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FALLEN ANGELS
JOEL CANO
And the winner is... Ignacio Rodríguez for Fallen Angels.
Well... I want to say thanks to my mother, my family in general and Little Jane for her support in this film. Thanks a lot, I love you.
A Ignacio siempre le gustó comer de la que pica el pollo. Seguramente pensó hasta el final que lo había traicionado. Cuando llegué ante la puerta de su cuarto escuché aplausos. Eran su único vicio, los aplausos. Los grababa en los teatros, en los actos revolucionarios, en los encuentros deportivos... y después tenía la facultad de creerse que eran suyos cuando los escuchaba absorto en una grabadora Sony, de esas de cinta que se usaban para las clases de inglés y que él se había robado con su amigo el Tommy una noche del año setenta y ocho. Por supuesto, estaba tan pasada de moda y tan maltrecha que sus bocinas transformaban aquellos aplausos en aguacero tropical, en fogata crepitante, en cascada... pero él escuchaba el aplauso celestial que le tributaba el mundo de las artes y agradecía por un viejo micrófono Toa, en inglés por supuesto, a la imaginaria concurrencia. Así lo había sorprendido varias veces a través de la puerta entreabierta de su cuarto. En esos momentos su cara parecía iluminada por una expresión de plenitud tan intensa que cualquier persona que no lo conociera se habría horrorizado. Cuando yo venía subiendo las escaleras escuché mi nombre o más bien el nombre artístico con el cual me había bautizado, la petite. Juana Ortiz no se vería bien, según él decía, en los créditos, menos aún en los de la gran película que salvaría al cine cubano del olvido y lo que era más importante, del ridículo. A veces no decía petite sino Little Jane, como aquel día. Debo decir que en eso de las tuercas sueltas yo no me quedo muy atrás. El problema es que siempre he deseado ser actriz de cine y viviendo como vivo eso no puede ocurrírsele más que a una loca de atar. Mi ex-marido, que también es ex-director de teatro experimental, sí, experimental, me decía que yo poseía más dotes histéricas que histriónicas y quizás hasta tenga razón el muy degenerado. Pero el caso es que yo seguía tratando de ser una actriz de respeto así como Rosita Fornés o Deysi Granados, de esas que cuando su nombre se pone en el cartel de un teatro, aunque sea con acuarela, todo el mundo acude en masa, a lo mejor por ver si salen en cueros, pero qué más me da con tal de que vengan.
Yo se lo había dicho a Ignacio, a mí con tal de ser famosa me podían ver hasta el esófago, que eso abre muchas puertas, y las mías habían estado cerradas tanto tiempo que no sabía si era capaz de dar un paso en un escenario, o de lograr que alguien se interesara en mis pechos, más bien pechitos. De todos modos había tenido la suerte de encontrarme con Ignacio. El sería un enajenado como diría mi ex, que en todo se metía, pero además de ese problemita con lo de los aplausos su única y verdadera pasión era el cine. Día a día se decía a sí mismo que sería el primer cubano en ganarse el Oscar. Ya había repetido y ensayado la escena de la entrega de premios tantas veces que por momentos uno tenía la ilusión pasajera de que realmente habría una oportunidad para él en aquel paraíso reservado para los que salen con las pupilas enrojecidas por las flashes en las revistas del corazón. Tenía las paredes tapizadas hasta el techo de fotos de artistas de cine, incluidos los de Mosfilm, y cuando se deprimía le daba por refugiarse en esa escena fabricada de la premiación. Yo venía a buscarlo para que me acompañara al aeropuerto a despedir a Francis, pero cuando escuché tras la puerta el sonido catarroso del micrófono Toa me dije Solavaya, éste está más vola'o que una olla de presión. No era cosa de juegos. Ya se había robado, para los menesteres de su hipotético viaje a Los Angeles, un traje de etiqueta durante la filmación de una película en la que trabajaba de extra. Sí, de extra, aunque eso no le molestaba en lo absoluto pues otra de sus facultades era encontrar una justificación para todo, y lo de ser el peldaño más bajo de la infinita escalera hacia el Olimpo cinematográfico era considerado por él como una tradición natural, un obstáculo necesario en la ruta hacia el Hollywood soñado, idealizado, recamado hasta en las nochebuenas junto a los arbolitos de Navidad improvisados por su tía con cascarones de huevo coloreados y bolitas de papel metálico, de ese que cubre los litros de leche... Yo pensaba por momentos que sus aspiraciones alcanzaban la dimensión de un delirio, como el de esa tía fabricando un arbolito de Navidad con una ramita de pino seco que al final sólo el entusiasmo hacia ver como un abeto. Y sin embargo esa misma euforia enloquecida me llevaba a creer que todo sería posible, que él ganara el asear, que yo fuera estrella de cine, que su tía sustituyera con el algodón de dos íntimas sacrificadas la nieve falsa que se compra por centavos en los mercados del mundo... Tal vez el entusiasmo de la locura me había atrapado pues, como diría mi ex, eso se contagia tan fácil como un catarro, o tal vez sea yo también una enajenada.
Escuché en las escaleras el sonido de las plataformas cada vez más fuerte a medida que subía. Me imaginé la escena filmada por Néstor Almendros. La mano apoyada en el pasamanos que una vez fuera de mármol se desliza suavemente, alrededor todo está en penumbras. La mano asciende, cortada del cuerpo que se adivina tenso; los pies sin embargo se apoyan seguros, haciendo restallar un eco de madera contra las paredes, dejándose escuchar más y más cerca en la garganta decrépita del edificio. Por un momento pensé que la petite podía condensarse en un sonido estridente como el de esas plataformas de jirafa que le había enviado de Europa su cherí del alma, como ella le decía con su voz de matrona trasnochada que siempre era una sorpresa para quienes no la conocían. Eso era ella, el sonido de la calle irrumpiendo, la voz de la noche repleta de estrellas y borrachos y perros sarnosos que se derramaba sobre el piso de mosaicos gastados. Mirándolo imaginaba el ir y venir de tantos inquilinos que me habían precedido en aquel cuarto de mala muerte. Ese taconeo a lo Jane Harlow me sacó de mi concentración en el preciso instante en que el público, de pie, aplaudía mi pequeño speech de agradecimiento. Justamente la estaba mencionando a ella por su apoyo incondicional cuando dejó aparecer su perfil bergmaniano. Debí imaginar en aquel preciso instante que su expresión de hermetismo ocultaba la peor de las elucubraciones. Pero después se sonrió dejando ver sus dientes separados y aquel celaje de duda desapareció de mi cabeza. Aunque mi excentricidad la hacía reír yo sé que en el fondo me comprendía por tener ella también la suya, que era de padre y señor mío. Cuando la petite desembarcaba en una calle nadie quedaba ajeno al espectáculo. Muchos se preguntaban si era una cabaretera despistada o si habían adelantado los carnavales al ver semejantes indumentarias a la luz del día. Ella de la lentejuela no bajaba, y caminaba como si todo el tiempo su existencia fuera un clip de MTV. Era de esos personajes pintorescos del neorrealismo italiano que por una razón inexplicable crecen en La Habana como la mala yerba dejando boquiabiertos a los turistas. Ella se sabía Julietta Massina y juntos habíamos decidido que si el primer milagro se produjo en Milán, el segundo ocurriría aquí cuando estrenáramos nuestra película. A pesar de que fuera inculta y un tanto vulgar yo la apreciaba. Basta conocer un capítulo de su vida para llenarse de admiración por su persona. Aunque más lástima me daba su ex. Más que lástima es compasión lo que me inspiraba... ¿Cómo pudo casarse con la petite? Y peor aún, pretender hacer con ella teatro de vanguardia... Sólo a un loco escapado de Mazorra le pasa una idea semejante por la mollera. Bueno, a Mazorra lo llevó su experimentación teatral. A la petite por su parte hubo que ingresarla y todo después de haber sido sometida, por él, a sesiones de electrochoc para indagar en la naturaleza esencial de la tortura... Era una época convulsa y sus influencias estéticas oscilaban entre la cultura occidental de los Hippies y la lucha antimperialista con sus correspondientes ponchos, quilapayunes, quenas y charangas. Esa mezcla de política y vanguardia teatral fue un coctel demasiado fuerte para ellos... los tiró por la lona. Como siempre llegó con la lengua afuera, cosa comprensible dadas las dimensiones de sus zapatos y los siete pisos que había que devorar para llegar a mi embajada, término empleado por la presidenta del Comité de vecinos para referirse a la vocación antisocial de mi existencia, y antes de saludarme sacó de su cartera una inmensa bobina metálica que dejó caer pesadamente. Su cherí se había acordado de nuestra penuria y nos obsequiaba el material para filmar. Yo me quedé en silencio, mirando largamente la reluciente caja de metal y nos vimos desde fuera en un plano general, detrás de la ventana, un plano convencional que demuestra claramente la poca importancia del suceso para los demás, y aproveché para que se me escapara una lágrima de agradecimiento que en un plano general, y estando yo de espaldas a la cámara, no se veía. La petite no le dio mucha importancia a mis lagrimones; como siempre traía una de esas urgencias imponderables que la hacían más teatral que una pionera declamando una poesía de Bonifacio Byrne. Con gesto a lo Raquel Revuelta en Lucía cuando pide la gardenia, me exigió que la acompañara al aeropuerto para despedir a su cherí, el de las plataformas, que regresaba a Europa. Normalmente me pongo histérico cuando se me interrumpe la escena del Oscar, pero después de semejante obsequio tenía el deber moral de acompañar a la petite y a nuestro benefactor. Me puse el traje de las ocasiones serias e importantes y abandoné de su brazo mi embajada. Su extranjero nos esperaba frente al edificio, rodeado de negritos que le pedían chicle en cualquier idioma. Yo lo divisé desde la ventana en un plano nouvelle vague. Luego descendimos tanteando la oscuridad. Descender por las escaleras es el lado flojo de una película. Parece no tener importancia para nadie salvo para Joan Crawford cuando, paralítica, trata de escapar de la endemoniada Bette Davis. Por lo demás las escaleras sirven para subir o caerse en las comedias silentes, o en los melodramas de Mirta Legrand... Nuestro descenso por la escalera fue tenebroso. Podía sentirse la presencia gélida de Macuca la del comité detrás de su puerta como un animal en acecho, con el aparatico del asma apretado en la mano, en completa ósmosis con el herrumbre centenario del cerrojo, que nos contemplaba en subjetiva de Alíen... Luz azulada, susurros en el corredor, doly in, doly in, doly in hacia nuestros rostros asustados en la oscuridad de los escalones, ajenos al peligro, al Alíen Macuca que se nos encima. Doly in, Doly in, Doly in... un segundo más en el descanso y seremos presa de la lengua viscosa del monstruo asmático, ya llega la calle, el francés, el Panataxi...
Dice un pájaro amigo mío que el aeropuerto es una máquina del tiempo, desde allí uno se va para el futuro y por allí mismo regresa al pasado. Visto así tiene razón. Esa era la impresión que me daba el aeropuerto cuando iba a despedir a Francis. Del otro lado, en el salón de espera, ya se sabía que uno estaba en otro país, que era decir otra época. Desde allí se escapaba un olor perfumado a extranjero como el que brotaba de la maleta de Francis cada vez que él la abría y por eso me había hecho la idea de que París olía como la ropa que se apretujaba en aquella maleta de cuero sintético, y entonces el regreso a mi Habana Vieja era dos veces más triste, porque no sólo la veía más vieja y despintada, sino también más apestosa. Por eso había buscado a Ignacio. Así, mientras él me contaba sus ideas descabelladas sobre cómo iba a ser nuestra película, yo no veía nada a mi alrededor, ni las calles más llenas de huecos que un gruyére, ni los balcones colgando amenazantes sobre las aceras, ni las colas infinitas, ni el sol reverberando contra el asfalto ya blando de tanto calor. A Ignacio se le había ocurrido una escena de terror en una escalera que incluía entre otros personajes a la presidenta del Comité de Defensa, a la mensajera de la bodega, a unas pioneras sin dientes, a un policía que ejercía como chulo de una jinetera, a un travesti, a un viejo rescabucheador, un mercader de cuadros, a Jesucristo, los santos africanos... y a todo esto lo quería llamar secuencia de actualidades. En la escena una pareja intentaba escapar de un edificio en ruinas con una sospechosa maleta, mientras una representación simbólica del pueblo se oponía por fuerza. A todo esto yo respondí diciéndole que había olvidado a los campesinos, pero él objetó que esta clase ya había desaparecido aniquilada por la urbanización forzosa de los campos y que además el policía resumía con su presencia lo más rural de la población y que esto estaba sociológicamente probado... Entre este delirio cinematográfico y los besos etílicos y pegajosos con los que Francis me tatuaba el cuello, no hallé otra solución que sacar la cabeza del Panataxi para respirar una larga bocanada de aire habanero, bien repleto de petróleo en suspensión y polvo... y esencias albañales diversas. Por un instante presentí que no había sido una buena idea traer a Ignacio, pero el cherí estaba encantadísimo con la idea de la película. De todas maneras era él quien había comprado los rollos y más que nadie tenía el derecho de saber qué cosa se iba a filmar sobre ellos. Claro que borracho como estaba no podía comprender lo que Ignacio se proponía con la escena, pues de saberlo nos lanzaba a los dos desde el Panataxi en movimiento. El era francés y comunista; a mí me parecía que allá eso era un lujo y no una obligación, y venía a Cuba para ayudar a un amigo en dificultades. Por supuesto, ese amigo no era yo, ni Ignacio. En su idea el amigo resumía todo el pueblo trabajador incluidos los niños y ancianos, como si el Titanic estuviese hundiéndose y él debiera repartir los botes salvavidas que nadie ha reclamado. Ignacio me ha contagiado, además de su locura, esa manía de comparar todas las situaciones cotidianas con escenas de películas clásicas y a veces tengo la impresión de no ser yo la que habla, que soy la muñeca de un ventrílocuo tarado. En eso nuestra relación se asemeja un poco a la que tuve con mi ex... Yo por mi parte me encargué de que el amigo cambiara de sexo y disminuyera de tamaño en su cabeza y ahora el comunista francés venía todos los años a ver a su amiga, a su amiguita, a su petite princesse, una servidora. Ignacio continuaba hablando de aquella película surrealista y el cherí se interesó tanto en la historia que primero se me desprendió del cuello y luego se incorporó en el asiento, se frotó los ojos enrojecidos por la borrachera y no me hizo el menor caso hasta que llegamos al aeropuerto.
Eran la Lola y el profesor del Angel azul. Parecía que él tenía los ojos aguados por el alcohol pero lloraba realmente y la sola idea de abandonar a su petite lo hacía temblar de tristeza. El ron incluso no le gustaba, se había emborrachado para soportar la escena. La petite era toda Dietrich con sus brazos apoyados en jarras sobre las caderas y mirando entretenida hacia todas partes, ajena a las lágrimas del cherí como a las mías delante de la caja metálica. El francés se separó de nosotros para embarcar sus maletas y al hacerlo la petite me agarró por el brazo y con un sincero tono de desesperación me dijo: -- Tengo que llorar coño, tengo que llorar. Tuve una revelación. Si ella me había traído no era únicamente para que la entretuviese. Yo estaba allí en calidad de director cinematográfico y era por tanto el encargado del éxito de aquella escena de despedida que no aparece en El angel azul. Es verdad que Francis había estado a la altura de la tradición melodramática francesa, pero Juanita, ni metiéndose los dedos en los ojos, lograría igualarlo. Le dije: -- Vamos un momento al baño. Había una vieja lavándose la cara pero no me importó; agarré a la petite por el moño y le di una entrada de galletas que la dejé ceniza. Al principio no entendió y quiso correr, pero la volví a agarrar por los pelos y resbaló; al hacerlo se viró el tobillo, perdió los aretes y se rasgó el vestido, todo en un solo movimiento. Pero no llegó al piso, la levanté en peso antes de que se acabara de regar como los yaquis y la sacudí cual plumero. Eso me pareció cuando vi su pelo rubio oxigenado agitándose en el espacio azulejeado del baño, y a la vez me recordó una película underground que había ido a ver bajo la lluvia en el video que le había prestado al Tommy un esnobista de turno, o tal vez me pareció que una escena así podría incluirla en la película. Una escena de violencia sin antecedentes lógicos es siempre un puñetazo expresivo. De todas formas el público, como el pueblo, se encarga de dar sentido a la insensatez del creador... La volví a sacudir con violencia para ver el efecto que produciría en slow-motion. Quedé satisfecho con el resultado. Aunque no todo es de buen gusto con ese efecto. La petite sin embargo abrió los ojos desmesuradamente creyéndome loco de remate, con una buena música su expresión sería perfecta, y comenzó a llorar como Meryl Streep en Sophia's Choice, sí, esa es la escena; hasta que comprendió y me dijo gracias. La vieja, al lado, se había quedado boquiabierta. Esa expresión era la que debería tener el público la noche del estreno. Recogí los aretes y se los di. Ella repitió gracias y salió cojeando, enternecida en llanto a despedir a su francés, a su cherí del alma como ella le decía. Un fade lento hubiera sido perfecto.
El vio al cherí dándome unos dólares para que regresáramos en taxi a La Habana Vieja y parece que se lo creyó, pero cuando el Francis se perdió camino de su avión y estuvimos solos le dije: -- Olvida el taxi, que esto es camello que tú conoces. El respondió que ni muerto se subía en ese invento de bugarrones, que sería capaz de regresar a pie. Claro que tenía razón. Nada más a un aprovechador podía ocurrírsele fabricar un ómnibus en el que caben cuatrocientas personas amontonadas como las bestias. En provincia en lugar de camello lo llaman vacabús... Y bien, en el vacabús regresamos, como vacas, apestando a todo cuanto se puede apestar y poniéndonos al día en lo que a groserías se refiere. Miren que la gente es puerca. Y volviendo a él, ¿Qué pensaba? ¿Qué iba a pagarle el viaje en Panataxi hasta Regla? Que la virgen me ampare pues hasta hoy nada le debo, pero con lo que cuesta sacarle un dólar al cherí no estoy en condiciones de mantener a directores de cine; y mucho menos a Ignacio que pasa su vida diciendo que yo malgasto mi existencia por las calles detrás de los turistas. A él le es muy fácil juzgar a los demás teniendo su renta que cae como bendición celeste from Haialeah. Bueno, pero para qué me quejo si incluso a su familia la critica, que si tienen mal gusto, que si se pasan el tiempo esperando que el de la barba se caiga, que no piensan en otra cosa que en comer... Nunca olvidaré el escándalo que le dio a su madre por teléfono, seguramente por una frase nostálgica de más. Me gustaría verlo en mi situación. Él iba a saber lo que es comer candela. Yo sé que piensa que soy una burda jinetera, lo que no se atreve a decírmelo, y entonces lo disfraza llamándome criatura pintoresca, neorrealista, Julietta Massina y otras comeduras de bola por el estilo. En el fondo no se atreve a decirme lo que piensa cara a cara porque sabe que no soy ninguna putica de esas que se venden por un par de jabones, no. Conmigo la cosa es más complicada de lo que parece. Si juntara a todos los novios y maridos que han pasado por mi barbacoa, la lista sería aún más estrambótica que la que él ha inventado para la escena de la escalera. Yo no sé lo que busco, pero sí lo que no busco. Ese es el problema, un tanto chesperiano como diría Ignacio. De los sementales de producción nacional sólo he recibido bofetones, traiciones, amenazas, obligaciones, abortos... y los electrochocs de mi querido experimental; y eso no lo tienen en su curriculum ni las masoquistas danesas, que me han dicho que son de lo más sofisticado que hay en la porno de hoy día. Sí, de nuestros machos únicamente la carne me ha dejado un buen sabor, aunque difícil de recordar gracias a su condimento de violencia. Por eso sin pretenderlo he probado otras sazones que me han sido menos agresivas, por decirlo culinariamente. Cuando comencé en eso de los extranjeros era casi la única y entonces me llamaban excéntrica, claro, no existían los problemitas económicomentales que aquejan hoy a las chicas de hoy día, así que de excéntrica llegué a jinetera sin culpa ni juicio. Sí, porque de los europeos del este pasamos sin transición lógica a los del oeste, como en el teatro experimental, nada de justificar o de explicar; actuar, actuar, sobrevivir, regatear, violentarlo todo, destruirlo todo. Mi ex debe de estar contento. Ay, Ignacio, si tú supieras cuántas veces te vi pasar y no quise que me vieras... y en las cosas que me he visto metida, hasta el cuello, sin una mano que se tendiera para sacarme de esos pozos que se me abrían ante los pies sin que tuviera tiempo de averiguar la causa. Manos había en cambio para hundirme bien hondo, bien profundo. Antes yo creía que era por lo de ser jipi, después le eché la culpa al teatro experimental, luego a mi excentricidad a lo Madonna, al hecho de reír en exceso, y por último a mis extranjeras compañías, pero viendo que a mi alrededor ya todas las manos se habían cambiado los guantes de cortar caña por otros de seda y que aquí se preparaba un gran banquete al que no me habían invitado, llegué a la conclusión de que todos esos abismos en los que mi conciencia cayó eran el fruto de la mediocridad circundante. Las manos que aniquilan son como aquellas que hurgaron la llaga del Cristo moribundo. Mi ausencia de cultura me lleva a pensar cubanamente que a todo eso habría que llamarlo placer de joder, porque eso es, una gran jodedera monumental que se prolonga en el tiempo y en el espacio variando cual ópera interminable y en la que cada quien busca la forma de joder sin ser jodido. Si existiera una cuarta dimensión esa sería la nuestra, la jodedera, y si se fuese menos hipócrita, la tendríamos como primer renglón exportable. La jodedera, llámesele hijeputada o puñalá trapera, puede incluso respirarse por las calles y llego a pensar que debe de ser ella la causante de la fetidez del aire. Ignacio no se parece sin embargo a los otros cubanos que he conocido. El tiene un aspecto de asceta integrista que no todos los jipis buscadores del nirvana lograron. Nunca he podido sorprenderlo borracho, o con una novia, o novio, que también eso le pega a algunos que se hacen pasar por ascetas o meditadores. Tampoco he despertado en él ninguna reacción carnal. Parece ser que lo del cine le ha dado alergia a los seres humanos. Me doy cuenta de que de mí le gusta la imagen virtual sobre una pantalla de cine. Con su cámara de video él se realiza filmando las distintas expresiones de mi cara, manipulándome a su antojo como lo haría un sádico con una prostituta. Abre los ojos, mira a la derecha, muérdete los labios, suéltate el pelo... Por momentos tengo la impresión de que podría eyacular con una visión de La Falconneti martirizada o algo así bien dramático, en blanco y negro y silente. Ignacio detesta el ruido, salvo el de los aplausos que graba para la entrega de premios. Nuestra película será silente, en blanco y negro y bien dramática. Esta es la naturaleza misma del cine, sombras y luces danzando sobre la pantalla inmensa, decía viéndose ya con el Oscar apretado en la mano. No sé quién podría soportar una película cubana sin sonido, sin colores y más aún sin chistes. Yo me negué a ser flagelada en blanco y negro sin siquiera la posibilidad de gritar. Y de mis gritos yo estoy orgullosa. Son impresionantes y me han salvado en más de una ocasión. Yo he gritado desde un balcón del cual un novio deportista que tuve me quería tirar, yo he estado amarrada a mi cama y rociada con petróleo por otro amante que no podía soportar que yo lo compartiera con un músico de la orquesta sinfónica y mis gritos de película americana han despertado a los vecinos, yo he gritado para que la mujer de otro amante no me raje la cara con un pico de botella en una parada de ómnibus, para pedir auxilio mientras me ahogaba en la playa de Santa María, he pedido ELULTIMO a voz en cuello en cualquier cola y siempre me lo han dado, he gritado en las reuniones para discutir un televisor que se va a adjudicar, para elegir al trabajador vanguardia, para que se fuera la escoria mientras pensaba que yo era más escoria que ellos por gritarles y quedarme con las ganas de irme. Me desgañité para que Fidel viviera, y la revolución. Me he quedado ronca vociferando contra los aviones espías, contra las plagas, los ciclones... No digo yo si tengo derecho a que mis gritos se inmortalicen en una película, pues son los gritos quienes me han sacado de lo profundo de los hoyos, los gritos de una jodedora más, que jode antes de que la jodan. Pero Ignacio decía que ya habíamos hablado y gritado por gusto durante demasiados años y que lo que hablaría a la gente sería el silencio de las imágenes, eso, el silencio. Seguro lo dice porque no tiene dinero para grabar el sonido... Aunque debo reconocer que es el único hombre que sin ser maricón no me ha querido meter mano. Bueno en el baño del aeropuerto casi me revienta a golpes, todavía cuando me acuerdo me duele la cara. Pero resultó, porque Francis partió felicísimo después de ver las cataratas que brotaban de mis ojos. Tuvo una visita gratis al Niágara. Después me quedé pensando si en la película Ignacio iba a poner una escena semejante pues en ese caso tendría que ir a darle los galletazos a su madre allá en Miami Beach, que lo que es a mí, ni muerta.
Lo más gracioso fue verla correr por todo San Lázaro, con aquellas plataformas, disfrazada de Madonna en su Show de Erótica, dando traspiés en los baches mal alumbrados y perseguida por Donna Summer, Whitney Huston, Sarita Montiel, Celia Cruz, Maggie Carlés y otros tantos pájaros y travestis de Centro Habana en embravecida jauría. Fue una versión sin editar de Julieta de los espíritus. Yo en el fondo me alegré de un acto de repudio semejante. Esas cosas le pasan por fresca. Eso sí, hay que reconocer que lo que ella hizo no lo logró ni Carmen Maura en La Ley del Deseo, ni Almodóvar con todo y lo pájara que es lo pudo imaginar. Ahora quizás lo crea, después de haber pasado por La Habana, pero imaginarlo... todavía no puede. La petite tenía du vécu como diría su cherí y había logrado engañar a todos haciéndose pasar por un pájaro y hacía un número de travestismo en una azotea cerca de Infanta. Hasta un premio se había ganado en un festival nacional de transformisrno gracias al cual nos fuimos una semana gratis al hotel Hanabanilla. Ya incluso algunos travestis le tenían envidia por ser tan mujer. Lograr engañarlos a ellos, que son la trampa en tacones, eso es duro en La Habana y más duro en Centro Habana, región de todas las delincuencias tradicionales y de las que están aún en experimentación, y ella así tan chiquitica lo logró. Y lo seguiría logrando si no se lo hubiera dicho a su ex para dárselas de actriz. El la delató en pleno show como la peor de las cederistas, y las locas presentes no pudieron soportarlo y, cual pueblo combatiente rumbo a la plaza, partieron sobre ella. Ni Ana Fidelia la hubiera alcanzado en aquel sprint calle abajo en dirección al hospital Ameijeiras. No sé qué necesidad imperiosa de afocar la hacía capaz de tales hazañas. Como consecuencia de aquel pasaje ignominioso por los bajos fondos, hubo unos cuantos travestis rondando mi edificio para averiguar el paradero de Supremo Delirio, nombre de guerra de la petite para actuar en aquellos antros. Si me salvé de sus amenazas de desfiguración de rostro fue gracias a Macuca que las amenazaba a su vez con mandarlas para la zafra y cortarles las uñas y el pelo. Esos argumentos las mantenían a raya, pero de la acera de enfrente lanzaban las peores injurias. Para la petite reservaban los insultos superlativos. La trataron de peor maricón de la Habana, de pájaro con cartera; la catalogaron como la tortillera más fuerte que habían visto en su vida, lo cual, dada la situación, no se sabía si era un insulto o un cumplido. A mí me trataron de mariconsaurio intelectual y otras tantas metáforas tan barrocas como los portales repletos de columnas que los albergaban de Macuca y en los que Carpentier no imaginó semejantes escenas. En eso anduvieron hasta que se cansaron, o a lo mejor se las llevaron de verdad para la caña, mi silencio fue ejemplar aunque nada heroico. Ni yo mismo sabía el paradero de la petite. Su ex la estuvo buscando y pasó también por el cuarto. Me dijo que el verla así, de travesti, lo había exitado y quería volver con ella. Me pareció normal pues él era una caricatura de la Flower generation, y con la petite sin dudas había querido tener una relación a lo John y Yoko. Llevaba incluso pantalones pata de elefante y estaba barbudo que daba asco. En el hospital psiquiátrico le habían dado pase. De golpe me dije, ¿Y si todo esto no es más que un teatro suyo? A fin de cuentas en esta ciudad hay más gente haciéndose la loca que enfermos reales. Y éste es un experimental puro y duro, de los que tienen a Artaud como modelo, y Artaud estaba más loco que una cafetera IMPUD, así que la locura es para él un estado creativo, o sea que él está clarito clarito y seguramente busca a la petite para electrocutarla o algo por el estilo. Y yo era el encargado de impedirlo. Me asustó la posibilidad de que la petite entrara por la puerta con su perfil bergmaniano y aquel loco de atar provocara allí una escena de terror digna de John Carpenter. Me separé de la ventana, yo era el único cómplice de la petite, y de alguna manera su rival. Gracias a mí ella sería famosa en el mundo entero mientras que él quedaría olvidado en un hospitalucho de las afueras entre locos, y no tan locos... como Salieri. Sí, estaba celoso, a lo Forman, a lo Griffith, era eso; y había venido para eliminarme. Él sabía que delatar a la petite podía ser fatal para ella y sin embargo lo había hecho. ¿Qué no sería capaz de hacer? Decididamente tenía cara de serial killer. La luz del cuarto pestañeó y luego nos quedamos a oscuras. Alguien desde una ventana lanzó un escupitajo al Olimpo en forma de blasfemia. El apagón siempre será la inversa del deus ex maquina, llega para complicarlo todo. La oscuridad parecía agigantar la respiración nerviosa del loco. Me creí una víctima de Viernes trece. Traté de buscar los fósforos evitando la dirección de los resoplidos pero una mano firme me detuvo aferrándome el brazo: -- Padezco de claustrofobia --, dijo, sácame de aquí o me tiro por la ventana. Tragué en seco, y como pude le aparté el brazo, no fuera a ser que me arrastrara consigo en su descenso. Una sinfonía de Bela Bartok retumbó en mis oídos e inundó el cuarto. Llegué a la puerta y bajamos las escaleras... Ni Almendros hubiera podido retratar semejante atmósfera de caos. Esa vez no hizo falta Macuca para que la escena de la escalera fuese un remake de Vértigo con su mareíto y todo. En la puerta del edificio me despedí de él y no sé cómo regresó. A esa hora ya no salían guaguas para La Habana, y la lanchita de Regla estaría anclada en la Bahía esperando un amanecer soviético de obreros en colores violáceos de mala copia. En qué lugar de esta isla, pensé, en qué cama, con qué criatura estrafalaria estará durmiendo o revolcándose la petite. Tal vez en ese momento estaba planeado su traición en brazos del francés. Pero eso no lo sabré nunca. A lo lejos, en el aire de la madrugada se escuchaba un Bembé y por temor a la escalera en penumbras y a los ojos del Alíen, me encaminé hacia la alegría invisible de los tambores. Decididamente ninguna película termina así.
I like to put you in a trance... En esa misma frase hizo su entrada mi ex en la azotea y empezó a gritar como lo que es, un loco, ¡Madonna no tiene picha! ¡Madonna es mi mujer! ¡Encuérenla! Yo me quedé con la boca abierta, incapaz de doblar la canción, que seguía impasible a los gritos de mi ex... Erotic, erotic, put your hands all over my body... Aquella noche la azotea parecía el gallinero del teatro García Lorca cuando Rosario Suárez bailaba El lago de los cisnes. No cabía una pájara, y todas se quedaron atónitas ante la irrupción de aquel hombre que evidentemente estaba fuera de contexto. La música se detuvo. Un murmullo se instaló, y Sissi Emperatriz y Rosa Bombón, la anfitriona, trataron de sacarlo de allí por las buenas, pero él continuaba gritando a voz en cuello, como en los setenta cuando, a puro plexo solar, pretendía derribar la pared de la cuartería en que vivíamos, ¡Que es una mujer! ¡Que es mi jeva! Esa palabrita que tan mal me cae... Para mi número yo utilizaba una fusta de cuero que mi cherí me había enviado en una donación humanitaria con un amigo suyo, y no pude contenerme y le entré a fustazos allí mismo. Hasta la Bombón cogió lo suyo por interponerse. Ese ataque de ira fue mi perdición. Mártir Sonriente, que era una travesti que nada tenía que ver con el patriotismo y menos con la alegría, hacía tiempo que me tenía envidia porque era fea y prieta como una noche oscura y con un cuello gordo y unas piernas torcidas que no se podían disimular ni con guata de colchoneta, y al verme enredada con mi ex, dio un grito que estremeció la azotea. -- Vamos a encuerarla, vamos a encuerarla a ver si es de las que paren... No le di tiempo a pestañear con sus pestañas postizas; el último grito lo escuché desde la planta baja. No sé cómo llegué a la calle, ni cómo corrí por San Lázaro para abajo con mis plataformas y el antifaz y los mitones y la fusta... el asunto es que con lo que venía detrás no tenía derecho al error así que doblé por Marqués González y fui a dar a la funeraria de Zanja, y allí me quedé quietecita, quietecita, oyendo las biografías sollozadas que los familiares contaban sobre sus difuntos, y otras tantas conversaciones que rellenaban la madrugada y flotaban con olor a café nocturno mezclado con chícharos. La gente tan agotada que no me prestó la menor atención. O tal vez se imaginaron, gracias al cansancio, que era el diablo en persona que se había materializado en la funeraria. Luego me dormí hasta que vino el limpiapisos a molestarme con su escoba. Esa fue la última noche que vi a Ignacio, antes de que el espectáculo comenzara. Como siempre estaba un poco incómodo entre tantas plumas, pero por mí era capaz de soportarlas, y de hacer el papel de marido, de compromiso como se dice en el ambiente. A fin de cuentas yo era una amiga incondicional hasta que pasó lo que pasó. Cuando decidí ser travesti se alarmó, por supuesto, y después me hizo las mil y una preguntas que dejé sin respuestas porque era un hombre y no habría entendido por qué una mujer trata de ser mujer entre hombres que hace tiempo se convencieron de que eran mujeres. El pensaba que era una manera más de afocar o de buscarme unos dólares divirtiéndome, pero para mí estaba muy claro que aquel era realmente el teatro para el cual estaba destinada. Allí la única consigna y meta era ser mujer; y eso es lo único que he sabido ser con claridad. Pero mi gran iluminación fue descubrir que hasta los homosexuales son machistas en potencia. Todas aquellas locas se creían con más derecho que una mujer a ser femeninas por el simple hecho de tener un rabo entre las patas. Pero la culpa es de nosotras dejando a los hombres cortarnos el pelo, maquillarnos, vestirnos, enseñarnos a caminar, a bailar para ellos. De alguna manera el desafío me parecía interesante. Eso de ser más mujer que los hombres puede resultar una idiotez para el que lo escucha, pero en la práctica es como jugar a la ruleta rusa. Por eso para los travestis era tan importante castigar mi atrevimiento. Por eso Ignacio jugaba a modelarme como si yo fuese una muñeca de plastilina sin voluntad. Por eso mi ex no podía admitir que yo fuera capaz de desafiar a los hombres allí, donde más les dolía: en su feminidad. Aquella noche tuve la prueba de que al menos para mí no estaba claro quién era, ni cómo debía caminar, reír, bailar... Y la explosión había tenido lugar. Una mujer proclamada mujer siendo hombre entre los hombres. Si Ignacio no fuera hombre haría una película sobre este dilema existencial, aunque tampoco se puede ser mujer según la tradición masculina pues se correría el riesgo de ser feminista y actuar por reacción sexuada. Volví a verlo dos años después y me guardé para mí sola esa ilusión bergmaniana, en los ojos. Aunque supe de los asedios de las locas frente a su edificio y de la visita de mi ex...
En La Habana todo se sabe. Es obvio que mi ex no estaba loco. Después de despedirse de Ignacio se fue en dirección al puerto y al amanecer se subió en la lanchita de Regla y trató de desviarla para los Estados Unidos con una pistola. Prefiero no saber de dónde la sacó, y estoy muy contenta de que no me haya encontrado, pues seguramente me buscaba para que lo acompañase en su viaje. De milagro no arrastró a Ignacio en su locura. Aunque él por estar lejos de la madre es capaz de soportar otra Revolución. Preso está mi ex, bajo cuatro llaves como en los muñequitos rusos. Lo fuí a ver por lástima y también para tratar de entender por qué había logrado que me casara con él. Estando allí tuve la impresión pasajera de que era él quien me visitaba y que la cárcel se encontraba de mi lado, y con ella la locura, la frustración. En sus ojos adiviné la mirada de un niño que descubre demasiado tarde que su juego ha ido muy lejos y que el castigo es irreversible. Yo le había traído una biografía de Antonin Artaud pero la rechazó con desgano. El guardia se quedó con la jaba de comida y me fui llorando con el libro bajo el brazo y preguntándome por qué había venido.
En la postal se veía París como se ve siempre, con un amago de llovizna que no llega nunca a aguacero y una avenida neoclásica que se perdía en la bruma invernal. En el reverso estaba escrito: Lo logré. Un beso. Tu petite JUANA ORTIZ. Más abajo estaba impresa la huella de un beso muy colorado poblado de estrías. El conjunto era un tanto patético, pero me alegró saber que estaba sana y salva. Después me llegaron cartas y fotos, y felicitaciones por mi cumpleaños, y hasta un arbolito de Navidad para mi tía, que lo colocó en una esquina de su cuarto como altar para la Virgen, y allí se quedó por los años de los años dándome la incómoda impresión de que el tiempo se había detenido para nosotros. En París, sin embargo, los días pasaban estirados como gatos siameses. Las cartas de la petite se iban alargando también y entre sus palabras frías se podía escuchar la llovizna monótona empañando los bulevares. Si uno ordenaba las fotos y las cartas cronológicamente, en una secuencia argentina o mexicana de los cincuenta, donde los días y los nombres de las ciudades se suceden con una sinfonía de fondo, veía cómo el vestuario y el lenguaje de la petite se hacían cada vez más sobrios, y su mirada menos luminosa. Quizás era la tranquilidad la que le había impregnado aquella expresión de equilibrio tan inusual en su cara. De todas formas ella me seguía prometiendo regresar para filmar nuestra siemprehablada y nuncafilmada película. Su cherí del alma estaba muy interesado en la historia de todos esos seres debatiéndose por sobrevivir en una realidad en plena mutación, y había jurado aparecerse con un equipo de filmación completamente francés para que no hubiese malentendidos entre los técnicos. Yo me encargaría de encontrar los actores y las locaciones de la película. No cabía en mi cuarto de lo contento que estaba. Ya hacía tiempo que me había olvidado de todos mis proyectos y me dedicaba a filmar bodas y fiestas de quinceañeras para ir liquidando los días con un plato de arroz y frijoles, y poder pagar los arreglos de mis achacosos equipos electrodomésticos. Ya la bobina que me había regalado el francés se había echado a perder y acabé por regalársela a Macuca para que adornara la calle durante la fiesta del Comité. La otra parte del tiempo la empleaba en esconderme del presidente de la Asociación de jóvenes artistas, que se aparecía todas las semanas para reclamarme la cámara que era un medio básico de dicha entidad. Y como yo a mi vez me consideraba un medio básico de la Revolución, por lo demás abandonado, me sentía con el derecho moral de no devolver una cámara que mis manos transformaban en un medio de subsistencia. Macuca se limitaba a informarle mis entradas y salidas. Desde su encontronazo con la petite estaba tranquilita tranquilita. Fue en la época del travestismo y la petite venía a coser su ropa en el cuarto de mi tía, del otro lado del pasillo, pero su periplo siempre terminaba en el solitario cojín de cuero de mi angosta morada, con una taza de té en la mano. A Macuca le caía mal aquella criatura afocante que ella no podía catalogar en sus ficheros, y buscó al jefe de sector para que me hiciera un registro con la supuesta intención de detectar un tráfico de marihuana. El mulatón se apareció con otro policía flaquísimo y al abrirles la puerta me creí por unos segundos en una comedia de Buster Keaton. Ambos actuaban con la misma crispación que aquellos legendarios perseguidores de vagabundos que inundaban los cines en los años veinte. Revolcaron todo lo que les pareció sospechoso, y a cada rato se asomaban a la ventana y en pleno nouvelle vague les hacían señas al chofer del carro patrullero de que aún no habían encontrado nada. Macuca lo observaba todo desde la puerta entreabierta y aprovechaba para descubrir en detalle mi embajada. Los dos energúmenos me arrancaron todas las fotos de las paredes y las palparon con avidez buscando un escondrijo. En ese momento la petite hizo una entrada almodovariana y al verla los ojos de la pareja de policías brillaron y se dirigieron a ella. La pusieron de frente a la pared, la obligaron a abrir las piernas y fueron directo hacia sus nalgas. El flaquito introdujo su mano huesuda en el blúmer y la retiró asqueado. -- Tiene la regla. La petite se sacó la íntima ensangrentada y les dijo: -- Regístrenla si quieren. Eso bastó para que se fuera después de lanzar una mirada de reproche a Macuca, quien no halló otra cosa que encogerse de hombros. La petite no esperó a que los policías acabaran de bajar las escaleras y se paró delante del Alíen cederista: -- Esto es para que aprendas a chivatear a las mujeres. Y le restregó la íntima por la cara. -- Cuídate porque la próxima vez te la vas a comer. Los policías tuvieron que llevarse a Macuca en el carro patrullero con un ataque agudo de asma. A la petite le levantaron un acta de advertencia por peligrosidad, pero desde aquel día reinó la paz entre nosotros. Y dos años después, en medio de aquel clima de armonía nacional, se apareció Juanita Ortiz, vestida de negro de pies a cabeza, con gafas oscuras, como los existencialistas de Saint Germain. Hasta eso le quedaba bien. Decididamente lo suyo eran los disfraces. El cherí, desde el primer día mostró sus uñas de capitalistas. De repente era él el director de la película pues según dijo, las leyes del mercado francés no le permitían arriesgarse con un director nuevo y yo, a pesar de ser su amigo, no había realizado más que un cortometraje demasiado cubano para ser comprendido en Francia. Yo pasaba a ser una especia de asesor local. Ni siquiera había tenido la vergüenza de respetar mi guión. Lo que era una ficción se transformó en un documental costumbrista que él pretendía rodar en mi edificio. Todos mis amigos actores, a los cuales había prometido papeles estelares y hasta un posible ascenso por la escalera alfombrada en el Festival de Cannes, se quedaron con las ganas y me llenaron la puerta de muñecas alfileteadas y mazorcas de maíz con cintas rojas y quilos prietos. La petite por su parte no hacía nada para evitar aquella catástrofe cultural. Yo le expliqué, pero ella se limitó a decirme: -- ¿Acaso no te conviene lo que te paga? Habla con él, pero te advierto, lo mejor que haces es coger todos esos dólares y hacer lo tuyo por tu lado. Me sentía traicionado. Ella tendría defectos pero era fiel, incluso fue a la cárcel a visitar a su ex, por qué entonces no quería interceder para que el francés me diera una oportunidad. Lo más deprimente fue ver las reacciones de mis vecinos cuando se enteraron que iban a ser filmados por unos extranjeros. Macuca era toda dulzura conmigo, me subía café por la mañana para evitarle a mi tía ese trabajo, una señora muy decente de los bajos me trajo a su sobrina que quería ser artista y la obligó a recitarme Nemecia, flor carbonera, nació con los pies descalzos... y luego la muchacha se me aparecía todas las noches para que le presentara a los franceses, y cada vez sus sayitas eran más y más cortas hasta que llegó claramente a la indecencia. Todo se transformaba a una velocidad vertiginosa en un pasaje de Memorias del subdesarrollo, y aquella orgía giraba en torno a mí, me arrastraba, me emborrachaba... La cosa acabó de empeorarse cuando la filmación comenzó. Todo el mundo quería salir en el reportaje, y sin el menor pudor abrían a los franceses sus cuartuchos mal decorados en los que se alternaban los cuadros de las vírgenes, con las fotos de mártires y cantantes populares. Ese era el nirvana del francés, la colección impresionante y condensada de exotismo decadente y color local. Las respuestas tenían la profundidad de las preguntas; que si el agua faltaba, que si el edificio no se había pintado desde que la paloma descendió del cielo, que si la libreta de abastecimiento, que si el bloqueo económico. Aquello era el mercado de la miseria con todas las mercancías reunidas. Las quinceañeras alentadas por sus madres merodeaban alrededor del equipo técnico y hubo entre ellas más de una disputa. La petite tenía un papel de ficción. Ella aparecía como hacía dos años, disfrazada de jinetera o travesti y sentada en mi cama. Desde allí contaba las penurias y dificultades de la vida cubana como si todavía estuviese aquí, y después vino la parte artística del reportaje. Entonces el cherí fue fiel a mi guión y filmó al pie de la letra las secuencias de la escalera, las escenas del ex asaltando la lanchita de Regla, las sesiones de electrochoc de la petite en su taller de Teatro Experimental. Su idea era mezclar todo eso a las imágenes reales, para dar la idea de la esquizofrenia nacional. En un principio yo no hubiera tenido nada en contra si no fuese él quien filmaba, pero saber que nuestra miseria serviría para que se pagara sus cajas de Partagás y los vestidos negros de la petite, me ponía al borde de la apoplejía. Me negué entonces a aparecer en el documental y ante mi asombro contrató a uno de los actores que yo le había recomendado para que hiciera mi papel. La petite se dio gusto improvisando. El muchacho tenía tipo de galán. Ella incluyó escenas de sexo que nunca acontecieron en la realidad, y siempre quedaban mal y había que repetirlas bajo el ojo atento del francés. Muy ambiguo todo. Esa fue la última vez que la vi sobre la cama como si hiciera el amor conmigo, o con otro yo mejorado, iluminado el carnal conjunto con reflectores rojo bermeyón. Supongo que el francés habrá intercalado vistas del malecón, puestas de sol, mulatas riéndose en los balcones... Sin embargo lo peor era la traición. Hasta el Tommy había organizado un mercado negro de cuadros a mis espaldas y proyectaba instalarse en París y abrir allí una galería. No me quedó otro remedio que irme en fade, sin mucho ruido, transformado en un final de Charlot.
-- C'est vraiment du bon boulot...
-- Adorable. Quelles vues magnifiques...
-- II faudra le proposer à Arte...
-- L'histoire est absolument frappante...
-- Il nous manque des émissions comme celle-ci...
-- Et le scénario... ríen à ajouter...
Decían cosas como ésas, cursilerías del bel esprit. A mí me parecía un espanto el reportaje de Francis y durante toda la proyección no hacía otra cosa que pensar en Ignacio y reprocharme todo lo que le había dicho. Nunca dejaré de ser una imbécil. Tanto que me las doy de ser una veterana y no se me ocurrió jamás pensar que el cherí fuera director de cine. Por supuesto que Ignacio no puede creer que yo no lo supiera. Como en Cuba eso de ser comunista es ya una profesión, yo creía que acá era un poco la misma cosa. Ante mis ojos se abría París cual una fruta madura, pero el apetito se me había quitado hacía ya mucho. Vivía a mis anchas y aburrida como una ostra. La estabilidad nunca ha sido mi fuerte. Me faltaban esa drogas que son la carencia, la incomodidad, el hambre, la vulgaridad... es extraño. Claro que son reflexiones que pueden hacerse con la boca llena, frente a un televisor con cuarenta canales. Mi único vicio es apretar el selector para ver desfilar a la humanidad entera en una peregrinación catódica, fugaz, esquizofrénica. Basta una sesión de media hora para convertirse en existencialista. Me horrorizaba saber que gracias al reportaje de Francis entraría en esa danza macabra. Seguiría siendo una imagen que los demás manipulan irresponsablemente a su antojo para matar el aburrimiento. Mi desgracia íntima, sería un rostro anónimo puesto en igualitaria convivencia junto a otros rostros y otras desgracias o felicidades, flotando en la gran marea de la electrónica. El televisor se había vuelto para mí la materialización del rostro de Sidharta conteniendo en su calma aparente el sufrimiento y el regocijo, el horror y la belleza. Me sentía impotente y burlada. La cotidianeidad nuestra de cada día era el espectáculo de feria del momento, como años antes lo fue la Rusia soviética, y lo mejor es que Francis tenía para todo la excusa humanitaria. Para él había que denunciar las tergiversaciones marxistas que habían llevado al comunismo al caos. Dijera lo que dijera nos había mostrado como a unos fenómenos tropicales, y de paso había robado sin la más mínima elegancia la idea de la película a Ignacio. Y yo no hice nada para evitarlo. No, nunca me lo perdonará. Pero además está convencido de que todo fue idea mía. De vez en cuando para olvidarme de mis tormentos me voy a recorrer las calles como una perra vagabunda que persiguiera la Luna. Y mientras taconeo por los adoquines húmedos de sereno, me confieso a la ciudad. Ya quizás no vuelva a ver a Ignacio. He vuelto a La Habana, pero en su edificio una señora me dijo con cara de contrariedad: -- Ese está en Miami hace rato. Subí a ver a su tía, pero en su cuartico vivía ahora una pareja de jovencitos. -- La viejita murió y Reforma Urbana nos entregó su casa porque la de nosotros se derrumbó con el ciclón. Seguí por el pasillo oscuro y me detuve ante la puerta de Ignacio, un gran sello de papel amarillento estaba pegado a ella. Al bajar, vi a través de la puerta entreabierta de Macuca, el arbolito de navidad. Lo había puesto en la sala y las guirnaldas hacían guiños de luz en todas direcciones. Bajé la escalera llorando como Mirta Legrand en Perdiz con chocolate, y en la entrada me eché en brazos de Maikel, el actor que doblaba a Ignacio en el reportaje, y me apreté bien fuerte contra su pecho. Seguro me está jineteando, me dije, pero yo lo estoy gozando. Al menos Ignacio está ahora más cerca de Los Angeles, y de seguro tiene una grabadora estéreo para sus aplausos. Espero de veras que logre el Oscar. Así podré verlo en uno de mis cuarenta canales. Abrazada a mi pepillo fui hasta el malecón, no hay otra solución en La Habana. Era noviembre y el frentefrío agitaba el mar rizándolo como en las estampas japonesas... y las olas golpeaban los arrecifes con sus crestas saladas y, poco a poco, el estrépito del mar se fue confundiendo en mi cabeza con los aplausos de la vieja grabadora Sony...
... and the winner is Ignacio Rodríguez for Fallen Angels...
Well, I'm very very excited but I want to say thanks with all my heart to Little Jane for her support in this film...
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