos
abortos estremecidos” [Cioran, 1990: 113].) El hablante lírico
que antes se identificaba con lo externo (naturaleza exterior), ahora
ve morir “el buen dios de los pórticos”; y siente que ha llegado
“al tiempo en que /la penumbra ya no [le] consuela”.
Más. El
oscuro esplendor está precedido, sintomáticamente,
de un fragmento del capítulo tercero del Génesis, donde Dios expulsa
al hombre fuera del Edén. (La expulsión, no olvidar, como
el inicio de la Historia.) La idea lezamiana del destino /
función de la poesía como hilo que zurce el hueco de la
caída –idea que en la misma poética de Lezama es
cuestionable, sobre todo en sus Fragmentos
a su imán–, se torna endeble en los mejores versos de
Eliseo. En este sentido su obra se le escapa. (Habría que
apuntar que Eliseo gustó –poéticamente, claro– del oficio
de zurcidor. En algunos poemas es evidente.) Efectivamente, el sentir
primigenio en sus versos es el de zurcir, pero la pesadez
caótica del mundo es tanta que rompe el estambre. Aquí
podría hablarse de la presencia del mito de Sísifo en
muchos de sus poemas: el suyo empeño por intentar escalar la
montaña con el pedrusco, aunque este se le caiga infinitas
veces, es el suyo empeño de zurcidor. De ahí que en sus
grandes poemas sintamos esa pesadez semejante a la piedra de
Sísifo en caída.
d) Otra vuelta de
tuercas. Sobre los hombros de Fernando Savater.
(Apuntes de un diario: Duanel me
presta La infancia recuperada
de Fernando Savater. Desde ese maravilloso libro me explico / revelo
cierta poesía de Eliseo Diego. Lo que he intentado llamar el sendero otro. La fascinación por el mundo de la
fantasía y las aventuras...)
Siempre se esperó de Eliseo Diego una novela; género que
considero el sumo de la literatura. Y aunque según tengo
entendido dejó los manuscritos de una sin terminar, jamás
hizo, que yo conozca, por publicar algún fragmento, y ni
siquiera hizo por concluirla en sus últimos años, en los
que escuchó como nadie, aceleradamente, los pasos de su muerte.
Quizá, de hecho, se conformó con novelar desde la
poesía; heredero del mejor Pound y del mejor Eliot. (Ambos
poetas anglófonos lo hicieron desde el poema extenso; el poeta
cubano generalmente desde la brevedad.) Si hay escritor donde se da la
oposición que Fernando Savater en La infancia recuperada propone entre
“novela moderna” y “narración” (historias / fábulas
infantiles), es en Eliseo Diego. Según Savater:
La novela moderna nace para contar la desazón del hombre
traicionado por todas las historias, por la memoria misma [Savater,
1981: 25].
O sea, la novela moderna para el pensador español sería
el ejemplo / extensión de la interioridad / individualidad del
sujeto contra el acoso del mundo exterior; y la narración
ejemplificaría el origen genealógico de la moral, o la
propia ética que debió supuestamente regir a la Historia.
Por eso, en el caso de Eliseo, se renuncia a la novela como forma de
escritura, para intentarlo desde la poesía. No lo alcanza. Su
poesía es también la del desasosiego. Su memoria, la que
se nutre de la realidad histórica, lo termina por traicionar. De
ahí su búsqueda en el universo de las narraciones
infantiles: su amor por el mundo de fantasías de Anderssen, los
hermanos Grimm, Lewis Carroll, Charles Perrault, Stevenson. De
ahí su afán por rescatarlas / conservarlas, a sabiendas
de que “la decadencia de la narración es uno de los incontables
síntomas actuales de la decadencia general de la humanidad”
[Savater, 1983: 55]. (Por rescatarlas incluso desde su mesa de trabajo
del Salón de Literatura infantil y juvenil en la Biblioteca
Nacional.) Y de ahí también su amor por las andanzas del
Quijote y Sancho, guías de un cuaderno como Los días de tu vida; andanzas
que representan el inicio y el fin de la novela moderna. (Luego de Don Quijote en novela, y de
Shakespeare en poesía y teatro, sólo hay variaciones de
los temas universales.) Ahora la memoria en Diego tantea / va en busca
de la no “disociación entre intimidad y mundo exterior, entre
vida y sentido” [Savater, 1983: 33], al margen siempre de la Historia
que hizo baldíos algunos de sus versos. Que inhibió la
carcajada de algún travieso diablillo, las voces que sin dudas
debieron atormentarlo. De ahí el desasosiego de sus poemas; tan
opuesto el intento ingenuo –aunque puede llegar a ser macabro– de
apostar teleológicamente por un proceso histórico.
Así, entonces, me permito escuchar sus
endemoniadas voces que vuelven a repetir ante la muerte:
Yo, que no sé /decirlo:
la República.
[Diego, 2001: 55]
e) Ante final. (Apuntes
de un diario: Las olas, las voces.
Sí: “empiezo a oír
voces y ya no puedo concentrarme”, le escribe / dice Virginia a Leonard
antes de. Pero habría que escuchar esas mismas voces –cuando
aún le dictaban maravillosas páginas, antes que la voz
ronca y continua del río la llamase–, en su novela Las Olas:
Esta es la primera noche que paso en la escuela, dijo Susan, lejos de
mi padre, lejos de mi casa. [...]
El brillo purpúreo, dijo Rhoda, en el anillo de la
señorita Lambert cruza y vuelve a cruzar la mancha negra en la
página blanca del libro de rezos. [...]
La mujer morena, dijo Jinny, con pómulos salientes, tiene un
reluciente vestido veteado, como una concha, para vestir de noche. [...]
Y ahora, dijo Neville, que Bernard comience. Que parlotee y nos cuente
historias, mientras descansamos recostados. Que nos describa lo que
todos hemos visto a fin de que forme una secuencia. Bernard dice que
siempre hay una historia que contar. Yo soy una historia. Louis es una
historia. Hay la historia del niño limpiabotas, la historia del
hombre con un solo ojo, la historia de la mujer que vende caracolas.
[...]
Ahora salimos de este fresco templo y penetramos en los amarillos
campos de juego, dijo Louis. [Woolf, 1999: 60 – 61]
Y escuchar, ahora, las casi mismas voces,
semejantes olas pero con resaca insular, en dos poemas de Diego:
contra el vacío, el oro
y las volutas,
la elocuencia embistiendo los
miedos,
contra la lluvia la
República,
contra el paludismo
quién sino la República
a favor de las viudas
y la Rural contra toda suerte
de fantasmas:
no tenga miedo, señor,
somos nosotros, duerma,
no tenga miedo de morirse
[Diego, 2001: 54]
[...]
Mi padre
se hará viejo de pronto.
Su caballo
será un recuerdo, luz en
la memoria
quizás, apenas. Todo se
ha apagado.
[Diego, 2001: 463]
Voces en pugna. No como mera estructura o
configuración de personajes de ficción / literarios
simplemente; sino como gruñidos que habitan la psiquis, y en se muestran, de
disímiles formas, en las palabras. (También, por
supuesto, fuera de ellas. Ahí está la autora de Al faro.) En un poema, olas que
simulan sosiego, contra el arrecife; en otro poema olas que se
encuentran ciegas. Así, desde esas voces / olas, la
poesía de Eliseo Diego se inserta por derecho propio en la
grande poesía de habla hispana. Que si la frustración
republicana, que si la identidad, ¡no señores!, esas
entidades en un después del tiempo casi nada van a decir;
sí esas voces, esa polifonía de las olas.)
TRES / Variaciones del final;
luego de ajustar las tuercas.
(Apuntes de un diario: A. me habla
del nivel de vida y pensamiento de los países del norte de
Europa en comparación con nuestro islote, y como estadio al que
debemos aspirar. A., es una estúpida. Le respondí que los
nórdicos tienen sus inmensos cantares de gesta. Que qué
podía esperar de un país que tiene como primer monumento
literario un espejo de paciencia (¡y qué paciencia!)
posiblemente apócrifo, falso.)
a)
Sí, de Haworth a Sussex el mismo bello demonio. No así de
la Calzada al otro Reino frágil. En Virginia la pesadilla era
parte de su cuerpo; y la identidad, una palabra inexistente en su
abecedario. En Diego el bello demonio, inestable, asoma y desaparece.
Asoma en aquellos momentos en que su poesía se sumerge en el
país de las maravillosas pesadillas y cuando dice que
El lugar donde vivo no es el
mío.
Quizás haya en Asturias
una aldea
que se ajuste a mi bien, o
quizás sea
un pueblito de Rusia, blanco y
frío
[Diego, 2001: 417];
y desaparece cuando cede ante las trampas de la Historia, y ante la
obsesión de construirse / armarse una identidad que reduce su
poética, por instantes, a pobres versos que a nada conducen; y que, como diría Philippe Sollers, nada tienen de
escándalo y excepción. (Escándalo y
excepción tanto ontológicos, como artísticos; que
es lo que el esposo de Julia Kristeva le exige a toda grande obra.)
Allí su poesía se estanca entre los recovecos de lo que
es hoy una sucia Calzada, y que la suya memoria, equívocamente
creo, trató de perpetuar. (Y si lo logró, no es
precisamente desde la encarnación en la Historia. Más
bien desde la historia con minúscula, la infra / la
subhistoria.) Pero claro, al final, por suerte y grandeza propia,
murió en sus pesadillas, bien muerto de risa. Ahí sus
demonios, de silencioso escándalo, salen a bailar alrededor de
la hoguera. Ahí Eliseo Diego, desde el suyo costado de vate
inmenso, se burla del tiempo histórico –deudor de su maestro
Francisco de Quevedo– para pernoctar en el tiempo de la poesía;
irreconciliable con el anterior.
b)
Una habitación de dos ventanas (frente a frente) con una
confortable butaca sobre la que alguien (cualquiera) esté
leyendo un buen libro, e indiferente vea atravesar, de ventana a
ventana un pájaro, ni muy lento ni muy veloz, podría ser
no más que la idílica imagen de un retratista
holandés. Pero si encontramos que esa misma escena le
bastó a Marguerite Yourcenar en uno de sus ensayos para
representar el paso de la vida –a partir de la imagen del pájaro
propiamente–, la escena cobra otros sentidos. Uno de esos sentidos, el
de la analogía. Analogía con uno de los mejores poemas de
Eliseo: “Versiones”, donde asistimos poéticamente, a la misma
representación:
La muerte
es esa pequeña jarra, con flores pintadas a mano, que hay en
todas las casas y que uno jamás se detiene a ver.
La
muerte es ese pequeño animal que ha cruzado en el patio, y del
que nos consuela la ilusión, sentida como un soplo, de que es
sólo el gato de la casa, el gato de costumbre, el gato que ha
cruzado y al que ya no volveremos a ver.
La
muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la
familia, discretamente a un lado, y al que nadie acertó nunca a
reconocer.
La
muerte, en fin, es esa mancha en el muro que una tarde hemos mirado,
sin saberlo, con un poco de terror. [Diego, 2001: 153]
c) Y que alguien
(cualquiera) lea la noche antes de su muerte la novela Orlando de Virginia, produce cierto
misterio, cierta fruición. Más, si sabemos que Eliseo
Diego es el ejemplo. El personaje homónimo de la Woolf transita
más de cuatro siglos por la historia inglesa, y escoge para tal
empeño dos senderos: los dos sexos, sea lord o lady Orlando. Por
dos senderos también transita la poesía de Eliseo: aquel
de la memoria ornamental de la Calzada; y aquel que curiosamente apunta
Vitier al final
de su ensayo en Lo cubano en la
poesía, donde imagina al poeta de Versiones, “estudiando por
centésima vez el mapa de la Isla del Tesoro, o riendo por
milésima vez una frase del doctor Jhonson, o reanudando
interminablemente un cuento incomprensible, o bien mudo y remoto en la
noche como un rey pintado por Rouault” [Vitier, 1998: 357]. Pero
contrario a lo que asegura el propio Vitier, estará tanto en un
“banco humilde y tosco del colegio, dando gracias al señor de
los Salmos y del Génesis” [Vitier, 1998: 358], como
también estará en sus “infernales pesadillas”. El sendero
otro que lleva a un poema como Olmeca.
Y con las pesadillas llega la noche. La esposa
de Leonard ha dejado, horas antes, su bastón y pamela de pajilla
a orillas del Ouse. Horas después, Eliseo Diego, antes de
disponerse a leer por vez última el Orlando, acaricia aquel gato de
costumbre que atraviesa el patio y que es también el
pájaro de la Yourcenar. Entonces mira / recuerda monumentales
cabezas olmecas rodeadas de feos monos blancuzcos, y escribe el poema
dejándolo a orillas de la mesa:
Aquí me tienen, muerto
de risa.
Muerto de risa
por las muecas que me está
haciendo el Maestro Escultor
para tenerme muerto
de risa mientras me hace el
retrato.
Hasta me ha
sacado la lengua. ¡A mí, que soy el Hijo del Rey!
Y desde el copito
de su cabeza me saca otra lengua que
ciertamente no tiene en el
copito de su cabeza.
Yo estoy muerto
de risa.
Mi hermanita, en
cambio, se ha enojado mucho. Y con sus
brazos bien abiertos lo
regaña que da miedo.
Yo, no. Yo estoy
muerto de risa.
Me da risa el
Jaguar y me da risa la Serpiente y hasta la
Muerte me da risa.
Ustedes, los
Nuevos, no saben lo que es bueno.
Tan serios y con
las caras llenas de pelos como los monos. Pero
como feísimos monos
blancos. Feos monos blancuzcos, lívidos, con
las carotas llenas de pelos.
No puedo
evitarlo. Es descortés, pero ustedes me dan más risa
que nada.
Es cierto que
estoy muerto y que ustedes me miran y están
vivos.
Pero yo estoy
muerto de risa.
Bibliografía
Cioran, E. M.: Breviario de
podredumbre. Editorial Taurus, Madrid, 1990.
Diego, Eliseo: Obra poética.
Letras Cubanas / Unión, La Habana, 2001.
Hume, David: Sobre el suicidio y
otros ensayos. Alianza Editorial, Madrid, 1988.
Lezama Lima, José: Imagen y
Posibilidad. Letras Cubanas, La Habana, 1981.
Saínz, Enrique: “Prólogo”. En Obra poética de Eliseo Diego;
Letras Cubanas / Unión, La Habana, 2001, pp: 7 – 14.
Savater, Fernando: La infancia
recuperada. Alianza Editorial, Madrid, 1983.
Vitier, Cintio: Crítica
sucesiva. Ediciones Unión, La Habana, 1971.
Vitier, Cintio: Lo cubano en la
poesía. Letras Cubanas, La Habana, 1998.
Wittggenstein, Ludwig: Zettel.
Universidad Nacional Autónoma de México, México,
1987.
Woolf, Virginia: Las Olas.
Ediciones Folio, Barcelona, España, 1999.
Woolf, Virginia: Viajes y viajeros.
Plaza & Janés Editores, Barcelona, España, 2001.
Zambrano, María: “Breve testimonio de un encuentro inacabable”.
En Paradiso de José
Lezama Lima (edición crítica, coordinador: Cintio
Vitier), Colección Archivos, Madrid, 1997
* Este ensayo fue
escrito cinco años atrás, en La Habana. Hoy, luego de
otras experiencias vitales, otras lecturas, otro idioma pegado como un
parche, seguramente lo (re)escribiría desde otra(s)
perspectiva(s); quizás con un tanto más de veneno,
más desprovisto de palabrería innecesaria, en fin, una
vuelta de tuercas de eso que llaman estilo. No obstante, lo publico con
el único propósito de quien no quisiera dejar fuera del
álbum familiar una foto antigua. Con el único
propósito de enfrentarme a mí mismo.
Miami, Junio del 2007.
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