Homenaje de

  La Habana Elegante

     a José de la Luz y Caballero (1800-2000) 

 
José de la Luz y Caballero (La Habana 1800-1862)   La sección Bustos y Rimas (título del último libro--y publicado póstumamente--de Julián del Casal) está dedicada a homenajes y conmemoraciones. La Habana Elegante dedicará esta sección durante todo el año 2000 a José de la Luz y Caballero con motivo de celebrarse el bicentenario de su nacimiento. 
José de la luz y Caballero nació en La Habana el 11 de julio de 1800 y murió el 22 de agosto de 1862.  Graduado de Bachiller en Filosofía (1817), prosiguió en el Colegio Seminario de San Carlos bajo la dirección del Pbro. José Agustín Caballero, tío de su madre, hasta graduarse de Bachiller en Leyes (1820).  Tras abandonar los hábitos, ocupa la cátedra de filosofía del Seminario desde septiembre de 1824.  En 1828 embarca a Estados Unidos y, al año siguiente, hacia Europa.  Conoció a Longfellow, Tiknor, Walter Scott, Cuvier, Michelet, Humboldt, Goethe.
 
 
El principio de utilidad en el elenco de Carraguao* 

Al caso.  Laborando en la última inopia un desgraciado que hace de juez, sin tener un mendrugo de pan que llevar a la boca de los hijos de sus entrañas; traspasando su corazón al contemplar la reprimida congoja de su esposa, sin esperanzas para el porvenir, se aparece un malvado a cohecharle con una gruesa cantidad seduciéndole con las ventajas de que va a disfrutar, elevándose de golpe del lodo de la miseria a la altura de la opulencia; pero este hombre resiste: es heroico, es sublime: así opina Valle, así opina Ruiz; luego Valle y Ruiz no difieren en cuanto a la norma para juzgar las acciones, única diferencia que sería funesta para la santa causa de las costumbres.  Pero no sólo opinan así los dos contendientes, sino todos los hombres a una, los interesados y los desinteresados.  ¿En qué consiste, pues, la divergencia?  Hela aquí.  Todos han de rendirse a la ley del deber: éste es el primer grado de la cuestión.  ¿Y por qué?  Aquí está el segundo: porque así lo pide el orden.  Tercero: ¿Y qué quiere decir el orden?  Las leyes de la naturaleza y del hombre, en que se cifra la armonía del universo y de la humanidad.  Cuarto: ¿Y a qué se encaminan estas leyes?  A asegurar el bien general, o llámese utilidad de la especie, hasta con detrimento del individuo.  Así, pues, el que infringe el orden falta precisamente a su deber, porque ataca el bien, o las ventajas de la comunidad.  Ahora veremos con cuanta soltura se exponen por este preliminar las proposiciones de mi elenco de 1835 citadas por V. en su último artículo al Sr. Ruiz. 
 
Vamos con la primera (proposición 141 del Elenco de 1835). "Los partidarios del principio de utilidad han confundido el hecho con el derecho, sustituyendo una sátira del vicio a un análisis de nuestros principios naturales."  Antes de pasar adelante debo advertir que cuando he combatido el principio utilitario lo he hecho siempre en el concepto de tomarlo por el principio del interés, como bien se evidencia por las palabras y espíritu de la proposición 143 del mismo elenco citada por Vd., donde asiento: 
 
"La moral del interés nos abre un abismo de males, etc."; y tan es así, que Vd. mismo recordará  que en las últimas conclusiones sostenidas por el Sr. Ruiz en el Colegio Seminario impugnando yo   la doctrina utilitaria al ver el viñeta-logotipo de un periódico habanero del primer período constitucionalaspecto bajo el cual él la presentaba, y el sentido en que la entendía, le contesté al fin que entonces teníamos el sacrificio del placer al deber, que era cabalmente lo que yo sustentaba: así, pues, he sido consecuente cuando habiéndome consultado este amigo con el mayor candor, a consecuencia de la polémica empeñada por Vds., le manifesté que en mi humilde concepto me parecía inexpugnable el principio según él lo explicaba.  Pero vengamos a la explicación de la primera tesis.  Dije que los partidarios del principio de la utilidad habían confundido el hecho con el derecho, por parecerme Bentham todavía falto de observación y de fisiología cuando afirmaba que la utilidad era el móvil de todas las acciones humanas sin exceptuar una: al paso que yo veía al hombre proceder muy a menudo contra su utilidad, y hasta faltando a su deber en muchos actos llamados espontáneos, y que con más propiedad se denominarían impulsivos o instintivos.  Así, v. g., si un individuo contando con numerosa familia,  y sin saber nadar, se arroja a salvar la vida a un miserable que se está ahogando con la casi seguridad de ser también víctima, y aun de serlo en vano, no sólo procede contra su utilidad peculiar, sino contra la de su familia, contra la de su patria, y por consiguiente contra su deber.  Así, pues, este hombre no debería por ningún motivo haberse arrojado al agua, pero sin embargo se arrojo, y éste es un hecho de la naturaleza humana, y todos le aplauden como generoso, aunque  le condenen como imprudente, pero nuestro hombre no se puso a calcular, no pudo dejar de echarse al líquido elemento: así es que la ciencia debe distinguir entre lo que es, y lo que debe ser. Se escapó pues a Bentham1 observar que hay hombres que se echarían al agua al instante por cualquier extraño, y hombres que no lo harían jamás ni por su padre. 

Ahora bien, ¿por qué aplauden todos la acción?  Porque conspira al bien general: y si el que se arrojó al agua por sacar a otro hombre se hubiese lanzado por furor, lejos de haber obtenido el lauro de heroicidad, hubiera sólo alcanzado una lágrima de compasión.  Luego la naturaleza crea hombres valientes porque crea hombres cobardes: en ella todo es armonía: el que no la ve en la relación no puede verla en la realidad.  Ella se ha ocupado más de la especie que de los individuos; cumple a su plan que el desvalido se salve y para ello hace impertérrito hasta al mismo  sexo que creó pusilánime: una madre aunque tenga cien hijos se lanza al fuego por un solo hijo que haya caído sobre el voraz elemento: luego el plan de la naturaleza es que todo ceda a la utilidad del mayor número, y hasta con detrimento de la utilidad individual.  No es otro ni puede ser otro el sistema de la sociedad.  Luego la teoría del deber depende forzosamente del conocimiento que tengamos de las leyes de nuestra naturaleza, y sólo así puede explicarse la diversa moralidad de los pueblos según su diferente grado de civilización, no menos que su uniformidad en ciertos principios fundamentales de las acciones, que descansan en hechos o impresiones comunes a toda la humanidad.  Porque tratar de ideas o principios innatos, ni por pienso; sólo nuestras facultades nacieron con nosotros, y tanto hasta para conseguir todos los fines de la moral.  Si los hombres nos hemos de uniformar precisamente respecto de ciertas máximas fundamentales, así físicas como morales, en virtud de nuestra misma constitución, ¿a qué  viene suponer que tenemos ideas preexistentes?  ¿No se nos ha dado la luz de la razón para formarlas sobre los materiales suministrados por los sentidos?  Erat lux vera que illuminat omnem   hominem venientem in hunc mundum.  Tan cierto es que los principios de la moralidad penden de   las ideas adquiridas, que sin salir de nuestro propio suelo, educados bajo la misma religión y costumbres, hallamos hombres y no de los interesados sino de los más desprendidos y aun timoratos, que tienen por buenas o indiferentes aquellas mismas acciones que Vd. y yo tenemos  por pecaminosas y detestables.  Su imaginación de Vd. le representará los ejemplos a docenas, excusándome así de especificarlos.  Por esta razón cuando queremos que cambien las acciones de los hombres, nos empeñamos en cambiar sus ideas; todo es armónico en este mundo, los sentimientos producen ideas y las ideas producen sentimientos que son los padres inmediatos de las acciones.  Basta de comentarios para la primera proposición. 

La segunda (proposición 142 del Elenco de 1835) aun es más fácil de exponer.  En efecto, no  pudiendo ser resultado de la experiencia la ilimitada veracidad que se observa en la infancia, ¿cómo ha de explicarse este fenómeno suponiendo un principio de cálculos en el individuo operante?   Luego no puede darse cuenta de él por el principio de la utilidad, que presupone un  avalúo de ventajas y desventajas; por esto he dicho que el principio de la utilidad bien entendida no es el que siempre gobierna a los hombres, sino el que debe gobernarlos: nueva prueba de que se había confundido el hecho con el derecho, y prueba perentoria de la armonía en que está esta segunda proposición con la primera.  En fin, bien podría afirmarse respecto de esta propensión de la infancia a la veracidad, que la naturaleza nos inclina al bien, aun cuando no podamos todavía calcular sus ventajas: aquí están los oficios de una madre próvida y afectuosa, supliendo a la antorcha de la razón, que aun no ha aparecido en el horizonte de la ciencia. 

La tercera proposición (143 del Elenco de 1835) citada declara demasiadamente mi ahínco por combatir la doctrina del interés, para que necesite de más comentario que reproducirla textualmente.  Héla aquí:  "La moral del interés nos abre un abismo de males; éstas son sus consecuencias forzosas:  la. el olvido de nuestros derechos:  2da. la pretensión de contentar al hombre sólo con goces físicos;  3ra. la degradación del carácter nacional".  Se ve, pues, a las claras que mi empeño es refutar hasta el extremo esa fatal escuela del egoísmo a cuyos partidarios he designado repetidamente con el epíteto de materialistas de la política, pero no en  manera a los hombres que predican la teoría del sacrificio y de la abnegación en obsequio del  pro-comunal, que es la divisa de mi corazón. 

¿Que duda puede quedar sobre la inteligencia de la última proposición? (144 de Elenco de 1835). "Aunque se ha dicho con mucha verdad que los Cuban Art at Sotheby's. For Information about buying or selling call (212) 606-7290pícaros son unos malos calculadores, de ahí no se infiere que los buenos no sean más que unos hábiles especuladores."  Y así es en realidad por más  de un motivo, pues hay hombres buenos por su propia naturaleza; en cuyo sentido se dice en uno de los libros sapienciales: Sortitus sum animan bonam, los cuales jamás calculan para obrar el bien  porque no pueden menos de hacerlo, y otros que aunque prevean los males que les acarrean ciertos actos, prefieren la utilidad ajena a la propia, por ser aquella la mayor para la sociedad, preferencia que no es más que otro nombre para decir justicia: así, pues, habiendo una gran diferencia entre lo útil tomado en general y lo justo, no media ninguna entre lo más útil y lo justo: útil es un ferrocarril pero más útil es la justicia.  La palabra útil se aplica a cuanto puede aprovecharse así en lo físico como en lo moral, y por lo mismo contraída ya a lo moral, no puede  decir relación sino a la bondad o malicia de las acciones.  Estoy por afirmar, que si en vez de la palabra utilidad se hubiesen valido algunos moralistas de la expresión pro-comunal, o bien general, mucho altercado inútil se hubiera ahorrado en la materia que nos ocupa.  Para despejar esa incógnita se extendieron las mencionadas proposiciones en los términos que constan en el Elenco de 1835 del colegio de San Cristóbal.  En confirmación de que no fué otra mi mente reproduciré la proposición 139 que no ha citado Vd. y que al parecer hacía aún mejor a su propósito.  "Los hombres -- dice -- jamás gradúan el mérito o demérito de las acciones por la utilidad que produzcan"; donde sin embargo, sólo traté de alzarme contra los que osasen prescindir de la intención para graduar el mérito de las acciones. 

Tan es así, que continúo allí en estos términos:  "Entonces habría una moral para cada caso y los medios, cualesquiera que fuesen, quedarían justificados como se consiguiera el fin."  Aquí se nota  como un deslinde entre la esfera del moralista y la del jurisconsulto: la  ley no puede penetrar hasta la intención, pero la moral sí.  Lo que yo he querido dar a entender es que si un acto se practica en razón de bien, es bueno, aunque se malogre, y por tal le tienen los hombres; y si se ejecuta para hacer el mal, es malo, aunque rinda bien, y por tal le tiene la humanidad entera. Ahora, pues, seamos francos: ¿se oponen estos principios a la doctrina del Sr. Ruiz?  ¿O no se ve antes bien que la naturaleza misma nos fuerza a probar el deber en el crisol de la ventaja general? ¿Cómo puedo yo saber lo que es el deber, si ignoro lo que piden los casos y las cosas?  ¿No es  esta exigencia de las circunstancias en lo que se cifra el orden y concierto del mundo moral?  ¡Qué!  ¿Por ventura la humana naturaleza no tiene leyes como toda la naturaleza?  Luego la ley del deber lejos de oponerse al principio de la mayor utilidad encuentra en éste su más firme apoyo.  La una es el precepto.  El otro es la teoría.  En resolución, los artículos de Ruiz son el comentario legítimo de la doctrina de Valle.  Creo, pues, que debe cesar toda discusión, una vez  determinado el sentido de las palabras y determinadas las consecuencias del principio del interés, y  del principio del bien general; quedándome tan sólo el sentimiento de que mis explicaciones no  sean tan favorables al modo de ver de Vd. como yo quisiera, pues discrepando nosotros tan ampliamente en otras cuestiones fundamentales de filosofía, como es público y notorio, habría sido para mí de la mayor satisfacción aprovechar esta coyuntura para acreditarle mi imparcialidad.  Vd. conoce algo de mi carácter, y para nueva prueba de su ingenuidad, aun cuando atraiga sobre mi entendimiento la nota de inconsecuencia, le digo francamente que si Vd. no conceptúa conciliable mis tesis con las explicaciones aducidas, déme V. por retractado de las primeras y por  atenido a las segundas. Y aquí tiene Vd. a mi amor propio a los pies de mi deber, que es confesar siempre la verdad tan luego como la columbra. 

*Carta dirigida a Manuel González del Valle, firmada el 11 de septiembre de 1839 y publicada en el Diario de La Habana dos días después, donde Luz y Caballero tercia en la polémica que González del Valle sostuvo con el presbítero Francisco Ruiz sobre la moral utilitaria.  está publicado en el capítulo La moral utilitaria de la obra: La Polémica Filosófica (t.II, Obras de José de la Luz y Caballero, Biblioteca de Autores Cubanos, Universidad de La Habana, La Habana, 1948).  Tanto la carta como la nota las hemos tomado de:  Cuba: Fundamentos de la democracia/ Antología del pensamiento liberal cubano desde fines del siglo XVIII hasta fines del siglo XX, Fundación Liberal José Martí, Madrid, 1994. 

1 Jeremy Bentham, filósofo, economista y jurisconsulto inglés (1748-1832), fundador de la escuela utilitarista, para la cual el interés es el único móvil de las acciones humanas. 
 

Aforismos de José de la Luz y Caballero 

(enviados por nuestro gacetillero Armando Guerra) 

Una prueba del alma humana es que más se sienten (aún por los más abyectos y materiales) las injurias de palabra que las de obra. 

Tiempo es el espacio de las ideas. No hay duda que existe grande relación y correlación entre el tiempo y el espacio, pero no esa casi identidad en la idea que le encuentran algunos filósofos. Digo casi porque idénticos nadie pretende, ni puede pretender, que lo sean. Así, concediendo a Kant que el tiempo, o la idea de él es "una forma de la intuición", no se lo concedo respecto del espacio, que materialmente existe fuera de nosotros, en los mismos cuerpos --y también como abstracción-- porque téngase presente que el tiempo no es el movimiento, sino que el movimiento contribuye a la idea del tiempo. 

Venga vida, de donde viniere, que sin vida no hay filosofía. 

Mi táctica es oír todo, y todo discutirlo. 

Mala roca, y peor criterio, es la conciencia por sí sola para levantar el edificio del saber, y para aquilatar sus materiales. 

No hay disparate que no haya dicho algún filósofo. 

El filósofo no es más que ministro e intréprete, no dueño ni legislador de la naturaleza. 

La rígida Alemania, esa segunda tierra mía. 

Los hombres grandes deben algún tanto a su siglo, pero su siglo y aun los posteriores deben mucho a los hombres grandes. 

La tiranía es una atmósfera que no deja respirar al corazón, y sofoca sus impulsos. No pueden negar la esclavitud los pueblos que para todo esperan la iniciativa del Gobierno. 

El cautivo es el que aprecia la libertad. 

Sin sentimiento no hay motivo para el pensamiento ni para la acción. 

La humanidad tiene que pasar por ciertos escalones (de abrojos y espinas) para llegar a ciertas alturas. 

Esclavo fue quien dijo: Yo soy hombre, nada humano lo juzgo ajeno de mí.